Los campesinos polacos y los hospederos judíos rurales no salían de su asombro ante la insólita caravana de gentes que, procedentes de Sajonia y Silesia, se desplazaban con todas sus pertenencias a bordo de carruajes tirados por varios caballos percherones o en otros más modestos, uncidos a flacos y exhaustos jamelgos, aunque también los había arrastrados por grandes perros e incluso por sus propios dueños. En ellos habían depositado todas sus pertenencias, entre las que sobresalía la preciada posesión que era común a todos: un lustroso telar de madera. Se trataba de tejedores alemanes que se dirigían a determinados territorios polacos para establecerse como tejedores a cambio de ciertos privilegios garantizados por las autoridades.
Con este viaje comienza la novela de Israel Yehoshua Singer, que tiene como protagonista a la ciudad polaca de Lódz y sobre todo a sus gentes -judías, alemanas, polacas y rusas- con sus conflictos, malentendidos, ambiciones, éxitos y fracasos e incoherencias, descritos en casi setecientas páginas, en las que nada sobra. Lódz inicia su marcha triunfal hacia el progreso con la creación de una importante industria textil, monopolizada por alemanes y judíos: de unos pocos centenares, se convirtió en una ciudad de medio millón de habitantes poco antes de la Primera Guerra Mundial.
A mediados del siglo XIX, la mayor parte de los judíos del mundo vivía en Europa Oriental, hablaban yiddish, dependían de la retrógrada monarquía rusa y estaban confinados en una bolsa territorial que abarcaba gran parte de Polonia y Ucrania. Tras las guerras napoleónicas, Europa había quedado devastada pero también impregnada de las ideas de libertad e igualdad proclamadas por la Revolución Francesa, que se extendieron a la conquista de la emancipación de los judíos. Aquellos que consiguieron desembarazarse de los prejuicios y las ataduras prosperaron de la misma manera que los gentiles, en este caso alemanes, y de dedicarse a la sastrería de forma precaria, se convirtieron en dueños y trabajadores de telares, avances que consiguieron mediante el soborno a los funcionarios rusos, instalados en el país después de que los cosacos acabaran con los levantamientos de los aristócratas polacos.
Singer narra la historia de esta ciudad polaca que se convertiría en una imitación del Manchester británico con similares experiencias dolorosas vinculadas a la revolución industrial, la introducción de los telares de vapor y el exitoso establecimiento del más crudo y cruel capitalismo, de la mano de los patronos, ya fueran alemanes o judíos, y como consecuencia, del surgimiento de los movimientos sindicales. Y lo cuenta a través de dos personajes esenciales -Simja y Yánkev- los hijos mellizos de Abraham Hersh Ashkenazi, comerciante y dirigente de la comunidad judía de Lódz en la segunda mitad del siglo XIX. Precisamente a él, que lucha denodadamente para que todas sus acciones y las de sus correligionarios se dirijan por el “camino recto” que impone el judaísmo, le van a salir dos hijos que, según profetiza su rabino de cabecera, serán ricos pero no temerosos de Dios y escogerán la riqueza y los negocios, siempre pasajeros, frente a la eternidad de Dios, la Torá y los cielos.
Simja Meir es un recién nacido menudo y enclenque, de poco pelo y chillón. Cuando crezca será envidioso y embustero, astuto y ambicioso. En cambio, Yánkev Bunem es fuerte, guapo, solidario y afectuoso y, además, tendrá algo de lo que no gozará su hermano: suerte. Ambos conseguirán una posición de bienestar económico como propietarios de fábricas textiles, bien por jugadas poco éticas, como ocurre con Simja, o por matrimonio en el caso de Yánkev.
Ambos, aunque uno sea más atractivo y el otro resulte un ser odioso, son miembros de la clase explotadora y eso lo saben muy bien otros dos personajes, también judíos, procedentes de un ambiente mucho menos favorecido por la fortuna. Uno de ellos es Teyve, un tejedor que empezó tarareando cancioncillas subversivas en la fábrica y acabó promoviendo huelgas contra los patronos que pretendían rebajar el sueldo de unos trabajadores ya sumidos en la más absoluta pobreza, evidente en la desnutrición de sus hijos, enfermos, con deformaciones y sin futuro.
Morían ante la más absoluta indiferencia de la clase poseedora: Simja Meir llega a decir, en un alarde de cinismo, que comer sólo sirve para abrir el apetito. Y en esta actitud no hay distinción alguna entre empresarios gentiles y judíos. Ni siquiera el propietario judío trataba bien a los suyos; en el mejor de los casos practicaba la caridad, no el reconocimiento de sus justas demandas. Los rabinos podían incitar a la apertura de comedores y escuelas gratuitos, pero no iban más allá y estaban más preocupados por su propia relevancia en la comunidad y por sentar doctrina en asuntos relacionados con no encender fuego en el sabbat o no mezclar leche y carne en el mismo recipiente, al tiempo que agradecían que Dios bendijera los prolíficos vientres de las mujeres judías, sin reparar en que era imposible alimentar a todas las bocas nuevas con unos sueldos de miseria, cuando los había. Será precisamente Nisen, el hijo de uno de estos rabinos para los que sólo existía del estudio de la Torá y las oraciones interminables, quien se convierta en un intelectual revolucionario.
La ciudad crecía día tras día y a ella acudían forasteros venidos de todas las partes del mundo y los jóvenes judíos oriundos de Lódz empezaron a afeitarse las barbas y ataviarse con ropajes mundanos. “Llegaron bailarinas húngaras decididas a ampliar sus carreras y engrosar sus billeteros” y circos y ferias ambulantes y toda la ciudad “bebía, cantaba, bailaba, llenaba los teatros, se desmandaba en los burdeles y jugaba a las cartas”.
En 1981, el zar Alejandro II ordenó, a instancias de su ministro del Interior, la expulsión de los 35.000 judíos que vivían en Moscú. Algunos se marcharon a América, pero la mayoría se dirigió a Varsovia y a otras ciudades de Polonia, como Lódz. La emancipación frustrada de los judíos rusos condujo a bastantes jóvenes intelectuales hacia los círculos revolucionarios y una segunda oleada de inmigrantes, procedentes de Lituania, mucho más radicalizados, cambió por completo la fisonomía de la ciudad. Y con ellos, volvieron Tevye y Nisen y se sucedieron las reuniones clandestinas, primero con inmigrantes rusos y lituanos y más tarde con los tejedores jóvenes de Balut, el barrio judío. Tevye les hablaba de la vida de los trabajadores en las ciudades lituanas, de la lucha contra los patronos y Nisen, de asuntos como la Revolución Francesa, el movimiento socialista en todo el mundo y los conflictos entre el capital y los obreros. “Por primera vez no se les recordaba, como hacían predicadores y rabinos, la vanidad e inanidad de sus existencias”, sino que se les infundía fuerza y esperanza.
Los negocios prosperaban en Lódz, cuando de repente todo se vino abajo de golpe: una sequía se abatió sobre el país, se produjo una hambruna y una epidemia de cólera. Como era habitual, se culpó a los judíos y se produjeron pogromos en las aldeas ucranianas y en las ciudades industriales, como Lódz, se destruyeron tiendas y fábricas judías, además de sucederse las palizas y los asesinatos por parte de los trabajadores gentiles, a los que Nisen había hablado de la solidaridad de todos los obreros del mundo, y a los que la policía y los regimientos cosacos dejaban hacer sin intervenir y poner freno a la masacre. Más que Simja y Yánkev, los dos hermanos, la figura de Nisen, el hijo del rabino que acabó convirtiéndose en un intelectual revolucionario, es la más atractiva de la novela, quizá porque presenta similitudes con el autor del libro y porque plantea la esquizofrenia a la que se vieron sometidos muchos jóvenes judíos a la hora de decidir si estaban con una religión que valoraba la costumbre, la superstición y la sumisión o con la revolución socialista que inauguraría una época luminosa. Lo cierto es que, en ningún caso los cristianos los aceptaban, ni como burgueses o potentados ni como defensores de la justicia social.
En sus memorias póstumas, ‘Un mundo que ya no está’, el autor, Israel Jehoshua Singer, hijo de un rabino de una pequeña aldea, un shtetl, recuerda una infancia dura y triste, intervenida por el rigor del estudio de la Torá, de los cumplimientos obligados en absolutas nimiedades, de la asfixiante represión y las terribles amenazas para aquellos que no eran lo suficientemente devotos. Nisen, en la novela, llega a confesar que odia a su padre y a sus libros sagrados, a “todo su judaísmo, que oprimía el alma humana y la llenaba de culpa y remordimiento, pero sobre todo odiaba al Dios de su padre, aquel ser cruel y vengativo que exigía una obediencia ciega”. Singer no llega a tanto, pero sí experimenta un conflicto con su familia y su comunidad por el exceso de religiosidad, de preceptos y de devoción, cuando él veía el mundo como algo hermoso y lleno de alegría.
El mismo Karl Marx era nieto de rabinos y su padre, a fin de desarrollar su carrera, se convirtió al cristianismo y bautizó a sus ocho hijos. Marx odiaba su herencia judía, a la que identificada con los estereotipos antisemitas del judío usurero. Según sus propias palabras, “la emancipación de los judíos consiste en que la humanidad se emancipe del judaísmo”. Y, sin embargo, el concepto de la lucha de clases como motor de la historia y su inevitabilidad se nutre de la misma esperanza del pueblo judío en el mesianismo y en el fin de los tiempos (o de la historia), tan caros al judaísmo.
Pese a la violenta e injusta actitud de los gentiles con los judíos, pese a pertenecer a la misma clase de los desposeídos, Nisen siguió creyendo en que la razón revolucionaria era la correcta, que su misión era defender el progreso social como los rabinos defendían los preceptos de la Torá, y continuó su lucha a favor de una humanidad redimida con una fe indestructible en el poder de la palabra y no de la pistola, en la justicia y en la voz del pueblo. Años después, la Revolución rusa le liberó de la cárcel de San Petersburgo, ciudad en la que vivía Simja Meir como director de una sucursal textil de Lódz. A ambos les cambió la vida: el hermano mayor entendió lo banal y egoísta que había sido su visión del mundo, aunque ya no le sirviera para nada, y el revolucionario, como tantos otros, se dio cuenta de que los bolcheviques no compartían la misma idea de liberación del pueblo por la que había luchado.
Escribir en yiddish
Israel Jehoshua Singer es el hermano mayor del Premio Nobel de Literatura de 1978, Isaac Bashevis Singer, pero murió mucho antes, en Nueva York, en 1944, adonde había llegado en 1934 tras varias estancias en Kiev, Varsovia y Moscú. Fue un autor de gran éxito y ‘Los hermanos Ashkenazi’ se vendió muy bien en los Estados Unidos cuando se publicó, en 1936. El ejemplar utilizado para esta reseña corresponde a la edición de Acantilado de 2017.
Los dos hermanos Singer escribieron sus obras en yiddish, un idioma que durante mucho tiempo fue tildado de germanía criminal o de forma corrupta del alemán. Sin embargo, el yiddish era tan antiguo como algunas lenguas europeas y los judíos comenzaron a crearlo a partir de los dialectos alemanes hablados en las ciudades cuando pasaron de Francia e Italia a la Lotaringia de habla alemana. Durante siglos recogió influencias de otras lenguas europeas, como el ruso o el polaco hasta llegar a constituirse el yiddish moderno, formado durante el siglo XVII. Su forma literaria se transformó completamente en la primera mitad del siglo XIX en las ciudades de la diáspora de Europa oriental, donde proliferaron los diarios y revistas en este idioma. Hacia finales de la década de 1930 era el idioma principal de unos once millones de personas.
El yiddish ha sido la lengua de la sabiduría de la calle, del oprimido, del sufrimiento, del humor y de la ironía. Isaac Bashevis Singer señaló que es la única lengua que jamás ha sido hablada por los hombres que ostentaban el poder.