
El asesinato del archiduque Francisco Fernando sorprendió a Stefan Zweig en Baden, una localidad cercana a Viena. Era el 29 de junio de 2014 y hacía un día espléndido. Mientras leía sentado en un banco, escuchaba la melodía que a oleadas llegaba a sus oídos procedente de la banda de música del parque, el susurro del viento entre los castaños y el canto estival de los pájaros. Y de pronto la música se interrumpió, la multitud se detuvo repentinamente, los músicos abandonaron el quiosco de la orquesta y la gente se agolpó alrededor de un comunicado: el anuncio de que el heredero del trono imperial y su esposa, de visita en Bosnia, habían sido víctimas de un atentado.
A decir verdad, constata Zweig, en los rostros no se apreciaba ninguna emoción o irritación especiales. El heredero del trono nunca había sido un personaje querido: carecía de encanto personal y de buenas maneras en el trato social; su principal ocupación era la caza, auténticos holocaustos preparados para su satisfacción, y su única preocupación consistía en suceder de una vez por todas al viejo emperador.
Apenas transcurridas unas horas de conocerse la noticia de su asesinato, la gente volvió a sus ocupaciones, a sus charlas y a sus risas, e incluso algunos respiraron aliviados por la eliminación de un futuro emperador al que no se estimaba. Al día siguiente ningún periódico se refirió a una posible represalia contra Serbia ni nada semejante y el único contratiempo que se originó fue un problema de protocolo en la casa imperial: la archiduquesa Sofía no tenía la prerrogativa de recibir sepultura en el panteón de los Habsburgo por lo que finalmente ambos cónyuges fueron enterrados discretamente en Arstetten, un villorrio austríaco de provincias.
Esta antipatía hacia el archiduque no se compadece en absoluto con lo que ocurrió después: el ultimátum de Austria a Serbia, los telegramas entre el emperador Guillermo y el zar, la declaración de guerra a Serbia por parte de Austria y, finalmente, una Europa en llamas.
Una hipótesis señala que la guerra estalló por la propia inercia militar. Barbara W. Tuchman apunta en ‘Los cañones de agosto’ que el estado mayor alemán había diseñado unos planes teóricos de ataque tan milimétricos que hubiera sido una pena desperdiciarlos, pero había que actuar con premura, antes de que el enemigo se adelantara. Quizá pesara también la ‘necesidad’ de probar los nuevos armamentos antes de que quedaran obsoletos y arrinconados en depósitos militares. Después, ya durante la contienda, se siguieron inventando elementos a cual más mortífero y espeluznante, desde el lanzallamas a los gases tóxicos y la guerra se convirtió en un campo de pruebas, en el que todo valía.
Stefan Zweig, que había podido constatar la ocupación de Bélgica por el ejército del káiser Guillermo II, pudo llegar a territorio alemán en el tren expreso de Ostende, el último que circularía en mucho tiempo, y luego a Viena, inmersa en el delirio. Se formaban espontáneas manifestaciones en las calles, en las que flameaban banderas y se escuchaba la música al paso de reclutas que “desfilaban triunfantes, con los rostros iluminados, porque la gente les vitoreaba, a ellos, a quienes nadie había agasajado jamás”.
Y no solo ocurría en Viena; en Alemania las estaciones lucían carteles anunciando la movilización general mientras los trenes se llenaban de reclutas recién alistados, en medio de una barahúnda de despedidas y pañuelos, de música y de ondear de banderas. Se había declarado la guerra y una especie de encantamiento colectivo se había adueñado de hombres y mujeres que abarrotaban las calles con un entusiasmo inusitado y contagioso ante una tragedia cuyo alcance muy pocos pudieron advertir.
Los jóvenes alemanes, como los austríacos, los británicos y en cierta medida también los franceses, se inscribían en los regimientos y a toda prisa, no fuera a ser que la guerra acabara antes de que ellos llegaran. Erstn Jünger, que apenas tenía diecinueve años, relata su viaje en tren a Hannover para alistarse. De vez en cuando veía junto a los raíles unos peleles rellenos de paja que se bamboleaban al viento y que representaban al zar Nicolás. Llegó a la ciudad coincidiendo con el desfile de un regimiento que marchaba al frente: los soldados cantaban, entre sus filas se habían introducido señoras y muchachas y los adornaban con flores.
La causa de este delirio, de esta posesión, se explica por la escenificación de una comunión perfecta de aquellos que creían formar parte de una nación, unidos más allá de su clase, formación, género o condición. Creían que formaban parte de algo más grande que era digno de ser defendido hasta la muerte. O quizá fuera lo que llamó Freud el malestar de la cultura: el deseo de evadirse de leyes y normas, de liberar viejos instintos de sangre obedeciendo al llamamiento de fuerzas oscuras y primitivas.
Los mayores no se pararon a pensar en que esos jóvenes reclutas, a los que incluso sus padres invitaban a marchar al frente, se dirigían directamente a una matanza. En los albores del siglo XX aún se creía en la autoridad y si el emperador Guillermo les había dicho que para la Navidad ya estarían todos de vuelta en casa y coronados de laureles, es que era cierto. Porque no sabían nada de la guerra y porque creían que iba a convertirlos en héroes, “las víctimas de entonces iban alegres y embriagadas al matadero, coronadas de flores y con hojas de encina en los yelmos, y las calles retronaban y resplandecían como si se tratara de una fiesta” (Zweig).
Habían transcurrido casi cincuenta años de paz y la guerra se había convertido para muchos en una leyenda, en algo heroico y romántico. Francia no cayó del todo en esta falacia. En su novela ‘Los cuatro jinetes del Apocalipsis’, publicada en 1916, Vicente Blasco Ibáñez afirma que los franceses recibieron la orden de movilización con sobriedad “en las palabras y en las manifestaciones de entusiasmo”, ya que no en vano dos generaciones habían nacido en ese medio siglo con el trágico presentimiento de que una guerra con Alemania llegaría forzosamente. Una guerra que nadie deseaba, impuesta por los adversarios, pero aceptada por la mayoría como un deber. En los primeros días del estallido de la guerra, sólo algunos grupos, a los que Blasco Ibáñez tacha de patriotas exaltados, pasaban por la plaza de la Concordia para dar vivas ante la estatua de Estrasburgo.
El sábado 1 de agosto de 1914 Francia ordenó la movilización general. Agustí Calvet, cuyo seudónimo es Gaziel, estudiante ampurdanés de Filosofía en la Sorbona y residente en una pensión de Saint-Germain-des-Près, da cuenta en una crónica de sus observaciones: el servicio público de autobuses, reservado por el Gobierno para el transporte de tropas, está totalmente suspendido y el enorme tráfico ciudadano de París, sólo puede hacerse utilizando el metropolitano. “La aglomeración es algo nunca visto, sobre todo por la extraña severidad y el mutismo de los que van y vienen; todo el mundo parece moverse con una fiebre obsesiva, aparentemente sin motivo, como hacen las hormigas en los hormigueros súbitamente desbaratados”.
Todo el Barrio Latino, prosigue Gaziel, está solitario y desierto, la gente se ha encerrado en casa. No hay oradores por ningún lado, ni agitadores ni videntes y es que “la gente, ante el hecho inesperado y brutal de la guerra inminente, no siente entusiasmo ni temor, sino que está, sin más, profundamente preocupada”. Los franceses irán a la guerra, pero a regañadientes. Gaziel sigue su paseo y al llegar al bulevar de Montmartre observa a un grupo de chiquillos, muchachos y mujeres que ondean media docena de banderas francesas, inglesas, rusas e incluso una italiana mientras lanzan imprecaciones belicosas. Un coro rompe a cantar La Marsellesa y el himno prende en los espectadores, que se descubren y aplauden al paso de las banderas aunque la mayoría, serios y conmovidos, observan. No hay alegría ni entusiasmo, como constata Blasco Ibáñez en su novela.
Gaziel envió su crónica a ‘La Vanguardia’, que la publicó un mes después, en septiembre. A primeros de diciembre se convirtió en corresponsal de guerra y recorrió los escenarios de las batallas del Marne y de Verdún, con la firme convicción de que las innumerables víctimas inocentes de todos los conflictos bélicos se han preguntado inútil y desesperadamente quién puede querer la guerra.
Algunos pensaron que se vivía demasiado bien, que la Belle Époque había afeminado las costumbres y desvirilizado a los hombres o algo peor: se había caído en la degeneración olvidando los valores fundamentales del orden, la patria y el sacrificio, que solo podrían restablecerse mediante una catarsis que purificara las pasiones. Existía la posibilidad de poner fin a la agitación social y a la disolución de Europa mediante una guerra que actuaría como antídoto contra la masiva podredumbre humana que reinaba en el continente. Harry Kessler, un aristócrata alemán, educado en Inglaterra y en Francia, creía que del conflicto transformaría la esencia de Alemania y con él nacería un hombre nuevo liberado de las cadenas de la modernidad.
También se planteó la guerra como una lucha ideológica entre las democracias y los regímenes totalitarios, lo que estaba muy lejos de la realidad, sobre todo si miramos hacia Rusia, cuyo zar se apuntó a la causa de la Entente. Sí es cierto que en Inglaterra se extendió una corriente de pensamiento justificatorio: Alemania era el mal por su tendencia al totalitarismo y al cesarismo.
Los ‘hombres de letras’ británicos pronto sumaron sus plumas al servicio de la causa de la guerra: Galsworthy, Bennet, Kipling, Wells, Conan Doyle, entre los más conocidos. G. K. Chesterton escribió a favor de la intervención en el conflicto y la justificó en que “el prusiano era insufrible” y que hubiera sido terrible que además se hubiera mostrado imbatible. La causa de las Potencias de la Entente era la defensa de la civilización frente a ‘La barbarie de Berlín’, que fue el título que dispensó a un panfleto que más tarde calificaría de excesivamente belicoso pero del que nunca se arrepintió.
En el frente ideológico contrario, el de las Potencias Centrales, militó Thomas Mann, cuyo contraataque denostaba la misma idea de la democracia. Durante los años que duró el conflicto redactó un ensayo, ‘Observaciones de un hombre apolítico’, en el que tachaba el parlamentarismo de plutocracia y de sistema caduco dominado por abogados y en el que oponía la nivelación total de los “democratismos civilizatorios” a la cultura de la vieja Alemania, que entendía la libertad en su mejor sentido, como el de la entrega del individuo a la sociedad basada en valores autoritarios típicamente prusianos: el cumplimiento del deber, el orden y la disciplina. Finalizada la guerra, Thomas Mann se convirtió en un defensor acérrimo del sistema democrático de la República de Weimar, pero nunca condenó de forma tajante esas ideas que formaron parte del ideario nacionalsocialista.
Ni todos acudieron a despedir entusiásticamente a los soldados que partían al frente ni todos quisieron alistarse. Campesinos y obreros de todos los países se opusieron a la guerra porque condenaba a sus familias a pasar hambre, en el primer caso, o porque la veían como una trampa capitalista en el segundo. Hubo manifestaciones pacifistas en todas las grandes ciudades e intelectuales que se opusieron al conflicto con sus palabras, como Jaurés, asesinado por un nacionalista fanático, o con silencios atronadores como los de Karl Kraus y Walter Benjamín.
Chesterton, que no estuvo en el frente, siguió defendiendo la Guerra del 14 -no lo hizo en absoluto con la de los boers- durante el resto de sus días, pero no todos siguieron su ejemplo: pasados los primeros tiempos de euforia y entusiasmo llegaron los fracasos en el frente y todo el horror de la guerra escenificado de una forma brutal en la batalla del Somme, que duró cuatro meses y causó más de un millón de bajas.
La guerra que, según algunos iba a crear a un hombre nuevo y libre, destrozó las vidas de miles de jóvenes, no sólo las de los que murieron, sino también las de quienes salieron de ella con el alma en pedazos. Wilfred Owen, el poeta de guerra que había animado a la lucha heroica, regresó a Escocia como víctima de la neurosis de guerra tras la muerte de todos sus compañeros en una trinchera y, en el hospital, mientras se recuperaba, plasmó su experiencia del infierno en los versos descarnados del ‘Himno a la juventud condenada’.
Coincidió en el hospital con otro poeta, Siegfried Sassoon, que también se alistó voluntario y al que incluso se le concedió la Cruz Militar por su valentía en el frente, pero que tras escribir a su comandante en jefe una carta para que se pusiera fin a los tormentos que padecían los soldados británicos al servicio de fines “perversos e injustos” fue diagnosticado de neurastenia y enviado junto a Owen para su recuperación.
Ambos se reincorporaron a la lucha en el frente occidental y Owen murió una semana antes de que se firmara el armisticio. Su muerte se convirtió en el símbolo del destino de su generación y de la locura de unos gobernantes que queriendo conseguir la libertad, llevaron a la muerte a millones de personas, con el visto bueno de intelectuales que no supieron o no quisieron adivinar la magnitud de la catástrofe.
Lecturas
Ernst Jünger, ‘Tempestades de acero’, Tusquets Editores, 1989
Philipp Blom, La fractura, Anagrama, 2016
Barbara W. Tuchman, ‘Los cañones de agosto’, RBA 2014
Thomas Mann, ‘Consideraciones de un apolítico’, Capitán Swing, 2011
Stefan Zweig, ‘El mundo de ayer’, Acantilado, 2001
G.K. Chesterton, ‘Autobiografía’, Acantilado, 2003
Gaziel, ‘París 1914-Diario de un estudiante’, Editorial Diéresis, 2013