J.M. Coetzee, Esperando a los bárbaros

 

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Un magistrado sin nombre y entrado en años, fiel servidor del Imperio como responsable civil de una pequeña aldea situada en la frontera limítrofe con una región inhóspita habitada por tribus nómadas, recibe la visita de un alto cargo de la Guardia Nacional, el coronel Joll, enviado para comprobar los rumores acerca de movimientos armados al otro lado del limes.

El coronel no sólo desconoce la vida en la frontera -la de los colonos y la de los nómadas- sino que además su soberbia le impide aceptar consejos y menos de un magistrado de provincias, con lo que al equivocarse convierte en enemigos a pacíficos pescadores a los que tortura personalmente en busca de la información que le confirme la existencia de una sublevación en ciernes. Se considera un especialista en descubrir la verdad porque es capaz de reconocer el “tono” y a ello se dedica con métodos más violentos que eficaces. Sus métodos le confirman que los bárbaros se acercan pero nunca los verá, aunque eso ya lo sabíamos.

El magistrado, que es quien narra lo que va ocurriendo en primera persona, llevaba una vida apacible, con sus pequeñas satisfacciones, cumpliendo ordenadamente sus funciones. Cuando llega el coronel intenta hacer oídos sordos a los gritos de dolor que se escuchan en toda la fortaleza procedentes del granero donde han sido alojados los prisioneros. En un principio, como ya hizo en ocasiones anteriores ante situaciones injustas que tuvo que resolver, intenta consolarse pensando que “cuando los hombres sufren injustamente es el sino de aquellos que son testigos de su sufrimiento avergonzarse de ello”. Pero no es suficiente, nunca lo ha sido.

En cuanto al coronel, el magistrado se pregunta qué sentiría este “verdugo itinerante” la primera vez que le invitaron a utilizar una herramienta de tortura: “¿Se estremeció siquiera ligeramente al saber que en ese mismo instante estaba traspasando el límite de lo prohibido?” Y más aún, ¿dispondrá de un ritual de purificación personal “que le permita regresar y compartir la mesa con otros hombres” o acaso se trata de “una clase nueva de hombres que puede pasar sin inmutarse de un mundo sucio a otro limpio”?

El coronel se marcha dejando las huellas de su paso en los cuerpos torturados de sus prisioneros, pero volverá. Y el magistrado, tal vez como un acto de purificación, acoge en su casa a una joven que fue prisionera y que, como consecuencia de las torturas, quedó ciega y con los pies rotos e inútiles. Tampoco es una expiación en regla, una forma de reparar las culpas porque -él mismo lo reconoce- obtiene cierto placer en esta relación. Decide devolverla a su tribu para enmendar el daño, pero al volver, es acusado de traición y se convierte en prisionero en lo que antes había sido su propia fortaleza.

Y es entonces cuando realmente descubre que es un cuerpo, que éste es blando y expuesto al dolor exacerbado, al frío insufrible, al hambre que inhibe el pensamiento, a la suciedad y al insomnio. Coetzee relata en estas páginas cómo el dolor y la humillación se graban día tras día en el cuerpo del prisionero y cómo, a pesar de todo, el cuerpo tiene la voluntad de seguir viviendo.

En medio de esa vida privada de dignidad y sumida en el dolor continuo, el magistrado reconoce que no era cierto que él fuera el “indulgente amante del placer, opuesto al frío y severo coronel”, sino la mentira que un Imperio se cuenta a sí mismo en los buenos tiempos, en tanto que el coronel es la verdad que el Imperio cuenta en los malos. “Dos caras de la dominación imperial”.

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Coetzee logra, con una narración escueta de los hechos, sin adornos que valgan, mostrarnos la crueldad del poderoso con el débil, el otro, el que no es como nosotros, en un lugar que no existe y en un tiempo no definido, convirtiendo la novela en una parábola de cualquier Imperio y de cualquier tribu.

Los imperios -dice- han creado el tiempo de la historia” y su existencia no es circular, sino de principio y fin, de la grandeza a la decadencia y por eso su “inteligencia oculta” sólo tiene una idea fija: no acabar, no sucumbir. Como sea y al precio que sea. Y sin embargo, se sucumbe, lleguen o no los bárbaros, porque el germen de la destrucción vive en esa forma de dominio, a veces amable y a veces brutal, que utiliza el miedo de propios y extraños, la amenaza, la mentira y la degradación moral.

Nota biográfica

John Maxwell Coetzee nació en 1940, en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, en el seno de una familia de emigrantes británicos. Se licenció en matemáticas e inglés en la Universidad de su ciudad natal y en 1969 se doctoró en lingüística computacional en la Universidad de Texas, Austin. La tesis consistió en un análisis computacional de la obra de Samuel Beckett.

Esperando a los bárbaros” es la tercera novela de Coetzee, publicada en 1980. Las primeras fueron “Tierras de poniente” (1974) en la que se tratan las consecuencias del poder sin límite y “En medio de ninguna parte” (1977), donde refleja la sociedad sudafrica post-apartheid a través del diario de una mujer. En 2003 recibió el Premio Nobel. 

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