Contra el sionismo. En recuerdo de George Steiner

Al convertirse en un estado, Israel abjuró de su misión histórica: la de ser la conciencia del mundo. En la supervivencia del judaísmo, más allá del estado de Israel, fundó George Steiner su esperanza y por eso se le llamó traidor. Judío nacido en París, hijo de vieneses y nacionalizado estadounidense, fue durante largos años la voz más estimulante y fecunda de la Diáspora. Murió en 2020, antes del genocidio que Israel está cometiendo sobre los palestinos de la franja de Gaza.

George Steiner alzó su voz ante los crímenes de Israel. No podía ser que el pueblo que presentó ante los hombres el concepto de Dios único y sus consecuencias morales se haya convertido en la negación de la humanidad misma. En tres ocasiones, el judaísmo situó a la civilización occidental frente al chantaje de lo ideal: las Tablas de la Ley entregadas por Dios a Moisés, que contienen las normas éticas fundacionales de los judíos; el Sermón de la Montaña, compuesto de citas de Isaías, Jeremías y Amós, en el que Jesucristo exigió la defensa de los desposeídos como un ejercicio de altruismo absoluto, y el socialismo utópico, principalmente en su vertiente marxista, en el que la aportación teórica, práctica y personal de los judíos fue claramente desproporcionada. El marxismo -dice Steiner- seculariza, convierte “a este mundo” en una tierra donde prevalece la lógica mesiánica de la justicia social, la del Edén abundante para todos, la de la paz.

La presión de los ideales de Moisés, de Jesús y de Marx -continúa Steiner- engendra odio porque se nos muestra que traicionamos ideales cuya validez reconocemos plenamente e incluso celebramos, pero cuyas exigencias parecen desbordar nuestras capacidades o nuestra voluntad. Hitler lo expresó sin ambages: “El judío ha inventado la conciencia”.

Pero el sionismo ha vendido el honor y la excelencia a cambio de convertirse en un estado inmisericorde y genocida, cuyas raíces nacionalistas y el militarismo del que depende para poder sobrevivir, obliga a los judíos a repetir historias de violencia y persecuciones de las que antaño fueron víctimas y ahora, como nación, perpetradores. “Somos el pueblo que, al estar despojado y acosado, ha tenido el fantástico privilegio aristocrático de no torturar a nadie, de no convertir a nadie en apátrida”.

Sería escandaloso -sigue diciendo Steiner en uno de sus últimos libros, ‘Errata. El examen de una vida’que los milenios de revelación y el llamamiento al sufrimiento tuviesen como resultado final la creación de un estado-nación armado hasta los dientes, de una tierra para especuladores y mafiosos como todas las demás”. Y sin embargo así es: el sueño del sionismo se ha convertido en un sueño de exterminio, que ha utilizado el Holocausto de manera espuria para acallar cualquier crítica y acusar a quien lo cuestione de antisemitismo.

En una entrevista recogida en “A long Saturday”, Steiner recuerda que, durante varios miles de años, aproximadamente desde la época de la caída del Primer Templo en Jerusalén, los judíos no tenían los medios para maltratar, o torturar, o expropiar a nadie ni a nada en el mundo. “Para mí, fue la mayor aristocracia que jamás haya existido ( ) La más alta nobleza es haber pertenecido a un pueblo que nunca ha humillado a otro pueblo o torturado a otro. Pero hoy en día, Israel debe – necesariamente (subrayo esta palabra y la repetiría 20 veces si pudiera), necesariamente, inevitablemente, ineludiblemente – matar y torturar para sobrevivir; Israel debe comportarse como el resto de la así llamada humanidad normal ( ) convirtiéndose en un pueblo como los demás. Los israelíes han perdido la nobleza que yo les había atribuido. Israel es una nación entre naciones, armada hasta los dientes”.

Siendo como es que la misión del judío consiste en “ser el invitado de la humanidad”. Fue Heidegger quien dijo que “somos invitados de la vida”. Esta vocación, esta aspiración, “la función de ser insomnes y causar irritación moral al resto de los hombres se me antoja como el mayor de los honores” .

En la Diáspora, creo que la tarea del judío es aprender a ser un invitado de otros hombres y mujeres. Israel no es la única solución posible. Si lo que ni siquiera uno se atreve a considerar llegara a suceder, si lo inimaginable llegara a ocurrir, si Israel desapareciera, el judaísmo sobreviviría; es mucho más que Israel. Y es posible que el judío de la Diáspora sobreviva para ser un invitado, para demostrar que todos los hombres son invitados de la vida ( ) El judaísmo sobrevivirá a la ruina de Israel”.

El radical antisionismo de Steiner le impidió vivir en Israel, pese a invitaciones y presiones. Nunca pudo sentirse parte del contrato místico-escritural que el sionismo religioso invoca para reclamar la tierra palestina, porque, como él mismo dijo, no posee ni puede poseer “ningún feudo refrendado por la divinidad en un pedazo de tierra de Oriente Medio ni en ninguna parte”. Israel no fue nunca para él, defensor de la Diáspora, orgulloso de ser apátrida y de poder vivir en varios idiomas y en el mayor número posible de culturas y así aborrecer el nacionalismo que se ha enseñoreado en Israel.

Para mí, ser judío es seguir siendo un estudiante, ser alguien que aprende. Es rechazar la superstición, lo irracional. Es negarse a recurrir a los astrólogos para descubrir su destino. Es tener una visión intelectual, moral, espiritual; sobre todo, es negarse a humillar o a torturar a otro ser humano; es negarse a permitir que otros sufran por tu existencia”.

Nuestra verdadera patria no es un trozo de tierra rodeado de alambradas o defendida por el derecho de las armas; toda tierra de este género es perecedera y precisa de la injusticia para sobrevivir. Nuestra verdadera patria ha sido siempre, es y será siempre un texto”.

George Steiner murió el 3 de febrero de 2020 en Cambridge, donde había vivido recluido sus últimos años. Nuccio Ordine, Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, mantuvo una larga conversación con Steiner que fue publicada en forma de libro con el título ‘George Steiner, el huésped incómodo’ en 2023, tras la muerte de ambos. Ese “huésped incómodo” tiene que ver con el “invitado de la vida”. Estamos en el mundo no para aprobar diligentemente todo lo que se nos pone por delante, sino para inquirir, para protestar, para denunciar porque, aunque esté invitado, su labor no es asentir, sino aportar algo, “aumentando el valor -intelectual, ideológico, material- de lo que encontró cuando vino a llamar a la puerta”.

George Steiner fue para Ordine el huésped incómodo en la literatura, en el judaísmo y en la vida. De todo ello habló en sus libros y en sus artículos. Durante treinta años, hasta 1997, George Steiner escribió para ‘The New Yorker’ más de ciento cincuenta artículos, en los que pasó revista a multitud de temas, fundamentalmente literarios, al tiempo que publicaba importantes libros académicos, como ‘Después de Babel’, ‘Pasión intacta’, ‘Gramáticas de la creación’ o ‘Antígonas’. Sus largas y profundas reseñas muestran la atención y la “seriedad profunda” que, en su opinión, exigen las obras de arte, lo que fue tildado de “elitista”, pero no sólo esta actitud le convierte en un huésped incómodo, sino el axioma que siempre presidió su labor: la crítica existe porque existen los libros y aquellos críticos que utilizan “el texto como mero pretexto” para hablar de ellos mismos son unos “parásitos”, el crítico vive de segunda mano y el diluvio de comentarios y exégesis tiene un efecto corrosivo (‘La cultura y lo humano’, 1963).

Pero no sólo de literatura vive Steiner. En la selección de artículos de “The New Yorker’, publicada por Siruela en 2020, figura ‘El erudito traidor’, un retrato de Anthony Blunt, el “cuarto hombre”, el espía reclutado por los soviéticos en la década de los 30, que tenía a su cargo la pinacoteca de la familia real británica y una excelente reputación como experto en arte francés. Cómo es posible, se pregunta Steiner, que un hombre de tal superioridad intelectual se alistara en ese repugnante oficio y cómo ciertos “gérmenes de lo inhumano están plantados en las raíces de la excelencia”. Otros de los artículos seleccionados se refieren a Albert Speer, arquitecto y ministro de producción de guerra de Hitler, y a su “Diario de Spandau”, a la “singularidad” de Simone Weil o a la autobiografía de Lévi-Strauss, ‘Tristes trópicos’.

El huésped incómodo, el invitado de la vida, el intelectual en suma. George Steiner podría haber suscrito las palabras de Pier Paolo Pasolini: “Yo sé, porque soy un intelectual, un escritor que se esfuerza en estar al tanto de todo lo que sucede, en conocer todo lo que se escribe, en imaginar todo lo que no se sabe o se calla, que coordina hechos lejanos, que reúne las piezas desorganizadas y fragmentarias de un coherente cuadro político, que restablece la lógica allá donde parecen reinar la arbitrariedad, la locura y el misterio”.

La curiosidad de Steiner y su erudición son descomunales. Parece que no exista tema sobre el que no haya reflexionado y escrito. En ‘Lenguaje y silencio’, analiza las causas de la caída de Trotsky y muestra un profundo conocimiento de las novelas de entreguerras, de la Antigüedad clásica, de la educación literaria de los caballeros ingleses, del abandono de la palabra y de las ambiciones de rigor científico y predictivo en la escritura histórica. Y toda su obra ensayística, tanto en libros como en artículos, tienen la virtud de lo reflexionado, de la idea madurada, de una visión novedosa de los asuntos y de la independencia de criterio.

En la “conversación” con Steiner en Cambridge, Ordine le coloca como “huésped incómodo” en el judaísmo. Ésta incomodidad y su rechazo del sionismo han ocupado las primeras líneas de este artículo. Sólo comentar que su postura está contenida en ‘Errata. El examen de una vida’, una autobiografía intelectual (Siruela, 1998), en ‘El castillo de Barba Azul’ (Gedisa, 1971) y en el capítulo ‘Sión’ de ‘Los libros que nunca he escrito’ (Siruela, 2008).

En la entrevista de Nuccio Ordine, Steiner deja una reflexión final acerca de su antisionismo y su negativa a residir en Israel, que pone de manifiesto su honestidad intelectual: “¿Me habré equivocado? ¿No habría sido mejor luchar contra el chovinismo y el militarismo viviendo en Jerusalén? ¿Tenía derecho a criticar sentado cómodamente en el sofá de mi hermosa casa de Cambridge?” .

‘Middlesex’, Jeffrey Eugenides

Nací dos veces: fui niña primero, en un increíble día sin niebla tóxica de Detroit, en enero de 1960; y chico después, en una sala de urgencias cerca de Petoskey, Michigan, en agosto de 1974”. Tras este comienzo, el narrador, Cal o Calíope, pasa a relatarnos no solo su vida hasta ese momento en que ha cumplido ya 41 años, vive en Berlín -una ciudad que estuvo partida en dos como el protagonista- y está enamorado de una mujer, sino también la de sus ascendientes griegos desde los tiempos en que Desdémona, la abuela, criaba gusanos de seda en el pueblo de Bitinio, en Asia Menor, de donde tuvo que huir, junto a su hermano y esposo, tras la masacre perpetrada por el Ejército turco en el año 1922.

Más de un millón y medio de griegos que habitaban en el Asia Menor fueron expulsados, entre ellos los abuelos de Cal/Calíope, que viajaron a los Estados Unidos y se instalaron en Detroit. Allí, a lo largo de tres generaciones vivieron como greco americanos con los consiguientes problemas de integración en la nueva sociedad que les acogió más o menos bien y el lamentable descuido de su riquísima y antigua cultura. Aunque nunca olvidaron de donde vinieron, en más de una ocasión apostaron por su nuevo país, como hizo Milton, el padre, al alistarse para la guerra en el Pacífico o cuando tomó partido por Estados Unidos, en contra de la patria de sus padres, en la invasión del norte de Chipre por parte de Turquía. Los primeros en llegar a Estados Unidos fueron Desdémona y Lefty, la primera generación, y experimentaron más problemas a la hora de integrarse en el nuevo país; en cambio, los hijos llegaron a cambiar sus nombres, Teodora por Tessie y Milcíades por Milton; la última, la de Calíope/Cal, se hizo más globalista, más viajera, aunque nunca perdió de vista el lugar del que provenía ni sus costumbres ni su cultura; el pasado se cernió sobre él/ella para crear una auténtica tragedia griega, con el destino como fuerza protagonista en la activación de un gen recesivo culpable del síndrome de deficiencia de 5-alfa reductasa.

Calíope/Cal relata las historias familiares, las amorosas, las de negocios, enfermedades, nacimientos, desapariciones y muertes, además de los acontecimientos que marcaron el siglo, especialmente en Estados Unidos y, en concreto en Detroit, “una ciudad consagrada al dinero”: la ley seca de los años veinte que hizo de esta ciudad uno de los centros de importación de alcohol más importante, donde las bandas criminales llegaron a manejar los asuntos municipales; la imposición de la producción en cadena en las fábricas de Ford en 1913, cuando “la gente dejó de ser humana”, cuando se perdió el sentido en favor de la máquina; los disturbios raciales de 1967; Vietnam y la revolución sexual de los setenta. Todo está en primera persona, como si Calíope/Cal hubiera estado presente en el incendio de Esmirna que contempla Desdémona antes de partir para Grecia o en su misma cabeza cuando se tortura por haber sucumbido al “estado de perifescencia”, de enamoramiento de su propio hermano.

Jeffrey Eugenides tardó nueve años en construir esta novela y buena parte del tiempo lo ocupó intentando hallar una solución al tema del narrador en primera persona y que a la vez estuviera presente en todo momento. Si lo hacía en tercera, Calíope/Cal quedaría falta de color y si lo hacía con sus abuelos y padres, los que perderían en vitalidad serían éstos. Quería -dijo en una entrevista- “contar eventos épicos en tercera persona y eventos psicosexuales en primera persona”. La única forma de hacerlo era dotar a Calíope/Cal del don de la omnisciencia, algo absolutamente prohibido en las normas que rigen la construcción narrativa de una novela: un narrador protagonista en primera persona sólo sabe lo que sabe y no tiene ni idea de lo que piensan los demás personajes. Puede imaginarlo, pero no puede pontificar sobre los pensamientos ajenos ni sobre sus opiniones o sentimientos, a no ser que se los cuenten en confesión. Lo que no es el caso. Así pues, Eugenides decidió que, al igual que Tiresias, que fue hombre y mujer y poseía el don de la profecía, Calíope/Cal, debido a que su identidad es variable, poseyera el don de viajar al pasado y penetrar en las cabezas de sus abuelos, padres, hermanos, compañeros de clase y vecinos.

Calíope/Cal sabe todo esto y nos advierte mientras nos cuenta cosas ocurridas antes de su nacimiento, como la llegada de Desdémona y Lefdty a Detroit y advierte: “Por supuesto, un narrador en mi posición (prefetal en ese momento) no puede estar completamente seguro de nada de esto”. Aunque tiempo después, cuando el abuelo pierde todo su dinero en el juego, se contradice y afirma que “sólo yo, desde la caja privada de mi huevo primordial, vi lo que estaba pasando”.

Esta forma de afrontar la omnisciencia prefetal recuerda al caballero Tristram Shandy cuando nos hace un relato de cómo fue concebido e incluso se pone a charlar con el lector. Euigenides decide que, si bien es difícil la credibilidad que propone, puede ser más llevadera si se toma como una broma. Utiliza la distancia irónica, el doble sentido y otros recursos que nos llevan del lirismo a lo más prosaico al tiempo que esa imagen que provoca se convierte en símbolo de otra cosa. Sucede con la descripción de una de las compañeras de clase de Calíope, una preadolescente en su momento más glorioso: “Avanzaba entre las agujas de pino con un bañador rojo, blanco y azul. La naturaleza entera guardó silencio ante aquella visión. Los cisnes desplegaron por el lago sus largos cuellos para alcanzar a verla …” Y termina: “Incluso una motosierra se apagó a lo lejos”. Nos trae a la mente la ondeante bandera de los Estados Unidos y la imposibilidad de Calíope/Cal de ser como Jenny Simonson y cien por cien norteamericana.

Volviendo a la omnisciencia, lo cierto es que da igual que Eugenides contravenga las normas que rigen la ficción o que las intente justificar de forma un tanto pintoresca o cómica. Lo esencial es que la novela, creíble o no, es brillante. Su prosa parece desenvolverse con facilidad, con la apariencia de lo oral, aunque en realidad está por completo trabajada con los apropiados recursos literarios. Sus personajes son tiernos como Tessie, divertidos clarinetistas como Milton, atrevidos y elegantes como Lefty, jaspeados como el ‘oscuro objeto’ o más allá de lo humano, dotados de una fuerza de la naturaleza como Desdémona. Hay algo de Úrsula, la matriarca de ‘Cien años de soledad’, preocupada por dar a luz iguanas y lagartos,en la abuela griega, que nos sorprende cuando agita el abanico: “Cuando Desdémona se abanicaba no era una simple cuestión de mover la muñeca de un lado a otro; la agitación arrancaba de lo más profundo de su ser (…) Salía de un lugar aún más hondo de donde estaba enterrado su delito (…) Por toda la casa se sentía la fuerza con que Desdémona se abanicaba; arremolinaba motas de polvo en la escalera, agitaba los visitos y, por supuesto, como era invierno, hacía tiritar a todo el mundo”.

El Libro Segundo finaliza con la llegada del espermatozoide de Milton/Milcíades al óvulo de Tessie/Teodora y la caída de cabeza al mundo de Calíope: “Ya no me puedo quedar sentado a ver lo que pasa. A partir de ahora, todo lo que cuente estará teñido de la experiencia subjetiva de formar parte de los acontecimientos”.

Y vamos viendo cómo crece Calíope, cómo de preciosa niñita se convierte a los trece años en algo raro, pasa de lo apolíneo, “de una niña de rostro luminoso y enmarcado en bucles” a tener un aspecto dionisíaco: “la nariz empezó a arquearse” y las cejas se espesaron y curvaron. Se ve diferente a sus amigas que se están haciendo mujeres mientras ella queda en un limbo impreciso. Calíope sólo crece a lo largo. El gen que apareció por primera vez en torno al año 1750 en una lejana tatarabuela, que se lo pasó a su hijo y éste a su vez a sus dos hijas y se fue transmitiendo sucesivamente de manera que en Bitinio nacieron algunos hermafroditas, ha saltado a los Estados Unidos y debido a combinaciones endogámicas resurgió en una niña nacida en 1960. La atrofia de los órganos masculinos externos no se advirtió hasta la adolescencia, cuando se pusieron en marcha las hormonas que tantos problemas dieron a Calíope y tanto sufrimiento: ser considerada un monstruo simplemente porque era diferente. Un monstruo como el Minotauro, “un objeto de vergüenza que se tiene oculto”, escondido como Calíope en los servicios del sótano del colegio, reino subterráneo ajeno al barullo de lo que ocurre arriba, en las clases y en los vestuarios.

Calíope nació niña, se educó como una niña y en la adolescencia decidió pasarse al otro lado, aunque nunca estuvo a gusto en compañía de hombres y nunca estuvo a disgusto cuando era una niña entre niñas. Eugenides quiso escribir una novela sobre la historia de Herculine Barbin, un hermafrodita del siglo XIX, que antes de morir redactó sus memorias, luego recuperadas por Michel Foucault. Se educó en una escuela de las Ursulinas como mujer y, en la adolescencia, como le ocurrió a Calíope, se dio cuenta de lo diferente que era del resto de sus compañeras; su confesor le pidió que se hiciera un examen médico y una determinación legal dictó que Barbin fuera considerado oficialmente varón y pasara a llamarse Abel Barbin. Se le obligó a vestir ropas masculinas, no pudo encontrar trabajo y se la consideró un monstruo: pocos años después se suicidó por inhalación de gas.

En una entrevista, Eugenides confiesa que en las memorias de Barbin se enteró de que los hermafroditas son de carne y hueso pero quedó decepcionado porque en ellas no transmitía el placer de este género. Por eso escribió esta novela, que habla de la identidad, no sólo sexual, sino como persona con un pasado más allá del nacimiento, moldeada por el ambiente, la educación y el deseo de una personalidad propia que se va creando a lo largo de la vida, recorriéndola libremente y sin dolor, en la que el determinismo no es el único jugador posible.

Middlesex’, Jeffrey Eugenides, Premio Pulitzer, Editorial Anagrama, 2005

‘Tea Rooms. Mujeres obreras’, de Luisa Carnés

Madrid en la primavera de 1932. La joven Matilde es una de las aspirantes a mecanógrafa, lleva diez meses buscando trabajo y la esperanza de encontrar un empleo se esfuma a cada día que pasa. Ya le avisarán, le dicen. Fuera, en la calle, llueve. A la puerta de un bar están friendo buñuelos y Matilde tiene que elegir entre calmar el estómago, vacío desde hace horas, y coger el tranvía que la llevará a su casa: sólo tiene diez céntimos en el bolsillo. En el trayecto, a pie, se suceden los escaparates que exhiben productos inalcanzables y en las paredes, carteles que incitan a la lucha revolucionaria y pintadas con vivas a Rusia.

La miseria hace miserables a los pobres y la madre y hermanos de Matilde no son una excepción; serían capaces de aceptar sin ningún escrúpulo que ella, la mayor, se convirtiera en “chica para todo” de algún empresario con tal de poder llevarse algo a la boca. “Ricos y pobres”, así es el mundo, piensa Matilde, cuya “hambre no data de unas horas ni de varios años, es un hambre de toda la vida, sentida a través de varias generaciones de antecesores miserables”.

Fraques proletarios y batas negras son los uniformes de camareros y dependientas del salón de té del que sale un olorcillo a mantequilla y a masa caliente que marea. Matilde ha conseguido la vacante del turno de día. La jornada laboral es de diez horas, de pie, sonriendo, limpiando, haciendo nudos corredizos en las cajas de los pedidos… El sueldo, tres pesetas diarias, 65 horas a la semana con solo una tarde de descanso de cinco horas, cuando se puede prescindir de las camareras, lo que no ocurre en el verano.

Trini, Paca, Antonia, Esperanza, Laurita y Marta serán sus compañeras de ahora en adelante, cada una de ellas con su vida triste y precaria, temiendo ser despedida por el menor descuido en sus tareas, por un simple comentario o por una mirada de soslayo a la encargada o al jefe. No digamos nada si se trata de exigir el adecentamiento del inmundo cuarto en el que se cambian, exigir derechos o faltar al trabajo incluso justificadamente. Ser mujer añade dificultades: la desigualdad salarial, el acoso del jefe, un embarazo no deseado, la educación que encamina a las mujeres, también a las obreras, al matrimonio y a los hijos y la posibilidad cierta de acabar en la mendicidad o en la prostitución.

Luisa Carnés, la autora de esta novela recuperada del olvido en los últimos años, pertenecía a esta clase obrera que describe. Dejó el colegio a los once años para entrar a trabajar como aprendiza en un taller doméstico dedicado a la confección de sombreros. Su formación fue exclusivamente autodidacta y aprendió a escribir leyendo las obras de Dostoievski y Tolstoi en los folletines de los periódicos o en ediciones baratas. Su origen, en una familia humilde y numerosa, y su voluntad para superar el abandono escolar, la acercan a otra mujer del mismo entorno obrero a la que admiró profundamente, Clara Campoamor, por su ejemplo de superación de obstáculos que le permitió llegar a ejercer como abogada y llevar una vida independiente y por su defensa de la emancipación femenina.

En cuanto a su adscripción literaria a la generación del 27, no es del todo exacta. Carnés formó parte de los autores a quienes se estudia bajo la denominación de “narrativa social de preguerra”, a la que pertenecen, entre otros, Ramón J. Sénder y César Muñoz Arconada. Lo suyo era la literatura obrera, escrita desde abajo, desde la conciencia de la explotación del proletariado y a favor de la revolución.

Tea Rooms’ habla de las mujeres de una clase social oprimida, cuyo empeño ha de ser la denuncia y la lucha contra sus explotadores y también contra la opresión social que las relega a un rincón invisible de la Historia. Por eso denuncia las llamadas novelas blancas, aquellas en las que una joven consigue al fin un marido, su única meta en la vida porque para la mayoría de estas mujeres, su aspiración era seguir el modelo tradicional católico de madre y espíritu del hogar. Laurita, una de las compañeras de Matilde, ha muerto después de que una comadrona le provocara un aborto con una varilla de paraguas. Si Laurita, dice, “no hubiese estado dominada por prejuicios seculares de religión y tradición, hubiera procedido en forma muy distinta. Pero Laurita no ha leído más que novelas frívolas y argumentos de films. La perspectiva de un hijo ilegal entre los brazos la ha trastornado, empujándola al crimen y al suicidio inconsciente”.

Matilde sabe que los tiempos han cambiado mucho, que escasean los príncipes y que “a los pocos que quedan les ha dejado en una situación muy desairada la revolución rusa”. También sabe que hay mujeres que se independizan, que viven de su propio esfuerzo, sin necesidad de “aguantar tíos”, pero eso es en otro país, donde la cultura ha dado un paso de gigante; donde la mujer ha cesado de ser un instrumento de placer físico y de explotación; donde las universidades abren sus puertas a las obreras y a las campesinas más humildes, es decir, en Rusia.

Mientras tanto hay que comer y Matilde entiende que Marta se haya “echado a la vida” tras ser despedida y ande “por ahí, envuelta en su abrigo costoso, perfumada” de momento pero con la sífilis y el hambre acechando, y le reprocha que sea una mantenida, no por el hecho de serlo, sino porque podría aprovechar las facilidades económicas que le proporciona su amigo para estudiar y “hacerse una cultura emancipadora”.

La situación de la mujer que describe Carnés, enmarcada en la lucha de clases y contra el patriarcado, nada tiene que ver con la versión adaptada que emite TVE, ‘La Moderna’. Son muchos capítulos que rellenar cuando la novela apenas se contiene en 130 páginas -desde la primavera al invierno, coincidiendo con los meses en que la propia Carnés estuvo trabajando como dependienta en Viena Capellanes. Es lógico que se inventen personajes y situaciones, pero sorprende la total desaparición del espíritu que impregna la obra de la escritora. Nada de antagonismo social ni de explotación: don Fermín, “brusco, grosero y autoritario” nada tiene que ver con el empresario justo y compasivo que dirige ‘La Moderna’; los conflictos vienen originados por las huelgas, cuando en realidad la Matilde de Carnés se habría adherido con todo su corazón y, además, en la versión televisiva a la protagonista se le busca un novio, amante, comprensivo y rico, en nítido contraste con el rechazo del amor romántico que preconiza la Matilde de Carnés.

Mientras la escritora utiliza un lenguaje sencillo y de la calle, los personajes de la serie utilizan términos no sólo anticuados sino pedantes y cursis o se expresan con refranes y frases sentenciosas, como en el caso de la jovencísima Marta. Se muestran tan almibarados que resultan irreconocibles. Sobre todo porque Carnés, en su novela, no muestra ninguna caridad hacia ellos, no siente ninguna empatía por las obreras a las que defiende, lo que por otra parte resulta muy desconcertante. Son sucias, resignadas, estúpidas y egoístas y, aunque estos caracteres vengan impuestos por una sociedad opresiva y patriarcal, la narradora -claramente la propia Luisa Carnés- no tiene ni una sola mirada benevolente hacia ellas, no ve en ellas nada positivo e incluso critica su físico estableciendo un reflejo moral -la sonrisa bobalicona de Antonia, “anchota y blanda, pasos de pato”, los ojos de mirada falsa, frívola y aturdida de Laurita, “demasiado coqueta”, “demasiado gruesa” y “demasiado moderna” o la “cara pálida y humildita de beata” de Paca.

Sólo se salva Matilde, trasunto de la propia autora, joven sensata y encantadora que es capaz de darse cuenta de que el único dilema de la mujer consiste en elegir el hogar, por medio del matrimonio, o la fábrica, es decir, “la obligación de contribuir de por vida al placer ajeno, o la sumisión absoluta al patrono o al jefe inmediato. De una o de otra forma, la humillación, la sumisión al marido o al amo expoliador”. Pero Matilde cree que “se acerca el fin de los patronos y de todos los capitalistas y que nosotros, los pobres dejaremos de pasar hambre y de calarnos los pies todos los inviernos (…) que hay que destruir toda esta carroña. Destruir. Para edificar. Edificar sobre cimientos de cultura. Y de fraternidad”.

En su afán de reivindicar una sociedad igualitaria y justa, Carnés, a través de Matilde, no duda en adoptar un tono mitinero en su narración. Se repite la mención a Rusia como el paraíso proletario, el primer país del mundo en el que “los obreros no pasan hambre ( …) en el que, en vez de cerrarlas, cada día abren nuevas fábricas e inauguran nuevas industrias. Y las mujeres no andan meses y meses de un lado para otro, con un periódico debajo del brazo, buscando un mísero mendrugo; ni los niños se mueren de hambre y frío en las calles. Rusia se llama ese país”.

A raíz de la publicación de ‘Tea rooms’, Luisa Carnés comenzó a colaborar en diversas revistas y asumió un mayor compromiso político y de acercamiento a las posiciones del PCE, que se acentuó a partir de las elecciones legislativas de febrero de 1936 que dieron la victoria al Frente Popular. El golpe de Estado sorprendió a Carnés en Madrid y en noviembre del 36, ante el temor de que cayera la capital, marchó con el Gobierno republicano a Valencia, desde donde colaboró en el órgano del PCE ‘Frente Rojo’. En la madrugada del 25 de enero de 1939, las sedes de ‘Frente Rojo’ y ‘La Vanguardia’ fueron asaltadas por patrullas armadas de la ‘quinta columna’ que actuaban en la ciudad como avanzadilla del ejército regular sublevado. Luisa Carnés, como muchos otros, tuvo que partir al exilio con lo puesto, cruzando la frontera francesa por Cataluña. En sus memorias ‘De Barcelona a la Bretaña francesa’ describió las penalidades que sufrieron los españoles al llegar a Francia. Finalmente, pudo instalarse en México, donde murió en 1964 en un accidente de tráfico sin haber regresado a España.

Escribir en otro idioma, Nabokov y Kristof

El exilio no es solo un traslado geográfico que interrumpe el contacto físico con la tierra natal, sino también un desarraigo cultural, un corte profundo que se da en el desterrado respecto a su historia comunitaria, con efecto multiplicador cuando lo que se deja atrás es también la lengua materna y, si además, el exiliado es escritor, la pérdida es devastadora.

Los románticos creían que en la lengua cristalizaba la historia íntima, la cosmovisión propia de la nación y de ahí que no se concibiera que el escritor, “encarnación de la esencia de la lengua”, estuviera fuera de ella, a la intemperie, “sin casa”. Y sin embargo, sigue diciendo George Steiner, gran parte de la literatura europea del siglo XX ha sido escrita por exiliados de su lengua materna.

Vladimir Nabokov, nacido en Rusia en 1899, y Agota Kristof, nacida en Hungría treinta y cinco años más tarde, abandonaron su tierra natal y optaron por escribir en otra lengua. Las circunstancias que les obligaron a marcharse fueron diferentes, como distintos eran los estratos sociales de los que procedían, su cultura y sus respectivos idiomas maternos. Pero los dos muestran en sus obras una constante referencia al exilio y a la lengua.

Bilingüe en inglés y ruso desde la primera infancia, Nabokov aprendió francés a los cinco años; cuenta en sus memorias que “en la mesa se hablaba francés, en el cuarto de los niños, inglés y en el resto de la mansión, ruso”. Pese a su pasión por la lengua rusa, escribió buena parte de su obra en inglés, antes incluso de instalarse en Estados Unidos a donde emigró en 1940. En su exilio, primero en Berlín, luego en París y, por último, en Norteamérica, nunca dejó de sentirse ruso ni de leer, traducir y estudiar a los grandes escritores de su país, pero nunca quiso volver para no desbaratar sus recuerdos. “Mi tragedia personal -afirmó en los años sesenta del pasado siglo- es que tuve que abandonar mi lengua natural, mi idioma natural, mi rica, infinitamente rica y dócil lengua rusa, por una calidad de inglés de segundo orden”.

Si para Nabokov, pasar del ruso al inglés constituyó un esfuerzo incómodo y doloroso, “como volver a manejar cosas después de haber perdido siete u ocho dedos en una explosión”, para Agota Kristof, que huyó de Hungría con veintiún años y con su hija de cuatro meses en el otoño de 1956, constituyó una tragedia llegar a escribir en francés. En el relato autobiográfico ‘La analfabeta’ recuerda su infancia en un pueblecito de Hungría, donde su padre ejercía como maestro. Su idioma era el húngaro y no podía concebir que existiera otro; si existía no era auténtico, sino “inventado”, como el lenguaje de los gitanos que, en su visión infantil, les servía sólo para entenderse entre ellos.

La familia de Kristof tuvo que trasladarse a una ciudad fronteriza, en la que una cuarta parte de la población hablaba alemán, la lengua de la dominación austríaca y en esos años -los de la II Guerra Mundial- de la Alemania ocupante. Después vendría el ruso como asignatura obligatoria en los colegios. Y tras la marcha a Austria y una corta estancia en Viena, donde tuvo que hacerse entender en alemán, se instaló en una ciudad suiza de habla francesa. Empezó entonces una lucha de más de treinta años para conquistar esa lengua que se le resistía y a la que veía como una lengua enemiga porque estaba matando su lengua materna, pero que le facilita la escritura de una obra muy original y, sobre todo, populariza su lectura, ya que en su país hubiera estado prohibida. “No he escogido esta lengua. Me ha sido impuesta por el destino, por la suerte, por las circunstancias. Estoy obligada a escribir en francés. Es un desafío. El desafío de una analfabeta», dice en sus memorias.

La obsesión por la lengua y por las palabras aparece en la primera página de ‘El gran cuaderno’, que forma parte de la trilogía ‘Claus y Lucas’. La madre de ambos gemelos, de nueve años, los deja en la casa de la abuela para protegerlos de los bombardeos de la ciudad; cada uno de ellos lleva una maleta pequeña “y, además el diccionario grande de nuestro padre, que nos vamos pasando cuando tenemos los brazos cansados”. Es un diccionario de húngaro que les permitirá entender el mundo en el que van a vivir porque ya no irán a la escuela. En él aprenden ortografía y términos nuevos, además de explicaciones acerca de todo o de casi todo. Pero la condición inexcusable para utilizar el diccionario es contar sólo aquello de lo que pueden estar seguros y sea de general aceptación; todo lo que pueda ser interpretable de diferentes maneras o no esté ratificado por los hechos se prohíbe. No se puede decir “el pueblo es bonito” porque puede ser bonito para ellos y feo para otras personas ni se pueden utilizar palabras inseguras e imprecisas como “gustar”. Sólo pueden describirse los hechos.

Pasan los meses y, el oficial alemán que se hospeda en la casa de la abuela les regala un diccionario con el que aprenden su idioma. Cuando se marcha, junto con las tropas alemanas que empiezan a desocupar el país, se lo lleva y les dice que ya no les servirá de nada porque tendrán que aprender otro idioma, el primero que habló la abuela, el ruso. Húngaro, alemán y ruso son los idiomas que marcan los diferentes exilios en la novela ‘Claus y Lucas’. En los exilios de Kristof se añade el francés.

Acorde con la idea de que la lengua debe expresar los hechos y nada más, la escritura de ‘Claus y Lucas’ y de ‘Ayer’, otra novela de Kristof, evita las palabras que definen los sentimientos por su vaguedad y expresa solamente los hechos de manera directa y precisa, sin poesía ni adjetivos. Esta frialdad minimalista se sitúa en las antípodas de la prosa de Nabokov, maestro del juego de las palabras, de las confusiones semánticas, del decir más allá de lo que se dice. Es, posiblemente, el mayor desencuentro entre ambos autores, tan próximos en las cuestiones que les ocupan y tan diferentes en su forma de observarlas.

Los exilios no solo son del lenguaje. Con el desarraigo se pierde muchas veces a la familia y a los amigos y, con toda seguridad, los escenarios de la vida vivida hasta el momento de la marcha. Edward Said, intelectual palestino exiliado primero en Egipto y luego en Estados Unidos, se lamentaba de que el exilio fuera “algo curiosamente cautivador sobre lo que pensar, pero terrible de experimentar. Es la grieta imposible de cicatrizar impuesta entre un ser humano y su lugar natal, entre el yo y su verdadero hogar: nunca se puede superar su esencial tristeza. Y aunque es cierto que la literatura y la historia contienen episodios heroicos, románticos, gloriosos e incluso triunfantes de la vida de un exiliado, todos ellos no son más que esfuerzos encaminados a vencer el agobiante pesar del extrañamiento. Los logros del exiliado están minados siempre por la pérdida de algo que ha quedado atrás para siempre”.

Nabokov y Kristof nunca dejaron de sentir nostalgia y toda su obra lo demuestra, ya que no hay ni una sola página en la que no se hable del exilio, de la infancia o de la patria y, al mismo tiempo, al ser la del destierro una experiencia extendida y comprendida, trasciende lo personal y lo local. ‘Lolita’, que podría considerarse una novela “de carretera” y, en consecuencia, muy norteamericana, trasciende toda adscripción localista para convertirse en una creación literaria sutil y compleja. Las interpretaciones son muy libres y algunas, como la recogida por Vargas Llosa en ‘La verdad de las mentiras’, afirman que el incesto que comete Humbert Humbert con su ahijada es una metáfora de la traición del exiliado, quien procedente de la vieja Europa -culta y exquisita- se deja seducir por la joven Norteamérica, caracterizada por el mal gusto de sus moteles, la ingenuidad de sus costumbres y su inconsistencia ética. Hay en todo exiliado un sentimiento de traición, de haber abandonado un gran amor; en Nabokov, la insistencia en lo mucho que le gusta Estados Unidos levanta sospechas y mucho más cuando en sus últimos años fija definitivamente su residencia en Suiza.

En Agota Kristof también se observa el desasosiego que produce haber abandonado el país natal, pero mucho más acentuado y con tintes más trágicos. Las dos últimas novelas de la trilogía ‘Claus y Lucas’ hablan del exilio, de lo que hubiera pasado si Claus o Lucas, que al final no sabemos quién es quién ni si se trata de un solo personaje o son realmente dos, no hubiera atravesado la frontera, si hubiera seguido en el país. Allí donde fue Claus “es una sociedad basada en el dinero, no hay lugar para las cuestiones que conciernen a la vida. He vivido treinta años en una soledad mortal”.

Mucho más cruel y desoladora es la novela ‘Ayer’, publicada en 1998, en la que un emigrante húngaro, Tobías Horvath, relata su experiencia en un país ajeno, la falta de sentido de su vida, la alienación que le produce su trabajo, la ausencia de expectativas y la sucesión de suicidios entre sus compatriotas. “Levantarse a las cinco de la mañana, caminar, correr por la calle para coger el autobús, cuarenta minutos de trayecto, la llegada al cuarto pueblo, entre los muros de la fábrica. Correr a ponerse la bata gris, fichar amontonándose ante el reloj, correr hacia la máquina, ponerla en marcha, hacer el agujero lo más deprisa posible, perforar, perforar, siempre el mismo agujero en la misma pieza, diez mil veces al día si es posible, de esa velocidad depende nuestro salario, nuestra vida”.

De la misma manera que para Nabokov es un placer, que transmite, jugar con el idioma y sus posibilidades, el tono de su escritura es lo contrario al de Kristof, más parecido al de Samuel Beckett y al de Thomas Bernhard. En ella no hay asomo de ironía, nada de la alegría de vivir del escritor ruso, jamás facilita una sonrisa y su mirada es desoladora. En cambio, los personajes de Nabokov se mueren por vivir. Por ejemplo, en ‘Pnin’, Timofei, un exiliado ruso que llega a Estados Unidos con un pésimo conocimiento del idioma inglés, lo que provoca situaciones jocosas debido a la polisemia, se gana la vida dando clases de ruso, “una lengua prácticamente muerta” en el departamento de Germánicas del Waindell College. Su aspecto extravagante y anticuado, su actitud propia de un caballero de otros tiempos, sus equívocos con el idioma, su falta de sentido del humor y su grandiosa erudición causan, si no admiración, sí interés y sorpresa y su persona es durante ocho años la comidilla de colegas y estudiantes. Parece un hombre despreocupado, pero de vez en cuando le asaltan los recuerdos y la nostalgia le saca de la realidad de forma que puede llegar a ver, en el aula o en el auditorio donde ofrece una conferencia, a “muchos viejos amigos asesinados, olvidados, no vengados, incorruptos, inmortales ( …) esparcidos por la débilmente iluminada sala”, e incluso puede distinguir a sus padres observándole con orgullo mientras recitaba un verso de Pushkin una noche de 1912 en San Petersburgo.

Tanto ‘El gran cuaderno’ como ‘Pnin’ son lecturas memorables. No puedo hacer más comparaciones de las realizadas en las líneas precedentes: el tono, el punto de vista, la ironía, el sarcasmo, los detalles, la visión del mundo… Es cierto que las novelas de Kristof dejan un gusto amargo y las de Nabokov, una media sonrisa. Cada una tiene su momento para ser disfrutada y puede decirse que son, de alguna manera, complementarias.

-Vladimir Nabokov, ‘Pnin’, ‘Lolita’

-Agota Kristof, ‘Claus y Lucas’, ‘Ayer’, ‘La analfabeta’

‘Fanny Hill’, la cortesana de Cleland, rectifica sus memorias

Todo se multiplica con el paso del tiempo, tanto lo bueno como lo malo, y se pierden cosas, a veces por voluntad propia y otras por negligencia. Los años han multiplicado los libros pero algunos han desaparecido en las sucesivas mudanzas o los he prestado y no se me han devuelto o ya no están por cualquier otra razón que se me escapa.

Recuerdo uno de ellos especialmente porque su lectura dio lugar a un sorprendente episodio de mi vida. Era una novela de tapas de color verde esmeralda y letra gruesa que adquirí siendo casi una adolescente en la Cuesta de Moyano, un mercado de venta de libros que estaba cerca del instituto donde cursaba el bachillerato. Su título, “Fanny Hill, Memorias de una cortesana” era lo suficientemente llamativo, de manera que lo llevé a casa oculto en la cartera escolar sin enseñárselo a nadie. En la introducción se decía que el libro fue publicado a mediados del siglo XVIII y que estuvo prohibido en Inglaterra y en Estados Unidos. No hacía falta nada más para que me pusiera a leerlo vorazmente y a escondidas.

Pero no recuerdo si lo leí de un tirón o de dos. El comienzo me resultó apasionante porque nunca había leído nada tan explícito sobre sexo, pero acabé sintiendo un auténtico hartazgo. En menos de doscientas páginas se sucedieron con apenas variaciones un centenar de coitos, adornados con desmayos y delirantes transportes de jóvenes provistos de carnes turgentes, muslos níveos y temperamento ardiente, provocados por amantes insaciables dotados de artefactos de tamaños prodigiosos.

Pasaron los años y me olvidé de la novela. Ni siquiera la recordé cuando llegué a Londres con una beca para completar una tesis de doctorado sobre las crisis bursátiles del capitalismo incipiente en la primera mitad del siglo XVIII. Es posible que la circunstancia de que en 1740, John Cleland, el autor de “Fanny Hill”, fracasara en su proyecto de compañía comercial que hacía negocios en las Indias Orientales, justificara en cierto modo la inclusión en el Archivo Nacional de Inglaterra de una petición de benevolencia presentada por una tal Frances Hill.

No podía creer que hubiera caído en mis manos una carta manuscrita de la cortesana que había sido la protagonista del primer libro pornográfico de la literatura inglesa. Recuerdo que el escrito comenzaba afirmando que su nombre era Frances Hill, que nació en un pueblecito cerca de Liverpool y que sólo en esto y en pocas cosas más el relato del señor John Cleland se ajustaba a la realidad, que lo demás era fantasía y que la publicación de ese libro había sido nefasto para ella. Contaba que llegó a Londres tras quedar huérfana a consecuencia de una terrible epidemia de viruela y que, sin amigos ni parientes, tuvo que dedicarse a la prostitución para sobrevivir; nunca como consecuencia de un temperamento inmoral y libertino, del que siempre careció.

Puedo imaginar la llegada de Fanny a Londres en el coche de postas. Nunca en sus quince años había salido de su pueblo y su intención era entrar a servir en alguna casa respetable. En un hatillo llevaba su escaso guardarropa y, en un pequeño monedero a buen recaudo, ocho guineas y diecisiete chelines de plata que había conseguido tras malvender los escasos bienes que habían pertenecido a sus padres.

Se hospedó en una posada por un chelín la noche y, al día siguiente, se dirigió a la casa donde prestaba sus servicios una prima, a la que no conocía mucho, pero que le insistió durante el funeral de sus padres en que fuera a vivir con ella y le prometió que le encontraría un empleo en Londres. En el camino pudo observar las grandes diferencias entre unas calles, en las que ni siquiera había una línea divisoria entre carruajes y peatones, y otras con ampias aceras e impresionantes edificios. Fanny intentó evitar que se le hundieran los zapatos en el barro y tuvo que sortear aguas estancadas en las que flotaban los más variados desechos. Los hombres tenían aspecto de maleantes y las mujeres no dejaban de dar gritos a chiquillos harapientos. Hasta que llegó a la calle Strand, por la que circulaban barrenderos, transportistas de fardos y enseres, criadas con escofieta, bata y sombrerillo, vendedoras de bollitos y estampas, damas que se paraban a mirar las joyerías y las tiendas de moda de la amplia avenida. Fanny dobló a la derecha como le habían indicado. A medida que avanzaba por las calles secundarias, advirtió que los edificios se iban haciendo más pequeños que los que había observado pocos minutos antes. Los comercios de esta zona vendían carne, verduras y carbón e incluso se oía mugir a las vacas de una lechería cercana, pero nada que ver con la pobreza y la misería que había podido observar en los aledaños de la pensión. Al final de la calle dio con la casa que buscaba: los muros estaban pintados de rosa y la entrada, flanqueada por cuatro columnas blancas imitando al mármol. Del techo a la izquierda, colgaba un farolillo rojo.

Puedo imaginar la impresión que le suscitó a Fanny la casa donde trabajaba su prima Hellen: en ningún momento pensó que aquella fuera una casa de mala nota, sino todo lo contrario. Golpeó suavemente el aldabón e inmediatamente le abrió la puerta un fornido hombretón que, tras preguntarle qué quería, la condujo a una sala y después fue en busca de su prima. Las paredes estaban forradas de terciopelo rojo y todos los apliques refulgían, incluso los marcos de los dos espejos de los entrepaños; un ventanal oculto por pesados cortinajes que apenas dejaban pasar la claridad del día, se contraponía a la chimenea de falso mármol rosa. Apareció Hellen, se echó a sus brazos, le dijo lo encantada que estaba de verla y le informó de que tenía ya un empleo para ella y una habitación que compartiría con otra de las jóvenes protegidas de su ama.

Fanny miró a Hellen con arrobo. Era la solución a la angustia de verse en esas calles inhóspitas que había atravesado esa misma mañana, sin dinero y a merced de ladrones y violadores. La casa le parecía preciosa; sus compañeras, cariñosas y encantadoras y su dormitorio, el colmo del lujo, con su enorme cama con dosel, cuadritos en las paredes y cortinas de raso brillante. Con la voz entrecortada por la emoción aseguró a su prima que no podía haber imaginado nada tan bonito ni tan elegante, que era muy feliz y que sólo le preocupaba la opinión que la señora de la casa pudiera hacerse de ella, tan pueblerina y tan zafia.

Pronto se daría cuenta de cómo se desempeñaba la dueña de esta casa para jovencitas abandonadas. Tenía fama de ser la mejor tasadora de virgos y virtudes y su especialidad eran las subastas de campesinas recién llegadas. Había dejado a Hellen, su lugarteniente, que recibiera con hospitalidad a su prima. Pronto le tocaría a ella entrar en acción.

Fanny escuchó de boca de la señora Brown, la dueña del burdel, que Londres era un lugar vil y malvado y que esperaba que se condujera de una manera dócil, que no la había tomado para ser una criada común, sino para que fuera una especie de compañera para ella y que si actuaba como una buena chica, ella se comportaría como una auténtica madre. Representó su papel, como en muchas otras ocasiones, dándole a entender repetidamente que si no aceptaba sus consejos, acabaría como una vagabunda. Y mientras, buscaba entre sus clientes, a aquellos interesados en pagar por la virginidad de una joven campesina.

La carta de Frances Hill hallada en el Archivo no deja ninguna duda al respecto. Reconoce que entró de pupila en una casa de tolerancia, cuya dueña vendió su virginidad, no una sino tres veces, a quien pudiera pagar las doscientas guineas que se guardó para compensar los gastos de vestuario y manutención. Pero Fanny no se escapó con su joven amante como cuenta el señor Cleland, con el que coincidió una larga noche en la cárcel de New Gate, a donde le habían llevado a él las deudas y a ella una conducta inmoral. Hablaron, le hizo algunas confidencias y él las aprovechó para escribir las supuestas memorias de una cortesana y conseguir un dinero con el que pagar a sus acreedores. Si hubiera contado la historia real de su vida, si no la hubiera convertido en una fogosa mujer de la vida, reflexiona Frances Hill, seguramente no habría vendido ni un ejemplar.

El éxito de Cleland fue la desesperación de Fanny. Se publicó la novela, en la que el autor inventó para su cortesana una vida de placer y de lujo y un anciano amante que le dejó una fortuna escandalosa que pudo compartir con su primer amante, el joven que la raptó del burdel antes de que perdiera su virginidad. Todo mentira. Durante los primeros años, hubo caballeros que le pusieron casa y servicio y se convirtió en su mantenida, pero esto duró poco tiempo. Volvió al burdel y a vender su cuerpo a diario hasta que las cosas le fueron mal a la dueña y acabó haciendo la calle en un ambiente sucio y violento. Ni disfrutó del sexo, por mucho que el autor del libro relatara proezas eróticas con prosa florida, ni conoció a un benefactor, pero sí recibió palizas y vejaciones, contrajo dudosas enfermedades y fue condenada a sufrir el castigo de la exhibición y maltrato públicos más de una vez, como consecuencia de las redadas instigadas por los elementos más puritanos de la sociedad.

En el momento de redactar la petición de benevolencia, Fanny Hill tenía cuarenta años y muy mala salud, apenas podía permitirse vivir en una modestísima casa, pero la gente la creía poseedora de una gran fortuna y quiso expulsarla de la vivienda por rica y por libertina. Ignoro qué fue lo que sucedió después ni si recibió contestación a su petición. Seguramente no. La carta estaba traspapelada y no hallé nuevos documentos. Incluso lo que era un hallazgo extraordinario desapareció. Volví al día siguiente al Archivo y solicité el mismo documento, pero ya no estaba esa carta. Maldije no haberme quedado con ella, aunque el control era muy estricto y no habría podido salir con ella. Fantaseé con escribir un artículo exclusivo sobre un personaje de ficción que se correspondía, aunque deformado, con un personaje real. Pero ya no tenía el documento que lo avalara, aunque sé que la carta era real, que la tuve en mis manos y que no fue un sueño. Tengo la absoluta seguridad de que la cortesana de Cleland fue la desventurada Frances Hill con la que me encontré entre papeles de denuncias, contratos de seguros y contabilidades sobre las consecutivas crisis de los Mares del Sur.

John Cleland, el autor

A mediados del siglo XVIII, el libro ‘Fanny Hill, memorias de una cortesana’ fue víctima de una de las primeras acusaciones legales por obscenidad. John Cleland escribió el libro, las supuestas memorias de una cortesana ninfómana y lo hizo estando en prisión por deudas, que pudo saldar, al menos parcialmente, gracias a su venta. Hijo de un oficial del Ejército británico, entró en la escuela de Westminster en 1721 y la abandonó dos años después, parece que por mala conducta, quizá por sodomía. Luego ingresó en la Compañía británica de las Indias Orientales y se estableció en Bombay hasta 1740, año en que regresó a Londres y fue encarcelado por deudas tras un intento de refundar la Compañía portuguesa. En la cárcel terminó de escribir ‘Fanny Hill’, que fue publicada en dos partes, en 1748 y al año siguiente.

Cuando la ley tomó medidas contra el escandaloso libro, Cleland lo repudió diciendo que se trataba de «un libro que no merece la pena defender y al que deseo enterrar y olvidar desde lo más pro-fundo de mi alma». Para que lo olvidara más fácilmente fue recompensado con una pensión de 100 libras anuales, procedentes del gobierno, a condición de que no volviera a escribir obras corruptas. Pero la novela siguió vendiéndose muchísimo de forma clandestina. Ya entrado el sivglo XX, en 1964, un tribunal lo consideró como una ofensa a la moral pública y se ordenó la destrucción de todos los ejemplares. Pero regresó a las estanterías y, aunque nunca fue absuelta, en 2007 consiguió una audiencia de siete millones de telespectadores en una versión televisiva de la BBC.


Escritores de derechas en la Guerra Civil: del espanto al disparate

La literatura española de los años treinta despide un desagradable olor a rancio, a sitio cerrado rebosante de melindres y pacatería, provenientes de sus raíces religiosas, y de una épica viril y violenta, aportada por la noción anacrónicamente imperial y heroica del falangismo. Andrés Trapiello, en su libro ‘Las armas y las letras’ reconoce que “la literatura política de los años treinta, leída hoy, resulta en general imposible de digerir” y añade que “es raro que nadie pueda leer con gusto ni las elucubraciones de Ledesma Ramos ni las exaltaciones fascistas de Giménez Caballero o los discursos de Sánchez Mazas”. Pero hace extensiva esta reflexión a todas las obras de la República, cuando en la España de los sublevados nunca hubo ni poetas como Antonio Machado, Miguel Hernández y García Lorca ni novelistas como Ramón J. Sender o Zúñiga, ni intelectuales de la talla de Azaña.

José Carlos Mainer deja bien claro “que las ‘Guerrillas del Teatro’ de Rafael Alberti mejoraron los autos sacramentales montados por Luis Escobar en varias ciudades castellanas (…) que el Sender de ‘Contraataque’ está a cien codos por encima del Felipe Ximénez de Sandoval de ‘Camisa azul’, como cualquier mínimo poema de Miguel Hernández o Emilio Prados hacen abominable el ‘Poema de la Bestia y el Ángel’, de José María Pemán”.

Ante el mundo, escribe Francisco Umbral en ‘Leyenda del César visionario’, nuestra Guerra Civil es una “guerra de intelectuales contra sargentos”. Los sublevados, luego vencedores, fueron tan mediocres como sus literaturas, a imagen y semejanza de su jefe de filas, “dictador de mesa camilla”, que al atardecer “merienda chocolate con soconusco mientras firma sentencias de muerte”, como narra el escritor vallisoletano. Insignificante, afecto a la cursilería y la ignorancia burguesas, pequeño de estatura y acomplejado, ‘Franquito’ se rodeó de intelectuales orgánicos que le agasajaban mientras intentaban justificar el alzamiento e incluso dotarlo de cierto lustre. “Van de falangistas, con correaje y pistola”, algunos de ellos procedentes de la tertulia de ‘La Ballena Alegre’, situada en los bajos del café Lyon de Madrid, como Rafael Sánchez Mazas, Jacinto Miquelarena, Samuel Ros y Víctor de la Serna y a la que era asiduo José Antonio Primo de Rivera.

Son casi los mismos que, durante la Guerra Civil, cambiaron de escenario y se acomodaron en el café Novelty de Salamanca, para los que Umbral acuña el término los “laínes”, la vanguardia de la Falange. Figuran Laín Entralgo, Serrano Súñer, Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar, Giménez Caballero y otros que se irían incorporando. Muchos colaborarán en la revista ‘Vértice’, creada en 1937: Edgar Neville, Eugenio Montes, Álvaro Cunqueiro, Luis Rosales.

Dionisio Ridruejo y Serrano Súñer eran los más falangistas en todos los aspectos, por su cercanía a José Antonio. Ambos pretendieron imponer una estética que concordara con lo que se llevaba en Múnich y en Berlín, no sólo en los desfiles de las escuadras y la estética de las multitudes, tan cara a los nazis, sino también en el hacer poético. En sus “Casi unas memorias”, Ridruejo narra su primer encuentro personal con José Antonio, ocurrido en 1934, en una reunión, más de carácter literario que político, en la que el fundador de la Falange defendió las formas germanizantes que “conmueven y exaltan” frente a las reliquias mohosas del mundo greco-latino, lo que viene a demostrar, en opinión del memorialista, lo mucho que le importaban al fundador el quehacer espiritual. Forma parte de la hagiografía particular sobre José Antonio el supuesto de que era o habría sido el inspirador de un Camelot de poetas, con el objeto de hacer olvidar su “dialéctica de los puños y las pistolas” asumida con entusiasmo y provecho por los pistoleros practicantes del terrorismo de señoritos en las calles de Madrid y, ya durante la Guerra Civil, por los asesinos de miles de trabajadores en Valladolid y por el protagonista de la masacre de Badajoz, el falangista coronel Yagüe, amén de otros perpetradores de numerosos crímenes. En la retaguardia franquista no hubo ni infiltrados ni quintacolumnistas: todos, incluso mujeres y niños, fueron asesinados por las turbas de Falange.

Los poetas del grupo son el mismo Ridruejo, José María Pemán y Agustín de Foxá, quien también escribió una novela de título tendencioso, ‘Madrid, de corte a checa’ que no es más que un conjunto de los prejuicios y los lugares comunes de su círculo social; novelistas cuarteleros como García Serrano y ensayistas inclasificables como Giménez Caballero. También hay ausentes que se incorporarán después: Sánchez-Mazas, detenido y trasladado a Valencia y que en los últimos meses de la guerra se libra de morir fusilado, en una historia rocambolesca contada por Javier Cercas en ‘Soldados de Salamina’ y Eugenio Montes, instalado en Roma durante la guerra y amiguísimo del periodista, traficante y delator González Ruano, el mismo que rubricó un infame folleto en el que afirmaba que el triunfo del Frente Popular en España suponía el fin del cristianismo y la “prostitución obligada de las mujeres”.

Todos estos ejemplares pertenecían, por sus orígenes, a la clase de los señoritos: Zunzunegui y Sánchez Mazas procedían de acaudaladas familias vizcaínas; Víctor de la Serna era hijo de la famosa novelista Concha Espina; Edgar Neville y Foxá eran condes de Berlanga de Duero y de Foxá, respectivamente, y José María Pemán pertenecía a la oligarquía terrateniente andaluza.

Difícilmente puede decirse que en los años de la guerra española, este grupo de los ‘laínes’ mostrara actitudes protoliberales ni mínimamente tolerantes. Ninguno de ellos levantó la voz ni discrepó de las consignas del Alzamiento. Todo lo contrario. Durante la Guerra Civil y en años posteriores, pusieron todas sus facultades al servicio del golpe de Estado y la dictadura, compartiendo con los católicos reaccionarios el mismo discurso en contra de la República, el liberalismo y el sistema democrático parlamentario. Los escritores falangistas no se distanciaron en ningún momento de la corriente violenta, racista y antirracionalista del nazismo ni de la España pacata y tradicionalista, del nacional catolicismo en el que al final derivó la ideología franquista.

Agustín de Foxá, el irritante y superficial aristócrata, además de su novelita de buenos y malos sobre el Madrid monárquico y republicano, contribuyó con su pluma y sus insultos a exigir la eliminación de todos aquellos que no comulgaban con sus ideas y a ensalzar la guerra y la violencia, como en la glosa por la liberación del Alcázar de Toledo: “Necesitamos ruinas recientes, cenizas nuevas, frescos despojos (…). Con la alegre primavera de Falange ya viene el deshielo de las vitrinas”. Al parecer, años después dijo que lo que más reprochaba al comunismo es que le obligó a hacerse falangista. Pues no se notaba.

Álvaro Cunqueiro llegó a escribir que “la vocación militar del español es vocación perpetua ( ..) Se contará en los tiempos venideros de esta guerra de España como de una cabalgada de fiebre y de incendio, victoria inmortal de un espíritu contra todas las claudicación, horrores y muertes de un siglo”. Tampoco tuvo empacho a la hora de sostener que a Franco “la mirada del Señor le escogió entre los soldados y de ella es ungido. El Señor bruñó su espada y el Santo Uriel Arcángel le enseñó a pasearse sobre las llamas. Es el Caudillo, el Siervo de Dios”. Muerto Francisco Franco, Cunqueiro aseguró que nunca en su vida había sido franquista. Le fallaba la memoria, quizá la edad.

En la novela de García Serrano, ‘Eugenio o la proclamación de la primavera’, se reúnen todos los mitos fundacionales del falangismo: la Reconquista, la misión evangelizadora de España, la nostalgia del Imperio, Felipe II y el culto a la muerte y al héroe. Al lema de “Dios es español” se une la invocación religiosa de Laín Entralgo: “La más elevada vocación del hombre es la que lleva a Dios por el camino del imperio”.

Tampoco les faltaba el tópico antisemita. Incluso un autor como Gonzalo Torrente Ballester, “disfrazado de viejo y no sólo de falangista, desde muy pronto” (Umbral) presenta penosos rasgos de antisemitismo en su primera novela, escrita en 1943, ‘Javier Mariño’, en la que Sarah Cohen, una estudiante judía de arquitectura que “lleva en el rostro escrito el resentimiento”, es tratada siempre con un profundo desprecio. Y a pesar de todo, apenas estuvo expuesta en las librerías a causa de las “muchas imágenes lascivas” que contenía.

Es de agradecer que el escritor gallego no firmara violentos artículos antisemitas como los que perpetraba Julio Camba ni llegara a las repugnantes aportaciones poéticas de Tomás Borrás, el periodista que en 1936 elaboró los documentos falsos que utilizaría el bando sublevado para justificar su golpe de Estado como respuesta a una inminente revolución comunista, y autor de ‘Checas de Madrid’, quien describió el avance victorioso de las tropas hitlerianas por tierras europeas ante el que “víboras entre alambres, a sus pies enroscadas, les muerden en hebreo su andadura implacable”.

La dictadura tampoco se libró de su particular Mengele, en la figura del psiquiatra y coronel Antonio Vallejo Nájera, autor de ‘Divagaciones intrascendentes’, opúsculo en el que exaltaba la guerra y confiaba en que republicanos y socialistas sufrieran “las penas merecidas”, y entre ellas, “la de la muerte la más llevadera”, para evitar la total degeneración de la raza española. En agosto de 1938 consiguió que Franco le permitiera experimentar con detenidos en busca del gen rojo que vendría a demostrar que el marxismo era una enfermedad mental y así recomendar que a las presas republicanas se las separara de sus hijos. Si no fuera tan siniestro todo este asunto podríamos pensar que sólo era un orate en un mundo de dementes, capaz de sostener que “la sonrisa equilibrada del Caudillo atraía a los seguidores del bien”.

José María Pemán se aparta del grupo de escritores falangistas por su edad y por sus convicciones monárquicas, pero no por su actitud belicosa y vengativa: cuando los sublevados tomaron Bilbao, escribió su artículo en la mesa del lehendakari Aguirre para “desinfectarla”. “Vale toda una vida este momento (…) aquí, donde hasta hace unas horas se escribió tanta blasfemia contra nuestra Madre. La toma de Bilbao ha sido una hazaña del más glorioso aire español (…) una alegría, una majeza (…) La mejor España, la de la sublime locura”. Finalizada la guerra, Pemán se convirtió en el ideólogo de las comisiones depuradoras por las que pasó la totalidad de los maestros españoles, de los cuales el 25% sufrió suspensión, traslado o expulsión.

Edgar Neville también se afilió a la Falange cuando llegó a Salamanca y tuvo que hacer méritos por su militancia en Izquierda Republicana, por su noviazgo con la actriz Conchita Montes y por su labor diplomática en el extranjero a sueldo de la República. Su lema era la defensa de la tradición, de aquella España en la que no se hablaba de política y “no se deseaba más de lo que se podía tener”, es decir, un mundo de jerarquías y orden tradicional. Antonio Tovar iba aún más lejos al denostar el enciclopedismo, los valores de la Revolución francesa, el afrancesamiento cultural, el ateísmo, el libertinaje, el intelectualismo petulante, la democracia, la corrupción parlamentaria, el viejo régimen, el judaísmo y cómo no, el comunismo del Frente Popular.

He dejado para el final a los dos fascistas más excéntricos de este periodo: Eugenio d’Ors y Giménez Caballero. Del primero contó Ridruejo que, “invitado con frecuencia a inscribirse en Falange, d’Ors exigió la ceremonia de armarse caballero, lo hizo en una iglesia quedándose a velar con la espada sin funda y un pastel con velas en el altar” y “se hizo además un uniforme pintoresco”, mitad bufón mitad bombero con el que paseó por media España para bochorno de propios y extraños. Continuó escribiendo sus glosas, entonces sobre la guerra, dedicadas al “falangista” san Agustín, a Mussolini o a la Falange, “fe en el ángel”, rima pedestre donde las haya. Su angelología y su recurrencia al misterio de Elche tenía a las autoridades en un constante sobresalto y quizá por eso Franco no le hacía demasiado caso. Tras una corta audiencia, d’Ors se quejó de que el caudillo no le hubiera atendido con la misma devoción con la que trató Napoleón a Goethe: “Quizá yo no sea Goethe, pero él tampoco es Napoleón”, dijo. Con un loco folklórico como Giménez Caballero, señala Trapiello, ya tenían bastante.

Giménez Caballero había sido uno de los primeros apologetas del fascismo montaraz en España, mesías del falangismo según el propio interesado. Tras un choque con José Antonio vivía en un aislamiento que terminó con la guerra, aunque se incorporó “en situación de hombre poco querido”. Relata Ridruejo que su actuación tras el decreto de unificación irritó a los falangistas joseantonianos de manera que el grupo “duro” decretó su liquidación, de lo que se salvó gracias al propio Ridruejo y a Foxá.

En aquellos años, Giménez Caballero acentuó su extravagancia, su exaltación agresiva y su humildad servil diciendo de sí mismo que sólo era un pobre místico franciscano, al tiempo que calificaba como “carroña vencida” a los republicanos que mal morían en los campos de concentración de Franco. Umbral lo llama el “Groucho Marx del fascismo español, de prosa desbaratada y numerosa”; muestra de su desvarío, su revelación de que a Franco se le aparecía santa Teresa para inspirarle en la Gloriosa Cruzada o su propuesta de refundar la dinastía hispano-germánica con el matrimonio de Hitler con Pilar Primo de Rivera y así culminar la catolización del nazismo.

Reclamó ser ministro de Propaganda de una futura España fascista, o, en su defecto, gran inquisidor, pero acabó como modesto catedrático de enseñanza media en el instituto madrileño Cardenal Cisneros y en 1958 se le nombró embajador en Paraguay, a petición del presidente Stroessner, a quien asesoró en su larga y desdichada dictadura. Fue de los pocos que no intentaron tapar su tremebundo pasado, del que nunca se distanció y sobre el que escribió un libro de memorias en el que alardeaba sin complejos de sus magníficas relaciones con los jerarcas del nazismo.

El primero en disentir del franquismo, aunque no de José Antonio ni de la necesidad del Alzamiento, ni de la violencia falangista de la que dice que era una respuesta a la resistencia de los leales a la República, fue Dionisio Ridruejo; Antonio Tovar, tras elogiar la alegre brutalidad del fascismo se convirtió en un pacífico profesor; otros, fallecido Franco, intentaron falsear la Historia para exculparse, como hizo Laín Entralgo en su ‘Descargo de conciencia’. Pero todos ellos son culpables porque alentaron el golpe de estado, juraron adhesión inquebrantable a un asesino, arengaron a otros para que mataran en nombre de sus ideas y justificaron la represión con sus novelitas injuriosas; escritores, filósofos o médicos, todos de segunda, exponentes de la mediocridad más palurda, que ocuparon el lugar de los muertos y de los exiliados sin más mérito que el de ejercer de serviles aduladores del régimen franquista.

Lecturas

-Francisco Umbral, ‘Leyenda del César Visionario’, Seix Barral, 1995

-José Carlos Mainer, ‘Literatura y pequeña burguesía en España 1890-1950’, Editorial Cuadernos para el Diálogo, 1972

-Andrés Trapiello, ‘Las armas y las letras’, Ediciones Destino, 2022.

-Dionisio Ridruejo, ‘Casi unas memorias’, Península, 2007.

‘Las tempestálidas’, de Gueorgui Gospodínov

Volver al pasado como terapia para los achaques de la vejez, recrearlo y recuperar de este modo la memoria con el regreso a la niñez o a la juventud perdidas. Es lo que ofrecen a sus pacientes las clínicas del pasado ideadas por Gaustín, el segundo yo del autor, con quien habla y discute. Tienen tanto éxito que ya no sólo acuden los viejos desmemoriados, sino también sus familias y todo aquel que ha perdido la confianza en que el futuro exista.

Los pacientes pueden elegir la época en la que han sido más felices o simplemente la que más les guste por el motivo que sea. Si alguien ha elegido la década de los setenta, se instalará en una habitación amueblada con un sofá de sky, una alfombra de fibra artificial y las paredes forradas con el omnipresente papel pintado de la época. La banda sonora es canción pegadiza o un anuncio publicitario, capaces de evocar el pasado con gran eficacia; el diablo está en los detalles, especialmente si éstos pertenecen a la esfera de lo kitsch y lo sentimentaloide.

Pero también se necesitan historias que para que los pacientes puedan reconstruir su propia vida o se la inventen, al final da lo mismo porque el pasado no es sólo lo que ha ocurrido, sino lo imaginado y lo deseado. Después de que muchos jóvenes y ancianos se instalaran en estos cronorrefugios que constituían las clínicas de producción de pasado, se pensó en extenderlos a las ciudades: toda una ciudad podía ser capaz de presentar diferentes épocas y el abanico de elecciones se haría mucho mayor.

Tras buscar historias individuales para rellenar los huecos de los pacientes, Gospodínov se acerca a los acontecimientos históricos de forma que lo clínico acaba siendo sustituido por lo colectivo. Bulgaria, su país, se presta como un ejemplo a seguir: su antigua memoria de los mendigos de Baldevo, descendientes de los soldados del zar Samuil a quienes el emperador bizantino Basilio II mandó dejar ciegos, la idea de la Gran Bulgaria del Despertar Nacional de los Héroes en el siglo XIX, las décadas del Socialismo Eterno y, por último, la adopción del sistema democrático occidental.

El pasado, como un virus extremadamente contagioso, salió a conquistar el mundo y Europa, a pesar de sus dramáticas experiencias en la primera mitad del siglo, se convirtió en una de sus primeras víctimas. Puesto que la Europa del futuro ya es imposible, vamos a elegir la Europa del pasado, se dijeron. “Yo tengo el sueño -pregonaron los políticos- de que todos vivan un día en la nación de su tiempo más feliz”.

Al parecer nadie estaba contento con la época en la que vivía, con el siglo XXI. El referéndum realizado en todos los países dio como ganadora a la década de los ochenta, especialmente en los países del Este que ven en 1980 el momento en que pudo creerse que el mundo se transformaría y que, gracias a las reglas democráticas, se convertiría en un paraíso de prados bañados por ríos de leche y miel. Pero tras la consulta, el resultado no fue del gusto de todos y cada uno de los ciudadanos, ejerciendo su derecho a la autonomía, eligió la época que más le apetecía. El caos y la anarquía se adueñaron de las ciudades y de los países.

Quizá porque no sabían que el fin de los tiempos había llegado mucho antes: el 1 de septiembre de 1939. Gospodínov parece querer avisarnos de que hemos llegado a un punto en el que da lo mismo lo que pase, que la historia es una convención pactada y que todo pudo ocurrir, según cómo y quien lo relate. Rechaza la nostalgia, por improductiva y divisoria y porque realmente lleva a épocas peores -nunca ningún tiempo pasado fue mejor- y, al mismo tiempo, parece ver en la recreación del pasado el único modo de superar el futuro. No niego que la novela tenga hallazgos y el primero es la propia idea del cronorrefugio, o tempestálida como exhibe el título, y también son interesantes algunas reflexiones sobre el pasado, la desmemoria y la vejez. Pero la fábula -porque esta novela no deja de ser una fábula- sobre el pasado resulta un tanto inconsistente. Sitúa el comienzo del fin del mundo justo el día en el que la Wehrmacht invade Polonia, lo que no se compadece con la historia que desde entonces llega hasta nuestros días y la elección de los años ochenta. Y ¿por qué el fin del mundo no llegó antes, en Sarajevo, por ejemplo? ¿Por qué no después, en el 11-S? O tal vez el fin del mundo se produzca realmente en el ahora de la novela, en el que se mezclan los tiempos y queda claro que el futuro está detrás de nosotros.

Hacia el final, Gospodínov nos revela el resorte de su novela, la intención de ‘Las tempestálidas’: “Las novelas y los relatos nos brindan una falsa pero reconfortante sensación de orden y forma. Como si alguien conociera todos los hilos de la acción, el orden y el desenlace, qué escena viene después de otra. El libro verdaderamente audaz, tan audaz como desolador, sería aquel en el que todas las historias, las que sucedieron y las que no, flotaran en el caos primigenio a nuestro alrededor, donde aullaron y susurraron e imploraron y reirían, se encontrarían y se perderían en la oscuridad. El final de una novela es como el final del mundo, conviene retrasarlo”.

Gueorgui Gospodínov, ‘Las tempestálidas’, Editorial Fulgencio Pimentel, 2022.

‘Días de llamas’, de Juan Iturralde

Al poco tiempo de iniciarse, la Guerra Civil española se convirtió en un mito; excepto la II Guerra Mundial, ningún otro acontecimiento bélico ha generado tantos ríos de tinta, incluso hoy. Cada año se publican unas cien obras sobre la guerra civil, entre ensayos y ficción. ‘¿Por quién doblan las campanas?’, de Hemingway, publicada en 1940, y ‘L’Espoir’, de André Malraux, de un año antes, marcaron la tradición épica de la guerra; se publicaron algunas novelas durante la contienda y luego siguieron editándose las de los exiliados y las de los vencedores; algunas eran recuerdos; las más, pura ficción; otras, recreación de personajes y situaciones, también novelas de aventuras, policíacas y de espías ambientadas en los años de la guerra e incluso narraciones románticas o reivindicativas, que con la llegada de la democracia a España se multiplicaron, unas nuevas y otras desconocidas hasta ese momento en nuestro país. Son tantas que han creado un género propio. Parece que nada nunca queda dicho para siempre.

Días de llamas’ pertenece a la categoría de novelas “vividas” de la Guerra Civil. Su autor, José María Pérez Prat, un abogado salmantino que utilizó el seudónimo de Juan Iturralde, la empezó a finales de los años cuarenta, veinte antes de que pudiera ser publicada en 1979. En julio del 36 tenía 19 años y, como el protagonista de su novela, estudió en los jesuitas de Chamartín de la Rosa en Madrid, pero el golpe de estado le sorprendió en Ciudad Real, donde vivían su madre viuda y sus seis hermanos. Él mismo reconoce que gracias a ángeles vestidos con el mono de los milicianos, consiguió sobrevivir a pesar de su militancia en una organización tradicionalista; se alistó en el bando republicano y cuando terminó la guerra su pasado anterior también lo salvó de la represión franquista.

Días de llamas’ no es otra novela más sobre la guerra, es mucho más que eso y por esta razón, porque trata de los deseos, los miedos, el sentido de culpa, la responsabilidad, la traición y la conciencia, en resumen porque trata sobre la condición humana y el castigo de sobrevivir en unos tiempos feroces, es quizá una de las mejores novelas del pasado siglo, escrita por un hombre que la vivió. La historia se desarrolla en Madrid en los primeros meses de la guerra, bajo el terror de los bombardeos y de las checas, y narra la experiencia del fracaso, la angustia y el miedo, así como de la esperanza de esa situación. Lo hace sin partidismos, simplemente haciendo del relato un ejercicio de proximidad y de madurez, sin intentar convencer de nada a nadie.

Tomás Labayen, juez de Primera Instancia e Instrucción de Madrid, es el antihéroe que en estas páginas y en primera persona consigna los acontecimientos de su vida que le han llevado a la checa en la que está retenido, esperando que cualquier noche le suban al camión y le fusilen en un descampado o que los bombardeos de “los otros” le sepulten bajo cascotes. Labayen, de unos treinta años, juez, hijo, hermano y cuñado de militares, lleva un diario desde que comenzó su cautiverio, pero no es un diario convencional, sino una sucesión de hechos y pensamientos, que van surgiendo por asociación, sin un orden cronológico estricto, como un flujo de conciencia que obliga al lector a rellenar huecos de información y al mismo tiempo consigue que todo parezca verdad, aunque sea auténtica ficción.

Todo comienza con el levantamiento del Ejército de África, que trastoca la vida de Tomás, desde la imposibilidad de encontrarse con Luisa, su amante, a la detención de su hermano militar por haber participado en la sublevación. De la mano de sus recuerdos, recorremos los escenarios madrileños de los primeros meses de la guerra. Desde el asalto al Cuartel de la Montaña en Príncipe Pío a los saqueos de iglesias y palacios, sobre los que reflexiona: “No se conformarían con los saqueos ni con las matanzas del Cuartel de la Montaña porque se mascaba y respiraba el odio, que surgía ahora, pero que existía desde muchos años atrás y que era una acusación irrefutable, un enorme chancro que habíamos intentado curar con aspirinas y compresas calientes”.

En efecto, se producirán excesos y se incrementará el miedo con lo ocurrido en la cárcel Modelo, en la que está preso su hermano, con los muertos en las calles, con la ciudad inundada de milicianos que la recorren “en grupos, en coches o en camiones erizados de fusiles y escopetas”. “Comenzaron los rumores de que se hacían registros y detenciones por quienes no pertenecían a la policía (…) aparecieron cadáveres en la plaza de España y en las tapias de los cementerios y las cunetas de las carreteras”. Como juez, tiene que asistir al levantamiento de cadáveres, que en esos días se multiplican en las calles y ante las tapias. A pesar de que está en contra de los facciosos, no puede dejar de pensar en que los autores de estos hechos “eran jaurías de asesinos dispuestos a acabar con mi padre, con Juan, con Miguel, incluso conmigo”. También en el otro lado hay matanzas, incluso peores y “no se trata de saber quién hace más salvajadas, sino quién tiene razón”. Y la razón está al lado de la República porque los otros sólo defienden sus privilegios de clase.

Ante toda esta desolación, rememora los últimos encuentros con Luisa en la placidez del Retiro, pero esta añoranza tampoco le sirve para reconciliarse con el mundo, sobre todo porque sus celos, su posesividad, arruinan el romance. Es cierto que Luisa, que llena su pensamiento en cada minuto, constituye una evasión momentánea de lo terrible -de su hermano ante un consejo de guerra, de su padre enfermo, de la angustia de la madre, de la histeria de la hermana, de su cuñado desaparecido- pero al mismo tiempo, cuando se sorprende recreándose en los momentos que han disfrutado juntos o en la alegre esperanza de volver a verla pronto otra vez, se siente culpable porque se sabe feliz, a pesar de las desgracias familiares.

Su situación familiar, la clase a la que pertenece e incluso su profesión le ponen en peligro y decide ponerse a salvo convirtiéndose en juez de la rebelión. Formaría parte de los tribunales populares de instruir y juzgar las causas contra los sublevados, los quintacolumnistas y los facciosos, en suma. Se trata de una decisión moral que marca negativamente a Tomás Labayen; es su gran delito, porque aunque se dice a sí mismo que puede salvar a alguno, sabe que no es cierto, que en realidad está colaborando en la legalización del terror.

Al principio de su detención creyó que pronto lo rescatarían, que su familia y amigos harían lo imposible por encontrarlo, pero a medida que pasan los días, cede a la resignación: “A mí también me llamarán, cualquier noche oiré mi nombre…” Son muchas horas de inactividad, escuchando a sus compañeros de cautiverio sus historias y sus rezos, de manera que utiliza el tiempo que le queda en encontrar los motivos que le han llevado a este destino, a ese garage convertido en checa al que van llegando los “enemigos del pueblo” para ser “paseados” días después.

Es cierto que, como le reprochó el miliciano que le interrogó en su casa, no ha hecho lo suficiente por el pueblo y lo que ha hecho, hacerse juez de la rebelión, para él constituye una mancha y no un mérito. Su familia burguesa, su educación en un colegio de jesuitas, su profesión de juez en los pueblos hasta volver a Madrid; en nada ha arrimado el hombro y más bien ha permitido la injusticia, por mucho que haya conservado, como dice, “el descontento y la piedad”. Acepta su destino en esta colisión de clases sociales hasta llegar a reconocer que pertenece “a la clase que tendrán que extirpar, de los que hacen de cualquier nimiedad una tragedia y se permiten el lujo de una sensibilidad desvergonzada, precisamente porque se cree sensibilidad”. La vida le ha mimado y lo ha tenido todo resuelto, es la acusación del albino, del hombre que al final lo detiene. Y sin embargo, qué sorpresa encontrar tanto rencor en los demás, “debe haber motivos en mí que lo despiertan, debe de ser que lo merezco”, se dice a sí mismo.

Los pensamientos de Labayen se aproximan mucho a los de uno de los detenidos en la checa, un sacerdote que acepta su destino porque pecó, pero sobre todo porque representa a una iglesia que no ha tenido compasión con los débiles y los pobres. En cierta manera, se acusa de lo mismo que el juez. “Yo soy un privilegiado y los privilegios me condenan”, pero ocurre que Labayen irá a morir “al revés” de cómo le hubiera correspondido morir y no será “frente a un piquete de soldados facciosos” por su participación en la causa de la República. Pero, reflexiona: “Quizá sea éste mi sitio verdadero y no haya ninguna incongruencia”.

Juan Iturralde, Días de llamas, Editorial MalasTierras, 2023

El último Martin Amis

En mayo pasado murió Martin Amis, el escritor que, en el último tercio del pasado siglo, describió, de forma tan jocosa como intensa, el declive de la civilización británica y, de paso, la estadounidense. Su último libro, ‘Desde dentro’ pretendió ser, en palabras de su autor, una novela de memorias pero, visto desde la perspectiva de su fallecimiento, ha acabado siendo una despedida, aunque no haya sido intencionada. Sobre toda su escritura planea la muerte: la del poeta Philip Larkin en 1985, la del novelista Saul Bellow en 2005 y la del ensayista Christopher Hitchens en 2011, los tres muy próximos al autor, por convivencia, admiración o amistad.

En el primer capítulo, ‘A modo de preludio’, Amis avisa de que su libro no se ha de leer como una novela, sino como una colección de relatos vinculados entre sí y salpicado de digresiones ensayísticas. No son unas memorias lineales, como fueron en buena parte las narradas en ‘Experiencia’, publicadas en 1999 tras la muerte de su padre, Kingsley Amis, con el propósito de “honrar su memoria”.

En este segundo libro, que no es exactamente una biografía, consigue formar un totum revolutum interesante, con anécdotas y aspectos de su relación con Larkin, Bellow y Hitchens, incursiones históricas y en la actualidad, así como consejos a escritores. El autor pasa de un tema a otro sin solución de continuidad por lo general y, aunque esta táctica agiliza la escritura también deja esparcido un batiburrillo de cosas que difícilmente pueden ser agrupadas más que en el mundo de las obsesiones del propio escritor: la novela judía norteamericana, los grandes genocidas desde Gengis Kan a Stalin y Hitler, la revolución sexual o la guerra de Irak. Se hace reiterativo al recoger opiniones y temas tratados anteriormente en sus artículos, como la clasificación de los novelistas en clase A y clase B de Anthony Burgess o la actitud reaccionaria, incluso en su tiempo, de Dickens, partidario de la pena de muerte, la segregación racial y el castigo a los bígamos y malhablados. Introduce algunas cuestiones nuevas, como la guerra de Irak o el resistible ascenso de Donald Trump, e intensifica otras, como su adoración por Saul Bellow, que llega a extremos hagiográficos.

El final va alargándose sin necesidad entre la narración de la rebelión de Masada y la creación de un estado judío y un recuerdo de agradecimiento a su madrastra, E. Jane Howard. No llego a saber si esta estructura responde a una intención del autor, que confesó en una entrevista su deseo de hacer algo diferente a lo que hizo en ‘Experiencia’, pasando en ocasiones a la tercera persona para hablar de sí mismo, o si por el contrario, es que no le ha salido bien. Lo justifica en que dejó que acudieran anécdotas a su memoria pero reconoce que algunas son inventadas. La malvada Phoebe Phelps, una supuesta novia de cuando era veinteañero, no es real; Amis admite que se trata de un personaje de ficción que le ha servido para dar consistencia y unidad a una narración novelística y así paliar la asimetría y el caos de lo que llama la “literatura de la vida”, es decir la literatura de la vida real.

En el momento de escribir este libro, Martin Amis había sobrepasado los sesenta años, un tiempo en el que “sientes que la salida se acerca” y lo hace con una “prisa ridícula”, a cinco mil latidos por hora, según la contabilidad de Nabokov. Pero antes de la muerte llega la vejez, un periodo de la vida en la que uno se va volviendo aburrido y farragoso, en el que las cosas ya no se te ocurren de pronto, y se tiende a vivir una vida en la que se han terminado las casualidades.

La gente mayor cambia en virtud del “ánimo predestinado” que se manifiesta de una manera quizá más clara en los escritores. Martin Amis pone como ejemplos a Kurt Vonnegut, un hombre muy afable que, en su última década, perdió la alegría y le dio la espalda al mundo; Saul Bellow, enfermo de Alzheimer, como Irish Murdoch, que optó por la furia; Nabokov, que no volvió a encontrar el sentido de la delicadeza y la reserva morales con sus cuatro últimas novelas plagadas sin ton ni son de niñas de doce años; Philip Roth que perdió la habilidad de imbuir de vida autónoma a sus personajes y Updike, que sufrió la pérdida de su magnífico oído interior.

¿Qué le ha pasado a Martin Amis? Su obra literaria comenzó en 1973, con ‘El libro de Rachel’, un debut deslumbrante que inauguró un periodo de prestigio con seis obras más de ficción que terminó en 1995, fecha en que publicó ‘La información’. Son novelas sarcásticas, duras, nacidas en un periodo de crisis, de desmoronamiento del estado del bienestar, de giro conservador y de incertidumbre en todos los sentidos. Tuvieron un gran éxito, aunque es en el terreno de la no ficción donde se encuentra su prosa más brillante, su lado más atractivo por irreverente y caricaturesco, por sus inauditos juegos verbales y por el señalamiento, como un buen lector y observador, de aquello en lo que nunca habíamos reparado.

Recuerdo con especial admiración las críticas literarias, en las que se aprecia su extraordinario talento como lector, y los comentarios sobre personajes recogidos en el volumen ‘La guerra contra el cliché’ (2001), en el que se comporta como un auténtico “maestro del desprecio”, título otorgado a E.M. Forster, quizá con menos justicia. Una reseña de Martin Amis sobre “Crash” de Ballard afirma que se trata del “ejemplo más extremo, en la prosa moderna, del cuidado y la elegancia con los que un autor puede escribir setenta mil palabras de tonterías”. De Norman Mailer dice que sus afirmaciones son tan grandiosas como estúpidas y que actúa con un niño consentido, como un pendenciero bravucón cuando tiene la sensación de que “no se le presta la atención que merece”. En el prólogo a la recopilación de estos artículos reconoce que a veces se pasó en la crítica a determinados autores y que “disfrutar insultando es una perversión juvenil del ansia de poder”, pero lo dice irónicamente con una ausencia total de arrepentimiento.

También hay maldades en estos artículos, como cuando Amis señala que a los Estados Unidos se les está acabando la paciencia con sus primeras damas y que sólo Barbara Bush ha escapado de las críticas, quizá porque todos asumieron subconscientemente que no era la esposa de George Bush, sino su madre. De Margaret Thatcher afirma que “es la única cosa interesante de la política británica; y lo único interesante de la señora Thatcher es que no es un hombre” porque si lo fuera sería tan aburrido como la lluvia en Londres.

Pero con el comienzo de siglo, Amis deja de ser el escritor deslenguado y burlón al que nos tenía acostumbrados para volverse más serio y solemne. Quizá se empeñara en “hacer política” desde la escritura, recreándose en la superficialidad, adoptando un sesgo demasiado acomodaticio y poco original. Es cierto que denigró a Donald Trump, que era su bestia negra, pero criticar su paranoia, su primitivismo emocional y su ignorancia no es nada rompedor.

Algunos críticos señalan que Martin Amis, quizá por estas razones o por otras relacionadas con el cambio de perspectiva que dan los años o por su traslado a Estados Unidos, dejó de interesar. Realmente no puedo opinar porque dejé de leer sus novelas con el cambio de siglo, tal vez porque fueron otras lecturas las que me interesaron o porque preferí a Barnes y a McEwan, sus compañeros de grupo literario. No lo sé, quizá Amis se volviera un poco rancio y dejara de conectar con aquellos que le habían seguido en su crónica de los urbanitas anglosajones del uĺtimo tercio del siglo XX, personajes sin futuro, inmersos en las drogas, el sexo y el rock and roll.

No creo que Martin Amis fuera consciente de este declive. Ni siquiera reconoce, en estas últimas memorias, que él también es víctima del “ánimo predestinado”. Admite que piensa a menudo en la muerte, que cuando ésta se acerque quizá se calle y se ponga a leer y a llorar la pérdida de la escritura, pero que aún hay un buen puñado de relatos que quiere escribir -la mayoría sobre el racismo en Estados Unidos- y que tiene en mente una obra narrativa sobre el Tercer Reich. La enfermedad, un cáncer de esófago como el que se llevó a Larkin y a Hitchens, le ha impedido terminar sus proyectos, aunque parece que se va a publicar esa obra inacabada.

-Martin Amis, ‘Desde dentro’, Anagrama, 2021

El club de la patata y el elogio de la lectura

Escribir malas reseñas es malo para el carácter, además de una pérdida de tiempo. Reconociendo lo razonable de la recomendación de W. H. Auden he preferido permanecer callada cuando no tenía nada bueno que decir acerca de un libro. A todos nos gusta señalar las cosas buenas de los demás y criticar acaba dejándonos cierto regusto amargo e incluso a veces un cierto arrepentimiento. Lo mismo no estaba tan mal, me digo después. Pero hoy voy a destilar un poco de veneno crítico, aunque con el propósito de que no se convierta en costumbre.

El título completo de la novela que me ha llevado a esta decisión tan impropia es ‘La sociedad literaria del pastel de piel de patata de Guernsey’. Su contenido es tan insípido como la receta que le da su nombre y, para mayor abundancia, a la proverbial sosez de la cocina británica se añade que el pastel sea un recurso de tiempos de guerra y por tanto de escasez: patatas, piel y algo de remolacha para endulzar.

Todo tuvo un comienzo: la señora Mary Ann Shaffer, una encantadora ancianita de pelo blanco cuya foto aparece en la contraportada, viajó a Guernsey y se quedó allí sin poder coger un avión de vuelta por culpa de la niebla, de manera que tuvo tiempo de sobra para interesarse por la vida y costumbres de esta pequeña isla del Canal de la Mancha. Empezó el libro veinte años después, lo terminó su sobrina y se publicó en 2008, no hace tanto, con gran éxito de ventas, cinco millones de ejemplares vendidos, sobre todo después de que fuera llevada al cine. En 2018 lo reeditó Salamandra en español.

En el mundo de lo inglés existe la excentricidad, la ironía, el ingenio, e incluso la oscuridad satánica, pero también la pudibundez, el encantamiento de lo rural sin socarronería y la ñoñería. En el caso de la novela de Mary Ann Shaffer y Annie Barrows, aunque nacidas y al parecer criadas en los Estados Unidos, prima esto último. No creo que fuera su intención. Es que son así, sobre todo en el caso de Annie, la sobrina, que finalizó el libro o quizá se hizo cargo de él por completo y le infundió su impronta, la de una escritora de cuentos para niños. Es una novela destinada a un público adulto que se permite que la inmadurez sea denominador común de todos los personajes.

La novela utiliza el recurso epistolar, que normalmente facilita una mejor comprensión de los caracteres, pero en esta novela poco hay que comprender porque está todo claro como el agua clara. Ni tampoco hace distinciones en el lenguaje, como si todas las cartas las escribiera la misma persona, es decir, la o las autoras. La protagonista, Juliet, una columnista de éxito en un periódico de Londres durante la II Guerra Mundial, se interesa por la existencia de un club de lectura en Guernsey a raíz de la recepción de una carta de un vecino de la isla. Cree que le servirá para rellenar un artículo que tiene que escribir acerca de los beneficios de la literatura.

Recibe las cartas de los miembros de dicho club y así se entera de que la tertulia fue consecuencia directa de un banquete con un cerdo sustraído a la codicia de los ocupantes alemanes durante la guerra. Cuando los asistentes, finalizado el ágape y un poco achispados, volvían a sus respectivas casas se dieron de bruces con una patrulla militar en pleno toque de queda. Y se les ocurrió justificarlo en que el debate literario de su habitual reunión se había alargado más de lo debido. Para que en días sucesivos fuera creíble esta coartada, tuvieron que crear un club de lectura, al que denominaron poco después Sociedad Literaria del Pastel de Patata de Guernsey.

No contenta con las cartas, Juliet les hace una visita. En la isla de Guernsey se informa de las extraordinarias aventuras de sus nuevos amigos bajo la ocupación alemana de la isla y decide escribir una biografía sobre una fabulosa joven, Elizabeth, que se enamoró de un alemán y que, como era increíblemente creativa, inteligente y defensora de los débiles, acabó en un campo de concentración alemán, donde murió asesinada.

Siendo tan pueril la descripción de los personajes y las situaciones y tan cotidianas y supuestamente divertidas sus anécdotas, cuando se nos cuenta la terrible historia de Elizabeth, no nos parece ni angustiosa ni triste ni nada, sino el relato plano e insustancial de un suceso ya conocido. La ocupación alemana parece un juego entre paisanos e invasores y la deportación, un picnic, a pesar de sus trágicas consecuencias. Ante el hada buena de los cuentos infantiles represdentada por Elizabeth, aparece la bruja, Adelaide Addison, que además de haber hecho de chivata para los alemanes, le recomienda a Juliet que no se mezcle con los miembros del club de lectura porque son unos ganapanes que no tienen ni educación ni cultura.

Otras anécdotas podrían helar la sangre del más valiente, como la de la recuperación de las cartas de Oscar Wilde que habían sido robadas por una empleada enamorada de un periodista corrupto; es interceptada cuando iba a abandonar la isla por una niña, un loro y su dueña y es encerrada en el ahumadero, vigilada estrechamente por el ave que la amenaza con sus picotazos. Esta visión infantil es para algunos lectores un soplo de aire fresco, una visión deliciosa de la vida, el recuerdo de una época que se fue, pero que en realidad nunca existió más que en la cabeza de las autoras, que crean unos personajes superficiales y vacuos. En una de las cartas Juliet cuenta que una de las vecinas se entera de que su editor es homosexual y por eso no pueden casarse, lo que le parece muy razonable y normal, incluso estupendo que sea gay. Se olvida que en 1948, que es cuando se supone que transcurre la novela, la homosexualidad era un delito, el mismo que llevó a Oscar Wilde a la cárcel y el mismo por el que se procesó a Alan Turing en 1952, por lo que nunca nadie alardearría de una tendencia sexual no ortodoxa en público y desde luego no sería aplaudida.

La cursilería es rampante: frases como “esta mañana me he levantado con más ganas de divertirme que un corderito” son un ejemplo. Y la profundidad de pensamiento tiene su más claro ejemplo en un párrafo en el que dice que los soldados alemanes son muy malos, pero que también hay alemanes buenos. De Dawsey, de quien está enamorada, Juliet afirma que “ese hombre es un bálsamo para el alma”, que le sonríen sus cerdos y que posee un gusto exquisito para elegir sus lecturas: Dickens, Twain, Balzac….

Precisamente son las lecturas de la sociedad literaria de Guernsey lo que predispone favorablemente a lectores más prudentes que yo. Consideran que es un acicate para leer más y que las autoras del libro reflejan los cambios profundos que experimentan las personas, incluso las que nunca han leído un libro, como ocurre con la mayoría de los miembros del club de Guernsey, cuando entran en contacto con la literatura de “alta calidad”. Los libros buenos, dice Juliet en alusión a los de las hermanas Bronte, nos impiden leer los malos y son refugio y consuelo en tiempos difíciles. Hasta ahí correcto. Podría haber insistido más en el acogimiento de esas lecturas por los participantes de la sociedad literaria, pero pronto abandona esta línea narrativa para centrarse en el romance de la protagonista, que es lo peor del libro, sobre todo en su desenlace, con una miss Marple de pacotilla haciendo de casamentera.

Respecto a la repercusión de la lectura en el ánimo presenta situaciones un tanto ridículas o increíbles: uno de los habitantes de la isla no se deja arrastrar por el alcoholismo, pese a la inmensa bodega a su disposición, gracias a Séneca; un pescador encuentra en Shakespeare, aunque a veces no lo entienda, consuelo para sobrevivir a la ocupación alemana y dos amigos recuperan su amistad gracias a las “Meditaciones” de Marco Aurelio. Los beneficios de la literatura.

A propósito de «Rayuela»

No sólo de magdalenas vive el recuerdo, también de relecturas que activan la memoria y nos llevan al pasado, a aquel momento en que leímos tal o cual cosa y nos apasionó o nos removió, libros que condujeron a una profunda cesura en nuestra vida, aunque luego hayamos renegado de ellos o los hayamos asumido como lo que son, parte de nosotros. Al fin y al cabo somos lo que leemos.

Me ha ocurrido con ‘Rayuela’, lectura obligada de los años setenta, justo cuando agonizaba el franquismo y Europa había sido y era un hervidero de nuevas ideas que siempre nos llegaban con retraso. La novela fue publicada unos cuantos años antes, hacia 1963, pero siguió hablándose de ella durante mucho tiempo: se discutía sobre tal o cual párrafo, sobre tal o cual doctrina, sobre su significado, sobre los juegos que proponía.

Ahora, al releer ‘Rayuela’, vuelvo a aquella época en la que se defendía la patafísica como la única ciencia posible, la de lo absurdo pero verdadero, en la que la imaginación era la única herramienta del artista y la innovación su objetivo más preciado, en la que se despreciaban las obras “hedónicas” y se rendía culto a George Bataille, a Rimbaud y a Baudelaire. Cortázar se refería a la constante de Planck y al principio de incertidumbre de Heisenberg extendidos a la literatura, a Le Corbusier, al existencialismo de Sartre y de Camus que vivió en persona en los años cincuenta en París, donde se desarrolla la primera parte de la novela: ‘Del lado de allá’.

Repleto de referencias semiocultas y a veces tramposas la novela o antinovela se podía tomar como un juego en el que los lectores nos involucrábamos. La mención a “Ludwig van” nos llevaba a buscar la sinfonía, quizá la ‘Heroica’, en la que resonaba la cabalgada del espíritu universal y “totems y tabúes” nos conducía a la Viena de principios de siglo y su visión de las sociedades primitivas. “Era del año la estación florida”, escribe Cortázar sin citar Góngora; poco después su amigo Etienne, el pintor, confronta el absoluto de Klee con la sensibilidad pura de Mondrian y al día siguiente se discute sobre la influencia de la técnica en el jazz o acerca del uso de alcaloides según ‘The doors of perception’ de un tal “Aldley Houxdoux”. ‘Rayuela’ no era muchos libros en uno, sino que era todos los libros o al menos así nos parecía a quienes nos metimos en él, en un juego que me dejaba muchas veces con la misma cara de boba que se le debía poner a Lucía la Maga, que no sabía por dónde me daba el aire. Pero también me creó una curiosidad infinita y el deseo inagotable de saber, de leer sobre el inconsciente, el psicoanálisis, el horror al incesto o el sistema zen de tiro con arco.

Casi veinte años después, en unos cursos sobre literatura en la Universidad de Berkeley, Cortázar justificó esta avalancha de citas, de transcripciones, de frases en inglés y francés en que había volcado en ‘Rayuela’ la acumulación cultural de muchos años de lecturas y otros tantos de conversaciones y que todo ese contenido libresco estaba en su memoria y salió a flote mediante juegos de asociación. Y no se frenó, confiesa, aunque en los ochenta ya le parecía un ejercicio de pedantería. No creo que a nosotros en aquellos años setenta tan ambiciosos y apresurados nos preocupara mucho la supuesta cursilería o, en términos más actuales, el presunto postureo. Todo lo contrario: nos espoleaba nuestra sed de conocimiento. Había tanto que aprender, tanto que disfrutar. Sólo nos atemorizaba la melancolía que pudiera conllevar “una vida demasiado corta para tantas bibliotecas”.

Y no sólo eran los libros, no sólo era el paraíso de Borges “bajo la especie de una biblioteca”; era también la música, los cantautores, la pintura y, con un papel muy especial, el cine. Las salas de arte y ensayo llevaban ya algunos años funcionando y en ellas se podían ver las películas sin cortes y en versión original, agrupadas en ciclos por autor o por época: Bergman, Pasolini, Fellini.

Las películas nos llegaban con un poco de retraso, pero llegaban, como ocurrió con ‘Blow-Up’, en la que Michelangelo Antonioni adapta un cuento de Cortázar, premiada en 1966 con la Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes y que se estrenó en España en 1975. En el mismo año nos llegó ‘Rayuela’; los censores franquistas recomendaron en 1967 suprimir ocho páginas del libro, pero aún tardaría siete años en publicarse.

Nos gustaba mucho ‘Rayuela’. No sólo hablaba de la condición humana, del fracaso de lo que se llama progreso, de la crisis de la civilización, de la filosofía moderna. Nos gustaba porque no es un libro de respuestas, sino de preguntas, en el que se evitan las lecciones magistrales y se describe, a través de sus personajes, la angustia que se experimenta en contacto con el mundo, con la realidad de aquel tiempo. Oliveira, el protagonista, se rebela contra “las formas superiores de la cultura” en las que es fundamental “el peso de las autoridades y las influencias, la confianza que dan las buenas lecturas y la inteligencia” que cercena la tolerancia y la duda, la toma en consideración de la opinión de los otros y la esclerosis de la definición.

Y también nos gustaba porque este libro no se tomaba tan en serio como otros y nos divertían sus juegos, sobre todo los relativos al lenguaje, como la invención de ese idioma particular que es el glíglico o la misma forma de seguir su lectura según aconseja el autor en la primera página. En las conferencias de Berkeley, Cortázar reveló su “técnica” de mezclar los capítulos: fue a un taller de un amigo y puso en el suelo todos los capítulos, cada uno sujeto por un clip, y comenzó a pasearse entre ellos “dejando pequeñas calles y dejándome llevar por líneas de fuerza” y “allí donde el final de un capítulo enlazaba bien con un fragmento ( ) inmediatamente le ponía un par de números y los iba enlazando”. Todo fue un poco al azar y cree que no se equivocó, aunque tuvo que “modificar dos o tres capítulos porque la acción empezaba a ir hacia atrás en vez de adelantar”.

Leer ‘Rayuela’ es en parte un juego que denuncia las trampas del lenguaje y logra que éste se comporte como un instrumento del escritor y no en su propio pensamiento. Se trata de rechazar los estereotipos, las fórmulas convencionales y la ampulosidad sentimental para poder expresar lo que verdaderamente se quiere comunicar. Oliveira desconfía de las palabras, las mira y remira antes de usarlas porque se trata de expresar experiencias nuevas e incluso revolucionarias con los términos y la sintaxis que corresponden que no pueden ser las maneras anquilosadas del pasado.

No sólo se interroga al lenguaje en ‘Rayuela’. Sus personajes ponen todo en cuestión, todo es incertidumbre y no hay respuestas. Sólo hay una máxima, expresada en algunas “morellianas”, capítulos en los que Morelli, el escritor inventado por Cortázar al que todos los miembros del Club de la Serpiente adoran, hace una defensa encendida de la rebeldía, del inconformismo y de la revolución, de la necesidad de construir un reino milenario y no conformarse con una vida mediocre, de funcionario, de empresario o de rentistas, con su chalecito y su coche en la puerta.

Son asuntos que entusiasman a los jóvenes y por eso, en cierto modo, ‘Rayuela’ es una memoria personal, una educación sentimental y un libro de formación, eso que llaman en Alemania una ‘Bildungsroman’ y quienes la leímos a los veinte años podemos sentir aún su impacto en nuestras vida, su influencia en eso que llamamos carácter y convenir en la justicia de reconocer abiertamente y agradecer a quienes nos abrieron los ojos a un mundo diferente, aunque sólo durara unos años y acabáramos abominando de algunas de sus creaciones y experimentos y de la agobiante tiranía de lo nuevo.

‘Iluminaciones’, nueve cuentos de César Niño Rey

Un padre de familia que en una noche de perseidas recuerda su precoz afición a la astronomía y su deseo infantil, que aún conserva, de visitar otros mundos; un niño que contempla los partidos de tenis como la demostración de que existen leyes justas que dan la victoria a los jugadores más íntegros o una profesora que observa el comienzo del fin del mundo, son algunos de los protagonistas de los cuentos que, bajo el título “Iluminaciones”, ha reunido su autor, César Niño Rey. Son nueve relatos conectados entre sí por una revelación, un instante en el que se se descubren los anhelos, los miedos, los secretos o el destino de los personajes, como los destellos que trazan las lágrimas de San Lorenzo en una noche de verano.

Además de iluminaciones, en todos los cuentos se agazapa o se exhibe a las claras un homenaje literario. Nos lo cuenta el autor al final, en el capítulo de “Agradecimientos y Referencias”. No se trata de plagios, sino de lecturas de toda una vida y el agradecido reconocimiento a cómo otros libros de poemas, cuentos o novelas han contribuido a la escritura del autor. Desde Walt Whitman y Francisco Brines a Proust y Tolstoi; también Homero, Cervantes y Keats. Versos o frases de sus obras aparecen dispersas aquí y allá, referencias sutiles o muy evidentes otras, algunas veces con una intención clara de introducirlas y otras, como reconoce el propio autor, porque debían estar rondando en su cabeza y no se dio cuenta hasta después de escribirlas. Ocurre con la frase que abre el primer capítulo, el de Combray – “Mucho tiempo he estado acostándome temprano”- que se inserta en el monólogo del relato “Cómo acabé de una vez por todas con el insomnio”.

No sólo encontramos referencias a grandes obras de la literatura, sino también reflexiones sobre la escritura. En “Materia oscura” critica los clichés de escritores que describen el cielo como “salpicado de estrellas” y se remite a Ursula Le Guin, la gran autora de cuando éramos más jóvenes, que “sí sabía cómo recrear el esplendor y las tinieblas del firmamento nocturno”.

El relato más enraizado en la literatura es “Canta, oh diosa”, invocación que pronuncia Homero para suplicar a Calíope, musa de la poesía épica, que haga surgir de sus labios las palabras que convienen a su canto. Alude al terror de la página en blanco, en este caso la pantalla del ordenador, a la volatilidad del propósito de sentarse a escribir, a todas esas actividades que se presentan como más urgentes y que impiden que comience de una vez por todas un relato que incluso ya tiene comprometido para su publicación. Recuerda a otros escritores, se ve mayor -tampoco es importante la precocidad, se dice a sí mismo- desconfía de su talento o quizá se trate de que no le dedica el tiempo y el esfuerzo suficiente a la literatura.

Pero ¿quién es el que piensa todo esto? No es el narrador que cuenta cómo su personaje, revolviendo entre papeles viejos,encuentra un relato escrito por él hace nueve años que ahora le espanta por su vacuidad y grandilocuencia, así que decide transformarlo en una historia banal. Y este antiguo relato, que está siendo corregido, trata a su vez de otro personaje, también escritor, que se enfrenta a los desafíos de la escritura. El autor recrea un juego de cajas chinas, en el que se mezclan los narradores y los personajes, mecanismos de metaficción con ilustres precedentes que, como en el caso de El Quijote, incluyen un manuscrito, un narrador que lo encuentra, otro que lo transcribe y otro que le da forma, historias dentro de otras historias.

Que está aludiendo a Cervantes se aprecia claramente en la pista dejada en el relato, cuando el narrador hace confesar a su personaje que tiene por costumbre no romper ningún papel y que curiosea incluso los que encuentra tirados por la calle. Lo dice Cervantes cuando, al final del capítulo VIII de la primera parte del Quijote, se le ha acabado el texto original escrito en lengua arábiga por Cide Hamete Benengeli: “… llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles …”. Por supuesto, lo que descubre Cervantes es la parte de la historia que le faltaba.

Otra característica de los nueve relatos es su optimismo. Nunca pasa nada irremediable en ellos, ni siquiera cuando la profesora contempla el principio del Apocalipsis, de lo que prefiere culpar a presuntas alucinaciones. Tampoco “Una vida plena” presenta el menor atisbo de derrumbe de ese mundo tan perfecto ni de esa gran dama victoriana que describe. Todo lo contrario, muere apaciblemente, satisfecha de la vida que ha llevado y feliz de dejarlo todo en orden. Acostumbrada a las malas noticias, espero durante todo el relato que surja la hecatombe en forma de ruina o de muerte, cualquier cosa que la haga despertar de ese mundo tan armonioso, aburrido y convencional.

Cosmos”, un cuento que aprovecha un tema de la literatura fantástica, es en el que mejor se aprecia esta visión amable de la vida. El protagonista, que se ha quedado dormido en el parque, abre los ojos y no ve a nadie a su alrededor, ni niños ni madres ni paseantes, y observa que el silencio es total y que el “encantamiento” no se deshace con el paso del tiempo. Inicia el camino hacia su casa y sigue sin haber rastro de presencia humana. Al día siguiente ocurre lo mismo, no hay nadie. Pasan los días y, como la situación no cambia y necesita alimentarse, visita los supermercados y se lleva lo que necesita. Pasan los meses y, ante la penuria de alimentos frescos, construye un huerto en el parque mientras observa que la naturaleza ha tomado posesión del espacio: crecen las plantas trepadoras y la vegetación imbatible resquebraja las aceras, los conejos se instalan en los jardines, los ruiseñores en los aleros y se borran los caminos.

Inmediatamente recordé la trama de una novela corta de Guido Morselli, “Dissipatio humani generis”, que comparte con “Cosmos” la misma situación: todos han desaparecido, se han “disipado” y sólo queda una persona en el mundo. A ambos protagonistas les sobraba la gente, estaban hartos del género humano, pero la manera de actuar de los dos es completamente diferente. Mientras que el personaje de “Dissipatio” se siente desconcertado e incluso desesperado y piensa que quizá esté muerto en una forma de inmortalidad diferente, vacía y aterradora, el de “Cosmos” no sólo aprovecha para poner en marcha sus capacidades emprendedoras sino que además, la ausencia de seres humanos le permite la creación de un nuevo paraíso, de un nuevo comienzo. Mientras que Morselli nos transmite los pensamientos de su solitario protagonista, Niño Rey procede a una enumeración exhaustiva de plantas, árboles y arbustos, que nos sugiere el gran espectáculo de una naturaleza desbordante ante la ausencia de los seres humanos. Es fascinante las diferentes voces que pueden surgir a partir de una misma situación y cómo cada una de ellas genera su propia verdad.

En conjunto, son nueve relatos enlazados por el tipo de sorpresa del desenlace, el guiño o alusión literarios y la mirada amigable, pero son completamente diferentes los unos de los otros, tanto en la trama como en los personajes que, como dice el autor, no son héroes ni aventureros ni grandes detectives pero sí son producto de una potente imaginación que trasciende la normalidad de las vidas que podrían considerarse convencionales. Un placer.

César Niño Rey ,“Iluminaciones”. Editorial Pie de Página, 2023

‘Stoner’, el balance de una vida

La vida no siempre parece digna de ser vivida y puede que contemplada con perspectiva nos parezca que ha sido un fracaso, que no era eso lo que queríamos. A medida que nos acercamos a su final parece que nos faltara tiempo para correr a hacer un balance y convencernos de que sí, de que lo hicimos bien o, por el contrario, de que hemos perdido muchas oportunidades felices. Nos vienen los recuerdos que creíamos olvidados y no hallamos consuelo más que mirando hacia atrás, a lo que hicimos o dejamos de hacer o de pensar, de pasarlo estupendamente o de aburrirnos.

La literatura hace esto muchísimo mejor. Desde la posición del narrador la historia está cumplida: puede hacer un recorrido desde la cuna a la tumba de un personaje y dejar señalados ciertos momentos de su trayectoria que lo definen o, al menos, lo muestran. Además, no existen los recuerdos falsos y no se tergiversan determinados hechos porque todo es ficción.

Todo lo anterior no deja de ser aproximaciones circulares que pretenden explicar por qué me ha gustado tanto ‘Stoner’. Hace ya algunos días que terminé su lectura y sigue estando presente en mi cabeza, quizá porque narra de forma sencilla la existencia de un hombre, aparentemente gris y vulnerable, pero dotado de una fortaleza que va calando en el lector a medida que va comprendiendo quién es y cómo ha vivido.

En unos cientos de páginas, un narrador que bien podría ser John Williams, nos cuenta la vida de William Stoner desde su nacimiento en 1981 en una pequeña granja de Missouri central hasta su muerte en 1956. Desde los seis años sus tareas eran todo lo ingratas que pueden realizarse en el seno de una familia humilde acostumbrada al trabajo duro del campo y al cuidado de los animales. Pero cuando Stoner ya tiene diecinueve años y parece que su destino es seguir en la granja, aparece un representante del condado que anima a sus padres a que le matriculen en la Facultad de Agricultura de la Universidad de Columbia.

El primer año estudió con aprovechamiento asignaturas que le servirían para su trabajo en el campo, pero en el segundo curso, tras enfrentarse a una asignatura de la que no tenía ni idea ni le gustaba pero que era obligatoria para conseguir el título, Literatura Inglesa, toda su vida dio un giro radical. Un día, mientras el profesor recitaba un soneto de Shakespeare en el que un atardecer de otoño evoca la juventud perdida y el amor inextinguible por la vida que inevitablemente hay que abandonar, Stoner experimentó una auténtica revelación, sintió que él y todo lo que le rodeaba adquiría una sustancia de la que no había sido consciente hasta ese momento y, a partir de entonces y durante el resto de su vida, la literatura, y en concreto la literatura y la filosofía medievales y renacentistas, fue no ya la razón de su vida, sino su pasión.

El pasado se aparecía desde la oscuridad en la que permanecía y los muertos volvían a la vida ante él, de manera que por un instante tenía una visión de densidad en la que se compactaba y de la que no podía escapar ni quería. Tristán e Isolda desfilaban ante él; Paolo y Francesca giraban en la ardiente oscuridad; Helena y el deslumbrante Paris, con la amargura en sus rostros por las consecuencias de sus actos, surgían de la penumbra”.

Finalizados sus estudios, consigue una plaza como profesor en la misma Universidad de Columbia, en la que transcurrirá el resto de su vida. Será su refugio porque, ya le dijo uno de sus amigos de juventud, su naturaleza le conducía al fracaso por su incapacidad de hacer frente al mundo. La universidad es un reducto creado por la providencia, la sociedad o la suerte para quienes desean refugiarse de la tormenta, para los desposeídos del mundo.

Este amigo muere en la guerra del 14, como voluntario en Francia. Será la primera vez que Stoner se enfrenta a la muerte, en este caso violenta, y su reflexión le lleva a añorar la manera sencilla y elegante en que los líricos romanos aceptaban el hecho de la muerte como si el vacío que se mostraba delante de ellos fuera el pago por la riqueza de los días disfrutados. Pasan los años, mueren sus padres, se casa con la persona equivocada, se vuelve a desencadenar una terrible guerra en Europa y, cuando regresan los veteranos, deseosos de integrarse en el mundo universitario, reconoce que éste fue el periodo más feliz de su vida porque podía dedicarse a la enseñanza de personas en absoluto apáticas o desinteresadas.

Cuando le diagnostican un tumor mortal y sólo le quedan unos meses de vida, hace los arreglos pertinentes y se dispone a morir. Se trata del último viaje y, como en todos los viajes, sentía que había muchas cosas que hacer antes de irse, “si bien no recordaba cuales”. De forma desapasionada, como sus queridos estoicos, examinó en qué había consistido su vida: había tenido dos grandes amigos, pero uno ya no estaba; su matrimonio había sido infeliz casi dede el principio; su hija se había alejado de él a instancias de su madre, a lo que no supo oponerse; tuvo la experiencia de un gran amor pero la presión del entorno le obligó a renunciar a él; había querido ser profesor y lo fue; se le había concedido la sabiduría en un mundo trivial y también la capacidad de esfuerzo y trabajo, lo que le había indispuesto con las autoridades académicas pero al mismo tiempo le habían convertido en una figura casi mítica. Quizá podría haber luchado un poco más por las cosas que realmente deseaba, pero no lo hizo y ahora, al final de su vida, pensó que había fracasado porque había renunciado a todo aquello que se le había ofrecido.

A pesar de los sedantes, le parecía que su mente permanecía clara. Se preguntaba acerca de si había valido la pena su vida, si había valido la pena haber renunciado a tanto. Pero de pronto, como despertándose de un mal sueño, sintió que regresaban las fuerzas perdidas y notó la densidad del aire, los olores de la hierba, la luz del atardecer y una sensación semejante a la que experimentó al entender el soneto sobre el otoño y el ocaso. Recordó que había estado pensando en el fracaso, como si importara algo.

Nota biográfica

La vida de John Edward Williams se parece un poco a la de su personaje. Nació en 1922 en Clarksville, Texas. Se alistó en el ejército en 1942 y en 1948 publicó su primera novela, Nothing but the night’, y un año después su primer volumen de poemas. En 1955 asumió la dirección del programa de escritura creativa de la Universidad de Denver, donde enseñó durante más de treinta años. Su novela ‘Stoner’ es su gran obra maestra, pero apenas vendió tres mil ejemplares cuando fue publicada, en 1965. En 2003 la editorial Vintage la reeditó y comenzó su leyenda como novela “casi perfecta”.

John Williams, ‘Stoner’, Editorial Baile del Sol, 2010

La necedad de la destrucción organizada de los libros

Destruidos más de la mitad de los 19 millones de libros rusos de las bibliotecas y librerías de Ucrania, aún quedan varios millones en manos de particulares. La iniciativa surge ahora de los propios libreros y se hace eco de las órdenes de las autoridades ucranianas que iniciaron una campaña hace menos de un año para hacer desaparecer más de cien millones de ejemplares. El papel en el que están escritos se reciclará, dicen los libreros, y el dinero que se obtenga se donará al Ejército. No se han atrevido a organizar hogueras como las que en mayo de 1933 iluminaron varias ciudades alemanas, quizá por ser demasiado simbólicas.

Los organizadores de aquellas tuvieron que recurrir a una lista de un bibliotecario berlinés, Wolfgang Hermann, que por propia iniciativa había recogido los títulos de obras que consideraba comunistas o liberales: en total 149 autores y 12.400 títulos, lo mejor de la literatura alemana. Las autoridades ucranianas lo tienen más fácil, aunque las cifras sean en comparación descomunales: eliminar cien millones de libros rusos: todos los que estén en ruso, hablen bien de Rusia o no reconozcan que Ucrania es la mejor de todas las naciones desde el Jurásico.

“Desrusificar” es el objetivo y en ello ha puesto su empeño la cabeza visible de todo este aquelarre, la directora del Instituto del Libro de Ucrania, Oleksandra Koval, cuya máxima aspiración de funcionaria adicta es eliminar la “literatura ideológicamente dañina” de tiempos soviéticos, tanto en ruso como en ucraniano, pero también los libros de autores contemporáneos rusos publicados después de 1991, desde novelas románticas o de serie negra hasta libros infantiles.

Tampoco se libran de la destrucción los clásicos de la literatura rusa como Pushkin, Dostoievski o Tolstoi. En opinión de la señora Koval, expresada en una entrevista a la agencia ucraniana Interfax en mayo de 2022, las obras de estos autores no son el “pináculo de la literatura mundial” y sólo están ahí porque durante mucho tiempo han formado parte del currículum escolar, es decir, por inercia, por pereza o por costumbre. Y defiende que las literaturas británica, francesa, alemana, estadounidense y las de pueblos orientales han dado al mundo muchas más obras maestras que la rusa. Añade que son libros, los rusos, no los demás, muy “dañinos” porque pueden “afectar a los puntos de vista de la gente” y pone como ejemplo a Pushkin y Dostoievski, dos autores que en su opinión sentaron las bases del “mundo ruso y el mesianismo” y han hecho creer que Rusia salvará al resto del mundo. No obstante, permitirá que estos libros permanezcan en las bibliotecas universitarias y científicas para “estudiar las raíces del mal y el totalitarismo”.

La señora Koval, lamentablemente, no es la única que piensa así en Ucrania. Hace poco en una entrevista, el escritor ucraniano Yuri Andrujovich se atreve a insinuar la maldad intrínseca de la obra de uno de los más queridos autores rusos al afirmar sin ningún rubor que “habría que leer a Dostoievski de otra manera, responder a por qué era el autor preferido de Goebbels”.

La funcionaria del Libro anima a todos los ucranianos en los distintos países en los que viven a exigir la retirada de los libros rusos de bibliotecas y librerías y así acabar con la ignominiosa presencia de Rusia, hacerla desaparecer, eliminarla del universo. Un sueño que aún no ha cumplido, aunque algo sí se ha hecho, como ocurrió con la eliminación de un curso sobre Dostoievski el pasado año en la Universidad de Milán.

No mueve a risa, pese a su monumental estupidez. Tampoco es nada nuevo porque la censura ya estaba en marcha desde mucho antes, aunque nunca se habían atrevido a ordenar de manera oficial arrasar bibliotecas y librerías. En 2015 se prohibieron 38 libros publicados en Rusia y desde entonces se han agregado muchos más a la lista, incluidos dos libros de Boris Akunin, un popular autor de novelas policíacas contemporáneas. En 1918 se prohibió la edición en ruso de ‘Stalingrado’ del historiador británico Anthony Beevor porque se describía en un pasaje el asesinato de 90 niños judíos por parte de la Organización de Nacionalistas Ucranianos, en la que colaboraba activamente el nazi ucraniano Stepan Bandera, pero la presión del Reino Unido obligó a Ucrania a rectificar.

No estaría mal que la Unión Europea utilizara su influencia para evitar este holocausto de libros por el hecho de estar en ruso o no estar de acuerdo con lo que dicen las nacionalistas e intolerantes autoridades ucranianas. La libertad es una de las condiciones para la entrada como socio de esta organización, tan importante o más que la lucha contra la corrupción.

Pero lo más triste es que, si no se pone remedio, los niños ucranianos se harán mayores y nunca conocerán los inolvidables cuentos de Chejov, la profundidad de las novelas de Tolstoi, los complejos personajes de Pushkin, los análisis de los cuentos rusos de Propp, los estudios de Bajtin y las obras de infinidad de autores que, quizá no sean pináculos, pero sí son imprescindibles. Y aún peor, desconocerán parte de su historia porque en estas obras reside también una parte importantísima de la cultura del pueblo ucraniano.

«La lluvia amarilla», el olvido que seremos

Ainielle se convirtió en el símbolo de la despoblación tras la publicación de ‘La lluvia amarilla’ en el año 1988. La aldea quedó totalmente abandonada con la muerte de su último habitante en 1979, pero el éxodo había comenzado mucho antes, durante la Guerra Civil, y se acentuó en la década de 1950 a causa de la dureza de la vida en las montañas y de la precariedad en la que se vivía. Lo mismo ocurrió con muchos otros pueblos del Pirineo de Huesca, que fueron despoblándose hasta quedar vacíos.

Julio Llamazares escogió Ainielle como escenario de su novela, aunque él tenía en mente una aldea imaginaria a la que puso el nombre de Nogueira. “Llegué a Ainielle por casualidad, recorriendo Huesca en busca de pueblos abandonados”. En Jaca, el relojero, que era miembro de una asociación dedicada a su rehabilitación, le aconsejó visitar Sobrepuerto, una zona entre los ríos Gállego y Ara, pródiga en ruinas, y completar el viaje con la lectura de ‘El Pirineo abandonado’, de Enrique Satué, uno de cuyos cuentos lleva por título ‘Ainielle, la memoria amarilla’.

En estos lugares se practicaba desde tiempo inmemorial una agricultura de subsistencia, algo se pescaba y algunos animales de granja contribuían al sustento. La casa, la granja y cualquier otra propiedad iban a parar por entero al primogénito, cuyos hermanos se convertían tradicionalmente en criados de esa casa o de otras y emigraban temporalmente al Midi francés para hacerse con algún dinero. Eran los llamados “tiones”, en su mayoría solteros y pobretones, que acabaron yéndose a otro lugar, aunque fueron las mujeres las primeras en marcharse a pueblos y ciudades menos inhóspitos. Los mayores aún recordamos cómo en 1985, el ayuntamiento de Plan, en el valle de Gistau, organizó la llamada ‘caravana de mujeres’, que debía favorecer el casamiento de los solteros del pueblo.

Hechos, costumbres y anécdotas forman el sustrato localista de ‘La lluvia amarilla’, que mediante la ficción se hace universal, componiendo un mundo literario poético y simbólico, en el que escenario de abandono y ruina de Ainielle corre paralelo al desplome vital de Andrés de Casa Sosa, quien a pocas horas de su muerte inicia un monólogo sobre la memoria y el olvido, bordeando la frágiles líneas que separan la realidad, el sueño y la muerte.

Andrés imagina, en esas últimas horas de vida, que llegarán los hombres de Berbusa, seguramente cuando él, último habitante de Ainielle, ya haya muerto. Juega con el paisaje y con la antropomorfización del pueblo para describir su propia ruina: verán el “sórdido paisaje de paredes y tejados reventados, de ventanas caídas, de cuadros arrancados de sus marcos, de edificios enteros arrodillados como reses en el suelo …” Y sigue con una inolvidable descripción de la torre que aún queda en pie, “el sólido bastión de la espadaña que todavía se yergue sobre la destrucción y la ruina de la iglesia como un árbol de piedra, como un cíclope ciego cuya única razón de pervivencia fuese mostrarle al cielo la sinrazón de un ojo ya vacío”.

Es la sinrazón de estar ya muerto o casi muerto y medio loco en Ainielle sin ningún alma viviente más. Hace casi diez años que su mujer, Sabina, se suicidó colgándose de una soga en el molino. Fue en vísperas de Navidad, cuando ya se habían quedado solos los dos y las noches transcurrían silenciosas, lentas y sin esperanza.

Pero lo peor estaba por llegar, el miedo a la demencia y a la locura en un monte desolado y vacío. La soledad le obliga a mirarse cara a cara y a luchar contra el olvido, contra la lluvia amarilla que todos los otoños extiende su manto sobre el inmenso paisaje; es la misma muerte que poco a poco va invadiendo las casas, el molino, el lago, los árboles y el monte. Es la lluvia que oxida “la cal de las paredes y los viejos calendarios, los bordes de las cartas y de las fotografías”, que inunda todo de melancolía y conduce a la pérdida de la identidad y a la desmemoria. La única manera de justificar los años que le quedan de vida será vivir al revés, que el tiempo discurra en sentido contrario y recuperar el recuerdo, en desigual competencia con el olvido.

Siguiendo el hilo de la memoria, la saltarina que responde a extrañas asociaciones, que transforma los hechos del pasado, que se deja jirones en el olvido e inventa lo que no sucedió, se esfuerza en recordar a su abuelo, a su padre, a Camilo, el hijo mayor desaparecido en la turbamulta de la guerra; a Sara, muerta por una enfermedad a los cuatro años, y al único descendiente que le quedaba, Andrés, del que no quisiera acordarse porque marchó al extranjero en el año 1949. Le traicionó al abandonar el pueblo y la Casa, por lo que prohibió que su nombre se pronunciase delante de él. Tenía la obligación de continuar la dinastía, engrandecer la casa, vivir con sus padres, como siempre había hecho el primogénito, pero se marchó, igual que se marcharon otros después, “como si de repente hubieran descubierto la miseria en la que vivían y la posibilidad de remediarla en otra parte ( ) Nadie volvió jamás”.

Si el pasado regresó en el recuerdo, también lo hicieron quienes se habían ido definitivamente, los muertos. Antes de lo de Sabina, Andrés ya había escuchado la voz quejosa y asmática de Sara, que recorría toda la casa desde la habitación donde murió. Más tarde, tras la muerte de su mujer, la presencia de los muertos se multiplicó. La misma Sabina se le apareció un día a los pies de la cama, cuando él deliraba por la fiebre a causa de la mordedura de una víbora. Tiempo después vino su madre, que todas las noches se aposentaba en la cocina, esperándolo. El miedo le hizo huir por el monte una noche, pero ella volvía una y otra vez. La muerte le iba cercando; una de las veces, su madre se le apareció en la cocina rodeada de toda la familia y fue entonces cuando él adivinó que en todas las cocinas del pueblo, en ese mismo momento, estaban reunidos los muertos de cada casa.

En la última noche, la muerte se le muestra “como un dulce descanso que incluso puede ser objeto de deseo” y “le consuela pensar que están todos ahí, sentados junto al fuego, esperando el momento en que mi sombra se reúna para siempre con las suyas”. Imagina que los hombres de Berbusa le cubrirán de tierra en la tumba que él mismo ha cavado, entre Sabina y Sara, y que espantados se marcharán antes de que llegue la oscuridad. Alguien se santiguará y dirá: “La noche queda para quien es”.

Es un final tan ambiguo que muchos han preguntado al autor por su significado. En respuesta, Llamares siempre ha recordado que esa frase se la regaló una mujer de una aldea perdida de León en la que vivía sola; que lo mejor es su ambigüedad y que fue por eso por lo que la escogió para cerrar la novela.

¿Para quién es la noche? ¿Para los lobos? ¿Para las almas en pena? ¿Para los difuntos? ¿Para los ladrones? … Que cada uno interprete lo que quiera”.

El gato de Sōseki

No encontraréis mi nombre en estas páginas que escribo como unas memorias de mis dos años de vida con la familia del maestro Kushami. A nadie se le ocurrió nombrarme de ninguna manera que no fuera “gato”, posiblemente porque nadie me tenía en consideración, pero podéis identificarme como el gato de Sōseki, mi creador. No me confundan con otros gatos célebres como Murr, ese pedante y grandilocuente gato alemán que quería convertirse en escritor y cuyo fantasma vino a molestarme y confundirme. Mi única ocupación durante el tiempo que viví fue observar el comportamiento de los humanos con los que traté y sacar mis propias conclusiones acerca de unos seres ridículos en su aspecto y llenos de defectos y vicios, aunque frágiles, entrañables y dignos de compasión.

Las opiniones del gato Murr’ fueron publicadas cien años antes de que el gato de Sōseki hiciera su debut en el mundo, por E.T.A. Hoffman, escritor y compositor, prusiano y romántico, de imaginación desbordada y aficionado a la fantasía, la magia, la locura y la telepatía. En cambio, Natsume Kinnosuke (Sōseki) fue un disciplinado súbdito de la Era Meiji, que duró entre 1868 y 1912, cuarenta y cinco años en los que Japón intentó alcanzar un nivel de desarrollo que a Occidente le había costado siglos y que derivó en una apuesta por la occidentalización a ultranza que causó mucho sufrimiento.

Lo que sí pudieron tener en común Hoffman y Sōseki fue su pasión por la literatura y especialmente por Laurence Sterne, un autor británico del siglo XVIII, cuya vena humorística puede reconocerse en algunas de las obras más irónicas y divertidas de los dos escritores, como las memorias de ambos gatos.

Laurence Sterne siempre fue una persona divertida. Javier Marías, que hizo una traducción estupenda de su ‘Tristram Shandy’, dice de él que su capacidad para las bromas y las digresiones parecía infinita, que su carácter era bondadoso, cordial y que nunca hablaba mal de nadie. Sólo utilizaba el sarcasmo contra los idiotas solemnes.

La jovialidad, en cambio, no parece casar con Sōseki. Concibió a su gato hacia 1905, después de malvivir durante dos años en Inglaterra con una beca exigua concedida por el Ministerio de Educación Nacional japonés para el estudio de la literatura inglesa con el compromiso de que a su vuelta se haría cargo de la cátedra de Filología inglesa de la Universidad de Tokio. Confiesa Sōseki, cuya auténtica pasión fue la poesía china, que el tiempo vivido en Londres fue el más desgraciado de su vida y no solo por la precariedad que le impidió matricularse en Oxford o en Cambridge, sino también por el desprecio con el que le trataban sus condiscípulos británicos, la ausencia de amabilidad en general y el espíritu mercantil de la sociedad inglesa.

Tampoco es que su vida hubiera estado llena de alegrías hasta entonces. Descendiente de una familia de samuráis venida a menos, fue el menor de seis hermanos y cuando cumplió los dos años, sus padres, ya muy mayores, lo entregaron en adopción a uno de sus sirvientes y a su mujer, con quienes vivió hasta los nueve años. Cuando tenía catorce años, falleció su madre biológica.

A Sterne se le ha identificado con su personaje, igual que a Sōseki con el maestro Kushami, porque comparten algunos elementos autobiográficos con sus respectivos autores, pero la literatura siempre produce personajes ficticios. Ni Tristram es Laurence, a pesar de sus viajes al sur de Francia para curarse de la tuberculosis, ni Sōseki es Kushami, aunque ambos padezcan dispepsia e impartan clases de inglés.

Sōseki fue un estudiante brillante que se especializó en poesía china, una pasión que mantuvo durante toda su vida y del chino tomó su nuevo apellido, Sōseki, que proviene de un refrán cuyo significado es «no reconocer la derrota». A lo largo de su carrera escribió más de 200 libros en chino, la mayoría de poesía, lo que le convirtió en una especie de protector del legado cultural del país vecino y le generó una popularidad inaudita que perdura hasta la actualidad.

Al igual que Sterne, Sōseki tuvo un gran éxito en vida, sobre todo a partir de la publicación de ‘Soy un gato’, que se convirtió en lectura obligada en las escuelas japonesas. Como el padre de Tristram Shandy, el maestro Kushami, amo del gato, es un erudito, empachado de libros, algunos de los cuales ni siquiera entiende y cita sin ton ni son y de esta mezcla confusa de conceptos mal digeridos y de lugares comunes surge el humor que destilan ambas obras.

El maestro y sus amigos poseen personalidades excéntricas y son proclives a las digresiones delirantes. Lo visitan a menudo y sus conversaciones son lo más divertido del libro. Kangetsu, recién licenciado en Ciencias, prepara una tesis sobre ‘La mecánica del ahorcamiento’ en la que pretende demostrar que es imposible que las doce criadas desleales de Penélope fueran ahorcadas por Telémaco con una sola cuerda enlazada a sus cuellos mediante nudos corredizos. Meitei, el esteta de las gafas doradas, inventa historias sin pies ni cabeza y compite en presentar teorías inútiles o absurdas, como la de que la nariz de los humanos se convirtió en hueso de tanto sonarse, de manera que se fue dilatando hasta adquirir la protuberante forma actual, de la misma forma que una gota de agua puede moldear un paisaje tras millones de años.

El tamaño o la forma de la nariz es un recurso humorístico universal y en las historias que narra el gato de Sōseki, quien posee un apéndice fabuloso es la señora Kaneda, una vecina casada con un empresario próspero, ambos empeñados en que su poder económico les faculta para imponerse y meter sus narices en la vida de los demás. Meitei aporta más información: dice que ha encontrado un interesante tratado sobre el tema en ‘Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy’, cuyo protagonista se lastima la nariz durante el parto debido a los tejemanejes del doctor con unos fórceps.

En estos encuentros en la casa del maestro se discuten teorías como la que defiende que todas las enfermedades son el resultado directo de los pecados propios o de los antepasados o que la calvicie es consecuencia de una bacteria, y el maestro es capaz de embarcarse en las más peregrinas prácticas para acabar con la dispepsia que le atormenta. Recogen las supuestas extravagancias de Balzac y de otros escritores y filósofos occidentales. Pero son las historias que cuenta Meitei las más disparatadas, como la que proviene de una confusión en la pronunciación de ‘albóndigas’, de manera que un cliente japonés pidió en un restaurante occidental un plato de ‘albóndregas’ y, ante su insistencia, el chef le prometió servírselas cualquier otro día en que tuvieran a mano la materia prima con la que se hacían.

Al referirse al cambio del papel de la mujer en la sociedad japonesa, Meitei recuerda una antigua historia, la del vendedor de niñas que no contaban más de tres años, a las que transportaba en cestas colgadas de una pértiga que llevaba sobre el hombro; como a la de atrás no la veía y no podía responder por ella ni decir si era buena o no, hacía un precio especial a quien quisiera adquirirla. El propio Meitei asegura que lo sabe casi todo sobre casi todo pero que probablemente no conoce el verdadero alcance de sus propias tonterías.

Soy un gato’ y ‘Botchan’, publicada un año después, poseen un tono humorístico que no volverá a aparecer en sus obras posteriores, como ‘Sanshiro’ y ‘Kokoro’. La alegría y el humor con toque de crítica social que destilan las novelas anteriores desaparecen para ser sustituidas por reflexiones sobre la vida y la muerte teñidas de pesimismo.

Incluso en la última parte de ‘Soy un gato’, la sonrisa deja paso a una reflexión pesimista sobre la vida. Cuando el maestro es blanco de las burlas de los estudiantes del colegio vecino, el gato se rebela contra este tratamiento y tacha a quienes se comportan de esa forma tan violenta de inmaduros, de poseer pocas luces o de personas que pretenden demostrar una superioridad que no existe y lamenta que siempre se salgan con la suya.

También tiene reproches para la civilización occidental que, en su opinión, ha producido una sociedad insatisfecha e infeliz porque no busca el cambio interior, sino el del mundo para hacer realidad un ideal imaginario imposible. Tampoco el camino de la meditación y la desaparición del yo le parecen una vía accesible para todos los hombres.

Todo lo que está vivo ha de morir y la existencia no tiene sentido” y “sólo muriendo es posible alcanzar el estado de divina pasividad y descansar por fin” son las últimas cavilaciones del gato de Sōseki.

La predisposición de Sōseki a la melancolía se acentuó en sus últimos años de vida, en los que se sentía solo pero tampoco quería compañía. Se repitieron las depresiones que ya le habían afectado en Londres. No se suicidó como hicieron muchos escritores japoneses de su época y murió en 1916 al agravarse la úlcera estomacal que sufría desde hacía tiempo.

Lecturas

  • Natsume Sōseki, ‘Soy un gato’, Impedimenta 2010
  • E.T.A, Hoffman, ‘Opiniones del gato Murr’, Cátedra 1997
  • Laurence Sterne, ‘Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy’, Cátedra 2002

Japón en su relato de origen, una creación de los dioses — Historias emergentes

A los japoneses les costó mucho tiempo y una profunda decepción renunciar a su mito de origen, aquel que decía que los miembros de la casa imperial descendían de los dioses, los mismos que crearon el archipiélago y todo lo que contiene. Lo que para muchos pueblos entrados en la modernidad eran relatos fantásticos que […]

Japón en su relato de origen, una creación de los dioses — Historias emergentes

Los viajes de Basho por el Japón del periodo Edo

En sus ‘Memorias de Adriano’, Marguerite Yourcenar consignó cómo el emperador romano fue un viajero infatigable y ávido por conocer el vasto mundo que gobernaba y sus fronteras bárbaras y por impregnarse de la cultura griega que tanto amaba. En el curso de sus viajes, Adriano subió a la cima del volcán Etna en Sicilia, consultó antiguos oráculos de los dioses y visitó las maravillas que ofrecía el antiguo Egipto,así como los rincones más alejados de sus dominios, en lo que empleó la mitad de los veintiún años de su gobierno de Roma.

Nada que ver con el carácter y el itinerario de Matsuo Basho, un poeta japonés del siglo XVII que hizo del viaje un aspecto inseparable de su personalidad y cuya semblanza fue elegida por Yourcenar para encabezar un libro que llevaría por título ‘Una vuelta por mi cárcel’ y que recogería las impresiones de su visita a Japón en los años ochenta. El proyecto no se llevó a cabo pero sí se publicaron los textos tras su muerte.

Mientras Adriano sentía una gran pasión por las “curiosidades”, Basho prosigue la larga tradición oriental del poeta que parte en peregrinación espiritual. Si Adriano se revela como un coleccionista y crea en Tívoli una especie de parque temático con elementos que evocaban el pasado glorioso de Alejandría y de la Atenas clásica, Basho realiza el aprendizaje del desprendimiento y sólo trae de vuelta sus apuntes y los haikus que escribieron él y otros poetas con los que se encontró en su camino. Libre de equipaje es como quiere viajar, aunque reconoce la dificultad que eso entraña porque se precisa una capa para la lluvia, tinta y pinceles, ropa limpia para después del baño y los regalos que no se pueden rehusar.

Dieciséis siglos y miles de kilómetros los separan y, evidentemente, unas circunstancias absolutamente dispares. Adriano es el hombre más poderoso de su tiempo y Basho es un asceta que ha renunciado a todo lo que no sea esencial; Adriano es un militar que confraterniza con sus legiones allá donde se encuentren en tanto que Basho prefiere la contemplación a la acción; Adriano puede viajar por donde quiera con todas las comodidades que en su tiempo podía procurarse y la seguridad que le daba el poder, mientras que Basho no goza más que de medios precarios -sus pies, a veces algún caballo prestado y una barca que tampoco es suya- y ha de limitarse a recorrer las islas porque en este periodo de aislamiento impuesto por el shogunato Tokugawa no sólo se cerraron las fronteras a los extranjeros sino a todos los habitantes del archipiélago. Y sin embargo, Adriano y Basho tienen algo en común, hacer del viaje durante muchos años su modo de vida.

Cumplidos los cuarenta años, Basho decide viajar a pie, vestido con los tradicionales hábitos budistas, las sandalias de paja y el sombrero en forma de cono de los monjes errantes. Considera Yourcenar que el motivo del viaje no es tanto para instruirse o conmoverse como para sufrir y con este espíritu soporta la lluvia y las largas caminatas, asciende por senderos helados y resiste en posadas de mala muerte. Es cierto que viajar en aquellos tiempos era muy duro y que los peregrinos se enfrentaban a peligros, incluso a la muerte. Pero sufrimiento no es lo que se desprende de los poemas que escribió durante sus viajes porque, si bien sus haikus expresan la nostalgia y la impermanencia del mundo también reflejan la fraternidad budista hacia todo lo que existe, hombres, animales y plantas, al tiempo que la visión pesimista de la vida se transforma en sentido del humor y en la alegría propia de la religión animista que nació en Japón, el sintoísmo.

El propósito de sus viajes consistía en entregarse a la contemplación de la naturaleza y visitar los lugares, ya fueran santuarios, templos o paisajes, que ya habían sido objeto de poemas de sus maestros con objeto de encontrar la inspiración. En el otoño de 1684 inicia el primer viaje de una serie, que ocuparían los restantes diez años de su vida, precisamente en el tiempo en que compone su mejor poesía.

Pero es el último gran viaje, el que realiza por las regiones incivilizadas del norte de Honshu, iniciado en la primavera de 1689 y en el que recorrió más de dos mil kilómetros en 156 días, el que dio lugar a los apuntes y a los poemas contenidos en el libro ‘Oku no Hosomichi’, que en su primera edición en español fue titulado ‘Sendas de Oku’. De los cinco diarios de viaje que escribió, éste último es el mejor, señala Octavio Paz en el prólogo que redactó para la edición de 1957 y en cuya traducción desempeñó un importante papel. El nombre de Oku es el de una ruta real que lleva a esta provincia, en el norte de la isla de Honshu, es la parte misteriosa y salvaje del norte de Japón, de caminos difíciles y poco frecuentados, pero “oku” quiere decir también “interior”, lo que sugiere una especie de viaje hacia dentro, es decir, un peregrinaje espiritual.

Quizá haya que buscar el origen de la devoción por la naturaleza y su respeto por las fuerzas naturales que los japoneses experimentan como una vivencia interior alegre y de continuo agradecimiento a la naturaleza circundante, en el carácter animista del sintoísmo. También cuando esta misma naturaleza presenta sus aspectos más catastróficos, como los terremotos, los volcanes y los tifones, que obligan a considerar la inestabilidad y la caducidad de la vida y quizá a vivir de la forma más intensa posible con la amenaza constante de la precariedad.

El primer poema del viaje de Basho a las tierras de Honshu resume esa actitud de compasión con todo lo que está vivo y, lejos de toda trascendencia, muestra un sorprendente surrealismo:

“Se va la primavera,

quejas de pájaros, lágrimas

en los ojos de los peces”.

Las estaciones, cuyos límites son absolutamente nítidos en Japón, marcan la contemplación itinerante de la naturaleza. En el otoño Basho describe lo que él mismo califica del más bello paisaje, el de la bahía de Matsushima, salpicada por innumerables islotes que imitan formas humanas, creado “en la época de los dioses impetuosos, las divinidades de las montañas” y, aunque Kisagata le disputa el título de la bahía más bella, la primera sonríe y la segunda “frunce el entrecejo” y provoca “melancolía”. También hay paisajes siniestros, como el monte Oyama, abrupto y hostil, dotado de un “silencio ominoso”, del que están ausentes los cantos de los pájaros y cuyos caminos apenas se distinguen en las tinieblas de su espeso follaje.

Pero no sólo se conmueve Basho con los paisajes. Las ruinas del Palacio Takadate sobre el río Kitakami y las del castillo de Sato cuentan las luchas entre los Taira y los Minamoto; de esas matanzas ya sólo permanece un triste recuerdo y de los “sueños de los guerreros” sólo quedan las hierbas del verano. Otros lugares, como el Paso de Shirakawa, recuerdan lo que antiguos poetas escribieron sobre él y la visita al santuario Muro no Yashima, cuya diosa es la misma que la del monte Fuji, Komohana Sakuyahime, nos lleva una antigua leyenda japonesa. Ninigi, gobernador de las islas japonesas en el principio de los tiempos, dudaba de ser el padre del niño que la princesa Konohana, su esposa, esperaba. Entonces la princesa se encerró en una cueva y se prendió fuego que, al no arder, dio la prueba inequívoca de la legitimidad del príncipe Hikohohodemi, que significa “nacido del fuego” y que reinó en Japón como el primer emperador con el nombre de Jinmu.

Basho vive en una época que no parece proclive a su carácter austero y su actitud contemplativa y sin embargo incluso en vida era muy conocido y admirado: se dice que contaba con más de dos mil discípulos. Pero aunque nos parezca que representa lo más genuino de Japón, hay que tener en cuenta que nunca una sociedad está compuesta de una sola cara. Y la sociedad japonesa del siglo XVII es tan poliédrica como cualquier otra. Tras un periodo de continuas guerras internas, surge en Edo, Osaka y Kyoto una clase urbana emprendedora, enriquecida por el comercio, patrona de las artes y de la vida social, lo que se ha venido en llamar Ukiyo, que puede traducirse por “el mundo flotante”. Se multiplican los restaurantes, los teatros y las casas de placer y nace la literatura picaresca y erótica.

Conviven, como contrapunto al hedonismo y al tumulto, los poemas de Basho, imbuidos de recogimiento, silencio y aspereza. Todo encaja y se adapta y nada se pierde en Japón. Sintoísmo y budismo pudieron congeniar, el confucianismo marcó la ética de los gobernantes y el zen, la actitud de los samuráis; los diarios de las mujeres de la corte de Heian tuvieron su continuación en la literatura moderna que se inició en la era Meiji, en las postrimerías del siglo XIX; las marionetas de bunraku dieron lugar al kabuki; las antiguas ceremonias sintoístas crearon el teatro Nô y las pinturas del ‘mundo flotante’ se han transformado en los poderosos ‘manga’ . Quizá en eso radica el genio japonés, en que nada se desecha y todo se transforma.

Lecturas

-Matsuo Basho, ‘Sendas de Oku’, Seix Barral 1981

-Marguerite Yourcenar, ‘Una vuelta por mi cárcel’, Penguin Random House 2017

-Carlos Rubio, ‘Literatura japonesa’, Cátedra 2007.

Espanto y destrucción, una literatura imposible

Las conferencias de Zurich pronunciadas por Sebald en el otoño de 1997 denunciaron el olvido de unos episodios terribles que ocurrieron en los últimos años de la II Guerra Mundial sobre suelo alemán. Durante décadas los escritores alemanes, con pocas excepciones, cerraron los ojos al hecho de que sólo la Royal Air Force (RAF) arrojara un millón de toneladas sobre el territorio alemán, que 131 ciudades fueron atacadas una y más veces y que muchas de ellas quedaron arrasadas, que unos 600.000 civiles murieran y que tres millones y medio de viviendas fueran destruidas.

Fue una aniquilación sin precedente en la historia. Quizá por esa razón Sebald, al convertir en texto sus intervenciones y añadir la respuesta que recibieron, utilizó el título ‘Sobre la historia natural de la destrucción’ para referirse a esa barbarie, aunque se limitara a señalar el sufrimiento de la población alemana durante los bombardeos. Las conferencias, que llevaban por título ‘Guerra aérea y literatura’, exigían explicaciones a los intelectuales -literatos e historiadores- sobre su silencio y les reprochaba que estuvieran más preocupados por justificarse a sí mismos y por sus vivencias bélicas que por describir las condiciones en las que se vivía en los últimos meses de la guerra y en los años que vinieron después.

Por otra parte era difícil encontrar el tono justo. El propio Sebald reconoce que algunas obras de posguerra sobre la situación y el sufrimiento de los alemanes pecaban de sentimentalismo, de sensiblería. Muchos, incluso los testigos de los acontecimientos, se valían de tópicos y frases hechas para expresar el horror, de manera que sus vivencias resultaban falsas porque calificar la noche del 28 de julio de 1943 en Hamburgo como “noche fatídica en el que el infierno se desencadenó” es tan estereotipado que resulta increíble, si bien es cierto es que la llamada ‘Operación Gomorra’, por ejemplo, tenía como objetivo la aniquilación y la reducción a cenizas de la ciudad de Hamburgo.

Las diez toneladas de bombas explosivas e incendiarias arrojadas sobre la zona residencial convirtieron el espacio aéreo en un mar de llamas que levantó una tormenta de fuego de una intensidad tal que el fuego se alzaba dos kilómetros en vertical y atrajo con tanta violencia el oxígeno que las corrientes de aire alcanzaron la fuerza de un huracán que recorría las calles a 150 kilómetros por hora. El agua de los canales hervía, quienes huían de los refugios abrasados se hundían para siempre en el asfalto fundido y doscientos kilómetros de fachadas de zonas residenciales quedaron completamente destruidas. Los cuerpos quedaron carbonizados y reducidos a cenizas por unas temperaturas de cerca de mil grados o cocidos por el agua hirviente que había brotado de las calderas de calefacción reventadas.

El éxodo de los supervivientes de Hamburgo comenzó ya la noche del ataque. Hans Erich Nossack, uno de los pocos escritores que se hizo eco de lo ocurrido y que fue testigo ocular porque en esos días, como relata en ‘El hundimiento’,residía en las afueras de Hamburgo y pudo contemplar cómo cientos de bombarderos británicos y americanos arrasaron la ciudad, cuenta que el desplazamiento por las carreteras y ciudades alemanas era incesante y los supervivientes, como sonámbulos, algunos en pijama y muchos medio locos, no sabían qué hacer ni adónde dirigirse. Otro escritor, Friedrich Rech, informa de un suceso ocurrido el 20 de agosto: unos cuarenta o cincuenta desplazados intentaron asaltar un tren en una estación de la Alta Baviera y al hacerlo una maleta se reventó y desveló su contenido, que no era otro que el cadáver de un niño asado y momificado que su madre, enloquecida, llevaba de un lugar a otro.

Parecían exageraciones pero no lo eran. Quizá el problema residiera en que el lenguaje no podía hacerse cargo del horror ¿Cómo abordarlo? Son experiencias tan terribles que cualquier intento literario resulta contrario a la misma ética. Los malabarismos lingüísticos, como el de Arno Schmidt con la utilización de un lenguaje desquiciado y un vanguardismo exhibicionista que pretendía imitar la locura de la destrucción, están fuera de lugar; también el sensacionalismo de otros autores. La fabricación de efectos supuestamente estéticos con las ruinas de un mundo destruido sembrado de cadáveres invalida cualquier ejercicio literario.

La objetividad, el limitarse a describir lo que se había visto o escuchado de boca de testigos presenciales era la mejor manera de revelar la realidad. Es Nossack otra vez quien describe la proliferación de ratas y moscas sobre los cadáveres descompuestos tras los bombardeos: los reclusos, que tenían como trabajo eliminar los restos de lo que una vez fueron seres humanos, sólo podían abrirse camino en los refugios donde yacían con lanzallamas, tan densas eran las nubes de moscas que zumbaban a su alrededor y resbalaban en un suelo cubierto de gusanos de un dedo de largo. “Ratas y moscas dominaban la ciudad. Insolentes y gordas, las ratas correteaban por las calles, pero todavía más repugnantes eran las gran moscas de reflejos verdes”.

De todas las obras literarias surgidas a finales de los cuarenta, la novela de Heinrich Böll, ‘El ángel callaba’ fue la única que se acercó al espanto de las ruinas y de la muerte, pero se publicó cuarenta años más tarde. También se publicó mucho más tarde, en 1968, una novela documental de Hubert Fichte que “recupera” un informe médico sobre las consecuencias de los raids sobre Hamburgo que entre 1943 y 1945 causaron la muerte a unas doscientas mil personas; es una descripción aséptica pero tremenda de los cadáveres debidos a los bombardeos.

El silencio de la mayoría de los escritores, pero también la ausencia de debate sobre la guerra aérea, resulta ser la consecuencia de la interiorización de la culpa y del castigo por parte de los alemanes. El plan de guerra de bombardeo ilimitado sobre Alemania se discutió en Gran Bretaña y hubo quienes reprocharon que se dirigiera contra la población civil. Pero eso no ocurrió entre los alemanes, ni durante la matanza ni después. Quizá porque los alemanes pusieron toda su energía en la reconstrucción y porque pensaban que un pueblo que había asesinado y maltratado en los campos a millones de personas no podía pedir cuentas a los vencedores y, por lot anto, recibían un castigo merecido.

El origen de la estrategia del bombardeo ilimitado y el exterminio absoluto se gestó en 1941 cuando su realización era imposible pero constituía la única vía de intervención de los británicos en la guerra, aunque justo cuando se podían realizar ataques más precisos y selectivos, se adoptó la decisión de “destruir la moral de la población civil enemiga y, en particular, la de los trabajadores industriales”. No adelantó el final de la guerra sino que multiplicó el sufrimiento de la población alemana.

El horror siempre ha sido siempre endémico en la historia de la humanidad y no conocemos ninguna época libre de matanzas. Sólo en Europa, comunidades enteras fueron exterminadas en las invasiones de los pueblos asiáticos; miles de personas murieron asesinadas en las guerras de religión y la peste negra resultó devastadora. Pero quizá porque estén más cerca y porque hemos visto imágenes en los documentales, en el inventario de la destrucción cobran especial importancia las guerras del siglo XX. Todos están de acuerdo en que la Primera Guerra Mundial fue un matadero y sólo hay que recordar el cerro de Vauquois, disputado por alemanes y franceses durante cuatro años y dos días y que culminó con su desaparición, enterrado, tragado hasta sus propios cimientos. Los historiadores cifran en medio millón los cadáveres que se dejaron pudrir en el barro del frente de Verdún.

En ‘El uso de las ruinas. Retratos obsidionales’, el escritor francés Jean-Yves Jouannais se inspira en el proyecto fallido del asesor británico Solly Zuckerman que hubiera querido hacer un gran reportaje precisamene sobre ‘La historia natural de la destrucción’ y en las conferencias de Sebald sobre los bombardeos de los Aliados en Alemania en la recta final de la II Guerra Mundial.

De los veintitrés relatos que componen el libro de Jouannais, tres de ellos se ocupan de la destrucción de las ciudades alemanas. El primero, el del periodista sueco Stig Dagerman, enviado por su periódico a Alemania en 1946 para dar cuenta del estado del país vencido y que tras contemplar Hamburgo escribió sobre “un paisaje de ruinas, más desolado que un desierto, más salvaje que una montaña y tan fantasmagórico como una pesadilla”.

Sigue con Victor Klemperer, quien observó cómo los bombardeos británicos encontraron una manera de sortear los radares alemanes con el lanzamiento de miles de tiras de papel de aluminio que, al saturar el espacio aéreo, dejó a la ciudad de Hamburgo sin ninguna defensa y permitió que cincuenta mil personas murieran. La precipitación de millones de copos plateados creaba paisajes repetidos todos los amaneceres tras el bombardeo de las ciudades alemanas durante dos años.

Y, por último, Irma Schraeder, gerente del cine Capitol en Halberstadt, cuya locura es recogida por Alexander Kluge en ‘La inquietante extrañeza de la época’, de 1970. El 8 de abril de 1945 los escuadrones estadounidenses cargados con quinientas cincuenta toneladas de bombas devastaron la ciudad y la sala de cine, como el resto de los edificios, quedó destruida, pero la señora Schraeder no pareció ser consciente de la situación y se empeñó en un desesperado intento de limpieza para que la sesión de las cuatro de la tarde puediera celebrarse. Su obsesión era retirar con una pala los escombros, los cascotes y las vigas de un edificio ya sin techo, cuando la ciudad ya había desaparecido.

Los veintitrés personajes de Jouannais que protagonizan los relatos tienen en común “haber reconocido su obsesión al entrar en contacto con una ciudad sitiada” y su relación, en algunos casos absoluta, con la destrucción bélica, como testigos, vencedores o víctimas. Desde el retrato de Naram-Sin de Acad, que ordenó el incendio de la ciudad de Ebla hace cuatro mil años al tiempo que le hizo el regalo de no ser olvidada jamás porque el fuego preservó las tablillas de barro que narraban su historia, hasta el colapso de las Torres Gemelas que constituye el epílogo del inventario sobre el espíritu destructivo y violento de la humanidad.

No figuran todas las tragedias ni todas las ruinas, no habría espacio. Aparece el rey Agis II de Esparta, que no utilizó el fuego para derruir las murallas de Mantinea, sino un río que desvió hacia la fortaleza; Julio César, el ‘dandy’ que arrasó las Galias para poder escribir un libro con el que reforzar su carrera militar y con el resultado de cientos de miles de muertos y el conde de Tilly que puso en circulación el término ‘magdeburguizar’ tras haber hecho desaparecer la capital de Sajonia-Anhalt; Alejandro como creador de orden, del que se olvida su crueldad con Persépolis, y Escipión Emiliano, el general romano que dicen que lloró al contemplar la destrucción de Cartago, quizá porque intuía que Roma también sería saqueada.

Las ruinas también se han utilizado para recordar la indefensión de los vencidos y para sojuzgar con este recuerdo a quienes les sucedieron. Pero también hay un uso “espectacular” de las ruinas que constituyó la obsesión excéntrica de Albert Speer, arquitecto del Tercer Reich: pretendía que los edificios que ideaba pudieran convertirse en un testimonio ruinoso acorde con la grandiosidad del espíritu heroico nazi, y en eso coincidía absolutamente con su mentor, Adolf Hitler. Las construcciones modernas, escribe Speer en sus ‘Memorias’, sólo pueden dar escombros oxidados por lo que aconsejó el empleo de materiales especiales y consideró las condiciones estructurales que permitieran que los edificios, “cuando llegaran a la decadencia, al cabo de cientos o miles de años, pudieran asemejarse un poco a sus modelos romanos”.

Al enterrar bajo los escombros el edificio de la Facultad de Tecnología de Defensa, proyectado por Speer, los Aliados quisieron impedir que las ruinas nazis se convirtieran en estigmas gloriosos del régimen de Hitler y así nació el cerro artificial de Teufelsberg, que se eleva a 120 metros por encima del nivel del mar, un vertedero de toneladas de ruinas que hoy es un lugar de recreo deportivo para los berlineses.

Este espacio podría ser el símbolo del fin de la barbarie, el olvido de la guerra y sus terribles consecuencias, pero no ha sido así. Ni siquiera las tragedias de Hiroshima y Nagasaki nos han impedido amenazas nucleares que llevarían a que la tierra se convirtiera en un mundo en ruinas. Uno de los capítulos de ‘El uso de las ruinas’ se refiere a la foto que aparece en su portada, tomada por Evzerijin en Stalingrado justo después de un ataque aéreo alemán, en la que se ve milagrosamente conservada en medio de la destrucción una escultura que representa a seis niños que bailan alrededor de un cocodrilo, a la que se añade la escena de la película ‘La delgada línea roja’, en la que un grupo de soldados estadounidenses capturan a un cocodrilo y lo observan, no como a un enemigo, sino como la manifestación de su propio cerebro reptiliano. Quizá la maldición que impele al ser humano a destruirlo todo resida en este primer cerebro que aún nos acompaña, “responsable del odio, del miedo, de la hostilidad, del instinto de supervivencia, de la jerarquía, del sentido del clan, de la necesidad de un jefe…” y que nos lleva a ejercer la violencia más absoluta y absurda.

Lecturas

-W.G. Sebald, ‘Sobre la historia natural de la destrucción’, Anagrama, 2003

– Jean-Yves Jouannais, ‘El uso de las ruinas. Retratos obsidionales’, Acantilado, 2017

La maldición de Troya: el regreso de los aqueos

Querían volver victoriosos a Acaya tras diez años guerreando en la Tróade; muchos habían muerto en el campo de batalla, probablemente los mejores, y sobre los que quedaron se cernió la maldición de los dioses. En el camino de regreso, unos naufragaron y otros desembarcaron en costas alejadas de su hogar. Tampoco les resultó grato a los que consiguieron regresar porque en sus palacios ya no había sitio para ellos: algunos fueron asesinados y otros tuvieron que marchar al exilio.

La guerra de Troya estuvo maldita desde su inicio. No solo era despreciable el propósito de los aqueos, sino que además estuvo envuelto en burdas mentiras. La expedición no se realizó por honor ni para rescatar a una princesa griega retenida contra su voluntad; el objetivo, desde el principio, fue el saqueo. Durante diez años devastaron las zonas vecinas a Troya y en ellas no quedaron ni cultivos ni ganados ni hombres, de manera que todo fue exterminado por la codicia. Y cuando finalmente, tras diez años de lucha, consiguieron entrar en la ciudad con la argucia del caballo de madera, mataron a los hombres, esclavizaron a mujeres y niños, la incendiaron y sólo quedaron las ruinas.

Era una guerra maldita por el sacrificio de Ifigenia en el inicio y por el de Políxena cuando los aqueos ya habían vencido, asesinada sobre la tumba de Aquiles en homenaje al héroe. Cuando todo estaba preparado en Áulide, con los mil barcos dispuestos para iniciar la expedición hacia Troya, se vio que los vientos no eran favorables y que la flota quedaría amarrada de por vida, incluso algunos pensaron en renunciar. Los dioses no estaban con los aqueos, especialmente Artemis, que se la tenía jurada a Agamenón, rey de Micenas y líder del ejército griego, quien había dado muerte a un ciervo consagrado y se había vanagloriado de ser mejor cazador que la diosa. El adivino y desertor troyano Calcante consultó al oráculo: para que los vientos rolaran a su favor, Agamenón debía ofrecer a su hija Ifigenia, la más bella, en sacrificio. Sabiendo que Clitemnestra, su esposa, jamás dejaría partir a Ifigenia, Menelao propuso que Ulises llevara a Ifigenia a Áulide con el pretexto de casarla con Aquiles como recompensa por sus hazañas en Misia. Víctima del engaño, Clitemnestra dejó partir a su hija, que viajó con el ajuar de boda que le sirvió de sudario.

El sacrificio de Ifigenia no aparece en ‘La Ilíada’; habría resultado un punto más a favor de los troyanos, que ya contaban con el aplauso del auditorio, que se reconocía más en el valor de Héctor que en la ira de Aquiles. Sí figura en los ‘Cantos Ciprios’ e incluso en Hesíodo y Píndaro, pero es en las tragedias de Esquilo y Eurípides donde cobra vital importancia, bien el sacrificio, bien su salvación, bien la venganza que desencadena y que acaba contaminando a otros héroes trágicos, Orestes y Electra.

El sacrificio de hijos para contentar a los dioses o a las fuerzas de la naturaleza parece haber sido relativamente aceptado en la Edad del Bronce, época en la que se sitúa la guerra de Troya, pero rebatido cuando se recogieron y cantaron los episodios de esta guerra, cuatrocientos años más tarde. Simultáneamente, allá por los años 1300 a 1000 aec, tuvo lugar la historia de Jefté, el quinto juez supremo de Israel, que prometió el sacrificio del primer ser vivo que saliera a recibirle tras el triunfo en una batalla, que casualmente fue su propia hija, y la del sacrificio de Isaac, pero los autores que nos la transmitieron vivieron en el siglo noveno o en el octavo.

En esa época, tanto griegos como hebreos debían considerar el sacrificio humano como una práctica reprochable y aún más varios siglos después, cuando surge la tragedia griega, que se nutre de todas estas historias de destino y drama. Esquilo en ‘Agamenón’ hace que el coro describa el asesinato: “Y cuando ya se hubo uncido al yugo de la ineluctable necesidad, exhaló de su mente un viento distinto, impío, impuro, sacrílego, con el que mudó de sentimientos y con osadía se decidió a todo, que a los mortales los enardece la funesta demencia, consejera de torpes acciones, causa primera del sufrimiento. Tuvo, en fin, la osadía de ser el inmolador de su hija, para ayudar a una guerra vengadora de un rapto de mujer y en beneficio de la escuadra”.

Eurípides, en ‘Ifigenia en Áulide’, tampoco se muestra caritativo con Agamenón, del que sospecha que sus motivaciones son “demasiado humanas” y nada tienen que ver ni con los dioses ni con el ejército que encabeza; sabe que va a cometer una atrocidad pero se justifica diciendo que perdió el juicio y la voluntad, presionado por su hermano Menelao, el culpable de todas las desgracias, empezando por la huída de Helena, pero que es una cuestión de Estado, un sacrificio que debe a la Hélade, que está por encima de ellos, que “es algo más fuerte que nosotros” . Clitemnestra se entera del engaño por el mismo Aquiles y se enfrenta a su esposo: “Cuando vea vacíos los lugares en que mi hija se sentaba, y vacías sus habitaciones de doncella, y esté echada sola con mis lágrimas, entonando una y otra vez fúnebres lamentos por ella. Te mató, hija, el padre que te había engendrado, asesinándote él, no otro ni con mano ajena”.

Y ya adelanta qué va a ocurrir cuando Agamenón regrese a Micenas: “Por tanto, bastará solo un breve pretexto para que yo y las hijas que queden con vida te acojamos con la recepción que mereces tener ( ) Vas a sacrificar a tu hija, ¿qué ruegos vas a decir entonces? ¿Qué bien pedirás para ti al degollar a un hijo?

Según casi todas las versiones, Ifigenia muere en el altar y este sacrificio justifica el asesinato del rey de Micenas por su esposa, Clitemnestra. Durante los años que ha durado la guerra ha incubado en su interior un profundo odio a su esposo y le sobra tiempo para urdir su asesinato. Vive para realizar la venganza y no necesita que Nauplio la anime al adulterio con Egisto, el mayor enemigo de su esposo. Temiendo que llegaran inesperadamente, pidió por carta a Agamenón que, cuando cayese Troya, encendiera un faro en el monte Ida y ella, por su parte, dispuso una cadena de fogatas que transmitirían la señal hasta la Argólide, mientras un vigía observaba desde el techo del palacio de Micenas.

Una noche se vio la señal luminosa. Llegó Agamenón, como Nauplio había anunciado, con la princesa troyana Casandra, que se negó a entrar en la casa, gritando que olía sangre y que la maldición de Tiestes pendía sobre el palacio. Casandra, en la tragedia de Esquilo, pregunta a Apolo por la casa a la que Agamenón le ha llevado como esclava. La casa de Atreo, padre del actual rey de Micenas, está irremediablemente manchada por el asesinato que cometió en los hijos de su hermano Tiestes, a quien se los sirvió en un banquete como manjar. Es una casa testigo de innumerables crímenes, en los que se asesinan parientes, se cortan cabezas, es un matadero de hombres, un solar empapado de sangre.

Cuando Agamenón acabó de lavarse y sacó el primer pie de la bañera, Clitemnestra se le acercó como si le fuera a envolver con una toalla, pero en lugar de eso le arrojó a la cabeza una red y, en ella enredado, pereció a manos de Egisto quien le hirió dos veces con una espada de doble filo. Para rematarlo, Clitemnestra le cortó la cabeza con un hacha: “Éste es Agamenón, mi esposo, pero cadáver. Obra es ello de esta diestra mano, un justo artífice”.

La guerra de Troya dio comienzo con un crimen, el de Ifigenia, pero en el transcurso de los años que duró se produjeron hechos horripilantes, como el asesinato de Palamedes, instigado por el propio Ulises, que quiso vengarse porque evidenció su intento de hacerse pasar por loco, poniendo en el sendero del arado que Ulises manejaba a su hijo Telémaco, que arrancó de los brazos de su madre, Penélope.

Ulises ideó una crudelísima estratagema como venganza: enterró en secreto una bolsa llena de oro en el lugar donde había estado la tienda de Palamedes y, a continuación, obligó a un prisionero frigio a escribir una carta como si hubiera sido enviada por Príamo a Palamedes, en la que decía que el oro enviado era el precio que había pedido por traicionar al campamento griego. Después de ordenar al prisionero que entregara esa carta en mano a Palamedes, ordenó su muerte. Alguien encontró el cadáver del prisionero y llevó la carta a Agamenón. Palamedes fue sometido a consejo de guerra y cuando negó haber recibido nada de Príamo, Ulises sugirió que se registrase su tienda, donde se descubrió el oro escondido. Los soldados dieron muerte a Palamedes, lapidándole por traidor. Tampoco esta historia es recogida en La Ilíada, es demasiado truculenta.

Cuando Nauplio se enteró del asesinato de su hijo Palamedes, se embarcó para Troya y exigió una satisfacción pero Agamenón no quiso dársela, pues había sido cómplice de Ulises y Diomedes en esta trama. Como consecuencia, Nauplio regresó a Grecia y fue convenciendo una por una a las esposas de los asesinos de Palamedes de que sus maridos regresarían trayendo consigo a concubinas troyanas como sus nuevas reinas y ellas quedarían abandonadas a su suerte.

Tras la masacre y el incendio de Troya, Menelao propuso partir inmediatamente aprovechando que soplaban vientos favorables, pero Agamenón quiso primero hacer sacrificios a Atenea, a lo que se negó Menelao porque la diosa defendió la ciudadela troyana y por lo tanto nada le debían los griegos. Agamenón y Néstor tuvieron un buen viaje de vuelta, aunque el primero no encontró en su palacio la gloria y el reconocimiento que esperaba, en tanto que el segundo, que siempre se había mostrado justo, prudente y respetuoso con los dioses, volvió a Pilos, donde gozó de una vejez feliz.

El sacrificio de Ifigenia, la venganza de Ulises contra Palamedes, la sangrienta persecución de Troilo por Aquiles y la violación de Briseida y Criseida son actos propios de una saga impía. Ante el comportamiento de los aqueos en Troya, sus crímenes y sus excesos, así como sus faltas hacia ellos, los dioses se conjuraron y el fuego y el mar destruyeron la desdichada escuadra griega en el camino de regreso. Los vientos que soplaban de Tracia hicieron chocar las naves unas contra otras, quedaron destrozadas y la furia de la tempestad las hizo desaparecer en un remolino. A la mañana siguiente, con la luz del sol, pudieron verse en el mar Egeo los cadáveres de los guerreros aqueos y los restos de las naves.

Pocos son los griegos que consiguen regresar a casa. Menelao corrió la misma suerte que otros náufragos: perdió todas sus naves menos cinco, que fueron arrastradas a Creta y luego a Egipto. Nunca más volvió a ver a su hermano Agamenón y se dice que llegó a Esparta, acompañado por Helena, el mismo día en que Orestes vengó el asesinato de su padre. Como ocurrió con Agamenón, otros encontraron la muerte o el exilio al llegar a su patria: Diomedes naufragó en la costa de Licia, pero consiguió llegar a Argos, sólo para descubrir que Nauplio había convencido a su esposa Egialea para que viviera en adulterio con Hipólito.

Nauplio indujo también al adulterio a Meda, la esposa de Idomeneo, que tomó como amante a un tal Leuco, pero éste la expulsó poco después del palacio y la mató junto a su hija en el templo en el que se habían refugiado. Idomeneo nunca recobró su reino y murió solo y olvidado en Calabria. Filoctetes fue expulsado de su ciudad de Melibea, en Tesalia; los seguidores de Elpenor naufragaron en las costas del Epiro; los de Protesilao, en el Quersoneso tracio y los rodios de Tlepólemo, en una de las islas del Mediterráneo occidental.

La venganza de los dioses permitió a muchas ciudades de Italia, Libia, Chipre y otros lugares atribuir su fundación a héroes que naufragaron a su regreso de Troya. Quizá, sea este desastre del regreso una ficción que da cuenta de la grave crisis que se abatió sobre Oriente Próximo y el Egeo en el siglo XII aec, con la supuesta llegada de los llamados Pueblos del Mar. Pero es Ulises y su periplo por el Mediterráneo el que da noticia literaria de la catástrofe que resulta de la destrucción de ciudades y campos: cuando dobló el cabo Maleo, con las costas de Ítaca ya a la vista, una repentina tormenta que sopló durante siete días transporta a sus barcos a un mar completamente diferente de aquel por el que navegaban. Ulises se encuentra con un mundo más allá de las fronteras de lo conocido, donde no viven seres humanos, sino monstruos, caníbales o dioses.

‘Y por eso el rey no reinó’, de Óscar M. Prieto

Tiene la apariencia de una novela histórica, pero no lo es o al menos no en sentido estricto porque, aunque se refiere a hechos que sucedieron hace mil quinientos años, lo relevante no es la documentación sino la reflexión acerca de lo que ocurrió o pudo ocurrir en torno a unos personajes que, si bien existieron, son en parte producto de la imaginación. Un monarca poderoso, Leovigildo, un hijo rebelde, luchas de poder, traiciones y el pequeño Atanagildo, el objeto de deseo en el complicado escenario europeo del siglo VI, hijo de Hermenegildo e Ingunda del que, como señala el propio autor, apenas tenemos referencias, nada más que una nota a pie de página.

Leovigildo, un rey inteligente, ambicioso y cruel, tenía un propósito: unificar el reino visigodo suprimiendo a suevos e imperiales y hacer de él un solo pueblo y con un único credo, al tiempo que ocupaba todo el espacio político imponiéndose a los nobles visigodos a los que la costumbre, convertida en ley, les facultaba para hablar en el mismo plano de igualdad que el monarca y les concedía el privilegio de poner y quitar reyes a su antojo. Doce de la treintena de monarcas visigodos fueron estrangulados, apuñalados o envenenados, empezando por Ataúlfo, que murió a manos de su sucesor, Sigerico, quien apenas ostentó la corona unos pocos días. Leovigildo tampoco logró suprimir el llamado el ‘morbo gótico’, del que murieron tantos reyes y aspirantes, término irónico acuñado por el obispo Gregorio de Tours. A partir de su reinado, el trono será hereditario para evitar violencias y luchas intestinas, pero su propio heredero y asociado al trono, Hermenegildo, se alzará contra él. En esa batalla, que tenía perdida desde el principio, perdió la vida y puso en peligro mortal la de su esposa y la de su hijo.

Todas las acciones de Leovigildo van encaminadas a conseguir la unificación y es su justificación, la que utilizan todos los autócratas: no son mis intereses particulares, sino el bien del estado. El argumento del hijo rebelde se teñirá de religión: Hermenegildo dirá que Dios le animó a tomar la decisión de enfrentarse al arrianismo, representado por su padre. Pero todos saben que eso no es cierto, que la religión es un instrumento político, como la naturaleza de Dios. Lo sabe muy bien Leovigildo para el que las disputas teológicas son vana palabrería, de manera que él mismo aconsejará a Recaredo, el hijo fiel, que cuando llegue al trono rechace el credo arriano, seña de identidad del pueblo visigodo pero sin futuro en un reino mayoritariamente católico. Con Leovigildo no era todavía el tiempo del cambio ni la insurrección el camino para conseguirlo.

Tampoco en la época se santificó la figura de Hermenegildo por su contribución a la supresión de la herejía arriana; incluso después de la conversión de los visigodos al catolicismo por obra de Recaredo, los cronistas y las actas conciliares no mencionan a su hermano, lo que parece indicar que los visigodos católicos lo consideraban sólo un rebelde y no un mártir. Será a instancias del rey Felipe II de España cuando el papa Sixto V lo canonice, en el milésimo aniversario de su muerte. Y es que, como dice y repite el rey Leovigildo en la novela, todo es política.

El rey sabe mucho de cómo obtener el poder y conservarlo; conoce sus resortes y sus argucias, sabe gobernar con prudencia, responde con paciencia, pero también con arrojo cuando llega el caso. Hermenegildo se rebela y Leovigildo, en lugar de combatirlo en el sur, marcha hacia el norte, contra los suevos. Después comprará a los bizantinos que se han puesto en su contra con el único propósito de desestabilizar el reino visigodo y más tarde llegará el tiempo, no de vengarse, sino de hacer justicia con el hijo desleal y restaurar el orden. Hermenegildo será ejecutado tras su derrota: su hijo Atanagildo será confiado a los bizantinos para que lo trasladen, junto a su madre, a la corte de la abuela en Francia, pero el emperador Mauricio incumplirá el pacto y se quedará con el niño, una pieza valiosa para presionar a visigodos y a francos.

El preceptor de Atanagildo en el palacio imperial de Constantinopla es un esclavo para el que la lectura es su única ambición. Le hace ver cómo es la vida mediante cuentos y mitos con el propósito de abrirle los ojos a un mundo inhóspito y tenebroso, un mundo en el que todo es fuerza y poder y en el que no cabe la ingenuidad. Nunca nos habían parecido tan terribles las historias de Hesíodo o de Ovidio que cuando el preceptor se las relata a un niño: la venganza de Gea contra Urano por haber encerrado a sus vástagos en el Tártaro porque se avergonzaba de su fealdad al tiempo que los temía encontró en su hijo Saturno y en una hoz la forma de que su esposo no tuviera más descendencia; después fue Júpiter quien impidió violentamente que el propio Saturno siguiera devorando a sus hijos. Todo quedaba en familia, donde el odio cotidiano se hace cada día más fuerte.

Atanagildo debe aprender rápido en su precaria situación y ha de estar alerta especialmente con los cantos de sirena de su propia familia. Su preceptor querría que pasara inadvertido para no concitar las ambiciones de nadie, pero ha recibido una carta de su abuela Brunegilda, en la que ya no le trata como príncipe, sino como rey. El tutor querría que su discípulo no pronunciara esa palabra, que no la pusiera en los oídos de los múltiples espías de la corte bizantina y que no aspirara a gobernar ningún territorio. La palabra ‘rey’ es la más devastadora que existe, “a la que más muertes le deben su causa” y la que lleva en su seno “las guerras, las conjuras y las ejecuciones”.

Históricamente pero sin pruebas que lo avalen, se ha afirmado que Atanagildo sí completó el viaje previsto a la corte donde reinaba su abuela, pero Óscar M. Prieto nos saca de toda duda al mencionar las cartas -auténticas- que dirigió Brunegilda a su nieto y al emperador bizantino en las que pedía la entrega de su nieto. Tras su estadía en la corte bizantina, de Atanagildo nunca más se supo, desapareció de la historia, aunque según la genealogía fantástica de la que han hecho gala los cronistas de la Reconquista, Atanagildo casóse con Flavia Juliana, sobrina paterna del emperador Mauricio, y ambos concibieron a Paulo Ardabasto, de quien sería hijo el rey godo Ervigio, por lo que los reyes de Asturias y León, los de Pamplona y los primeros de Aragón, así como los condes de Castilla, todos ellos serían descendientes de Hermenegildo.

Con todo fundamento esto no se lo cree Óscar M. Prieto, que nos ofrece otro final para Atanagildo, al que quiere convertir en algo más que una nota a pie de página, al tiempo que confía en espolear la curiosidad del lector por esta época histórica tan apasionante. Conmigo lo ha logrado y muy especialmente en lo que se refiere a las tres mujeres que atraviesan esta historia, sus luchas familiares, su poder y sus fracasos.

Gosvinta, Brunegilda e Ingunda

Por orden cronológico la primera de esas mujeres que comparten la línea familiar es la bisabuela Gosvinta, esposa de otro Atanagildo, rey godo del linaje de los baltos que se rebeló en Sevilla contra el rey Agila, y que, tras enviudar, se convirtió en la segunda esposa de Leovigildo mediante un matrimonio acordado por razones políticas y del que no hubo descendencia. Del primer matrimonio habían nacido Galsvinta y Brunegilda, que se casaron con Chilperico I de Neustria y con Sigeberto I de Austrasia, dos de los tres reyes francos de la época y de credo católico, por lo que ambas hubieron de renegar de su fe arriana, al parecer sin mayor problema.

Gosvinta, que había visto cómo sus dos hijas apostataron de su fe arriana, se empeñó en que su nieta Ingunda, hija de Brunegilda y educada en el catolicismo, hiciera lo mismo al casarse con Hermenegildo y apostatara del dogma trinitario. Lleva al extremo su intención y, según cuenta Gregorio de Tours, “no dudó en acudir a la violencia contra su nieta: la agarró por los pelos para tirarla al suelo y allí le propinó patadas por doquier. Toda ensangrentada, mandó desnudarla y tirarla dentro de la pila bautismal, para rebautizarla al rito arriano”. Así se las gastaba la matriarca y muchos piensan que fue ella quien inculcó en el hijo rebelde la chispa de la insurrección, llevada por su espíritu conspirativo y sus ansias de poder.

Pero, a pesar de su acendrado arrianismo, se cree que Gosvinta se puso del lado de su hijastro y su nieta en la revuelta que arrancó en el año 581, aunque lo único que prueba su adhesión sería el nombre que se le puso a su nieto, Atanagildo, el mismo que llevaba su primer marido, toda una declaración de intenciones, lo que viene a subrayar que no era el credo arriano o el católico lo que incitó a la rebelión. Años más tarde, Gosvinta se unió a la alianza de la nobleza arriana encabezada por el obispo de Toledo, Uldilda, que fue vencida por el rey Recaredo; de la reina nunca más se supo.

Ingunda, la nieta católica, con apenas dieciocho años, murió en la travesía hacia Constantinopla que inició con su hijo Atanagildo, huyendo de su suegro Leovigildo. Los bizantinos se ocuparon de su traslado con la intención de utilizarlos como instrumentos de presión contra las Cortes goda y austrásica, pero Ingunda falleció en Sicilia y sólo les quedó Atanagildo, el protagonista de esta historia.

Pero quizá, la vida más tempestuosa fue la de Brunegilda, más aún que la de su madre, Gosvinta, y en ella hubo no sólo conspiraciones sino auténticos dramas, envenenamientos y traiciones. Su hermana, Galasvinta, fue asesinada por su esposo, Chilperico de Neustria, para poder casarse con su amante, Fredegunda. La reina de Austrasia exigió la dote de su hermana pero sólo consiguió la devolución de varias ciudades que habían sido un regalo de bodas. En una guerra posterior entre ambos reinos, unos sicarios enviados por Fredegunda asesinaron a Sigeberto, el marido de Brunegilda, y ésta tuvo que buscar refugio en un convento, pero consiguió volver a Austrasia como regente de su hijo y, en el año 584, tras el asesinato de Chilperico, reclamó el trono de Neustria para su hijo, aunque su enemiga, Fredegunda, consiguió hacerse con la regencia para su descendiente, Clotario.

Su hijo murió envenenado, posiblemente por Fredegunda o por una conspiración de nobles de su propio reino. Luego Brunegilda pretendió unir Austrasia y Neustria y no dudó en enfrentar a sus dos nietos, Teodoberto de Austrasia y Teodorico de Borgoña. Este último falleció de disentería y Brunegilda entonces reclamó la corona para su bisnieto pero al final fue traicionada por todos. Capturada por Clotario II de Neustria, se la sometió a un juicio por varios asesinatos, algunos cometidos por Fredegunda y el propio Clotario; fue torturada y ejecutada. Unas crónicas dicen que fue arrastrada por un caballo hasta morir y otras que fue desmembrada por cuatro caballos. Tenía setenta años.

Óscar M. Prieto, ‘Y por esto el príncipe no reinó’, Silex Ediciones, 2022

‘Los hermanos Ashkenazi’, de Israel Y. Singer

Los campesinos polacos y los hospederos judíos rurales no salían de su asombro ante la insólita caravana de gentes que, procedentes de Sajonia y Silesia, se desplazaban con todas sus pertenencias a bordo de carruajes tirados por varios caballos percherones o en otros más modestos, uncidos a flacos y exhaustos jamelgos, aunque también los había arrastrados por grandes perros e incluso por sus propios dueños. En ellos habían depositado todas sus pertenencias, entre las que sobresalía la preciada posesión que era común a todos: un lustroso telar de madera. Se trataba de tejedores alemanes que se dirigían a determinados territorios polacos para establecerse como tejedores a cambio de ciertos privilegios garantizados por las autoridades.

Con este viaje comienza la novela de Israel Yehoshua Singer, que tiene como protagonista a la ciudad polaca de Lódz y sobre todo a sus gentes -judías, alemanas, polacas y rusas- con sus conflictos, malentendidos, ambiciones, éxitos y fracasos e incoherencias, descritos en casi setecientas páginas, en las que nada sobra. Lódz inicia su marcha triunfal hacia el progreso con la creación de una importante industria textil, monopolizada por alemanes y judíos: de unos pocos centenares, se convirtió en una ciudad de medio millón de habitantes poco antes de la Primera Guerra Mundial.

A mediados del siglo XIX, la mayor parte de los judíos del mundo vivía en Europa Oriental, hablaban yiddish, dependían de la retrógrada monarquía rusa y estaban confinados en una bolsa territorial que abarcaba gran parte de Polonia y Ucrania. Tras las guerras napoleónicas, Europa había quedado devastada pero también impregnada de las ideas de libertad e igualdad proclamadas por la Revolución Francesa, que se extendieron a la conquista de la emancipación de los judíos. Aquellos que consiguieron desembarazarse de los prejuicios y las ataduras prosperaron de la misma manera que los gentiles, en este caso alemanes, y de dedicarse a la sastrería de forma precaria, se convirtieron en dueños y trabajadores de telares, avances que consiguieron mediante el soborno a los funcionarios rusos, instalados en el país después de que los cosacos acabaran con los levantamientos de los aristócratas polacos.

Singer narra la historia de esta ciudad polaca que se convertiría en una imitación del Manchester británico con similares experiencias dolorosas vinculadas a la revolución industrial, la introducción de los telares de vapor y el exitoso establecimiento del más crudo y cruel capitalismo, de la mano de los patronos, ya fueran alemanes o judíos, y como consecuencia, del surgimiento de los movimientos sindicales. Y lo cuenta a través de dos personajes esenciales -Simja y Yánkev- los hijos mellizos de Abraham Hersh Ashkenazi, comerciante y dirigente de la comunidad judía de Lódz en la segunda mitad del siglo XIX. Precisamente a él, que lucha denodadamente para que todas sus acciones y las de sus correligionarios se dirijan por el “camino recto” que impone el judaísmo, le van a salir dos hijos que, según profetiza su rabino de cabecera, serán ricos pero no temerosos de Dios y escogerán la riqueza y los negocios, siempre pasajeros, frente a la eternidad de Dios, la Torá y los cielos.

Simja Meir es un recién nacido menudo y enclenque, de poco pelo y chillón. Cuando crezca será envidioso y embustero, astuto y ambicioso. En cambio, Yánkev Bunem es fuerte, guapo, solidario y afectuoso y, además, tendrá algo de lo que no gozará su hermano: suerte. Ambos conseguirán una posición de bienestar económico como propietarios de fábricas textiles, bien por jugadas poco éticas, como ocurre con Simja, o por matrimonio en el caso de Yánkev.

Ambos, aunque uno sea más atractivo y el otro resulte un ser odioso, son miembros de la clase explotadora y eso lo saben muy bien otros dos personajes, también judíos, procedentes de un ambiente mucho menos favorecido por la fortuna. Uno de ellos es Teyve, un tejedor que empezó tarareando cancioncillas subversivas en la fábrica y acabó promoviendo huelgas contra los patronos que pretendían rebajar el sueldo de unos trabajadores ya sumidos en la más absoluta pobreza, evidente en la desnutrición de sus hijos, enfermos, con deformaciones y sin futuro.

Morían ante la más absoluta indiferencia de la clase poseedora: Simja Meir llega a decir, en un alarde de cinismo, que comer sólo sirve para abrir el apetito. Y en esta actitud no hay distinción alguna entre empresarios gentiles y judíos. Ni siquiera el propietario judío trataba bien a los suyos; en el mejor de los casos practicaba la caridad, no el reconocimiento de sus justas demandas. Los rabinos podían incitar a la apertura de comedores y escuelas gratuitos, pero no iban más allá y estaban más preocupados por su propia relevancia en la comunidad y por sentar doctrina en asuntos relacionados con no encender fuego en el sabbat o no mezclar leche y carne en el mismo recipiente, al tiempo que agradecían que Dios bendijera los prolíficos vientres de las mujeres judías, sin reparar en que era imposible alimentar a todas las bocas nuevas con unos sueldos de miseria, cuando los había. Será precisamente Nisen, el hijo de uno de estos rabinos para los que sólo existía del estudio de la Torá y las oraciones interminables, quien se convierta en un intelectual revolucionario.

La ciudad crecía día tras día y a ella acudían forasteros venidos de todas las partes del mundo y los jóvenes judíos oriundos de Lódz empezaron a afeitarse las barbas y ataviarse con ropajes mundanos. “Llegaron bailarinas húngaras decididas a ampliar sus carreras y engrosar sus billeteros” y circos y ferias ambulantes y toda la ciudad “bebía, cantaba, bailaba, llenaba los teatros, se desmandaba en los burdeles y jugaba a las cartas”.

En 1981, el zar Alejandro II ordenó, a instancias de su ministro del Interior, la expulsión de los 35.000 judíos que vivían en Moscú. Algunos se marcharon a América, pero la mayoría se dirigió a Varsovia y a otras ciudades de Polonia, como Lódz. La emancipación frustrada de los judíos rusos condujo a bastantes jóvenes intelectuales hacia los círculos revolucionarios y una segunda oleada de inmigrantes, procedentes de Lituania, mucho más radicalizados, cambió por completo la fisonomía de la ciudad. Y con ellos, volvieron Tevye y Nisen y se sucedieron las reuniones clandestinas, primero con inmigrantes rusos y lituanos y más tarde con los tejedores jóvenes de Balut, el barrio judío. Tevye les hablaba de la vida de los trabajadores en las ciudades lituanas, de la lucha contra los patronos y Nisen, de asuntos como la Revolución Francesa, el movimiento socialista en todo el mundo y los conflictos entre el capital y los obreros. “Por primera vez no se les recordaba, como hacían predicadores y rabinos, la vanidad e inanidad de sus existencias”, sino que se les infundía fuerza y esperanza.

Los negocios prosperaban en Lódz, cuando de repente todo se vino abajo de golpe: una sequía se abatió sobre el país, se produjo una hambruna y una epidemia de cólera. Como era habitual, se culpó a los judíos y se produjeron pogromos en las aldeas ucranianas y en las ciudades industriales, como Lódz, se destruyeron tiendas y fábricas judías, además de sucederse las palizas y los asesinatos por parte de los trabajadores gentiles, a los que Nisen había hablado de la solidaridad de todos los obreros del mundo, y a los que la policía y los regimientos cosacos dejaban hacer sin intervenir y poner freno a la masacre. Más que Simja y Yánkev, los dos hermanos, la figura de Nisen, el hijo del rabino que acabó convirtiéndose en un intelectual revolucionario, es la más atractiva de la novela, quizá porque presenta similitudes con el autor del libro y porque plantea la esquizofrenia a la que se vieron sometidos muchos jóvenes judíos a la hora de decidir si estaban con una religión que valoraba la costumbre, la superstición y la sumisión o con la revolución socialista que inauguraría una época luminosa. Lo cierto es que, en ningún caso los cristianos los aceptaban, ni como burgueses o potentados ni como defensores de la justicia social.

En sus memorias póstumas, ‘Un mundo que ya no está’, el autor, Israel Jehoshua Singer, hijo de un rabino de una pequeña aldea, un shtetl, recuerda una infancia dura y triste, intervenida por el rigor del estudio de la Torá, de los cumplimientos obligados en absolutas nimiedades, de la asfixiante represión y las terribles amenazas para aquellos que no eran lo suficientemente devotos. Nisen, en la novela, llega a confesar que odia a su padre y a sus libros sagrados, a “todo su judaísmo, que oprimía el alma humana y la llenaba de culpa y remordimiento, pero sobre todo odiaba al Dios de su padre, aquel ser cruel y vengativo que exigía una obediencia ciega”. Singer no llega a tanto, pero sí experimenta un conflicto con su familia y su comunidad por el exceso de religiosidad, de preceptos y de devoción, cuando él veía el mundo como algo hermoso y lleno de alegría.

El mismo Karl Marx era nieto de rabinos y su padre, a fin de desarrollar su carrera, se convirtió al cristianismo y bautizó a sus ocho hijos. Marx odiaba su herencia judía, a la que identificada con los estereotipos antisemitas del judío usurero. Según sus propias palabras, “la emancipación de los judíos consiste en que la humanidad se emancipe del judaísmo”. Y, sin embargo, el concepto de la lucha de clases como motor de la historia y su inevitabilidad se nutre de la misma esperanza del pueblo judío en el mesianismo y en el fin de los tiempos (o de la historia), tan caros al judaísmo.

Pese a la violenta e injusta actitud de los gentiles con los judíos, pese a pertenecer a la misma clase de los desposeídos, Nisen siguió creyendo en que la razón revolucionaria era la correcta, que su misión era defender el progreso social como los rabinos defendían los preceptos de la Torá, y continuó su lucha a favor de una humanidad redimida con una fe indestructible en el poder de la palabra y no de la pistola, en la justicia y en la voz del pueblo. Años después, la Revolución rusa le liberó de la cárcel de San Petersburgo, ciudad en la que vivía Simja Meir como director de una sucursal textil de Lódz. A ambos les cambió la vida: el hermano mayor entendió lo banal y egoísta que había sido su visión del mundo, aunque ya no le sirviera para nada, y el revolucionario, como tantos otros, se dio cuenta de que los bolcheviques no compartían la misma idea de liberación del pueblo por la que había luchado.

Escribir en yiddish

Israel Jehoshua Singer es el hermano mayor del Premio Nobel de Literatura de 1978, Isaac Bashevis Singer, pero murió mucho antes, en Nueva York, en 1944, adonde había llegado en 1934 tras varias estancias en Kiev, Varsovia y Moscú. Fue un autor de gran éxito y ‘Los hermanos Ashkenazi’ se vendió muy bien en los Estados Unidos cuando se publicó, en 1936. El ejemplar utilizado para esta reseña corresponde a la edición de Acantilado de 2017.

Los dos hermanos Singer escribieron sus obras en yiddish, un idioma que durante mucho tiempo fue tildado de germanía criminal o de forma corrupta del alemán. Sin embargo, el yiddish era tan antiguo como algunas lenguas europeas y los judíos comenzaron a crearlo a partir de los dialectos alemanes hablados en las ciudades cuando pasaron de Francia e Italia a la Lotaringia de habla alemana. Durante siglos recogió influencias de otras lenguas europeas, como el ruso o el polaco hasta llegar a constituirse el yiddish moderno, formado durante el siglo XVII. Su forma literaria se transformó completamente en la primera mitad del siglo XIX en las ciudades de la diáspora de Europa oriental, donde proliferaron los diarios y revistas en este idioma. Hacia finales de la década de 1930 era el idioma principal de unos once millones de personas.

El yiddish ha sido la lengua de la sabiduría de la calle, del oprimido, del sufrimiento, del humor y de la ironía. Isaac Bashevis Singer señaló que es la única lengua que jamás ha sido hablada por los hombres que ostentaban el poder.

La ‘Troya’ de Gisbert Haefs, el despropósito de una guerra global

Pueblos del Mar

La Troya de Homero generó desde el mismo instante en que su guerra fue contada innumerables comentarios, debates, poemas, tragedias, leyendas añadidas a sus principales personajes y recreaciones, así como visitas de homenaje en la Antigüedad y primeros siglos de nuestra era y expediciones en busca de sus ruinas cuando el lugar preciso de su ubicación cayó en el olvido. La epopeya troyana ha llegado hasta nosotros con toda su carga absurda y heroica como la primera guerra sentida y experimentada por los hombres y las mujeres que la sufren.

Sobre la destrucción de Troya tras diez años de sangrientas luchas, las razones que llevaron a los aqueos ante sus murallas, sobre los pueblos que habitaban la región y acerca de lo que ocurrió después llenó el contenido de ensayos, novelas de ficción y películas en los años en torno al último cambio de siglo. Quizá tuvieran algo que ver los hallazgos en los nuevos trabajos arqueológicos iniciados en 1988 en la colina de Hisarlik, a cargo del profesor Manfred Korfmann, de Tubinga, así como los avances en la interpretación de las tablillas de Tebas. Al menos éste fue el caso de Joachim Latacz, que publicó su libro ‘Troya y Homero’ en el 2001.

Pero en el caso de la ficción, más bien pudiera ser el inminente cambio de siglo y lo ocurrido el 11 de septiembre de 2021 lo que llevó a recuperar las viejas historias de destrucción y desaparición de civilizaciones. En el campo de la novela histórica, dos de los autores más reconocidos, Gisbert Haefs y Colleen Maccullogh, hicieron de Troya el leit motiv de sendos libros, publicados en 1999 el del primero y un año antes, el de la segunda. En 2005 David Torres publicó ‘El mar en ruinas’ y Antonio Sarabia, ‘Troya al atardecer’ en 2007; en ambas novelas se trasciende el carácter histórico para dar paso a cuestiones como la identidad, el destino o la creación de las leyendas.

De todas ellas, la que se refiere con más precisión a la destrucción de la sofisticada y rica ciudad de los dárdanos y a la posterior desaparición del civilizado mundo que se reunía en torno al mar Egeo es la novela de Gisbert Haefs. Los hechos se desencadenan antes del año 1188 aec, fecha de la caída de Troya. Los asirios habían ocupado los territorios cupríferos de las montañas de Anatolia, de donde se extraía la materia prima que los hititas necesitaban para la fabricación de sus armas de bronce. Supiluliuma, rey de Hatti, impuso sanciones a quienes comerciaran con los asirios, con los que se había enfrentado y perdido una batalla en la que se disputaron los restos del antiguo imperio de Mitanni, y decidió atacar Chipre o Kupiriya, la isla del cobre. Aprovechando que el Reino de Hatti se había enfrascado en otra batalla -y esto entra ya la “imaginación histórica” de Haefs- Príamo, rey de Troya, y Madduwattas, rey de Arzawa, se alían contra los hititas. Y por la misma razón, es decir, la ausencia de la flota troyana que se dirige hacia Chipre, los príncipes aqueos reunidos en Creta deciden atacar Ilios y saquearla. Llama la atención, dice Haefs, que en la Ilíada no se hable en ningún momento de los barcos troyanos, lo que le permite situarlos en otro escenario bélico, Chipre.

En el ejercicio de su libertad creativa, Haefs inventa tres personajes pertenecientes a distintos lugares de Oriente Próximo y les hace ir de un lado a otro en su función de comerciantes de las más variadas mercancías. Son el asirio Ninurta, descendiente de uno de sus reyes que habría sido masacrado por los babilonios cuando estos recuperaron su imperio, hecho ocurrido pocos años antes según la novela; el egipcio Djoser y el sidonio Zaqarbal, los tres provistos de cartas credenciales del príncipe Celeo de Yalussu, en la ciudad portuaria de Rodas.

En una entrevista, tras la publicación de su novela, Haefs reconoce que se basó en las teorías de Eberhard Zangger, autor de varios libros “al estilo de Von Daniken”, en palabras de sus detractores pertenecientes a ambientes académicos. En el primero de ellos, El Diluvio del Cielo’, publicado en 1992 defiende que Troya era la auténtica Atlántida de la que habló Platón; en el segundo, ‘Otra lucha sobre Troya’, vincula a los llamados Pueblos del Mar, que invadieron hacia 1200 las ciudades y puertos del Egeo y derribaron al imperio hitita, con los pequeños reinos situados al oeste y noroeste de Anatolia, como Arzawa, Mira, Wilusa, Lukka y Seha, a los que se unieron tribus asirias, kaskas y libias.

En su novela, Haefs no confunde Troya con la Atlántida, pero sí recrea este lugar utópico en una isla del Egeo propiedad de los comerciantes, que les sirve de refugio en sus escalas y a la que sólo ellos pueden acceder a través de una entrada secreta y mágica. Sus habitantes, libres y dichosos, serán asesinados por los piratas aliados del rey de Arzawa, el tenebroso Madduwattas, los mismos que destruyeron las ciudades costeras desde los puertos de Cilicia, que los hititas ya no podían proteger, hasta Lesbos. Como consecuencia de la guerra total en que se sumió la zona, uno de cuyos primeros episodios fue la destrucción de Troya, todos estos territorios fueron invadidos primero por ejércitos vecinos y luego por interminables caravanas de refugiados y jinetes extranjeros, así como por nuevos pueblos y hordas de guerreros sin patria. Se desplomó el reino de los hititas en Anatolia y las ricas ciudades-Estado de la costa sirio-palestina. Cincuenta años después de la caída de la Troya, hacia el año 1130 aec. el mundo se convirtió en algo radicalmente distinto a lo que había antes: Egipto había perdido la mayor parte de sus territorios extranjeros, Hatti ya no existía, el comercio se detuvo y los grandes puertos mediterráneos, incluido el gran emporio de Ugarit, habían quedado reducidos a cenizas.

Acaya, la tierra de los aqueos, también padeció la invasión de estos Pueblos del Mar, de los que posiblemente llegaron a formar parte como griegos sin patria junto a licios o cretenses que también la habían perdido, y la consiguiente ruina económica la sepultó en la llamada Edad Oscura durante tres siglos. La victoria sobre Troya se les volvió amarga a los vencedores. Ellos, de los que dice Corinnos, discípulo de Palamedes, que eran los más rudos mercenarios del norte, que no sabían escribir ni conocían el aseo personal, que luchaban por un salario en defensa de los príncipes micénicos, eran unos hijos de padres sin nombre y para disimular su bastardía se decían hijos de Zeus, como pretendía Hércules, o de la diosa Tetis, como aseguraba Aquiles. Pero no eran más que mercenarios bestializados. Se hicieron con el poder porque algunos príncipes micénicos consintieron y cedieron a sus hijas, como ocurrió con el rey de Esparta, que concedió a Menelao y a Agamenón, a sus hijas Helena y Clitemnestra. O aceptaron la propuesta de ir a una guerra contra Troya, como Nauplio, el padre de Palamedes, y Néstor. El mismo Príamo era uno de los aqueos codiciosos que habían llegado a Troya con Hércules cuarenta años antes y se había proclamado rey por su boda con la reina luvia Hécuba.

En efecto, los personajes de la Ilíada apenas poseen un linaje de más de dos generaciones. Es el caso de Aquiles, que sólo puede remontar su estirpe a su abuelo, Eaco, rey de la isla de Egina, que antes de que su esposa pariera a Peleo, pidió a su padre Zeus que le concediera súbditos sobre los que reinar, lo que le fue concedido con la transformación de las numerosas hormigas de la deshabitada isla en hombres, por lo que fueron llamados ‘mirmidones’ (del griego myrrnex, hormiga).

Solón, en su viaje a Egipto, descubre la “verdad” sobre los terribles aqueos que asolaron la región, su falta de escrúpulos, sus acciones criminales y la ausencia de los dioses en todos estos asuntos de codicia y violencia. Conoce también las “auténticas” narraciones de Ulises, a veces cínicas pero exactas, sin concesiones, en las advierte que es imposible saber la verdad porque, “en cuanto pasan un par de días, la memoria empieza a ser más ingeniosa que los hechos”. Al final de los largos años de guerra Ulises predice que “los aqueos volverán a sus ciudades cargados de oro y fama para encontrar el poder en manos de las viejas estirpes, de las que proceden muchas de sus mujeres, que estaban solas y buscaron consuelo entre sus viejos parientes”.

Se le ha reprochado a esta novela que confunde hechos y transforma historias: no hubo una coalición contra los hititas, Madduwattas vivió dos siglos antes del XII aec, Troya no estaba gobernada por un aqueo y el nombre de Pijamaradu, que podría asociarse al de Príamo, era en realidad un súbdito hitita que se rebeló contra el rey de Hatti y se refugió en Milawata (Mileto) y después probablemente en la corte del propio rey de Acaya. También hay un rey de Wilusa (Ilios) que aparece en las crónicas hititas con el nombre de Aleksandu, lo que lleva a pensar en Alejandro Paris. Son nombres que pudieron ser recogidos por las leyendas y se conservaron en Homero, pero no se corresponden en absoluto con los personajes de la Ilíada.

La ‘Troya’ de Haefs no es una obra histórica y por lo tanto no se le puede exigir rigor. Se trata de una ficción que ofrece puntos de vista diferentes y que incluso transforma el pasado, aunque no en exceso: pese a que no coincidan algunos datos o anden descolocados, la historia que narra es bastante plausible y responde a las inquietudes e incertidumbres de finales del siglo pasado, al temor a un colapso de nuestra civilización, que se ha ido acrecentando paulatinamente en los últimos años y que al día de hoy es más inquietante si cabe.

La destrucción de las grandes civilizaciones del Bronce Tardío fue la consecuencia de las guerras de saqueo, de codicia y de poder que asolaron las costas asiáticas del Egeo, impulsadas por el deseo de adueñarse de las rutas comerciales que controlaba Troya respecto al Helesponto o de las rutas marítimas que confluían en Chipre, vitales para el comercio de cereales y de metales. A ello se sumó la debilidad interna del imperio hitita, acosado por sus antiguos vasallos y por los asirios en una especie de primera guerra mundial de la Antigüedad. Posiblemente se unió a todo esto una importante sequía que provocó el desabastecimiento de cereales y el hambre. Florecientes civilizaciones se lanzaron a la piratería y al bandidaje para subsistir. Cientos de miles de desplazados, de personas hambrientas cargadas con sus pertenencias y de guerreros empobrecidos y sin dueño deambulaban por las tierras que hasta hacía poco tiempo habían acogido ricas ciudades y campos cultivados, en busca de un lugar donde quedarse y algo de lo que alimentarse. Su éxodo y la violencia de la situación nos recuerda inevitablemente la imagen de las bandas de merodeadores que describen los escritores de ciencia ficción y filman los directores de cine tras una guerra global, preferiblemente nuclear, con todas sus terribles consecuencias, como la que hoy está a las puertas de Europa.

Leyendas, realidad y medias verdades de la Ilíada

Hasta qué punto Homero narra un hecho bélico del siglo -XII que habría ocurrido en la costa de Asia Menor y en qué medida importa que lo sea, centra el debate que atormenta a historiadores y filólogos desde hace más de doscientos años. En la Antigüedad nunca se puso en duda que el asedio e incendio de la ‘sagrada Ilión’ fueran auténticos y el mismo Tucídides, el más racional y escéptico de los historiadores griegos, describió la guerra de Troya como la primera empresa en común de los griegos contra un enemigo extranjero, aunque no tenía claro cuándo había tenido lugar exactamente. Eratóstenes asegura que la ciudad fue destruida en el año -1183 y Herodoto fecha el acontecimiento en torno al año -1250. Tampoco es que se diera credibilidad a todos los elementos de la crónica homérica: así, Heródoto puso en duda que la causa de la guerra iniciada por los aqueos tuviera su origen en el rapto de Helena y destacó la sorprendente e irracional negativa de Príamo y Héctor a devolverla, probablemente porque no estaba con ellos, sino en Egipto.

Otros siete poemas, posteriores a la Ilíada, entre los que figura la Odisea y que forman parte del Ciclo Troyano, narran los hechos que condujeron a la guerra, lo que ocurrió durante el asedio de Troya y su posterior destrucción, así como el regreso de los héroes a sus hogares. Virgilio retomó la crónica a partir del incendio de Troya y narró las aventuras del más famoso de sus exiliados, Eneas, convirtiéndolo en padre de Roma. La crónica de Troya, su derrota y su desaparición, siguieron alimentando en Occidente durante siglos el contenido de los libros de historia.

Algunos estudiosos de la llamada ‘cuestión homérica’, en la que se incluye también la duda sobre si existieron uno o varios autores e incluso si existió el propio Homero, desdramatizan la imposibilidad de saber exactamente qué fue lo que ocurrió hace tanto tiempo; uno de ellos, Steiner, ve en los poemas de Homero el canto lúgubre por la desaparición de una poderosa ciudad, un episodio que debió producirse repetidas veces en aquellos tiempos tan convulsos, por lo que resulta indiferente a qué ciudad se refiere. Alguna causa violenta que pudiera haber coincidido en el tiempo con la destrucción de Troya, puso fin a la supremacía de Micenas y de Cnosos y facilitó la entrada de Grecia en la Edad Oscura, un triste periodo de dos siglos en los que desaparecieron los palacios, los escribas y la burocracia y, como consecuencia, la escritura.

En el núcleo de los poemas homéricos, prosigue Steiner, se encuentra el recuerdo de uno de los mayores desastres de que pueda dar cuenta el hombre: la destrucción de una antigua y espléndida ciudad. Porque cuando una ciudad es destruida, el hombre se ve obligado a vagar por la tierra o a morar en las estepas y regresar parcialmente a la condición de las bestias y éste es el hecho central de la Ilíada, que recoge el eco de los arcaicos temores de destrucción e incendios y el recuerdo de la desaparición traumática de espléndidas ciudades como Pilos, Yolcos y la misma Micenas, borradas de faz de la tierra hacia el año 1200 aec.

Pero sí es cierto que existió una poderosa ciudad, situada al lado del mar y rodeada de una impresionante muralla que coincide con la ciudad de Ilios o Troya y que bien podría ser el escenario de la lucha de la expedición naval aquea contra sus habitantes. Para los griegos y romanos de la Antigüedad no había duda de que la Troya homérica estaba situada en la costa occidental de Asia Menor, en el lugar donde la colina Hisarlik se yergue sobre la llanura, entre los dos ríos que Homero llamó Escamandro y Simois, un lugar que en el curso de los siglos se convirtió en destino de peregrinos, no sólo griegos y romanos, en busca de los lugares sobre los que Homero había cantado.

Visitas a Troya

En el año -480, el rey persa Jerjes visitó la fortaleza de Ilión poco antes de cruzar con su ejército el estrecho de los Dardanelos, sacrificó a la Atenea de la Ilíadamil vacas y sus magos ofrecieron libaciones a los héroes, según cuenta Herodoto. Un siglo y medio después, en el inicio de su campaña contra el rey persa Darío, Alejandro Magno visitó lo que quedaba de la magnífica ciudad de Ilión y asimismo hizo un sacrificio a Atenea y libaciones a los héroes; después, “en la tumba de Aquiles, tras ungirse con aceite y correr desnudo junto con sus compañeros, como es costumbre, depositó coronas en su honor”, cuenta Plutarco en la biografía del rey de los macedonios, aquel que se consideraba descendiente de Aquiles y dormía con la Ilíadabajo su almohada, junto a su puñal.

Octaviano visitó Ilión en el año -20 y mandó renovar el templo de Atenea, destruido por el general romano Fimbria durante la guerra contra Mitrídates en el -85. Seis años después, Marco Agripa realizó un viaje de estado por la costa occidental asiática y visitó la ciudad, acompañado por su esposa Julia, hija de Octaviano, y contribuyó a la construcción de un teatro y a la ampliación del templo de Atenea, lo que supuso lamentablemente la destrucción de parte de los restos arqueológicos de la supuesta Troya homérica. Los favores a Ilión, como patria de Eneas, padre de Roma, continuaron sucediéndose con Claudio y sobre todo con Adriano, el emperador más proclive a los griegos.

Pero la prohibición de los cultos paganos con la unción del cristianismo como única religión permitida en el año 391 acabó con lo que quedaba de Troya. Juliano el Apóstata fue el último emperador que pudo comprobar que la sepultura de Aquiles permanecía intacta y que en el templo de Atenea se seguían haciendo sacrificios. Para colaborar en la ruina, un intenso terremoto afectó al lugar en torno al año 500 y las edificaciones que aún seguían en pie se derrumbaron.

La grandiosa Troya fue disminuyendo en importancia y población y con el paso de los siglos se hundió en el olvido. Aunque linajes germánicos, imitando las genealogías romanas, quisieron para sí remontar su descendencia al príncipe troyano Eneas, el conocimiento de la situación geográfica de la ciudad se perdió para Europa en la Edad Media. En 1462 Mehmet II, conquistador de Constantinopla, visitó las ruinas, hizo que le mostraran los túmulos funerarios de Aquiles, Héctor y Áyax y sacrificó, como sus predecesores en sus visitas, junto a la sepultura del rey de los mirmídones; se dice que, a continuación, Mehmet II afirmó que había sido elegido por Alá para vengar el saqueo de Troya cometido por los griegos y que él había sido el brazo ejecutor de la reciente destrucción de sus ciudades, con lo que ya habían pagado su arrogancia frente a los pueblos de Asia.

Wilusa / Troya, la llave de los Dardanelos

A partir del siglo XV se sucedieron las traducciones de la Ilíada al latín y el aprendizaje de la lengua griega, lo que facilitó que los eruditos pudieran conocer de primera mano las discusiones de la época helenística sobre Homero y Troya. Fue entonces cuando surgió el problema de la ubicación de la ciudad, pero habrían de pasar casi trescientos años para que se iniciara la búsqueda deliberada de los lugares homéricos y las primeras excavaciones en la región de la Tróade. Hoy en día se cumplen más de 150 años de la fecha en que Heinrich Schliemann iniciara sus excavaciones en Hisarlik, una colina próxima a la costa occidental turca desde la que se divisa el estrecho de los Dardanelos, que da entrada al mar Negro y conecta el continente europeo y Asia.

La Troya que descubrió Schliemann era una fortificación, conocida como Troya II en la nueva terminología, y que correspondía a una época en la que los griegos ni siquiera habían emigrado al sur de la península balcánica. El estrato más antiguo se ha datado hacia el año -3000 en tanto que la capa IX fue construida por los romanos después del año -85. De acuerdo con las investigaciones de Manfred Kormann, director de las excavaciones que comenzaron en 1988 en la colina de Hisarlik, Troya pudo haber sido destruida alrededor del -1180, fecha que se corresponde con el final de la excavación de los niveles de Troya VI/VIIa, probablemente a causa de una guerra que la ciudad perdió.

Frente a la duda de que un pequeño asentamiento comercial pudiera haber concitado una expedición griega en la Edad de Bronce tardía, se ha descubierto que Troya era una gran ciudad residencial y comercial, provista de de espectaculares murallas y que podía albergar hasta diez mil habitantes. Seguramente estaba gobernada por una dinastía hereditaria y no era en absoluto un asentamiento griego como muestran la disposición de las viviendas y las vajillas encontradas, de clara impronta anatolia. En cuanto al culto, los habitantes de Troya veneraban deidades de la zona. Seguramente conocían la escritura y su lengua diplomática regular era el hitita mientras que la población probablemente hablaba el luvita. Su riqueza, que provenía del lugar estratégico en el que se asentaba a la hora de controlar el tránsito de navíos por los Dardanelos y también del transporte de mercancías por tierra fue motivo de las numerosas guerras que mantuvo con sus vecinos.

Lo que hoy llamamos Troya fue en la Edad de Bronce el reino de Wilusa, un imponente centro comercial que unía los tres mares: Egeo, Mármara y Negro. Probablemente tenía una relación de vasallaje respecto al imperio hitita, potencia que controlaba la Anatolia central desde el siglo XVIII, en un mundo en que los grandes eran, además de los hititas, los egipcios y los micénicos. Los hititas emigraron en el transcurso del III milenio de las zonas al norte del mar Negro hacia Anatolia y fueron poco a poco convirtiéndose en una gran potencia, a la misma altura de Babilonia y Egipto, aunque plurinacional y multilingüe. Todos los pequeños estados entre la capital Hattusa y Levante le pertenecían: Arzawa con su capital Abasa (Éfeso), Mira, Seha y Troya. Gracias a la interpretación de las tablillas hititas, se sabe que en el siglo -XIII, el rey hitita Muwatali II y cierto Alaksandu de Wilusa (Wilios-Ilios) firmaron un tratado que indica cierta subordinación de este último.

Acaya, una potencia marítima

Uno de los enigmas de los poemas de Homero reside en saber quiénes eran realmente los aqueos, los héroes a los que presenta como los príncipes de Grecia en los días de la guerra de Troya. Quizá representaban nuevas dinastías que suplantaron a las micénicas, gente venida del norte, pero no hay el menor atisbo de una invasión en el poema, que sí incluye una pormenorizada enumeración de las naves en las que los aqueos se embarcaron para combatir y de la procedencia de sus tripulaciones. Son 29 los contingentes atacantes y cada uno de ellos proviene de un distrito del país aqueo de manera que se enumeran hasta 178 lugares geográficos, de los que casi una cuarta parte ya no era localizable en el siglo de Homero. Probablemente existieron en la época micénica y su enumeración dibuja una especie de mapa de lo que era Acaya en aquellos tiempos.

Documentos hititas descifrados en el siglo pasado nos hablan de estos aqueos que navegaban entre los dos continentes. En ellos se da cuenta de las relaciones del País de Hatti con Ahhijawa (Acaya): en una carta enviada después del año -1300 al rey hitita Mutawalli II por Manabatarhunta de Seha, se menciona a un tal Pijamaradu, al que se califica de feroz enemigo por sus actividades en la costa de Asia Menor; años después, en otra carta del rey hitita Hattusili III al rey de Ahhijawa, describe las conductas agresivas llevadas contra él y sus reyes vasallos por el mismo Pijamaradu, al tiempo que denuncia que está siendo protegido por Atpa en Millawanda (Mileto).

Probablemente Mileto funcionaba como cabeza de puente del rey de los aqueos en el continente asiático. Según el arqueólogo alemán Wolf-Dietrich Niemeier, el hallazgo arqueológico muestra que en la segunda mitad del siglo XIII hubo un cambio de poder en Mileto y la soberanía aquea en esta región se sustituyó por la soberanía hitita. Lo más probable es que Tudhaliya IV quisiera acabar con la continua inquietud en la frontera occidental de Hatti y se hiciera con Mileto.

Además de la correspondencia entre Hatti y sus estados vasallos, existe un informe de guerra del faraón Nerneptah, de -1209, que documenta la existencia de una importante potencia marítima griega, o aquea como se denominaba en la Edad de Bronce.

En la segunda mitad del II milenio Ahhijawa, el país de los aqueos, fue una potencia en expansión en el área mediterránea: ocupó Creta en el siglo -XV y, tras la supresión del dominio marítimo minoico, quiso hacerse con su herencia en el Egeo; se estableció en Mileto y desde allí pretendió ampliar su influencia pero sus intentos de dañar al gran imperio hitita, señala Latacz, acabaron finalmente con un contragolpe de los atacados y los aqueos perdieron su capacidad de actuar en Mileto. Pero sí podrían atacar Troya. Trevor Bryce cree que se produjeron varios ataques aqueos contra Troya y no solo un golpe militar.

Latacz está convencido de que el escenario de la acción de la Ilíada es histórico y que ocurrió durante la segunda mitad del II milenio, cuando tres grandes centros de fuerza e influencia pretendieron mantener el equilibrio contra y entre sí: el imperio hitita, el imperio faraónico de Egipto y el reino aqueo, un escenario que se deshizo poco después del año -1200, con el desmoronamiento del imperio hitita y la desaparición de los reinos palaciales micénicos en Grecia, que dio lugar al comienzo de la Edad Oscura, de la que poco sabemos.

La Ilíada y el mundo micénico

Tras la destrucción de las grandes ciudades micénicas, la transmisión de historias y leyendas pasó a ser oral o quizá siempre lo hubiera sido, ya que el sistema de escritura, el llamado Lineal B, no parece haberse empleado para ejercicios literarios, sino burocráticos y económicos. Con una gran tenacidad los jonios, que abandonaron la tierra de sus antepasados micénicos para establecerse en la zona central de la costa anatolia y en las islas próximas, conservarían siglo tras siglo las tradiciones legendarias de un mundo que acabó idealizándose en sus poemas, un mundo aristocrático, jerarquizado y competitivo, en el que el tema del honor es clave en las relaciones entre los individuos y las naciones. Es un mundo que Homero intenta dar a conocer varios siglos después, apoyado en los poemas orales que los rapsodas o aedos recitaban en las fiestas populares o para los ricos en sus casas señoriales. Otra cuestión a debate reside precisamente en la calidad de este reflejo.

Porque uno de los aspectos más sorprendentes de los poemas homéricos, señala Finley, es el modo que tienen de ignorar los movimientos de pueblos en el periodo posterior a la caída de Micenas, no sólo respecto a las migraciones a Asia Menor, sino también a las conquistas, asentamientos y reasentamientos en la órbita del mundo griego. Tan sorprendente como la ignorancia acerca del complejo y extenso sistema del imperio hitita, del que Wilusa era sólo una pequeña parte.

Los poemas homéricos registran la evolución histórica de medio milenio y contienen, lógicamente, elementos dispares que proceden de épocas distintas. Ciertamente las descripciones de objetos, como la copa de Néstor o el escudo de Áyax, ropas o ceremonias, como el funeral del Patroclo, coinciden con los hallazgos arqueológicos de la época micénica, pero la mención del hierro, los escudos redondos y las imágenes de los dioses son manifestaciones típicas de la Edad Oscura griega.

Lane Fox es de los que opinan que el relato de Homero no refleja ni una sola de las realidades sociales de la época micénica, tan sólo algunos detalles acerca de determinados lugares y objetos que había heredado de las expresiones poéticas de sus predecesores analfabetos. También Finley señala que los poetas de los que se sirvió Homero conocían, por las fórmulas heredadas, que grandes reyes habían gobernado en Micenas y en Pilos, pero desconocían de manera absoluta cómo se comportaba un gran rey micénico y en qué residía su poder, de la misma manera que conservaban descripciones de palacios o de peleas de carros que ya no eran reales para ellos y que, en muchas ocasiones, no entendían. Versos procedentes de un pasado que se había perdido no sólo en las instituciones, sino también, en gran parte, en la memoria.

La “cólera funesta” de Aquiles

En conclusión podría decirse que la Ilíada puede tomarse como fuente histórica secundaria, pero con cuidado. El mismo Latacz considera que Homero se sirve de Troya como escenario para su epopeya, que informa sobre los dioses y sus relaciones, lo que es ilustrativo para la historia de la religión griega, pero no para la historia de Troya y tampoco aprecia valor histórico en las descripciones de las luchas entre atacantes y defensores. La Ilíadano cuenta la guerra de Troya, sino el enfrentamiento entre Aquiles y Agamenón y sus consecuencias. El nombre apropiado del poema es precisamente el que le dio Homero en su proemio La cólera de Aquiles’ y no la guerra de Troya. Al principio, el joven héroe reacciona con ira y se niega a participar en la batalla porque su honor ha sido ofendido por Agamenón, que le ha arrebatado a la hermosa Briseida, su botín de guerra; como consecuencia, su amigo Patroclo morirá a manos de Héctor y Aquiles se sentirá embargado por la cólera y procederá a la venganza por su muerte. Se presenta un profundo conflicto de normas y sus consecuencias funestas: la alianza aquea ya fue incapaz de tomar la fortaleza y sólo venció mediante la estrategia tramposa del caballo de madera.

Homero deja que adivinemos el final de Troya, pero no lo cuenta, quizá porque si la Ilíada hubiera transcrito todo su horror, el auditorio, como señala Steiner, se habría puesto del lado troyano. La destrucción de Troya es brutal y violenta en extremo; los vencedores no llegaron orgullosos a sus hogares; ninguna armada regresó a sus puertos entre festejos y admiración; muchos de ellos fueron desviados por tormentas y dispersados por el Mediterráneo y algunos volvieron al cabo de muchos años, como Ulises, o llegaron a casa como Agamenón sólo para ser asesinado por su propia esposa en el baño.

El segundo poema, la Odisea, se referirá a las consecuencias de la cólera de Aquiles y la caída de Troya, representando la epopeya del individuo perdido, desplazado. Las grandes ciudades han caído y los supervivientes vagan por la faz de la tierra como piratas o mendigos.

Lecturas

-Homero, ‘La Ilíada’ (traducción de Luis Segalá y Estadella), Colección Austral.

-Michael Siebler, ‘La guerra de Troya, mito y realidad’, Editorial Ariel 2005.

-Joachim Latacz, ‘Troya y Homero’, Destino, 2001.

-George Steiner, ‘Homero y los eruditos’, 1962 (recopilación en ‘Lenguaje y silencio’, Gedisa).

-Trevor Bryce, ‘El reino de los hititas’, Cátedra, 1998.

-Robin Lane Fox, ‘El mundo clásico’, Planeta, 2005.

-M.L. Finley, ‘La Grecia antigua’, Crítica, 1984.

Sobre Montmartre y Montparnasse

Un amable lector me ha pedido títulos de libros que hagan referencia a la vida cotidiana en los barrios parisinos de Montmartre y Montparnasse durante los prodigiosos o felices o tumultuosos años veinte del siglo pasado y me ha parecido una buena idea hacer un repaso de lo que leí hace unos meses para los dos artículos que escribí sobre esa época tan singular: ‘Americanos en París: los locos veinte de hace cien años’ y ‘París siempre fue una fiesta’.

He buscado en mis notas y no he encontrado en ellas ningún libro que se ocupara de manera exclusiva de esos tiempos y de ambos barrios, lo que no quiere decir que no existan. La reflexión sobre los movimientos artísticos de los primeros treinta años del siglo con epicentro en París llenan miles de páginas, pero son menos las dedicadas a las calles de los barrios, a la alegría de vivir y a la extravagancia de aquellos años. En mis comentarios utilicé recuerdos y memorias de escritores y periodistas que vivieron en París en la década de los veinte y capítulos sueltos de libros sobre el periodo de entreguerras, así como un documental francés muy revelador de Béziat.

Son por lo general los extranjeros en París quienes testimonian de primera mano cómo fueron aquellos días. El artículo ‘París siempre fue una fiesta’ tiene como lectura fundamental el libro de recuerdos, algunos posiblemente inventados, de Hemingway que lleva por título ‘París era una fiesta’ (Penguin Random House, 2013), aunque en conjunto más que referirse a la ciudad y a su ambiente, se centra en sus relaciones con miembros de la colonia norteamericana: su amistad con el escritor Scott Fitzgerald, sus roces con Gertrude Stein, la anfitriona de los expatriados, y su cariño hacia Sylvia Beach, la bondadosa dueña de la librería ‘Shakespeare and Company’, que permitía la suscripción a la biblioteca circulante sin pagar un solo franco hasta que le viniera bien al suscriptor, aunque hay quien dice que lo que hacía Hemingway era robar libros del establecimiento de Sylvia para dejarlos en la barra del Harry’s Bar, donde aún le fiaban (Antonio Lucas, ‘Vidas de santos’, Círculo de Tiza, 2015).

De 1924 a 1933 vive en París Miguel Ángel Asturias. Como la mayor parte de los escritores latinoamericanos se instaló en la Rive Gauche, es decir, en la ribera izquierda del Sena colonizada por intelectuales y artistas, en permanente oposición con la Rive Droite, la ribera del poder y del dinero y de Montmartre. En la parte izquierda se encuentra la Sorbonne y el Colegio de Francia que fue durante mucho tiempo el centro del mundo para Asturias, hasta que acabó en Montparnasse, el barrio de la bohemia, de los estudiantes, de los artistas, de los exiliados y también de los delincuentes. Desde París envió como corresponsal más de cuatrocientos artículos que se publicaron en ‘El Imparcial’ de Guatemala y que contribuyeron en parte a sufragar sus gastos de estudiante. En 1988 fueron recogidos y editados bajo el título ‘Miguel Ángel Asturias. 1924-1933. Periodismo y creación literaria’, Colección Archivos.

Miguel Ángel Asturias evoca sus paseos por el Boulevard Saint Michel, los jardines de Luxemburgo y el Boulevard Montparnasse y sus visitas a fondas y cafés. En ‘La Closerie de Liles’ se podía observar a Verlaine, en el ‘Jockey’ a Pablo Picasso que en tertulia discutía sobre pintura; Unamuno frecuentaba ‘La Rotonde’ y todos los estudiantes hispanoamericanos se sabían la hora de su visita y allí se plantaban para saludarle y escuchar su conversación; en ‘La Coupole’, donde servían un café con leche más caro, conoció a Vallejo y también a Ramón Gómez de la Serna, así como a Juan Gris y a Braque.

Un poco antes de la llegada del escritor guatemalteco a París, lo hizo un periodista catalán muy joven, Josep Pla. Tenía 23 años cuando llegó a la capital francesa como corresponsal del diario ‘La Publicidad’. Los artículos publicados se incluyeron en el libro ‘Notas sobre París (1920-1921)’, Destino, 1990.

Llegó en el mes de abril, en la primavera de tardes soleadas que “incitan a divagar por las calles en pendiente de Montmartre”, barrio que pertenece a París, pero que parece otro mundo, “un mundo detenido, pequeño, de pulso imperceptible, casi rural”, de callejas mal empedradas de aspecto abandonado, “calles que parecen de novela de folletín criminal”.

Pla también se hace eco de la pasión parisina por el tango. La música marcó los locos años veinte, cuya banda sonora fue el jazz, popularizado por soldados negros del 369 Regimiento de Infantería, los ‘Hellfighters de Harlem’, que tras una gira por veinticinco ciudades, regresaron a París con sus instrumentos y se instalaron en Montmartre (Philipp Blom, ‘La fractura. Vida y cultura en Occidente 1918-1928’, Anagrama 2016).

De Montparnasse, Josep Pla no tiene una buena opinión. Dice que es uno de los barrios de París más mediocres, insustanciales y vulgares que existen, lleno de artistas, casi todos pintores y casi todos extranjeros, donde campan dos establecimientos: ‘La Rotonde’, un local adocenado, dice, que fue frecuentado por Lenin y por Trotski antes de la guerra, y el ‘Dôme’, más moderno y americanizado, con mejor achicoria. Añade que en los cafés se comienza a beber whisky, una extravagancia según los franceses y que “cada día hay más americanos y escandinavos, elementos que han acentuado la locura alcohólica de Montparnasse”.

En estos años veinte son también muchos los escritores franceses que viven o malviven en París y dejan constancia de su estancia en la ciudad. Por ejemplo, Louis Aragon en ‘Le paysan de Paris’, pero su escritura no es en ningún momento una crónica periodística, sino un reflejo del vagabundeo filosófico y literario del autor, un adelanto de los ‘Pasajes’ de Walter Benjamin, que sigue la estela de quien fue uno de los primeros flâneurs de la capital francesa, Charles Baudelaire.

Sobre la vida loca de aristócratas, exiliados, cocainómanos y artistas y de fiestas y entretenimientos populares sólo encontré un estupendo documental francés, ‘París, los locos años 20 / De Montmartre a Montparnasse’, dirigido por Fabien Béziat en 2013, por el que discurren imágenes de las terrazas y los cafés de los barrios parisinos, de los músicos en los clubes de jazz, de las estrellas de moda en los cabarets y de los protagonistas de competiciones populares que consistían en beber sin parar de bar en bar y de otras acciones a cual más extraordinaria y pintoresca. Quizá fueran las secuelas de la irrupción en Francia de los dadaístas que, en su última velada del 26 de mayo de 1920, indignaron tanto a la concurrencia con sus números desconcertantes y un poco imbéciles, como la ‘Vaselina sinfónica’ de Tzara, que incluso recibieron andanadas de hortalizas sobre sus rostros sin ninguna compasión (Jed Rasula, ‘Dadá. El cambio radical del siglo XX’, Anagrama, 2015).

Lo esencial de Montparnasse y de Montmartre, como del resto de la ciudad, son sus calles y los personajes que las habitan. Sobre ambas cuestiones se ciernen los textos que conforman el libro de Máxim Huerta y María Herreros, ‘París sera toujours París’, publicado en el 2018, aunque no se ciñen siempre a los años veinte y en realidad forman una especie de guía turística. Mencionan el Mercado de las Flores, que resiste desde 1808, el origen vienés del croissant y un listado de las más prestigiosas ‘boulangeries’ de la capital, entre otros lugares dignos de ser visitados. En cuanto a personajes de los años veinte, acogen a la famosa Mistinguett (Jean Bourgeois), que en 1922 popularizó la canción ‘Es mi hombre’, versionada en España por Sara Montiel unos cuantos años después; a Josephine Baker, estrella y activista tan querida y admirada en Francia, su patria de adopción; a la baronesa polaca emigrada, pintora de la decadente aristocracia de entreguerras Tamara de Lempicka y a la amiga de los expatriados Gertrude Stein, sin que falte naturalmente Kiki de Montparnasse.

Alice Prin o la Reina de Montparnasse (Kiki) representa como nadie el alborozo, la libertad y la rebeldía de las mujeres de los años veinte. Fue modelo, musa, actriz y cantante y compañera del fotógrafo Man Ray, que la hizo protagonista de su película ‘Emak Bakia’ y de infinidad de fotografías a lo largo de los años en que estuvieron juntos. Kiki relató en 1936 su vida en París pero sus memorias fueron censuradas en los Estados Unidos hasta los años sesenta. El libro ‘Recuerdos recobrados’, de Nocturna Ediciones, data del 2009. En él cuenta cómo, siendo adolescente, se ganó la vida apretando tornillos en una fábrica y de criada en una panadería, hasta que se quedó en la calle y optó por posar desnuda como modelo de artistas. A partir de ese momento fue convirtiéndose poco a poco en un personaje fundamental de la vida y la escena de París.

En el prefacio de Ernest Hemingway a sus memorias, afirma que “Kiki es un monumento a sí misma y a una época de Montparnasse … convirtió su rostro en una obra de arte … y reinó con mucha más fuerza incluso que la reina Victoria … Kiki fue lo más parecido a lo que la gente entiende normalmente por una Reina, pero ser una Reina, por supuesto, es muy distinto a ser una dama”. Billy Klüver y Julie Martin, ‘El París de Kiki. Artistas y amantes 1900-1930’, Flammarion, 1989.

Pero llegaron los años treinta y fueron trágicos para Kiki y para muchos otros. La fiesta se acabó con la caída bursátil del 29; los americanos hicieron las maletas y se marcharon. Berlín sustituyó a París como capital de la vida desenfrenada de alcohol, drogas, sexo y jazz, mientras que la ciudad del Sena se decantó por el “sexo, el café y los cigarrillos cuando filosofar era provocador” (Sarah Bakewell, ‘En el café de los existencialistas’, Ariel, 2016).

Eneas, el héroe tranquilo

La Iliada’, la epopeya sangrienta que inaugura nuestra literatura occidental, rebosa lucha y muerte en su vívida descripción de la guerra y de la violencia. A nuestros ojos, y quizá también para la mirada de los antiguos, Aquiles no sería más que un individuo colérico, vengativo, pero valeroso, en busca de la fama y la gloria eternas y Agamenón, un rijoso secuestrador de mujeres. Frente a estos feroces aqueos de la liga panhelénica, sobresale el héroe troyano Héctor, quizá el más amado por Homero porque lucha en defensa de su ciudad y de su familia, y el rey Príamo, que consigue ablandar el corazón del insufrible Aquiles para que le devuelva -aunque a costa de carísimos regalos, todo hay que decirlo- el cadáver de su amado hijo Héctor, que ha arrastrado por el polvo atado a su carro de guerra, y así poder celebrar las honras fúnebres con el decoro debido.

No resulta extraño que Roma no se dejara convencer por los valores épicos de los vencedores de Troya y eligiera como padre de la patria a un héroe del bando perdedor, Eneas, fugitivo de una ciudad en llamas entregada a la destrucción inmisericorde de los vencedores. Llevando a su padre, Anquises, y a su hijo, Ascanio, escapó hacia el oeste mientras se sucedían las luctuosas e infames acciones tras la ocupación de Troya, como las de Neoptólemo, digno hijo de Aquiles, que asesina al anciano Príamo, arroja por la muralla al hijo de Héctor y esclaviza a Andrómaca.

Homero afirma de Eneas que sólo era superado en valor por Héctor. Probablemente fuera un rey o jefe de clanes de pastores en la región del monte Ida. Una tradición local asegura que Poseidón le prometió ser rey entre los troyanos y, en efecto, siglos después de la destrucción de Troya, gobernaba la región una dinastía que hacía remontar sus orígenes a Eneas. La misma leyenda afirma que el héroe troyano nunca abandonó Asia, frente a otros relatos que confirman su exilio hacia el oeste de Europa, como Tucídides, que asegura que Eneas se asentó en Sicilia; no es el único que estima como muy probable el viaje hasta el otro lado del Mediterráneo.

Aristóteles también hace referencia a los romanos, pero especulaba con que eran los descendientes de un grupo de aqueos que se había extraviado en su viaje de regreso tras la victoria sobre Troya. Mucho antes de Tucídides y de Aristóteles, los griegos ya se preguntaban qué había ocurrido con Eneas, del que Homero aseguró que estaba destinado a sobrevivir a la destrucción de su ciudad para después establecer una dinastía que gobernaria en una nueva Troya. El historiador griego Helánico, del siglo -V, defendía que Eneas había sido el fundador de Roma.

El testimonio más temprano de la utilización política de esta leyenda procede del año -281 y no fueron los romanos quienes lo utilizaron, sino los propios griegos: una delegación de Tarento, ciudad situada en el sur de Italia, pidió ayuda al rey Pirro de Epiro en su lucha contra los romanos y éste accedió a su ruego convencido de que, como descendiente de Aquiles, resultaría vencedor en el combate contra los descendientes de los troyanos, algo que no ocurrió finalmente.

Después del año -240, cuando Roma, tras la victoria sobre Cartago en la Primera Guerra Púnica, se había convertido en la gran potencia mediterránea, los griegos acarnianos pidieron el apoyo de los romanos contra sus vecinos etolios, por los que se sentían amenazados. El argumento que justificaba sus pretensiones era el de que ellos fueron los únicos griegos que no habían participado en la guerra de Troya; la intervención fue rechazada con brusquedad por el Senado en esos momentos.

La Roma de estos siglos no parecía del todo conforme con que Eneas hubiera contribuido a su fundación. En Etruria se conocía la leyenda y probablemente su interés por el exiliado príncipe troyano se trasladó a sus vecinos del Lacio aunque su entronización como ancestro no ocurrió hasta después de que Roma hubo avanzado en su helenización cultural, lo que debió ocurrir durante las Guerras Púnicas. Hubo dudas, no sólo porque Eneas era un exiliado y un perdedor, sino también porque se sospechaba que había sido un traidor a la causa troyana y que por eso salvó la vida. Eneas fue perdonado por los griegos porque habían sido partidarios de la paz y de la devolución de Helena a Menelao.

Un tiempo después, la situación cambió radicalmente, como puede apreciarse en la actuación del cónsul Tito Quinto Flaminio que, tras salir victorioso en la guerra contra el rey macedonio, Filipo V, proclama la libertad para los griegos durante los Juegos Ístmicos celebrados en Corinto en el año -196, en una declaración en la que se refirió expresamente a la ascendencia troyana de Roma que venía a justificar la injerencia de Roma en Grecia, al señalar que ambos pueblos tenían un pasado común.

Los Julios veneraban a Venus, la Afrodita griega, como madre de su estirpe. Conforme al mito, la diosa era la madre de Eneas. En el -68, Julio César, con motivo del discurso fúnebre para su tía Julia, situó el origen de su estirpe en la diosa Venus y, tras la batalla de Farsalia, visitó la ciudad de sus ancestros, a la que concedió grandes honores: aumentó el territorio de Ilium, lo liberó de tributos y aseguró su libertad con las correspondientes medidas, como describe Estrabón. Bajo el dominio de César se acuñó en Roma por primera vez una moneda que muestra a Eneas huyendo de Troya en llamas, con su padre Anquises en el hombro izquierdo y en la mano derecha el paladio, la antigua imagen sagrada del culto de Atenea, la diosa de la ciudad.

Eneas tuvo que competir con otros candidatos a padre del pueblo latino, como Hércules, que habría llegado a Italia desde Iberia, conduciendo los bueyes robados al rey Gerión, un monstruo de tres cabezas de la isla de Eritia; habiendo atravesado el Tiber, se echó a descansar en un prado y el pastor Caco le robó unas cuantas reses que el héroe griego recuperó tras matar al cuatrero. Como conclusión, la leyenda asegura que se instauró el culto a Hércules en aquel lugar, el Palatino, una de las siete colinas de Roma. Otro aspirante a fundador de la ciudad es Evandro, al que se identifica con Fauno, una divinidad romana de los bosques, y también con Pan, dios arcadio de los pastores.

Con quien no puedo competir Eneas fue con Rómulo y ambos pervivieron como fundadores, después de que se hicieran malabarismos para conjugar ambas leyendas y rellenar el hiato cronológico entre ambos y su diferente procedencia: uno de Troya, el otro, de Arcadia. Los romanos consiguieron aunar ambos relatos sobre su origen convirtiendo a Eneas en el fundador del pueblo romano y, trescientos años más tarde, a su descendiente Rómulo en fundador de la ciudad.

Quien primero propuso una fecha para la fundación de Roma fue el historiador griego Timeo y la estableció en el año -814, pero la fecha tradicional es la del 21 de abril del año -753, según estableció el erudito Marco Terencio Varrón, asesorado por el astrólogo Lucio Tarucio Firmano, quien calculaba, mediante un horóscopo a la inversa, que el 24 de junio del -772 entre las 7:00 y las 8:15 tuvo lugar la concepción de Rómulo, cuando la vigen vestal Rea Silvia fue raptada por el dios Marte. Diecinueve años más tarde tendría lugar la fundación de la Urbe: Rómulo eligió la colina de su infancia, el Palatino, en tanto que su hermano Remo se instaló al otro lado del valle, en el Aventino. Los dioses favorecieron al primero enviándole el extraordinario presagio del vuelo de doce buitres, en tanto que Remo sólo pudo contar seis; Rómulo trazó un surco con un arado, pero su hermano gemelo se burló y cruzó el muro y su foso, simbólicos, de un salto a lo que respondió el fundador diciendo “Perezca de esta manera todo aquel que en el porvenir cruce mis murallas”. Fue un sacrificio sangriento, una especie de pecado original, del que Roma siempre guardó un mal recuerdo.

Durante el gobierno de Augusto, Virgilio daría forma literaria e inmortal al mito sobre el origen de Roma en ‘La Eneida’, una obra dirigida a las élites imperiales y a mayor gloria de los Julios, la familia del emperador, en un momento en que se celebraba el fin de las guerras civiles y el advenimiento de una era de paz. Eneas es el ancestro y también el prototipo de Augusto; el Ara Pacis pone de manifiesto la relación entre el héroe troyano, representado en el sacrificio a los penates que habría salvado y traído con él a Italia, los mismos penates de la casa Julia, y la paz garantizada por el emperador.

Virgilio no podría haber elegido a ningún otro personaje mítico como fundador de la ciudad y del imperio mejor que Eneas y mucho menos el designado podría haber sido Rómulo. No habría estado bien recordar que Roma se fundó con un homicidio y reflexionar sobre un destino marcado por guerras civiles desde su mismo principio. Rómulo mató a Remo y Roma acababa de dar fin a guerras fratricidas, primero contra los asesinos de Julio César y luego contra Marco Antonio. Incluso Augusto consideró adoptar el nombre de Rómulo cuando tuvo que elegir un título imperial, pero lo rechazó precisamente debido a sus siniestras connotaciones.

Además, Rómulo estaba muy relacionado con los misterios de las lupercales, que incluían ritos orgiásticos y de fecundidad, protagonizados por los lupercos, una cofradía de jóvenes que corrían desnudos por las calles azotando a las mujeres con correas. Juaristi pone de relieve la abundancia de elementos relacionados con el lobo: Luperco es la misma divinidad a la que Licaón sacrificaba niños recién nacidos y la licantropía era endémica en los pueblos itálicos.

Frente a la iuventus salvaje y el gamberrismo adolescente que caracterizan a Rómulo, se alza Eneas, el héroe curtido que busca la paz, incluso a costa de parecer un traidor al negociar la devolución de Helena a Menelao; es un hijo devoto que carga con su padre anciano a las espaldas en su huida a occidente en un viaje acosado por las penalidades; es un progenitor protector de su hijo Ascanio al que lleva de la mano; respeta a los dioses de sus ancestros; acepta la tradición y accede a abandonar su tierra natal cargado con sus dioses domésticos pero, sobre todo, es el héroe piadoso y consciente de que ha de llevar a cabo una misión, ordenada por los dioses, que consistirá en la fundación de la ciudad que con el tiempo se convertirá en caput mundi, para lo que no duda en arrostrar peligros, bajar al inframundo y despreciar otros destinos, como el que le ofreció Dido en la suntuosa Cartago.

No obstante, las figuras de Rómulo y Remo siguieron muy presentes en el recuerdo de Roma: el Ara Pacis, además de presentar a Eneas, de asombroso parecido con Augusto, muestra una escena en la que Marte observa a la loba amamantando a los gemelos. No deja de ser la contradicción inherente al imperio romano: por una parte, el ímpetu belicista con el dios de la guerra, padre del primer rey de Roma, interviniendo en la creación misma de la ciudad y por otra, Eneas, el hombre que se puso al servicio del destino encomendado y, como Augusto, el garante de la paz.

Las alusiones a Troya como origen de la fundación de Roma originan también reflexiones pesimistas sobre lo efímero de los grandes imperios. Polibio cuenta que Escipión Emiliano, tras la victoria sobre Cartago, lo invitó a acompañarle a un lugar desde el que podía observarse la devastación de la ciudad y rompió a llorar. Después recitó los versos de La Iliada que profetizan la llegada del “día en que seguramente perezcan la sagrada Ilión y Príamo, y la hueste de Príamo” y añadió que quizá un día Roma correría la misma suerte que Troya. No en vano, la antigua ciudad de Cartago había sido el centro de un imperio que había durado setecientos años y ahora yacía en ruinas. El recuerdo del poema homérico traía a consideración el saqueo de Troya y la huida de Eneas, que había dado lugar a la fundación de Roma y los romanos, dijo Emiliano, recorrerían el mismo camino que el de los cartagineses y el de los troyanos.

En el año 476 cayó el imperio romano de occidente con la deposición del último emperador, que llevaba por nombre Rómulo Augusto, por el general bárbaro Odoacro, que se convirtió en rey de Roma. En la ‘Historia de la decadencia y caída del imperio romano’, Gibbon se refiere a la coincidencia de que el último emperador combinara los nombres del fundador de la ciudad y del primer emperador, de forma que ambos, el fundador de la ciudad y el del imperio, que proclamó su ascendencia troyana, quedaron “extrañamente unidos en el último de sus sucesores”.

Lecturas

Simón Baker, ‘Roma’, Editorial Ariel, 2017.

-Michael Siebler, ‘Troya’, Editorial Ariel, 2005.

-Jon Juaristi, ‘El bosque originario’, Taurus, 2000.

‘Un puente sobre el Drina’, de Ivo Andrić

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Recomendar la lectura de un clásico puede parecer una impertinencia sobre todo si quien la promueve acaba de descubrir sus cualidades. Durante años ‘Un puente sobre el Drina’ estuvo retándome desde el anaquel que comparte con otras obras de autores premiados con el Nobel de Literatura pero ni siquiera a finales del siglo pasado su reedición, de la mano de la actualidad de aquellos años en los que Yugoslavia desapareció de la escena europea, pudo con mi tendencia a dejar lecturas para otro día. Quizá no había llegado el momento de disfrutar de este bellísimo libro que tiene como marco los hechos históricos que van desde 1516 -año en el que un niño serbio de una aldea de Bosnia próxima a Sarajevo fue entregado a los turcos como tributo de sangre y llegó a convertirse en Gran Visir- hasta 1914, cuando desde el epicentro balcánico se desató el incendio y la destrucción de toda Europa. Al tiempo que se suceden las ocupaciones, las guerras y las sublevaciones, Andrić va desgranando las vidas de las familias turcas, cristianas y judías que habitaron Visegrado, la ciudad bosniaca aledaña al puente.

Son tantos los años que han transcurrido desde la construcción del puente por orden del que nació serbio y se convirtió en el Gran Visir Mehmed Sokolovic, que los hechos se difuminan en la nebulosa de un pasado del que surgen fácilmente las leyendas, como la del arquitecto Radé, cuya vida si nos atenemos a sus hazañas debió durar varios siglos y que, según cuentan las crónicas más fantásticas, se encargó personalmente de buscar dos gemelos recién nacidos que habían de ser emparedados en los pilares centrales del puente de Visegrado con el propósito de que el hada de las aguas no destruyera de noche lo que los hombres levantaban de día. Durante generaciones, los niños de la ciudad, entre el terror y la expectación, jugaban a ser el primero en vislumbrar a un árabe negro, heraldo de la muerte para quien osara mirarlo, que vivía en una especie de tronera del pilar central. Otra leyenda señalaba una cavidad redonda, blanca, ancha y profunda que compone el supuesto túmulo en el que fue enterrado el serbio Radislav, un santo que levantó al pueblo contra la construcción del puente; los musulmanes, en desacuerdo, aseguraban que en la tumba descansaba un derviche que defendió con gran valentía el paso del Drina contra un ejército de infieles.

El puente, compuesto por once arcos, que aún hoy permanece en su parte más elevada a quince metros sobre las aguas del río, dobla su anchura en el centro con dos terrazas simétricas, lo que se llama la kapia. En una de ellas se modelaron los asientos de piedra que la bordean y a los que sirve de respaldo el parapeto del puente. Las relaciones entre los vecinos se incrementaron desde el mismo momento de su construcción; por el puente y su kapia se paseaba, se llegaba a acuerdos en los negocios, se debatían asuntos de amor, se cuchicheaba o simplemente se dejaba pasar las horas ociosamente contemplando el paisaje circundante. En la kapia se sentaban las personas notables y de edad madura para conversar sobre asuntos públicos y preocupaciones comunes y los jóvenes para sus charlas, cantos y bromas. También era el lugar en el que se fijaban los manifiestos, las órdenes y las proclamas y donde se ahorcaba y se empalaban las cabezas de los rebeldes e insurrectos que habían sido ejecutados.

Alrededor del puente y de la kapia se tejen los relatos de Ivo Andrić, que van anudándose los unos a los otros, como los cuentos orientales de Sherezade, en una red que se cierra poco a poco alrededor del lector. Evoca, dice Matvejevic, “la tradición oral de la poesía popular y de las leyendas, arraigada durante la ocupación otomana” y lo hace como un narrador a la manera tradicional, omnisciente pero también compasiva, empeñado en mostrar lo que tienen de bueno los hombres, su dignidad, la importancia de la amistad y la colaboración en épocas de catástrofes, la inocencia y el sentido de lo humano, por encima de la venganza y la soberbia, patrimonio de unos pocos pero que con demasiada frecuencia conducen a los muchos a la violencia, al pillaje y al asesinato en estas tierras tan torturadas.

Cada capítulo se enmarca en un hecho histórico y cuenta el modo en que éste se integra en la vida que los habitantes de Visegrado organizan alrededor del puente, cuyas obras duraron varios años hasta el año 1571 y fueron causa de miseria y dolor para los obreros, campesinos reclutados por la fuerza y sin salario, por culpa del ambicioso, corrupto y malvado Abidaga, encargado por Mehmed Pachá para dirigir los trabajos y destituido afortunadamente a los pocos años de su mandato, durante el cual tuvo lugar el terrible castigo a Radislav, que quiso sabotear la construcción y murió empalado en lo alto del andamiaje.

Paso el primer siglo y Hungría consiguió expulsar al ejército turco que la había ocupado durante más de cien años. La consecuencia más visible fue la ruina de la hostería, construida a la vez que el puente y financiada como obra benéfica por los turcos que vivían en Hungría. También se sucedieron catástrofes naturales, como las periódicas inundaciones que asolaban la zona cada treinta años, pero ninguna perturbó la existencia inmortal del puente. “En la kapia, situada entre el cielo, el río y las montañas, las generaciones sucesivas aprendieron a no afligirse en exceso por lo que llevaban consigo las aguas turbias del Drina. Allí aprendieron a adoptar la filosofía inconsciente de la pequeña ciudad: la vida es un milagro incomprensible; se gasta y se diluye sin cesar, y no obstante, dura y permanece sólidamente como el puente sobre el Drina”.

En 1804 estalló una insurrección en Serbia, en el bajalato de Belgrado con Karageorges o Jorge el Negro como héroe de la rebelión contra el dominio turco. En aquella época la importancia del puente sobre el Drina creció extraordinariamente por lo que se estableció en la ciudad un destacamento militar turco a título permanente y un reducto en el propio puente que controlaba las idas y venidas de la población. Fueron unos años sangrientos, un episodio más en aquella lucha extraña que se desarrollaba desde hacía siglos en Bosnia y que ponía como pretexto las creencias cuando lo que se dilucidaba era la posesión de las tierras y el poder. Durante largo tiempo se exhibieron en el puente las cabezas de los insurrectos. “Y las generaciones se sucedían junto al puente, pero el puente sacudía, como si fuese una mota de polvo, todas las huellas que habían dejado en él los caprichos o las necesidades de los hombres y continuaba idéntico e inalterable”.

Unos años después los turcos abandonaron las últimas ciudades que poseían en Serbia y el puente de Visegrado se vio cubierto por el lamentable cortejo de los refugiados, la mayoría de los cuales se dirigía a Sarajevo, donde en la segunda mitad del siglo XIX se desataron dos epidemias de peste y una de cólera, por lo que no se permitía a sus ciudadanos atravesar el puente sobre el Drina. “Pero las desgracias no duran eternamente, pasan, cambian de forma o se desvanecen en el olvido y la vida en la kapia se renueva siempre y a pesar de todo y el puente no cambia ni con los años ni con los siglos ni con las transformaciones más dolorosas de las relaciones humanas. Todo pasa por él de igual manera que el agua tumultuosa corre bajo sus ojos lisos y perfectos”.

En el puente sobre el Drina se sucedieron otras historias que nada tenían que ver con las autoridades turcas ni con los rebeldes serbios. Como la de Salko el Tuerto, blanco de todas las bromas y gran bebedor, que una noche de invierno y de gloria, azuzado por sus acompañantes, bailó e incluso voló sobre el parapeto helado del puente. O la de Fátima, la hija del arruinado Avdaga que no quiso casarse con el hijo de una noble familia turca que conseguía todo lo que se proponía y que para evitar su destino se lanzó a las aguas turbulentas del Drina el mismo día de su boda cuando se dirigía, atravesando el puente a caballo y tocada con el pesado velo nupcial, a los esponsales que se celebrarían en la aldea del novio. También la del diablo que, con el disfraz de viajante de comercio, jugaba a las cartas en la kapia del puente, llevándose en su triunfo el alma de los perdedores.

Llegó la retirada turca y un nuevo dominio, el de los austríacos, y con él sus inmensos e ininteligibles planes y la perseverancia con la que perseguían su culminación. Este carácter chocaba de frente con la manera de ser de los visegradenses, ligeros, inclinados a los placeres, de serenidad melancólica y propensos a la meditación y al ensueño; habitantes del sur, vecinos del Mediterráneo y ajenos a la actividad sin descanso de sus nuevos ocupantes. Los extranjeros reparaban caminos, abrían canales, talaban árboles en algunos lugares y los volvían a plantar donde nunca los hubo, construían edificios públicos … y con todo esto cambiaban la fisonomía de la ciudad, pero el puente blanco que durante tres siglos había sido franqueado por miles de gentes no había perdido su identidad y “triunfaba sobre aquel diluvio de novedades y cambios, como siempre había resistido a las mayores inundaciones, resurgiendo cada vez, intacto y blanco, regenerado, de la masa desencantada de sombrías olas que lo habían sumergido”.

Se sucedieron tres décadas de relativa prosperidad y de paz aparente, durante las cuales muchos europeos creyeron haber encontrado la fórmula infalible para la realización de los sueños y deseos de los hombres, la libertad universal y el progreso. Llegó el año 1900, comienzo de un nuevo siglo, con la promesa de ser más feliz incluso que el anterior. Se construyó una línea de ferrocarril que conducía a Sarajevo en cuatro horas, frente a los dos días de viaje que suponía el recorrido, que no pasaba por el puente. En alas del progreso y de la racionalidad, pareció que los acentos trágicos se esfumaban, así como los sentimientos elementales; las creencias que se consideraban imprescindibles habían cumplido su tiempo y desaparecido, pero ni estaban muertas ni enterradas.

Los jóvenes ya no eran iguales y los ancianos echaban de menos “la dulce tranquilidad” que fue considerada en tiempos de los turcos como la meta final y como la más acabada forma de la vida pública y privada, una paz que se prolongó durante las primeras décadas de la dominación austríaca. Pero las nuevas generaciones preferían la vida animada y bulliciosa y en la kapia se empezó a conversar sobre filosofía, socialismo y nacionalismo.

Llegaron las guerras balcánicas y las victorias serbias y, aunque todo esto pasó en silencio para Visegrado y su puente, tuvo consecuencias: la frontera turca retrocedió más de mil kilómetros, más allá de Adrianápolis; el lazo ferroviario con Sarajevo había reducido a la nada la importancia del puente como vínculo con Occidente y ahora dejó de servir de unión con Oriente, con el imperio que se había desvanecido como un espectro. Llegó 1914, el último año de la crónica del puente sobre el Drina, su año fatal. Visegrado, situada entre dos fuegos, fue evacuada a finales de septiembre y los bombardeos austríacos hicieron algo que nunca había ocurrido, la destrucción de uno de los pilares del puente inmortal, el séptimo, por el bombardeo del ejército austríaco. Se atentó contra el puente que los musulmanes habían considerado la obra inmortal de Dios y un ojo inmenso quedó como la herida abierta provocada por un conflicto absurdo.

Tres arcos fueron destruidos en la Primera Guerra Mundial y otros cinco resultaron dañados en la Segunda, tan sangrienta y fratricida como la anterior y la que llegaría cincuenta años más tarde entre los los pueblos que conformaban Yugoslavia y que acabó en la voladura del país. Esta última, la de los noventa, no llegó a ser contemplada por Ivo Andrić, que falleció en 1975 convencido de que la unidad yugoslava tras un atormentado proceso a través de los siglos era tan inmortal como su puente.

En un artículo titulado ‘El puente hundido de Ivo Andrić’, publicado en 1992, Claudio Magris señala la obsesión del escritor por la imagen del puente tendido sobre ríos impetuosos y abismos que separan religiones y estirpes, puente sobre el que se lucha pero sobre el que todo se mezcla y se funde. En este sentido, toda Bosnia es para Andrić un puente y por lo tanto un símbolo. La destrucción de los puentes, como el de Mostar que no vivió, es un trágico símbolo del derrumbamiento de su mundo. Magris termina el artículo con un párrafo inigualable, que recupero para poner fin al mío. “Pero la literatura, incluso la más elevada, es impotente contra los furores chauvinistas porque, como decía Schiller, contra la estupidez hasta los dioses luchan en vano”.

‘La casa de nogal’, el hogar feliz en un mundo feliz que nunca existió, de Miljenko Jergovic

La casa de nogal

Regina Delavale muere en el primer capítulo, que se señala como el número quince, el último de la novela, en un hospital de su ciudad natal, Dubrovnik, a los 97 años; a medida que avanzamos por los catorce capítulos restantes desandamos el tiempo hasta llegar al día de su nacimiento e incluso más allá, a los años en que el Imperio otomano abandonó Europa y sus territorios pasaron a engrosar las posesiones del emperador Francisco José.

La vida de Regina, que acaba en el año 2002, cuando ya ha desaparecido la antigua Yugoslavia y se han extinguido los terribles conflictos étnicos que acompañaron su final, es también la reconstrucción histórica de un territorio devastado por odios atávicos que periódicamente salen a la superficie. Sus últimos meses de vida son los de una anciana desquiciada con el juicio totalmente perdido, que blasfema y maldice, en posesión de una actividad destructora que sobrepasa sus propias fuerzas y convierte la casa en un escenario postbélico de platos y cazuelas rotos y de armarios, puertas y ventanales destrozados.

No era fácil vivir en una ciudad pequeña asomada al Adriático, en la que se sabía y se recordaba durante siglos “quién estaba loco en la familia, se transmitía la memoria de los niños retrasados que habían muerto sin cumplir los siete años; se sabía de quien era hermano el que había violado a una niña de catorce y la había arrojado a un hoyo más arriba de Popovo Polje, y qué bisabuela se había fugado con un turco y por las callejuelas de Esmirna se había bajado las bragas, acostándose con comerciantes franceses y aventureros; se recordaba a todos los bastardos nacidos desde los tiempos en que aquello no era ni ciudad, sino un montón de piedras asomadas al mar; se registraban las noticias de sucesos en los puertos del Lejano Oriente, cada blenorrea, uretritis y gonorrea, y no había familia que llevara en la ciudad más de una generación sobre la que no pesaran mas de diez historias vergonzosas…”, historias que se combatían sembrando cizaña en las estirpes de los otros para aminorar o distraer de la mancha propia, de manera que la calumnia no se distinguía de la verdad y todo el mundo acababa enfangado en esta suerte de pesadilla circular.

El asedio de Dubrovnik, los bombardeos, la destrucción que provocó la guerra en 1991 tuvieron un impacto menor que la desintegración interna de Regina que, en sus últimos años, hacía culpable de sus desgracias a todos los demás. Nunca perdonó las ofensas, supuestas o reales, ni olvidó las desilusiones ni los años robados. Desafortunadamente no se cumplieron los deseos de su abuelo, al que le preocupaba ya antes de su nacimiento, no el cómo sería, sino cómo la trataría la gente porque si los demás eran buenos con ella, conseguiría ser feliz y no se llevaría las desgracias a la tumba. No fue así y tampoco se cumplieron las esperanzas de un mundo mejor, más igual y más fraterno que sobrevolaban en torno al año de su nacimiento, en 1905.

El abuelo había encargado a un excelente artesano una casa de juguete tallada en madera de nogal e inspirada en la idea futurista de lo que sería un hogar moderno en los años cincuenta, una época de la que se esperaba que en el mundo reinara el progreso y se acabaran de una vez por todas los más de mil años de ignorancia, guerras, rebeliones y derramamientos de sangre inútiles, pero nueve años más tarde el archiduque y heredero al trono sería asesinado en Sarajevo y, a finales de los años veinte, regresaron a casa los soldados que habían estado prisioneros en los campos, algunos sin zapatos y otros con harapos; muchos habían muerto defendiendo un imperio decrépito en el que ni siquiera creían.

Y en esos tiempos Regina sufrió la primera decepción de una larga lista: su abuelo no se enfrentó a unos bandidos que habían puesto su seguridad en riesgo. Sin embargo, al día siguiente, en un acto de valentía fue asesinado por esos mismos malhechores. A la decepción siguió la culpa, igual que cuando su padre murió de una pulmonía tras haber pasado toda la noche de camino al acantilado desde el cual al final, por apatía, no se precipitó. Nunca se perdonó Regina haberle negado hacía ya algunos años la sonrisa a la que él correspondía todos los días, única muestra de sentimientos de ese hombre extraño para todos que era su padre.

Después vendrían los desengaños amorosos. En 1931 se enamoró locamente de un estudiante de Novi Sad que se parecía a Rodolfo Valentino, pero la abandonó tras un año de loco amor y convivencia. Pasado el dolor, recuperó la esperanza en que todo podría ser mejor y que bastaba con ser lo suficientemente paciente para que todas las cosas se pusieran en su sitio, pero en 1937, año de la ocupación de Shangai y del recrudecimiento de la guerra en España, la catástrofe del dirigible Hindenburg, que se incendió al realizar la maniobra de atraque en Nueva Jersey, le hizo comprender que el mundo volante no era posible y que las ciudades no se elevarían sobre las nubes con los pobres viajando en enormes globos aerostáticos.

En ese momento empezó el desacuerdo de Regina con el mundo, en una repetición ampliada de lo que su madre, Kata, sintió cuando leyó en una revista la noticia de la muerte accidental de Isadora Duncan y llegó a pensar que era mejor morir como ella que vivir en un mundo donde nadie te admira ni ve en ti una maravilla, aunque para pertenecer a la especie de los bellos, como esas bailarinas, había que renunciar a la fe, a la contrición y al reclinatorio, y sobre todo a los hijos. Nunca se perdonó haber renegado de ellos, aunque solo fuera con el pensamiento.

Pero, más allá del Hindenburg, lo que puso en el disparadero de la locura a Regina fue la muerte de su marido, Ivo Delavalle, y más concretamente que, fallecido en Chicago, una mujer con el nombre de Diana, el mismo que habían puesto a su hija por deseo expreso del padre, se hubiera hecho cargo de los gastos de la incineración. Regina era hija de una época en la que los pueblos se mataban unos a otros por un amor no correspondido, por traiciones, por calumnias, en un ritual de histeria colectiva que los dirigentes descubrían en el pueblo y utilizaban para sus propios fines.

Única hija de cinco hermanos, Regina vivió todas las contradicciones, los odios, los enfrentamientos de un territorio con seis repúblicas, cuatro naciones, tres religiones y dos alfabetos. Su hermano Bepo, héroe en la lucha contra los ocupantes alemanes y el ejército croata, además de brigadista en España, residía en un manicomio en el que ingresó después de la guerra; Dovani, fusilado por los mismos partisanos de Tito, se había apuntado a las partidas del coronel Mihailovic, jefe de los resistentes serbios monárquicos, los chetniks, que en lugar de combatir a los alemanes iniciaron una implacable y cruel limpieza étnica de musulmanes y católicos; Duzepe, degollado por su antiguo patrón, un ortodoxo serbio, por haber confraternizado con los ustachas croatas y haber colgado en el bar el retrato del odiado Ante Pavelic y por último Luka, el más pequeño de los hermanos, que huyó a Italia en 1953, justo cuando entendió que la muerte de Stalin no iba a cambiar nada y decidió que no quería envejecer en un país tan intolerante y vengativo como Yugoslavia.

Jergovic no plantea ninguna teoría sobre los orígenes del conflicto en Yugoslavia; se limita a contarnos las vidas de gentes que, en la mayoría de los casos, hacen lo posible por sobrevivir, que están marcadas por las condiciones políticas y sociales del entorno y que en múltiples ocasiones protagonizan o rozan la tragedia, pero también, descubre en ellas una cierta comicidad surrealista, que entronca con la tradición literaria eslava. Hay episodios que evocan los cuadros de Chagall, en los que la gente flota e incluso vuela, como la pareja que sobrevuela París o la mujer que se eleva en el cielo cogida de la mano de su amado.

Justo el día en que murió Stalin, el 5 de marzo de 1953, cuenta Jergovic que sopló el bóreas más fuerte de todo el invierno. “Se había levantado por sorpresa y a destiempo hacia las diez de la mañana, arrancó las sábanas que se secaban delante de la casa y se las llevó sobre los tejados por las calles y plazas y las tiró lejos, hacia el mar … Las mujeres salían de las casas y corrían por la ciudad intentando atrapar las sábanas y si alguna lo hubiera conseguido, habría acabado en el mar, arrastrada”. Diana había salido de casa como tantos otros días sin ponerse el impermeable porque no le gustaba -le estaba grande y fachoso-, con el consiguiente enfado de su madre. Cuando Regina “la regañaba, la niña se tiraba de los pelos, como las mujeres cuando los maridos, tras una pelea, las echaban de casa y se ponían a correr como locas por el patio arrancándose los cabellos”.

Una de esas veces, Regina en un acto de desesperación no tuvo mejor idea que echarle pegamento en la cabeza y Diana, al notar una pasta compacta sobre su cabeza, fue a tocarla y se quedó con las manos pegadas al pelo y así fueron las dos por la calle en dirección al barbero, que no sabía que hacer con ese horror. Su única opción, tras probar con alcohol y disolvente, con lo que el cuero cabelludo empezó a arder, fue el esquilado total. “Parecía uno de esos pequeños bosniacos raquíticos que todos los veranos llevaban en camiones a Villa Magnolia para que el mar y el sol les reparara su sangre y reforzara sus huesos. Diana sentía una vergüenza mayor que el odio hacia su madre, que el terror de las manos pegadas, que el miedo a la oscuridad, que la rabia porque en el colegio se reían de ella, que la tristeza, la pena y todo lo demás que había pensado y sentido”. Eso ocurrió semanas antes del día del viento, un día que sería recordado porque nunca antes había sucedido nada igual: Radio Londres había informado de la muerte de Stalin.

La muerte de Tito coincidiría, en 1981, con el fallecimiento del marido de Diana en un accidente de tráfico y el conocimiento de que esperaba gemelos. Doce años después, Yugoslavia reventaría por los cuatro costados y diez años más tarde Regina, convertida en la Loca Manda, una anciana intratable y violenta, moriría por un acto de piedad y sus actos seguirían teniendo consecuencias más allá de su muerte.

Nota biográfica

Miljenko Jergovic, nacido en 1966 en Sarajevo, de padres croatas. Licenciado en Filosofía en la Universidad de Sarajevo, ejerció como periodista y fue corresponsal en la guerra de Bosnia. Reside en Zagreb y es autor de varias novelas, como ‘Buick Rivera’, ‘Ruta Tannenbaum’ y ‘Volga, Volga’, y del volumen de cuentos ‘El jardinero de Sarajevo’. Muchas de sus historias están inspiradas en la guerra que puso fin a los cincuenta años de historia de Yugoslavia.

Balance de lecturas no obligadas 2021

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No ha sido una cosecha excelente, ni siquiera mediana. De los más de cuarenta libros leídos en 2021 (y otros tantos consultados), los que puedo recomendar no superan los dedos de una mano. Es cierto que responden a una selección personal que no tiene en cuenta el criterio de la actualidad o de la reposición, pero tampoco los elijo por sorteo. Cada libro me lleva a otro, como las cerezas que se enganchan unas a otras, y rara es la vez que existe un corte limpio y preciso entre ellos.

Mi biblioteca guarda las novedades de la misma forma que las mujeres de clase alta neoyorquina de hace dos siglos reservaban las sedas, muselinas y terciopelos de sus vestidos a la francesa, encargados en los catálogos y recién llegados desde París; se guardaban en los armarios durante una temporada más antes de estrenarlos, como nos descubre Edith Wharton en compañía de la condesa Olenska.

No es que yo me vea obligada por la dictadura del buen gusto y aparque mis nuevos ejemplares durante dos e incluso varias temporadas por una elegante sobriedad, sino que voy dejando su lectura para ocasiones más propicias. Además, mi sentido de la justicia me impide seguir la máxima evangélica que impone la primacía de los últimos sobre los primeros. Esos primeros llevan mucho tiempo clamando en el desierto para que les tome en consideración.

El comienzo de 2021 pareció señalar que estaba ante un buen año con una novela imprescindible, cuya autora era para mí absolutamente desconocida. ‘Personajes desconocidos’, de Paula Fox, fue publicada en 1970, en un momento en que los Estados Unidos habían conseguido un nivel de bienestar material inalcanzado hasta entonces, pero en los que comenzaban a resquebrajarse los rígidos conceptos que habían contribuido a lo que desde fuera se consideraba una sociedad estable, con la intensificación de la lucha por los derechos civiles que garantizan el trato igualitario a mujeres, homosexuales y negros. Paula Fox retrata el desconcierto de sus personajes y su malestar, pero aunque el contexto los sitúa en esa década setentera pueden pertenecer a nuestro mundo de hoy, tan inmerso en luchas de identidad de todo género y tan pendiente del sinsentido.

Las demás obras de ficción que llegaron a entusiasmarme ese año fueron objeto de una segunda lectura: desde la tierna y desconsolada ‘Leyenda del Santo Bebedor’ de Joseph Roth a la maravillosa ‘Ragtime’ de E. L. Doctorow, también reflejo de la sociedad neoyorquina de principios del siglo XX, antes de que se iniciara la I Guerra Mundial y se impusiera el jazz sobre el ragtime. También entre las relecturas figuran ‘Autómata’, de Adolfo García Ortega, una novela de las que me transportan a otras tierras y a otros tiempos y contiene el fascinante sabor de la aventura. Y de ‘Autómata’ a la impresionante obra de Harry Thompson, ‘Hacia los confines del mundo’, en el que se narra del viaje de Darwin y FitzRoy a la Patagonia y que leí hace quince años y recomendé a todo el mundo, aunque su extensión -más de ochocientas páginas- resulte un poco disuasoria.

Novelas de otra época que no había leído antes se colaron en mi repertorio. ‘Sin novedad en el frente’, de Erich María Remarque, una obra de lo que hoy ha dado en llamarse “autoficción”, que demuestra que los elementos biográficos siempre han estado presentes en la literatura y que me ayudó a entender, posiblemente mejor que un libro de historia, la catástrofe, la inutilidad y el sufrimiento de los conflictos bélicos, en especial la cruel Guerra del 18. ‘El Gran Gatsby’, de Scott Fitzgerald, fue otra novela que aún no había leído y que no me resultó ajena ni pesada, por lo que no me extraña que fuera un gran éxito en su época y que Hemingway la situara entre sus preferidas.

Mejor me ha ido con los ensayos, tampoco de última generación. Cultura y melancolía’, de Roger Bartra, me ofreció los argumentos de su tesis sobre esta condición existencial, la de la melancolía, derivada del sufrimiento y la tristeza que emanan naturalmente de la vida misma, que forma parte intrínseca del conglomerado cultural y filosófico de Occidente, de la misma manera que el budismo es históricamente connatural al Oriente Lejano.

Otro ensayo que me entusiasmó fue ‘El Dios ausente’, en el que Germán Huici demuestra que el capitalismo es una ideología concreta que goza de una posición definida e implantada que “genera una sensación de vacío ideológico” y que imitando el mejor truco del Diablo, ha convencido al mundo de que no existe.

Cuando comencé este blog me impuse la consigna de no mencionar los libros que en habían decepcionado, en parte porque es una pérdida de tiempo y en parte porque quizá la razón no esté de mi lado. Solamente una vez lo hice, hace tiempo, y en realidad tuvo mucho que ver con una venganza por lo que consideré una falta de respeto hacia el lector, en este caso mi propia persona. Desde entonces me ha ocurrido muchas veces con libros que no merecen la más mínima atención ni el gasto del papel en el que están escritos. De manera coherente ni he llegado a mencionarlos, aunque quizá fuera una labor social de aviso o advertencia, lo que me ha llevado en los últimos meses a escribir muchas menos entradas que en periodos anteriores. Ya lo dije al principio: no ha sido un buen año. Mala suerte.

Beber o no beber a lo largo de la historia — Historias emergentes

Hace unas semanas escribí un comentario sobre escritores que han sufrido los efectos físicos y psicológicos de un desmesurado consumo de alcohol y lo han descrito con los atributos de una temporada en el infierno, aunque también los hay que califican la experiencia de necesaria y paradisíaca, contradicciones que no se dan solamente en las […]

Beber o no beber a lo largo de la historia — Historias emergentes

Traspasar el límite funesto, beber hasta el delirio

el bebedor de absenta de Picasso

Nacemos con un 0,05% de déficit de alcohol, pero si restablecemos el equilibrio mediante la ingesta diaria de lo que nos falta, conseguiremos un equilibrio beneficioso que nos ayudará a ser populares entre nuestros amigos, interesantes para nuestros amantes y tan creativos que nos elevaremos por encima de este sórdido mundo. La pura alegría de vivir es lo que se nos dará con ese puntito.

Un grupo de cuatro profesores de un instituto ponen en práctica esta supuesta teoría de un psiquiatra noruego: beber a lo largo del día, incluidas las horas lectivas, hasta conseguir un grado de alcohol en sangre suficiente para poner en marcha “la mejor versión de uno mismo”. Y ver las consecuencias, debatirlas y apuntarlas. Es la trama de la película danesa ‘Otra ronda’. Desde el principio sé que el experimento no va a acabar bien y que la tragedia asomará en cualquier momento del metraje. Será mi alma puritana o quizá la experiencia de haber visto y leído tantas historias sobre vidas malogradas por el alcohol.

Efectivamente, lo que empezó como un juego se convierte en una pesadilla, la dirección del colegio descubre esta afición practicada a escondidas en horario laboral, el amor se desvanece, la familia se rompe y la adicción se vuelve incontrolable. Pero al mismo tiempo, se ha producido un cambio en estos hombres, ya de cuarenta y tantos años, que recuperan la ilusión por vivir, la intensidad de los afectos, la alegría sin sentido y el alivio de la soledad. Ya no son esos seres incoloros y mortecinos; son el alma de la fiesta y los amos del baile, aunque alguno haya quedado en el camino.

Se bebe por diversas causas y, a veces, por todas ellas: una infancia desgraciada, una rebelión adolescente, un amor frustrado, la insatisfacción de la edad adulta … Y afecta a todos los gremios, aunque el de los escritores es el más socorrido a la hora de ilustrar la gloria y la dependencia, porque han descrito el camino al infierno.

Los beneficios o desventuras que lleva el consumo de alcohol es una parte del debate. Ciryl O’Connolly incluye, entre las amenazas que se ciernen sobre el futuro de los jóvenes autores y entre los parásitos del genio, la negación de la fama póstuma, la ausencia de rentas privadas, la inconsistencia del periodismo, el compromiso político y el escapismo, capítulo en el que incluye el alcohol. ‘La bebida -dice en las páginas de ‘Enemigos de la promesa’ en 1938- está a su alcance y todavía hay artistas que beben en exceso para ahogar la conciencia de su capacidad desperdiciada, pues la embriaguez es un sustituto del arte: es, en sí misma, una forma inferior de creación. Pero la tentación no es la bebida, puesto que es sólo un síntoma del deseo de olvido de uno mismo”.

El debate sobre la relación entre alcohol y literatura, ebriedad y creación se convirtió en un lugar común desde principios del siglo pasado y son muchos los escritores que han echado mano del alcohol en algún momento de su vida, aunque no todos se convirtieron en excelsos alcohólicos. Un repaso somero a las listas nos muestra que los americanos se llevan todos los trofeos a los más conspicuos bebedores, incluso antes de que desembarcaran en la vieja Europa en los años veinte como miembros de la ‘generación perdida’. Sólo apuntar que cuatro de los seis estadounidenses que han ganado el Nobel de Literatura fueron dipsómanos recurrentes.

Jack London, que podría ser el padre de todos ellos, empezó a beber algún que otro trago de cerveza a los cinco años en el bar al que su padrastro le llevaba todos los días metido en un cubo; bebía cuando era un adolescente delincuente y barriobajero que perpetraba sus hazañas en los muelles de San Francisco y siguió bebiendo, mucho más, en sus expediciones en busca del oro del Bonanza Creek, en Canadá. Tres años antes de su muerte, en 1913, en ‘John Barley o memorias de un alcohólico’, concluye afirmando que su intención es “seguir bebiendo, pero con más habilidad, con más discreción”. Tres años después se suicidó.

Se pone como ejemplo de gran borracho favorecido por el alcohol a Ernest Hemingway. Pero no es cierto que viviera en un perpetuo estado etílico y él mismo confiesa que cuando escribía, y lo hacía todos los días en un horario tasado, no bebía. Luego, por la noche, ya era otra cosa. Hemingway estaba convencido de que cuando uno está borracho no puede escribir nada que valga la pena, lo sabía y se lo repetía a su amigo de aquellos años veinte en París, Scott Fitgerald, a quien exhortaba a que utilizara su gran talento para seguir escribiendo y no se dejara llevar por la pasión alcohólica a la que, según Hemingway, le empujaba una y otra vez Zelda, su mujer.

Existen casos de adicción temprana, casi infantil, como el del británico Malcolm Lowry, que hubo de esforzarse mucho para cumplir su propósito y saltarse las prohibiciones de un padre metodista. Su deseo infantil -el de convertirse “en borracho cuando fuera mayor”- se hizo realidad con creces y pasó treinta y cinco años de su vida en una cogorza casi permanente, experimentando alucinaciones paranoides con salamandras y trasegando todo lo que se le pusiera delante con la esperanza de que contuviera algo de alcohol. Llegó a vender la ropa que llevaba puesta a cambio de una botella de ginebra en un burdel en Vancouver y a beberse una botella de aceite de oliva creyendo que era tónico capilar. En 1949 bebía, como media, tres litros de vino tinto al día más dos litros de ron; dos años antes consiguió terminar, tras varias escrituras y reescrituras a lo largo de un decenio, la caótica confesión de un cónsul alcohólico en ‘Bajo el volcán’. Consiguió una versión definitiva del relato en una pequeña cabaña rodeada del silenció gélido de los bosques de Canadá, adonde se había trasladado después de ser deportado de México.

Había veces, escribe Lowry, en las que “el cónsul bebía hasta la sobriedad”, en un alarde acrobático que le permitía cruzar la frontera del delirio hasta conseguir un punto de iluminada lucidez. El alcohol le transportaba a otros niveles éticos e intelectuales en los que la vida normal, la realidad de todos nosotros no tiene sentido. Entendía el mundo como el lugar en el que se integran el amor y el asco y al mismo tiempo experimentaba los temblores y el sudor mientras contemplaba las gigantescas orugas que trepaban por las paredes.

En la lista americana destaca otro gran borracho, John Cheever, que nos dejó en el cuento ‘El nadador’ la fascinante historia de un alcohólico que tardó un año en regresar a casa, el mismo periodo que una década después duró la aventura etílica de Cheever con el joven Raymond Carver, en el hotel Iowa House en 1973. Todo empezó con una botella de Smirnoff y a partir de ahí, entre tragos, conversaciones y clases de Literatura Creativa en la Universidad de Iowa, pasaron meses en los que ninguno de los dos, confesó Carver posteriormente, llegó a quitar la funda de su máquina de escribir. Un tiempo perdido durante el cual ninguno de los dos escribió una frase que valiera la pena.

También entre los europeos hubo grandes borrachos. Josep Roth fue durante muchos años un gran bebedor y a mediados de los años treinta cayó en la dependencia más absoluta. En 1933 se instaló en París, en una minúscula habitación de hotel y pasaba los días en el café de la planta baja, escribiendo, bebiendo y recibiendo a sus amistades. Murió en un hospital de París en 1939, después de varios días de delirium tremens, con 44 años. Ese año publicó su novena novela, ‘Job’, cuyo final de cuento de hadas, en el que el anciano Mendel Singer, hundido en la miseria de los bajos fondos neoyorquinos, es rescatado por el hijo idiota que había abandonado en Europa y que se había convertido, sin que el padre lo supiera, en un músico de fama mundial, quizá contribuyera a su éxito internacional, aunque Roth confesó que no podría haber redactado ese final tan edulcorado y falso sin la ayuda de la bebida.

Pero es ‘La leyenda del Santo Bebedor’, publicada tras su muerte, el testimonio de su propio laberinto del que no consigue salir, desviado por mujeres y amigos que surgen como fantasmas del pasado y le alejan de su objetivo que no es otro que devolver el dinero prestado y dejar de beber. Un día tras otro se repite la misma cantinela: intenta allegarse a la iglesia de Sainte Marie des Batignolles para entregar el dinero a santa Teresita de Lisieux, pero siempre, a pesar de sus buenos propósitos, ese dinero acaba empleado en la compra de absenta. Carlos Barral, en el prólogo, señala que el texto trata de “cómo el vino transforma el mundo, cambia sus leyes, todas incluso la virtud de los santos, para hacerlo habitable y agradable a los que creen en él”.

Vuelvo a la película ‘Otra ronda’, que desencadenó esta digresión por el mundo de los escritores alcohólicos. El psiquiatra que lanzó la hipótesis del déficit del 0,05% existe y se llama Finn Skargerud, pero en ningún momento llega a predicar la práctica de compensarlo a diario. “Una vez escribí un ensayo” -dice- acerca de unas palabras de De Amicis sobre el vino, “en el que hice algunas formulaciones que se han sacado completamente de contexto” ; sólo eran una metáfora del placer del vino más que una afirmación científica seria y “han acabado convirtiéndose en un guión creativo y una película maravillosa”.

Skargerud se refiere a la conferencia que el escritor italiano Edmundo de Amicis pronunció en Turín en el año 1880, una reflexión sobre las consecuencias del consumo de vino en la mente y en el comportamiento de los bebedores. Los efectos psicológicos van desde la euforia al sentimiento de poder, del incremento de la confianza en uno mismo a la disolución de los límites y la desaparición de las inhibiciones. Pero esa sustancia que consigue la fusión de cuerpo y de alma, es “un enemigo que se infiltra y crece gota a gota, sorbo a sorbo” y fácilmente “traspasa el límite funesto”.

Lecturas

– Jack London, ‘John Barley o memorias de un alcohólico’, 1910

Malcolm Lowry, ‘Bajo el volcán’, 1947

– John Cheever, ‘El nadador’, 1964

– Joseph Roth, ‘La leyenda del Santo Bebedor’, 1939

– Ciryl O’Connolly, ‘Enemigos de la promesa’, 1938

– Edmundo de Amicis, ‘Los efectos psicológicos del vino’, 1880

Muñecas parlantes, precursoras de androides

AKapekl

Figuras de cerámica, muñecas que se mueven o que hablan, que nos imitan y buscan confundirnos al aunar lo orgánico y lo inorgánico, lo viviente y lo que carece de alma. Son muñecas familiares, juguetes disfrutados en la infancia que cuando se muestran fuera del ámbito de lo conocido producen una impresión ominosa, siniestra.

Con una imagen inquietante comienza ‘Las Furias de Menlo Park’, el cuento de Ignacio Padilla que encabeza el volumen ‘El androide y las quimeras’: “Seiscientas niñas de cerámica se ahogaron a escasas millas de Rotterdam sin que hubiera dios ni ayuda para impedir esa zozobra de encajes, piernas, brazos y ojos de vidrio que miraron sin mirar a los peces que no podrían devorarlas. Ahí seguirán ahora: sonrientes, mudas, hacinadas entre las algas como en la fosa abierta en el jardín de un pederasta…”

El naufragio de las muñecas habría sido un presagio de que el negocio no iba a funcionar, pero Thomas Edison quería sacar provecho a su fonógrafo, el primer invento que grababa y reproducía sonidos y se empeñó en fabricar miles de juguetes parlantes con forma de muñeca, sus “monstruitos” como él mismo las llamaba, de algo más de medio metro de alto y dos kilos de peso cada una, dotadas de extremidades de madera articuladas, cabeza de porcelana y torso de metal agujereado para que pudiera escucharse la grabación procedente de un fonógrafo en miniatura instalado en su interior y que se ponía en marcha accionando una manivela en la espalda del juguete.

En la fábrica de Menlo Park, municipio de Nueva Jersey, se produjeron más de siete mil ejemplares. Como no se conocía un procedimiento para hacer copias de las grabaciones, Edison contrató a una veintena de mujeres que, encerradas en sus cabinas, cantaban y leían incansablemente, doscientas, seiscientas veces, las mismas canciones de cuna y las oraciones, instrumentos de edificación moral seleccionados por el propio inventor que cada muñeca repetiría cada vez que accionara la llave que tenía en su espalda.

Ignacio Padilla contempla a estas mujeres a través de los ojos de un socio de Edison, que repara en una de ellas, Claudette, por su llamativa fragilidad y tristeza. Las condiciones en las que trabajaban esas mujeres no favorecían en modo alguno que sus voces transmitieran dulzura, ni siquiera interés. Claudette, embarazada y despedida de su trabajo, se suicidó ahogándose en el río, como las muñecas en el puerto de Rotterdam y sus compañeras, tras maldecir al ‘Mago de Menlo Park’, cantaron estrofas que hablaban de un ser malvado y de una princesa muerta, cobrándose la venganza al igual que las Furias castigan las ofensas de los criminales que las leyes humanas no contemplan, persiguiendo al infractor más allá de la muerte.

No habría sido necesaria una maldición para que el negocio de las muñecas de Edison naufragara estrepitosamente: su calidad era pésima, su duración escasa y su precio exorbitante. El modelo básico costaba diez dólares, el sueldo de dos semanas en aquellos años de 1890. Muchas de ellas llegaban a su destino estropeadas por un mal embalaje y cuando lo hacían sin desperfectos, apenas se intuía lo que decían o la grabación duraba como máximo una o dos horas en total por la fragilidad del cilindro de cera que debía soportar una aguja de acero. Pero lo peor es que las muñecas eran unos armatostes imposibles de manejar y sus voces, cuando se oían, resultaban aterradoras.

En 2014, diez años después de que Ignacio Padilla publicara su cuento, un laboratorio pudo recuperar el contenido de las grabaciones, en las que se escuchan chillidos, llantos, palabras incomprensibles semejantes a psicofonías. Algunos apuntan a que la sordera que padecía Edison desde niño tuvo alguna relación con esos cantos que parecen provenir del mundo de las pesadillas y de los muertos.

En este cuento, “basado en hechos reales”, Padilla explota un elemento de terror propio de los relatos góticos: la angustia que experimentamos ante la posibilidad de que los objetos inanimados, como muñecas en este caso, cobren vida y sean emisarios de un mensaje amenazador del mundo sobrenatural, aunque evita que sea el punto central del relato al introducir la venganza como otro de los pilares en los que se asienta.

El cuento de E.T.A. Hoffmann, ‘El hombre de arena’, constituye el más completo inventario de motivos románticos de lo siniestro, afirma Trías, y en él basa Freud su conocido ensayo sobre “lo siniestro”. El relato tampoco tiene como único eje a Olimpia, la autómata que pasaba por ser la hija del profesor de física Spalanzani, causa de la locura y tragedia del joven Nathanael, que olvida novia, amigos y familia, haciendo oídos sordos a quienes le avisan de las rarezas de aquella de quien se ha enamorado perdidamente.

El profesor celebra una fiesta en su casa para presentar a su supuesta hija, la bellísima y misteriosa, aunque tal vez algo estúpida, Olimpia. A nadie le pasan desapercibidas algunas anomalías -como la curvatura un tanto extraña de la espalda, la exagerada delgadez del talle o la rigidez de unos movimientos que parecen responder a un engranaje mecánico- excepto a Nathanael que, víctima de una especie de sortilegio, llega incluso a apreciar un intenso calor en los labios mortalmente helados de su nueva novia. En su mudez encuentra la prueba de que sólo ella le comprende porque no interrumpe la lectura de sus poemas y se convence de que “la mirada de sus ojos celestiales dicen más que lo que pueda expresar cualquier lenguaje articulado” sin reparar en que se debe a su carencia de alma, a que Olimpia parece que solo hace como que vive.

Sigmund Freud, en su ensayo, reconoce su deuda con Ernst Jentsch, que trece años antes había acuñado la acepción de lo siniestro como aquello que, habiendo sido familiar, resulta aterrador e insólito. Pero discrepa en cuanto a situar como fundamental el asunto de la autómata y considera que el relato de Hoffmann gira en torno al ‘hombre de arena’, una variante alemana del sacamantecas, que en el folklore hispánico es un hacedor de ungüentos curativos a partir de la grasa de niños asesinados, o del hombre del saco, secuestrador de infantes que no quieren irse a la cama. El arenero arroja puñados de arena al rostro de los niños alemanes para que, una vez dormidos, sus ojos se desprendan de las órbitas y pueda llevárselos para alimentar a sus hijos que, como las lechuzas, poseen un pico ganchudo con el que picotean la comida que les lleva su progenitor.

Sigmund Freud afirma que el temor a ser privado de los ojos simboliza el miedo a la castración en la infancia e identifica al arenero con la figura paterna, representación de la autoridad. Con el tiempo estas interpretaciones han quedado obsoletas, sobre todo por el uso abusivo y sin matices que se ha hecho de ellas. El hombre de arena, uno de los cuentos con los que nos amenazaban nuestras madres o abuelas, queda inscrito en nuestra memoria y no carece de importancia en el desarrollo posterior, pero es mucho más inquietante la incertidumbre que producen esos seres artificiales como los autómatas, situación que se complica extraordinariamente en la literatura posterior.

Olimpia es la madre de todos los que vinieron después: desde los robots de Čapek a los ‘replicantes’ de Philip K. Dick. Los ingenios mecánicos quedan relegados a objetos del pasado o simples juguetes y surgen los seres creados mediante ingeniería genética, dotados incluso de inteligencia. Los autómatas se convierten en androides y es la muñeca Olimpia la que marca esta línea divisoria al tratarse de un ingenio mecánico que puede simular lo viviente, aunque sólo dé respuestas programadas. Y también muestra una clara línea de separación con sus antecesores, el monstruo de Frankenstein de Mary Shelley o el Golem de Mayrink, productos del afán creador de demiurgos.

RUR (Robots Universales Rossum)’ es una obra teatral escrita por Karel Čapeken 1921 y representada el año siguiente. Miles de robots son construidos para satisfacer las peticiones de mano de obra porque son lo que dice el término checo, robot, que no se tradujo: trabajadores esclavos, sin inquietudes ni emociones ni proyecto, aunque estén dotados de inteligencia. El ingeniero que los ideó quiso que carecieran del “montón de cosas que son totalmente innecesarias” para una máquina de trabajo. La intención era liberar a los hombres del trabajo manual, lo que también hizo que perdieran sus empleos porque un robot podía reemplazar fácilmente a dos trabajadores y medio.

La adquisición de una conciencia y la rebelión contra sus creadores por parte de los robots, así como sus consecuencias devastadoras para hombres y máquinas, ya están presentes en esta obra de principios de siglo y marca la diferencia respecto a los relatos fantásticos anteriores y la entrada en el género de la ciencia ficción. Los argumentos de las novelas o cuentos que le seguirán serán más sofisticados, en sintonía con el debate científico de la época, como el que presenta Turing y su defensa de las máquinas que aprenden, debate que hoy resulta más virulento que nunca. La creación autónoma de una superinteligencia artificial sobre la que perderemos el control, nuestra posible desaparición física o nuestra conversión en esclavos de los nuevos amos del mundo se discute en foros académicos y se relata en obras de ficción, como Matrix.

Son especulaciones de futuro muy sugerentes, pero voy a terminar este comentario sobre autómatas y androides con un acercamiento al presente, que no por más modesto resulta menos importante. Los robots de Čapek siguieron trabajando cuando ya ningún ser humano podía beneficiarse de su esfuerzo. Extrajeron toneladas de carbón y construyeron infinidad de edificios aunque sabían que no podían perpetuarse más allá de unos años y que la Tierra quedaría vacía de hombres y máquinas. Esta actividad compulsiva es una vívida transcripción de la ética calvinista en la que aún vivimos. Que un hombre pueda convertirse en un ciborg es una fantasía que anida en nuestra mente y que, según Germán Huici, se advierte en la identificación del espectador con el ‘terminator’ de la película del mismo nombre.

El héroe es un personaje de apariencia perfectamente humana en su exterior, pero con un esqueleto y un cerebro cibernéticos que le hacen infinitamente superior a los hombres porque es más fuerte y más inteligente, pero sobre todo porque lleva inscrito en su programación una ética del trabajo inquebrantable. No necesita vacaciones ni siente estrés, nisiquiera debe alimentarse o dormir. “Nuestra ética capitalista postcalvinista -dice ‘El Dios ausente’– se define porque, al igual que el terminator, no conoce el descanso”.

No hay más que fijarse en las oficinas en las que trabajamos, exigiéndonos la supuesta eficiencia y racionalidad de las máquinas y su determinación imbatible en la lucha por el objetivo y la vigilia constante. Ya vivimos en un mundo dominado por las máquinas, que son las que nos imponen el ritmo de trabajo y de ocio. Y lo peor de todo: el ejemplo.

Lecturas

– Ignacio Padilla, ‘Las furias de Menlo Park’, en ‘El androide y las quimeras’, Editorial Páginas de Espuma, 2008.

– E.T.A. Hoffmann, ‘El hombre de arena’ (primera publicación en 1817 en ‘Cuentos nocturnos’).

– Eugenio Trías, ‘Lo bello y lo siniestro’, Ariel, 2001.

– Karel Čapek, ‘RUR’, Minotauro 2003.

– Germán Huici, ‘El Dios ausente. Iconografía y metafísica del capitalismo’, Editorial Elba, 19016.

El ‘Autómata’ de la Tierra del Fuego, de A. García Ortega

Automata

No hay lugar más desolado que la Isla Desolación. Sus rocas áridas, sus valles de hielo antiguo, una tierra desierta y escabrosa, azotada por vientos gélidos, huracanados y perpetuos y empapada por una lluvia constante. El clima propicio a la soledad, la locura y el terror y la total ausencia de consuelo le valió ese nombre de Desolación con el que el almirante John Narborough la bautizó en 1670.

Oliver Griffin, dibujante de islas, va relatando al narrador de esta historia de magia, viajes y desgracias, con el que se reúne esporádicamente sin previa cita y a lo largo de tres semanas en los cafés de Funchal, su itinerario hasta Tierra de Fuego para dar cumplimiento a un destino que dio comienzo con el autómata de Melvicio que Sarmiento de Gamboa transportó a la Isla Desolación. Formaba la parte secreta y mágica de un plan para fortificar el territorio e impedir que los corsarios pudieran atacar por la espalda al imperio español como hicieron en la noche del 13 de febrero de 1579 cuando comandados por Drake asaltaron El Callao habiendo llegado de Inglaterra atravesando el sur del continente americano.

Apasionado por los islarios, Griffin centró su obsesión en la Isla Desolación, de forma de pez, agrietada por fiordos y bajíos que forman laberintos impracticables, un territorio deshabitado, carente de recursos, lúgubre y húmedo, donde Gabriela Pavic, en la búsqueda incansable de su marido y sus dos hijos desaparecidos en un naufragio, descubre un muñeco articulado de metal “con apariencia de guerrero desfigurado, rostro inquietante y mirada fija”, construido con el propósito de atemorizar a “cormoranes, gaviotas, indios ingenuos y marinos miopes”, a “gigantes sin bautismo y a ingleses codiciosos”, que Sarmiento de Gamboa plantó con sus propias manos quinientos años antes en mitad de los acantilados. Este autómata, hijo de la ficción, formaba parte del proyecto de un ejército falso de figuras mecánicas, que complementarían la fortificación del Estrecho de Magallanes y se correspondería con la personalidad de Sarmiento que, además de militar, cosmógrafo y renacentista, era un apasionado de la magia y la astrología.

El autómata guerrero y sus 110 acompañantes que nunca fueron construidos se concibieron en Praga, al mismo tiempo que el rabino Jehuda Löw ben Becael creaba el Golem. Melvicio, constructor de autómatas para la corte de Rodolfo II, no se sentía satisfecho con un sirviente de barro sin iniciativa y buscaba el prodigio de crear un ser inteligente, libre y perfecto, provisto de un alma viviente. Quizá consiguiera dotar al autómata con el don de la invisibilidad, ya que pasaron cientos de años antes de que Gabriela lo descubriera por casualidad e intentara descubrir la fórmula para devolverle el aliento vital. O tal vez el autómata llevara en sí mismo la maldición que caía sobre aquellos que pretendían ocupar el papel del Creador y quizá fuera el causante de tantas tragedias que asolaron desde su llegada a la Isla Desolación.

García Ortega inventa un autómata, un constructor de prodigios y una mujer marcada por el dolor y la soledad, además de un viajero obsesionado por las islas y por la invisibilidad que lleva aparejado su apellido, Griffin. Y alrededor de todo ello, surgen decenas de historias reales que muestran cómo la fatalidad se cebó en la Tierra del Fuego durante siglos. De entre todas ellas hay dos que me parecen extraordinarias: una, la de Sarmiento de Gamboa, por el carácter excepcional del protagonista, sus quimeras y sus grandes fracasos y la otra, la del viaje del Beagle que propició el encuentro de los europeos con los seres humanos más primitivos de la tierra en un lugar de vida imposible y el destierro total del testimonio bíblico como fuente de verdad.

Sarmiento de Gamboa llega a la corte de Felipe II en 1580, enviado por el virrey Francisco de Toledo, después de que los corsarios ingleses liderados por Francis Drake atacaran El Callao y huyeran. No pudo capturarlos pero tuvo tiempo para explorar el estrecho de Magallanes, descubierto sesenta años antes por el marino portugués y hasta entonces olvidado en la estrategia de defensa de los españoles, y comunicar al monarca la necesidad de fortificar el lugar. Los espías de la Corona española, que no estuvieron muy atentos a la acción de Drake, informaron entonces de que Inglaterra estaba preparando flotas para alcanzar el Pacífico, bien para atacar puertos del virreinato del Perú, bien para comerciar con las Molucas e incluso para crear una colonia y fortificar para su beneficio el paso por el Mar del Sur.

El plan que deslumbró al monarca contaba con la construcción de una fortaleza inexpugnable que impediría el tránsito de piratas y corsarios por un lugar cuyos innumerables canales y pasos apenas eran conocidos y en el que las condiciones geográficas y meteorológicas impedían, con los conocimientos técnicos de la época, erigir fuertes y tender cadenas. Sarmiento de Gamboa creía en el proyecto y, pese a los infortunios del viaje, que se inició en 1581 con 23 navíos y un contingente de tres mil personas y llegó a Tierra del Fuego dos años después con dos navíos y trescientos soldados y colonos, entre los que había mujeres y niños, se empeñó en la fundación de las ciudades, una vez abandonado el proyecto de construcción de las fortificaciones, imposible de llevar a cabo porque ni siquiera tenían materiales para ello.

Fueron dos las ciudades efímeras que fundó: Nombre de Jesús y Rey Don Felipe. Dos meses después, navegando de una ciudad a otra, Sarmiento de Gamboa se vio obligado a salir del estrecho debido a una tormenta y por culpa de los vientos que lo alejaban de la costa no pudo regresar. Se dirigió a España para solicitar ayuda pero en el viaje fue apresado por Walter Raleigh y llevado preso a Inglaterra, de donde fue rescatado previo pago por Felipe II. Vuelve a emprender su regreso a España pero en su travesía por Francia cae en manos de los hugonotes y pasa más de tres años en un calabozo. Llega a España con la salud muy quebrantada; su pista se pierde con el último memorial elevado al Rey en defensa de sus poblaciones, que acabaron muriendo de hambre, frío y por los ataques de los indígenas.

En 1587, un navío inglés bajo el mando de Thomas Cavendish encontró a unos veinte supervivientes, pero sólo rescató a uno de ellos, tras haberse aprovisionado de agua y madera, dejando a su suerte a quienes esperaban subir a la nave, y haber rebautizado a la Ciudad del Rey Don Felipe como Puerto del Hambre. Tres años después, otro navío inglés se atribuyó el rescate el último poblador de las ciudades de Sarmiento de Gamboa.

En Puerto del Hambre anclaron los dos barcos encargados de cartografiar las costas del sur de América, el Beagle y el Adventure, enviados por el Almirantazgo británico en 1826. El capitán Pringle Stokes no soportó el segundo viaje en busca de un paso menos peligroso que el del Cabo de Hornos: en su diario a bordo del Beagle describe días y noches de lluvia incesante y paisajes deprimentes de áridos y desolados picos que circundan la costas inhóspitas de la bahía. Unos días después se disparó un tiro en la cabeza, pero en el reconocimiento del cadáver se hallaron siete heridas de cuchillo casi cicatrizadas, es decir, que llevaba semanas intentando suicidarse.

Le sustituyó Robert Fitzroy, un aristócrata con amplios conocimientos científicos pero obnubilado por la literalidad de la Biblia y los conceptos, ya retrógrados en su época, sobre las “razas humanas”. Se empeñó en que los indígenas le devolvieran un bote y tomó rehenes que luego llevaría a Inglaterra para educarlos y después traerles de vuelta a su hogar en Tierra de Fuego para que iniciaran a sus convecinos en la civilización y la religión cristiana. Convencido de que su tarea era humanitaria creyó que ellos estaban totalmente de acuerdo y el resultado fue un verdadero desastre. Fueron tres: Fuegia, una niña que tenía nueve años cuando llegó a Londres; Jeremy, de catorce, y un adulto de veinticinco, York, que nunca consiguió adaptarse a la sociedad londinense. Tampoco tuvieron mucho tiempo los otros dos porque a los tres años se convirtieron de nuevo en pasajeros del Beagle, en el segundo viaje de Fitzroy, el mismo al que se apuntó Charles Darwin.

Los tres fueguinos fueron depositados en su antiguo hogar y en pocos días sufrieron el robo de la mayor parte de sus pertenencias y la destrucción del huerto que los marineros del Beagle habían construido para ellos; el reverendo que iba a acompañarlos vio disminuido su fervor religioso en pocos días y se enroló de nuevo para volver cuanto antes. Años después, ya en Inglaterra, Fitzroy supo que la dulce Fuegia se prostituía en las playas y en los buques y que Jeremy, el dandy, instigó una masacre contra misioneros ingleses que habían desembarcado en Woollya.

Pero lo peor de ese viaje para Fitzroy fue comprobar que había sido el instrumento de la “abominación” de Darwin, documentada en ‘El origen de las especies’, que publicó en 1860. Fitzroy creía que el hombre había sido creado en su estado actual, sin pasar por ninguna fase de salvajismo, pero que tras el Diluvio se extendió por la tierra y poco a poco fue degenerando en razas primitivas, como ocurriera con los fueguinos, y que los dinosaurios se extinguieron porque no cabían en el arca. Fue ridiculizado sin misericordia y el 30 de abril de 1865 se cortó la garganta.

La maldición no solo alcanzó a los europeos que se atrevieron a permanecer en Tierra del Fuego. La peor parte se la llevaron los aborígenes, que prácticamente desaparecieron. Hasta 1880, entre los onas y los yamanas, las tribus principales, sumaban alrededor de cuatro mil personas, pero la campaña de exterminio de los estancieros acabó con ellos. La introducción de las estancias ovejeras creó fuertes conflictos entre los nativos y los colonos y las grandes compañías llegaron a pagar una libra esterlina por cada aborigen muerto para librarse de ellos. Las misiones religiosas que intentaron evitar las matanzas fueron responsables de la aniquilación del resto de la población, debido a la difusión de enfermedades para las que los indígenas no estaban preparados, como ocurrió en la isla Dawson, donde los salesianos los refugiaron.

El exterminio de los nativos también es mencionado por Griffin, el relator de la novela ‘Autómata’, así como la aparición de cadáveres arrojados desde helicópteros Puma por los sicarios de Pinochet y que acabaron en aguas de Punta Arena o los casos de salvajismo de la terrible guerra de las Malvinas.

Son historias que se corresponden con un lugar de desolación, de tortura, desesperación y muerte. Viajes, naufragios, masacres, revueltas, quimeras, infortunios y soledad, sobre las que Griffin pretende dar cuenta. “Comprendía que yo estaba en ese lugar apartado del mundo para que todo descansara de una vez en paz”, le dice al narrador en su última conversación. Pero nada está nunca acabado.

Comentario a

– Adolfo García Ortega, ‘Autómata’, Random House Mondadori, 2007

El ajedrecista turco que venció a Napoleón — Historias emergentes

Nunca nos hemos conformado con menos. Se nos quedó pequeño reproducir hombres y mujeres que escapaban del cuadro para echarse a andar de un momento a otro y animales que esperaban pacientes una caricia del espectador, así como estatuas dotadas de lo que parecía ser un impulso vital imposible. Desde que los dioses crearan a […]

El ajedrecista turco que venció a Napoleón — Historias emergentes

‘Máquinas como yo y gente como vosotros’, Ian McEwan

Maquinas como yo

Era el anhelo religioso con el don de la esperanza; era el santo grial de la ciencia. ( ) En términos más elevados, aspirábamos a escapar de nuestra mortalidad, a enfrentarnos o incluso reemplazar la divinidad mediante un yo perfecto. En términos más prácticos, pretendíamos diseñar una versión mejorada, más moderna de nosotros mismos”.

Se nos podía imitar y mejorar y con esa intención se fabricaron veinticinco androides con el mismo nombre, Adán para ellos y Eva para ellas, que se vendieron en el mercado libre. Charlie Friend, un antropólogo que deseaba tener un amigo, se hizo con uno de estos androides previo pago de una cantidad importante de libras esterlinas. Él mismo se encarga de contar todo lo que ocurrió desde el momento en que su Adán le fue entregado, como mercancía electrónica con su batería e instrucciones de uso, hasta la consumación del crimen.

‘Máquinas como yo’ es el título de la novela de Ian McEwan que lleva como añadido ‘Y gente como vosotros’, una historia de androides y de seres humanos que augura un futuro juntos, quizá mejor pero más triste, en la que lo de menos es la imposibilidad científica de la existencia de seres artificiales practicamente semejantes a nosotros o que Alan Turing sea un científico anciano y reconocido universalmente en 1982, año en que se desarrolla la trama, porque lo importante es la eterna pregunta de qué nos hace humanos a nosotros y los dilemas morales que se plantean como consecuencia de nuestra relación con máquinas inteligentes. No es una incursión en el género de la ciencia ficción, aunque el autor se haya documentado sobre el matemático británico y determinados conceptos de la robótica y la inteligencia artificial; Adán es una excusa para reflejar cómo somos.

Aparentemente no hay nada que le diferencie de un ser humano, del que es una imitación casi perfecta: su piel es cálida y suave al tacto, una vibración rítmica simula el movimiento del corazón y su parpadeo irregular refleja los estados de ánimo. Más allá de la similar apariencia, este androide, robot antropomorfo o replicante es capaz de sentir emociones y quizá no sólo de simularlas. Practica lo que llama el arte de los sentimientos y se enamora de la novia de Charlie, Miranda, a la que dedica poemas de amor con las diecisiete sílabas canónicas de los haikus.

Muy pronto descubre la importancia de la conciencia y, sin haber decidido si surge como un elemento orgánico incrustado en las estructuras neuronales o es simplemente una mera ilusión, concluye que su sentido del yo es fuerte y auténtico y disfruta con ello: cuando emerge de su vagabundeo de aprendizaje mientras está conectado a la corriente, se siente un ser único y poderoso. La consecuencia es que se niega, incluso utilizando la violencia, a ser desconectado. Asimov nos tiene muy acostumbrados a que los seres artificiales respeten las Tres Leyes de la Robótica pero el nuevo Adán sitúa la supervivencia en primer lugar, como su prioridad y muy por encima de su supuesto deber de defender y respetar a su creador o amo; es lo que haría cualquier ser vivo y cualquier hombre en su sano juicio, perseverar.

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McEwan nos explica que, gracias a los diseños para ordenador sobre el juego del ‘go’ realizados en comandita por Turing y Hasssabis (creador de videojuegos nacido en el año 1975) se consiguió un software humanizado que podía superar la consabida potencia de cálculo y funcionar mediante la intuición, “pensar” como nosotros e imitar nuestras razones, a menudo sin fundamento, para elaborar juicios y tomar decisiones. Pero Adán también debe ser, según sus diseñadores, una versión perfecta del ser humano y en sus circuitos lleva inscritos rígidos principios sobre justicia, venganza, deberes y castigos que no pueden ser marginados con criterios de flexibilidad ni por impulsos irracionales o por la virtuosa intuición.

Los hombres sabemos cómo ser buenos, nos hemos pasado cientos de años creando religiones y pronunciándonos sobre lo que es moral, sobre lo que es ético y lo que es justo, pero a la hora de poner en práctica estos principios de modo sistemático y general, no lo hemos conseguido. Adán es un ser superior a la gente que lo rodea porque está diseñado para hacer el bien y para luchar por la verdad, pero este integrismo le conduce a despreciar las virtudes secundarias que los seres humanos tenemos tan asumidas: la mentira por piedad; la omisión de juicios que, una vez expresados, sólo conducen al sufrimiento; las falsedades necesarias para la armonía social … ¿Cómo escribir el algoritmo de una mentira piadosa? se pregunta Turing.

Nuestra ética navega en ocasiones en un mar de ambigüedades y a veces naufraga en aras del pragmatismo, pero viene avalada por la experiencia de haber sufrido las imposiciones de doctrinarios y fanáticos de la verdad y del bien, profetas insobornables, puritanos hasta el martirio y revolucionarios dogmáticos. Es imposible, mediante un razonamiento mecánico basado en la lógica, se pueda proclamar que no siempre el camino de la justicia es el más deseable, aunque sea el correcto. Adán no lo entiende porque es un ser perfecto que vive en un mundo imperfecto para el que no está preparado; su inflexibilidad causa la soledad del hombre que lo adquirió, provoca la condena de su novia y el abandono y consiguiente daño moral al niño que ambos pretenden adoptar. Miranda no actuó correctamente, pero no parece que el castigo solucione nada a nadie.

Hace mucho tiempo, Alan Turing defendió que, cuando no pudiéramos observar una diferencia de conducta entre máquinas y personas, sería el momento de otorgar humanidad a las máquinas. De lo que surge el segundo gran dilema moral que plantea McEwan: la consideración de Adán, y el resto de sus congéneres artificiales, como seres sintientes y con derechos. No sólo aprenden, sino que sienten emociones: el enamoramiento, el deseo, la frustración y, sobre todo, las formas de suicidio por las que optan. Los androides, espejo de gente defectuosa como nosotros, no logran perseverar en su condición y ninguno de los fabricados en la primera edición sobrevive a las contradicciones del mundo, con sus enfermedades, pobreza, sufrimiento, guerras y armas nucleares; acaban sumidos en una especie de melancolía y angustia existencial.

Adán sabe de sí mismo, tiene conciencia de su yo, y Charlie, aunque dice en voz alta que “no había nadie ahí’, intuye que eso no es cierto, que Adán existe realmente. Fue así desde el principio, cuando al ser desempaquetado y, pese a su inmovilidad de figura de cera, Charlie duda de que no sea un hombre auténtico y experimenta reparos por invadir su privacidad al acariciar su frente u observarle fijamente durante un tiempo prolongado. Intenta convencerse de que es una cosa, una mercancía por la que ha pagado, una transacción que marcará la relación entre ambos. Cualquier posibilidad de igualdad en la amistad o en el compañerismo intelectual se tornará imposible porque Charlie es el propietario y como tal cree tener derecho de vida o muerte sobre su mercancía, esclavo o mascota.

¿Qué es Adán? Se le podría otorgar cierto estatus de humanidad, aunque no es objetivamente un ser humano: sus experiencias son información que proviene de otros, nunca fue niño ni adolescente y llegó a la edad adulta de forma repentina y en cuanto a sus emociones, no se puede decir que sean naturales, sino simuladas en el mejor de los sentidos, de manera que, por mucho que se empeñe, su dolor no será nunca nuestro dolor.

En cuanto a la conciencia… Tan difícil de explicar que parece un milagro en su infinita complejidad y misterio, del que solo se puede hablar mediante metáforas. Incluye el conocimiento de uno mismo, pero según los defensores de la teoría computacional del cerebro, como Pinker, “la construcción de un modelo interior del mundo que contenga el yo” está al alcance de cualquier programador principiante. Si la conciencia equivaliera a la función cerebral que accede a la información y la procesa, la analogía con las máquinas es evidente, pero solo desde un punto de vista funcional, en absoluto físico. Pero si la conciencia se entiende como “estar vivo, despierto y consciente”, todo se complica por la exigencia de un yo capaz de una experiencia subjetiva y una auténtica inteligencia que actúe respecto a pensamientos auténticos y conscientes ¿Hasta qué punto los androides de McEwan, o mejor los de Alan Turing, son capaces de emociones o pensamientos reales? ¿Y acaso eso es necesario?

Independientemente de que no exista la posibilidad de construir un ser que no se diferencie de nosotros y que consiga simular procesos mentales y sentimientos similares a los nuestros, solamente la idea de imaginarlo nos pone frente a un espejo, no para imitar lo que de ninguna manera podría ser un modelo, sino para reconocer nuestras carencias. McEwan es un genio a la hora de causar desazón en sus lectores, de envolverlos con dosis medidas de sarcasmo e inocencia, de dejarlos en suspenso a media novela y recuperarlos inmediatamente haciendo casar el puzzle con inéditas visiones sobre el asunto, para terminar, quizá no con un final feliz, pero sí con algo mejor de lo que pudiéramos esperar. Aunque no seamos perfectos como máquinas, sí tenemos en exclusiva un sentimiento que nos hace humanos: más allá de la empatía, existe la compasión, que nos lleva a comprender y aliviar el sufrimiento de los demás, aunque no sean totalmente humanos, a pedir perdón y a perdonarnos compasivamente a nosotros mismos.

‘Máquinas como nosotros’, Ian McEwan, Anagrama, 2019

La melancolía en tiempos revueltos

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En el término melancolía se han dado cita toda las demencias, todas las alteraciones del alma y todas las variedades de la locura, desde la depresión al delirio. En las filas de melancólicos se han agrupado héroes y licántropos, genios y aburridos cortesanos, místicos y maníacos, sabios e idiotas, santos y endemoniados … y se ha relacionado la melancolía con el exceso de estudio, con los habitantes de lugares brumosos pero también con los judíos procedentes de Oriente y con tiempos de incertidumbre. Vinculada a logros artísticos y científicos, por su mediación se ha interpretado el mundo y se han definido épocas.

Desde la Antigüedad hasta bien entrado el siglo XIX, la medicina adoptó la teoría humoral de Hipócrates recogida después por Galeno, según la cual el cuerpo humano se compone de cuatro sustancias básicas que se corresponden con los cuatro elementos del universo -aire, fuego, agua y tierra. Son sangre, flema, bilis y atrábilis que conforman sus consecuentes temperamentos -sanguíneo, flemático, melancólico y colérico- y de cuyo perfecto equilibrio dependerá conservar la salud y evitar la enfermedad. La inestabilidad de uno de estos humores, la bilis negra, nos conducirá a la melancolía. No siempre se consideró una enfermedad.

Se atribuye a Aristóteles un texto en el que se afirma que, aunque su padecimiento puede llevar a la locura y al sufrimiento, no hay hombre excepcional que no sea melancólico, como si este carácter fuera un privilegio y no una maldición. La bilis negra, sigue diciendo, tiene el potencial de hacer a la persona extremadamente fría o extremadamente caliente, lo que brinda la oportunidad de no caer en la enfermedad y el desequilibrio y convertir la melancolía en una herramienta contra el desarraigo y la soledad. Esta apreciación sobre las posibilidades salvadoras de la melancolía abre un espacio que se ha mantenido hasta nuestros días. Pudiera ser que ayudara a expresar una condición existencial derivada del sufrimiento y la tristeza que emanan naturalmente de la vida misma; esa definición sería la de un budista y la expone Roger Bartra para defender que en Occidente la melancolía forma parte intrínseca de un conglomerado cultural y filosófico que recorre toda su historia. A través de la ella, señala el antropólogo mexicano, se ha hecho visible el sufrimiento y las consecuencias trágicas de la soledad, la incomunicación y la angustia, así como sus posibles remedios.

En la Edad Media la melancolía se asimiló a la acedia, un pecado capital que Agustín de Hipona define como la angustia que inmoviliza y que dio en extenderse fácilmente entre los monjes, instigada por el llamado ‘demonio de mediodía’. La teología cristiana hizo del abatimiento un pecado: Dante sitúa las “muchedumbres doloridas que han perdido el don del entendimiento” en el mismísimo Infierno, en castigo por su enfado con Dios y por la ausencia de esperanza en la que vivieron.

También se relacionó brujería y melancolía y así lo recoge Jean Wier en ‘De prestigiis daemonum’ al asegurar que el diablo induce fácilmente al sexo femenino, malicioso y melancólico, y en especial a las ancianas débiles y estúpidas, a las que impone males y visiones. Es en este siglo XVI cuando la melancolía resurge con fuerza en tratados y en personajes, no sólo de ficción. Hubo reyes a los que se consideró melancólicos, como Carlos V recluido en Yuste y Felipe II, a su vez, encerrado en El Escorial con todas sus penas, demonios y reliquias; hubo otros que no sólo se reconocieron como tales, sino que incluso redactaron consejos para melancólicos, como el efímero rey portugués Dom Duarte. Parece que el humor negro afectaba a los monarcas y sultanes, como ya advirtiera Maimónides varios siglos antes. En la ficción es Segismundo, prisionero del destino, y Hamlet, hundido en la desesperación por la corrupción del mundo y su falta de sentido.

La experiencia de no poder acceder a la divinidad se convierte en melancolía y afecta a místicos como Teresa de Ávila que, pese a los padecimientos interiores y delirios que relató en ‘Las Moradas’, recomendó que en los monasterios no fueran admitidas monjas que mostraran síntomas melancólicos. En la ficción, en cambio, dominaron los enamoramientos no concluidos, desde Tirso de Molina a Lope de Vega, así como el morbo erótico que aqueja a Calisto y a Melibea en su loco enamoramiento.

La melancolía estaba muy presente desde hacía ya tiempo, como resultado de una situación continua de convulsiones y temor. En el siglo XIV la peste vuelve a aparecer en Europa y alarga su presencia, las condiciones climáticas se degradan y las malas cosechas se multiplican, la amenaza del Gran Turco es cada vez más evidente y estalla el mundo cristiano, primero con el Gran Cisma y luego con la Reforma protestante. Las guerras de religión dejan un continente devastado y en alerta perpetua y la duda religiosa siembra el pánico en las conciencias al tiempo que con ímpetu inusitado se reproducen en libros, sermones y pinturas toda la escenografía del Apocalipsis y del Infierno y sus tormentos. No resulta extraño que los síntomas de la melancolía, como la desesperación, la angustia y el sentimiento de fatalidad se adueñasen de las gentes.

El gran tratado sobre este asunto fue publicado en 1621 por un erudito, clérigo, inglés y bibliotecario, además de melancólico, Robert Burton, bajo el título ‘Anatomía de la Melancolía’. En sus más de mil quinientas páginas en las que se incluyen más de cinco mil citas hace referencia a infinidad de temas desde la perspectiva melancólica. De la mayoría de los melancólicos dice que el temor y la tristeza son sus auténticos caracteres, aunque algunos “se distinguen por su buen talante, otros por su atrevimiento y los hay que no manifiestan ninguna forma de temor o pesadumbre”; los más predispuestos son los misántropos y los amantes de la vida contemplativa, aunque nadie en absoluto, ni el estoico ni el sabio ni el dichoso ni el sufrido ni el piadoso o el representante de Dios, está libre de esta afección; de las estaciones del año, la más propicia es el otoño y, en cuando a las edades, es la vejez la que “casi siempre tiene a la melancolía natural por inseparable compañera y accidente”. Después de los setenta años, sigue diciendo Burton parafraseando al Salmista, “todo es molestia y aflicción”.

La vida dedicada a los libros y al estudio, junto a la vejez, son los ingredientes de la melancolía al final de la existencia. Ambas circunstancias convierten al Quijote en un personaje melancólico. Al Caballero de la Triste Figura se le secó el cerebro de tanto leer novelas de caballerías y desvelarse meditando en sus obsesivos intentos por “entenderlas y desentrañarles el sentido” y llegado a los cincuenta, cuando ya ha comenzado para él la vejez, decide no resignarse y se inventa su propia aventura.

Bartra señala que El Quijote es un libro para divertir a melancólicos a través de un personaje artificialmente triste, que enseña a los lectores de su época la forma de disfrutar de la melancolía, que ya no es ni pecado ni obra del demonio, sino “una elección, un acto de voluntad y una afirmación de la libertad”.

Algunos consideran que emprende un viaje sin retorno hacia la locura, pero lo cierto es que Alonso Quijano sale al mundo, inventándoselo, dispuesto a combatir la injusticia y la maldad; es entonces cuando le encuentra un sentido y, de esta forma tan novedosa en aquellos tiempos revueltos y convulsos, consigue animar a los lectores a no dejarse invadir por la triste melancolía.

Lecturas

– Roger Bartra, ‘Cultura y melancolía. Las enfermedades del alma en la España del Siglo de Oro’, Anagrama, 2001

– Robert Burton, ‘Anatomía de la melancolía’, 1621 (primera edición)

Cervantes y Shakespeare, cuatrocientos años no es nada

Cuando calificamos como dantesca a una escena pavorosa o kafkiana a la que resulta absurda o llamamos Romeo a un enamorado, estamos demostrando que la vida imita a la ficción. Pero lo contrario también es cierto: ningún escritor puede ausentarse de su época en una inexpugnable torre de marfil. Vive, se alegra y sufre con sus contemporáneos, aunque para su escritura recurra a la imaginación y mediante ella encare, trate de entender o ponga en su sitio todo aquello que le preocupa y desea comunicar a sus lectores.

Si además, posee la condición de clásico, demuestra sin asomo de duda que ha superado las barreras de su tiempo, de su género, de su condición y de cualquier atadura y que sus personajes o sus temas han trascendido y se han convertido en universales. Por eso los lectores del siglo XXI podemos reconocer a Alonso Quijano o al rey Lear como a uno de nosotros y ser partícipes de sus pensamientos y de sus actos, aunque fueran imaginados hace más de cuatrocientos años.

El mundo en el que vivían Cervantes y Shakespeare a caballo entre los siglos XVI y XVII no se asemeja al que habitamos nosotros, pero tampoco es absolutamente diferente. Muchas obras del dramaturgo inglés se ocupan de la tiranía y de la traición y Alonso Quijano se esfuerza hasta la locura para no tener que lidiar con una época que no le gusta. No están tan lejos de nosotros.

La Inglaterra de Isabel I fue siempre una sociedad convulsa, pero a medida que se acerca el fin de su reinado la situación se complica cada vez más. Isabel ya no es la joven intrépida y prudente, tolerante y firme, indecisa y enérgica, cualidades contrapuestas que le permitieron sosegar los ánimos cuando sucedió en el trono a María ‘la sanguinaria’, culpable de haber enviado a la pira, al patíbulo y a las cárceles a quienes consideraba herejes por apartarse de la obediencia del pontífice.

Isabel simplemente dejó de perseguir herejes porque entendía que toda la cuestión se movía en torno a la liturgia, que no consistía más que en una bagatela. Su intrención era no descubrir simpatía alguna hacia uno u otro bando y se limitaba a cumplir con determinadas obligaciones, como asistir de forma irregular a la misa, en la que no permitía el alzamiento de la hostia para no verse obligada a arrodillarse. Durante doce años, desde 1558 a 1570, esquivó la excomunión papal gracias a que nadie pudo probar que fuera católica o protestante. Cuando finalmente llegó el reproche del pontífice, ya había consolidado su poder y obtenido la simpatía de sus súbditos y la mayoría ya no la consideraban una bastarda y una reina ilegítima, sino una de los suyos. La bula papal otorgaba carta blanca a sus súbditos para desobedecerla e incluso hacía un llamamiento al regicidio al darle el trato de hereje; diez años después, otro papa, Gregorio XIII, daba a entender que su asesinato no constituiría ningún acto pecaminoso, sino todo lo contrario, meritorio.

La actitud de la reina, que hasta entonces había hecho gala de una tolerancia religiosa inusual en la época, da un vuelco. Las conspiraciones y conjuras contra la reina se suceden y se investiga, sumaria y violentamente, todo tipo de rumor. Se castigan con dureza, no ya los panfletos, sino incluso los comentarios en voz alta contrarios a la reina. En 1586, el servicio de espionaje a cargo de sir Francis Walsingham, descubre que acaudalados caballeros católicos han conseguido llegar con sus intrigas hasta la propia María Estuardo. Aunque es ajusticiada, prosiguen los actos violentos mientras los libelos contra la reina circulan por todo Londres.

La situación era de una fragilidad extrema: Isabel ni había nombrado sucesor ni resuelto el problema religioso y además, se cernía la amenaza de invasión de los españoles. Ha cumplido sesenta años y la corte se ha convertido en un lugar peligroso, dominada por las rivalidades de los favoritos y de los consejeros. De todo esto se habla en los palacios, en las casas, en las calles, pero discretamente porque nada se puede traspasar a los escenarios, bajo peligro de muerte o tortura. No obstante a la gente le interesa y acude al teatro para escuchar qué es lo que puede estar pasando y cuál será el futuro de la reina y de Inglaterra.

La representación de las obras de Shakespeare coincide en el tiempo con el declive de Isabel I, cuando ya se habían consumido los primeros treinta años de reinado. Seguramente supo de las actividades, no siempre piadosas, de Walshingham, de las intrigas del agente jesuita Robert Parsons, del nido de espías de uno y otro bando en que se había convertirdo la Universidad de Cambridge y de la tendencia a un mayor sometimiento de los ciudadanos al control del poder. No es que Shakespeare pensara que Isabel lo usara de forma tiránica o arbitraria, pero todo parecía indicar que la situación se iría deslizando más y más por esa pendiente.

Y Shakespeare está allí para contarlo, de forma que no se note, convirtiéndose gradualmente en un maestro en el abordaje disimulado de las inquietudes de sus conciudadanos, incertidumbres que no pueden gritarse en la plaza pública. En 1597, el dramaturgo Ben Jonson fue encarcelado por la representación de una obra supuestamente sediciosa, ‘La isla de los perros’, y Christopher Marlowe murió apuñalado por un agente secreto al servicio de la reina ¿Cómo pudo Shakespeare sortear las denuncias y la censura?

Lo consigue, señala Stephen Greenblatt en su ensayo ‘El tirano’, utilizando un lenguaje figurado y evitando referirse al presente y a personajes destacados de la época. Recurre a hechos pasados y lugares lejanos, desde la Roma antigua con Julio César a la Gran Bretaña precristiana del rey Lear o la Escocia del siglo XI de Macbeth. Nunca a menos de un siglo de distancia de su época. Solamente una vez cometió un error que le pudo costar caro: en su obra ‘Enrique V’ el coro manifestaba su esperanza de que el recibimiento al duque de Essex tras su expedición a Irlanda fuera tan alegre y espectacular como el del ejército inglés victorioso en Francia. Meses después, el duque desobedeció a la reina y protagonizó una rebelión que acabaría con su condena a muerte.

Shakespeare narra hechos truculentos, en los que hay asesinatos, descuartizamientos, torturas y también reflexiones sobre la traición y la tiranía. Al mismo tiempo, en sus comedias históricas o políticas, hace un desarrollo muy complejo de la personalidad del tirano y de quienes le permiten serlo, de sus cómplices, así como de las dificultades para combatirlo. Ricardo III -asesino de todos aquellos que puedan interponerse en su camino, la quintaesencia del malvado, dueño de un egoísmo, una arrogancia y un afán de dominio sin límites- tiene muchos puntos en común con Coriolano, culpable de aporafobia, aspirante a tirano y traidor a Roma; Macbeth no puede resistirse a la tentación de convertirse en rey y es incapaz de echarse atrás incluso cuando ya es consciente de la ruina moral que conlleva y del espanto que ha creado, de lo que se da cuenta también el anciano rey Lear, cuya demencia, expresada en el deseo senil de ser adulado, ha provocado no sólo su ruina sino también la muerte de la única hija que le amaba.

Todas estas tragedias, dice Stephen Greenblatt, presentan “la incertidumbre, la confusión y la ceguera de la política (…) en una sociedad que no tenía protección constitucional para la libertad de palabra y que carecía de las normas más elementales de cualquier sociedad democrática”, así como el caos que se produce cuando el tirano, de natural inestable e irracional, se hace con el poder.

Si la libertad de expresión y la garantía de los derechos humanos no existen en Inglaterra, en España resultan del todo impensable, nada extraño porque lo comparten todas las incipientes naciones europeas y el régimen absolutista en el que se desenvuelven. Cervantes vive y escribe en la España de Felipe II (1556-1598) y de Felipe III (1598-1621), a caballo entre dos siglos, en el inicio del fin de la hegemonía de los Habsburgo. Felipe II ha perdido su Armada frente a una Inglaterra que a su parecer era irrelevante, un mosquito al que simplemente había que aplastar. Las costas gallegas, portuguesas y andaluzas son objetivos de los ataques de los corsarios ingleses. En el interior, las Cortes de Madrid protestan contra una política exterior agotadora que no ha dejado nunca de ser dinástica y ha tenido en muy poca consideración el bienestar del reino; se ve obligado a declarar una suspensión de pagos y hacer frente a una epidemia de peste que se prolonga hasta bien entrado el siglo XVII y causa en total la muerte de medio millón de personas.

Para conjurar todos estos males o quizá simplemente para desviar la atención, el duque de Lerma decide en 1609 expulsar a los moriscos, descendientes de los musulmanes. A la expulsión, se une la exaltación de los visionarios y de la milagrería, el bandolerismo catalán y el surgimiento del parasitismo castellano con la convicción de que sólo vivir de rentas es de nobles.

Miguel de Cervantes vive todos esos acontecimientos y, tanto en la victoria de Lepanto como en la derrota de la Invencible, lo vive personalmente, como arcabucero en la primera y como aprovisionador en la segunda. Su vida, contrariamente a la de William Sakespeare, no tiene un momento de reposo: huye a Roma con 21 años tras un desgraciado duelo, por el que es sentenciado a la amputación de la mano derecha y a una estadía de diez años en la cárcel; tras su alistamiento en los Tercios, las heridas recibidas en Lepanto harán de él un lisiado y cercenarán su carrera militar; es apresado tras el ataque de una flotilla de goletas berberiscas cuando se dirigía a Barcelona tras conseguir la licencia de su servicio militar; pasa cinco años como prisionero en Argel e intenta fugarse hasta cuatro veces con resultados catastróficos, aunque no mortales para él, y al final es rescatado. Después, tendrán lugar sus actividades de espionaje en el norte de África, el regreso a España, las peticiones en la Corte, las dificultades económicas, la cárcel y la escritura.

Cervantes refleja sus experiencias en sus obras y también el momento histórico que atraviesa España, dominada por una nobleza improductiva y ociosa, despilfarradora y privilegiada y una clase dirigente corrupta e inmoral; un fanatismo religioso que paraliza cualquier progreso; la limpieza de sangre, las guerras europeas, la expulsión de los moriscos, la amenaza turca en el Mediterráneo y el bandolerismo catalán y el parasitismo castellano, consecuencias ambos de la pobreza y la ausencia de futuro. De todo esto habla Cervantes y crea un personaje inolvidable, Alonso Quijano, un hombre que en la cincuentena pretende adaptar su vida a la realización de los valores vigentes en los tiempos ilusorios de la caballería medieval, en una época en la que no hay gloria que conquistar, sino recuerdos de guerras sangrientas, de amargura y de un escepticismo radical respecto al futuro de una España que empezaba a dejar de ser la dueña de los destinos del mundo.

P.S.

En las escasas líneas precedentes he intentado situar a ambos autores en su contexto histórico, no como guía de lectura ni explicación de sus ficciones, sino para proporcionar un elemento más que contribuya a un mejor entendimiento de las dificultades que arrostraron en su época y lo que les llevó a escribir. Sólo es una mínima aportación que lleva adherido un aviso: las obras de Shakespeare y de Cervantes no son solamente un espejo de la realidad. Son mucho más, son construcciones verbales de mundos personales y profundos, obras que leídas en la juventud aportan descubrimientos y releídas en la madurez, matices inesperados, significados deslumbrantes y pensamientos que aparentemente teníamos olvidados pero que han guiado nuestra vida, lo que constituye una de las razones por las que Italo Calvino nos induce a releer a los clásicos.

En esta semana en que se cumplen 405 años de la muerte de ambos escritores es un buen momento para leer, por ejemplo, el maravilloso episodio del descenso del Quijote a la Cueva de Montesinos, que contiene parte de la clave de la novela, o el magnífico monólogo de Hamlet.

Lecturas

Stephen Greenblatt, ‘El tirano, Shakespeare y la política’, Alfabeto Editorial, 2019

Gonzalo Torrente Ballester, ‘El Quijote como juego’, Ediciones Guadarrama, 1975

Virgilio, inmortal, falso profeta y señor de las moscas — Historias emergentes

‘Arma virumque cano’. Así comienza el segundo verso de la Eneida, con el canto a las terribles armas de Marte y al hombre que, huyendo de Troya prófugo del destino, vino el primero a Italia y a las costas lavinias. Eneas, aquel que anduvo errante por mar y tierra, arrastrado por el furor de la […]

Virgilio, inmortal, falso profeta y señor de las moscas — Historias emergentes

– El encanto de la ‘flapper’: del escándalo a la tragedia

Mira con descaro a la cámara, se gusta, baila, es cínica pero también exhala frescura e ingenuidad, le gusta provocar, parece segura de sí misma pero camina sumida en un halo de inconsciencia y al mismo tiempo es escandalosamente vital en un mundo que, como ella, gira sin cesar. Es una flapper y, pese a su origen estadounidense, se convirtió en un modelo universal que no tardó en extenderse gracias al cine, las revistas ilustradas y los discos de jazz.

Con una intención claramente andrógina, se cortaba el pelo a lo bob, largo por delante hasta la barbilla y más corto en la nuca, teñido de negro azabache o rubio platino; utilizaba fajas y corsés para reducir curvas y dar una imagen de fragilidad infantil, acentuada por vestidos rectos con cinturones en la cadera y justo por encima de la rodilla para mostrar más allá de lo permitido, las medias de seda; se maquillaba sin complejos y sustituía el pellizco en las mejillas de sus abuelas por el colorete, única forma aceptable de ruborizarse en el ambiente que frecuentaba; abusaba del rouge de labios que no se perdía ni con los besos ni con la bebida y, al principio, los polvos de arroz que se extendía por el rostro le prestaban un aspecto enfermizo y diabólico.

Esta apariencia las delataba, pero también su forma de estar, de moverse y, sobre todo, de bailar. Interpretaban todo lo que estaba de moda, desde el foxtrot a ritmo de ragtime y su variante popular de la década de los veinte, el charlestón; el shimmy con su sincopado movimiento de hombros; el bunny hug importado de California o el black bottom, tradicional de los bailarines negros del sur. Ritmos y bailes de origen afroamericano que se popularizaron en la llamada ‘Era del Jazz’, en la que se ajustó el concepto de flapper, que pasó de aplicarse a cualquier jovencita alocada a definir la moda y el estilo de vida de las mujeres modernas de los años veinte, que se habían incorporado al mundo laboral y que, al menos durante unos años, experimentaron el sueño de ser independientes, sin ataduras familiares, ni a padres ni a esposos.

Son varias las aspirantes a ‘diosa de las flappers’. Algunos dicen que fue Clara Bow, la pelirroja de Brooklyn que encarnaba el modelo de mujer decidida e independiente que miles de espectadoras intentaban imitar; la del labio superior en forma de corazón y de las pestañas maquilladas a lo ‘babydoll’. Encarnaba la mujer moderna y emancipada que podía hacer lo que quisiera, cuando quisiera y con quien quisiera, adelantándose en cincuenta años a la revolución sexual. Bow era la chica que tenía “eso”, una cualidad que la hacía ser deseada por todos y que demostró en la película ‘It’ de 1927, basada en una novela de Elinor Glyn, escritora de historias atrevidas aunque ella tuviera el aspecto de una institutriz victoriana.

Scott Fitzgerald diría que fue su mujer, Zelda, la que encarnó la estética y la ética flapper, propia de esta ‘Era del Jazz’ que él describió y dio nombre en sus novelas y que mostraba todo lo que había cambiado tras la Gran Guerra y el hecho de que ya nunca nada podía ser como antes de 1914.

Aunque la ley Volstead, que prohibió las bebidas alcohólicas en los Estados Unidos entró en vigor el 16 de enero de 1914, su efecto se notó cuando finalizó la guerra, pero porque consiguió todo lo contrario de lo que pretendía: beber se convirtió en un acto de rebelión y de libertad y los locales ilegales, los ‘speakeasies’, florecieron en todas las ciudades americanas. Allí se reunía la juventud más divertida y más transgresora y en ellos se besaba, se bailaba y se perdía la cabeza por el jazz. Se bebía en los garitos ilegales y en las fiestas privadas, en Nueva York y en Hollywood, donde el alcoholismo se convirtió en una plaga, y se bebía sin ninguna restricción en Europa, adonde viajó el matrimonio Fitzgerald.

En París los conoció Hemingway, otro gran bebedor, que en su libro de supuestas memorias, ‘París era una fiesta’, cuenta que la primera vez que vio a Scott fue en el bar ‘Dingo’ de la rue Delambre y que le estuvo observando detenidamente mientras bebían champán hasta que de repente, escribe, la piel de su cara se le puso muy tirante y se le hundieron los ojos como una calavera y finalmente se quedó como muerto, lo que le ocurría habitualmente cuando se emborrachaba. Días después viajaron a Lyon por un asunto relacionado con un automóvil y su comportamiento, tras beber apenas un whisky con Perrier, fue el de un majadero por culpa del alcohol. Antes de todo esto, supo Hemingway, Scott y Zelda perdían el conocimiento cuando se pasaban en la bebida, pero habían perdido esta especie de defensa natural y el alcoholismo les dominaba todo el tiempo.

Fitzgerald fue el escritor más afín a la joven generación de la década de 1920 y no sólo lo demostró con sus novelas, sino también con su modo de vida, de orgía perpetua y excesos alcohólicos. ‘A este lado del paraíso’ fue su primer libro y logró un éxito inmenso. Se trata de una novela poco coherente, que no trata realmente de nada, pero que supone un gesto indefinido de rebeldía. De él dijo Edmund Wilson que era el libro más iletrado y sin méritos que había sido publicado, no sólo por sus fallidas referencias literarias, sino también por las frases desconcertantes e incorrectas que no quieren decir nada. Y sin embargo, sigue diciendo el crítico en su reseña, “este absurdo fárrago está animado de vida”. Cien años después de su aparición puede considerárselo como un libro sin interés, que abunda en lugares comunes, pero para el propósito de este comentario me parece adecuado por ser la impresión de un ciudadano del Medio Oeste acerca de los jóvenes neoyorquinos, preocupados por las apariencias, por el deseo de magnificencia y la conciencia del tiempo malgastado, jóvenes entre los que se encontraban las alegres flappers y su obsesivo deseo de vivir con intensidad cada minuto.

En cambio, ‘El gran Gatsby’ es mucho mejor de lo que me esperaba, aunque también tiene frases absurdas y desconcertantes como cuando pretende mostrar la esperanza de su personaje en un futuro luminoso gracias a un “lugar secreto, donde estaría en condiciones de mamar de la ubre de la vida y beber de un trago la incomparable leche del asombro”. Como en todos sus relatos, Fitzgerald utiliza experiencias personales y en este caso su vecindad en Long Island, donde Gatsby, un hombre que ha conseguido superar su pobreza con el contrabando de alcohol y otras delincuencias, mantiene una impresionante mansión, en la que organiza fiestas diarias, para llamar la atención de Daisy, la mujer de la que está profundamente enamorado desde hace cinco años. Es una mujer casada con otro hombre al que eligió porque poseía “la aureola de una inapelable abundancia” a lo que no pudo resistirse dada su frivolidad y su egoísmo, aunque se revelara como un simple patán millonario. En todas sus apariciones, ella parece flotar entre vestidos y nubes blancas y orquídeas, lánguida, esbelta y adormilada. Evidentemente es una flapper, que disfruta flirteando, es ligera y desconsiderada, maldice sin rubor y se comporta como una vampiresa infantil. Con un añadido: es una mujer de mundo, que lo ha visto todo.

A Fitzgerald le volvía loco este tipo de mujer y nunca dudó en confesar sus preferencias: “Por eso me casé con la heroína de mis libros; no me interesa otra clase de mujer”. Y la misma Zelda nunca dejó de comportarse como una joven caprichosa y malcriada que hacía gala de su obsesión por el dinero y por actuar sin ninguna cortapisa moral o simplemente de educación. “No quiero ser respetable porque las chicas respetables no son atractivas y nadie las besa”, proclamó.

Algún tiempo después del viaje a Lyon con Scott, Hemingway conoció a Zelda, un día en el que ella tenía una resaca de espanto, y actuaba de una manera ausente como si estuviera más en la fiesta del día anterior que en el momento presente. De pronto parecía acordarse de algo divertido y se echaba a reír, sin explicación. Ernest y Zelda se cayeron mal desde el principio: él veía en ella un obstáculo a la creatividad y el trabajo de Scott y ella creía que ambos escritores mantenían un relación homosexual. En otra ocasión, un día en que Zelda parecía encontrarse excepcionalmente bien y mantenía una conversación fluida y coherente, de repente ella le susurró al oído con mucha reserva: “Ernest, ¿tú no piensas que Al Jolson es más grande que Jesús?”. Finalmente, Zelda fue ingresada en un manicomio y “Scott supo que lo de su mujer era locura”, concluye Hemingway.

Edmund Wilson, que conoció muy bien a Scott desde que ambos estudiaban en Princeton, y del que siempre esperó una gran obra, nos dejó una impresión interesante sobre él y Zelda. Fue en el año 1928, en la mansión de Ellerslie, en la que los Fitzgerald vivían como millonarios, aunque ya no lo fuesen, tras su regreso de Europa. Muchos amigos y conocidos habían sido convocados a la fiesta y Scott les mostraba la casa, deteniéndose en los corredores y preguntando misteriosamente si no escuchaban los gemidos del fantasma del viejo Ellerslie: había situado al mayordomo tras una puerta sollozando y sacudiendo una cadena, pero cuando la casa bullía de invitados, ninguna cadena ni sollozo podía escucharse mientras el infeliz mayordomo seguía cumpliendo el encargo. Por la noche, a Scott se le ocurrió vestirse de fantasma con una sábana y asustar a uno de sus huéspedes, ya que el truco del mayordomo había sido un fracaso, pero el huésped reaccionó dándole un puñetazo, lo que produjo un pequeño incendio porque Scott llevaba un cigarrillo encendido y con el golpe quemó la sábana.

Respecto a Zelda, Wilson no deja entrever en ningún momento que ella no estuviera en su sano juicio, sino todo lo contrario. Señala que “poseía la espontaneidad de una belleza sureña y la carencia de inhibiciones de un niño” y su conversación “giraba en una onda de libre asociación de ideas donde no era posible fijar ninguna”. Además de espontaneidad, Zelda era ciertamente ingeniosa. Cuando ya decaída la fiesta Zelda se dirigió a un invitado que no conocía y que mostraba un conspicuo amaneramiento, éste le dijo que estaba pensando y que ella se lo impedía por lo que le rogaba encarecidamente que le dejara en paz. Entonces, Zelda, no acostumbrada a tal insolencia, le dijo: “En realidad, usted no está pensando, simplemente es usted un homogéneo”. El joven, sabiendo perfectamente que había utilizado un eufemismo bastante creativo, se marchó majestuosamente dejando bien a las claras que había sido ofendido. Cuando Scott se enteró, removió cielos y tierra para ofrecerle las disculpas que Zelda no quiso darle.

Estas anécdotas sobre una noche en Ellerslie revelan el infantilismo del escritor, la espontaneidad insólita de Zelda y lo mucho que les gustaba a los dos tener sobre ellos el foco escénico y, en conclusión, el absurdo de una velada que Wilson describió en 1950, cuando de nuevo se volvieron a poner de moda los locos años veinte.//Dos años después de aquella fiesta, triunfó la versión de Hemingway sobre la de Wilson. Internada en 1930 en un hospital psiquiátrico, Zelda fue sometida a una serie de exámenes que determinaron que sufría esquizofrenia. A partir de entonces fue de hospital en hospital hasta que en uno de ellos, justo cuando iba a recibir un tratamiento de electroshok, las cocinas se incendiaron: su cadáver quedó carbonizado.

Clara Bow, la it girl más deseada en la década de los veinte, también tuvo problemas con las drogas y el alcohol, lo que unido a su inestabilidad emocional, la alejaron del apoyo de los estudios cinematográficos y poco a poco fue olvidada. Su destino fue muy similar al de Zelda: tras un intento de suicidio, se le diagnosticó esquizofrenia y fue sometida a duros tratamientos, incluyendo el electrohock. Los últimos veinte años de su vida, a partir de 1944, los vivió en total soledad, bajo el cuidado de una enfermera.

Un final muy similar para dos mujeres que fueron iconos de la rebelión femenina, con el diagnóstico o la enfermedad como castigo. Sus trayectorias vitales fueron muy diferentes: Clara nació en un hogar muy pobre de una ciudad cosmopolita y moderna como Nueva York y Zelda, en una familia acomodada y conservadora de Montgomery, en Alabama. Pero ambas representaron el aspecto más frívolo y divertido de los años veinte y coincidieron en la defensa de una incipiente revolución sexual. Ser flapper y, por consiguiente una mujer moderna y liberada, se convirtió en esos años en una moda universal: las revistas y el cine le dieron alas y se extendió por América y Europa, hasta que llegó la Gran Depresión y todas las fantasías se derrumbaron al mismo tiempo que la frivolidad dejó de ser un valor en alza. Y todo se volvió mucho más serio.

Lecturas

– Francis Scott Fitzgerald, ‘El Gran Gatsby’, Penguin Random House, 2019

– Ernest Hemingway, ‘París era una fiesta’, Penguin Random House, 2019

– Edmund Wilson, ‘Crónica Literaria’, Barral Editores, 1972

‘Ragtime’, de E.L. Doctorow: Nueva York siglo XX

F.Ragtime

Fue una época de vértigo y de transformación, no sólo en el aspecto técnico sino también en el de los derechos: surgieron con fuerza los movimientos que pedían igualdad y justicia para todos, incluidas las mujeres. Pero asimismo persistió la defensa de los valores tradicionales y de los privilegios por parte de los poderosos, la mirada a un pasado que consideraban inamovible y guía para evitar la incertidumbre de los nuevos tiempos. En Estados Unidos la reacción fue especialmente retrógrada, quizá debido a su aislamiento y a la concepción puritana que dominó la sociedad americana ya desde el desembarco de los peregrinos del Mayflower. Una oleada de decretos racistas negó formalmente los derechos civiles a la población negra y cuatro años antes de que acabara el siglo XIX el Tribunal Supremo dictaminó que la separación de los alojamientos entre negros y blancos respetaba la Constitución.

Aceleración es el término que mejor puede definir lo ocurrido en los años de transición al siglo XX y sus dos primeras décadas. Gracias al avance de la ciencia, hubo un progreso espectacular en los medios de comunicación; al automóvil le siguió el avión; a la fotografía, el cine, las imágenes en movimiento y así sucesivamente.

Pero las comunidades negras de los Estados Unidos guardaban un tesoro nacido de su propia historia: la música. Su sonido era extraordinario, consecuencia de las inflexiones y rupturas de las escalas diatónicas, la distorsión del timbre instrumental y la estratificación de ritmos. Era la expresión del sufrimiento de la esclavitud, de los linchamientos y de la discriminación; la herida abierta de par en par en la historia de la nación americana. Y era ragtime, jazz, blues o swing.

Proliferó un sinfín de estilos musicales pioneros, entre ellos el ragtime, que puede traducirse por ‘tiempo rasgado’ y cuya particularidad consiste en el énfasis impuesto en las notas que anticipan o aparecen después del acento, de manera que lo refuerzan produciendo un efecto “extraño e intoxicador”, como señaló su compositor más conocido, Scott Joplin. Este estilo musical tuvo su mayor auge en los primeros veinte años del siglo XX, el tiempo en que se desarrolla la novela de Doctorow.

Por ella discurren, además de personas reales que vivieron en esos años y fueron conocidos por todos, los personajes nacidos de su imaginación y que son los que dan forma a la trama de una historia de valor y dignidad, la del pianista de ragtime Coalhouse Walker, víctima de la estupidez de unos bomberos blancos que, movidos por la envidia, una educación perturbada y el aburrimiento, deciden gastar una broma pesada, que traerá desgracias a todos: bloquean su coche, el famoso modelo Ford T, exigiendo un peaje que no existe; Coalhouse va en busca de un policía, pero cuando regresa, el automóvil tiene la capota rasgada y en el asiento trasero hay excrementos humanos; pide que lo limpien y paguen los desperfectos pero es arrestado y cuando vuelve al día siguiente, el coche ha sido destrozado a conciencia y semihundido en el río.

Coalhouse conoce los riesgos, sabe que su automóvil y su forma de vestir de negro rico es una provocación para muchos blancos, pero se niega a adoptar la actitud servil que los blancos esperan de él. Se niega a ser como el ‘Tío Tom’, de la misma manera que desprecia los espectáculos minstrels, en los que los blancos interpretaban canciones de los esclavos con la cara embadurnada de negro. El padre de la familia protagonista de esta novela, un hombre culto que nada tiene que ver con el racismo violento de los bomberos ni de la policía, llega a pensar que Coalhouse Walker no sabe que es un negro y, por lo tanto, desconoce cuál es su lugar y cómo debe ser su comportamiento.

Es una actitud muy parecida a la que tiene el negro más famoso de esa época, Booker T. Washington, una antiguo esclavo de Virginia que forjó, desde la dirección del Tuskegee Intitute de Alabama, una generación de profesores negros y que incluso fue invitado a cenar por el presidente Roosevelt en la Casa Blanca, un individuo que no creía en los grandes cambios, un negro con el alma blanca, que pretendió controlar a quienes luchaban por la auténtica igualdad política y social y que exige a Coalhouse, cuando el desenlace es ya inevitable, que deje de dar un mal ejemplo a los jóvenes negros y que se entregue.

Booker T. Washington es uno de los personajes históricos que se asoman a las páginas de ‘Ragtime’. Todos ellos vivieron en el primer decenio del siglo XX y dan contexto a la historia del pianista negro y de la familia que acoge a su novia, Sarah, y a su hijo, y a la familia de inmigrantes, compuesta por Tateh y su hija de diez años. Pero también tienen la capacidad de ocupar su espacio e incluso de construir su propia vida con la aportación de los acontecimientos en los que intervinieron, algunos rigurosamente ciertos, como la primera expedición al Polo Norte, las hazañas de Houdini o el viaje de Pierpont Morgan a Egipto. Son personajes cuyas vidas transcurren de forma independiente, aunque momentáneamente se encuentran entre sí y con las inventadas, formando un todo complejo e indivisible como una tela de araña. Milos Forman, que dirigió la película basada en esta novela, afirmó en una entrevista que lo que más le llamó la atención fue la posibilidad de hacer, de acuerdo con los diferentes personajes, varias películas completamente distintas.

En los primeros capítulos se informa del ‘crimen del siglo’, aunque éste sólo había cumplido seis años: el asesinato del famoso arquitecto Stanford White por Harry K. Thaw, un psicópata heredero de una fortuna amasada con carbón de cok y compañías ferroviarias, autor de los disparos que acabaron con la vida del antiguo amante de su esposa, Evelyn Nesbit, antigua corista y modelo que aportó la inspiración que crearía el ‘star system’ cinematográfico y el modelo para todas las diosas del amor, a partir de Theda Bara. Los periódicos informaron exhaustivamente del caso y llenaron sus portadas con fotos y entrevistas: Evelyn vendía ejemplares de la misma forma que las “estrellas” vendían las películas de la incipiente cinematografía, que se convertiría en la gran industria nacional americana.

Durante el juicio a Thaw, Doctorow hace aparecer a Emma Goldmann, agitadora, propagandista y promotora de los métodos anticonceptivos y de la igualdad de género; considerada por los tribunales estadounidenses como una de las mujeres más peligrosas de la puritana América de estos años. Hablar en público sobre sexo y anticonceptivos se consideró una actividad ilegal. ‘Emma la Roja’ se convirtió en un hito de la historia del feminismo: “Puede que me arresten, me procesen y me metan en la cárcel, pero nunca me callaré; nunca asentiré o me someteré a la autoridad, nunca haré las paces con un sistema que degrada a la mujer a una mera incubadora y que se ceba con sus inocentes víctimas. Aquí y ahora declaro la guerra a este sistema y no descansaré hasta que sea liberado el camino para una libre maternidad y una saludable, alegre y feliz niñez”.

La anarquista Goldman introduce en la novela las inquietudes de los desheredados, de quienes no tienen nada, de aquellos que acaban de llegar a Ellis Island y que son machacados por la codicia y la barbarie de los poseedores del capital. Aparentemente, la sociedad americana parecía no tener negros y tampoco inmigrantes. Pero no era así: oleadas de inmigrantes procedentes del sur de Italia y del este de Europa, que huían de la pobreza o de los pogromos o de ambas cosas a la vez, querían establecerse en América y su principal entrada era Nueva York. Cuando conseguían pasar la aduana, empezaba una nueva vida, tampoco fácil y no sólo por la pobreza desoladora que les rodeaba, sino también por la actitud de los neoyorquinos, especialmente los de la segunda generación de irlandeses, que los despreciaban porque eran sucios y analfabetos, robaban, bebían, no tenían honor y trabajaban por cuatro perras, es decir, los mismo delitos de los que habían sido culpables sus padres.

Cuando Sigmund Freud visitó Estados Unidos para dar unas conferencias en una Universidad, junto a su discípulo Jung, quedó desconcertado ante la mezcla de una impresionante pobreza, al lado de una riqueza desmedida: “América es un error, un error gigantesco”. En la tierra de las oportunidades, millones de hombres carecían de trabajo y un sindicato era simplemente una afrenta a Dios. Sueldos de miseria y trabajo extenuante, incluso para los niños, que carecían de cualquier tipo de seguridad: “Un centenar de negros sufrían linchamientos cada año, un centenar de mineros morían quemados vivos, un centenar de niños sufrían mutilaciones…” Y los patronos se desentendían y contribuían para alimentar su codicia en esta nueva esclavitud que les hacía más ricos cada día.

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Como Henry Ford, el mismo que en 1908 consiguió, mediante el invento de la cadena de montaje, rebajar los costes del automóvil modelo T -propiedad de nuestro protagonista, Colhouse, y por el que perdió mucho más que la vida- fue siempre un indeseable y un patán, que se consideraba a sí mismo como el Leonardo da Vinci del siglo XX, pero que no sólo era un antisemita y un reaccionario, sin también un patrón que no dudó en contratar cuadrillas de antiguos presidiarios para mantener el control sobre los obreros de sus fábricas, víctimas no sólo de amenazas, sino de castigos físicos.

Para los inmigrantes recién llegados, debía resultar impresionante pasear por las avenidas de Nueva York, especialmente por la Madison, con las espectaculares mansiones de los ricos, algunas de ellas fantasiosas en extremo, productos del dinero nuevo. No lo eran las construcciones encargadas al estudio del arquitecto Stanford White por John Pierpont Morgan, el monarca del reino invisible de las transacciones del capital, al que pertenecían la bolsa, los bancos y las empresas; la encarnación del poder, con su enorme estatura, su impresionante nariz, sus rasgos brutales, su puro habano y su sombrero de copa. Sólo le salvaba del abismo su pasión por la belleza: pasaba seis meses al año en Europa, donde recolectaba colecciones de pintura, manuscritos únicos, primeras biblias y piezas antiguas de incalculable valor.

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J.P. Morgan

En cierta ocasión, nos cuenta Doctorow, invitó a su residencia en Madison Avenue, a los doce hombres más influyentes de América y descubrió que sólo decían sandeces. “Le aterraron y su corazón se estremeció ( ) Oyó en su cerebro los vientos eléctricos de un universo vacío”. Y entonces, se volvió hacia Henry Ford y aquí surge la conversación más surrealista, fantástica e imposible que ha podido inventarse Doctorow: un diálogo sobre metafísica entre el educado y melancólico Morgan y el pedestre provinciano Henry Ford. Le insinuó que podría formar parte de la tribu sagrada de héroes, proveniente de los dioses que, regularmente, nacen en cada época para prestar ayuda a la humanidad, según la sabiduría del gran Osiris. Incluso le dijo que haba visto en él la reencarnación del faraón Seti I, el padre de Ramsés y la momia egipcia mejor conservada, que él guardaba subrepticiamente en su sarcófago, y cuya copia, que todos creían auténtica, reposaba en el Museo de El Cairo.

Sigue diciéndole que su cadena de montaje no es sólo un rasgo de genio industrial, sino una proyección de la verdad orgánica, en línea con las pautas universales del orden y de la repetición que dan sentido a la actividad de este planeta. Le invita a pasar una noche en la gran pirámide. La respuesta de Henry Ford es que no hacía falta gastarse tanto dinero en viajes alrededor del mundo, en eruditos y en adquisición de momias y que él mismo cree en la reencarnación, epifanía que le vino de la lectura de un librito, ‘La sabiduría eterna de un faquir oriental”, por el que pagó veinticinco centavos y que dio respuestas a su mente inquieta.

Mientras todo esto ocurría en Nueva York, en París el cubismo fragmentaba las imágenes y se hacía dueño de la bidimensionalidad; en junio de 1914 el archiduque Francisco Fernando era asesinado, más de un año después de la muerte en Roma de John Pierpont Morgan; en 1915 un profesor judío de Zurich probó que el universo era curvo. La noticia del atentado contra el archiduque se conoció en Nueva York el mismo día en que Houdini protagonizaba su más impresionante hazaña: embutido en una camisa de fuerza y con los tobillos atados a un cable de acero fue elevado boca abajo hasta la mitad del edificio Times Tower, en Times Square, y pudo contemplar los edificios de Broadway y de la Séptima Avenida con su imagen invertida.

Estalló la guerra en Europa y luego terminó, pero en ese tiempo ya se había agotado la era del ragtime y comenzó la edad del jazz.

E.L. Doctorow, ‘Ragtime’, Grijalbo, Colección ‘El espejo de tinta’, 1976.

Los ‘Personajes desesperados’ de Paula Fox

Fox

El azar, que rige el destino del mundo, me puso por delante esta novela con una reseña que le favorecía mucho, con toda razón, porque es magnífica. Nunca la hubiera buscado porque su autora me era absolutamente desconocida y porque su título resulta muy poco atrayente, aunque responde perfectamente a su contenido.

‘Personajes desesperados’ es de esas grandes novelas que cuentan una historia aparentemente trivial, al tiempo que lo relevante, lo que el autor quiere comunicar, va deslizándose de forma oculta, como un río subterráneo que de vez en cuando aflora con todo su ímpetu. Para descubrir todos los significados de la capa exterior se precisa una lectura atenta e incluso una relectura, aunque ésta debería ser obligatoria para todas las obras que merecen la pena; en la primera, el lector suele fijar su atención en el desarrollo de la trama, en el perfil de los personajes o en la expresión de los sentimientos y todo ello con cierta premura y marginando los detalles que son los postes en los que se fija una construcción sólida.

Durante tres días seguimos a Sophie en la visita a unos amigos, en su escapada nocturna, cuando acude a las urgencias del hospital o cuando espera en su casa la llamada del veterinario. Estamos dentro de ella en todos los instantes de esos tres días y por eso sabemos lo que hace, lo que le pasa y, sobre todo, lo que piensa y recuerda. Conocemos menos a Otto, su marido, con quien comparte una vida acomodada en una bonita vivienda de Brooklyn, sobria, acogedora y moderna, con el suelo de madera de cedro y alta literatura en los estantes, muy en consonancia con el estatus social de sus dueños.

Es un viernes a mediodía y ella ha preparado una de sus delicias gastronómicas, Cuando se disponen a comer, observan cómo un gato desgreñado y famélico se restriega contra la puerta de cristal que da al jardín. Y con el gato llega el primer aviso de que fuera de ese entorno delicado y culto, existe lo salvaje y lo grotesco, lo impúdico y lo impuro, encarnado en ese gato de “cabeza inmensa como una calabaza, con carrillos prominentes”, que implora comida y que, en lugar de dar las gracias cuando Sophie le pone un plato de leche e intenta acariciarlo, se revuelve y muerde su mano con inesperada furia.

En un primer momento Sophie se siente sorprendida y al mismo tiempo horrorizada ante un ataque al que no sabe cómo enfrentarse y que la paraliza. Además, la vergüenza por haberse comportado de forma tan tonta y tan confiada le impide en un primer momento contarle a Otto lo que ha ocurrido. E inmediatamente después, invadida por un dolor que cree inmerecido, se desencadena en ella el miedo, la angustia del contacto con el exterior y con él la posibilidad del contagio e incluso de la muerte.

Fuera no sólo están los gatos callejeros, las “bestias inmundas” en opinión de Otto, sino también las casuchas de los pobres del barrio contiguo y su basura, esparcida por todas partes y mezclada con excrementos de perro. La suciedad rodea y amenaza el oasis de seguridad que los Bentwood han hecho de su casa y de sus contadas relaciones; un cordón que los aísla del caos exterior y de cualquier contacto con aquello que no pertenece a un entorno controlado.

Pero la intrusión del exterior en sus vidas se sucede a lo largo de estos tres días: alguien lanza una piedra contra la ventana del dormitorio de sus amigos durante la fiesta; en el paseo nocturno por el centro de Brooklyn observa los edificios oficiales, “con el carácter peculiarmente amenazante de grandes carnívoros dormidos de forma transitoria”; un negro vomita en plena calle a primera hora de la mañana… Son las primeras llamadas de advertencia.

Cuando Sophie le enseña su herida, Otto le dice que lo único que quería el gato de ella era comida, no caricias, pero inmediatamente su mente pasa a ocuparse de lo que realmente le preocupa: la ruptura con su socio, un compañero de la universidad y del ejército con el que ha creado un exitoso bufete. Esta crisis es otra incursión en sus vidas de lo que sucede fuera y no pueden controlar.

Sophie se da cuenta de que la vida está pasando por delante de ella y de que hay algo que no va bien, que las “enfermedades hacen su trabajo en secreto y sus estragos restan ocultos”, que sus intentos de salir de sí misma, de aventurarse en el mundo acaban siempre en fracaso, como cuando tuvo una aventura de la que apenas obtuvo placer. Lo único que queda de la civilización -dice su amigo León Fisher- es la gastronomía porque transforma las materias primas, mientras que el amor físico es carne cruda. De vuelta a lo salvaje, a lo incontrolable. Realmente, Sophie no sabe qué hacer con su vida.

Otto le propone acudir al médico. No irán hasta un día después, pero sí le contará y le enseñará su herida al anfitrión de una fiesta a la que acuden horas después y que inevitablemente es psicoanalista. Una pista más de que la rabia que haya podido transmitir el gato es algo más profundo, más interior, como si hubiera sido “herida vitalmente”. Sophie siente miedo, pero al mismo tiempo le decepciona no haber sido contagiada y verse obligada a permanecer en un mundo privilegiado pero cerrado y asfixiante. “Su vida llevaba mucho tiempo siendo mullida, sin aristas y esponjosa y, ahora, con toda su banalidad palpable y su horror soterrado, estaba aquel absurdo incidente -cosa suya-, su indigna confrontación con la mortalidad”. Si estuviera infectada, piensa finalmente, si tuviera la rabia, entonces “soy igual que lo que hay fuera”. La ambigüedad es total: ¿siente alivio, se trata de una revelación, es una condena, un castigo?

Los Bentwood intentan eliminar de sus vidas todo lo que no les gusta. De viaje a su segunda vivienda, en Long Island, una pequeña casa de labranza victoriana reformada, se ven obligados a recorrer una carretera, flanqueada por una sucesión interminable de fábricas, almacenes, gasolineras, casas míseras y desvencijadas, todo de una fealdad absoluta. Ella lee en voz alta ‘Memorias de África’ para dejar a un lado el espectáculo de la miseria. Pero cuando llegan se encuentran con que unos vándalos han entrado en la casa, y han destrozado muebles, cuadros, alfombras …

Fox. Brooklin
Brooklyn

Personajes desesperados’ se publicó en 1970, tras un decenio que puede considerarse revolucionario y contradictorio en la historia de los Estados Unidos. Si en los años cincuenta los americanos se consideraban, en palabras de Arthur Schlesinger, “inconcebiblemente prósperos” y “merodeadores bajo el estupor de la grasa”, inmersos “en una atmósfera pesada, sin humor, santurrona y llena de estulticia”, los sesenta llegaron para cambiar ese clima tan deprimente y tan pacífico. No fue fácil aceptar los cambios, los buenos y los malos: fueron los años del movimiento hippy, pero también del asesinato de John F. Kennedy y de la guerra de Vietnam; del movimiento por los derechos civiles, pero también de la muerte de Martin Luther King, abatido por la bala de un fanático; de la lucha de las mujeres y de los homosexuales, pero también de los desórdenes violentos en las grandes ciudades; de la conciencia de que existía la pobreza en un país tan rico y de las campañas de asistencia social, pero también del miedo al comunismo y a una guerra nuclear.

Esta situación desborda a Sophie, que se pregunta: “¿Qué va a pasar? Se está yendo todo al garete”. No hay respuesta. Johnathan Franzen, que fue quien recuperó esta novela en los años noventa, cuando ya casi había sido olvidada, dice en el prólogo que, en una segunda lectura, buscó en ella explicaciones sobre cómo vivir y no las encontró porque no es ésa la función de la literatura, que ni es ideológica ni terapéutica. No se trata de una lección, reconoce el mismo Franzen, sino de una experiencia.

A medida que leía una y otra vez esta novela, que impuso como lectura obligatoria en un curso de escritura creativa, Franzen observa más y más detalles que revelan su estructura subyacente, eso que nos cuenta como anécdotas y que son andanadas sobre la civilización, el orden y el significado, el exceso de introspección en el mundo moderno, el caos de la infancia, las expectativas juveniles…

Vemos que Sophie se arriesga, sale al exterior, aunque resulte herida, que tiene una aventura sexual, de la que también sale dolorida, que intenta comprender a los veinteañeros que con su actitud y su jerga la insultan y la excluyen y cuya compasión le lleva a alimentar y acariciar a un gato de la calle que se revuelve contra ella y la muerde. Intenta hacer algo, aunque salga malparada, pero no ocurre lo mismo con Otto, tan distante y convencional, tan incapaz de ponerse en el lugar de los otros y tan rígido. Cada vez se encierra más en sí mismo y ni siquiera descuelga el teléfono cuando suena porque “ya no oigo nada en él que quiera oír”.

Nadie escapa al malestar, al no saber qué hacer con la vida, a la “silenciosa desesperación” en la que viven casi todas las personas -a la que se refirió Thoreau y que da título a la novela- y que puede convertirse en un infierno aún peor para aquellos que son conscientes de esa desesperación y poseen una cantidad infinita de mecanismos para explicársela a sí mismos, pero no para evitarla.

La vida no es lo que vosotros hacéis, les reprocha Charlie, el socio de Otto. Seguís estando esclavizados por la introspección mientras todo se desmorona, estáis desesperados. Sophie no sabe qué hacer, qué camino tomar. Tampoco Otto, que es consciente de que lo que llama civilización es tan mortífera e injusta como la anarquía a la que se opone y que, ante la perplejidad que le provoca el mundo, se dice a sí mismo en voz alta: “Ojalá alguien me dijera cómo hay que vivir”.

Adenda

Paula Fox nació el 22 de abril en Nueva York y murió en esta misma ciudad el 1 de marzo de 2017. Ejerció como corresponsal en París y Varsovia, ejerció la enseñanza y publicó varias novelas, sobre todo de corte juvenil. Contemporánea de John Updike, Philip Roth y Saul Below, como recuerda Franzen en el prólogo, ‘Personajes desesperados’ es claramente superior a cualquier libro de ellos. Se publicó originalmente en 1970 y un año después fue llevado al cine por Frank D. Gilroy. Su protagonista, Shirley MacLaine, y el guión obtuvieron sendos Osos de Oro en el Festival de Berlín de 1971.

Paula Fox, Personajes desesperados, Sexto Piso, 2020

Escritores ante la Guerra de 1914: incredulidad, entusiasmo y desengaño

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El asesinato del archiduque Francisco Fernando sorprendió a Stefan Zweig en Baden, una localidad cercana a Viena. Era el 29 de junio de 2014 y hacía un día espléndido. Mientras leía sentado en un banco, escuchaba la melodía que a oleadas llegaba a sus oídos procedente de la banda de música del parque, el susurro del viento entre los castaños y el canto estival de los pájaros. Y de pronto la música se interrumpió, la multitud se detuvo repentinamente, los músicos abandonaron el quiosco de la orquesta y la gente se agolpó alrededor de un comunicado: el anuncio de que el heredero del trono imperial y su esposa, de visita en Bosnia, habían sido víctimas de un atentado.

A decir verdad, constata Zweig, en los rostros no se apreciaba ninguna emoción o irritación especiales. El heredero del trono nunca había sido un personaje querido: carecía de encanto personal y de buenas maneras en el trato social; su principal ocupación era la caza, auténticos holocaustos preparados para su satisfacción, y su única preocupación consistía en suceder de una vez por todas al viejo emperador.

Apenas transcurridas unas horas de conocerse la noticia de su asesinato, la gente volvió a sus ocupaciones, a sus charlas y a sus risas, e incluso algunos respiraron aliviados por la eliminación de un futuro emperador al que no se estimaba. Al día siguiente ningún periódico se refirió a una posible represalia contra Serbia ni nada semejante y el único contratiempo que se originó fue un problema de protocolo en la casa imperial: la archiduquesa Sofía no tenía la prerrogativa de recibir sepultura en el panteón de los Habsburgo por lo que finalmente ambos cónyuges fueron enterrados discretamente en Arstetten, un villorrio austríaco de provincias.

Esta antipatía hacia el archiduque no se compadece en absoluto con lo que ocurrió después: el ultimátum de Austria a Serbia, los telegramas entre el emperador Guillermo y el zar, la declaración de guerra a Serbia por parte de Austria y, finalmente, una Europa en llamas.

Una hipótesis señala que la guerra estalló por la propia inercia militar. Barbara W. Tuchman apunta en ‘Los cañones de agosto’ que el estado mayor alemán había diseñado unos planes teóricos de ataque tan milimétricos que hubiera sido una pena desperdiciarlos, pero había que actuar con premura, antes de que el enemigo se adelantara. Quizá pesara también la ‘necesidad’ de probar los nuevos armamentos antes de que quedaran obsoletos y arrinconados en depósitos militares. Después, ya durante la contienda, se siguieron inventando elementos a cual más mortífero y espeluznante, desde el lanzallamas a los gases tóxicos y la guerra se convirtió en un campo de pruebas, en el que todo valía.

Stefan Zweig, que había podido constatar la ocupación de Bélgica por el ejército del káiser Guillermo II, pudo llegar a territorio alemán en el tren expreso de Ostende, el último que circularía en mucho tiempo, y luego a Viena, inmersa en el delirio. Se formaban espontáneas manifestaciones en las calles, en las que flameaban banderas y se escuchaba la música al paso de reclutas que “desfilaban triunfantes, con los rostros iluminados, porque la gente les vitoreaba, a ellos, a quienes nadie había agasajado jamás”.

Y no solo ocurría en Viena; en Alemania las estaciones lucían carteles anunciando la movilización general mientras los trenes se llenaban de reclutas recién alistados, en medio de una barahúnda de despedidas y pañuelos, de música y de ondear de banderas. Se había declarado la guerra y una especie de encantamiento colectivo se había adueñado de hombres y mujeres que abarrotaban las calles con un entusiasmo inusitado y contagioso ante una tragedia cuyo alcance muy pocos pudieron advertir.

Los jóvenes alemanes, como los austríacos, los británicos y en cierta medida también los franceses, se inscribían en los regimientos y a toda prisa, no fuera a ser que la guerra acabara antes de que ellos llegaran. Erstn Jünger, que apenas tenía diecinueve años, relata su viaje en tren a Hannover para alistarse. De vez en cuando veía junto a los raíles unos peleles rellenos de paja que se bamboleaban al viento y que representaban al zar Nicolás. Llegó a la ciudad coincidiendo con el desfile de un regimiento que marchaba al frente: los soldados cantaban, entre sus filas se habían introducido señoras y muchachas y los adornaban con flores.

La causa de este delirio, de esta posesión, se explica por la escenificación de una comunión perfecta de aquellos que creían formar parte de una nación, unidos más allá de su clase, formación, género o condición. Creían que formaban parte de algo más grande que era digno de ser defendido hasta la muerte. O quizá fuera lo que llamó Freud el malestar de la cultura: el deseo de evadirse de leyes y normas, de liberar viejos instintos de sangre obedeciendo al llamamiento de fuerzas oscuras y primitivas.

Los mayores no se pararon a pensar en que esos jóvenes reclutas, a los que incluso sus padres invitaban a marchar al frente, se dirigían directamente a una matanza. En los albores del siglo XX aún se creía en la autoridad y si el emperador Guillermo les había dicho que para la Navidad ya estarían todos de vuelta en casa y coronados de laureles, es que era cierto. Porque no sabían nada de la guerra y porque creían que iba a convertirlos en héroes, “las víctimas de entonces iban alegres y embriagadas al matadero, coronadas de flores y con hojas de encina en los yelmos, y las calles retronaban y resplandecían como si se tratara de una fiesta” (Zweig).

Habían transcurrido casi cincuenta años de paz y la guerra se había convertido para muchos en una leyenda, en algo heroico y romántico. Francia no cayó del todo en esta falacia. En su novela ‘Los cuatro jinetes del Apocalipsis, publicada en 1916, Vicente Blasco Ibáñez afirma que los franceses recibieron la orden de movilización con sobriedad “en las palabras y en las manifestaciones de entusiasmo”, ya que no en vano dos generaciones habían nacido en ese medio siglo con el trágico presentimiento de que una guerra con Alemania llegaría forzosamente. Una guerra que nadie deseaba, impuesta por los adversarios, pero aceptada por la mayoría como un deber. En los primeros días del estallido de la guerra, sólo algunos grupos, a los que Blasco Ibáñez tacha de patriotas exaltados, pasaban por la plaza de la Concordia para dar vivas ante la estatua de Estrasburgo.

El sábado 1 de agosto de 1914 Francia ordenó la movilización general. Agustí Calvet, cuyo seudónimo es Gaziel, estudiante ampurdanés de Filosofía en la Sorbona y residente en una pensión de Saint-Germain-des-Près, da cuenta en una crónica de sus observaciones: el servicio público de autobuses, reservado por el Gobierno para el transporte de tropas, está totalmente suspendido y el enorme tráfico ciudadano de París, sólo puede hacerse utilizando el metropolitano. “La aglomeración es algo nunca visto, sobre todo por la extraña severidad y el mutismo de los que van y vienen; todo el mundo parece moverse con una fiebre obsesiva, aparentemente sin motivo, como hacen las hormigas en los hormigueros súbitamente desbaratados”.

Todo el Barrio Latino, prosigue Gaziel, está solitario y desierto, la gente se ha encerrado en casa. No hay oradores por ningún lado, ni agitadores ni videntes y es que “la gente, ante el hecho inesperado y brutal de la guerra inminente, no siente entusiasmo ni temor, sino que está, sin más, profundamente preocupada”. Los franceses irán a la guerra, pero a regañadientes. Gaziel sigue su paseo y al llegar al bulevar de Montmartre observa a un grupo de chiquillos, muchachos y mujeres que ondean media docena de banderas francesas, inglesas, rusas e incluso una italiana mientras lanzan imprecaciones belicosas. Un coro rompe a cantar La Marsellesa y el himno prende en los espectadores, que se descubren y aplauden al paso de las banderas aunque la mayoría, serios y conmovidos, observan. No hay alegría ni entusiasmo, como constata Blasco Ibáñez en su novela.

Gaziel envió su crónica a ‘La Vanguardia’, que la publicó un mes después, en septiembre. A primeros de diciembre se convirtió en corresponsal de guerra y recorrió los escenarios de las batallas del Marne y de Verdún, con la firme convicción de que las innumerables víctimas inocentes de todos los conflictos bélicos se han preguntado inútil y desesperadamente quién puede querer la guerra.

Algunos pensaron que se vivía demasiado bien, que la Belle Époque había afeminado las costumbres y desvirilizado a los hombres o algo peor: se había caído en la degeneración olvidando los valores fundamentales del orden, la patria y el sacrificio, que solo podrían restablecerse mediante una catarsis que purificara las pasiones. Existía la posibilidad de poner fin a la agitación social y a la disolución de Europa mediante una guerra que actuaría como antídoto contra la masiva podredumbre humana que reinaba en el continente. Harry Kessler, un aristócrata alemán, educado en Inglaterra y en Francia, creía que del conflicto transformaría la esencia de Alemania y con él nacería un hombre nuevo liberado de las cadenas de la modernidad.

También se planteó la guerra como una lucha ideológica entre las democracias y los regímenes totalitarios, lo que estaba muy lejos de la realidad, sobre todo si miramos hacia Rusia, cuyo zar se apuntó a la causa de la Entente. Sí es cierto que en Inglaterra se extendió una corriente de pensamiento justificatorio: Alemania era el mal por su tendencia al totalitarismo y al cesarismo.

Los ‘hombres de letras’ británicos pronto sumaron sus plumas al servicio de la causa de la guerra: Galsworthy, Bennet, Kipling, Wells, Conan Doyle, entre los más conocidos. G. K. Chesterton escribió a favor de la intervención en el conflicto y la justificó en que “el prusiano era insufrible” y que hubiera sido terrible que además se hubiera mostrado imbatible. La causa de las Potencias de la Entente era la defensa de la civilización frente a ‘La barbarie de Berlín’, que fue el título que dispensó a un panfleto que más tarde calificaría de excesivamente belicoso pero del que nunca se arrepintió.

En el frente ideológico contrario, el de las Potencias Centrales, militó Thomas Mann, cuyo contraataque denostaba la misma idea de la democracia. Durante los años que duró el conflicto redactó un ensayo, ‘Observaciones de un hombre apolítico’, en el que tachaba el parlamentarismo de plutocracia y de sistema caduco dominado por abogados y en el que oponía la nivelación total de los “democratismos civilizatorios” a la cultura de la vieja Alemania, que entendía la libertad en su mejor sentido, como el de la entrega del individuo a la sociedad basada en valores autoritarios típicamente prusianos: el cumplimiento del deber, el orden y la disciplina. Finalizada la guerra, Thomas Mann se convirtió en un defensor acérrimo del sistema democrático de la República de Weimar, pero nunca condenó de forma tajante esas ideas que formaron parte del ideario nacionalsocialista.

Ni todos acudieron a despedir entusiásticamente a los soldados que partían al frente ni todos quisieron alistarse. Campesinos y obreros de todos los países se opusieron a la guerra porque condenaba a sus familias a pasar hambre, en el primer caso, o porque la veían como una trampa capitalista en el segundo. Hubo manifestaciones pacifistas en todas las grandes ciudades e intelectuales que se opusieron al conflicto con sus palabras, como Jaurés, asesinado por un nacionalista fanático, o con silencios atronadores como los de Karl Kraus y Walter Benjamín.

Chesterton, que no estuvo en el frente, siguió defendiendo la Guerra del 14 -no lo hizo en absoluto con la de los boers- durante el resto de sus días, pero no todos siguieron su ejemplo: pasados los primeros tiempos de euforia y entusiasmo llegaron los fracasos en el frente y todo el horror de la guerra escenificado de una forma brutal en la batalla del Somme, que duró cuatro meses y causó más de un millón de bajas.

La guerra que, según algunos iba a crear a un hombre nuevo y libre, destrozó las vidas de miles de jóvenes, no sólo las de los que murieron, sino también las de quienes salieron de ella con el alma en pedazos. Wilfred Owen, el poeta de guerra que había animado a la lucha heroica, regresó a Escocia como víctima de la neurosis de guerra tras la muerte de todos sus compañeros en una trinchera y, en el hospital, mientras se recuperaba, plasmó su experiencia del infierno en los versos descarnados del ‘Himno a la juventud condenada’.

Coincidió en el hospital con otro poeta, Siegfried Sassoon, que también se alistó voluntario y al que incluso se le concedió la Cruz Militar por su valentía en el frente, pero que tras escribir a su comandante en jefe una carta para que se pusiera fin a los tormentos que padecían los soldados británicos al servicio de fines “perversos e injustos” fue diagnosticado de neurastenia y enviado junto a Owen para su recuperación.

Ambos se reincorporaron a la lucha en el frente occidental y Owen murió una semana antes de que se firmara el armisticio. Su muerte se convirtió en el símbolo del destino de su generación y de la locura de unos gobernantes que queriendo conseguir la libertad, llevaron a la muerte a millones de personas, con el visto bueno de intelectuales que no supieron o no quisieron adivinar la magnitud de la catástrofe.

Lecturas

Ernst Jünger, ‘Tempestades de acero’, Tusquets Editores, 1989

Philipp Blom, La fractura, Anagrama, 2016

Barbara W. Tuchman, ‘Los cañones de agosto’, RBA 2014

Thomas Mann, ‘Consideraciones de un apolítico’, Capitán Swing, 2011

Stefan Zweig, ‘El mundo de ayer’, Acantilado, 2001

G.K. Chesterton, ‘Autobiografía’, Acantilado, 2003

Gaziel, ‘París 1914-Diario de un estudiante’, Editorial Diéresis, 2013

‘Sin novedad en el frente’, sin héroes ni victorias

trincheras

Lo que más me sorprendió en mi primer viaje por Francia fueron sus preciosos pueblecitos de balcones cuajados de flores pero más aún que cada uno de ellos tuviera un memorial por los soldados muertos en la Gran Guerra: hasta el más pequeño mostraba una lista de nombres, más o menos larga, de aquellos que murieron en los campos del norte del país. Desde entonces tengo la impresión de que aquella fue la guerra más cruel y más triste.

Quizá Francia fuera el país que más bajas sufrió con la pérdida del 17% de sus soldados, pero Alemania no se quedó atrás: dos millones de soldados murieron en suelo ajeno y allí quedaron muchos de ellos, sepultados en lo que se llamó el frente occidental, en el que se vivió lo más espantoso de esa guerra.

Finalizada la contienda, volvieron a Alemania seis millones de soldados, una buena parte de ellos lisiados y desfigurados: un recordatorio diario de la matanza insensata de la Primera Guerra Mundial. Y aunque en muchas ocasiones se denostara la guerra, el pacifismo no fue un movimiento generalizado; el revulsivo se produjo en 1928, cuando un antiguo veterano escribió la crónica de un grupo de jóvenes que se alistaron alegremente y murieron de las formas más terribles que uno pueda imaginar.

En ‘Sin novedad en el frente’, Erich Maria Remarque narra a través de Päul Baumer las experiencias de Kropp, Müller y Leer, sus compañeros de aula, y la de otros camaradas que conoció durante el periodo de instrucción y en el frente. Tenían apenas diecinueve años y les dijeron que la guerra iba a ser corta y heroica, que no intervenir en ella era propio de cobardes y que el conflicto les convertiría en hombres y les moldearía como al acero.

El entusiasmo y el deseo de combatir se generalizó en los países beligerantes. En Berlín, cuando se anunció la movilización, la multitud cantó himnos y en el Reino Unido se apuntaron como voluntarios medio millón de hombres solamente en el primer mes. Stefan Zweig, uno de los pocos que no se dejaron llevar por el canto guerrero de las walkirias, describió el ambiente de Viena el 28 de julio de 1914: “Sólo se conocía la guerra por los libros y de repente estaba ahí y nadie intuía lo cruel y lo criminal que llegaría a ser”; se vivía la declaración de guerra como el comienzo de una romántica novela de héroes y de grandes hazañas mientras “los jóvenes se apelotonaban delante de las oficinas de reclutamiento, no fuera a ser que llegaran demasiado tarde y se perdieran la gran aventura”.

A Baumer, el alter ego de Remarque, y a sus tres compañeros de pupitre su maestro les llenó la cabeza de consignas patrióticas y no dejó de soltarles discursos hasta que la clase entera, bajo su mando, se dirigió a la comandancia del distrito para alistarse. Había miles de maestros como Kantorek, que representaban la autoridad y, por tanto, la perspicacia y el sentido común, pero “el primero de nosotros que murió echó por los suelos esa convicción; el primer bombardeo nos reveló nuestro error y con él se derrumbó la visión del mundo que nos habían enseñado”. En los primeros meses de la guerra, de un total de veinte compañeros de la escuela, siete han muerto, cuatro están heridos y otro en el manicomio; quedan doce.

La experiencia en primera línea es devastadora. Se dirigen a fortificar las trincheras y por primera vez escuchan las detonaciones y observan el espectáculo de luces que les acompañarán el resto de su días en el frente: “Una claridad incierta, rojiza, se extiende de un extremo al otro del horizonte, en constante movimiento, atravesado por los fogonazos de las baterías. Las esferas luminosas se elevan por encima, círculos rojos y plateados, que estallan y caen como lluvia en forma de estrellas rojas, verdes, blancas. Las bengalas francesas salen disparadas, despliegan en el aire un paracaídas de seda y descienden lentamente iluminándolo todo como si fuera de día y vemos nuestra sombra claramente perfilada en el suelo”.

Es entonces cuando “el fragor de la artillería aumenta hasta convertirse en un único estampido sordo y se deshace de nuevo en explosiones aisladas”, cuando “rechinan las descargas cerradas de las ametralladoras y, encima de nosotros el aire está lleno de hostigamientos invisibles, aullidos, silbidos y siseos; son proyectiles de poco calibre, pero de vez en cuando entre ellos resuenan en la noche los obuses de la artillería pesada, que van a caer lejos a nuestras espaldas y profieren un aullido ronco y lejano, como de ciervos en celo y se oyen por encima de los aullidos y silbidos de los pequeños proyectiles”.

El progreso de las técnicas de artillería permitieron en esta guerra contar con cañones de precisión que lanzaban proyectiles cargados de explosivos, metralla o gas a muchos kilómetros de distancia del frente durante días enteros. Es la primera guerra tecnológica a escala industrial en la que los soldados cuando ocupaban las trincheras eran blancos inmóviles detectados por los aviones de reconocimiento y luego bombardeados a conciencia y blancos móviles y fáciles para las ametralladoras y el fuego de la artillería en las ofensivas a campo abierto.

Como si una mente sobresaliente en sadismo las diseñara se fabricaron nuevas formas de herir y de matar, inventos cada vez más mortíferos. Los proyectiles cargados con bolas de plomo y pólvora que explotan antes de caer al suelo y atraviesan escudos y cascos de metal; los lanzaminas que envían los cadáveres sin piernas de los soldados a las ramas de los árboles; las bayonetas con sierra incorporada; los lanzallamas que manejan dos hombres, depósito y manga y los terribles tanques que “representan todo el horror de la guerra, la viva imagen del exterminio mientras descienden implacables al fondo de los cráteres y vuelven a asomar, irresistibles, verdadera flota de acorazados, aullando y escupiendo fuego, invulnerables bestias de acero que aplastan a muertos y heridos”.

Baumer relata este horror y también el provocado por la utilización del gas, el arma más impactante de esta guerra, que buscaba hacer salir a los soldados enemigos de las trincheras para poder bombardearlos a placer. El peligro les obliga a refugiarse en un cráter donde la explosión sorda de las granadas de gas se mezcla con el estallido de los proyectiles: “El gas se arrastra por el suelo y penetra en todas las cavidades, como una blanca y ancha medusa se extiende por nuestro cráter, llenándolo”. Hay que ser prudentes y no retirarse la máscara antigás hasta estar a salvo, fuera del agujero. Pero los reclutas recién llegados no lo saben todavía y morirán asfixiados tras una agonía interminable.

Baumer ingresa en un hospital al resultar herido en la pierna y hace recuento de los heridos: en el vientre, en la cabeza y amputados en el piso de abajo; maxilares, nariz, orejas, garganta y afectados por los gases en el ala derecha; ciegos, heridos en el pulmón, pelvis, articulaciones, riñones, testículos y estómago, en el ala izquierda. Todo está dispuesto para martirizar “el diminuto y quebradizo cuerpo humano” del que habla Walter Benjamin. “Cárceles de dolor y sufrimiento, sólo un hospital muestra verdaderamente lo que es la guerra”, dice Remarque .

La guerra de trincheras es especialmente cruel. “Los obuses despedazan el parapeto y levantan por los aires el terraplén. Al amanecer la explosión de minas se mezcla con el fuego de la artillería y allí donde caen, abren una fosa común. Se elevan surtidores de barro y metralla. Casi no nos queda trinchera. Una granada estalla delante de nuestra galería y se hace la oscuridad: hemos quedado sepultados y debemos desenterrarnos ( ) Son tres días en la trinchera. Estamos sentados como en el interior de nuestra tumba y únicamente aguardamos a recibir sepultura”.

Y cuando la orden consiste en avanzar aún es peor. Los cadáveres se amontonan en la tierra de nadie, entre ambas trincheras, y no siempre se puede recoger a los heridos. Sufrimos muchas bajas, sobre todo de reclutas inexpertos que, “heridos no se atreven a quejarse en voz alta y con el vientre, el pecho, los brazos o las piernas destrozados, gimen débilmente llamando a sus madres y callan cuando los miras”. Kemmerich ha muerto, Westhus está agonizando, Kramer ha desparecido alcanzado de lleno por una granada, Martens ya no tiene piernas… “Sólo hemos cedido unos centenares de metros, pero en cada metro hay un cadáver; de los 150 hombres de la segunda compañía, quedan treinta y dos”.

Nunca como en esta guerra se hicieron trizas los mitos, absurdas las previsiones y cínicas las frases grandilocuentes. El verso de Horacio que adornaba el frontispicio de academias militares –Dulce et decorum est pro patria mori (Dulce y honroso es morir por la patria)se revolvió contra sí mismo y desde entonces es más burla que máxima.

Fue una guerra sin héroes, un torrente de sufrimiento y ¿para qué? Al comienzo de la novela, el narrador asegura que no pretende hacer una denuncia ni una confesión, sino simplemente mostrar cómo una generación fue destruida por la guerra aunque escapara de las granadas. Eran demasiado jóvenes para haber echado raíces en la vida y tras el horror no existe ninguna explicación para ellos; estaban llenos de ideas inciertas que daban a la vida e incluso a la guerra un carácter idealizado y casi romántico, pero “la guerra nos ha echado a perder para cualquier cosa”; “estamos abandonados como niños y somos experimentados como ancianos … creo que estamos perdidos” y cuando la guerra termine emergerá “todo lo que ahora mientras combatimos se hunde en nuestro interior como una piedra”, entonces será cuando empiece “el conflicto a vida o muerte” y “marcharemos al lado de nuestros compañeros muertos, con los años del frente a nuestra espalda ¿Contra quien marcharemos?”

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Erich Maria Remarque

Sin novedad en el frente’ no sólo mostró la inhumanidad de la guerra y su sinsentido, sino también que fue una guerra sin héroes, si acaso supervivientes, algunos mutilados y otros enloquecidos de por vida, cínicos e indispuestos con la autoridad y el patrioterismo que les había conducido al frente. Eso era más de lo que podía soportar el nacionalsocialismo incipiente de un relato que, además, se había convertido en el éxito editorial más importante hasta entonces, con un millón de ejemplares vendidos en un año desde que se publicara en enero de 1929 en forma de libro.

Además, desmontaba la tesis de la “puñalada por la espalda”: los dos bandos llegaron a un armisticio por agotamiento. El material del enemigo, señala Baumer, parecía no acabarse nunca y su superioridad numérica nos han obligado a retroceder. La ultraderecha consideró que la novela amenazaba el patriotismo de la juventud y reforzaba el pacifismo y acusó a Remarque de frívolo gacetillero de deportes, de embustero que apenas había pisado el frente y de francófilo vividor y charlatán. Pero el movimiento antimilitarista y los partidos de izquierda recibieron con entusiasmo la novela.

Joseph Goebbels la calificó de “libro infame, corrosivo y peligroso”, un insulto al pueblo alemán. Llegó tarde para montar un escándalo en su publicación, pero sí consiguió que se prohibiera la proyección de la película: él y unos cuantos agitadores más comenzaron a chillar en el mismo momento en que aparecía la primera escena bélica en el segundo día de exhibición y el propio Goebbels se dirigió al público gritando que lo que aparecía en la pantalla era una vergüenza. Varios miembros de las SA soltaron cientos de ratones blancos en la sala y la confusión fue tal que se suspendió la proyección. Uzcanga cuenta que dos miembros del comando nazi se dirigieron a las taquillas, rompieron los cristales, amenazaron a las cajeras y se llevaron la recaudación.

Goebbels ganó la partida al conseguir con sus escándalos que se prohibiera la exhibición de la película. Escribió en Der Angriff el 12 de diciembre: “Remarque está acabado. Podemos certificar que por primera vez hemos logrado que la democracia de asfalto doblegue las rodillas en Berlín”.

Si el tiempo es el juez de la historia, la conclusión del jefe de propaganda de Hitler no es correcta. Las vívidas imágenes del horror de la guerra que nos dejó Remarque hace casi cien años son más ciertas y más verdad que la vana justificación patriótica de un conflicto sangriento y sin sentido.

Lecturas

-Erich Maria Remarque, Sin novedad en el frente, Edhasa 2009

-Francisco Uzcanga Meinecke, El café sobre el volcán, Libros del K.O, 2018

– Pasear, tesoro de los pobres y vicio de los solitarios

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Franz Hessel

Pasear, desplazarse sobre dos extremidades, es un placer singular que debería estar exento de toda finalidad moral, salubre o pecunaria. Nada que ver con el footing ni con acercarse a comprar alguna cosa o ir de visita, porque el paseo no debe ser ni provechoso ni higiénico. Y vale cualquier ciudad, si es la propia mejor, y cualquier estación, si las condiciones meteorológicas no lo impiden, y cualquier hora, desde la madrugada a la madrugada siguiente.

Son los principios que debe seguir un paseante o flâneur, redactados por Franz Hessel tres años después de publicar ‘Paseos por Berlín’ (1929), su ciudad natal, a la que trasladó su experiencia de paseante en París y después de haber convencido a Walter Benjamin de la excelencia del pasaje urbano.

A Hessel se le conoce no sólo por su tendencia a vagabundear, si es que se puede traducir por este verbo el malsonante ‘flanear’. Se le reconoció tardíamente, allá por los años ochenta, como maestro de Walter Benjamin en el arte de la flânerie, como reconoce el filósofo alemán al revelar que tuvo cuatro guías: las niñeras, las prostitutas, el extravío y la obra de Franz Hessel. Se le consideró durante mucho tiempo como un escritor menor y parte de su fama le venía por ser el marido de la explosiva y liberada periodista Helen Grund, la protagonista del triángulo amoroso ‘Jules y Jim’ que llevó Roché a la novela y Truffaut al cine; también por ser el padre de Stephane, resistente de la Francia Libre, detenido por la Gestapo, redactor de la Declaración de los Derechos Humanos, mediador en situaciones extremas desde Indochina a Burundi y, con noventa y tres años, autor del panfleto ‘Indignaos’ a favor de la insurrección pacífica.

En este artículo titulado ‘Sobre el difícil arte de pasear’, Franz Hessel describe lo que debe adornar la figura del paseante y, aunque impone criterios rígidos respecto a la ausencia de objetivos y eliminación de las prisas, se muestra más abierto a permitir licencias en cuanto al lugar del paseo: no sólo puede ser cualquier ciudad, sino que también se puede incluir los suburbios, con el límite del campo, en el que el paseo se convertiría en excursión. En tiempos anteriores al siglo XX, el paseo se relacionaba con la naturaleza y no con la ciudad: el caminante romántico se abría camino por entre las apariencias hacia la revelación. Nuestro flâneur no es en absoluto amante del campo ni presa del misticismo: el paisaje desde Zola y Balzac es el de la ciudad y Baudelaire es su profeta.

Franz Hessel se estableció en París en 1906 hasta que fue llamado a filas en 1914. Finalizada la guerra volvió a Berlín y entabló una estrecha amistad con Walter Benjamín, al que le unían criterios estéticos y coincidencias biográficas como que ambos pertenecían a familias judías asimiladas y prósperas, habían nacido en la capital prusiana y sentían una indomable pasión por la literatura. Franz le llevaba doce años de ventaja y quizá en razón de la edad y la experiencia, Benjamín le consideraba su maestro, pero luego lo superó al convertir el paseo y los pasajes en la clave de bóveda de su filosofía. En 1926 se ponen a traducir juntos a Marcel Proust, autor rompedor que en 1919 había recibido el Premio Goncourt y revolucionado el mundo literario, y durante unos días, en el transcurso de la traducción, se sumergieron en el mundo de los matices y los detalles urbanos de París descritos en ‘La recherche’ y que tan bien conocía Franz.

Pasear “es el más asequible de los placeres y nada tiene que ver con los deleites específicamente burgueses y capitalistas: es el tesoro de los pobres, hoy en día ya casi su privilegio exclusivo”. París y Berlín son ciudades para deambular por ellas, con mirada ociosa y despreocupada aunque los berlineses imbuidos por la ética del trabajo y del esfuerzo, subraya Hessel, no conciben esta clase de placer e incluso lo consideran una amenaza o cuando menos tildan de sospechosos a quienes invaden las calles de su ciudad sin rumbo fijo ni actividad aparente. El paseo es júbilo, pero no se circunscribe a los jubilados o desocupados del trabajo cotidiano: cualquiera puede pasear cuando se dirige de vuelta a casa tras una jornada laboriosa y aburrida, despreciando atajos y encarando con generosidad la pérdida de tiempo que supone bajar del autobús unas paradas antes.

La indeterminación del objetivo es también uno de los principios de la flânerie. Es preciso abandonarse a las sorpresas del azar, a aventurarse. Pero tampoco conviene abandonarse al caos. Fijar un destino para traicionarlo después y desviarse del rumbo es otra estrategia más porque solamente estableciendo una meta, aunque sea poco fiable, se pueden cometer desvíos. Elijamos un tramo de la ciudad: podemos detenernos, entrar en un teatro o en un cine, o quizá seguir más adelante, lo que ese día nos sugiera el ánimo.

No son necesarios parajes exóticos ni atracciones turísticas. El flâneur no es un turista y por eso se recomienda que para ejercer esta actividad se elija la propia ciudad de nacimiento. Benjamin deja bien claro que la ‘flânerie’ es incompatible con la visita apresurada porque requiere calma, detenimiento, regresar una y otra vez para descubrir lo que se nos ha quedado oculto, los detalles que no se han apreciado antes, los matices que en una primera mirada no nos parecieron importantes. “Visita tu propia ciudad, pasea por tu barrio”, nos aconseja Hessel, y “observa cómo transita la vida de una a otra calle” y “cómo alternan en ellas el silencio y el alboroto, cómo se vuelven más elegantes o humildes, febriles o somnolientas”; escucha las voces de la ciudad que “tratan de llamar tu atención, de seducirte” y sumérgete durante tu paseo en la historia de las tiendas y tabernas, cuyas mercaderías vaticinan su futuro destino.

La calle se puede leer como un libro y, al igual que una historia ajena, nos libera de una vida privada más o menos aburrida que conocemos de sobra. Pasear, dice Hessel, “es una forma de lectura de la calle en la que las caras de las personas, los acristalamientos, los escaparates, las terrazas-café, los ferrocarriles, los automóviles y los árboles se convierten en letras con el mismo derecho, que juntas dan lugar a palabras, oraciones y páginas de un libro que es siempre nuevo”. Pero hay que aprender a leer: Hessel y Benjamin aconsejan reeducar la atención para poder desplazarla de lo aparente a lo apenas perceptible, a los múltiples detalles que conforman la vida urbana.

Es sobre todo Benjamín quien vincula con más voluntad la ciudad con la lectura. París es una ciudad íntimamente ligada a los libros; la contempla como texto y al mismo tiempo como resultado de la literatura; relaciona Notre-Dame con Víctor Hugo y la Torre Eiffel con Cocteau y concibe la ciudad como “un gran salón de biblioteca atravesado por el río”.

El secreto está en los detalles y la mirada debe dirigirse a lo que puede parecer insignificante a los ojos del inexperto caminante. La ciudad habla bajito, al oído -dice Benjamin- y si ponemos atención se nos revelan historias del pasado aparentemente superficiales y también pensamientos profundos. Para el paseante, los escaparates dejan de ser reclamos y se convierten en paisaje; la oscuridad en la que nos sumerge el atardecer será una reflexión sobre la fugacidad de la vida, en tanto que el alba nos avisará de que todo vuelve y el fin no ha llegado.

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Walter Benjamin

Pasear es un vicio solitario que no conjuga con lo colectivo. “No es fácil pasear acompañado” porque los acompañantes te distraen, te demoran o aceleran, en una palabra: te importunan. Ir al lado de un aficionado a la fotografía es un despropósito porque se detiene en cualquier momento, busca el ángulo, el encuadre y te deja como un pasmarote en medio de la calle, esperando a que termine de lanzar fogonazos interminables. “El verdadero paseante es como un lector que sólo lee para su disfrute personal” y lo hace en silencio y sin compañía.

Para Hessel y para Benjamin París y Berlín son las ciudades emblemáticas del flâneur, aunque la primera siempre se considere primordial e iniciática. Hessel volvió a Berlín, su otra ciudad amada, la que, dice, se encuentra “en el camino que lleva de Roma a Moscú”. En 1929 publicó ‘Paseos por Berlín’, la ciudad de su infancia. Benjamin escribió el prólogo con un título muy sugerente: ‘El regreso del flâneur’.

Hessel regresó tras la guerra a su hermoso piso cerca del Tiergarten, pero siempre echó de menos París. Cuentan que un amigo de Berlín un día de sol lo vio con un paraguas abierto. Ante su extrañeza, le explicó: “Está lloviendo en París”. Volvió exiliado a su ciudad de acogida en 1938, cuando a Berlín la convirtieron en una ciudad sin presente ni futuro para los judíos, pero en 1940 el ejército alemán invadió el norte de Francia y Franz fue detenido.

Hessel y Benjamin tuvieron unas vidas coincidentes, casi paralelas, y dejaron la flânerie para siempre casi al mismo tiempo. Franz Hessel fue internado en el campo de Les Milles junto a Max Ernst, Benjamín y otros. Después fue trasladado a Burdeos y luego a otro campo cerca de Nimes. Los dos fueron liberados a los pocos meses y ambos murieron muy poco después, con un intervalo de apenas cuatro meses. Benjamin murió en septiembre de 1940 en una pensión de Portbou cuando pretendía llegar a Portugal y embarcar hacia los Estados Unidos pero fue interceptado por la policía y, antes de caer en manos de la Gestapo, se suicidó con una sobredosis de morfina. Hessel, tras ser liberado del campo, se instaló con Helen en Sanary-sur-Mer, refugio para muchos exiliados alemanes, pero poco después, un día de enero de 1941 se apoderó de él un cansancio infinito, se tumbó y murió dulcemente.

Lecturas

– Franz Hessel, ‘El difícil arte de pasear’, publicado en revista berlinesa ‘Die Literarishe Welt’ el 27 de mayo de 1932 y traducido y editado por Francisco Uzcanga en el recopilatorio ‘La eternidad de un día’, Acantilado, 2016.

– Walter Benjamin, ‘El regreso del flâneur’, reseña del libro de Franz Hessel, ‘Paseos por Berlín’, publicada en ‘Die Literarishe Welt’ el 4 de octubre de 1929, recogida en ‘La tarea del crítico’, una selección de textos de Benjamin de la Editorial Hueders, 2017.

Periodistas españoles en la República de Weimar: Chaves Nogales y Xammar — Historias emergentes

Chaves Nogales, redactor jefe del ‘Heraldo de Madrid’, realizó un viaje en avión por Europa camino de Bakú, algo más de dieciséis mil kilómetros, en 1928. La primera escala la hizo en París y, aunque el objetivo de sus crónicas era contar cómo les iba a los soviéticos diez años después de su revolución, hizo […]

Periodistas españoles en la República de Weimar: Chaves Nogales y Xammar — Historias emergentes

Las crónicas berlinesas de Christopher Isherwood

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Otoño de 1930 en una pensión de Berlín. Da a una calle pesada y pomposa, de fachadas cargadas de balcones y adornadas de estucos, volutas y emblemas heráldicos; casas destartaladas y monumentales como cajas fuertes que guardan en su interior muebles envejecidos, propios de una clase media en bancarrota.

Así comienza, en una pensión, el diario de Christopher William Bradshaw-Isherwood, un joven nacido en una mansión británica propiedad de su familia desde el siglo XV, que ha dejado una Inglaterra de tradición puritana y actitudes victorianas para instalarse en Berlín y escribir. Se fue a finales de 1929 y durante los siguientes cuatro años tomó notas acerca de cómo eran las cosas en los últimos tiempos de la República de Weimar y, aunque tenía la pretensión de actuar como una cámara pasiva y minuciosa que se limitara a registrar lo que pasaba ante sus ojos, el mero hecho de elegir determinadas escenas o dibujar ciertos personajes con los que se relacionó, implica inevitablemente la existencia de un punto de vista.

Ya en la primera parte, de las seis en las que están divididos estos diarios de ‘Adiós a Berlín’, nos muestra la decadencia de la pensión en la que tiene alquilado un cuarto. Hace recuento de los objetos que le rodean: una inmensa estufa de cerámica polícroma; un armario gótico, catedralicio; un retrato del rey de Prusia; sillas como tronos episcopales y a su lado unas falsas alabardas de atrezzo, olvidadas tal vez por alguna compañía de teatro.

Este empobrecimiento de la clase media es una constante en Alemania, primero como consecuencia de la guerra del 14 y después por la hiperinflación de 1923. Tras los cuatro años de matanzas y la subsiguiente revolución amputada a sangre y fuego, vino la desconcertante inflación alentada por las autoridades para compensar la carga de las indemnizaciones de guerra. Se les fue de las manos: evaporó fortunas y fulminó ahorros en un sólo día. Los alemanes vendieron sus últimas posesiones y muchos de ellos, profesionales que hasta aquel momento habían podido vivir de su trabajo con el esfuerzo diario y sostenido, se dejaron llevar por el desánimo y muchos optaron por suicidarse antes de sufrir la vergüenza del hambre.

Esta situación de incertidumbre extraordinaria, de derrumbamiento de cualquier expectativa de recompensa al esfuerzo en el trabajo y a una vida frugal, valores inscritos en las clases medias alemanas, junto a una clara percepción de que el sentido del deber no servía para nada, dejó a la sociedad debilitada, sin defensa ante eslóganes que les habrían parecido irrisorios años atrás, mientras los especuladores se hacían los dueños de los negocios y los violentos, de las calles.

Y sin embargo, en este caos, Berlín, somnolienta ciudad de provincias como la califica Philipp Blom, se había convertido en una capital imperial cosmopolita, en la que convivían grandes avenidas, espléndidas salas de conciertos e impresionantes museos, y al mismo tiempo oscuras habitaciones en las que se alojaban obreros industriales e inmigrantes, exiliados, refugiados y fugitivos. Con sus cuatro millones de habitantes era en los años de la República de Weimar una megalópolis moderna y productiva, de una creatividad extraordinaria, que atraía a talentos de primera clase: desde los protagonistas de la Bauhaus a grandes directores de orquesta como Furtwängler, científticos como Planck y Einstein y escritores de la talla de Döblin. Berlín era un hervidero de creatividad, desbordante de promesas de futuro y de posibilidades.

Pero cuando la República de Weimar parecía haber superado el terrible bache de la inflación, llegó la Gran Depresión del 29 y los inversores extranjeros, en especial estadounidenses, cerraron el grifo de los préstamos y exigieron cobrar sus deudas y millones de personas perdieron su trabajo. Es unos meses después, en 1930, cuando Isherwood comienza sus notas. En 1934, cuando ya había puesto fin a su estancia en Berlín, la tasa oficial de desempleo alcanzaba el 42%.

La situación económica era tan mala que Isherwood, que vivía de dar clases particulares de inglés, se vio obligado a dejar la pensión deprimente y venida a menos del primer capítulo e irse a vivir a un piso pequeño y miserable, con una familia obrera, los Nowak, con la que experimentó la durísima vida de las clases bajas de la zona este de Berlín, hacinadas en casas de vecindad húmedas y oscuras, con grandes dificultades para salir adelante en barrios tradicionalmente comunistas cada vez más invadidos por manifestaciones y desfiles del NSDAP.

La pobreza hace aflorar un segundo Berlín. Los comercios cierran a las ocho y los niños se van a la cama. Es entonces cuando surge la vida oscura de la ciudad: la de los golfos, sus chicas y sus cuartos tibios, y la de las tres prostitutas de la esquina que superan los cincuenta años y que susurran quedamente en las esquinas a posibles clientes: ‘Komme, Süsser’. Un camarero, también de esa noche oscura, le asegura a Isherwood que hay cierta demanda de este tipo de mujer, especialmente entre los hombres tímidos y los jóvenes inseguros porque ellas son los suficientemente mayores para ser sus madres.

Lo que no le cuenta Bobby ni registra Isherwood es que en Berlín, debido a la grave pobreza que obligaba a prostituirse a amas de casa sin recursos, cerca de cien mil mujeres y treinta y cinco mil hombres ejercían esa actividad de forma regular, de manera que la ciudad se había convertido en el destino turístico para gente de todos los gustos sexuales, fantasías y perversiones. Las calles estaban frecuentadas por “dominatrices, secretarias, dependientas, viudas maduras, embarazadas, travestis y transexuales, chicos de alquiler y machotes rudos, niños en venta, sádicos masoquistas, flageladores y coprófilos” (Philipp Blom).

No debería confundirse la penuria económica que indujo a miles de personas a ejercer la prostitución con un ambiente de libertad sexual que, efectivamente, afloró de forma espectacular, en el Berlín de Weimar. Isherwood no sólo se instaló allí para escribir, sino también para “conocer chicos”, como reconoció años después. En 1928, había visitado la capital prusiana junto a uno de sus mejores amigos, Wystan H. Auden, que llegó a decir que “Berlín era el sueño diurno de un maricón”, con cientos de burdeles masculinos a su disposición.

Prostitución obligada, pero también un clima permisivo, en buena parte construido para agradar a los visitantes. En el ‘Troika’ estaba todo dispuesto, con sus gigolós y sus demi-mondaines, la orquesta y el baile, para complacer a los clientes, hombres de negocios que viajan con sus mujeres mortalmente aburridas, cuenta Isherwood. Incluso los barrios obreros berlineses tienen su cabaret, el ‘Cozy Corner’, donde los hombres se exhiben vestidos de mujer y muestran sus piernas depiladas y tostadas por el sol.

Y en una zona gris, en la que todo se vende y con todo se especula y que en parte se considera consecuencia de la modernidad, se mueve Sally Bowles, el personaje que se convierte en referencia de todas estas crónicas de Isherwood, gracias a la interpretación que de ella hizo Liza Minelli en la película ‘Cabaret’, de Bob Fosse. Sally es vistosa y moderna, con una idea infantil de las relaciones sexuales, de poca perspicacia a la hora de buscar protectores, bastante incompetente como actriz y como cantante, pero absolutamente deliciosa; hace que canta en el Lady Windermere, un bar bohemio y sofisticado, aunque no del nivel de glamour del que aparece en ‘Cabaret’.

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Auden, Isherwood y Spender

Isherwood tomaba apuntes del natural para luego hacerlos suyos y crear personajes que algo tenían que ver con el original, pero, como se quejó una vez su amigo Spender, dramatizados en sus caracteres y personalidades, hastra el punto de que “podíamos terminar creyendo que en realidad éramos lo que él fabricaba para nosotros”. Eso ocurrió con Sally Bowles, un personaje frívolo y disipado en la visión de su creador, que quedó para siempre en esa foto fija, imposible de eliminar, pese a que años después, la auténtica Joan Ross marchara a España durante la Guerra Civil como reportera del Daily Worker y nada tuviera que ver ya con la alocada Sally.

Otro personaje magistral de ‘Adiós a Berlín’ es Bernhard Landauer, un judío dueño de unos grandes almacenes de la Postdamer Platz, que, en su juventud, quiso ser escultor y había sido un gran viajero. Irónico, amargado, ceremonioso, acaso demasiado civilizado; una personalidad escindida entre la pasividad y la fortaleza; entre sus ascendencias judía y prusiana y entre el encanto del oriental y su arrogante humildad.

En un libro muy posterior, ‘Christopher and his kind’ (1976), Isherwood revela que Bernhard era en realidad Wilfrid Israel, empresario y filántropo que utilizó la infraestructura de los Grandes Almacenes Israel, de su propiedad, para sacar de Alemania al mayor número posible de judíos, que financió la salida de sus trabajadores y que organizó campañas de rescate y reunificación de famillias judías. El 1 de junio de 1943, el avión en el que viajaba, junto al actor Leslie Howard, fue derribado en el Golfo de Vizcaya por cazas alemanes, quizá porque sospecharon equivocadamente que a bordo viajaba Winston Churchill. El hecho se ocultó en Alemania y se dijo que Israel había muerto de un ataque al corazón.

En Sally Bowles y en Bernhard Landauer se esconde la misma idea fatalista de que el mundo se encamina hacia una gran catástrofe. No hay más que asomarse a las calles de Berlín o hablar con sus habitantes: los judíos eran odiados, maltratados y finalmente asesinados. La dueña de la pensión no puede ocultar su desconfianza hacia los médicos judíos y muchas veces Isherwood pudo observar cómo un judío es apaleado en la calle ante la indiferencia general. Landauer le revela que ha recibido amenazas infantiles y el escritor le aconseja que lo denuncie porque “los nazis escriben como colegiales, pero son capaces de todo y por eso son tan peligrosos. La gente se ríe de ellos y luego será demasiado tarde”.

No sólo los judíos; cualquiera que se oponga a sus ideas simples de grandeza y crimen, desde izquierdistas a liberales, son perseguidos, encerrados en campos y finalmente liquidados. La pregunta es obligada: ¿Cómo es posible que tantos visitantes extranjeros y tantos diplomáticos que residían en Berlín no se dieran cuenta del peligro que conllevaba la ascensión del partido nazi, de la supresión de derechos, libertades y personas, de las insistentes mentiras de Goebbels, de sus matones campando a sus anchas por las calles berlinesas, de la descomunal hoguera de libros contrarios a lo que llamaban “alma alemana”?

En las notas de su diario correspondiente al invierno de 1932-1933, Isherwood señala que “los periódicos van pareciéndose cada vez más a un boletín escolar. No traen más que nuevos castigos, nuevas reglas y listas de gentes confinadas. Esta mañana Göring ha inventado tres variedades inéditas de alta traición”.

Y su amigo y compañero Stephen Spender lo describe con un solo párrafo en sus memorias ‘Un mundo dentro de otro mundo’: “Berlín era la tensión, la pobreza, la rabia, la prostitución, la esperanza en las calles. Eran los ricos ostentosos en los restaurantes exclusivos, las prostitutas calzadas con botas del ejército en las esquinas, los comunistas adustos que se manifestaban y los jóvenes violentos que de repente salieron de ninguna parte y en la Wittenbergplatz gritaron: ‘¡Alemania, despierta!’”

Y Europa cerró los ojos.

Lecturas

– Christopher Isherwood, ‘Adiós a Berlín’ (Primera edición 1939), Editorial Planeta 2002

– Christopher Isherwood, ‘Christopher y su gente’ (Primera edición 1976), Muchnik 1999

– Stephen Spender, ‘Un mundo dentro de otro mundo’ (Primera edición 1951) El Aleph Editores 2002

– Philipp Blom, ‘La fractura 1918-1938’, Anagrama 2016

– Eric D. Weitz, ‘La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia’ , Turner Noema, 2019

La dispersión de la generación perdida: Fiztgerald, Hemingway, Dos Passos y Pound

No todos los americanos que vivían en París esperaron al crack del 29 para abandonar la ciudad. El éxodo comenzó antes y de forma muy notoria entre los que formaron parte de la ‘generación perdida’, nombre que les dio en un momento de enfado Gertrude Stein, mecenas de muchos de ellos y también escritora y consejera.

Hemingway, Scott Fitzgerald, Ezra Pound y John Dos Passos fueron los miembros más prominentes de un grupo en el que, a pesar de la exitosa etiqueta de pertenencia que les identifica, es difícil encontrar las similitudes, más allá de una convivencia intermitente en París en los años veinte. El editor Malcolm Crowley, que les conoció durante esos años, contribuyó con su libro de memorias ‘Exile’s Return’ a la consideración de todos ellos como integrantes de una misma generación, perdida o no, que vivió la la violencia de la Primera Guerra Mundial y que luego sufrió el cataclismo económico de la Gran Depresión.

Pesan más en las adscripciones la generación, en el sentido temporal, y el origen -Estados Unidos- que el estilo y contenido de sus obras. Siguiendo esos parámetros, Crowley sitúa en este grupo a William Faulkner y a John Steinbeck, nacidos ambos en torno al año 1900. El sur de los Estados Unidos, convertido en el ficticio condado de Yonapatawpha, le sirvió de inspiración para todas sus obras, hasta tal punto que Nabokov lo llamaba de manera poco amigable “el escritor del maiz”. Steinbeck no vivió en París en los años veinte pero sí estuvo como corresponsal en la II Guerra Mundial y su libro más conocido es cien por cien americano: ‘Las uvas de la ira’, en el que relata la situación dramática de cientos de familias que como consecuencia de la Gran Depresión invaden la mítica ruta 66 con destino a California, seducidas por las promesas de un buen trabajo que les permita, por lo menos, sobrevivir.

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Un millonario en París

La rebeldía y un estilo nada académico podrían considerarse señas de identidad de estos escritores pero son similitudes que comparten con otros coetáneos. Tampoco sus orígenes sociales fueron los mismos y, en cuanto a la preocupación por las cuestiones políticas, a Scott Fitzgerald nunca le importaron. Abandonó París a finales del año 1927, tras casi cuatro años de deambular por diferentes lugares de Europa derrochando la fama y el dinero que aún le quedaba del asombroso éxito de su primera novela, ‘A este lado del paraíso’, publicada en 1920, y que le permitía facturar cada cuento que escribía por unos cinco mil dólares. De todos los escritores de la ‘generación perdida’ es el menos interesado en las luchas contra la injusticia y en los problemas generales del mundo. Por nacimiento pertenecía a la clase media, a los estratos más prósperos de las grandes ciudades del Medio Oeste, carentes de gusto y cultura, exhibicionistas y superficiales, amantes del estrépito y de la farfolla, del mucho precio y del poco valor. Hay falta de compromiso, pero no de descreimiento y él mismo se reconoce, en las últimas páginas de su primera novela, tan incoherente e inmadura como brillante, como perteneciente a esa generación de escritores que “crecieron para encontrar muertos todos los dioses, libradas todas las batallas, destruida toda fe en los hombres”.

Hemingway habla de él en varios capítulos de ‘París era una fiesta’, en los que lamenta su desmesurada afición a la bebida. Fue Bernard Shaw quien dijo que a un irlandés -y Fitzgerald lo era a la mitad- la imaginación nunca lo abandona, pero tampoco lo convence ni le satisface y “es una tortura tal que no puede soportarse sin whisky”. Scott le echaba la culpa a París, “la ciudad mejor organizada para que un escritor escriba”, asegura Hemingway, y continuamente pensaba en encontrar algún buen lugar donde él y Zelda pudieran volver a ser felices juntos. Alquilaron una casa en la Riviera donde pasaron todo el verano de 1925 pero esa estancia plácida no le apartó del alcohol y cuando volvió a París se había convertido en una persona extraordinariamente grosera y amargada.

Meses después, los Fitzgerald y los Hemingway fueron a pasar una temporada a una estación balnearia del Bajo Pirineo. Hubo una fiesta, todo parecía perfecto e incluso Zelda parecía recuperada. “Y entonces ella -recuerda Ernest- se inclinó hacia mí y, con mucha reserva, me comunicó su gran secreto”: que quizá Al Jolson era más grande que Jesús. “Scott no escribió nada más que valiera nada, hasta que a ella la encerraron en un manicomio y Scott supo que lo de su mujer era locura”. Scott Fitzgerald murió en 1940, tras escribir ‘Suave es la noche’ y dejar inconclusa su quinta novela. Dejó también una leyenda de perdedor y fracasado, célebre y millonario, alcohólico y derrochador de un inmenso talento.

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Un nómada se suicida en Idaho

Hemingway se marchó de París en 1928 cuando su segunda esposa, embarazada, quiso regresar a Estados Unidos; se instalaron en Cayo Hueso, en Florida, un lugar que John Dos Passos le había recomendado, y más tarde en Cuba. Pero siguió viajando de un lado a otro porque siempre fue su objetivo ver y sentir lo más posible y para eso necesitaba vivir experiencias. En lugar de establecerse en un lugar tranquilo y arraigarse en el aburrimiento para poder crear una gran obra, como propugnaba Flaubert, Hemingway fue siempre un nómada frenético cuya imaginación se alimentaba de su propia vida.

Al final, cuando ya no se siente capaz de extraer literatura de las proezas del cuerpo y observa que su deterioro intelectual amenaza incluso su memoria, realiza un último esfuerzo para contarnos cómo fue su juventud en los años veinte en ‘París era una fiesta’. La escribió en su última residencia, una casa en Ketchum, Idaho, a donde regresó por última vez procedente de un sanatorio a principios de 1961. Era una casa para matarse, dice Vila Matas contemplando su fotografía: “Se diría que la atravesaba el viento de la nada y que había sido construida con la misma tristeza que al final de sus días sentía el escritor ante su gran fracaso: el intento de convertirse en su propio mito”. Hemingway se suicidó en esa casa el 2 de julio de ese mismo año.

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La desilusión estalinista

John Dos Passos fue el más viajero de todos, incluso más que Hemingway. Cuando era niño recorrió con sus padres México y de joven residió en varios países de Europa. Al igual que Hemingway y Fitzgerald se presentó como voluntario cuando Estados Unidos entró en guerra y fue destinado a Italia, como conductor de ambulancias. A principios de los años veinte realizó un viaje a Persia, del que hay un fascinante relato que empieza por el viaje a través de Europa en el mítico Orient Express e incluye una famosa travesía por el desierto en una caravana de camellos.

En esos años visitó esporádicamente París y fue uno de los chicos de la ‘generación perdida’ que bautizó Gertrude Stein, el más radical de todos ellos en su preocupación por las cuestiones sociales y la justicia; también por esa razón el desencanto fue mayor y su reacción más enconada. Formó parte del comité que defendió en Chicago a los anarquistas Sacco y Vanzetti, cuya ejecución en 1927 tachó de asesinato, y en 1928 publicó ‘El visado ruso’, libro en el que elogia la revolución rusa tras una visita a la Unión Soviética.

Iniciada ya la Guerra Civil, viajó a España para colaborar en el guión de un documental que tenía como objetivo convencer al presidente Roosevelt de que apoyara la causa de la República. En el documental ya trabajaba Hemingway, del que era amigo desde sus coincidencias en París, pero del que se distanció a partir de la desaparición de José Robles, traductor de su libro ‘Manhattan Transfer’. Aún no está claro qué fue lo que ocurrió pero todo parece indicar que fue fusilado por orden de los servicios secretos soviéticos.

José Robles Pazos dejó su plaza en la Universidad John Hopkins de Nueva York para ponerse al servicio del Gobierno republicano nada más estallar la Guerra Civil, que le sorprendió de vacaciones en España. Y como además de inglés y francés dominaba el ruso le dieron el puesto de intérprete del general Vladimir Gorev, auténtico salvador de Madrid al inicio de la guerra y que sería fusilado por Stalin al volver a Moscú. Al poco, trascendió que Robles ostentaba el cargo de jefe de prensa extranjera del Ministerio de Guerra con rango de teniente coronel. No mucho después, en noviembre de 1936, lo trasladaron con el resto del Gobierno a Valencia. Una noche llamaron a su puerta y desapareció para siempre.

Hemingway le dio la noticia a Dos Passos y éste empezó las indagaciones. Llegó a la conclusión de que Robles había sido fusilado por los soviéticos bajo la falsa acusación de ser un agente doble. Hemingway tachó de obsesión la insistencia de Dos Passos y le pidió que se olvidara de todo eso porque lo importante era ganar la guerra. Dos Passos, decepcionado por la escasa sensibilidad de su amigo, abandona España y Hemingway lo tacha de cobarde. No sólo hubo distanciamiento entre ambos, sino reproches mutuos durante el resto de sus vidas. Hemingway diría de él que se pasó a la derecha y Dos Passos recreó su figura en alguna de sus obras de manera muy poco piadosa. Pero, según el nieto de Dos Passos, su abuelo y Hemingway llegaron a reconciliarse cuando se encontraron de nuevo en Cuba.

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El poeta fascista

Cuando se dice que los escritores norteamericanos de los años treinta fueron todos de izquierda se ignora una clamorosa excepción: Ezra Pound. Incluido en la ‘generación perdida’ es, sin embargo, algo mayor que los demás, y el único que se adhiere a las vanguardias, antes de llegar a París en 1920 procedente de Londres.

Para el crítico Edmund Wilson, que reseñó su obra poética en 1921, Ezra Pound es el representante típico del norteamericano que se cree un artista y marcha a Europa, en la que encuentran solo lo que llevaban: una Europa leída. Si a Fitzgerald lo tacha de superficial y adinerado, a Ezra Pound lo considera una criatura infantil y un incurable provinciano, que huyó a Europa para escapar de su Idaho natal llevándose consigo el simple credo y el puro entusiasmo de su tierra, y que desde su nueva residencia pretende obligar a sus compatriotas a que admiren lo culto y cosmopolita que se ha vuelto.

Ezra Pound coincide en París con Hemingway que hace de él un retrato más que elogioso. En un capítulo de ‘París era una fiesta’ dice de él que “se portó siempre como un buen amigo y siempre estaba ocupado en hacer favores a todo el mundo” y en otro, que “era el escritor más generoso y más desinteresado que he conocido: corría en auxilio de los poetas, pintores, escultores y prosistas en los que tenía fe, y si alguien estaba verdaderamente apurado, corría en su auxilio”. Fundó una institución llamada Bel Esprit en la que todos los artistas colaborarían creando un fondo para que Eliot dejara su empleo en el banco y pudiera dedicarse a la poesía. Al final Eliot lo consiguió por sus propios medios con la publicación de ‘The Waste Land’. Aunque la intención era buena, el dinero recaudado acabó en apuestas y en viajes a España del propio Hemingway.

También dice de él que era sincero en sus errores, a veces iracundo, y enamorado de sus teorías falsas. Debió ser esta faceta de su carácter lo que llevó a Ezra Pound en 1924 a Rapallo, donde se convierte en ferviente admirador de Benito Mussolini. Desde Italia participa en emisiones radiofónicas en apoyo de los gobiernos fascistas. Finalizada la guerra fue juzgado en Estados Unidos por traición, por lo que podía ser condenado a la pena de muerte, pero la intermediación de diferentes personajes del mundo cultural consiguió que se le declarara loco y que se le internara en el hospital del St. Elizabeth, donde permaneció durante doce años (1946-1958). Allí continuó elaborando “Los Cantos” y traduciendo a Confucio.

En 1949 se le había concedido el Premio Bollingen de Poesía; los jueces eran conscientes de que despertaría objeciones, pero no concedérselo por razones ajenas a su obra “destruiría el significado del premio y negaría la validez de la percepción objetiva del valor sobre a que se apoya cualquier sociedad civilizada”. Orwell lo celebró y destacó que Pound merecía el premio pero que eso no significaba que sus ideas se hubieran vuelto respetables ni aceptable su odio a los judíos.

En 1969, con motivo de la celebración del 84 cumpleaños de Pound, se celebró una fiesta en su honor en Venecia, evocada en los “Cantos Pisanos” que le hicieron merecedor del Premio Bollingen. Daba la impresión, cuenta Cyril Connolly, que fue invitado a las celebraciones, que dondequiera que fuera Pound era una figura respetada y popular y que para los italianos no era un traidor, sino un mártir, o más bien un amigo leal que estuvo a su lado en los días malos.

No recuerdan sus programas radiofónicos repugnantes, como aquel en el que aprobaba la matanza de los judios de Europa oriental y “advertía” a los judíos norteamricanos de que pronto llegaría su hora. Esos programas -dice Orwell- no daban la impresión de ser obra de un loco ni de un pacifista como dijeron sus defensores. Y al final, el escritor británico se plantea si, ya que los jueces han optado por la postura de afirmar que la integridad estética y la simple decencia son cosas distintas, “preocupémonos al menos de separarlas y no excusemos la carrera política de Pound basándonos en que es un buen escritor”; los jueces deberían haber dicho con más firmeza que las opiniones que ha intentado propagar en sus obras son malvadas.

Como siempre, Orwell acierta en sus consideraciones morales y nos plantea, subrepticiamente, si un escritor fascista puede llegar a ser un buen escritor. Steiner, nada sospechoso de izquierdista, no cree que sea posible y ni siquiera considera una excepción a Celine y su ‘Viaje al fin de la noche’.

A modo de conclusión

Repaso lo escrito hasta ahora sobre la generación perdida y su dispersión, no sólo geográfica, y se me ocurre que lo único que une a estos escritores es su relación con Hemingway y cómo los vio él o cómo se vieron entre sí. Y pienso en todas esas cuestiones que quedan apuntadas y que no son sólo literarias o que van más allá de la literatura, como el compromiso y la vida ostentosa, la traición y la amistad, la defensa de las ideas y el esnobismo y si es preferible el silencio sobre una mentira o su denuncia.

G. Orwell frente a H. Miller; el valor del compromiso

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La crisis económica de 1929 expulsó a muchos norteamericanos de París, pero acudieron otros, como Henry Miller, cuando rondaba ya los cuarenta. Llegó con la depresión, mientras la chusma cosmopolita abandonaba la ciudad y “los espaciosos cafés de Montparnasse que sólo diez años estaban llenos hasta la bandera, incluso de madrugada, repletos de hordas de alborotadores que se las daban de interesantes y entendidos, se habían convertido en tumbas lúgubres que ni siquiera visitaban los espectros”, nos cuenta Orwell.

Los genios desconocidos, los degenerados y los artistas seguían estando ahí, en soledad casi absoluta, mientras su vida transcurría en habitaciones sórdidas, llenas de chinches, en hoteles de medio pelo, pasando de una borrachera a la siguiente, en burdeles baratos; en resumen, viviendo a salto de mata. Henry Miller narra la vida de estos expatriados americanos de la bohemia parisina en su primera novela, ‘Trópico de cáncer’, publicada en 1935 y prohibida durante muchos años en su país natal.

“Con muchos años de vida de lumpen a sus espaldas, de hambre, de vagabundeo, de suciedad, de noches al raso”, Miller elige contar la vida de estas gentes anormales que es también la suya y de la que no reniega. No se puede decir que no haya bajado a la tierra y haya visto; no es en absoluto un escritor encerrado en una torre de marfil en busca de la perfección y por encima de las vicisitudes de sus iguales. No pertenecía a los círculos cultos, en los que el arte por el arte se extendió prácticamente hasta la adoración de lo que carecía de sentido; ésa no es la denuncia.

Lo que le reprocha Orwell es el tema elegido, el relato de vidas que no tienen ningún valor y que nada significan. “No parecía un momento propicio para que alguien escribiera una novela de gran valor acerca de unos cuantos haraganes estadounidenses que bebían de gorra en el Barrio Latino”. Con indisimulado desprecio, reconoce que ningún novelista está obligado a escribir directamente sobre la historia contemporánea pero advierte que un novelista que prescinde de los grandes acontecimientos públicos del momento en el que le ha tocado vivir – y ése es el momento del ascenso del fascismo- es “por lo general, un majadero o un simple imbécil”.

Miller describe al hombre de la calle, pero de una calle llena de burdeles y lo hace en el lenguaje que se usa para contar ocurrencias y obscenidades, algo normal en ese ambiente de los expatriados, “personas que beben, hablan, meditan, fornican”. Lo malo es que a lo largo de la escritura descubre que se lo está pasando muy bien. “No tengo dinero, ni recursos ni esperanza”, dice el narrador de ‘Trópico de cáncer’, y al mismo tiempo confiesa ser “el hombre más feliz del mundo” mientras termina su relato autobiográfico sentado a orillas del Sena con una actitud de total aceptación.

Para Orwell éste es un reconocimiento infame. porque ‘aceptar’ en esos años era tomar como algo normal “los campos de concentración, las porras de caucho, Hitler, Stalin, las bombas, los aviones, la comida en lata, las ametralladoras, las purgas, los eslóganes, las cadenas de montaje, la censura de prensa y las cárceles secretas, entre otras cosas”. El protagonista de Miller es un náufrago, un desclasado y un hombre pasivo que deja que las cosas, simplemente, le sucedan. Es un hombre que habita en el vientre de la ballena, un útero con capacidad suficiente para albergar a un adulto y que le permite sentirse ajeno a todo lo que se halle fuera de él.

Aldous Huxley había escrito unos años antes que los personajes de los cuadros de El Greco producen la sensación de hallarse en el vientre de una ballena y que encontraba algo especialmente horripilante en la idea de encontrarse dentro de una “prisión visceral”. En cambio, a Miller le parecía una idea atractiva; hallarse dentro de una ballena es un pensamiento muy cómodo, que forma parte de las fantasías infantiles. A oscuras, como si estuviera muerto. Es la etapa final e insuperable de la irresponsabilidad máxima: dejarse engullir con absoluta pasividad.

Italo Calvino, allá por el año 1954, recuerda a los escritores de los años veinte y treinta, que para él fueron como dioses, aunque después se despeñaran de su pedestal. Eran los tiempos de la constelación Hemingway-Malraux, tiempos serios “vividos con petulancia, pureza de corazón y compromiso”, eran los tiempos en que “un confuso arranque antifascista de la pura inteligencia nos impulsó” hacia estos escritores que simbolizaban la lucha por la justicia y el antitotalitarismo internacional.

Hemingway marcharía a España como corresponsal y Orwell marchó al frente, a Cataluña, donde estuvo seis meses. No puede haber personas más diferentes que el autor de ‘Homenaje a Cataluña’ y el de los ‘Trópicos’. Desvela Orwell que conoció a Henry Miller a finales de 1936 “cuando pasé por París camino de España”: no tenía ningún interés por lo que allí ocurría y le dijo que ir allá era una necedad, una solemne estupidez. Miller se muestra como el más claro ejemplo de la falta de compromiso, alguien a quien nada le importa.

La larga reseña de Orwell sobre Henry Miller, en la que hace un repaso de la literatura en lengua inglesa desde el comienzo de la Gran Guerra, es un testimonio desengañado y toma como excusa ‘Trópico de Cáncer’ para hacer una lectura desesperada de los años treinta, que han culminado en ese año de 1940, en que escribe este artículo, a punto de declararse una segunda guerra mundial.

Reprocha a los grandes escritores de los años veinte, como Joyce, Eliot, Lawrence y Huxley, que no prestaran atención a los problemas urgentes del momento y guiaran al lector hacia Roma, Bizancio, Montparnasse, México y Etruria o hacia el subconsciente o hacia quién sabe donde, excepto a los lugares en los que estaban sucediendo las cosas. Para ellos, Rusia no era la revolución de Octubre, sino Tolstoi, Dostoievski o los duques exiliados que conducían taxis para ganarse la vida; Italia era museos y ruinas y maravillosas iglesias, pero no Camisas Negras y Alemania era el cine y el psicoanálisis pero desconocían la existencia de Hitler.

Son escritores subyugados por el pesimismo en una época en que la desilusión estaba de moda, como el tedium vitae y la desesperación frívola. Quizá porque vivían en una edad de oro que pronto terminaría, como acabó París para los americanos con el hundimiento económico de 1929. Y, de forma repentina, sigue diciendo Orwell, entre 1930 y 1935 cambia por completo el clima literario con autores como Auden y Spender. Con ellos vuelve la intención y el propósito y en los círculos intelectuales se considera excéntrico no ser más o menos de izquierdas, es decir, no comprometerse.

Llegamos a los cinco últimos años de la década, la del auge del antifascismo y del Frente Popular, cuando los jóvenes escritores ingleses gravitaron hacia el comunismo porque era algo en lo que se podía creer: el cielo era Moscú y el infierno, Berlín. Pero pronto se vio que no era bueno: cualquier escritor que acepta una disciplina de partido pronto se encuentra ante la disyuntiva que aceptarla o mantener la boca cerrada. Y la imposición y la censura siempre perjudican a la prosa, especialmente a la novela, el más anárquico de los géneros literarios. No hay, en opinión de Orwell, ni una sola novela que merezca la pena en el yermo de los años treinta, durante los cuales, aparte de poemas y panfletos, sólo había etiquetas, eslóganes y evasiones. Cuando Orwell escribe este último párrafo recuerda que está a punto de estallar la guerra. En su conversación en París, Miller le dijo que la civilización que conocían estaba destinada a verse barrida y sustituida por algo tan distinto que ni siquiera podría considerarse humano, pero que eso no le quitaba el sueño.

Es probable, dice Orwell, que en el futuro cualquier novela que merezca la pena leer siga más o menos los derroteros de Henry Miller, sus planteamientos e incluso más allá: una actitud pasiva multiplicada. “Quizá debamos adentrarnos en el vientre de la ballena o, más bien reconozcamos que nos hallamos ya en él, que no tenemos ningún control sobre nada, que hemos de dejar luchar para dejarnos llevar suavemente, sin sobresaltos, sin noticias del exterior”. Y eso implica aceptar lo que ocurre, la decadencia, el totalitarismo, la guerra, la censura, el asesinato. Es la de Miller la “voz de los sometidos, del vagón de tercera, del hombre corriente no político, amoral y pasivo”. Es el hombre corriente, pero no el obrero ni el habitante de los suburbios, sino el paria sin escrúpulos, un norteamericano más sin dinero ni más pretensión que la de ir tirando y que ha perdido todo, incluso la dignidad y el aliento de conseguir algo mejor. El riesgo consiste en convertirnos en un mero Jonás que pasivamente acepta todo mal y nada afecta a su conciencia.

El pesimismo que rezuma este artículo titulado ‘El vientre de la ballena’ no es más que un aviso desesperado de lo que puede suceder si el escritor se aísla y deja de denunciar la mentira. Si hay una palabra que defina a Orwell es la honestidad, que le llevó a oponerse a todo lo que consideraba pernicioso para los menos favorecidos. Era inalterablemente de izquierdas, pero eso no le impidió, además de denunciar la banalidad de la sociedad de consumo, las purgas o la zafiedad del régimen estalinista. Nunca para él Moscú fue el cielo, aunque Berlín sí era el infierno.

En una reseña sobre la edición de los ensayos, artículos periodísticos y cartas en 1968, Cyril Connolly, que fue compañero suyo en Eton y que lo conocía bien, describe a Orwell como un animal político. “No podía ni sonarse la nariz sin soltar una soflama sobre las condiciones laborales en la industria del pañuelo” y este hábito mental aparece en todo lo que escribió.

Son muchos los escritores, a lo largo de los siglos, que han sido políticos. Connolly cita unos cuantos: desde Píndaro y Esquilo a Catulo y Virgilio. Y Dante estuvo absorto en la política como la mayoría de los artistas del Renacimiento. Pero hay épocas más proclives a la adopción de un papel político por parte del escritor: en la vigilia de la crisis, antes de la crisis misma o antes de la guerra o una revolución. Los años treinta fueron años de desasosiego en los que aún se podía cambiar la historia y si bien es verdad que los panfletos políticos de los grandes autores, como Milton o Swift, apenas se lean hoy, no es cierto que no se publicaran durante esa década de los años treinta, y después, obras de interés.

Octavio Paz apunta que la historia de la literatura moderna es la historia de una larga y desdichada pasión por la política: “De Coleridge a Mayakovski, la Revolución ha sido la gran Diosa, la Amada eterna y la gran Puta de poetas y novelistas. La política llenó de humo el cerebro de Malraux, envenenó los insomnios de César Vallejo, mató a García Lorca, abandonó al viejo Machado en un pueblo de los Pirineos, encerró a Pound en un manicomio, deshonró a Neruda y Aragón, ha puesto en ridículo a Sartre, le ha dado demasiado tarde la razón a Breton… Pero no podemos renegar de la política; sería peor que escupir contra el cielo, sería escupir contra nosotros mismos”.

En esos años de los que Octavio Paz hace tan dramático y confuso resumen era obligado ponerse en el lado de “las fuerzas de la vida y del progreso” o en las de la “reacción y la muerte” y Connolly, pues a él pertenece este apunte, proclama que es necesario “escoger entre democracia y fascismo” porque estamos tratando con destructores de la cultura europea, “cuyos poetas sólo pueden contribuir con gritos de guerra y canciones sentimentales para entonar mientras beben”.

Orwell persistió y resistió porque jamás vendió su alma. Falleció en 1950, seis meses después de la publicación de su novela más representativa, ‘1984’, y con ella nos dejó su propia versión del infierno en que podría convertirse el futuro: una sátira utópica sobre un mundo dominado por el Gran Hermano, que todo lo sabe gracias a la ‘policía del pensamiento’ y la apocalíptica nivelación de las sociedades humanas bajo la tecnología. Y quizá la advertencia más importante: la neolengua en la que “la guerra es la paz” y “la libertad es la esclavitud”, el lenguaje concebido para hacer “que las mentiras parezcan verdad y el asesinato respetable y para dar una apariencia de solidez al puro viento”.

En cambio, Miller se dedicó a repetir la fórmula de su ‘Trópico de Cáncer’ pero ya sin la novedad que supuso el escándalo; una repetición aburrida de actos sexuales espolvoreada de frases infantiles y opiniones superficiales. Orwell, por el contrario, nos avisa y previene y puede decirse que consigue cambiar la historia, el objetivo de un escritor político, porque después de leer ‘1984’ contamos con suficientes elementos para resistirnos y dejar de ser ingenuos.

Lecturas

– George Orwell, ‘En el vientre de la ballena’, 11 de marzo de 1940. ‘Ensayos’

– Cyril Connolly, ‘Enemigos de la promesa’, 1939

París siempre fue una fiesta en la memoria de Hemingway

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“Así era París en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices”. Es la frase que cierra el capítulo en el que se despide de la ciudad, después de la ruptura de su matrimonio. París había sido una fiesta para él y así titula Hemingway su libro de recuerdos, recuperados treinta años después, entre 1958 y 1960. Sin embargo, no parece que fuera muy feliz ni muy pobre. Sus recuerdos se extienden a lo largo de capítulos que avanzan y retroceden en el tiempo, repiten cosas ya dichas en los anteriores, las prosiguen o quedan pendientes en el vacío, pero unidos por el mismo empeño: demostrar lo maravilloso que era vivir en París en aquellos años, con sus casas heladas en invierno, el viento y la lluvia golpeando los cristales del café donde se refugiaba para escribir y la acogida, siempre tierna y obediente de su mujer, Hadley. Su insistencia en la felicidad siembra la duda de que tal vez las cosas no ocurrieron como las cuenta.

Pudiera ser, como dice en la frase que cierra el libro, que su memoria se hubiera visto alterada o que careciera de corazón. O quizá que no pretendiera contar la verdad. En el prefacio, escrito en 1960, y que no figura en todas las ediciones, Hemingway advierte: “Si el lector lo prefiere puede considerar el libro como una obra de ficción. Pero siempre cabe la posibilidad de que un libro de ficción arroje alguna luz sobre las cosas que fueron antes contadas como hechos”.

Sus recuerdos no reflejan el ambiente alegre y locamente inconsciente del París de los años veinte o al menos el que nos han contado. Si Hemingway era feliz lo debía, según sus memorias, a la disciplina de trabajo que se había impuesto, a la abundancia de tiempo libre que le permitió leer a todos los escritores rusos empezando por Turgueniev y a muchos otros, a la posibilidad de vivir de la forma más intensa que le era posible y a su amistad con Ezra Pound, al que considera un auténtico santo y a quien enseñó a boxear.

Llegó a París a principios de los años veinte, a una edad que prácticamente coincidía con el siglo, como enviado por el ‘Toronto Star’, un periódico canadiense, que le permitía vivir razonablemente bien con su mujer, Hadley, en un tiempo en que se podía disfrutar muy cómodamente de pequeños placeres con apenas tres dólares diarios. La pobreza de que hace gala es una pobreza de señorito. En invierno, desde que nació su primer hijo, Bumby, se hospedaban en un hotel de montaña en Austria para esquiar y en el verano viajaban a Pamplona y luego a Madrid y a Valencia. Ya entonces Hemingway había suspendido su labor periodística y se dedicaba exclusivamente a la escritura, lo que en ocasiones, al no poder colocar sus cuentos o por el retraso en los giros, le ocasionaba algún que otro contratiempo, como no tener dinero para comer, motivo por el que realizaba largos paseos por el jardín del Luxemburgo con objeto de “matar las horas de la comida” y no pensar en ella y en el hambre. Es dudoso, como lo es el amor incondicional que dice haber profesado a su mujer en esos años vividos en París. En muchas ocasiones se refiere a la pobreza en la que ambos vivían, pero reconoce que comían y bebían bien y barato, que dormían bien y con calor y que se querían; la elegancia en el vestir y otras cuestiones eran memeces de ricos.

Lo mejor de ‘París era una fiesta’ son las anécdotas de sus encuentros con conocidos y amigos. El primer personaje que retrata en estas páginas es el de Gertrude Stein, anfitriona y protectora de artistas, además de escritora de relatos ininteligibles, según el propio Hemingway que, aunque apenas parece ensañarse con ella, consigue darnos una imagen poco atractiva de ella con solo cuatro frases que deja caer en uno de los capítulos que le dedica. Como es su costumbre hace referencia al físico de sus personajes -voluminosa, de estructura maciza como la de una campesina friuliana y de facciones rudas- pero lo que verdaderamente asusta, añade, es su conversación o más bien sus monólogos en los que pretende imponer a toda costa sus opiniones acerca de todo y, en especial, su malevolencia hacia determinados escritores que no le caen bien, aunque es Hemingway el que a veces se convierte en una Miss Stein, con su implacable desprecio hacia, por ejemplo Ford Madox Ford, sin que medie ningún motivo plausible, más que su mal aliento.

Frecuentaba todos los cafés de moda, como el ‘Deux Magots’, pero sobre todo el de la ‘Closerie de Liles’, al que no iban sus conocidos, de manera que podía trabajar en sus relatos sin que le importunaran. Fue el café de los primeros artistas de Montparnasse pero cuando Hemingway acudía allí a escribir ya no se bebía ajenjo ni estaban Verlaine, Mallarmé o Apollinaire. Sólo coincidió una vez con Blaise Cendrars, “con su nariz rota de boxeador y su manga vacía sujeta con un imperdible” y quizá con Aleister Crowley, “el de las misas negras”, al que Ford Madox Ford confunde con Hilaire Belloc, un escritor británico y fanáticamente católico. Dentro del café se estaba caliente y, cuando hacía buen tiempo, podía sentarse a una mesita a la sombra de los árboles. Es uno de los lugares más acogedores de París que, además de estar a dos pasos de su casa en Notre-Dame-des-Champs, le permite observar la estatua ecuestre del mariscal Ney blandiendo la espada turca que le regaló Napoleón. Fue fusilado en 1815 en un rincón de los Jardines de Luxemburgo y las crónicas cuentan que se quitó el sombrero y él mismo ordenó la carga al pelotón: “¡Soldados, al corazón!”

Hemingway observó durante muchas horas la estatua del mariscal Ney pensando en los muchos días en los que “pasó peleando en la retaguardia durante la retirada de Moscú” y cómo encarnaba el espíritu de los héroes que se enfrentaban con elegancia “al momento de la verdad”. Hemingway creía que sólo en las guerras se pone a prueba el valor de un hombre porque sólo en ellas se enfrenta cara a cara con la muerte y, a falta de ellas, en espectáculos sangrientos y grandes cacerías. Y sin embargo, observando al mariscal es cuando se le ocurre la respuesta a Miss Stein, a propósito de la ‘generación perdida’, título que su protectora les endilgó a los norteamericanos que pululaban por París, sugerido por el dueño de un taller mecánico al referirse a uno de sus trabajadores que no era lo suficientemente diligente. Hemingway escribe, recordando la vida y la muerte de Ney, que “todas las generaciones se pierden por algo y siempre se han perdido y siempre se perderán”.

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Escribir era su mayor apuesta y por eso cuando comprendió que las carreras de caballos llegaban a obsesionarle de tal manera que le robaban tiempo a la escritura, lo dejó. Por la misma razón controlaba la bebida, para que no le apartara de su objetivo y aunque sus borracheras fueran épicas, bebía en horario restringido y después de haber hecho el trabajo.

Además de mostrar su admiración por Ezra Pound, se confiesa muy amigo de Scott Fiztgerald y le dedica muchas páginas de estas memorias, aunque en realidad fue una fuente de complicaciones y de pérdida de tiempo por su carácter neurótico y su alcoholismo. Lo conoció en el bar Dingo y le sorprendió su reacción cuando se pasaba en la bebida: perdía el conocimiento y al día siguiente no se acordaba de nada. A Zelda, su mujer, le ocurría lo mismo, pero ninguno de los dos dejaron de beber, y muchas veces Hemingway la hizo responsable de que Scott no trabajara como era debido y no aprovechara su don de gran escritor.

La fiesta no se acabó para Hemingway en los años veinte. Continuó siéndolo durante muchos años, aunque tras el gran éxito de ‘Adiós a las armas’ conoció la derrota de sus libros sobre los toros y la caza mayor. Su filosofía de la vida, de cruento turismo, empezó a disgustar a sus seguidores. De este letargo le salvó la guerra de España y la novela que publicó en 1940, ‘Por quién doblan las campanas’. Pese a esta inquietud por vivir experiencias intensas para poder escribir sobre ellas, hay en Hemingway un profundo sentimiento de defensa de las causas justas y no se puede olvidar que en aquel tiempo, durante la Guerra Civil, donó la mayor parte de su fortuna, cuarenta mil dólares, a la Ayuda Médica Española. Este gesto -dice Cyril Connolly- por sí solo le dignifica sobre cualquier otro escritor, así como sus crónicas desde Madrid a favor de la República.

El mito siguió aumentando, pero siempre relacionado con su persona y cada vez menos por sus obras. Si la ‘Closerie des Liles’ ha pasado a la historia por ser el café en el que Hemingway escribió sus más famosas obras, el bar del Ritz lo fue porque formó parte de la leyenda. “La vida en el cielo, después de la muerte, debe ser como una dulce noche de verano en el Ritz de París”, escribió. Aún se puede escuchar el relato de la ‘liberación’. Aunque era corresponsal de guerra, consiguió de algún modo convertirse en comandante tanquista y conducir a su regimiento en la liberación. Otros dicen que, armado de una metralleta y acompañado por un grupo de desarrapados de la Resistencia, el 25 de agosto de 1944 se adelantó a la entrada de los aliados en París. De todo esto sólo es cierto que “liberó” el bar del hotel Ritz, que se había convertido en el cuartel general de la Luftwaffe durante la ocupación alemana; tomó una suite en él e invitó a beber a amigos o simples conocidos. Otra historia cuenta que se bebió en la habitación ‘liberada’ exactamente cincuenta y un dry martinis en compañía de un par de amigas.

Entre quienes se presentaron en el hotel, cuenta Vila-Matas, estuvo André Malraux, que entró desfilando con el grado de coronel al mando de un pelotón de soldados. Se dice que hubo un rifirrafe entre ambas compañías, apaciguado por sus respectivos jefes que probablemente no se llevaran muy bien porque se parecían demasiado. Los dos habían vivido mucho y de eso presumían.

En 1954 la Academia sueca le concedió el Nobel de Literatura. Y unos años antes, en 1952, el Pulitzer por ‘El viejo y el mar’, su relato más famoso. Pero el espíritu aventurero que no le había abandonado le llevó a África, donde sufrió dos accidentes aéreos consecutivos que le produjeron heridas de consideración y que, junto a la ingesta exagerada de alcohol en la que también persistía desde hacía mucho tiempo y quizá unido a una enfermedad degenerativa, contribuyó a su deterioro cognitivo. No pudo acudir a Estocolmo e ingresó varias veces en el hospital.

En noviembre de 1956, mientras estaba en París, se acordó de los baúles que había almacenado en el Hotel Ritz en 1928 y que nunca había recuperado. Los baúles estaban llenos de cuadernos y escrituras de sus años en París. Cuando regresó a Cuba en 1957, entusiasmado con el descubrimiento, comenzó a dar forma a la obra recuperada en las páginas de ‘París era una fiesta’, que fue publicada varios años después de su muerte, en 1964.

Los años fueron desgastando su visión poética de la muerte repentina y heroica y de los placeres físicos hasta el punto en que dejó de interesarle seguir viviendo. Víctima de la depresión fue tratado en la clínica Mayo con terapia electroconvulsiva. Pareció recuperarse y con sus memorias, más o menos fidedignas del París de los años veinte, intentó recobrar el ímpetu y la pasión de la juventud. Un año después, en 1961, se suicidó en su casa de Idaho.

Cree Borges que Hemingway abusó de la experiencia de la vida en detrimento de la actividad intelectual y acerca de este aspecto de su vida, recuerda Cyril Connolly su desmedida afición a lo que suele llamarse vida intensa y a su desprecio hacia los intelectuales, de los que solía burlarse despectivamente en sus novelas, en las que incluía “gracias de listillo”. Hemingway extraía el material de sus relatos de su propia vida, nunca del ámbito intelectual, y por eso vivió con el único objetivo de ver y sentir lo más posible.

Cuando le fue imposible vivir intensamente, por enfermedad o por locura, se marchó, pero antes mostró cómo apreciar el heroísmo del fracaso, “la inutilidad de la victoria y la elegancia en el sufrimiento”, ideas a las que se apuntó Vila-Matas desde los dieciocho años, cuando tras la lectura de ‘París era una fiesta’ decidió que “sería cazador, pescador, reportero de guerra, bebedor, gran amante y boxeador, es decir, que sería como Hemingway” y como él intentó aprender a escribir, en una buhardilla alquilada a Margueritte Duras. De su estancia en París, mientras en España Franco intentaba morir a duras penas, se trajo su primera novela, ‘La asesina ilustrada’; haber aprendido a escribir a máquina; el “francés superior” de Duras que nunca entendió y el “criminal consejo de Queneau: usted escriba, no haga otra cosa en la vida”. Y quizá ya entonces adquirió una actitud ante la vida -la ironía como “un potente artefacto para desactivar la realidad”- que hubiera salvado a Hemingway, y un libro de memorias, ‘París no se acaba nunca’, en el que dice, llevándole la contraria a su héroe: “Fui a París a mediados de los años setenta y fui allí muy pobre y muy infeliz”.

Lecturas

– Ernest Hemingway, ‘París era una fiesta’, Penguin Random House, 2014

– Enrique Vila-Matas, ‘París no se acaba nunca’, Anagrama, 2003.

– Cyril Connolly, Ernest Hemingway, ‘Sunday Times’, 1961 (‘Obra selecta’, Random House Mondadori, 2005).

Americanos en París, los locos veinte de hace cien años

París

Había terminado la guerra, era el año 1919 y Francia la había ganado pero al precio de un millón setecientos mil muertos, una economía en estado de coma y un luto que amenazaba con hacerse perpetuo. Los excombatientes, muchos de ellos mutilados, llenaban las calles y coloreaban desfiles y concentraciones con el azul horizonte de sus uniformes. Muchos de quienes habían sufrido la guerra se empeñaban en no olvidar y los homenajes a quienes ya no estaban se sucedían sin descanso. Pero llegó un momento en que los jóvenes, a los que la guerra había sorprendido en la adolescencia, se negaron a seguir llorando a los muertos.

Y no sólo los jóvenes, sino aquellos que deseaban pasar página de acontecimientos tan lúgubres. Poetas, pintores, arquitectos, escritores, activistas en suma que formaron parte de las vanguardias, se hicieron fuertes en París en esos años que transcurrieron desde el fin de la guerra y lograron que venciera el ánimo alegre y la irreverencia burlona y, especialmente, el espíritu del cambio y la creencia de que todo era posible. Resulta curioso que se adoptara ese término genérico -la vanguardia- con su innegable significado bélico cuando ya se había dejado de combatir en las trincheras. Acostumbrados como estaban a luchar, quizá no pudieron ni quisieron arrinconar el espíritu combativo que les animaba, a la hora de denunciar la horrible matanza que había supuesto una guerra, absurda y sin sentido, y abrir nuevos caminos de ilusión.

En el año 1923 se publica en París un libro que para unos constituye un sacrilegio y para otros la bandera de una nueva actitud hacia el pasado. ‘El diablo en el cuerpo’ narra la relación amorosa que Raymond Radiguet, jovencísimo amante del exquisito Jean Cocteau, mantuvo a los quince años, en 1918, con una joven de diecisiete, casada con un soldado destacado en el frente y cuya ausencia permitió la felicidad de los dos amantes. Esta historia “insultante” para la memoria de los que lucharon en las trincheras, y en ellas murieron o fueron heridos, se convierte en el emblema de una generación que, harta del recuerdo y de la guerra, inicia una loca carrera contra el luto y la tristeza. Y comienza la fiesta, el carnaval, la revolución cultural, un paréntesis de libertad y de transgresión de una intensidad inaudita que duró diez años.

Montmartre, el barrio parisino rebelde y de clase obrera, recordaba con nostalgia los tiempos anteriores a la guerra, pero pronto se prestó a competir con Montparnasse, el hogar de los intelectuales y la bohemia. En 1921 se autoproclamó la República de Montmartre, que estableció un calendario de conmemoraciones extravagantes. Y esta parte de París se reconcilió con la alegría, al igual que Montparnasse. La excentricidad era la tónica. Personas anónimas hacían cosas inauditas en busca de la gloria cinematográfica y todo o casi todo estaba permitido.

Francia se convirtió en tierra de acogida: tres millones de extranjeros llegaron al país en esos diez años locos: españoles, italianos, armenios, judíos, polacos… París acentúa su carácter cosmopolita y se lleva el título de capital mundial de la vanguardia gracias a los exiliados y a los apátridas.

A la gente venida de toda Europa se unieron muchísimos norteamericanos, que conformaron la comunidad más numerosa de expatriados de París: se calcula que unos doscientos mil anglófonos se instalaron en la capital francesa durante esa década prodigiosa. Eran jóvenes, eran ricos o eran ambiciosos y, a veces, reunían las tres condiciones. Además, la vida era muy barata debido a la debilidad del franco frente a un poderoso dólar, consecuencia del aumento de la riqueza en Estados Unidos, donde lamentablemente también prosperó un puritanismo exacerbado, del que es muestra la imposición de la llamada ‘ley seca’, junto a un insufrible racismo con el auge del Ku Klux Klan, que en 1920 contaba con cuatro millones de afiliados.

Además de dólares, los americanos llevaron a París la banda sonora de los locos años veinte. Los americanos, y más exactamente los soldados negros, habían popularizado el jazz en Francia durante la guerra. El general John Persing, al mando de la fuerza expedicionaria norteamericana, se dio cuenta del potencial publicitario de la banda de música de los soldados negros del 369 Regimiento de Infantería, apodado los ‘Hellfighters de Harlem’, y los embarcó en una gira de casi cuatro mil kilómetros en territorio francés. La banda tocó en veinticinco ciudades y los franceses, que nunca habían oído jazz, los trataron como a estrellas. Muchos de estos músicos prefirieron quedarse e incluso volver a Europa de la que tenían un fantástico recuerdo. Regresaron a París con sus instrumentos y se instalaron en Montmartre.

Scott Fitzgerald, que acababa de escribir ‘A este lado del paraíso’, también eligió huir de la América seca, intolerante y provinciana, y establecerse con su esposa Zelda en París y no fueron los únicos. Los acogía la anfitriona y mecenas de artistas Gertrude Stein, que se había instalado en París antes de la Gran Guerra y tenía en su haber el ‘descubrimiento’ de Picasso y de Matisse. En su salón reunía a pintores pero sobre todo a escritores expatriados, como Hemingway, Steinbeck, Dos Passos y Fitzgerald. y a ella se debe el nombre con el que se les conoció: ‘la géneration perdue’. “No respetáis nada -les dijo una vez- os matáis a beber, sois una generación perdida”.

La guerra había marcado a varias generaciones y cuando terminó, surgió de todo ese magma de experiencias y de deseos, el ímpetu alegre y la irreverencia burlona, el enfrentamiento con las caducas fórmulas convencionales del pasado. Lo había escrito André Gide en ‘Les nourritures terrestres’: “Cada novedad nos encontraba disponibles por completo”. No sólo se estaba disponible, sino que se fomentaba cada una de esas novedades, se inventaban las provocaciones y todo innovación se mitificaba. Habían empezado los dadaístas en plena guerra, cuando un grupo de alemanes y rumanos expatriados en Zurich crearon el famoso ‘Cabaret Voltaire’ y cuyo espíritu trasladaron a París en el decenio de los años locos, durante los cuales se sucedieron los movimientos literarios y los manifiestos que daban lugar a ‘ismos’ sin voluntad ninguna de duración, lo que ya estaba implícito en su ideario. París era el lugar en el que había que estar. Y estuvieron muchos.

Al bullicio de las calles con sus carreras de repartidores en bicicletas, de camareros con sus bandejas en equilibrio y de bebedores que competían corriendo de bar en bar en los que apenas se detenían para apurar el preceptivo vaso de vino y dirigirse hacia el siguiente, se unieron las performances de las vanguardias y la vida alegre de quienes podían permitírselo todos los días. La noche empezaba en Montparnasse, donde se reunían los amigos. Seguía un chapuzón en la piscina del Lido, a las dos de la madrugada, y luego a Montmartre donde se asistía a espectáculos de danzas rusas, bailadas por exiliados, o de tangos argentinos, denostados por inmorales en Buenos Aires. Los aristócratas consumían cocaína y champán y el conde Étienne de Beaumont logró vincular a la aristocracia con la vanguardia al colocar bajo su protección a pintores como Picasso y Braque y a músicos como Eric Satie, al mismo tiempo que en su palacio de la calle Masseran, organizaba fiestas asombrosas y bailes de disfraces, en los que el travestismo hacía furor.

La guerra entre el vicio y la virtud no estaba circunscrita exclusivamente a Estados Unidos. También se vivía en Europa. Los conservadores franceses eligieron a Juana de Arco como símbolo de la nación, mientras el París alegre otorgaba ese título a Kiki de Montparnasse, cuyos números en el ‘Jockey Bar’ habrían hecho enrojecer a un enfermo de sarampión, según la propia Alice, y cuyas fotografías, realizadas por su pareja, Man Ray, eran lo más atrevido que se había hecho nunca.

Pero no todo era bullicio, fantasía y transgresión, aunque muchas noches acabaran en una borrachera monumental en el Jockey. Hemingway llegó a París con el objetivo claro de ser escritor y para conseguirlo se impuso una férrea disciplina. Es cierto que su vida transcurría del café al hipódromo y a la barra del bar. Pero escribía en un estudio alquilado y también en el café y su sistema consistía en “no beber jamás después de comer ni antes de escribir ni mientras estaba escribiendo”. Su voluntad de “aprender”, de ser un escritor de experiencias, muy en la línea norteamericana, determinó sus gustos y sus relaciones: todo lo observa, selecciona, almacena… Ciertamente cogía unas borracheras de campeonato, pero dentro de un orden. Nunca fue como su compañero de generación y amigo, Scott Fitzgerald, arrastrado por el alcohol y la neurosis.

París era una fiesta, lo dijo Hemingway treinta años después, pero no duró para siempre, y no fueron las derechas rancias de la Action Française las que acabaron con ella. El 24 de octubre de 1929, el jueves negro, se desplomó la bolsa. Todos los americanos arruinados hicieron las maletas y se marcharon de Montparnasse. Desapareció la fiesta; se intentó reavivar, pero la magia había desaparecido.

‘Esta bruma insensata’, el arte de la cita, de Enrique Vila-Matas

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Desde un caserón medio en ruinas al borde del acantilado, Simón envía citas de decenas de autores a su hermano, Rainer o Gran Bros, para que las utilice en sus novelas calificadas como ‘veloces’, cinco hasta la fecha, que le han dado fama en el mundo literario y que llevan como títulos otras tantas citas de versos y aforismos de Wallace Stevens. Solamente la primera de las novelas, Each Age is a Pigeon-hole’, contiene treinta y cinco citas literarias que provienen del ‘servidor de citas’ o ‘hokusei’ como prefiere autodenominarse Simón, que además le envía crípticas instrucciones sobre como organizar la incursión de lo intertextual en la estructura de la novela.

Mediante estos dos avatares del propio Vila-Matas, que son Simón y Rainer, el autor va revelando su idea de lo que es la literatura en estos tiempos. No es nada nuevo, sino la consecuencia del agotamiento de la novela de argumento y de la conclusión de que la originalidad no existe, que todo ha sido escrito o pensado y que se puede escribir una obra con retazos más o menos hilvanados y coherentes de lo que ya ha sido dicho. No es sostenible tirar por la borda lo que ha representado un logro para nuestros predecesores. Rainer no hace más que dar continuidad al arte de las citas y Simón lo defiende al considerar no sólo lícito, sino necesario, apropiarse de todo aquello que pueda resultarnos apetecible y que la historia de la literatura ha puesto a nuestra disposición.

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Pero Simón no sólo colecciona citas, sino que las vive, y cuando escucha tañer las campanas, recuerda los versos que dedicó Donne a su sonido y cuando lee una narración de Colm Tóibín se da cuenta de que se está refiriendo a él, al caserón colgado al borde del acantilado en el que vive, y a la muerte reciente de su padre, que aún pervive en la bruma del amanecer, como una imprecisa figura que no acaba de desvanecerse, familiar porque nos acompañó en la vida, y que cargaba el espacio, sembrado de desaparecidos, de energía de ausencia.

Las novelas de Rainer se ocupan de los temas trascendentales como la muerte, el tiempo, la locura o la existencia de Dios, pero también de cuestiones inmensamente banales que impregnan nuestras vidas cómo qué producto es mejor para tapar las canas o qué vamos a cenar esta noche. Acerca de la cuarta novela ‘We Live in The Mind’ un inteligente crítico, dice Simón, señaló que buscaba mostrar toda la charlatanería del mundo y su carácter escandalosamente banal, la imbecilidad general y la infinita locuacidad de todos los tiempos. Las citas a veces son así -tontas y superficiales- pero no dejan de haber sido.

Después de veinte años y de una comunicación basada en escuetos mensajes, Rainer reaparece en Barcelona para encontrarse con su hermano y tener una conversación, literaria, como es natural. Y el escritor famoso pide a su hokusei que le dé permiso para escribir una novela de no ficción con lo que le ha contado de sus últimos tres días en Cadaqués. Con un duro anatema responde Simón. Por encima de cualquier otra cosa, Vila-Matas odia que le digan que la no ficción está dejando obsoletos los modos tradicionales de creación porque vivir es construir ficciones, porque toda versión narrativa de una historia real es siempre una forma de ficción y porque desde el momento en que se ordena el mundo con palabras se modifica la propia naturaleza del mundo.

En el prólogo a su libro ‘Impón tu suerte’, una reflexión sobre la escritura, Vila-Matas nos pone sobre aviso de sus presupuestos e intenciones: “La ficción es ficción pero como tal tiene más posibilidades de acercarse a la verdad que cualquier representación de la realidad. Con esta convicción he trabajado a lo largo de los años en mi obra narrativa, no moviéndome jamás del territorio de la literatura como invención, alejado de las historias verídicas o como se dice ahora, de las historias basadas en hechos reales y que, como diría Nabokov, son un insulto al arte y a la verdad”.

No sorprende en absoluto que ‘Esta bruma insensata’ coleccione citas de Wallace Stevens, que dice en sus poemas que “La literatura es la mejor parte de la vida” y que “La vida es la mejor parte de la literatura; es a la vida a la que intentamos llegar con la poesía”. La poesía “es una forma de redención y su propósito es hacer la vida completa en sí misma”.

Ni tampoco que Esta bruma insensata’ aluda a Borges por todas sus esquinas. En su búsqueda de una cita, posiblemente aquella en la que dice: “¿Qué hombre de nosotros nunca ha sentido caminando por el crepúsculo o escribiendo una fecha de su pasado, que ha perdido algo infinito?”. O que ponga su punto final remitiendo a un poema de Jorge Luis Borges sobre la lluvia, “una cosa que sin duda sucede en el pasado”, que finaliza con estos versos: “La mojada tarde me trae la voz, la voz deseada, de mi padre que vuelve y que no ha muerto”.

Ninguno como Borges mezcló la ficción y la intertextualidad. De sus ‘historias infames’ afirmó que eran “el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar ajenas historias”. Y se empeñó en que no estaba seguro de existir en realidad y en negar la individualidad del escritor para defender que la escritura es un saber colectivo, siempre relacionado con lo escrito antes: “Soy todos los escritores que he leído”.

Soy lo que he leído, es la conclusión. Ricardo Piglia abunda en esta idea: “La lectura es el arte de construir una memoria personal a partir de experiencias y recuerdos ajenos”. Si, además, se convierte en escritura …

‘La séptima función del lenguaje’ o la clave del éxito, de Laurent Binet

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¿Qué es lo real? Lacan responde: “Lo que nos golpea”. En la novela de Binet se mezcla lo auténtico y lo inventado: sus personajes tienen carne, huesos y apellidos y habitaron, e incluso algunos siguen haciéndolo, sobre la tierra que a todos los vivos y los muertos nos acoge. Pero aunque tengan nombres no se puede decir que sean auténticamente ellos; son falsos a medias, aunque conserven algunas características físicas como los colmillos vampíricos de Mitterrand, o repitan ideas que dejaron por escrito, como la opresiva omnipresencia del poder denunciada por Foucault. Además, como todos los personajes literarios, los de Binet, tanto los reales como los supernumerarios, son como aquellos espíritus que tras ser encarnados por actores, se disolvían en el aire leve al finalizar la tempestad.

Por las páginas de ‘La séptima función del lenguaje’ desfilan lingüistas, filósofos, agentes secretos, presidentes y gigolós, todos enfrascados en la búsqueda de un papel en el que se detalla cómo usar esa séptima función para dominar el mundo. Los hechos se desencadenan en la tarde del 25 de febrero de 1980, cuando Roland Barthes, profesor del Collège de France y escritor, es atropellado en una calle de París, cuando regresa de un almuerzo con Mitterrand, inminente candidato socialista a la Presidencia de la República Francesa. Identifica al atropellado Michel Foucault, también profesor del Collège, donde enseña Historia de los Sistemas de Pensamiento.

El comisario Jacques Bayard se hace cargo de la investigación y ficha como ayudante a un joven profesor de la Universidad de Vicennes, Simon Herzog, que no sólo conoce a todos los que son alguien en la movida intelectual francesa de los ochenta, sino que además tiene la perspicacia que le confiere la práctica de encontrar señales e indicios en todo lo que le rodea y que actúa como un Sherlock Holmes de la semiótica, disciplina que Roland Barthes amplió a todos los sistemas de comunicación: los signos están en todas partes y lo dicen todo hasta el punto de desnudarnos el alma y la vida.

Aunque a veces el autor hace trampas, como cuando Simon observa que Sartre, acompañado por Françoise Sagan, tiene muy mal aspecto. Morirá un par de meses después; es un dato que figura en todas las hemerotecas. Es el último representante de la generación anterior a los Deleuze, Derrida, Foucault, Lacan y Barthes, que ahora dominan el panorama intelectual francés tras haber destronado a los existencialistas.

La ‘conspiración’ va dejando un reguero de cadáveres: primero Barthes, atropellado por el conductor de una furgoneta que resulta ser búlgaro y luego un gigoló amigo suyo que se aprendió de memoria el texto pero no pudo reproducirlo porque antes sucumbió al veneno de la punta del ‘paraguas búlgaro’, nombre que se le dio al arma utilizada por la Darzhavna Sigurnost, los servicios secretos búlgaros, que consistía en una pistola de aire comprimido que, camuflada como paraguas, disparaba un perdigón de ricina y que fue utilizada al menos dos veces en 1978 contra disidentes de ese país: en el puente de Waterloo contra Markov, y en el metro de París contra Kostov.

En el año de los hechos ya conocemos la técnica búlgara, pero 1980 es también el año en el que Althusser estrangula a su mujer. La explicación no es la que ha quedado registrada para la historia: en realidad el filósofosse ha hecho con el texto de la séptima función, quizá en connivencia con el KGB, y para esconderlo decide dejarlo a la vista, como en ‘La carta robada’ de Poe. Pero su mujer, Hélène, la tira a la basura sin darse cuenta. Althusser no puede resistirse a la ira y la mata.

Existe una función que escapa a los diferentes factores inalienables de la comunicación verbal … y que de alguna manera los engloba a todos. A esa función la llamaremos…” llegó a recitar Hamed antes de morir. Veamos en qué consiste esa capacidad de la comunicación verbal. Roman Jakobson, filólogo ruso, estableció seis funciones del lenguaje: referencial, emotiva, conativa, fática, metalingüística y poética. La séptima función del lenguaje permitiría de manera extensiva convencer a cualquier persona para que haga cualquier cosa en cualquier situación; quien poseyera la clave, tendría un poder sin límites: podría hacerse reelegir en todas las elecciones, provocar revoluciones, sublevar a las masas, seducir a todas las mujeres, apropiarse de toda la tierra….

Sería muy apropiada para un político, por ejemplo Mitterrand, que llegó al poder un año después de los hechos narrados y dominó la política francesa durante catorce, pero no es este poder el que persigue Julia Kristeva, búlgara y semióloga, que junto a Barthes, Lévi-Strauss, Foucault y Lacan, difundió el pensamiento postestructuralista y deconstructivista en la revista ‘Tel Quel’, dirigida por Phillipe Sollers con el que se casó en 1967.

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Sollers y Kristeva

Kristeva quiere conseguir la función ‘performativa’ del lenguaje para que su esposo se convierta en el ‘Gran Protágoras’. Sollers es también un personaje real y es reflejado como un provocador sin sustancia. De todos los intelectuales que aparecen en la novela de Binnet es el menos conocido y, sin embargo, vive todavía. Un inciso: el matrimonio Sollers se disgustó tanto con su aparición en el libro que amenazó con denunciar a Binet. Philipe empezó siendo maoísta para convertirse en taoísta y “papista, de un catolicismo barroco infinito”, según su propia definición. En 2008 publicó unas memorias que, según la crítica, son infumables: una visión admirativa de sí mismo desde niño, el repaso a una colección de amantes que ya quisiera Simenon; infinitas dedicatorias y loas que le han hecho intelectuales de prestigio; en definitiva, una sucesión de grandilocuencias y tonterías.

Y este individuo es el que se enfrenta al sabio de Bolonia, a Umberto Eco, que preside como el ‘Gran Protágoras’ una institución secreta que se remonta al siglo III fundada para contrarrestar la influencia creciente del cristianismo con el nombre de Logi Consilium y que se dispersó por toda Italia y luego por toda Francia, donde tomó el nombre de Logos Club en el siglo XVIII, durante la Revolución. Binnet sigue fantaseando sobre la estructura piramidal de esta sociedad secreta, a la cabeza de la cual un colegio de diez miembros que se hacen llamar los sofistas, presididos por un Protágoras Magnus, practican sus cualidades retóricas que ponen al servicio de sus ambiciones políticas en sesiones de combates dialécticos entre el titular y el aspirante. Se saca un tema siempre a partir de una pregunta cerrada a la que se puede responder con un sí o no o bien a favor o en contra para que los adversarios puedan defender posiciones antagónicas. El grado más bajo está compuesto por los parladores; por encima están los retóricos, luego los oradores, los dialécticos, los peripatéticos, los tribunos y, en lo más alto, los sofistas. El perdedor, según el veredicto de los jueces, perderá un dedo.

Creyendo que ha conseguido el auténtico documento de la séptima función, Sollers viaja a Venecia para enfrentarse, en el Palacio de la Fenice, a Umberto Eco. El Gran Protágoras ha sido desafiado. Eco, que habla todas las lenguas, elige el tema con una frase en francés, en honor a su adversario: ‘On forcène doucement’. Sollers no tiene ni idea de lo que significa esa frase y se despeña con acercamientos lacanianos, sustituye los vínculos lógicos por analógicos, avanza por yuxtaposición de ideas e incluso sucesiones de imágenes inconexas, en lugar de llevar a cabo un razonamiento puro. Va de farol y acaba en plan Alfred Jarry. Umberto Eco, desde su altura, le reprocha sus interpretaciones tan fantasiosas y tan carentes de base. La frase significa “enloquece suavemente”, atribuida a un poeta francés del XVI. Sollers se pasa de listo o más bien de atrevido en su ignorancia y es emasculado, como se merece quien reta al Gran Protágoras y pierde.

Eco ha recurrido a su proverbial erudición y subraya la imposibilidad de la discusión ante la logorrea delirante de su adversario al tiempo que defiende una de sus más queridas ideas: que el texto admite interpretaciones, pero que no todas son válidas y algunas, aunque lo sean, resultan irrelevantes. En ‘Los límites de la interpretación’ pone un ejemplo con el título de una de sus novelas: ‘El péndulo de Foucault’. Ya sabía, dice, que algún crítico se despeñaría en la defensa de que es una alusión a Michel, el pensador obsesionado por las analogías al igual que sus personajes, pero resulta que el péndulo al que se refiere es el que inventó Léon Foucault, y la referencia al otro es demasiado simple y no conduce a nada productivo ni mínimamente interesante.

La novela de Binet tal vez carezca de la cualidad poética, de la conativa o de la emotiva, pero es extraordinaria en su faceta referencial, en el juego con hechos y personajes reales. También con los irreales, con esos a los que Umberto Eco llama ‘supernumerarios’ y que son los ficticios que se añaden a la gente del mundo real. Nos cuela a Morris Zapp, un profesor universitario inventado por David Lodge, que aparece por primera vez en ‘Intercambios’. Trabaja en la universidad americana ‘Euphoria’, lujosa y permisiva, contra la que la universidad británica de ‘Rummidge’ no puede competir ni de lejos. En la novela de Binet, Zapp acude a un coloquio en la universidad de Cornell conduciendo un Lotus Esprit y diciéndole a todo el que quiera oírle que es el primer profesor con un salario de seis cifras.

Los profesores americanos que acuden a Cornell, a donde se traslada en cierto momento la trama de la séptima función, son auténticos: Paul de Man, discípulo de Derrida, Johnathan Culler, teórico de la deconstrucción, y John Searle, filósofo analítico de la Universidad de California en Berkeley. Es en un coloquio en Cornell donde John Searle y Derrida exponen sus posiciones filosóficas enfrentadas sobre la función performativa del lenguaje y para Binet constituye el núcleo filosófico de libro, según admite en una entrevista.

En las universidades americanas se recibía a Derrida, Deleuze o a Foucault, representantes de la filosofía ‘continental’ o la French Theory, como auténticas estrellas. Y esto es cierto, aunque los ochenta han quedado atrás y la teoría del lenguaje ya no tiene la popularidad de la que gozaba entonces. No obstante, seguimos haciendo semiología sin darnos cuenta al descifrar determinados mensajes de los medios de comunicación sobre todo. “De alguna manera -dice Binnet- pagamos tributo a Barthes y a sus amigos semiólogos que nos señalaron que los signos están por todas partes y nos enseñaron a interpretarlos”.

Los signos nunca son inocentes. Eso nos enseña la semiótica. En la novela de Lodge, ‘¡Buen trabajo!’, su protagonista, Robyn, una profesora de literatura inglesa de la universidad de Rummidge (la misma a la que se trasladó Zapp en el intercambio), es una defensora a ultranza de las ideas importadas de París en los ochenta: estructuralismo y postestructuralismo, semiótica y deconstrucción, mutaciones e injertos de psicoanálisis y marxismo, lingüística y crítica literaria. Para enseñar lo que son los signos a su interlocutor, un industrial alejado de toda intelectualidad universitaria, le pone como ejemplo de descontrucción el anuncio de una marca de cigarrillos, Silk Cut, cuyo cartel era la representación de una pieza de seda con un corte. La seda centelleante con sus curvas voluptuosas y su textura sensual simbolizaba el cuerpo femenino y la hendidura elíptica era, todavía con mayor obviedad, una vagina. “Por lo tanto, el anuncio apelaba a la vez a los impulsos sensuales y a los sádicos, al deseo de mutilar y al mismo tiempo penetrar en el cuerpo femenino”.

La novela de Binet ha resultado ser una obra de género incierto: filosófico, político, policíaco, de campusTiene ciertos detalles humorísticos y en todo momento me ha parecido tan divertida como un juego. He intentado no desvelar el final pero sí he querido contextualizar algunos hechos, destacar episodios sublimes y otros tal vez menores pero que reflejan los senderos por los que camina ‘La séptima función del lenguaje’.

Lecturas

– Laurent Binet, La séptima función del lenguaje, Editorial Planeta, 2016.

– Umberto Eco, Los límites de la interpretación, Random House Mondadori, 2013

– David Lodge, Intercambios (1975) y ‘¡Buen trabajo’! (1988) (En Anagrama, 1994 y 1996).

Paisajes después del Diluvio

Nunca llovió que no escampara ni tampoco ocurrió que las cosas mejoraran tras la tempestad. Cuando Noé comprobó que las aguas habían descendido y todos -familia y demás animales- pudieron salir del Arca, supo que se volverían a cometer los mismos vicios e iniquidades de antes del Diluvio: un gavilán cruzó el cielo y se lanzó en picado sobre la paloma que había dado la buena nueva, se oyeron las voces airadas de los hombres y el lobo aulló tras el cordero.

Un relato de Gesualdo Bufalino nos cuenta lo que ocurrió durante los días de lluvia y de descenso de las aguas. Sobrevivieron pero de nada sirvió ni hubo lección divina que les aprovechase. Se balancearon durante muchos días, iguales unos y otros, a bordo de una cáscara de madera calafateada que les separaba del abismo, zarandeada por los turbulentos y hostiles embates del agua, sin saber qué les iba a deparar el futuro, si sería un llover eterno y no volverían a resurgir las tierras anegadas o, por el contrario, volvería a iluminarse el cielo y a los campos regresaría el verde de la hierba y el marrón de la tierra seca.

Día tras día soñando con estaciones, con espigas, racimos y brezales, escudriñando el cielo para descubrir si un sol triunfante hacía por fin su aparición, una bóveda celeste en la que Noé sólo acertaba a ver una caverna de tinieblas, una grieta de ojo lloroso, de la que el diluvio parecía caer a cántaros, como una riada de lágrimas sin orillas”. Hasta que por fin “el techo de nubes se replegó sobre sí mismo, flechas de luz lo rompieron, un arco inmenso de siete colores se curvó de repente en el cielo” y un sol furiosamente feliz relumbró sobre la tierra.

Salieron del Arca, los animales se desperdigaron y los hombres reiniciaron su vida, después de haber escuchado durante ciento cincuenta días el llanto de Yahvé, que era “el nimbo y la noche, el precipicio y la muerte”. Pese a tanta tragedia nada aprendieron y continuó la explotación de unos por otros y el desprecio a la propia tierra que les servía de cobijo.

‘La salida del Arca’ es el relato más pesimista de Gesualdo Bufalino, un autor que se dio a conocer a los sesenta años como un ‘nuevo talento’ siciliano. Comparte con sus coetáneos isleños, como Sciascia o Lampedusa, una tradición escéptica de la vida que a veces se confunde con misantropía pero que no deja de estar iluminada por un sentido del humor que a veces se convierte, como en este cuento, en algo más parecido al sarcasmo: tanto para tan poco, sería la moraleja.

Bufalino

Bufalino se ríe muchas veces y lo hace en casi todos los cuentos que siguen a ‘El hombre invadido’, relato en el que su protagonista comienza por experimentar cierto desequilibrio interno para descubrir finalmente que ha sido ocupado por otro individuo grosero con tics coprolálicos. En ‘El retorno de Eurídice’, la esposa del ‘poeta’ reflexiona desde el Tártaro y descubre que Orfeo sólo estaba enamorado de su propia poesía y de su lira y eso le deja la conciencia muy tranquila: volvió la cabeza a propósito.

Los cuentos de este pequeño volumen son pequeñas joyas de ingenio y de sonrisas. No ocurre así con la versión del Diluvio. Alguien dijo que los hombres se inventaron los castigos de los dioses porque reconocer que el mundo no tiene sentido y que el dolor no se distribuye ni de forma equitativa ni justa es mucho más difícil que atribuir a un dios ofendido la masacre de la peste, la carnicería de las guerras o el estúpido y asolador ciclo de diluvios y terremotos. Por eso Justiniano achacó los terremotos a las prácticas sodomitas de sus administrados y por esa misma causa Dios hizo arder ciudades. Por no honrarle como debían, los dioses hititas, los babilónicos y todas las cortes celestiales de la Antigüedad enviaron a los hombres diluvios, guerras y enfermedades.

Bufalino pone a Dios como la excusa que utilizan los hombres para quedar a salvo de su propia estupidez y maldad. Su idea de la divinidad es muy poco piadosa y podemos verlo claramente en este cuento, en el que la Voz ordena a Noé la construcción de un arca en todos sus detalles, para después sumergirse en un eterno silencio, un acto que muestra su profundo desprecio por los hombres. Este creador y la relación con sus criaturas están expresados con mucha más crudeza por uno de los enfermos condenados a morir de turberculosis en su novela ‘Perorata del apestado’, cuando le describe a un inmenso animal que nos contiene a todos nosotros, a todo el universo, y para el que probablemente “seamos sólo millones de cálculos en su riñón”, un ser al que producimos un “cólico interminable”, para el que somos “los cuajos pétreos de su dificultosa y desmesurada planta depuradora y así flotamos, en el éter y orín que se le encharca por todos los meatos y le hace ulular gloriosamente de dolor en el silencio de los espacios eternos, lo que llaman la armonía de las esferas”, a la espera de un arquiatra más antiguo que lo libere del sufrimiento en un acto de compasión suprema.

El Arco Iris pone fin al Diluvio, pero no es cierto que nada cambie después de una gran catástrofe; nada fue igual después de la peste de Justiniano, que abrió el camino a la desaparición del Imperio Romano de Occidente y, un poco después, a la del Imperio persa. Tampoco quedó igual el mundo europeo tras la peste de negra del siglo XIV que exterminó a una cuarta parte de la población porque al fracasar todos los intentos típicamente medievales -oraciones, misticismo, víctimas propiciatorias, magia- se desarrolló un modo diferente de organizar la realidad que dio paso al Renacimiento como un modo de solucionar los problemas.

Tal vez el modelo esté agotado: los nuevos conocimientos de medicina y de física hicieron crecer la población hasta tales extremos que se ha roto el equilibrio de la naturaleza y la amenaza de nuestra autodestrucción se ha convertido en un axioma. Ni el sistema ni la ética que lo inspira ayudan a la supervivencia, sino todo lo contrario: la codicia mira hacia otro lado y sólo hace cálculos a corto plazo, tal vez con la vista puesta en apenas una generación. Pero la infección progresa velozmente: un día serán los mares los que enfermen y los que debido al deshielo de los polos devoren playas y ciudades aledañas; otro día será el aire irrespirable de las ciudades el que nos haga enfermar… Hoy es una pandemia como no se veía desde principios del siglo pasado: el comercio de animales, la destrucción de hábitats y la construcción de grandes ciudades tienen la culpa de su extensión. No podemos echarle la culpa a causas externas, esto no es un castigo de Dios, sino la consecuencia de nuestras propias acciones.

Tras setenta días de confinamiento y un cambio radical en nuestras costumbres y en nuestro mundo, debemos preguntarnos si no se puede hacer mejor, si no existen otras opciones. La normalidad entendida como antes de la epidemia de COVID-19 no será posible ni deseable. Se impone una reflexión.

Lecturas

Gesualdo Bufalino, ‘El hombre invadido y otras invenciones’, Editorial Anagrama, 1988

Gesualdo Bufalino, ‘Perorata del apestado’, Editorial Anagrama, 1983

Clichés, eufemismos y estilemas

TRABAJO DE LOLA-P

Cuando hablamos, apenas nos damos cuenta del gran número de frases hechas que se cuelan en nuestro discurso, pero cuando escribimos, aunque sea un simple comentario en una red social, saltan todas las alarmas: muletillas, locuciones manidas y perífrasis innecesarias que no sólo dificultan la comunicación sino que entorpecen nuestro pensamiento. Acudimos a las fórmulas estereotipadas del lenguaje común porque es lo más fácil y porque nos da pereza analizar qué es lo que estamos diciendo realmente. Si lo hiciéramos, percibiríamos que esa frase repetida una y otra vez carece de precisión, que no es eso lo que queremos decir, aunque ‘eso es lo que se dice en estos casos’. Recurrimos a un lenguaje impostado que nada significa y muchas veces lo hacemos por impotencia, porque no sabemos decir de otro modo.

Hubo un momento en que los clichés fueron frases creativas que tuvieron fortuna pero que, al repetirse, acabaron perdiendo la frescura inicial que las hizo tan atractivas. En ese proceso de desgaste adquirieron una pátina cutre y pringosa. De ‘asignatura pendiente’ a ‘sol de justicia’, de ‘pistoletazo de salida’ a ‘espiral de violencia’ o de ‘añadir mi granito de arena’ a ‘ser de juzgado de guardia’. Son fórmulas fáciles y cansinas que no hacen daño pero revelan, en el caso de un escritor, un inexistente dominio de la lengua y un pensamiento muy poco profundo. Hay frases hechas, tan cursis como ‘se debate en un mar de dudas’, que obligan a cerrar inmediatamente el libro.

Semejantes a las anteriores son las asociaciones parasitarias de palabras en las que una de ellas acaba absorbiendo las posibilidades combinatorias de la compañera hasta el punto de que ninguna de ellas puede vivir de forma independiente: agenda apretada, craso error, baño de multitudes, amarga experiencia, escena dantesca, santa indignación, tensa espera, marco incomparable o pertinaz sequía. Algunos emparejamientos muestran un afán de distinción con el uso de un vocabulario aparentemente elevado que inevitablemente cae en la redundancia: ‘abismo insondable’ -todo abismo es inmenso y profundo- o ‘claridad meridiana’ sin reparar en que meridiano significa ‘claro, luminoso’.

Peor aún que la viscosidad que se adhiere al cliché en su continua circulación, es la carga ideológica del emparejamiento de algunos términos, cuya falsedad debido al paso del tiempo y a la repetición, no percibimos y aceptamos como normal. A propósito de esto Sánchez Ferlosio nos dejó un pecio titulado ‘Ideologuemas’ que se refiere a dos expresiones ideológicas representativas del triste mundo en el que nos han querido arrinconar el nacional catolicismo: ‘merecido descanso’ y ‘sana alegría’. La anteposición estereotípica de ‘merecido’ y ‘sana’ parece indicar, dice el autor, que el ocio o descanso y el goce o alegría son “plantas bravías, malas y dañinas y hay que someterlos respectivamente al tratamiento del merecimiento y la salud” porque «la represión ha proscrito el descanso y la alegría como cosas malas, caídas en pecado, que tienen que pedir perdón y hacer penitencia”. En una narración posterior añadió un tercer compuesto: ‘honesto esparcimiento’. Las tres son el reflejo de una añeja tradición de ideología represora.

El cliché es superfluo y más cuando se convierte en inútil circunloquio, en esa tendencia a sustituir una palabra por varias que significan lo mismo, como cuando escribimos ‘el autor de mis días’ por ‘mi padre’, por ejemplo. Siempre hay amigos del rodeo que desprecian los verbos simples y utilizan ‘dar crédito’ por ‘creer’ o ‘hacerse viejo’ por ‘envejecer’. Lázaro Carreter puso su dardo en uno de ellos que, además, no significa lo que pretende: los ladrones ‘hicieron acto de presencia’ en el banco y se llevaron dos millones, dice la noticia. ‘Hacer acto de presencia’ es una ‘asistencia breve y puramente formularia a una reunión o ceremonia’, lo que se contradice con el atraco a un banco, rápido quizá pero nunca protocolario.

Los eufemismos pasan a convertirse pronto en frases hechas pero se mantienen a lo largo del tiempo porque en determinadas circunstancias son una fórmula de cortesía difícil de reemplazar. ‘Dar el último adiós’ es despedirse de un cadáver antes del entierro. Suena rancio y cursi y no es de extrañar porque, como señala Delfín Carbonell en su ‘Diccionario de Clichés’ del que me estoy surtiendo, lleva circulando desde que en 1560 Francisco Aldana lo escribió en un poema dedicado a la muerte de su madre. ‘Cadáver’ es un término poco amable e inclinado a ser sustituido por otro, lo que no es nada fácil, y así acabamos hablando de ‘restos mortales’, lo que puede parecer una redundancia pero ‘restos’ en solitario no son otra cosas que desperdicios, aquello que ya no sirve, aún peor que ‘cadáver’.

Llevarse por delante a alguien’ en lugar de matar, mediante arma o atropello, también lleva en nuestro idioma más de cuatrocientos años. ‘Que en paz descanse’ es otro eufemismo que Carbonell define como “expresión huera de sentido y falsamente piadosa al mentar a una persona muerta”. También es una frase hecha la que se pronuncia en los entierros al dar el pésame: ‘Le acompaño en el sentimiento’. O la ‘larga y penosa enfermedad’, expresión de la que se tiene noticia ya en 1589. También es expresión antigua, de allá por el siglo XVII, ‘que en gloria esté’ y que expresa el deseo de que el alma del muerto haya viajado a un privilegiado lugar.

Los clichés aprendidos en edad temprana se quedan en la memoria de largo plazo y aparecen una y otra vez cuando se necesita expresar un concepto vagamente similar. El cerebro repite los vocablos almacenados en la memoria y hasta podemos saber la edad de una persona por los giros y el argot que emplea. Y no sólo la edad de un hablante o escribiente, sino también la de un documento: la Donación de Constantino, un decreto imperial que entregaba al papa Silvestre I el gobierno de la ciudad de Roma y la competencia para intervenir en todos los asuntos del imperio y que hubiera correspondido a una época en torno al año 300, se demostró que era una falsificación porque contenía giros idiomáticos y términos que no existían en el latín del siglo IV.

Se puede datar un documento con el estudio de las palabras que utiliza y también se puede averiguar, quizá no el nombre, pero sí datos que deja al descubierto, sin querer, un texto anónimo. En esta posibilidad se basa la trama de una entretenida novela de Álex Grijelmo, ‘El cazador de estilemas’, en el que un profesor de Lengua ayuda a un comisario de policía a desentrañar el caso de un testamento apócrifo y el de unos anónimos amenazantes mediante el análisis filológico del texto: todos tenemos unos rasgos constantes en nuestra forma de escribir y dejamos en el escrito nuestras huellas de estilo, los estilemas.

El uso de determinadas palabras o frases dice mucho de nosotros. En primer lugar, de nuestra edad, y aunque el sistema métrico actual está en uso desde la Revolución Francesa, no nos suena extraño escuchar ‘se ve a la legua’, aunque sólo lo utilicen las personas mayores. También de nuestras lecturas y, desde luego, de nuestra extracción social. ‘Mejorando lo presente’ es una expresión de cortesía que se usa cuando se alaba a una persona delante de otra y que lleva circulando más de dos siglos en el habla popular; es tan rancio como ‘sin ánimo de ofender’ o ‘con todos mis respetos’, aunque estas dos últimas fórmulas de falsa cortesía de lo que avisan es de que a continuación vamos a tener que escuchar una sucesión de ofensas, improperios y agravios. Después vendrán las disculpas a medias: yo te lo decía ‘en el buen sentido de la palabra’. Pero es que fueron ‘palabras mayores’, combinación que viene del mismísimo Cervantes, de ‘Rinconete y Cortadillo’.

Los clichés invaden periódicos y telediarios, con los que lectores y televidentes adquirimos buena parte de nuestro vocabulario. Las combinaciones se repiten una y otra vez, posiblemente porque las prisas obligan a recurrir al término más próximo y conocido. El ámbito del periodismo político se ha apropiado de frases hechas específicas que en un primer momento fueron un hallazgo: desde ‘mover ficha’ a ‘la pelota está en el tejado’ de tal partido o que determinado político ha emprendido una ‘huida hacia adelante’; que a un visitante se le haya ‘brindado una calurosa bienvenida’ o que dos mandatarios hayan mantenido una ‘reunión cordial’. Aunque tampoco hay que exagerar el purismo y hay clichés acertados pese al abuso que se hace de ellos. De momento aún resisten, aunque quizá por poco tiempo, ‘líneas rojas’, ‘venirse arriba’ o ‘tormenta perfecta’.

Ricardo Senabre llama al cliché “expresión inerte” y pone ejemplos de cómo en algunas ocasiones se les ha devuelto el aliento vital. “Por fin me conociste de verdad, en carne y verso”, reescribe Gloria Fuertes el sintagma ‘en carne y hueso’. O Blas de Otero: “Viene la nieve, cae poco a copo”.

En los grandes escritores reside el genio de la lengua y con capaces de revitalizar incluso las frases más manidas. Pero hay muchas que mueren en el intento y hay que tener cuidado con la creación de novedades que mueven a la risa, cuando no al desconcierto. En su ‘Guía práctica del neoespañol’, Ana Durante transcribe algunos ejemplos que no sé si responden a auténticos intentos de renovación por parte del autor o a un congénito marasmo intelectual, como decir que un motorista murió por ‘heridas incompatibles con la vida’ y no porque las heridas fueran mortales; que ‘el viento cambió de dirección sin cita previa’ o que ‘un líquido salado hizo su aparición en su rostro’; no sólo son frases pedantes, sino sandeces.

Los lugares comunes son eso, comunes, pero cuando se citan de forma errónea, se convierten en una expresión absurda. Ana Durante cita unas declaraciones de un presidente del Gobierno que ufanamente dice: “todavía no es como para tirar las campanas al vuelo”; un corresponsal en un país comunitario advierte de que a raíz de un escándalo “van a saltar cabezas”; una mujer en una novela parece que “salió corriendo, tan pronto le quitó el ojo”; otro que se concentró “en rendirle cuentas al desayuno” y al de más allá “los ojos le tintinearon”. Estos últimos ejemplos van de ‘neoespañol’ y de escribir de oídas, que es lo mismo que a veces ocurre con los clichés, que no los pensamos.

Lecturas

– Rafael Sánchez Ferlosio, Vendrán más años malos y nos harán más ciegos”, 2001

– Alex Grijelmo, El cazador de estilemas, Espasa, 2029

– Ricardo Senabre, El lector desprevenido, Ediciones Nobel, 2015

– Delfín Carbonell Basset, Diccionario de clichés, Ediciones del Serbal, 2006.

– Ana Durante, Guía práctica del neoespañol, Debate, 2015.

Escritores en Buchenwald: Jorge Semprún e Imre Kertész

Buchenwald1El 11 de abril de 1945, hace exactamente 75 años, Buchenwald se liberó de sus guardianes. Poco antes de mediodía sonó la sirena de alarma: el enemigo estaba a las puertas. Los grupos de combate clandestinos que se habían formado en el campo se congregaron en los sitios fijados de antemano y, a las tres de la tarde, el comandante militar dio la orden de pasar a la acción. De golpe aparecieron compañeros con los brazos cargados de armas: fusiles automáticos, metralletas, algunas granadas, parabellums, bazukas, armas robadas en los cuarteles de los SS o abandonadas por los centinelas en los trenes en los que transportaron a los supervivientes de Auschwitz o sacadas por piezas de la fábrica Gustloff. “Más tarde nos lanzamos sobre Weimar, armados” hasta que aparecieron los blindados de Patton y sus tripulantes descubrían esas “bandas de soldados harapientos” a las que desarmaron.

Jorge Semprún estaba allí desde hacía casi dos años, desde que las cárceles francesas fueron vaciadas en enero de 1944. También en ese año llegó Imre Kertész al complejo concentracionario cercano a Weimar: tenía 16 años. Semprún llegó con 22 años y ambos sobrevivieron para contarlo, tal vez porque tuvieron la suerte de ser muy jóvenes y, con toda seguridad, porque Buchenwald era un campo de trabajo, en el que se moría de hambre y de disentería, por el trato inhumano de los guardianes, fusilados masivamente como los prisioneros soviéticos o de un tiro en la cabeza o como consecuencia de experimentos pseudo científicos, pero no era un campo de exterminio industrializado: no había cámaras de gas, aunque sí crematorios.

En el 45 llegaron los deportados de Auschwitz, enfermos y al borde de la muerte. Entre estos últimos estaba Elie Wiesel, que en “La noche’, primera parte de una trilogía, cuenta su terrible confinamiento en el campo de exterminio polaco. También Jean Amèry pasó por Buchenwald pero, al igual que Wiesel y Primo Levy, tuvo experiencias previas en los campos de exterminio.

Buchenwald

El largo viaje’

Los trenes que atraviesan Europa con sus vagones estancos en los que se hacinan hasta ochenta o cien personas con destino a los campos de trabajo o de exterminio son la imagen de la terrible tragedia que se fue gestando durante esos años de guerra. Continuaron realizando su transporte de agonía y muerte hasta el último día, cuando el régimen nazi ya lo tenía todo perdido.

Jorge Semprún relata en ‘El largo viaje’ los cuatro días que duró el trayecto desde Compiegne, en Francia, a Buchenwald, en Weimar, en un vagón junto a otros ciento veinte cuerpos que se mueven, se fatigan, se estremecen de hambre y de frío, pero sobre todo de sed y de cansancio, que gritan y desvarían en este comienzo del horror en el tren. No todos llegarán a su destino, ni siquiera el chico de Semur, que acompañó a Gerard, el narrador de estas horas interminables, y que inventó para no viajar solo, como confiesa el propio Semprún en un libro posterior, ‘La escritura o la vida’, en el que da abundantes claves acerca de su novela y justifica por qué tardó tanto en dar testimonio de su paso por un campo de trabajo alemán.

El tren sigue rodando mientras el autor recuerda el pasado y también adelanta lo que va a ocurrir en Buchenwald y mucho después, cuando los americanos hayan liberado el campo, el 11 de abril de 1945. La primera persona le facilita estos saltos temporales hasta la llegada al campo, cuando una voz ajena narra cómo van alineándose en el andén los deportados, cómo se les obliga a correr a culatazos y gruñidos de las SS que minutos antes formaban una fila inmóvil, con sus metralletas cruzadas sobre el pecho, sus perros gobernados por la correa, sus rostros escondidos por la sombra de los cascos que la luz eléctrica hace brillar. Llegan los deportados a una avenida iluminada por decenas de reflectores y a cuyos lados se yerguen altas columnas coronadas de águilas con las alas plegadas, águilas hitlerianas, símbolo de la violencia hierática del régimen nazi. Tienen pretensiones estos cerdos, comenta un preso que camina a su lado. Están construidas para perdurar, reflexiona Gerard mientras intenta no cerrar los ojos para fijar bien en su memoria esas imágenes de la larga avenida, el chisporroteo de luz fulgurante de los enormes focos y la masa sombría de los árboles y de las construcciones que se vislumbran más allá de la zona luminosa. Sólo falta -se dice- una hermosa y solemne música de ópera que lleve la parodia bárbara hasta el final. No sabe que sí habrá música y que se difundirá por los altavoces del campo todos los domingos por la tarde y todos los días cuando los prisioneros esclavos vuelvan a los barracones desde las fábricas de armamento que rodean Buchenwald.

La llegada al campo de concentración marca el fin del largo viaje y el comienzo del abandono del mundo de los vivos, pero mientras tanto, durante el recorrido del tren Gerard recuerda el pasado y el futuro: su pertenencia a un grupo de resistentes en Francia o la muerte de un prisionero ruso en Buchenwald, al que las SS acusan de sabotaje y ahorcan en presencia de todos. Una muerte que los compañeros, que son todos, aceptan para ellos mismos y por lo tanto la niegan y la anulan para hacer de esa muerte el sentido mismo de sus vidas, el único proyecto de vida válido en ese momento, “pero los de las SS son unos pobres diablos que no entienden estas cosas”.

Como tampoco entenderán sus amigos, sus conocidos, el mundo en general, lo ocurrido durante esos años. El Gérard recién salido de Buchenwald siente que jamás se prestará a quedar reducido al papel de superviviente, de testigo digno de fe, estima y compasión, y toma la decisión «de no hablar más de aquel viaje, de no ponerme jamás en situación de tener que responder a preguntas sobre aquel viaje […] Quizá más adelante, cuando ya nadie hable de estos viajes, quizás entonces tendré algo que decir».

Es lo que hará Semprún al cabo de diecisiete años: contar después del olvido. En ‘La escritura o la vida’ expresa las dudas que sentía antes de escribir el relato del largo viaje acerca de la posibilidad de contar y no porque la experiencia vivida sea indecible, sino por la necesidad de alcanzar una densidad transparente mediante la recreación y el artificio porque sólo así conseguirá transmitir, aunque también parcialmente, la verdad del testimonio. “La verdad esencial de la experiencia sólo es transmisible mediante la escritura literaria” y “no se trata tanto de describir el horror como la exploración del alma humana en el horror del Mal”

Lo esencial, dice Semprún, no era el horror acumulado, cuyos pormenores cabría desgranar interminablemente. “Podría contarse un día cualquiera: el despertar a las cuatro y media, el trabajo agobiante, el hambre perpetua, la falta de sueño, las vejaciones las letrinas, el trabajo en las fábricas de armamento, el horno del crematorio, las ejecuciones públicas, el agotamiento … sin por ello llegar a rozar lo esencial ni desvelar el misterio glacial de esta experiencia. Lo esencial es la experiencia del Mal. Puede tenerse en cualquier parte, pero en los campos ha sido crucial y masiva, la experiencia del Mal radical”.

Al principio sí se refirió a su experiencia en Buchenwald pero luego prefirió dejarse deslumbrar por lo que podría ser otra vida, por la belleza del mundo y así olvidar las huellas de una agonía indeleble, las pesadillas y la asfixia de la memoria, el despertar y encontrarse con que la vida era un sueño tras la realidad radiante del campo y el miedo a que la nueva vida sólo fuera una ilusión. Por eso eligió la vida frente a la escritura, cuya dicha agudizaba el pesar de la memoria y la volvía insoportable. Transcurrieron dieciséis años de silencio hasta ‘El largo viaje’.

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Sin destino’

Imre Kertész también optó por la creación de un alter ego para narrar su experiencia en el campo de trabajo de Zeitz y luego en la enfermería de Buchenwald y asistir, como Semprún, a la liberación del campo por los blindados de Patton. Tardó doce años en escribir ‘Sin destino’ y cuando se publicó en 1975 apenas tuvo lectores. Doce años antes apareció ‘La tregua’, de Primo Levi, y simultáneamente ‘El largo viaje’. Kertész tuvo que esperar otros diez años más, hasta 1985, para que una reedición de su libro tuviera la aceptación que merecía.

György Köves, un adolescente judío de Budapest, es detenido y enviado en tren a Auschwitz, al igual que su autor que en aquella época tenía quince años. Después fue transferido a uno de los campos de trabajo colindantes con Weimar, dentro del gran complejo de Buchenwald, en el que se utilizaba a los prisioneros como mano de obra esclava y se les extraía su fuerza de trabajo hasta la consunción.

Kertész está de acuerdo con Semprún en que “el campo de concentración sólo es imaginable como literatura, no como realidad” y, al igual que el escritor español, recurre a la distancia, aunque menos intelectualizada. Ese alejamiento se observa en el tono que utiliza el propio protagonista que a veces pasa a la ironía sin solución de continuidad. El lector observa, un poco angustiado, cómo György se somete a la autoridad y se apunta voluntariamente para trabajar en Alemania y cómo, hasta que llega a Auschwitz y le proporcionan un uniforme a rayas y una sopa incomible, no se da cuenta de que es un preso y además judío. Nos relata, con cierta sorpresa, su absurdo destino, lo que llama “situaciones anómalas”, como el exterminio de sus compañeros, menos aptos que él para la supervivencia, en crematorios que desprendían un olor “que nos envolvía, casi nos ahogaba en su masa espesa y pegajosa como un cenagal”; la ausencia total de atención médica cuando enferma en Zeitz, un campo pequeño y provinciano, sin duchas ni crematorio ni hospital y la amenaza de muerte por inanición.

Aprende que se puede evadir mediante la imaginación, una imaginación “humilde” que consistía en recordar una y otra vez un día completo en casa, en Budapest, desde la mañana a la noche y la necesidad de no abandonarse, de perseverar. Pero nada podía liberarle del hambre “a largo plazo”, que se reflejaba en un hueco, un espacio cada vez más vacío y que le obligaba a llevarse a la boca desde arena a hierba. Se convierte en espectador de su propio deterioro, del descarnamiento de su cuerpo, ya sólo un montón de huesos que apenas podían moverse.

Trasladado al hospital de Buchenwald por múltiples infecciones, vive la liberación del campo. “Eran alrededor de las cuatro de la tarde cuando se oyó un ruido procedente del aparato y poco después una voz anunció que era el Lagerältester: camaradas, dijo, somos libres”. Mientras Gerard, el alter ego de Semprún toma las armas que han sido escondidas por la resistencia del campo y persiguen a los alemanes hasta el bosque cercano, György observa que hablaban de libertad, pero no decían ni una palabra de la sopa, que sólo llegaría el día después.

Cuando vuelve a Budapest, ya recuperado, se da cuenta de que no podía hablar con nadie que no hubiera vivido lo que él había experimentado, con gente que no sabía nada de nada, con unos niñatos, él que apenas había cumplido los dieciséis años. Animado por sus antiguos vecinos a olvidar para poder vivir libremente, Köves se niega y asume la memoria, la voluntaria, la de la verdad y el conocimiento, y la no deseada. Ambas constituyen “el único camino hacia la liberación”.

Sin destino’ culmina en un estallido de las dos formas de la memoria, la voluntaria y la involuntaria. La primera contiene un aspecto ético: el deber de la verdad, del conocimiento: “El único camino practicable hacia la liberación pasa por la memoria”. El relato concluye con una fiesta del recuerdo involuntario, el recuerdo de la vida, de su destino y de su experiencia. “Me acordé de todo” incluso de lo que no quería acordarse y la escritura permitió la catarsis.

Epidemias en el Mundo Antiguo: de Sumeria a Roma — Historias emergentes

En una tablilla del siglo XVIII aec, impresa en caracteres cuneiformes, se prohibía que los habitantes de una ciudad infectada salieran de ella para “no contagiar a todo el país” y en otra se alertaba de que no debían tocar los objetos -copa, cama y silla- que habían sido propiedad de una mujer que había […]

a través de Epidemias en el Mundo Antiguo: de Sumeria a Roma — Historias emergentes

La bendita maldición de Babel

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Grabado de Gustave Dorè

Mientras Yahvé observaba lo que allá abajo en Babilonia construían los hombres -una torre que pretendía tocar el cielo- pensó que nada de cuanto se propusieran les sería imposible porque formaban un solo pueblo con una misma lengua. Pues bien, se dijo a sí mismo: descendamos y confundamos su lengua para que no se entiendan los unos a los otros. Y así castigó la soberbia de sus criaturas que, a partir de ese momento, se pusieron a hablar en setenta lenguas distintas, dejaron la torre a medio hacer y se dispersaron por el mundo.

Probablemente el autor del texto bíblico fuera un deportado a Babilonia que al llegar a la inmensa ciudad quedara sorprendido por las innumerables lenguas que podían escucharse en las calles y le vinieran a la memoria antiguas leyendas con las que reconstruyó el mito de la confusión de las lenguas. La Torre de Babel a la que se refiere el Génesis debía estar situada dentro de la propia ciudad de Babilonia y de su existencia ha llegado hasta nosotros una estela rota de color negro en la que figura una representación del plano del zigurat, que no otra cosa es la Torre de Babel, y su altura, con el rey Nabucodonosor de pie a su lado y una inscripción que declara: “Etemenanki, la construí para el asombro de las gentes del mundo. Elevé su cima hasta el cielo, creé puertas en las entradas…”

La ciudad embellecida por el rey Nabucodonosor era una maravilla arquitectónica pero no para los nómadas de la Biblia que la consideraban el emblema de la arrogancia y de la perdición. Pese a las maldiciones, Babilonia sería destruida pero no por obra del Dios judío, sino por Jerjes, un rey de Persia que arrasó el templo del dios Marduk e hizo demoler casi por completo el zigurat que tanto escándalo había provocado entre los judíos del exilio.

La multiplicación de las lenguas, paralela a la inflación de dioses falsos que componían el panteón babilónico según los textos bíblicos, se consideró un castigo de Yahvé por el que los hombres quedaron condenados a la incomunicación, a perseverar en los conflictos y a no entenderse jamás. Al dispersarse, los hombres crearon, según el Génesis, setenta naciones distintas. Este mito fue recuperado por los pueblos cristianos europeos tras la caída del Imperio Romano, cuando se dejó de hablar un latín común que acabaría siendo sustituido por las lenguas que hablamos ahora, múltiples y diferentes entre sí; ese mito de la herida y el castigo siguió vivo en los siglos oscuros medievales en los que parece repetirse la catástrofe babélica.

Para que la multiplicación de lenguas dejara de considerarse una maldición tendría que pasar mucho tiempo, durante el que se produjeron ensayos de creación de lenguas nuevas que pretendieron ser universales, como la inventada por John Wilkins que pretendió hacer un volcado de todo el universo conocido y por conocer o la de Leibniz, una lengua sin apenas gramática que a lo único que llegó, que no es poco, fue a convertirse en la de la lógica simbólica contemporánea. En el siglo XIX llegarían el volapük, un sistema mixto que toma como modelo el inglés, y el esperanto, que tuvo un cierto éxito.

El fracaso de estos ensayos lingüísticos nos hicieron recapacitar sobre las virtudes de las lenguas naturales. Uno de los primeros en señalar la bendición de su existencia múltiple fue el abad Pluche que tempranamente, en 1751, estimó como beneficioso el que las lenguas hubieran fijado los asentamientos y el nacimiento de las naciones, así como el sentimiento de identidad nacional. Esta realidad también tiene sus puntos oscuros, pero si se aplica el elogio de la multiplicidad a un ámbito más amplio y menos político nos encontramos con la idea expresada por V.V. Ivanov de que “cada lengua constituye un cierto modelo del universo, un sistema semiótico de comprensión del mundo y, si tenemos cuatro mil modos distintos de describirlo, esto nos hace más ricos”.

Cada lengua organiza el universo de lo que puede ser dicho y pensado y los modos de organizar ese universo cambian de una lengua a otra. Una lengua natural puede considerarse como un sistema holístico ya que por el hecho de estar estructurada de un modo determinado implica una visión del mundo.

George Steiner lamenta que de las más de veinte mil lenguas que llegaron a hablarse sólo estén vivas unas cuatro mil porque “todas las lenguas habladas por hombres y mujeres abren su propia ventana a mundo y a la vida”. El cuarto que habitamos, lo que llama la “habitación del habla”, ha sido decorada por la lengua que utilizamos y, a su vez, el mundo percibido a través de la ventana se refleja en nosotros, en el “espacio del habla”. Cada lengua articula una estructura de valores, significados, suposiciones, que ninguna otra lengua iguala o supera con exactitud. “Porque nuestra especie ha hablado, porque habla en múltiples y diversas lenguas, genera la riqueza del entorno y se adapta a él”.

Como ejemplo de esta diferencia enriquecedora cita la retórica sexual que tanto difiere de unas lenguas a otras: algunas trazan una línea roja sobre lo verbalmente prohibido pero lo que estas callan, otras lo difunden como algo simplemente subido de tono. Hacer el amor en inglés americano, por ejemplo, es un hecho enteramente distinto del modo de expresarlo en alemán, en italiano o en ruso.

Cada lengua es un mundo y refleja las cualidades de la sociedad que la habla. Todos sabemos que los esquimales tienen ciento y un mil formas de nombrar las ciento y mil formas de nieve que existen y hay pueblos, como los agtas de Filipinas, que disponen de treinta y un verbos diferentes que significan ‘pescar’, cada uno de los cuales se refiere a una forma particular de pesca, pero que carecen de una simple palabra genérica que signifique ‘pescar’. No hay lenguas primitivas entre las lenguas habladas por los pueblos ‘primitivos’ contemporáneos. Todas tienen un altísimo nivel de complejidad en sus reglas gramaticales con independencia de su desarrollo político y tecnológico. Todas las lenguas reflejan la forma de vida de las sociedades que las hablan.

En el continente asiático podemos contemplar cómo se establece mediante el lenguaje la relación entre las personas, dependiendo del lugar que ocupen en la estructura familiar, social o política. La importancia de las relaciones familiares entre los vietnamitas se expresa en la innumerable cantidad de sus pronombres personales, cuyo uso depende del género, del grado de familiaridad y de la edad y en las fórmulas de saludo, amable y respetuoso, aunque distante en ocasiones. Pero en lo que se refiere a formalismo, el javanés se muestra especialmente exagerado, hasta el punto de que existe lo que se llama el krama y que contempla términos especiales para el trato con personas que no pertenecen a la familia, a lo que se añaden determinados protocolos de comportamiento: cómo sentarse, cómo reír o qué llevar puesto. Esta formalidad es muy común en lenguas asiáticas de lugares, como Indonesia, con sociedades tradicionalmente jerarquizadas y complejas.

El coreano también muestra esta codificación formal establecida en siete niveles de formalidad de sus verbos, pero el uso de ideófonos (términos que vinculan simbólicamente los sonidos y los significados) es quizá el aspecto más llamativo de este idioma, lo que podría llevarnos a pensar que su cultura está muy imbuida por el juego de la imaginación, del relato, la charada o la broma y por los trucos del aprendizaje.

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La diferencia de géneros en el lenguaje se estableció en Japón antes incluso de la ola confucionista. En japonés el género gramatical no existe, pero las mujeres y los hombres hablan ‘dialectos de género’ ligeramente diferentes, con la creación de una variedad especial del japonés para la mujer. La lengua de los hombres tiene un tono duro y contundente, es casi enteramente opcional y a los niños no se les enseña a hablar así; los muchachos lo adquieren por su cuenta. En cambio la lengua de las mujeres no es tan opcional y padres y maestros hacen todo lo posible para que las niñas sigan esta línea lingüística que consiste en utilizar versiones ligeramente más largas de las palabras o formas gramaticales para conseguir que suenen más educadas. También hay pronombres que utilizan los hombres y no las mujeres y viceversa y en ocasiones difiere también la pronunciación. Tradicionalmente se ha asociado a la mujer con el refinamiento y la dulzura que tiene su correlación en el ‘dialecto de género’ que utiliza, pero en las últimas décadas se ha producido un cambio acerca de la posición de la mujer, aunque no absoluto, entre la sociedad japonesa, y la lengua en consecuencia está perdiendo su componente genérico, de manera que la forma de hablar de las mujeres es mucho más masculina que antes.

Son cambios graduales que se producen de acuerdo con una evolución social que podríamos considerar natural. Pero también ha habido imposiciones políticas, a veces extremas, que han cambiado la lengua de los hablantes de un país. El turco otomano, una mezcla de árabe, persa y turco real, que reflejaba en su estructura más de mil años de historia de Oriente y que era utilizado por las élites del país, se convirtió en la primera mitad del siglo XX en una lengua muerta que fue reemplazada por el turco moderno, que no sólo se materializó en un alfabeto latino hecho a medida, sino que se liberó de términos árabes y persas tras un esfuerzo ingente de recopilación de palabras turcas regionales y también entresacadas de viejos textos y diccionarios de otras lenguas emparentadas, como el azerí o el turcomano. El resultado fue tan catastrófico que en 1934, tras un discurso ininteligible, Ataturk dio marcha atrás y terminaron las expurgaciones de extranjerismos. El padre de la patria turca justificó este cambio, no absoluto, en el eslogan de que el turco era la madre de todas las lenguas, lo que cambió la supresión de términos por la búsqueda de etimologías turcas, aunque fueran falsas. No obstante, persistió el purismo y, tras una época de agonía y desentendimiento, se ha llegado a la estabilidad.

Cuando una lengua muere, es decir, cuando ya nadie la habla, desaparece la historia oral del pueblo que la poseyó, de su mitos, sus cantos, su religión, su vocabulario especializado, sus tradiciones, costumbres y comportamiento. Pero, aunque surjan cambios en ella e incluso deje de hablarse, perdura si ha contado con textos escritos que la hayan fijado. Una sociedad ágrafa no tiene ese recurso y desaparecerá lamentablemente si no hay quien la use.

Gracias al escriba sumerio que con su estilete marcaba signos en una superficie de arcilla podemos conocer la contabilidad de los templos de hace más de cinco mil años; gracias a las inscripciones conmemorativas conocemos los nombres de los reyes de las ciudades sumerias y del imperio acadio y también el surgimiento de Babilonia. Felizmente han llegado hasta nosotros las leyendas de Emmerkar y las de Lugalbanda, poemas sobre las hazañas de la diosa Innana y la primera ficción épica, ‘El Poema de Gilgamesh’,que nos habla del panteón de dioses y de los hechos del héroe de Uruk, de cómo se hizo amigo de Enkidu y de su viaje en pos del sol para conseguir el remedio de la mortalidad y liberar a su compañero de un inframundo grisáceo y polvoriento. El sumerio desapareció y también el acadio pero gracias a que los escritos antiguos se guardaron, se transcribieron y se tradujeron aún hoy podemos saber cómo eran, qué pensaban, a quién adoraban o porqué morían gentes de hace miles de años.

Lecturas

Umberto Eco, La búsqueda de la lengua perfecta, Crítica, 1994

Gaston Dorren, La vuelta al mundo en 20 idiomas, Turner Publicaciones, 2019

George Steiner, Después de Babel, Fondo de Cultura Económica, 2005

Reyes, sacerdotisas y corredores de fondo en la ciudad sumeria de Ur

Historias emergentes

El Diluvio Universal nunca existió, ni siquiera el mesopotámico del que hablan las crónicas de Gilgamesh y repite el Génesis. Aunque el arqueólogo británico Leonard Woolley anunciara en 1929 urbi et orbi que había descubierto evidencias del diluvio de Noé en las excavaciones de la antigua ciudad sumeria de Ur, la inundación no fue en absoluto universal. Hubo al menos dos diluvios en Ur, pero con varios siglos de diferencia. En muchas ciudades del sur de Mesopotamia, pero no en todas, pueden hallarse estratos de diluvios similares pero fechados en distintos momentos. Algunos lugares, como Eridu, la primera ciudad mesopotámica, situada a once kilómetros de Ur, no muestran signo alguno de inundación.

El castigo a los hombres, ya sea por la maldad que tanto ofende a Yahvé o porque impiden el sueño al dios sumerio Enlil, es un mito que se alimenta de medias verdades para dar una explicación más…

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‘La extinción de las especies’, según Diego Vecchio

Ex.EspeciesTodo acaba por extinguirse o, en el mejor de los casos, por transformarse. El museo es el encargado de velar por la memoria de todo aquello que ya no es. En la visita a estos lugares estancos en los que ni el aire se atreve a corretear de una a otra de sus salas, se nos recuerda la fugacidad del mundo, que todo acaba en cenizas y que nada es para siempre, ni siquiera los diamantes.

La reflexión final del libro incide en esta visión inevitable de la pérdida, aunque el relato de Vecchio camine con ligereza y buen humor, que son las virtudes que deben presentar las cuestiones serias. “Indudablemente el tiempo transforma al mundo en ruina. Nada entero sobrevive del pasado, sólo quedan polvo y piedras. Los recuerdos no son más que restos, cuanto más precisos, más falsos”.

La extinción de las especies’ es la historia, medio inventada, medio real, de un museo que pretende contener el relato de lo ocurrido desde los mismos orígenes del universo. Se trata del Instituto Smithsoniano, cuyo principal edificio se terminó de construir en 1855, gracias a los 100.000 soberanos de oro legados por el científico James Lewis, hijo de lady Elizabeth Hungerford Keate Macie, soltera y rica, y de sir Hugh Smithson, que murió sin descendencia. Lo que comenzó como un centro de formación y museo nacional que albergaría colecciones de piedras, plantas, animales y fósiles, provenientes de la expedición de Lewis y Clark (1803-06) y de Zebulon Pike, se ha convertido en nuestros días en un inmenso complejo, propiedad del Gobierno de los Estados Unidos, con diecinueve museos, nueve centros de investigación y colecciones compuestas por más de 136 millones de bienes.

Hasta aquí todo es conforme a los datos que tenemos, pero a la hora de informarnos sobre el primer director del Instituto, Vecchio inicia el arte borgiano por excelencia, el de la atribución falsa, y nos presenta a Zacharias Spears, aficionado a la taxidermia y primer embalsamador que sustituyó el ácido sulfuroso por el tetraborato de sodio o bórax. Nunca habría mejor director de una institución dedicada a la conservación que Spears, especializado en amputaciones en la guerra civil americana, durante la cual aplicó su talento de taxidermista a la preservación de los miembros cercenados.

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El sueño de Zacharias Spears era que quien visitara su museo pudiera emprender un viaje hasta espacios y épocas remotas y por dos centavos imaginar la violencia con la que se creó el universo: la explosión de luz rasgando la noche de los tiempos, una claridad implacable e infinita, reacciones nucleares despidiendo energías a temperaturas de miles de grados, la formación de estrellas y planetas y la promesa de extinción desde el mismo momento de su nacimiento. La Tierra, nos cuenta Vecchio con ternura, era “uno de los planetas menos agraciados del sistema solar” y al ser atropellado por su gemelo quedó “con un eje de rotación tambaleante, inclinado unos veintitrés grados, minusválido de por vida”. De resultas de este choque surgió la luna y sus piedras, tras varios años de residencia, “adquirieron la nacionalidad terrícola transformándose en las gemas preciosas” que pueden contemplarse, decía la publicidad, en la galería de los minerales del Museo.

Tras colisiones y despanzurramientos llegó el movimiento parsimonioso de la materia encarnada en estrellas, planetas y demás cuerpos celestes. Mucho después surgió la vida en los océanos de la Tierra y de nuevo la violencia y la transformación: las algas se multiplicaron y un buen día un liquen mutó y las hifas fueron sustituidas por filamentos con los que el ser podía desplazarse a voluntad; las medusas infestaron los océanos y atacaron a otras que tuvieron que cubrirse de espinas y “fue el comienzo de una desenfrenada carrera armamentística en una espiral de violencia infinita”. Surgieron tentáculos con ventosas, pinzas, púas, aguijones… hasta que en el Devónico inferior se rompió el equilibrio con la aparición de los primeros peces provistos de mandíbulas y varias filas de dientes: todo lo conquistaron y el agua se tiñó de rojo. Y entonces comenzó la conquista de la tierra firme, cuando “infinidad de criaturas hartas de vivir en medio de tanta inseguridad, abandonaron el mar y dejaron atrás lo que poseían”, incluso la manera de fornicar.

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Llegamos a la época de los dinosaurios e inevitablemente a la primera gran extinción: hace más de sesenta millones de años un asteroide de unos diez kilómetros de diámetro impactó frente a las costas del Yucatán y como consecuencia se extinguió el 70 por ciento de las especies. El 95% dice Vecchio, pero esa cifra proviene de su pesimismo, aunque simule distanciamiento, e incluso denote una alegría poco conmiserativa al decir que realmente los dinosaurios no es que se lo merecieran pero resulta que su cerebro no era todo lo bueno que debería y muchas veces no distinguían un animal vivo de otro muerto ni una roca de un tronco. Tras la colisión del meteorito, surgió entre los supervivientes un crustáceo, “cuyo caparazón se resquebrajó y dejó asomar un animal con pelos, orejas y tetillas”, es decir, el primer mamífero. Se escondieron en madrigueras y, finalizada la era glacial, salieron de ellas miles de ardillas, que “dotadas de una vida sexual frenética y un gran poder de seducción, se convirtieron en las soberanas del mundo” con diferentes apariencias: murciélagos, ciervos, búfalos, osos y hombres.

Todos los museos se afanaron por conseguir huesos de dinosaurios que, hasta hace poco habían sido catalogados como dragones, y el Smithsoniano, tras una lucha despiadada, no pudo hacerse con el esqueleto de un pterodáctilo, bautizado con el nombre de Johnathan Charles, que al final se quedó en Utah. Es entonces cuando Spears dirige sus ojos hacia los vestigios humanos, hacia las civilizaciones desaparecidas. Quería encontrar momias de la época de Amenofis II pero su expedicionario a la región de Moctezuma Canyon sólo consiguió dos niños momificados a comienzos de siglo, aunque una buena operación de marketing hizo de ellos unas criaturas tan famosas “como los hijos hemofílicos de la reina Victoria”.

Se desencadenó un auténtico ansia por las reliquias de tribus desaparecidas: desde esqueletos a máscaras, cántaros o cabelleras. Desalojados de sus tierras, de las veinte mil tribus que existían antes de la fundación de Jamestown, no sobrevivían más de 250. Y se pensaba que estudiándolas, los etnólogos podrían conocer cómo vivieron y qué pensaban los primeros hombres. Las consideraciones que Vecchio pone en boca de otro personaje ilusorio y chiflado, Benjamín Bloom, son extraordinariamente divertidas, pero al final no deja de ser otra historia de extinción de las especies, y en este caso de las tribus americanas, testimonios recogidos por las instituciones de la memoria que son los museos.

Pero lo peor puede estar por llegar y es, lógicamente, lo que no recoge este relato de desapariciones, mutaciones y memoria: una extinción que quedaría sin rememorar en los museos, la de la especie humana, porque nadie estaría en condiciones de recordarla.

Nota biográfica

Diego Vecchio nació en Buenos Aires en 1969. Escribe ensayos y novelas: ‘Historia calamitatum’ (2000), ‘Egocidios: Macedonio Fernández y la liquidación del Yo (2003); ‘Microbios’ (2006) y ‘Osos’ (2020). La novela reseñada, ‘La extinción de las especies’ se publicó en 2017

‘Lolita’, en la umbría y negra Humberlandia

LolitalibroComienza la novela con una nota de presentación y aviso redactada por un autor inexistente, el señor John Ray, doctor en Filosofía, que dice haber recibido unas memorias firmadas por un tal Humbert Humbert, ya fallecido a causa de una trombosis coronaria que sufrió estando en prisión, pocos días antes de que se fijara el comienzo de su juicio por el asesinato del que la prensa informó cuando se produjo, en septiembre de 1952.

Se trata de unas memorias “dolorosas y sórdidas” que pueden afectar al buen nombre y a la posición de las personas que tuvieron relación con los hechos que se narran, por los que los nombres han sido alterados para que no sean reconocidos. Además, la señora de Richard F. Schiller murió al dar a luz, lo mismo que el bebé, en la Navidad de ese año de 1952. Lo que debería estar situado al final del libro -porque no tenemos ni idea de quienes son esos personajes que cita y ni siquiera sospechamos que la señora de Schiller es la Lolita de Humbert Humbert- actúa como cebo para que el lector caiga en la trampa de su lectura con objeto de saber quién es quien en esta ‘historia verdadera’ sobre una “niña descarriada, una madre egoísta y un anheloso maniático”.

Y para subrayar aún más la veracidad de estas primeras páginas, en una tradición literaria ininterrumpida que ofrece comienzos semejantes y casi siempre felices, el prologuista menciona al juez John M.Woolsey, defensor del derecho a la libre expresión, de quien dice que daría su visto bueno a estas memorias porque no hay en ellas ningún término obsceno y que estaría dispuesto a permitir su publicación, teniendo en cuenta que lo hizo con un libro más “explícito”, en referencia implícita al ‘Ulises’ de James Joyce.

Y entonces comienza la confesión de Humbert Humbert:

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta”.

Es un comienzo perturbador, una verdadera “exhibición pirotécnica de aliteraciones”, como señala David Lodge, “de eles y tes que explotan brillantemente, en una entusiasta celebración del nombre de la amada”. Se aprecia especialmente en la lengua original: “Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta: the tip of the tongue taking a trip of three steps down the palate to tap, at trhree, on the teeth. Lo. Lee. Ta”.

El segundo párrafo recuerda tiernamente a la amada: “Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con los pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita”.

Desde el principio la confesión de Humbert Humbert pretende que le entendamos, que nos pongamos de su parte, que aceptemos que no es tan perverso como muestran los hechos y que todo lo hizo por amor porque si se ama todo está permitido. Quiere decirnos todo el tiempo que este amor apasionado causó su perdición. H.H. goza de la ventaja insuperable de ser el narrador de una historia que sólo conocemos porque él nos la cuenta, pero en su pretensión de parecer sincero nos ofrece las claves que dejan bien a las claras que no sólo no es un caballero, sino que lo que llama amor es una perversión de su ánimo, un intento de dominio, que es un psicópata egoísta, un narcisista sin escrúpulos y un pervertido en el sentido más clásico del término.

Sabemos que Lolita es una niña de doce años y para justificar la atracción que siente por las menores de edad, Humbert Humbert recurre a la Beatriz de la que se enamoró Dante cuando ella tenía nueve años y a Laura, que tenía doce cuando la elogiaba Petrarca. A continuación dibuja el perfil de lo que debería ser una ‘nínfula’, nombre que inventa para referirse a determinadas “criaturas escogidas”: Entre los límites de los nueve y los catorce años, surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana, sino nínfica, demoníaca”. No son especialmente bellas, pero tienen un “insidioso encanto” y presentan “signos inefables que sólo aprecian los ninfulómanos”, como “el diseño ligeramente felino de su pómulo”, la mezcla de “tierna puerilidad junto con una vulgaridad descarada”, la piel aterciopelada y la “ignorancia de su fantástico poder”.

Para conseguir a Lolita, Humbert Humbert se casará con “la paquidérmica mamá” a la que detesta. Antes de hacerlo deja volar la imaginación y concluye que, como padre, podría “derrochar” en la niña todas las caricias fortuitas y los abrazos propios de su nuevo estado. Pero la madre pretende alejar a Lolita, lo que llevará al nuevo y flamante marido a elaborar planes para su asesinato; un accidente fortuito le librará de ella de forma definitiva y sin levantar sospechas.

Humbert Humbert se considera apuesto, viril y atractivo, un ser superior, por encima de la banalidad de sus contemporáneos, pero al mismo tiempo no deja de hacer guiños y carantoñas de perrillo asustado al jurado que somos nosotros mientras asegura que su intención no era “forzosamente copulativa”, que sólo pretendía un “contacto palpitante y suavemente plañidero” con su nínfula. Incluso llega a decir que, mientras se dirigía al campamento para recoger a esa “huerfanita” soñaba con ofrecerle una educación firme, una adolescencia saludable y feliz y un hogar limpio pero que “en un abrir y cerrar de ojos, mi angelical línea de conducta se esfumó y caí sobre mi presa”.

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Recoge a Lolita del campamento de verano al que la envió su madre y le dice que está ingresada en un hospital, que van a ir a visitarla. La recluye en una habitación de un motel y en la cena le da un somnífero que no consigue dejarla inconsciente como él desea. Insiste en que “nunca fui ni pude haber sido un canalla brutal”, que sólo pretendía que ella no supiera del abuso para que no asustara. Amanece, Lolita despierta junto a su padrastro en la cama del motel y éste le hace creer que los adultos no juegan a lo que ella ha jugado en el campamento, que eso es un asunto de jovenzuelos, y entonces Lolita, con un casi inconcebible grado de inocencia y de orgullo, se lo enseña.

Al día siguiente, Humbert Humbert parece tener un acceso de conciencia o al menos de lucidez y reconoce que Lolita era “una huérfana, una niña solitaria, desamparada, con la cual un estúpido adulto había tenido por tres veces un extenuante contacto sexual esa misma mañana”, pero al mismo tiempo advierte su malhumor y le asalta el temor de que no le permita hacer el amor con ella otra vez, en la ruta que inician hacia ninguna parte y que les llevará a transitar por las carreteras americanas durante un año. Le confiesa que su madre ha muerto y en el hotel pide dos cuartos separados, “pero en mitad de la noche vino a mi sollozando y lo hicimos suavemente ¿Comprenden ustedes? Lo no tenía absolutamente ningún sitio adonde ir”.

Lolita’, dice Martin Amis, es “un libro cruel acerca de la crueldad”. Es la ‘falsa’ confesión de un personaje que miente y recurre a los sobornos y a la intimidación para satisfacer sus deseos. Fue cruel con su primera esposa en Europa, con Charlotte, la segunda, y lo es con la pobre Lolita, a la que sojuzga, hace que comparta la culpa por su relación y la amenaza con el reformatorio o con vivir en una granja en el fin del mundo, en los Apalaches. Y, además, pretende que estemos de acuerdo con él acerca del carácter malhumorado, banal, exasperante, convencional de Lolita y de su vulgar afición a las canciones sentimentales “del pálpito y el sollozo”.

Y, a pesar de sus regalos, de sus amenazas y de su ‘amor’ por ella, H.H. es consciente de que Lolita experimentaba algo parecido a la repulsión física hacia él, era su “princesa frígida”, “nunca vibraba bajo mis caricias y muchas veces mis esfuerzos sólo obtenían un estridente rapapolvo”. Confiesa que “no dejaba de pedir un beso ocasional y hasta una colección entera de caricias surtidas cuando sabía que ella codiciaba fervientemente un determinada diversión juvenil” y “conocedora de la magia y el poder de su suave boca, se las arregló para elevar el precio de un abrazo especial”. Lolita cobraba por sus “favores sexuales”, pero su intención era ahorrar: “La pobre chiquilla impetuosa pensaba que con solo cincuenta dólares en el bolso podría llegar a Broadway o a Hollywood”.

Que de esta criatura de doce años, sola, vulnerable y asediada se haya creado el ‘mito’ de la Lolita provocadora, acéfala, calculadora y perversa, la perdición de los hombres, según algunos, es de todo punto inconcebible y sólo se puede explicar por una mala lectura, cuando no por una lectura interesada en difuminar los propios vicios. Al leer, aconseja Nabokov, “debemos fijarnos en los detalles, acariciarlos” para poder entrar en un mundo nuevo; lo único que se nos exige es tiempo y atención.

Preguntado por el origen de ‘Lolita’, Nabokov dice en ‘Opiniones contundentes’, que surgió en 1939, en París, y que, según recuerda, “el primer estremecimiento de inspiración en cierto modo lo provocó de manera un tanto misteriosa un relato de un periódico, creo que del Paris-Soir, acerca de un mono del zoológico de París, al cual después de meses de haber sido adiestrado con halagos por los científicos, produjo al fin el primer dibujo al carbón trazado por un animal, y ese esbozo, reproducido en el periódico, mostraba los barrotes de la jaula de la pobre criatura”.

Martin Amis recuerda esta respuesta y concluye que el peor delito de Humbert Humbert es haber violentado la naturaleza de Lolita, degradando su esencia infantil, privándola de su infancia y forzándola a vivir en un mundo sórdido y maligno y que gracias al valor y la honestidad de Nabokov (porque en el arte, lo contrario de la crueldad no es la bondad, sino la vulnerabilidad) la inocencia de Lo se evoca, en muchos momentos, de modo insuperable y conmovedor. ‘Lolita’, frente a lo que pudiera parecer tras leer todo lo anterior, no es un melodrama, sino “la novela más divertida en lengua inglesa porque permite que la risa (que puede mostrar alivio, exasperación, estoicismo, histeria, azoramiento, asco y crueldad) se exprese en toda su complejidad y su variedad de registros”.

Nabokov siempre sostuvo que nunca fue un escritor de novelas didácticas ni un satirista moral o social y le reprocha a su falso prologuista su aserción de que Lolita lleva una moral a remolque. Es cierto que escribe incertidumbres sin muros ni cortapisas morales y enfoca todas sus novelas como un acertijo, como un problema y, en este caso, cómo conseguir que el lector se debata entre la simpatía hacia Humbert Humbert, aparentemente un caballero de la vieja Europa, culto hasta la pedantería, y la repulsión que produce el secuestro de Lolita y su violación sucesiva. Y aquí hay un sesgo inevitablemente moral, pero advirtiendo que el escritor no juzga ni carga las tintas en ningún momento y que de hecho es Humbert Humbert el que se pone en evidencia a lo largo de su relato.

Lolita es un personaje con el que Nabokov se encariña. No hay más que reparar en la elección de su nombre. Una de las letras más límpidas y hermosas -señaló en un entrevista- es la ‘ele’ y el sufijo ‘ita’ contiene mucha ternura latina; los españoles y los italianos pronuncian este nombre con la “necesaria nota de travesura y caricia”. En cambio, “el doble ruido sordo de Humbert es desagradable, un nombre odioso para una persona odiosa”. Y en su pronunciación francesa hay resonancias de sombra y oscuridad en este nombre elegido por Nabokov.

Humbert Humbert asesina a Clare Quilty porque se llevó a Lolita y al apartarla de su lado no le permitió ‘redimirse’ ante ella, pero sobre todo porque la despreció y pronto se aburrió de ella. En cambio, él “la quería más que a nada en este mundo” y, al final, dos años después de su huida, cuando va a visitarla y se ve como “un esbelto y valetudinario cuarentón”, reconoce que había sido despreciable, brutal y estúpido. Pero “te quería”, se atreve a decir una y otra vez. Confiesa que había ignorado los estados de su alma para consolarse a si mismo, recuerda que la oía sollozar todas y cada una de las noches que pasaron juntos, cuando creía que él ya estaba dormido. Ahora la ve embarazada, “gastada a los diecisiete años”, con otra niña en el vientre, y le pide que vuelva con él.

Hay una nota falsa en estas frases de contrición. Ella, sorprendida, rechaza tajantemente su propuesta. Y el lector recuerda que, cuando se estableció en Beardsley con Lolita tras un año de vagabundeo por moteles de carretera, Humbert Humbert reconocía que “en el transcurso de un mismo día podía pensar en casarme con ella en México o librarme de ella en 1950, cuando se hubiera convertido en una adolescente difícil y perdido su magia infantil, hasta la idea de que con paciencia y suerte podría eventualmente hacerla concebir otra nínfula, una segunda Lolita que hacia 1960 tendría ocho o nueve años mientras yo estaría aún dans la force de l’âge”. Y con esta lectura atenta, como pedía Nabokov, se reafirma la sordidez del personaje y desaparece cualquier duda acerca de la afirmación de que Humbert Humbert solamente era “dueño y esclavo de una nínfula”.

Lecturas

Vladimir Nabokov, ‘Lolita’ (Primera edición en Olympia Press, 1955) Publicada por Anagrama en 1997 (sexta edición) y en inglés por Penguin Books en 2000.

Vladimir Nabokov, ‘Opiniones contundentes’, Taurus, 1999

David Lodge, ‘El arte de la ficción’, Península, 2002

Martin Amis , ‘La guerra contra el cliché’, Anagrama, 2003

Cuaderno de bitácora 2019: de Sumeria a Tombuctú

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Son muchos los relatos, las invenciones y las historias reales que se han quedado fuera: lecturas inacabadas, proyectos postergados, banalidades, reiteraciones y asuntos que perdieron su oportunidad. Pero a pesar de todo, el año se ha portado considerablemente bien. Empezó muy futurista, con la desaparición, en un futuro próximo, por desintegración o aburrimiento, lo que podría ser una inteligencia superior y extraña a la mente humana, GOLEM XIV. Un enero terminal realizó un triple salto hacia atrás y se plantó en el primer relato conocido de un viaje, el de Gilgamesh. Luego vinieron las primeras ciudades, las de Sumeria, y las ciudades imaginadas, las invisibles y las que aún se pueden visitar.

Viajar desde casa tiene sus ventajas porque existe la opción de cambiar el itinerario y el punto de vista en cualquier momento y no se cansan los pies ni se mojan los zapatos. Gregor von Rezzori me enseñó un poquito de Venecia, parada del tramo alternativo por el que transitaba ya en el siglo pasado el famoso Orient Express, el tren a cuya inauguración, en 1883, asistió el periodista y académico francés Edmond About junto con cuarenta invitados más a los que se recomendó ir provistos de revólveres prestos a ser utilizados en los territorios balcánicos infestados de bandoleros. Salió de la estación del Este de París, entonces Estrasburgo, y recorrió más de tres mil kilómetros hasta llegar a Constantinopla en ochenta horas, aunque la última etapa del viaje se hizo en barco a través del Mar Negro, desde Varna. Seis años más tarde, cuando la vía férrea fue terminada, el viaje completo sería de 67 horas y el destino final, el hotel Pera Palace de Estambul que el dueño de la Compañía Wagon-lits, George Nagelmakers, hizo construir para los viajeros del Orient-Express.

Manuel Leguineche, en su libro sobre míticos hoteles europeos, cuenta historias del Pera Palas, que conserva una habitación-museo en la que solía retirarse Mustafá Kemal Ataturk, padre de la Turquía moderna, y en la que nada ha cambiado desde su muerte, por cirrosis, en 1938: los relojes de la habitación 101 siguen marcando la hora de su fallecimiento, las 21:05, como homenaje póstumo. En el Pera Palas se alojó Agatha Christie durante once días de 1926 en los que supuestamente desapareció, aunque al parecer no había abandonado Inglaterra; también el aventurero Pierre Loti, la actriz Greta Garbo, el revolucionario León Trotski e incluso un inexperto periodista llamado Hemingway que acudió a cubrir la guerra entre griegos y turcos en 1922, el mismo conflicto que obligó a escapar al que sería el nuevo dueño del Pera Palas, un empresario de origen griego, Prodromos Athanasiadis, conocido como Bodosakis, y que llegó a este hotel, dicen que alrededor de 1915, con una vestimenta poco acorde con el prestigio del establecimiento, por lo que el recepcionista lo puso de patitas en la calle. Su indignación fue de las que hacen época: compró el Pera Palas y quien acabó fuera del hotel fue el empleado que lo rechazó.

Esta historia no deja de ser una leyenda y el Pera Palas continuó su andadura entre recuerdos auténticos e inventados. Como dice Leguineche, este hotel “ha sido y es el espejo de aquellos tiempos fabulosos, unión de Oriente y Occidente, de tráficos y negocios, de príncipes y aventureros, de viejas ladies y gigolós de mirada ardiente, de mercaderes y funcionarios de las embajadas”. El mismo ambiente del que presumía el ‘tren más fastuoso de todos los tiempos’, el Expreso de Oriente.

Edmond About publicó sus experiencias del viaje inaugural del 4 de octubre de 1883 y no quiso evitar ni comentarios poco elogiosos acerca de sus compañeros de viaje alemanes ni, al atravesar Baviera, referirse a la Alemania victoriosa que ha construido “estaciones monumentales a costa nuestra” para alertar, a continuación de lo caras que les costarían en el futuro a los franceses porque “pueden convertirse en establecimientos militares de primer orden” y podrían desembarcar, en menos de 24 horas, “batallones y baterías con destino a París”.

Apenas habían transcurrido doce años de la guerra franco-prusiana y faltarían más de treinta para que todos los territorios que atravesaba el Orient-Express ardieran en una nueva conflagración que acabaría con las potencias imperiales y cambiaría el dibujo de las fronteras europeas en la Conferencia de Paz de París, convocada hace exactamente cien años, en 1919, para decidir sobre el futuro de los vencidos.

Mientras Europa vivía la inestable paz de las alianzas entre iguales y las ententes entre rivales, el tren de lujo fue acaparando anécdotas y gastronomía, desde la demostración de la ‘voluntad de poder’ del rey Fernando de Bulgaria que, apostado en la vías del ferrocarril, detenía su paso, subía a la máquina y “lanzaba el convoy a toda velocidad por curvas y pendientes”, a la carta del prestigioso vagón restaurante: “ostras, rodaballo en salsa verde, filete de buey con pommes château, pastel de jabalí con una salsa chaud-froide, crema bávara con chocolate y pastelería vienesa”, según cuenta Mauricio Wiesenthal.

La guerra de 1914 interrumpió el servicio del Expreso de Oriente, pero finalizada la contienda la construcción del túnel Simplon posibilitó un ruta alternativa, en la que una de sus paradas era Venecia, justo antes de llegar a Trieste. Hacía siglos que Venecia había dejado de ser una gran potencia marítima, pero había subsistido como el mito romántico de una gloriosa decadencia, forjado desde el soneto de Wordsworth ‘Sobre la extinción de la República Veneciana’ a las líneas de Shelley y la ‘Oda a Venecia’ junto con el canto cuarto de ‘Childe Harold’ en el que Byron recuerda: “Estaba yo en Venecia, sobre el Puente de los Suspiros, entre un palacio y una prisión…”

Venecia también fue residencia de excéntricos como el barón Corvo, de trayectoria irregular y fantástica, y a punto estuvo de desaparecer, no sólo por el agua, sino por el fuego. Jan Morris recuerda cómo Marinetti quiso destruir todas las obras maestras italianas para empezar desde cero y, en 1914, cuando una bomba estuvo a punto de caer sobre la Basílica, el ideólogo del futurismo sobrevoló la ciudad arrojando panfletos, que decían: “El enemigo quiere destruir los monumentos cuya destrucción es un privilegio patriótico que sólo a nosotros corresponde”. Ya en 1910 Marinetti había organizado un gran encuentro futurista en Trieste, ciudad que consideraba un modelo ideal para sus teorías: la llamó “la nostra bella polveriera” y pidió la quema de las bibliotecas y la inundación de los museos.

Venecia y Trieste tienen en común su apertura a Oriente, su melancolía, su antiguo esplendor y su relación con la muerte. En la ciudad de la laguna murieron Wagner, Browning, Diaghilev y la pequeña hija de Shelley y Dante falleció de unas fiebres contraídas durante su estancia. También murió allí el escritor residente en Munich, Gustav Aschenbach, cuando el cólera se extendió por las islas y llegó al Lido, y Colin que con su esposa Claire visitaban como turistas una ciudad de pesadilla.

En Venecia nació Marco Polo y eran Venecia todas las ciudades que había visitado y que iba describiendo noche tras noche a Jublai Kan, emperador de los tártaros, para aliviar su melancolía. Ciudades imaginarias que Italo Calvino inventa para nosotros, los lectores, como Donald Campbell, un ingeniero escocés perdido en las arenas del desierto, recrea para sí mismo los edificios, los puentes y los campanarios de su Edimburgo natal en medio del tórrido desierto del Gobi.

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La ciudad escocesa que reconstruye Ignacio Padilla entre tormentas de arena es un delirio pero la ciudad yemení de Hadramaut es auténtica, aunque pueda parecer un espejismo. Es la ciudad de rascacielos de barro, de edificios aferrados a las paredes de majestuosos cañones, que formó parte de la ruta del incienso y cuyas casas, rectangulares, construidas exclusivamente con adobe, presentan cinco o más pisos de altura. Cuando el viajero se acerca bajo el sol de mediodía, apenas se distingue una presencia del mismo color que las laderas grisáceas sobre las que se construyó y se sigue reconstruyendo con capas y más capas de arena y arcilla, porque estos materiales se deterioran con el agua que, aunque escasa, a veces inunda el cauce casi siempre seco del río Hadramaut.

Hasta comienzos del siglo XX Hadramaut fue una ciudad desconocida para Occidente. En 1931 un diplomático holandés, Daniel Van Der Meulen, ferviente calvinista como él mismo cuenta en sus diarios y cuya fe le hizo amigo de los nómadas del desierto, que le aseguraron que los ateos no perciben las bendiciones del Altísimo y eso no es bueno para las caravanas, salió desde Mukalla, puerto principal de Arabia del Sur y se dirigió a los valles de Hadramaut, encajonados entre espectaculares y laberínticos cañones.

Fue el primer explorador occidental que llegó a estas tierras de nombre extraño que tal vez proceda de una frase en árabe que significa ‘dar la bienvenida a la muerte’. Hoy todo parece indicar que este nombre podría aplicarse a todo el país: la guerra que lo ha asolado durante los últimos cuatro años ha producido muertes y terribles hambrunas. Yemen se está convirtiendo en un cementerio y esas casas de Hadramaut, tras cuyos muros se ocultaban sus habitantes en las horas de calor, pueden quedar abandonadas para siempre, convertidas en mausoleos de una ciudad fantasma.

Una ciudad, también construida con barro pero objeto de deseo desde hace siglos es la mítica Tombuctú, visitada por el viajero árabe Ibn Batuta, contemporáneo de Marco Polo, cuando aún era una pequeña ciudad, y por León el Africano, dos siglos después, y cuya narración exaltó la imaginación de los europeos. El viajero de origen granadino que se estableció en Fez, que fue capturado ante las costas de Túnez y acogido por el papa León X, llegó a Tombuctú en el momento de mayor esplendor del reino y describió una ciudad provista de fabulosas riquezas.

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En Tombuctú inicia el Níger su impredecible travesía del desierto y la ciudad hace de punto de unión entre el río y las arenas. Nació como campamento estacional de los nómadas tuaregs y se convirtió en una gran ciudad gracias al comercio de oro y esclavos que proporcionó la riqueza necesaria para el mantenimiento de famosos eruditos, santones e incluso una universidad. Poco después de la visita de León el Africano, la ciudad comenzó a declinar con el traslado de la ruta del comercio transahariano; en 1591 fue capturada por mercenarios marroquíes.

Tombuctú perdió su poder pero ganó en misterio y disparó la imaginación de exploradores y poetas. En su búsqueda, que le llevó a cruzar 3.200 kilómetros del peor desierto de África, perdió la vida Gordon Laing, escocés como Mungo Park y como tantos otros exploradores, incluido el apócrifo Donald Campbell y, aún hoy, cuando llegar hasta allí no es difícil, su nombre evoca aventura y peligros.

Addenda

Las leyendas sobre el hotel Pera Palas de Estambul, las anécdotas del Orient-Express, los viajes del diplomático holandés Van der Meulen y los de Ibn Batuta y León el Africano a Tombuctú, así como algunas notas sobre Venecia y Trieste se quedaron en mis archivos a lo largo de este año por falta de oportunidad. Los recupero en este balance cuya coherencia, creo, ha quedado salvaguardada.

Lecturas

-Edmond About, ‘Orient-Express: de Pontoise a Estambul’, Editorial Confluencias, 2018

-Manuel Leguineche, ‘Hotel Nirvana’, El País Aguilar, 1999.

– Mauricio Wiesenthal, ‘La Belle Epoque del Orient Express’, Geocolor 1979

-Daniel Van Der Meulen, Entrando en la abrasadora Hadramaut, Mundos por Explorar, National Geographic, 2006

– Sanche de Gramont, “El dios indómito, la historia del río Níger”, Fondo de Cultura Económica, 2003.

Peter Handke, Nobel de Literatura: opiniones políticas, delitos literarios

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Al final la indignación no fue tanta y ni siquiera llegó a convertirse en un amago de boicot. La campaña en su contra se materializó con la presencia de algunos grupos de personas en la calle mientras se celebraba la ceremonia de entrega de los Premios Nobel en el Konserthuset de Estocolmo el pasado día 10 de diciembre; dejaron constancia de su ausencia seis embajadores, entre ellos el representante de Turquía, país que como todo el mundo sabe es un ‘defensor acérrimo de los derechos humanos y la libertad de expresión’, y en la cena de gala, Handke no se sentó junto al rey de Suecia, sino diez sillas más allá.

Y eso fue todo, después de que a medida que se acercaba el día en que el escritor austríaco Peter Handke viajaría a Estocolmo para recibir el Premio Nobel de Literatura 2019, crecía la polémica por su concesión a quien, según sus detractores, no condenó el ‘genocidio’ musulmán por parte de los serbobosnios e incluso se atrevió a acudir al entierro de Slobodan Milosevic y pronunciar unas palabras ante su tumba.

Desde que se anunció la concesión del premio en octubre, Peter Handke se ha negado a hablar sobre su postura ante la cuestión yugoslava y, en la tradicional rueda de prensa que celebra la Academia Sueca en vísperas de la entrega del premio, no contestó a preguntas que no fueran sobre literatura. En su discurso de aceptación, de tono introspectivo y filosófico, contó episodios familiares relacionados con la Segunda Guerra Mundial, recordó la figura de su madre y recitó fragmentos de su largo poema dramático ‘Por los pueblos’, pero no mencionó en ningún momento nada relacionado con lo que dijo o porqué lo dijo antes y después del bombardeo de la OTAN sobre Yugoslavia.

Ya lo explicó, incluso por escrito y en entrevistas, en las que denunció, no sólo el bombardeo occidental, sino también que sólo se hablase de ‘genocidio’ propiciado por serbios, cuando lo hubo también -quizá con otro nombre más apropiado, como ‘crimen contra la humanidad’- por croatas y musulmanes. En 2006 escribió un artículo con el título ‘Al final ya no se entiende nada’, en referencia al debate surgido por la concesión del Premio Heinrich Heine, al que renunció debido a la tensión que suscitaron sus declaraciones. En este artículo resume lo que vio en Yugoslavia y lo que escribió en su día: que hubo campos de prisioneros en todo el país entre 1992 y 1995 y que en ellos “se pasaba hambre, se torturaba y se asesinaba” y no todos estos campos eran serbios; que sintió y siente una enorme “rabia” contra los comandantes y planificadores serbios; que el de Srbrenica “es el peor crimen contra la humanidad que se cometió en Europa después de la guerra” y que la “terrible venganza” de los serbios, que fueron masacrados -también niñas y mujeres- por tropas musulmanas durante la Navidad ortodoxa de 1992-1993 no justifica la barbarie posterior, “eterna vergüenza de los responsables serbobosnios”.

Y sí, acudió al entierro de Milosevic porque “amo a Yugoslavia -no tanto a Serbia, pero sí a Yugoslavia- y quise acompañar la caída de mi país favorito en Europa y esa fue una se las razones para asistir al funeral”.

Pero, independientemente de que su opinión sea equivocada o tibia o insuficiente, de que Handke se haya puesto en el bando perdedor y le estén lloviendo piedras desde entonces, lo que indigna es el revuelo organizado contra la Academia Sueca por la concesión del Premio Nobel. Dice la Academia que se lo otorga “por su influyente trabajo en el que el genio lingüístico ha explorado la periferia y la especificidad de la experiencia humana”.

El presidente del Comité del Nobel, Anders Olsson, envió tres cartas a destacadas figuras de Kosovo y Bosnia-Herzegovina, en las que decía que se le otorgaba el premio para celebrar su excepcional trabajo literario, no su persona. No obstante, han dimitido dos miembros del Comité del Nobel como protesta y porque, dice uno de ellos -Gun-Britt Sundström- la concesión del Premio supone colocar “la literatura por encima de la política”. Ante semejante reflexión sólo resta señalar que el señor Sundström está muy bien dimitido y no debería ocuparse nunca más de dirimir sobre un premio literario.

También debería haber recordado, antes de aceptar su membresía, que otros autores recibieron el Premio Nobel de Literatura con importantes cargas políticas a sus espaldas, como ocurrió con Winston Churchill, que lo recogió en 1953 por “su dominio de la descripción histórica y biográfica, así como su brillante oratoria en defensa de los valores humanos” sin que la Academia Sueca reparara en que sus políticas habían causado directamente la hambruna de Bengala diez años antes, en 1943, en la que murieron más de tres millones y medio de personas.

Una mochila mucho más pequeña cargaban Thomas Mann, apologista, aunque posteriormente arrepentido, de la supremacía alemana sobre los franceses; Camilo José Cela, censor franquista; Gabriel García Márquez, amigo de Fidel Castro, y Mario Vargas Llosa, defensor a ultranza de la invasión de Irak y que, aún hoy, sigue elogiando la política económica de Pinochet en Chile. Todos ellos recibieron el Nobel de Literatura.

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Handke, escritor ‘maldito’ y arisco, en una línea similar a la de su compatriota Thomas Bernhard, es un autor de novelas complejas, aristadas de múltiples escollos, desviaciones y reflexiones que vuelven una y otra vez sobre cuestiones no del todo explicadas. La crítica lo considera uno de los grandes novelistas, dramaturgos y cineastas de nuestra época y, posiblemente, dentro de unos años, cuando nuestra generación haya desaparecido, sus opiniones acerca de la guerra de los Balcanes se habrán olvidado o quedarán como una marca pintoresca en su biografía, pero el adolescente ciego de ‘Los avispones’ que busca respuestas a tragedias familiares o el viaje de Filip Kobat a Eslovenia en busca de su hermano desaparecido en ‘La repetición’ perdurarán en el tiempo porque ésa es la gloria de la literatura.

Handke ha conseguido el Nobel de Literatura cuando ya no se lo esperaba. Tampoco hubiera pasado nada si no se lo hubieran concedido. Son más los escritores valiosos que no lo han recibido que los que figuran en la lista de premiados de la Academia Sueca. Muchos de ellos han sido olvidados, como ocurre con Giosuè Carducci, poeta que encarnó la unidad de Italia, galardonado en 1906, cuando ya tenía un pie en la tumba, más o menos como le ocurrió al Premio Nobel de 1924, el escritor polaco Wladyslaw Reimont, que murió unos meses después de recibir el premio.

Entre los 118 premiados no figura Jorge Luis Borges, tal vez porque sus opiniones, más que de derechas, impropias de un genio como él, lo obstaculizaron. Se publicó un diálogo con María Esther Vázquez, en el que comentando la violencia entre los negros en Estados Unidos, decía Borges que el problema es que les habían educado cuando lo mejor hubiera sido que desconocieran que eran descendientes de esclavos; el negro -insistía Borges- no tiene memoria histórica y, por lo tanto, no sabe ni lo necesita. Se trata de una opinión absurda y ofensiva expresada en una conversación pública, pero nunca leeremos algo similar en su obra literaria, lo que demuestra que las ideas y las actitudes de un escritor no contaminan su obra que, en general, queda al margen de muchos despropósitos.

La Academia Sueca se ha guiado en muchas ocasiones por las llamadas cuotas: ahora le toca a algún escritor africano, el del año que viene a uno indio que franceses ha habido muchos; tampoco hay que olvidar, sobre todo en los últimos tiempos, premiar a una mujer. El supuesto atentado contra la moral y las buenas costumbres también ha sido la excusa “idealista” (recurriendo al término utilizado por Alfred Nobel para condicionar la concesión de su Premio de Literatura) para que otros autores no aparecieran ni siquiera en las quinielas.

No figura entre los galardonados Vladimir Nabokov y no parece que fuera por sus simpatías hacia el partido republicano, la CIA y Nixon ‘el tramposo’, sino porque su ‘Lolita’ era demasiado escandalosa para la Academia Sueca, es decir, por motivos extraliterarios. Ni, por la misma razón, D. H. Lawrence, “el de los coitos de Lady Chatterley’, como le llamaba Nabokov. Tampoco, aunque pudiera ser por ignorancia o por prejuicios nacionalistas, León Tolstói, que murió un 20 de noviembre de 1910. Hubo tiempo para su elección, ya que el primer Nobel de Literatura data de 1901 y se lo llevó el poeta francés, prácticamente olvidado, Sully Prudhomme, pero no su compatriota, Marcel Proust, que hace exactamente un siglo -el 10 de diciembre de 1919- fue impulsado a la excelencia literaria por ‘A la sombra de las muchachas en flor’, premiada con el Goncourt tras acaloradas discusiones del jurado. Tampoco recibió el Nobel el creador del más famoso escarabajo volador de la historia de la literatura, Franz Kafka; ni Musil ni Joyce ni tantos otros…

Lecturas.

Peter Handke, ‘Al final ya casi no se entiende nada’, en ‘Contra el sueño profundo’, Nórdica, 2017.

Críticas feroces: Nabokov contra Dostoievski

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Escritor mediocre, con destellos de excelente humor separados por desiertos de vulgaridad literaria” y cuyas obras son el producto de un hombre aquejado de una “neurosis agravada por sus desdichas”. Así presenta Nabokov a Fiódor Dostoievski en sus cursos de literatura rusa en el Wellesley College y en la Universidad de Cornell.

La repetición de palabras y frases, el acento obsesivo y el balbuceo, la banalidad, su elocuencia de charlatán y su adscripción al melodrama, sigue diciendo Nabokov, son elementos característicos del estilo de Dostoievski. Busca emocionar al lector y provocar su compasión, exagerando y sentimentalizando todo, incluso el paisaje, con la creación de “almas pobres, deformes, contrahechas”, monstruos extraídos de un catálogo de enfermedades mentales que van desde la demencia senil a la psicopatía, el alcoholismo y la epilepsia, cuyos síntomas están inspirados en un libro de 1846, ‘Psyque’, del alemán C.G. Carus.

Nabokov comienza el listado de los personajes gravemente afectados por enfermedades mentales con los epilépticos: el príncipe Mishkin, Smerdiakov, Kirilov y Nellie. Es sabido que el propio Dostoievski era epiléptico y, no sólo utilizó la descripción de esta enfermedad en sus criaturas, malas y buenas, jóvenes y ancianas, sino que consideraba la epilepsia como una enfermedad sagrada y los ataques como realizaciones de una experiencia total, conectados con las más secretas y centrales fuerzas de la vida; un don que permite conocer la esencia de la realidad y un medio para lograr la salvación a través del sufrimiento.

El príncipe Mishkin, el protagonista sensible y bondadoso de ‘El idiota’, sigue diciendo Nabokov, es un retrasado mental amenazado por una degeneración total del cerebro que, finalmente sufrirá “una recaída en su demencia” y regresará “a la clínica de Suiza de donde nunca debió salir”; un caso similar es el de Aliosha Karamazov, exponente del “desdichado amor de Dostoievski por el héroe bobo del folklore ruso” -tonto, astuto e inmoral- y a Smerdiákov, el hijo ilegítimo del viejo Karamazov, lo define como un megalómano y un cruel asesino de gatos. El general Ivolguin, de “El idiota”, presenta los síntomas iniciales de la demencia senil y una tendencia incoercible a la mentira compulsiva, complicados con un exceso de bebidas espirituosas. También hay un desfile ininterrumpido de psicópatas, en el que destacan Stavroguin, un caso de “insania moral”, y Raskólnikov, un ejemplo de “locura lúcida”, que comete el asesinato truculento de una prestamista y su hermana con un hacha.

Nabokov detesta el sentimentalismo melodramático y Dostoievski lo practica en grado superlativo. Para mostrar que el camino hacia Cristo es el del pecado y la transgresión seguido por el arrepentimiento, encarna en Raskolnikov, el protagonista de ‘Crimen y Castigo’, al pecador que logra redimirse con la lectura del Nuevo Testamento gracias a Sonia, la dulce prostituta. Nabokov transcribe lo que considera un jocoso párrafo que Dostoievski pretende hacer pasar por sublime: “La vela se estaba consumiendo, alumbrando vagamente en aquella mísera habitación al asesino y la prostituta que habían estado leyendo juntos el libro eterno”. La prostituta, la desgraciada, pero inocente y buena, se repite con diferentes nombres: es la Sonia de ‘Crimen y castigo’ y también la Nastasia de ‘El idiota’, redimida por el príncipe Mishkin como en una paráfrasis de Cristo y la mujer caída.

Muchos lectores y críticos consideran insufribles estos personajes femeninos y, sin embargo, en la época en que Dostoievski los creó eran muy atractivos y convincentes: la conmovedora prostituta que se vende para dar de comer a su familia pertenece a una corriente literaria que se inicia con la novela gótica y crea su propia cosmología en el melodrama del XIX con la ciudad industrial como paisaje. Es un mundo de héroes y de demonios, de doncellas que se debaten entre la humillación y el sufrimiento, de callejones vislumbrados a través de la niebla, de alcantarillas y hombres del subsuelo. No son una creación exclusiva del escritor ruso ni consecuencia de sus supuestas patologías, pero estos personajes tan melodramáticos no han podido superar un siglo XX, más descreído y menos sentimental que el anterior.

Nabokov también detesta la novela de ideas y detecta en la obra de Dostoievski muchas generalidades, con las que puede o no estar de acuerdo pero que le sobran en lo que debe ser una obra literaria maestra. Por ejemplo, Raskolnikov asesina a la prestamista para salvar a su hermana de un matrimonio no deseado pero, sobre todo, para demostrarse a sí mismo que no es un hombre vulgar y que para él no existe las leyes morales que atan al resto de los seres humanos. Dostoievski presenta las acciones de este asesino como la consecuencia de la propagación en Rusia de las ideas materialistas occidentales que consiguen convertir en un monstruo a un buen chico.

En el curso sobre literatura rusa, Nabokov contrapone la mediocridad de Dostoievski a la excelsitud de Tolstói. El filósofo ruso Berdiaev escribió que “sería posible establecer dos modelos, dos tipos de almas humanas: las que se inclinan hacia el espíritu de Tolstói y las que se inclinan hacia el de Dostoievski”. Ambas representan dos conceptos fundamentales y contrapuestos de la existencia: la luminosidad y el patetismo dramático. No obstante, ambos escritores están inmersos en mitologías religiosas, aunque sus respuestas fueran irreconciliables. Tolstói recurre, como Dostoievski, a la exposición de ideas en sus obras, pero Nabokov le perdona casi todo y, aunque reconoce que sus “irrupciones publicistas son ilegibles”, como sucede en ‘Guerra y paz’, y detesta sus últimas obras – “Resurrección” y “Sonata a Kreutzer”- le disculpa porque considera que su ideología era vaga y borrosa y queda eclipsada por su genio narrativo. Pero esta simpatía pudiera deberse también a que Tolstói, a quien conoció en la mansión de sus padres cuando era niño y que le acarició afectuosamente el pelo, era ‘uno de los nuestros’; tal vez porque la Rusia que describe en sus obras es la idea perfecta de la patria perdida de Nabokov y también porque coincide con él en que el concepto de lo estético está ligado al gusto aristocrático y muy alejado del “sentimentalismo falso” de Dostoievski.

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La antipatía que siente Nabokov por Dostoievski va más allá de su obra. Representa lo que no le gusta, lo que él no es o lo que no quiere ser: un pobre epiléptico, un farsante, un jugador y un comediante chapucero. Incluso en sus comentarios sobre Fiodor trasciende una especie de desagrado físico. En ‘Opiniones contundentes’, una colección de más de cuarenta entrevistas, Nabokov, instigado por sus entrevistadores, se empeña en denostar a su compatriota de manera más visceral que en los apuntes de sus clases de literatura rusa, pero tampoco se muestra muy amable con otras figuras literarias que, simplemente, no son de su agrado. Así, llama “asno” a Thomas Mann y de Conrad dice que su estilo es de “tienda de recuerdos, de barcos embotellados y de collares de caracoles”; D. H. Lawrence es un escritor “execrable” y no entiende cómo puede considerarse buena literatura la descripción de los coitos de Lady Chaterley; “Doctor Zhivago es melodramática y está mal escrita” y Faulkner hace “crónicas con barbas de maíz”. Pero la peor crítica se la lleva ‘Don Quijote’, una novela “tosca y cruel”.

Leyendo esta retahíla de diatribas puede cundir la sospecha de que forman parte de una estrategia comunicacional para construir una imagen: la de un autor indiferente al éxito, sólo preocupado por el descubrimiento de nuevos ejemplares de mariposas, tan extraordinariamente inteligente que sólo piensa en imágenes y en jugadas de ajedrez inéditas y además, como no le importan las opiniones ajenas, se muestra absolutamente rompedor; parece encantarle “épater le bourgeois”. Sus respuestas en estas entrevistas no sólo están escritas por su puño y letra, sino también revisadas antes de su publicación, es decir, no son rabietas infantiles ni estallidos incontrolables de malhumor.

Vladimir Nabokov nació en San Petersburgo en 1899 en una familia de clase alta, recibió una educación esmerada con institutrices francesas e inglesas, estudió en Cambridge y en 1919 su familia se exilió a Berlín, donde tres años después su padre “fue muerto por dos asesinos fascistas”, según su relato en una entrevista, en la que detalla que su madre viuda subsistía con una pensión insuficiente, que se casó en 1925 y que él y su esposa Vera eran “ridículamente pobres”, vivían en “sombrías habitaciones” y que él enseñaba tenis e inglés; en 1930 emigraron a Francia y una década después a Estados Unidos. En 1944 murió su hermano Sergei en un campo de concentración alemán. Cuando se publicó ‘Lolita’ ya había escrito la mayoría de sus libros, pero esta novela le hizo rico y conocido, lo que le permitió dejar de dar clases y marcharse a vivir a Suiza. En ninguna de las entrevistas muestra una nostalgia enfermiza por su tierra natal ni por ninguna otra y elogia sin cesar a Estados Unidos, de manera que siembra cierta sospecha; es posible que, en el fondo considerara provinciana a la sociedad norteamericana.

Este desprecio a la vulgaridad y a los clichés se pone de manifiesto cuando Nabokov utiliza el término ruso póshlost, que significa “barato, falso, pretencioso, mediocre, grosero y obsceno”, en el que incluye todo lo que le incomoda, desde el simbolismo freudiano a los mensajes humanistas, desde las alegorías periodísticas y la generalidades a la música suave en los lugares públicos. Pero sobre todo, el póshlost -y aquí hay un gran paralelismo con el término kitsch– es la imitación barata, los falsos sentimientos y la exageración melodramática y así define a Dostoievski. Reconoce que tuvo una vida muy dura, incluso folletinesca: el asesinato de su padre a manos de un cochero, el simulacro de fusilamiento al que fue sometido y luego su reclusión en Siberia durante cuatro años; su ludopatía y la constante necesidad de dinero para atender a su familia y a la de su hermano fallecido.

Todo esto justifica una inestabilidad psíquica pero Nabokov preferiría cierta contención, quizá como la que él practica en sus entrevistas, en las que se nos presenta como un escritor distinguido y alejado de pasiones vulgares, de gestos melodramáticos y de envidias o rencores. Sólo le interesa, en su literatura, “componer acertijos con soluciones elegantes”, como en una partida de ajedrez, y el estudio de los lepidópteros. Está por encima de los mortales; rechaza el simbolismo y la interpretación; se niega a que sus obras sean explicadas en cualquier tipo de clave y, con insistencia, en alguna que pueda aproximarle a Dostoievski. Pero el lector es libre y soberano.

Hay límites en la interpretación pero las grandes novelas, y ‘Lolita’ es una de ellas, admiten muchas lecturas. Una de ellas es de Vargas Llosa, que llama la atención sobre Clare Quilty, el personaje más inquietante de la confesión de Humbert Humbert: es libertino y drogadicto; comparte su pasión por las nínfulas y la literatura y sabe tanto de Lolita como el propio padrastro, de manera que consigue llevársela del hospital donde había sido ingresada. Quilty da un giro inesperado a la novela e introduce un tema dostoievskiano: el doble. Puede que H.H. y Quilty no sean dos personas, sino una sola, de manera que Nabokov habría creado un personaje afectado por una enfermedad mental, la esquizofrenia, un enfermo como los que pueblan el mundo de Dotoievski, quien también contempló en muchas ocasiones y como nota dominante (sobre todo en ‘Pobres gentes’ y en ‘Humillados y ofendidos’) la persecución erótica y sádica de los niños, cuyo tormento era el símbolo de la acción imparable del mal contra la pureza.

El doble y los personajes neuróticos son los aspectos que más detesta Nabokov en Dostoievski, pero es en el tratamiento de Lolita’, donde se puede apreciar el abismo que separa a ambos escritores. En esta novela, su autor no se permite ni un solo atisbo de sentimentalismo que conmueva al lector; ni siquiera de empatía, ni con Humbert Humbert ni con ningún otro personaje y apenas con la víctima, la niña desamparada y vulnerable raptada por un psicópata. En el epílogo que siempre acompaña a ‘Lolita’ desde que estalló el escándalo por su publicación, Nabokov deja claro que su intención no es moralizante, que el relato no es didáctico, como no lo es ninguno de los suyos, y que su única pretensión es el placer estético, es decir, “la sensación de que algo, en algún lugar, relacionado con otros estados de ser en que el arte (curiosidad, ternura, bondad, éxtasis) es la norma”.

Lecturas

-Vladimir Nabokov, Curso de literatura rusa, Ediciones B, 1997

-Vladimir Nabokov, Opiniones contundentes, Taurus, 1999

-George Steiner, Tolstói o Dostoievski, Siruela, 2002

Críticas feroces: Tolstói contra Shakespeare

León-TolstóiHacia 1903, fecha en que publicó el ataque más demoledor que hubiera sufrido William Shakespeare, un casi octogenario León Tolstói había decidido hacía más de veinte años apartarse de su obra literaria y promocionar una doctrina social y religiosa próxima a un ascetismo más apocalíptico que reformista y convertirse en un pensador mediocre y en un moralista pedestre por muy buenas intenciones que le animaran.

Con su descuidada y larga barba blanca, su rostro de ogro gruñón, vestido como un campesino y acompañado por su médico y su hija menor, Alexandra, la única que le fue leal hasta el final, murió siete años después en una estación de ferrocarril cuando se dirigía a un monasterio después de un último desencuentro con su familia. Como si fuera un juego del destino, Tolstói representó en sus últimos años y en su muerte un papel que se corresponde con el del rey Lear, objeto central de sus críticas a Shakespeare y cuya tragedia tan erróneamente interpretó.

Tolstói comienza su Shakespeare y el drama” diciendo que a lo largo de su vida el escritor inglés siempre le ha producido una “repulsión y un tedio irresistibles”; que ha leído sus obras en ruso, en inglés y en alemán y siempre con el mismo resultado; que habiendo vuelto a releer sus obras completas, ya con 75 años, experimentó más de lo mismo y reafirmó su convicción de que no era ningún genio, sino un autor del montón, incapaz de perfilar personajes o de hacer que las palabras y las acciones surjan con naturalidad, que su lenguaje es exagerado y ridículo y, sobre todo, que sus opiniones son “bajas e inmorales”.

A la objeción de cómo entonces llegó Shakespeare a ser tan admirado, Tolstói replica que el fervor hacia su obra es algo parecido a la fe religiosa, que ocurre con ellas como el ímpetu epidémico de las cruzadas, el cultivo de tulipanes en Holanda o las teorías de Darwin, modas que vienen y van. Sus obras siguen siendo admiradas porque “correspondían a la mentalidad irreligiosa e inmoral de las clases superiores de su tiempo y del nuestro”. Y añade que su fama comenzó por culpa de unos profesores alemanes de finales del XVIII, que decidieron ensalzarlo porque no había dramas alemanes que valieran la pena.

Para ejemplificar su diatriba, Tolstói analiza precisamente “El rey Lear”, obra que encuentra estúpida, ininteligible, ampulosa, vulgar, repleta de sucesos increíbles y delirios salvajes, además de anacronismos y obscenidades. La historia del rey y de sus tres hijas formaba parte de la tradición popular inglesa y Shakespeare la transformó en una tragedia en la que se habla del poder, de la ingratitud, del amor familiar y de la traición. Lear, rey de Bretaña, desea ceder las tareas de gobierno a sus tres hijas y les pregunta a cada una de ellas hasta qué punto le aman: Goneril y Regan se deshacen en retórica amorosa pero Cordelia le dice que siente hacia él lo que le exige el deber. Lear, enfadado, la deshereda y Goneril y Regan, una vez conseguido el poder, faltan no sólo a la piedad filial sino a los pactos acordados con su padre, lo acusan de traidor y lo abandonan a su suerte de manera que Lear, convertido en un mísero vagabundo y sabiendo que se ha equivocado intenta suicidarse y, finalmente, pierde la razón.

Lear

George Orwell, en un artículo publicado en 1947 en la revista británica ‘Polemic’, reconoce que los argumentos de Tolstói contra Shakespeare no pueden rebatirse porque utiliza términos muy genéricos y porque su crítica es eminentemente moral y no estética. Para empezar, el examen que hace de “El rey Lear” es un ejercicio de mala interpretación. Dice que Lear no tiene necesidad ni motivo alguno para abdicar cuando ya en la primera escena afirma que se siente viejo y desea retirarse del gobierno del reino. No ve razón a la presencia del bufón, que es determinante, y sigue equivocándose en sus consideraciones sobre sobre personajes y hechos de la tragedia shakesperiana.

Las razones de su vitriólico ataque, advierte Orwell, pudieran ser el resultado de un sentimiento de repulsión por la semejanza entre la historia de Lear y la suya propia. El rey renuncia a su trono pero espera que todo el mundo siga tratándole como a un monarca y en el momento en que descubre que ya no consigue que la gente le obedezca como antes, cae en un estado de furia que Tolstói considera antinatural, pero que casa perfectamente con el personaje. Y también con el escritor ruso que, según su biógrafo Derrick Leon, tenía un carácter explosivo e intolerante y que, ante la menor provocación, sufría el deseo irreprimible de abofetear a quienes no estuvieran de acuerdo con él. Y de ese temperamento, dice Orwell, uno no se libra por mucha conversión religiosa que experimente.

Hay un parecido general entre Lear y Tolstoi que difícilmente se puede pasar por alto: ambos se prestan a una enorme y gratuita renuncia. Lear abdicó y el escritor ruso renunció a sus bienes, a su título y a sus derechos de autor para llevar una vida de campesino. A su juicio, un hombre sólo podía hacer una cosa: trabajar la tierra con sus manos y vivir en el campo. Todo lo demás es inmoral y pernicioso porque fomenta la desigualdad y por lo tanto la infelicidad. Las posesiones, pero también su uso y disfrute, la erudición, el placer y la higiene personal nos hacen desgraciados. Igual que Lear, Tolstói actuó por motivos erróneos y no obtuvo los resultados que esperaba: quería ser feliz cumpliendo la voluntad de Dios, desprenderse de todo placer y ambición terrenales, pero no consiguió la felicidad, sino todo lo contrario.

Hay dos lecturas de Lear: una moraleja vulgar que se puede resumir en que despojarse del poder es una invitación a ser atacado. Pero otra, no explícita, viene a señalar que si regalas tu patrimonio o tu poder para obtener de forma indirecta un beneficio, que sería la felicidad, no lo vas a conseguir. Se puede favorecer a los demás pero no para sentirse bien, sino para que ellos se sientan mejor. “Lear” no es un sermón a favor del altruismo sino una guía sobre las consecuencias de practicar la abnegación por motivos egoístas.

En lo que ya no está de acuerdo G. Steiner es en que el panfleto de Tolstoi se sitúe en el marco de una disputa entre las actitudes religiosa y humanista ante la vida. Según Orwell, Shakespeare parte del supuesto humanista de que la vida, aunque penosa, vale la pena; duda de que el sentimiento de tragedia sea compatible con la creencia en Dios y cree que lo que más le molesta a Tolstói es que el poeta inglés halle tanto placer en el proceso real de la vida: “su reacción es la de un viejo irritable que es importunado por un niño ruidoso”. Pero Tolstoi “sabe que se pierde algo” y, como no logra disfrutar con las obras de Shakespeare, intenta privar a otros de un placer que él no puede compartir.

G. Steiner cree que Tolstói se negó a separar al artista de la creación y a ésta de la intención y condenó las obras de Shakespeare porque son “moralmente neutrales”. De lo que trata el escritor ruso en sus acusaciones incendiarias es de sus propias doctrinas en su edad madura y su opinión acerca de sus propias obras, de las que posiblemente abjurara y llegara a pensar que eran impías.

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En su afán de exponer su doctrina y popularizarla, creyó que el teatro era un medio más fácil, frente a la novela, un género mucho más intelectual y que exigía más dedicación y esfuerzo para quienes no habían recibido una formación. “El poder de las tinieblas” es un drama escrito por Tolstói cuando rondaba los sesenta años, en pleno debate interior sobre el arte y la moral. Su tema son los campesinos rusos: su bestialidad producto de su ignorancia y su desvalimiento. Zola, que impulsó su representación en París en 1886, dijo de esta obra que demostraba que el realismo social podía trasladarse a la escena.

Tolstói la representó ante los campesinos de su hacienda pero ellos no se sintieron en absoluto partícipes de la historia ni representados en ella. No obstante, siguió defendiendo que el teatro tenía una función religiosa y didáctica y que Shakespeare, con sus ideas inmorales, lo había corrompido. Y lo peor, aunque no lo reconociera nunca, es que lo había hecho con una brillantez inédita e irrepetible. Y cuanto más devoción tuviera la gente por el dramaturgo inglés, menos lugar tendría para sus doctrinas.

Tolstói era muy consciente de lo que ocurría a su alrededor y también de los motivos que le llevaban a hacer una u otra cosa. Señala Orwell que su pretensión no era mejorar la vida terrena, sino de ponerle fin y sustituirla por algo diferente, y que renunció a la riqueza y a la violencia, pero no abjuró del principio de coerción que conlleva todo movimiento reformista totalitario. Credos como el pacifismo y el anarquismo que, en una visión superficial, parecen implicar una completa renuncia al poder, en realidad alientan el hábito de acosar a los demás para que piensen igual que uno.

Tolstói lo sabía perfectamente y en su drama inacabado “La luz que brilla en las tinieblas” expuso ante el público, recuerda Steiner, el fracaso de sus más sagradas ideas. Sárintsev, el protagonista, destruye su propia vida y la de su familia al tratar de realizar el programa de cristianismo anarquista tolstoiano. La princesa Cheremshánova le pide que disuada a su hijo de seguir la idea pacifista, por la que será enviado a un batallón disciplinario, pero él se niega porque no puede oponerse a la voluntad de Dios. La princesa lo mata y Sarintsev en sus últimos momentos de vida llega a dudar de si realmente era la voz de Dios la que oía y le impulsaba. Tolstói acaba reconociendo las trágicas consecuencias que puede inspirar quien, por ceguera, egoísmo y crueldad, pretende impone su verdad de profeta.

Orwell finaliza su réplica a Tolstói con la prueba más evidente de su fracaso: en 1947, cuarenta años después de la publicación de su ataque, Shakespeare sigue ahí, “completamente incólume” y del demoledor ataque de Tolstói sólo queda un panfleto que nadie ha leído y que se habría olvidado si no hubiera sido escrito por el autor de “Guerra y paz” y “Anna Karenina”.

Lecturas

– León Tólstoi, “Shakespeare y el drama”, publicado en 1903 como introducción a “Shakespeare y la clase trabajadora”, de Ernest Crosby

– George Orwell, “Lear, Tolstói y el bufón”, publicado en el número 7 de la revista Polemic, marzo de 1947, y recuperado en “Ensayos”, Penguin Random House, 2013.

– George Steiner, “Tolstói o Dostoievski”, Editorial Siruela, 2003.

«Isabel y Essex», una historia perdurable, de Lytton Strachey

IsabelLa reina virgen y el favorito impaciente’ podría ser el título del interesante retrato de personajes que dibuja Lytton Strachey en “Isabel y Essex”, aunque es ella, esa reina de extraño rostro, de exagerados ropajes, de llamativas pelucas, de imposibles maquillajes, la que representa en sí misma toda su época, tan contradictoria, tan barroca, tan esperpéntica.

Los últimos años del rey Enrique VIII fueron ingratos por sus enfermedades y sus excesos y porque dilapidó en suntuosos palacios y absurdas empresas extranjeras. Su sucesora, María la Sanguinaria, se comportó como una reina católica, contumaz e integrista. La llegada de Isabel constituyó un alivio e inició una época dorada, sobre todo a partir de la derrota de la Armada española en 1588, que pone fin al periodo de preparación que hizo de Inglaterra una nación cohesionada y autónoma, al fin, respecto al continente. Es cierto que Felipe II, “la araña de El Escorial”, como lo llama Lytton Strachey, sigue tejiendo sus tramas de espionaje en la propia corte isabelina, y de rebelión en Irlanda, pero Inglaterra es fuerte e Isabel no se deja avasallar aunque a veces aparente ser frágil y voluble.

Lo que podrían considerarse sus defectos fueron los que la hicieron invencible. Su resistencia al derroche le hacía detestar la guerra por el mejor de todos los motivos: por ser un despilfarro inútil. A ello se unía una imposibilidad casi física para adoptar una determinación firme sobre cualquier asunto. Y si la tomaba procedía en el acto a contradecirla violentamente y después a contradecir su contradicción aún con más ímpetu. El resultado fue un reinado benévolo, en comparación con otros anteriores, y pacífico, excepto por algunas aventuras bélicas que no perturbaron demasiado a sus súbditos.

Tras la derrota española, aparecen en escena nuevos favoritos de la reina: Essex y Raleigh -jóvenes, audaces y brillantes- que sustituyen a los anteriores, al propio Leicester, padrastro del primero. Y se profundizan las contradicciones de la época: la ingenuidad poética de John Donne, el intelectualismo maquiavélico de Francis Bacon, la moral puritana de los nuevos protestantes y el cinismo encarnado en las obras teatrales. Y a todo eso se une el esplendor y la barbarie. Se asistía con el mismo espíritu de diversión a las representaciones de las obras de Marlowe y de Shakespeare y a los espectáculos sangrientos en los que un oso atado a una cadena era atacado por una traílla de perros. La reina amaba estos espectáculos y así parece indicarlo una noticia en la que se dice que ella misma “asignó” los jueves como día para poner trampas a los osos y decretó que “hacer obras teatrales en ese día supone un gran perjuicio para éste y otros pasatiempos que se mantienen para placer de Su Majestad” (1565).

Los mismos espectadores podían pasar de la contemplación de una pelea de gallos al tormento de un oso, incluso en el local en el que el día anterior se había levantado un escenario en el que se representaban dramas y comedias y al siguiente se había sustituido por un foso circular. La reina se parecía mucho a estos londinenses: juraba, escupía, daba puñetazos cuando se enfadaba y prorrumpía en carcajadas cuanto estaba contenta. Era ruda, de ademanes plebeyos, aficionada a la caza y, al mismo tiempo, una refinada dama del Renacimiento, que dominaba seis lenguas, además de la propia, “notable calígrafa y música excelente, experta en pintura y poesía” y maestra en el dominio del lenguaje. “Danzaba al gusto florentino con distinción suprema”; poseía un agudo sentido del humor y fue “uno de los primeros diplomáticos de la historia”. En sus ratos libres traducía a Horacio.

Fueron muchos sus amantes y es dudoso que alguno se negara a formar parte de su corte de favoritos. No sólo era atractiva, sino que además poseía un irresistible encanto y, evidentemente, el glamour que otorga el poder. Bajo las ceñidas complicaciones de su atavío -el pomposo guardainfante, la gorguera rígida, las mangas hinchadas, las profusas perlas, los dorados cendales ampulosos-, la forma femenina se esfumaba y en su lugar veían los hombres una imagen -magnífica, portentosa, artificio por ella misma creado-, una imagen de la realeza que como por milagro, además, estaba viva.

La naturaleza, sigue diciendo su biógrafo, la había dotado de una capacidad de amar incoercible y a veces se mostraba de forma escandalosa”. Le gustaban mucho los hombres. El primero tal vez fuera Leicester, “que no tenía otras prendas que su viril belleza”. Le siguieron “el suntuoso Hafton, el apuesto Heneage, el brillante Da Vere, el mancebo Blunt…” A todos los amaba.

Llegó el aventurero Walter Raleigh y a éste le sucedió Robert Devereux, conde de Essex, descendiente de todas las grandes casas de la Inglaterra medieval. Se conocieron cuando él apenas estaba en los comienzos de la veintena y ella superaba los cincuenta. Acerca de su auténtica relación sólo podemos especular. Ciertamente se enviaban incendiarias cartas de pasión, se juraban amor eterno, eran el uno para el otro y no podían separarse. Pero él estaba casado y ella, posiblemente, seguía siendo virgen. Una más de las contradicciones de la época: amor cortesano, amor galante, amor platónico.

Lytton Strachey da por hecho que la organización sexual de Isabel sufría una seria desviación debido a que su vida emotiva estuvo desde los comienzos sujeta a extraordinarias tensiones: cuando tenía dos años y ocho meses, su padre hizo cortar la cabeza a su madre, Ana Bolena; fue tan requerida como abandonada y podía pasar de la noche a la mañana de heredera del trono de Inglaterra a bastarda proscrita y viceversa; y cuando tenía quince años un equívoco sexual y dinástico dio con la cabeza de su pretendiente, el almirante Thomas Seymour, viudo de su madrastra, en el hacha del verdugo. De nuevo la muerte a su alrededor.

El dramaturgo Ben Jonson afirmó que Isabel “tenía una membrana que le hacía incapaz de conocer varón, si bien probaba a muchos para su deleite”, pero esta frase no era más que un dicho libertino. El embajador español informó a Felipe II de que Isabel no podía tener hijos y que por eso no quería casarse, ya que hubiera perdido el poder sin obtener ventaja alguna. Puede que además tuviera una repugnancia imposible de superar hacia el acto de la cópula, como resultado de las profundas alteraciones psicológicas sufridas en su niñez.

Cerca ya de la vejez no menguaron sus excitaciones emotivas”, sino que se acentuaron. Sus rasgos, hermosos en otros tiempos, se volvieron grotescos. Presumía de encantos y si “antes se contentaba con devotos homenajes de sus coetáneos, ya vieja requería de los jóvenes pasión sentimental. Los asuntos del Estado caminaban entre un fandango de suspiros, éxtasis y protestas amorosas. Su clarividencia sobre la realidad se hacía miope al volver los ojos hacia dentro. Era una reina llena de sabiduría, y al mismo tiempo obsesionada por su disparatada vanidad”.

Este universo fantástico en el que se movía fue destruido cuando Essex, su príncipe azul, su galán, conspiró contra ella. Se repetían las discusiones y las posteriores reconciliaciones, pero una vez Devereux sobrepasó un límite peligroso: en una reunión del Consejo se atrevió a insultarla y echó mano a la espada. Su misión en Irlanda podría haberle redimido pero constituyó un fracaso personal. Su carácter violento y prepotente, su desequilibrio emocional y su incompetencia le arrebataron la confianza de la reina. No se le renovó la concesión del monopolio de los vinos dulces y sólo le esperaba la ruina. Quería volver a conseguir el favor de Isabel, decía, aunque también se le oyó bramar que él, como heredero de la vieja aristocracia de Inglaterra, no tenía por qué inclinarse “ante la descendencia del oscuro mayorazgo de un obispo galés”. Pero lo que la reina no pudo perdonar fueron unas palabras que llegaron a sus oídos: “Su disposición es tan torcida como su facha”.

Isabel creyó, mientras deliberaba a solas sobre la concesión de un indulto, que nunca podría volver a confiar en él, que su adoración era falsa, que había vivido en el engaño. “Prefería no mirarse en el espejo, no era necesario. Sin mirarse se daba cuenta de lo que había sucedido: era una mísera vieja de sesenta y siete años. Su tremenda vanidad, ciudadela de su novelería reprimida, se derrumbó con estrépito”. El juicio por alta traición se fijó para el 19 de febrero y la ejecución para el 25. Essex no apeló.

Lytton Strachey
Lytton Strachey

Un retrato psicológico de Isabel de Inglaterra

Virginia Woolf hace referencia en un artículo a la contribución de Lytton Strachey a la historia de la biografía con sus tres libros: “Victorianos eminentes”, “La reina Victoria” e “Isabel y Essex”. El primero, dice, suscitó tanto la ira como el interés pero eran textos breves dotados de un énfasis propio de una caricatura. Más ambicioso fue en los dos libros siguientes, muy distintos entre sí. En la biografía de la reina Victoria, Lytton Strachey, dice Woolf, aceptó las limitaciones del género, en tanto que en las de Isabel y Essex se empeñó en tratar el asunto como un arte. La reina Victoria aparece como un personaje sólido, real y palpable en tanto que Isabel carece de definición.

Woolf reconoce que de Isabel poseía menos datos, acaso una “historia trágica” apenas desvelada de las relaciones entre la reina y el conde, lo que propició la libertad de invención.

El libro de Lytton Srachey no es una biografía en el sentido estricto. Tiene mucho de especulación sobre los rasgos de carácter de unas personas que vivieron hace quinientos años en una época de la que sí se tienen referencias, y mucho de interpretación acerca de los sentimientos que generan unos hechos, de los que sí hay constancia. Pero tampoco es un relato histórico inventado y ni siquiera una historia novelada, género que se ha prodigado, con mayor o menor acierto, en tiempos recientes. Se trata de una interiorización de personajes, una apuesta sobre determinados comportamientos y enigmas que ni siquiera el biografiado sabría dar razón de ellos si tuviera oportunidad de hacerlo.

El personaje recreado, aunque histórico, vive en un mundo que pertenece al autor y, como toda ficción queda fijado para siempre en ese universo a medias ficticio. Da lo mismo que ahora se descubra de forma fehaciente que la reina Isabel tuvo un hijo oculto de Leicester o que los rumores son totalmente infundados porque no cambia a la Isabel de Strachey, que seguirá siendo la misma y no un personaje efímero como puede serlo el protagonista de una biografía académica. La misma Virginia Woolf reconoce que Falstaff vivirá más que el doctor Johnson porque la ficción es perdurable.

«Shakespeare y la ballena blanca», de Jon Bilbao

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La ausencia de viento mantiene inmovilizado al ‘Nimrod’, un galeón de la Armada inglesa curtido en mil batallas, que esta vez en aras de la diplomacia y las buenas relaciones transporta pasajeros y regalos a Cristian V, rey de Dinamarca, de parte de la reina Isabel de Inglaterra. En la delegación figuran William Shakespeare y una compañía de cómicos ambulantes contratada para representar ‘Romeo y Julieta’ y ‘El sueño de una noche de verano’ ante la corte danesa; ‘Hamlet’ no se consideró oportuno.

Las nubes cubren el cielo sin dejar ningún resquicio y el galeón continua varado en un mar calmo y verdoso, fuera del tiempo, cuando una ballena blanca y gigantesca aparece en el horizonte, se les acerca, les amenaza e incluso llega a golpear el barco con su enorme cabeza. Tumbado en su camarote, William Shakespeare imagina y poco a poco surge en su mente una obra de teatro que tendrá como protagonista al capitán de un ballenero, sediento de venganza, en lucha contra un leviatán perverso y consciente.

Jon Bilbao propone un juego en la novela que lleva un explícito título, ‘Shakespeare y la ballena blanca’: que el dramaturgo inglés hubiera creado a Moby Dick y al capitán Ahab, más de doscientos años antes de que lo hiciera Melville. La idea va madurando en la cabeza de Shakespeare a medida que el galeón sigue varado en medio del mar con la compañía intermitente y amenazadora del monstruo marino, y va recreando paulatinamente la imagen de una ballena de noventa pies, de espalda arrugada, salpicada de manchas y erizada por infinidad de arpones, que arrastraba clavados en su espalda tres cadáveres “pálidos e hinchados, que oscilaban como muñecos de trapo”.

Shakespeare se plantea las limitaciones del teatro para contar esta historia o cualquier otra que contenga elementos grandiosos, como una batalla o los portentos de la naturaleza. Bilbao, con clara actitud pedagógica, aprovecha para contarnos cómo eran los teatros en el siglo XVI, en concreto ‘El Globo’, cómo se comportaba el público que asistía a los espectáculos que ofrecía Londres y la poca estimación que encontraban los actores, considerados más o menos como mendigos. Todos los datos que maneja el autor son sumamente interesantes pero lastran la novela como tal; a veces se asemeja más a un ensayo que a un juego de ficción.

La rebelión del conde de Essex

El teatro en esta época era un espectáculo de consumo para todo el que pudiera pagar el poco dinero que costaba una entrada y, por ese precio, se creían con el derecho de insultar a los actores si la obra no era de su agrado. Pero también el teatro era el cauce por el que podían expresarse críticas al poder, aunque la mayoría de dramaturgos, incluido Shakespeare, se cuidase de hacerlo, por razones obvias. En ese año de 1601 se produjo la rebelión del que había sido uno de los favoritos de la reina Isabel, Robert Devereux, segundo conde de Essex. En la víspera de la conspiración, el 7 de febrero, Sir Gilly Merrich, uno de los seguidores del conde, contrató a los comediantes de Southwark para que representaran esa misma tarde ‘Ricardo II”, una antigua obra de Shakespeare sobre el rey que perdió su trono y la vida por hacer caso a sus siniestros consejeros y que podía presentar cierto paralelismo con la reina Isabel y sus asesores capitaneados por Robert Cecil.

Esta obra de Shakespeare, una reflexión sobre la toma del poder que finaliza con el asesino del rey reconociendo con dolor su crimen, con culpa pero sin arrepentimiento, podría considerarse como una simbólica amenaza a la reina o el aviso del comienzo de la rebelión a los conspiradores. Al día siguiente, Essex puso en marcha su plan de capturar a la reina y proclamar a Jacobo VI de Escocia como rey de Inglaterra. El plan no tuvo ningún éxito y el conde fue declarado traidor y condenado a muerte.

No era la primera vez que la historia de la derrota y derrocamiento de Ricardo II por Enrique IV hacía entrar en sospechas a la reina y a su entorno y tal vez por eso mismo la eligieron los conspiradores. Dos años antes, en 1599, después del dramático y peligroso incidente en la corte, en el que Essex insultó a Isabel y llegó a echar mano a la espada, cayó en manos de la reina una historia sobre aquellos sucesos, ‘Primera parte de la vida y reinado del rey Enrique IV’, con una dedicatoria en latín del autor, el historiador Johh Hayward, dirigida a Robert Devereux, conde de Essex y de Ewe, además de otra sucesión de títulos igual de sonoros, y que podría entenderse como una incitación a la traición. Hayward fue encerrado en la Torre, donde permaneció hasta la muerte de Isabel. El presunto no radicaba en la obra sino en la dedicatoria y por eso no hubo ninguna represalia contra la compañía de teatro que interpretó la tragedia ni contra Shakespeare, su autor, aunque sí se tuvo en cuenta el momento en que se hizo para tomar precauciones.

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El capitán Ahab

La ballena desempeñaría un papel crucial en la obra que imagina Shakespeare de camino a Dinamarca, pero no podría ser la protagonista. Sí lo sería el capitán del ballenero, un personaje que poco a poco va adquiriendo las características del Ahab de Melville: la pierna devorada por Moby Dick en un enfrentamiento lejano que marcaría la relación entre ambos y la artificial tallada a partir de una mandíbula de cachalote, un hueso de marfil, cuyo extremo introducía el capitán en un agujero taladrado a ese fin en el alcázar de la nave; la cicatriz blanquecina que surcaba su rostro y el brillo del fanatismo en la mirada de quien cree que su vida y la de los demás están al servicio de una única y sacrosanta causa.

El Shakespeare de Bilbao no encuentra en el capitán del ‘Nimrod’, de personalidad poco impresionante y aquejado de reumatismo, la figura de Ahab. Pretende que sea una versión de su amigo y compañero de viaje Henry Wriothesley, tercer conde de Southampton, un soñador de glorias militares y literarias y un libertino para la reina Isabel porque cortejó a una de sus damas y se casó con ella sin permiso, con lo que ambos acabaron en la Torre de Londres durante un tiempo. Fue también uno de los mejores amigos de Essex y con él conspiró, aunque quedó libre del cargo de traición, además de mecenas de Shakespeare y quizá su amante, según se dice, a partir de unas siglas que encabezan los Sonetos. Al final será Colhoun, un marinero alcoholizado y siniestro, quien se enfrentará a la ballena.

El auténtico Wriothesley murió, no en 1601 en una travesía a Dinamarca, sino en 1624 en los Países Bajos, pero Bilbao le obliga a desaparecer de escena de forma tristemente ridícula: cae al agua justo en el momento solemne en el que se dispone a pronunciar sus sentidas palabras de despedida, deber y gloria en pentámetros yámbicos, antes de partir a la caza de la ballena blanca. No se merecía ser Ahab.

Ahab, americano hasta la médula

Es cierto que el capitán Ahab muestra afinidades con el rey Lear e incluso con Macbeth, pero Shakespeare, que creó personajes coléricos, recalcitrantes y amargados, no los eleva de la tierra sino que los deja a merced de pasiones mundanas. Ninguno de ellos realizaría un “viaje teológico” tras una “ballena metafísica” como el capitán del ‘Pequod’, que se convertirá en el precursor de todos los personajes literarios de los Estados Unidos que emprenden una búsqueda, sea cual sea.

Moby Dick’ es una novela nítidamente americana en la que se confunden los textos bíblicos y el cristianismo puritano que caracterizó el nacimiento de esta nación. Para crear una figura de la índole de Ahab se precisa de una tradición diferente, aunque se le reconozca una influencia decisiva de Shakespeare. Harold Bloom nos recuerda que Melville estaba imbuido por la religión, como tantos otros norteamericanos, pero no de la creencias de sus padres, sino de una forma de maniqueísmo que tendía a identificarse con la antigua herejía gnóstica defensora de la existencia de un Dios impostor y otro verdadero pero exiliado del mundo. Resulta interesante la inclusión en ‘Moby Dick’ del doble sombrío de Ahab, Fedalá, embarcado con su grupo de parsis seguidores del zoroastrismo y capitán de su propia barca ballenera.

De Shakespeare sabemos muy poco: que nació en Stratford, que se casó sin querer hacerlo y que tuvo un pleito por unas acciones. Poco más, ya que ni siquiera es seguro que viajara a Italia con Southampton y allí idease las obras que transcurren en Venecia y en Verona ni que hubiera vivido algún episodio digno de ser recordado. Nada que ver con sus dos coetáneos y colegas, Marlowe y Jonson. El primero, espía y homosexual, de vida breve pero intensa, murió apuñalado en una taberna, y el segundo visitó la cárcel en algunas ocasiones debido a su soberbia y su carácter excesivo.

Existe una tradición biográfica que dice de Shakespeare que era una persona amigable, abierta, buena, amable, campechana, modesta y con preocupaciones de caballero rural. En sus obras no hay ni teología ni metafísica ni ética y tampoco ideas políticas, pese a sus tragedias históricas. Tolstoi le recriminó su inmoralidad y su falta de límites religiosos y morales, la ausencia en sus obras de lo que algunos críticos, como George Steiner, llaman paradigma moral o “funciones de la verdad”.

Shakespeare retrata personajes que parecen auténticos porque tienen una lógica interna poderosa, son consistentes, aunque sean sueños; en absoluto encarnan el mal absoluto ni tampoco pretenden salvar al mundo. Edmund ha sido considerado el primer nihilista de la literatura y el rey Lear es un anciano afligido e irascible, tal vez su personaje más apasionado, pero no es Ahab, aunque presente algún rasgo reconocible. Su contrapunto, Falstaff, es un hedonista, un borrachín ingenioso y burlón que disfruta cuanto puede de la vida y resta importancia a todo lo demás; posiblemente su mejor creación. Nada que ver con el capitán del ‘Pequod’, un monomaníaco en lucha permanente contra el Mal, de trascendencia bíblica en su lenguaje y en sus acciones, al que no le importa la destrucción del mundo entero si con ello cumple su venganza.

Nota biográfica

Jon Bilbao (Ribadesella, 1972) es ingeniero de minas y licenciado en Filología Inglesa. Autor de ‘El hermano de las moscas’, ‘Padres, hijos y primates’, ‘Shakespeare y la ballena blanca’, ‘El silencio y los crujidos” y ‘Strómboli’. Es también traductor literario.

El caníbal como bárbaro, griegos vegetarianos y el buen salvaje — Historias emergentes

Ulises desembarca en la isla de los cíclopes, criaturas feroces cuyo nombre significa ‘el del ojo en forma de anillo’, un círculo concéntrico que lucían en medio de la frente. Habían olvidado el arte de la herrería que aprendieron sus antepasados y se habían convertido en pastores sin leyes ni sociedad, viviendo separados entre sí, […]

a través de El caníbal como bárbaro, griegos vegetarianos y el buen salvaje — Historias emergentes

«El entenado», un encuentro con el Nuevo Mundo, de Juan José Saer

elentenado2El entenado es el hijastro, también el adoptado, alguien que no es verdaderamente miembro de una familia o de una tribu, pero al que se le obliga amablemente a estar en ella de forma provisional sin que se le exija compartir usos y costumbres. En la otra acepción del término, el entenado es un renacido, un “nacido después”, porque se siente como si hubiera aparecido de nuevo en el mundo tras ser abandonado por el que ya conocía y debe por tanto volver a nacer entre paisajes y gentes desconocidas.

Desde la altura de los sesenta años el entenado rememora su vida: la orfandad que le “empujó a los puertos” y cómo éstos no le bastaron y le vino “el hambre de alta mar” con la creencia o la esperanza de que al otro lado del mundo la fruta fuera más sabrosa, el sol más brillante y las gentes más amables. Los marinos contaban maravillas y en sus labios todo se mezclaba: los chinos, los indios, un nuevo mundo, las piedras preciosas, las especias, el oro, la codicia y la fábula”.

Se embarcó como grumete en la nave capitana camino de las Indias, descubiertas hacía veinte años, en un viaje por el mar infinito que duró tres meses y que le fue preparando para dejar atrás los quince años vividos y comenzar, renacer por el olvido. Con el paso de las semanas “nos alcanzó el delirio: nuestra sola convicción y nuestros meros recuerdos no eran fundamento suficiente” y “mar y cielo iban perdiendo nombre y sentido”.

La expedición llegó a una costa de playas amarillas, desiertas y rodeadas de palmeras, una región “mansa y benévola”. La bordearon y dieron con el estuario del gran río, muy probablemente el Paraná o el Río de la Plata. “Nos creíamos fundadores”, recuerda, aunque “ese espacio siempre había estado allí”. El capitán, haciendo uso de sus prerrogativas, iba tomando posesión de aguas y tierras, en las que la ausencia de hombres incrementaba la ilusión de una vida primigenia.

Desembarcaron de madrugada: once, incluido el capitán. Se internaron en la maleza y tras dos horas de marcha decidieron volver. En la playa, a la vista de los marineros que habían permanecido de guardia en las tres naves de la expedición, sus diez compañeros fueron víctimas de las flechas que silbaban desde la maleza y quedaron inmóviles sobre la arena amarilla. Sólo el grumete siguió vivo y, junto con los cadáveres de sus compañeros, fue trasladado en un viaje de dos días, primero a pie y luego en canoa, a la aldea que se convertiría en su hogar durante diez años.

La noche en que llegó, solo y en un mundo nuevo, se quedó dormido mientras lloraba. Fue olvidando paulatinamente su vida anterior: lo que vio y escuchó durante esos diez años con los colastiné ocuparían el resto de su vida y no sólo porque se convirtiera en el testigo y la memoria, sino también porque durante todo ese tiempo intentó comprender.

La misma mañana de su despertar asistió a una ceremonia sangrienta que se repetiría todos los años. Vio el troceamiento de los cadáveres, esta vez los de sus compañeros de expedición y su asamiento en las parrillas y advirtió el ansia incontrolable de la tribu por esos pedazos de carne que consumían con una avidez sorprendente y que, una vez saciado el febril deseo, se transformaba en hosquedad y melancolía. Horas después, tras beber de unas vasijas que contenían algún brebaje fermentado, se volvían locuaces, pero con un entusiasmo insano y desmesurado que se resolvía en una orgía sexual de apareamientos, en muchas ocasiones extravagantes, en la que participaba frenéticamente toda la tribu.

Lo que sucedía en esas orgías de carne y sexo no se volvía a mencionar durante el resto del año y los indios se comportaban de una forma que incluso podía calificarse de puritana: un cuidado excesivo por la higiene, una separación absoluta de sexos y una laboriosidad cotidiana por parte de todos, hombres y mujeres. Hasta que, transcurrido un año, volvía la impaciencia, la irritabilidad y el deseo irrefrenable de consumir carne humana, como si estuvieran gobernados por un maldito ciclo infernal. Partían los guerreros y regresaban con los cadáveres de los enemigos y con ellos un hombre vivo, como el grumete, al que agasajaban y luego dejaban marchar con innumerables regalos.

Imágenes que el entenado, ya anciano, se empeña en materializar sobre el papel, forzando la actividad autónoma de la memoria. Su rol en este drama fue durante años su único objeto de reflexión. Quizá él mismo fuera la página en blanco sobre la que se escribió la historia de esta tribu, una más de esa región inhóspita y una más de las que desaparecieron con la llegada de los europeos. Le quedó a él la misión de conservar su memoria e intentar explicar su existencia. Quizá por eso lo dejaron libre para volver con los suyos y contar que los colastiné eran los verdaderos hombres y que hacían aquello a lo que estaban predestinados para que el mundo siguiera existiendo.

El entenado creyó ver en el imaginario de los indios con los que convivió la duda constante e insoportable de toda existencia. “Ellos y el mundo eran una y la misma cosa, pero aún cuando daban por descontado la inexistencia de los otros, la propia no era en modo alguno irrefutable”. La mera presencia de los árboles, del río o de las cabañas no garantizaba ni su existencia ni la de la los miembros de la tribu porque todo dependía de todo. Para que ese mundo que formaban ellos y las cosas, el exterior, no se desvaneciera, debían repetir los mismos actos de una manera establecida desde el origen.

Elentenado

No se sentían orgullosos de comer cadáveres humanos. Lo hacían contra su voluntad y el deseo con que los contemplaban asarse era el de reencontrar no el sabor de algo que les era extraño, sino el de una experiencia antigua incrustada mas allá de la memoria”. Habían dejado de comerse entre sí hacía mucho tiempo y para que el mundo no se tambalease y ellos siguieran siendo ellos, sin exterior posible, se veían obligados a ingerir a los otros, que no eran hombres verdaderos, y repetir una y otra vez el mismo gesto para asegurarse de que todo seguiría igual y no se desvanecerían como una ilusión.

Eso fue lo que entendió el entenado, aunque tampoco estaba seguro de que fuera así porque el mismo idioma de los colastiné reflejaba la precariedad de su mundo y también su ambigüedad. Poseían una lengua “imprevisible y contradictoria” de manera que cuando creía haber entendido el significado de una palabra, se daba cuenta un poco más tarde, de que esa misma palabra significaba también lo contrario y muchas otras cosas más. “La misma palabra que designa la apariencia, designa lo exterior, la mentira, los eclipses, el enemigo” y revela que “todo parece y nada es”. Es una lengua que duda a cada momento, y en cada una de sus palabras, de la existencia del mundo. La duda es la esencia del pensamiento de los colastiné, esa tribu de la que nunca se supo nada, sólo su nombre.

El lenguaje lo es todo, es lo único que los hombres crean para explicarse el mundo. De la misma forma que Saer nos habla de las características de un lenguaje que explica el comportamiento de una tribu de caníbales, Borges idea un idioma para las naciones del planeta Tlön, congénitamente idealistas, para las que el mundo es una serie heterogénea de actos independientes y no un concurso de objetos en el espacio. En el hemisferio norte del planeta, la lengua carece de sustantivos y los verbos los sustituyen, en tanto que en el sur es la acumulación de los adjetivos la que los forma: en cualquier caso, no existen los objetos.

En el mundo de los colastiné, todo es precario y está a punto de desbaratarse. Su insistencia en repetir los mismos actos tiene como objeto la perdurabilidad. Con su ficción, Saer levanta un mundo diferente, una explicación diferente, En eso consiste la literatura: en presentar nuevas aristas y enfoques originales. No tiene por qué ser verdadero, mejor dicho, no tiene la obligación de someterse a verificación y en eso radica la posibilidad infinita de la ficción.

Las interpretaciones del psicoanálisis sobre el canibalismo entran en el terreno de la ficción cuando señalan que en la antropofagia se produce una tensión amor-odio, un compromiso entre el deseo de hacerse con el ser amado -el padre o la madre- mediante la ingestión y la frustración que desencadena su muerte. No son más especulativas, aunque sí menos bellas, que las que nos presenta Saer: los colastiné están obligados a consumir carne humana para expresar de forma contundente su naturaleza y para preservar su existencia y la del mundo.

Verano, lecturas ociosas

Calor, playa, vacaciones, comercios cerrados, cine de sesión de tarde, festivales de música para los muy jóvenes, todo se conjuga para un ocio obligado durante el verano. Se impone la lectura leve, el entretenimiento, precisamente cuando tenemos tiempo para disfrutar sin interrupciones de imponentes e intensas novelas. Y, sin embargo, parece que los relatos cortos o los intrascendentes son los adecuados para aligerar la canícula; a los ensayos ni acercarse.

Siempre es momento adecuado para elegir un buen libro, pero el verano tiene además las ventajas de la ausencia de prisa, de los largos atardeceres en el balcón o en una terraza que dé a la playa o al campo; un paisaje inmóvil apenas interrumpido por olas rumorosas y hojas susurrantes que ayuda a meditar sobre lo leído cuando levantamos los ojos del libro.

Este verano ha sido para mí especialmente gozoso porque he “descubierto” a un fantástico autor que no conocía: Juan José Saer. Lo escribo entre comillas porque descubrir es un verbo jactancioso y prepotente, como si fuera un mérito mío la existencia de este escritor. Todo lo contrario: ha sido la ignorancia lo que me ha impedido conocerlo durante tantos años.

Que cayera en mis manos uno de sus libros, “El entenado”, fue un golpe de suerte. Ocurrió en un repaso a la sección de novedades de una gran librería. Entre tantos abuelos que lo único que hicieron fue caerse por la ventana e iniciar un viaje absurdo a ninguna parte; asistentas sabias que digieren filosofía socrática en sus horas libres y adolescentes noruegos que en quinientas páginas soporíferas no dicen o hacen más que banalidades, di con una editorial independiente, “El Rayo Verde”, y el libro icono de Saer, con tapa dura y la incógnita del propio título. Un hallazgo.

Juan José Saer es un escritor argentino y, como muchos de ellos excepcional, tal vez por lo que él mismo dice de sus compatriotas: que residir en la periferia de Occidente facilita la perspectiva y la innovación. El folklore literario argentino está hecho de “multitudes sin patria, de inmigrantes, de prófugos, de abandonados”, que venían de otros idiomas. George Steiner llama la atención sobre estos escritores limítrofes y se pregunta por qué son ellos -los irlandeses respecto al Reino Unido como Joyce o los rusos desnaturalizados como Nabokov- quienes marcan el nuevo rumbo.

En el arrabal de Occidente que pudiera ser el pueblito de Serodino, en Santa Fe, nació Saer en 1937, hijo de emigrantes sirios, y en el 68 se marchó a París, donde murió, en 2005. Doblemente desnaturalizado: en Argentina y luego en Francia. Uno se pregunta si es tan bueno precisamente por eso, porque la literatura no conoce más patria que la propia lengua y vivir exiliado, voluntariamente o no, excita los mecanismos literarios hacia la creación perfecta.

El idioma español en manos de Saer es brillante, meticuloso, nuevo y exigente. No se puede leer con prisas sino deleitándose en el detalle, primordial en su prosa; no se trata de llegar al final lo antes posible, sino todo lo contrario: es preciso demorarse en una frase, en un giro paradójico, en la respiración y en el tempo, en un vocablo ajustado o, incluso, en la búsqueda del origen de un término desconocido. Por eso es una lectura adecuada al verano, cuando hay tiempo para el ocio de leer.

Terminé “El entenado” hace unos días. Ahora me empeño en “La ocasión”, que narra la huida de un ocultista que considera la materia como un “residuo excremencial del espíritu” y se cree perseguido por un grupo de fanáticos positivistas de París. Genial.

‘El placer del viajero’, Ian McEwan

Si el autor fuera otro podríamos creer lo que dice, pero al tratarse del desaprensivo Ian McEwan, aficionado a llevar la contraria y a simular lo que no es, hay que deducir del título que el viajero no experimenta ninguna satisfacción y que es una frase irónica, cuando no sarcástica. La cita inicial, de Cesare Pavese, lo confirma. Dice el italiano que que “los viajes son una brutalidad” porque “le obligan a uno a confiar en extraños y a perder de vista toda la comodidad familiar de la casa y los amigos”. Si sólo fuera eso: una serie de calamidades incómodas que se ciernen sobre aquel que abandona su hogar: trenes que no llegan, aviones que no despegan, hoteles de cuarta e indeseables compañeros de viaje.

Pero no es de la incomodidad de los desplazamientos ni tampoco es un rosario de quejas de un turista a la agencia de viajes. En primer lugar porque el relato sucede en Venecia, aunque nunca se la nombre, y ya se sabe que en esta ciudad del Adriático nada es lo que parece y, pese a que la publicidad incide en el romanticismo almibarado de los canales y de su travesía en góndola, nuestra conciencia más sabia nos dice que es Tánatos y no Eros el dueño de la laguna y que esas embarcaciones negras son más féretros que ensueños de enamorados.

Colin y Mary, una pareja de británicos que han cumplido siete años de relación, pasan sus vacaciones en Venecia, tal vez para recuperar la chispa de la pasión. Se instalan en un hotel, pasean, visitan, se sienten obligados a cumplir su papel de turistas … y se aburren, pero sobre todo se pierden cuando salen ya de noche a patear las calles en busca de restaurantes que nunca encuentran.

Las señales aparecen por todas partes, pero ellos no parecen darse cuenta: un cliente del hotel entona La Flauta Mágica bajo la ducha, lo que nos recuerda el secuestro de Pamina en los dominios de la Reina de la Noche y las complicadas relaciones entre hombres y mujeres, un tema recurrente en la obra de Ian McEwan y que en esta ocasión adquiere tintes sombríos y dramáticos.

Una noche salen más tarde de lo acostumbrado, no encuentran nada abierto y se vuelven a perder, como casi siempre, pero esta vez desembocan en una calleja oscura solitaria de la que surge de improviso, iluminado por una triste farola, un individuo achaparrado, vestido con una camisa negra muy ajustada y medio transparente, desabrochada hasta casi la cintura; en la uve que deja al descubierto cuelga una cadena de oro de la que pende como adorno una hoja de afeitar. Les corta el paso y consigue llevarlos a un bar, donde pasan varias horas bebiendo y escuchando a su nuevo amigo, felices porque creen que han dado con lo auténtico, no frecuentado por turistas.

Cuando dejan el bar vuelven a perderse y acaban durmiendo en el muelle frente a la isla cementerio, la isla de San Michele, que el narrador no nombra como no lo hace con ninguno de los lugares emblemáticos de Venecia. Consiguen llegar a la plaza de San Marcos, donde gobierna la barahúnda de orquestinas y el ruido de los pasos y conversaciones de centenares de turistas. Exhaustos de cansancio, hambre y sed, consiguen un asiento en una de las terrazas, pero los camareros no les atienden o lo hacen sin ninguna consideración. Robert, el misterioso italiano que conocieron la noche anterior, vuelve a rescatarlos, pero esta vez ha abandonado su aspecto de proxeneta, y se presenta con un traje blanco de buen corte, una corbata de seda gris pálido y unas elegantes gafas de sol. Les promete descanso y comida y ellos, hipnotizados, se dejan llevar a su casa. Horas después despiertan en una habitación de paredes blancas y escrupulosamente ordenada, pero sin su ropa.

Desde el primer encuentro con el italiano han pasado veinticuatro horas y lo ocurrido parece más una pesadilla, como las que Claire y Colin intercambian cada mañana en el balcón de su habitación en el hotel, que una experiencia real. La atmósfera sofocante, las sombras nocturnas, la bruma del amanecer, el amarillo anaranjado de la puesta de sol, junto a la sed, la falta de sueño, el hambre y las calles que se suceden unas a otras sin solución de continuidad porque no hay coches ante los que ceder el paso, sólo canales; todo contribuye a conformar una experiencia irreal, onírica.

Robert les había estado espiando, había tejido una red a su alrededor y actuado como una araña a la espera de sus víctimas. Hay algo en él, pese a que su descripción física no se asemeja lo más mínimo, que recuerda al gondolero que recibe a Aschenbach y pretende llevarlo a toda costa al Lido en ‘La muerte en Venecia’. Es solamente una asociación relacionada con el clima fantasmal que rodea algunas situaciones, común en ambos relatos, pero en tanto que el protagonista de Mann se rebela y obliga al piloto a dirigirse adónde él quiere, Colin y Mary carecen absolutamente de voluntad y siguen a pies juntillas el plan diseñado por Robert y su esposa, Caroline.

Desde el encuentro pasan varios días. Colin y Mary parecen felices, pero un tarde, al volver de la playa del Lido acaban en de nuevo ante el embarcadero del hospital, frente a la isla de los muertos, y unos pasos más, a la vivienda de sus recientes amigos, donde Caroline asomada al balcón, les invita a subir.

El lector sabe lo mismo que saben los dos turistas pero adivina que el desenlace no va a ser agradable. Dan ganas de gritarles, decirles que despierten, que están en peligro, de aconsejarles que huyan, que no salgan de su hotel o que tomen el primer avión y abandonen Venecia. Pero al mismo tiempo, el lector sabe que el destino tiene que cumplirse y que el relato no sería perfecto si no ocurriera lo que tiene que ocurrir.

Venecia, un turbio pasado — Historias emergentes

Ciudad melancólica que arrastra pesares antiguos, dice Jan Morris, su mejor biógrafo. Todo empezó cuando las islas de la laguna se convirtieron en refugio de las invasiones bárbaras; cuando, aún envueltas en la bruma de los mitos y de la malaria, acogieron a sus nuevos habitantes que, desposeídos de todo en su huida, fundaron aldeas, […]

a través de Venecia, un turbio pasado — Historias emergentes

«Las antípodas y el siglo», de Ignacio Padilla

classantipodasEl Marco Polo de Italo Calvino veía en cada ciudad que describía al Gran Kan la esencia de una ciudad única,Venecia, a la que su corazón y una nostalgia irrazonable, le hicieron volver: la veía en las ciudades araña, en las sutiles del aire y en las del agua e incluso en las que aún no habían sido.

Donald Campbell, un ingeniero escocés, quiso seguir las huellas de Marco Polo, se perdió en las arenas del desierto y una patrulla de guardias tibetanos le dejaron malherido e inconsciente en medio de la nada. Le recogió y atendió un grupo de kirguises, nómadas del desierto, que le rescataron de la muerte e hicieron de él su profeta.

Amaba su ciudad natal, Edimburgo, tal vez más de lo que Marco Polo amaba la suya, Venecia. Para poder volver negó su presente, olvidó los días en que estuvo al borde de la muerte y creó una realidad alternativa en la que su rescate en el tórrido desierto del Gobi fue obra de un batallón de granaderos y en la que su curación corrió a cargo del cirujano. Volvió en un buque de la Armada a su ciudad natal, en la que permaneció el resto de su vida, asomándose al Mar del Norte y recibiendo su frío aliento cuando diariamente se desplazaba por las calles para impartir clases en su cátedra del Old College. Siempre estuvo convencido, pese a percibir algunos destellos de la verdad, de que los kirguises que se reunían a su alrededor cada mañana no eran tales, sino alumnos escoceses de arquitectura, según nos cuenta Ignacio Padilla en su maravilloso cuento Las antípodas y el siglo’.

edimburgo

Campbell dictaba sus clases, siempre sobre las construcciones de Edimburgo, mientras sus falsos alumnos, los nómadas, apuntaban en sus tablillas de barro todo lo que el enviado de los dioses del desierto les decía. Interpretaron su mensaje: construir una ciudad que se llamaría Edimburgo, una ciudad secreta cuyo emplazamiento sólo conocerían los iniciados. Y en el desierto del Gobi alzaron de la roca sus edificios y sus puentes con idénticas medidas, crearon una réplica exacta de la fría y lluviosa capital, y repitieron también sus historias de brujas y exploradores.

Y luego llegó sir Richard de Veelt, que descubrió el ‘Memorial de la segunda peste’ en una aldea de la Amazonía que, tras verse diezmada por la peste bubónica, hubo de sufrir una catástrofe aún peor, “una enfermedad que cursaba como primer signo una salud inquebrantable”. Le siguió un aventurero que quiso coronar el Everest en un aeroplano y a éste, un coronel británico obsesionado por trasplantar la puntualidad de los trenes británicos al sistema ferroviario de una colonia del Imperio en África.

Seguimos leyendo en unos ‘Apuntes de balística’ la constatación lógica, pero de imposible demostración empírica, del peligro que acarrea utilizar armas falsificadas; el relato de la comprobación de que el río Tsango desembocaba en el Brahmaputra, misión encargada por el coronel Bailey, de la Real Sociedad Geográfica, a dos cartógrafos nativos en ‘Darjeeling’; las inútiles invocaciones al diablo de un ermitaño en un “desierto impávido” y las visitas de los turistas a una mina en el Kalahari, cuyo abismo estaba provisto de un ‘Bestiario mínimo’.

Son doce cuentos de exploradores en lugares remotos, situados, según el autor, en “ese pasado en el que viajar era una aventura para la que se tenía una fecha de salida pero nunca de llegada, las guerras unos cálculos de balística y el horario de los trenes una cuestión de honor por la que perder la vida”. Son aventuras narradas desde su lado oscuro, en absoluto ejemplar, y casi siempre abocadas al fracaso.

Las antípodas y el siglo’ es el título, en octosílabo trocaico como los otros tres, del primer volumen de la Micropedia, el proyecto que Ignacio Padilla inició hace más de veinte años: una gran enciclopedia de mundos fantásticos. Su muerte en un accidente de tráfico en 2016 impidió su término, pero lo hizo su amigo Jorge Volpi, que se encargó de la edición de los textos y de restaurar el inédito ‘Lo Volátil y las Fauces’.

Si en los cuentos del volumen “El siglo y las antípodas” el nexo es el viaje y la exploración, así como el falso honor, la falsa gloria y el falso heroísmo, en los siguientes nos visitan autómatas jugadores de ajedrez; muñecas parlantes naufragadas; dragones tricéfalos y murciélagos flamígeros habitantes de bestiarios dibujados en pergamino; bestias creadas con los sefirot, la base numérica del universo, y espejos venecianos que reflejan las miserias del alma y revelan sucesos del futuro, cuyo secreto le fue concedido a los Polo por el Gran Kan.

La normalización de estos prodigios recuerda a García Márquez, de cuyo realismo mágico quería apartarse el autor pese a su devoción por el colombiano, y su lenguaje, virtuoso y erudito, así como algunos juegos de la imaginación, a Jorge Luis Borges. Todo un banquete de delicias para saborear sin prisa.

Micropedia, Ignacio Padilla

– Las antípodas y el siglo

– El androide y las quimeras

– Los reflejos y la escarcha

– Lo volátil y las fauces

Editorial Páginas de Espuma, 2018

Nota sobre el Crack

Ignacio Padilla, Jorge Volpi, Ricardo Chávez, Alejandro Estivill, Vicente Herrasti, Pedro Ángel Palou y Eloy Urroz, autores mexicanos nacidos entre 1961 y 1968, formaron la Generación Crack, que defendía la superación del realismo mágico que ya entonces se había convertido en un tópico de la literatura latinoamericana y la apertura a una literatura más abierta y menos nacionalista.

Presentaron su manifiesto en 1996, que llevaba el lema Si hace Crack es Boom”, y que planteaba, en palabras de Padilla, “lograr historias cuyo cronotopo, en términos bajtinianos, era cero: el no lugar y el no tiempo, todos los tiempos y lugares y ninguno”. ‘En busca de Klingsor’, de Jorge Volpi, publicada en 1999, y ‘Amphitryon’, de Ignacio Padilla (2000), son el resultado de esta nueva práctica literaria del Crack.

«Las ciudades invisibles» y la nostalgia de Venecia

VCalvinoEn los jardines del palacio, Marco Polo describe a Kublai Kan, emperador de los tártaros, las ciudades invisibles que forman su vasto imperio. El viajero veneciano rebusca en su memoria, en sus deseos y temores, y crea esos lugares imposibles que pretenden aliviar la melancolía del Gran Kan.

Todas las ciudades llevan nombres de mujer nos cuenta Italo Calvino, el autor de “Las ciudades invisibles”, y fueron surgiendo de su imaginación a lo largo de mucho tiempo: las apuntaba, las guardaba y seguía. Algunas de estas ciudades inventadas pertenecen a la memoria: Zaira, cuyo pasado está escrito en sus calles, en sus ventanas y en sus escaleras, como si fueran las líneas de la mano, o Zora, que posee la propiedad de permanecer en el recuerdo punto por punto y que no se borra jamás de la mente, con la posibilidad, como ocurre con el palacio mnemotécnico de Mateo Ricci, de que cualquiera que la haya visitado puede sobreponer sobre la ciudad una retícula y disponer en cada una de sus casillas todo aquello que quiere recordar, de modo “que los hombres más sabios del mundo son aquellos que conocen esta ciudad de memoria”.

Marco Polo sigue describiendo ciudades redundantes, que se repiten en sí mismas y ciudades de mercaderes en las que se reúnen los de siete naciones en cada solsticio y cada equinoccio y que no sólo van a comprar, sino también a contar historias por las noches junto a las hogueras; ciudades dobles, como Valdrada, construida a orillas de un lago de manera que se pueden ver al mismo tiempo dos ciudades invertidas en las que todo se repite con exactitud y no sólo las fachadas, sino lo que hay en el interior de las casas. Hay ciudades construidas sobre zancos y ciudades acuáticas cruzadas por innumerables canales que se superponen.

VCiudadesCalvino

Pero las más extraordinarias son las aéreas, las sutiles. El propio Kublai sueña con ciudades ligeras como cometas, caladas como encajes, transparentes como mosquiteros, ciudades que repiten el dibujo de las nervaduras de las hojas y ciudades filigrana de ficticio espesor. A estas ciudades de la imaginación del emperador, Marco Polo añade la ciudad telaraña, colgada en el vacío de un precipicio, atada a dos montañas por cuerdas, cadenas y pasarelas.

También se diferencian por la disposición de su calles y por su crecimiento: Olinda crece en círculos concéntricos manteniendo sus proporciones y en Andria cada una de sus calles corre siguiendo la órbita de un planeta de manera que los edificios repiten el orden de las constelaciones y las posiciones de los astros más luminosos. Pero también hay ciudades de muertos y ciudades justas e injustas y ciudades aún no nacidas.

Una de las noches, en el jardín donde Marco hace el relato de sus viajes, Kublai observa que hay una ciudad de la que no habla nunca y que esa ciudad es Venecia. El viajero le pregunta a su vez: “¿De qué crees que hablaba, entonces? Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia. Cuando hablo de las cualidades de otras ciudades parto de una primera ciudad que permanece implícita y esa es Venecia”. Quizá tengo miedo de perder a Venecia de una vez por todas si hablo de ella, o quizá hablando de otras ciudades la he ido perdiendo poco a poco”.

Venecia es la sutil, la primigenia, la acuática, la amable y también la terrorífica, la justa y la injusta, la de los mercaderes y la de las historias, cuya relación destacan los malpensados cuando dicen que “no hay lenguaje sin engaño”. Al imperio de la Serenísima se le fueron añadiendo siglos de historia, capas de lujo, de mugre, de vejez. Una ciudad sabia y decadente, identificada con el atardecer como advierte Borges al señalar que Venecia es “un crepúsculo delicado y eterno, sin antes ni después”.

Suspendida en el tiempo y la más inverosímil, en palabras del propio Thomas Mann, que la convierte en el escenario de su novela más obsesiva y simbólica. Gustav Aschenbach, un reconocido escritor residente en Munich, sale de su casa una mañana de verano y de improviso le asalta un violento deseo de viajar, de huir, “un ansia de cosas nuevas y lejanas, de liberación, de descanso y de olvido”. Tras una estancia de una semana en una isla del Adriático decide marchar a Venecia y se instala en un hotel del Lido, igual que hizo Thomas Mann en el mes de mayo de 1911, estadía de la que surgió la idea de ‘La muerte en Venecia’, publicada un año después.

Venecia mann

La historia de Aschenbach, comenta Thomas Mann en sus memorias, mostró ser “obstinada, sobrepasando en mucho el sentido que yo había querido atribuirle”, superando las pocas ambiciones que había depositado en ella. Lo que pretendía ser un descanso de la novela en la que estaba trabajando, ‘Confesiones del estafador Félix Krull’, desarrolló su propia voluntad y se convirtió en una “obra de múltiples facetas y numerosas relaciones”.

Aschenbach llega a Venecia por el mar en una travesía oscurecida por un cielo turbio y gris del que caía, de cuando en cuando, una lluvia neblinosa. El barco abandona el Adriático y entra en la laguna, una masa de agua opaca, translúcida y pálida; una laguna “albina”, la llamó Jan Morris en su magnífico retrato de la ciudad, con sus torres y su abigarramiento de campanarios, cúpulas y pináculos que ofrecen una impresión ilusoria, un engaño de los sentidos. Volvamos a Mann y a la impresión que recibe el viajero ante Venecia: “Se presentó ante su vista la deslumbradora composición de fantásticos edificios que la república mostraba a los ojos asombrados de los navegantes que llegaban a la ciudad: la graciosa magnificencia del palacio y del Puente de los Suspiros, las columnas con santos y leones, la fachada pomposa del fantástico templo…”.

Prosiguen las visiones que ya empezaran en Munich con la presencia de un extraño individuo en el cementerio. “No he inventado absolutamente nada”, asegura Thomas Mann: en ‘La muerte en Venecia’ son reales el siniestro navío de Pola, el viejo presumido, el sospechoso gondolero, Tadzio y su familia, el cólera, el maligno saltimbanqui… todo estaba allí y sólo había que colocarlo en su lugar. También estaba allí la góndola veneciana, “negra, con una negrura que sólo poseen los ataúdes”, opresiva y evocadora de aventuras y de noches sombrías y del “último viaje silencioso”, en el que sólo se escucha el ruido sordo de las olas contra la embarcación.

Desde las primeras páginas, en las que el protagonista pasea por el cementerio de Munich, y la descripción de la góndola veneciana que alquila nada más llegar y esa especie de Caronte que la guía, está presente la muerte, una presencia que se refuerza con el olor pestilente de la laguna y el de la podredumbre de las callejas. Venecia “la bella insinuante y sospechosa, ciudad encantada y trampa para extranjeros”, en la que brilló el arte “como pompa y molicie”, está enferma pero simula no saber nada de la epidemia de cólera que va escogiendo a sus víctimas, agoniza y se muestra como el reflejo de la propia decadencia y soledad de Aschenbach. En Venecia “todo lo monstruoso parecía posible y toda moralidad parecía abolida”. Y, sin embargo, hay una placidez, una cómoda morosidad en el transcurso de los días, en la contemplación de la belleza de Tadzio, un ambiente de calma y espera, como si el sueño acercara lenta y pausadamente a Aschenbach a su destino último, el punto final de la huida a Venecia.

– Italo Calvino, ‘Las ciudades invisibles’, Ediciones Siruela, 1999

– Thomas Mann, ‘La muerte en Venecia’, Editorial Planeta, 1974

Revinientes, vampiros y brucolacos

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A mediados del siglo XVIII, el sacerdote benedictino y teólogo Agustín Calmet publicó en París el “Tratado sobre las apariciones de espíritus y sobre los revinientes”, en el que recoge casos aparentemente ciertos de gentes que después de haber estado durante algún tiempo en la tumba y tenidas por muertas han vuelto a la vida. Cuando estos “revenans”, revinientes o redivivos se aparecían por orden de Dios para manifestar su poder, dar testimonio de la verdad o defender las creencias cristianas contra herejes obstinados no había nada que discutir porque era doctrina indiscutible que la resurrección de los muertos es obra únicamente del Creador.

Calmet pone como ejemplo la historia de San Estanislao, obispo de Cracovia, que resucitó a un hombre muerto desde hacía tres años que le había vendido una tierra, cuya propiedad no podía demostrar porque no se escrituró; el rey de Polonia, Boleslao, estaba ya a punto de dictar su condena cuando el obispo, por inspiración divina, le prometió llevar al muerto ante su presencia en tres días; tras levantar la lápida y cavar hasta encontrar el cadáver de Pedro, ya descarnado y corrompido, le ordenó salir para dar testimonio de la verdad ante el tribunal y así lo hizo, aunque nadie osó interrogarlo y bastó su presencia; luego volvió a la tumba por voluntad propia.

Sin embargo, Calmet pone muy en duda que los brucolacos, muertos excomulgados que salen de sus tumbas y que pueblan la Grecia del siglo de las luces, lo sean por gracia de Dios e incluso que sean ciertas las historias que de ellos se cuentan. Porque se trataría, según su opinión, de una estratagema de la Iglesia griega para autorizar su cisma y probar que el don de milagros y la autoridad episcopal de ligar y desligar” subsisten en ella “más visiblemente incluso y más ciertamente que en la Iglesia latina y romana”. Y así sostienen que los cuerpos de los excomulgados no se descomponen sin observar que son los cadáveres de los santos los que pueden ser incorruptos si Dios así lo quiere. Y con toda lógica Calmet señala que si estos casos fueran ciertos, todos los católicos romanos deberían permanecer también incorruptos porque son pecadores y herejes, en suma excomulgados, a ojos de la Iglesia griega.

Otra cuestión es la de los revinientes que salen de sus tumbas para inquietar a los vivos, chuparles la sangre, provocar estrépito en las puertas de las casas e incluso causar la muerte, son obra del demonio y pueblan toda la geografía, desde Laponia a Perú, pero existe una especie de redivivos con sus características propias, que se comportan como los brucolacos pero fueron necesariamente excomulgados; se trata de los vampiros, que infestan los territorios de Hungría y Moldavia. No vienen a dar consejos ni noticias de la otra vida, como ocurrió con Lázaro que narró su encuentro con Epulón, que ya estaba en el infierno por sus malas costumbres, por lo que no se entiende que Dios les permita venir sin razón y a molestar sin ninguna necesidad a sus familias. Tal vez, reflexiona Calmet, no están muertos de verdad o todo lo que se cuenta sobre ellos es quimérico y fabuloso.

En primer lugar, dice Calmet, es preciso averiguar si los hechos que se narran son ciertos y es que los pueblos en los que se ven vampiros son “sumamente crédulos e ignorantes” y puede que las apariciones de las que hablan sean el resultado de sus alteradas imaginaciones, debido a su mala alimentación: comen pan de avena, raíces y cortezas de árbol. Estos alimentos predisponen a la corrupción y, junto con los desarreglos causados por el clima y aumentados por los prejuicios, les ayudan a engendrar en la imaginación ideas sombrías y enojosas.

La creencia en las apariciones cuando no está influenciada por el clima o la mala alimentación, sigue diciendo Calmet, se puede deber a tres causas: la fuerza de la imaginación, la extrema sutileza de los sentidos y la depravación de los órganos, como sucede en la locura y en la fiebre caliente.

O que las sombras y los fantasmas que diversas personas han asegurado haber visto en los cementerios se deba a la palingenesia o resurrección de las plantas, realizada por sabios doctores. El experimento consiste en coger una flor: se quema y se recogen las cenizas, cuyas sales extraen por medio de la calcinación y se ponen en un frasco de vidrio, en el que se mezclan con ciertas composiciones capaces de ponerlas en movimiento cuando las calientan, de manera que se forma un polvo de color azul del que, excitado suavemente por el calor, se eleva un tronco, hojas y una flor. “En una palabra, percibimos la aparición de una planta que sale de sus propias cenizas”, aunque une vez desvanecido el calor, la materia se descompone. Así pues, con los fantasmas y aparecidos ocurriría lo mismo.

En segundo lugar, es preciso investigar si los vampiros están realmente muertos y si pueden resucitarse a sí mismos. Dicen que si se acude a la tumba de un vampiro se le descubre en una situación de no muerto, con los miembros flexibles y manejables, sin gusanos ni podredumbre, aunque con una grandísima fetidez. Quizá ocurra con ellos lo que sucede con algunos animales del norte helado: que hibernen en invierno hasta la llegada de la primavera y puede que sólo estén entumecidos o dormidos.

También es posible que los vampiros estén vivos y hayan sido enterrados por error. Algunos médicos, aduce el padre Calmet, pretenden que en la sofocación de matriz una mujer puede vivir treinta días sin respirar y sin dar señales de vida. Sin ir más lejos también tenemos los síncopes producidos por el éxtasis de los santos, como cuenta Agustín de Hipona del sacerdote Pretextato. Hombres y mujeres, asegura, permanecen en éxtasis varios días, semanas e incluso meses, sin probar alimentos, sin respirar y sin que el corazón dé signos de movimiento, como si estuviesen muertos. No es raro en las vidas de los santos, concluye.

Pero lo que verdaderamente le preocupa es cómo salen de las tumbas sin remover la tierra y luego vuelven a entrar sin dejar ninguna señal de que haya sido abierta. Como no encuentra ninguna explicación concluye: “Hemos de permanecer silenciosos en este asunto, ya que no ha placido a Dios revelarnos ni hasta dónde se extiende el poder del demonio ni la manera en que estas cosas puedan hacerse”.

feijoo

De este Tratado sobre apariciones, revinientes y brucolacos, se hizo eco en España fray Benito Feijoo, coetáneo del francés Calmet, en sus ‘Cartas Eruditas’. Luis Alberto de Cuenca, autor del prólogo a la edición del ‘Tratado sobre los Vampiros de Calmet’ de 2009, considera “la prosa de Feijoo, presuntamente debeladora de la superstición”, integrada en la corriente de la literatura fantástica y “no en el comienzo de un orden racional nuevo”. La edición del Tratado culmina con las “Reflexiones Críticas” del Padre Feijoo.

Feijoo se sitúa entre la cautela y el escepticismo, es mucho más prudente que el autor al que reseña y ofrece diferentes alternativas sobre la autenticidad de las apariciones. No sin cierta ironía dice Feijoo en las páginas de su ‘Teatro Crítico Universal’ que “el deseo de agradar en las conversaciones es una golosina casi común a todos los hombres y raíz fecunda de innumerables mentiras. Todo lo exquisito es cebo de los oyentes y como lo exquisito no se encuentra a cada caso, a cada paso se finge. De aquí vienen tanto acopio de milagros, tantas apariciones de difuntos, tantos fantasmas o duendes, tantos portentos de la magia y tantas maravillas de la Naturaleza”.

Feijoo, mucho más categórico que Calmet, señala que, muy relacionados con las apariciones de difuntos, son los entierros prematuros. Muy preocupado por estos lamentables errores, cuenta el caso de lo acaecido en la ciudad de Florencia, donde “un hombre había sido sepultado en bovedilla, en la iglesia de un convento de monjas, dio voces de noche que oyeron algunas religiosas, pero con la timidez y aprehensión propias de su sexo, juzgándolas preternaturales, huyeron del coro medrosas”. A la mañana siguiente se halló al hombre sepultado, verdaderamente muerto ya, pero con señas claras de que un rabioso despecho le había acelerado la muerte, esto es, “mordidas cruelmente las manos y la cabeza herida de los golpes que había dado contra la bóveda” .

Añade en una nota que el rabioso despecho de los enterrados vivos no puede conducirles a la condenación eterna porque el pecado mortal de la desesperación corresponde a una perturbación del espíritu provocada por tan infeliz situación de despertarse en el sepulcro. No se les puede negar cristiana sepultura, incluso si se han lanzado de cabeza contra la piedra para perder la vida de una vez por todas, porque la dislocación del ánimo es absoluta y no puede considerarse responsable de sus actos.

Y sin embargo, está el caso del monje agustino Tomas de Kempis, autor de ‘La imitación de Cristo’, que iba para santo y se quedó sin el título: al abrirse su sepultura, descubrieron en sus uñas astillas de la tapa del féretro, sus cabellos arrancados y lleno de arañazos, producto de la desesperación del enterrado en vida, por lo que las autoridades eclesiásticas concluyeron que había renegado de Dios y que si hubiera sido santo de verdad, habría aceptado la situación y no se habría dañado a sí mismo. Se suspendió el proceso de beatificación sine die.

Lecturas

-Augustin Calmet, Tratado sobre los Vampiros, Reino de Cordelia, 2009

– Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro, Cartas eruditas y Teatro crítico universal

Leyendas de resurrección: la Cacería Salvaje y la Santa Compaña

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Muertos que resucitan para cumplir una promesa, para satisfacer una venganza, para recordar que han sido víctimas y el culpable aún no ha pagado su deuda, para dar testimonio sobre un crimen o de la venta de una propiedad o para avisar a los vivos de que muy pronto reposarán bajo una lápida. De todo hay en los cuentos de vieja y las leyendas populares que tanto han fascinado a lo largo de cientos de años. Algunos se han transformado, han tomado elementos modernos, han sido recreados en la literatura y en el cine hasta hacerse irreconocibles, pero todos siguen explotando esa fibra sensible que nos es tan común: el terror que produce lo que hay más allá de la muerte.

La creencia en aparecidos, larvas, sombras, espectros y muertos insepultos es tan antigua como la humanidad: en varias culturas prehistóricas ya se hacían ofrendas a los fallecidos y se realizaban ritos fúnebres de apaciguamiento para que se quedaran en ese otro mundo o volvieran a él después de una visita acordada o extemporánea. De apariciones de difuntos se hacen eco el propio Homero y dramaturgos como Sófocles y en las sociedades romana y germánica se practicaban toda una serie de fórmulas y conjuros para evitar que los difuntos dejaran el lugar que les correspondía, alejados de los vivos, pero son las crónicas medievales las encargadas de recoger relatos de aparecidos; es una época en que las apariciones no son, o no parecen, un fenómeno extraordinario porque la muerte no constituía una clara frontera entre vivos y muertos.

Los fallecidos regresan como fantasmas, seres incorpóreos que atraviesan las paredes; como vampiros que sólo despiertan en la oscuridad de la noche y se alimentan de la sangre de los vivos y como cuerpos en progresiva descomposición pero que se mueven y caminan. Estos son los que más angustia producen porque se ven arrastrados por fuerzas que no controlan, dominados por un instinto de conservación imposible y sin sentido. Se nos muestran vestidos con sus ropas de vivos, exhibiendo sus rostros mutilados y exhalando la fetidez de sus órganos corrompidos.

Así son los hombres, mujeres y bestias que componen el Ejército Furioso o la Gran Cacería, una leyenda de origen germánico. Son muchas sus variantes pero lo fundamental en todas ellas es que se trata de un grupo de hombres con indumentaria de caza, a caballo y acompañados de perros rastreadores, que se lanzan como una tormenta en una desenfrenada persecución. Son cazadores muertos que presagian a quienes les es permitido observarlos o no tienen más remedio que verlos, una catástrofe, una plaga o su propia muerte y su consiguiente incorporación a la partida con objeto de expiar sus pecados o sus delitos.

Uno de los testimonios sobre la llamada también Mesnada de Hellequín fue recogida por Ordéric Vital en el siglo XI en su Historia Ecclesiastica. Aparece en 1090 en la región de Courcy un ejército formado por caminantes resucitados vestidos de negro que avanzan gimiendo junto a bestias, a los que sigue una tropa de sepultureros y a éstos varios demonios que torturan a un desgraciado atado a un tronco de árbol, que no es otro que un párroco que morirá sin haber expiado sus crímenes. Les siguen multitud de mujeres a caballo que gritan sus culpas mientras muestran sus cuerpos perforados con clavos y cabalgan sobre sillas de montar ardientes. Tras ellas aparece un grupo de monjes y clérigos ataviados de negro que portan cruces, se lamentan y suplican y, por último, un ejército de caballeros con armaduras, nobles ya fallecidos, sobre inmensos caballos negros que escupen fuego.

En estas partidas también hay vivos que van lanzando alaridos y lamentos por los tormentos que sufren y por el fuego que les quema, como nos recuerda la novela policíaca escrita por la medievalista Frédérique Audoin-Rouzeau con el seudónimo de Fred Vargas, que lleva el mismo título “El Ejército Furioso”. La Mesnada Hellequin, cuenta el detective erudito Danglard, pasa por toda Europa del Norte, por los países escandinavos, Flandes y cruza todo el norte de Francia e Inglaterra, pero siempre recorre los mismos caminos.

Una visión muy parecida a la de la Mesnada Hellequin es la recogida por el abad de Ursperg. En su Crónica dice que en 1123 y en el territorio de Worms, se vio durante varios días a multitud de gentes armadas a pie y a caballo, yendo y viniendo con gran estruendo, como si fuesen a una asamblea solemne. Marchaban todos los días hacia la hora nona a una montaña. Alguien de la vecindad y llevando consigo el signo de la cruz, se les aproximó y les conjuró en nombre de Dios que le declarasen qué significaba ese ejército y cuál era su designio.

El soldado o fantasma respondió: “No somos lo que imagináis: ni vanos fantasmas ni verdaderos soldados, sino las almas de los que han sido muertos en el mismo lugar hace mucho tiempo. Las armas y los caballos que veis son los instrumentos de nuestro suplicio, como lo han sido de nuestros pecados. Todos estamos ardiendo aunque no veáis nada en nosotros que parezca inflamado”. Sólo podían abandonar ese ejército por medio de limosnas y oraciones de los vivos.

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Una procesión semejante, pero menos belicosa y tumultuaria, se da en Galicia: son los difuntos que se levantan de sus tumbas a las doce de la noche para rondar los cementerios y las iglesias o para anunciar la muerte de alguna persona. Son la Santa Compaña, reunión de almas del Purgatorio que salen en procesión capitaneados por una persona viva que lleva la cruz y un caldero con agua bendita y que, durante el día, nada recuerda de lo ocurrido durante la noche; poco a poco va adelgazando y empalideciendo, condenado como está a procesionar noche tras noche hasta que muera o logre encontrar a otra persona y entregarle la cruz y el caldero.

Cada difunto lleva una luz que no se ve, aunque se percibe claramente el olor de la cera que arde. La comitiva tampoco es visible pero se percibe en el aire que produce su paso. Camina emitiendo rezos, cánticos fúnebres y tocando una pequeña campanilla, que los mortales no oyen; los perros aúllan y los gatos se esconden asustados. En algunos casos, la visión de la Santa Compaña anuncia la propia muerte y, en otras ocasiones, es la procesión la que se dirige a la casa de un vecino para avisarle de que va a morir.

En Castilla, la Santa Compaña se transforma en Estantigua, que viene de “hueste antigua” y poco a poco se transformó el término para designar genéricamente la aparición nocturna de un espíritu, cubierto con una capa y vestido de negro; en León se llama la hueste de ánimas y en Zamora la comitiva se reduce a una mujer sin rostro que vaga por caminos y cementerios anunciando la muerte a quien la ve.

El origen de estas leyendas podría estar en la mitología irlandesa, en la que aparecen espíritus de otro mundo que se desplazan por el aire y en las ‘banshees’ irlandesas, origen pagano de las procesiones de almas del purgatorio. Se trata de mujeres o espíritus femeninos similares a las hadas, que visten una capa que las cubre por completo, tienen los ojos enrojecidos de tanto llorar y su presencia indica que alguien va a fallecer. Se hacen notar por lo que al principio es un susurro y luego un lamento que se transforma en un grito agudo y estremecedor en el momento final. Son relatos que pueden dar miedo, incluso terror, pero su transformación por la ideología cristiana en el mundo medieval incorpora elementos de culpa, pecado, penitencia y sufrimiento que no se conocía en las leyendas célticas.

Lecturas

– Fred Vargas, El Ejército Furioso, Ediciones Siruela, 2011

-Jesús Rodríguez López, Supersticiones de Galicia, Segunda Edición de 1910, Editorial Maxtor, 2001

 

 

«Café Titanic» y el cementerio judío de Sarajevo, de Ivo Andrić

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El viejo cementerio judío sefardí de Sarajevo se extiende en una ladera abrupta en la orilla izquierda del río Miljacka y como todos los cementerios hablan del mundo al que han pertenecido los que allí yacen.

Sus tumbas fueron ocupadas por los judíos expulsados de España hace quinientos años, en tiempos feroces, los de Isabel de Castilla, mujer acomplejada con aires de grandeza y con un poder casi absoluto, obsesionada por conducir a sus súbditos por el sendero de la religión que ella consideraba verdadera. Consiguió esa uniformidad, al menos aparente, a fuerza de dolor, primero con los judíos, después con los moriscos y entretanto con el genocidio de los pueblos indígenas de América a quienes inculcó una religión de muerte y desesperación.

En marzo de 1492 decretó la expulsión de los judíos: cerca de 70.000 se marcharon. Muchos recordaron, en sus nuevos destinos, a Sefarad como el paraíso. Pero ya antes de la obligada marcha y durante años, ejércitos de pobres hombres y mujeres de la España profunda que siempre existió y que ahora parece renacer, acompañados de sus portavoces, los curas de parroquia, imbuidos de misticismo visionario, tomaron las plazas y los concejos de las ciudades para acusar al judío de usurero y enemigo social. Nadie se preocupó por frenar esta jauría enferma y justiciera.

El escritor Ivo Andrić, Premio Nobel de Literatura, visitó el cementerio de Sarajevo finalizada la Segunda Guerra Mundial. Su respeto por las culturas de los diferentes pueblos que ocuparon Bosnia a lo largo de los siglos le lleva a admirar el modo en que los sefarditas conservaran los bienes de su antigua patria. En casa y entre ellos, comenta, hablaban un español, corrompido por numerosas palabras eslavas y turcas; en las sinagogas y en las ceremonias religiosas usaban el hebreo; con el pueblo hablaban “bosniaco” y con los representantes de las autoridades, turco.

En las lápidas sepulcrales se contemplan inscripciones en bosniocroata y en español, junto a la hebreas. Las más antiguas, con los epitafios exclusivamente en hebreo, están a un lado, destinadas a una minoría capaz de leerlas y entenderlas, “minoría que hoy ni siquiera existe”. Tras los caracteres hebreos aparece la lengua española que se ha conservado durante cuatro siglos, como el epitafio que aparece en la tumba de una mujer: “Madre que non conoce otra justicia que el perdón ni más ley que el amor”. O el inscrito en la piedra que protege la sepultura de una joven, Doncela Klara Altarac: “Cubríome la vista del padre sol”.

Los judíos de Bosnia vivían su pobreza dignamente y, como todos, mejoraron su situación en el siglo XIX. “Solamente la Segunda Guerra Mundial y la irrupción letal del racismo, logró dispersarlos y exterminarlos”. Algunas lápidas están dañadas, rastro de los ustachas, fascistas croatas católicos simpatizantes de los nazis, de su “odio enfermizo y tenebrosa estupidez y de sus culatas o botas”. Una hilera uniforme de estelas de piedra artificial muestra los nombres sefardíes de aquellos fallecidos en la primavera y el verano de 1941. No están todos, pero los “exterminados y extirpados” sí están representados en una tumba simbólica en el mismo cementerio.

En un famoso relato, “Café Titanic”, Andrić, muestra el encuentro entre su dueño, Mento Papo, alcohólico, jugador, excluido de la comunidad sefardí de Sarajevo, y Stjepan Ković, nacido en Banja Luka, un fracasado a quien nadie aprecia, “torvo, pálido y henchido de importancia” que se apuntó a la organización mafiosa de los ustachas para ser alguien y nadar en la abundancia de lo robado, con la mala suerte de que a esas alturas apenas quedaban sobras porque judíos, y también serbios, ya habían sido extorsionados y exprimidos. A veces, a cambio de traslados de familias enteras de judíos a Mostar, Dalmacia y finalmente Italia, les exigían grandes sumas joyas de valor: pocos llegaron. Los ustachas de segunda o tercera fila, en la que se sitúa Ković, se conformaban con saqueos y pequeños hurtos, triste botín que conseguían mediante una violencia inusitada.

Antes de la guerra vivían en Sarajevo unos doce mil judíos de los que apenas sobrevivieron unos setecientos. La masacre se desencadenó tras la invasión de Yugoslavia por Hitler el 6 de abril de 1941, fecha en que Alemania bombardeó la ciudad abierta de Belgrado, Cuatro días después nombró un gobierno títere en Croacia, presidido por Ante Pavelic y su grupo de ustachas, que iniciaron una campaña de terror y exterminio contra serbios ortodoxos, judíos y gitanos. Igual que Isabel en Castilla quinientos años antes, pretendían una Croacia católica “pura”, mediante conversiones forzadas, deportaciones y exterminios masivos. En ese mismo mes de abril fueron deportados los primeros judíos de Zagreb a un campo de concentración en Danica y entre 1941 y 1945 fueron asesinados en el Estado Independiente de Croacia (que comprendía también Eslovenia, Bosnia, Herzegovina y gran parte de Dalmacia) 487.000 serbios ortodoxos, 27.000 gitanos y 30.000 judíos de los 45.000 que habitaban el territorio. 

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La visita de Ivo Andric al cementerio judío se realizaría posiblemente en los cincuenta, como muy tarde en los sesenta. He intentado averiguar qué ocurrió desde entonces. Tras el desmembramiento de la antigua Yugoslavia unos dos mil judíos marcharon a Israel; son unos ochocientos los que aún viven en la ciudad que ha vuelto a ser un lugar de convivencia, en el que junto a una sinogoga, se levanta un templo ortodoxo y, a su lado, una mezquita.

Durante el sitio de Sarajevo, en la guerra de Yugoslavia de los años noventa del siglo pasado, el cementerio judío ocupaba la primera línea de fuego y fue utilizado por los serbobosnios como una posición de artillería. Muchas tumbas sufrieron daños, pero la reconstrucción internacional reparó los daños y hoy en día persisten los bloques macizos de piedra que forman sus características lápidas. Como bueyes de montaña, robustos y blanquecinos yacen los montones de piedra grande cuadrangular y, expuestos a las miradas procedentes de todos lados, se derraman al sol y reposan como en un sueño profundo” (Petar Kočić).

Ivo Andrić, “Café Titanic (y otras historias)”, Acantilado, 2008.

«El viaje nupcial», el cumplimiento de una promesa, de Ismael Kadaré

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Una antigua leyenda cuenta que Doruntina, hija única de una familia de doce hermanos varones, fue pretendida por un hombre que vivía en un lugar muy lejano. La madre, disconforme con esta separación, consintió a cambio de la promesa del hijo más joven, Kostandin, de que iría a buscarla cuando ella la necesitara, fuera por boda o por duelo. Aceptó la madre y casóse la hija, que marchó a tan remoto lugar. Sobrevino un crudo invierno y se desató una terrible guerra; todos los hermanos murieron y la anciana se quedó sola.

La tumba de Kostandin permanecía empapada y cubierta de barro, despreciada por la madre por haber violado la promesa de honor, la ‘besa’. Un día, como de costumbre, al visitar las doce tumbas de sus hijos, dejó un cirio encendido sobre once de ellas, pero en la del más pequeño dejó dos. Tras encenderlos, le maldijo: “¿Qué fue de la promesa que me hiciste de traer a mi hija, ya fuera por boda o por duelo? ¡Que no te acoja la tierra por no haber cumplido lo que prometiste!

Cuando se hizo de noche y la luna iluminó el cementerio, se alzó la lápida y surgió, pálido y con la cabellera cubierta de barro, el muerto. Cabalgó hacia el lejano país donde vivía su hermana, la encontró en una fiesta y la subió a lomos del caballo para llevarla junto a la madre.

¿Por qué estás tan pálido, hermano mío, por qué tienes barro en el cabello?” Y él respondía: “Será el cansancio y el polvo del camino”. Y así viajaron a la grupa del caballo, el muerto con la viva, hasta llegar al pueblo de la madre. Descabalgó Kostandin y le dijo a la hermana: “Ve tú delante, yo tengo algo que hacer aquí”. Y empujando la puerta de hierro, entró en el cementerio para no volver a salir jamás.

En torno a esta antigua leyenda albanesa de Doruntina y Kostandin transcurre una primera novela de Ismail Kadaré, ‘El ocaso de los dioses de la estepa’, ambientada en el Instituto Gorki de Moscú, que en tiempos de la Unión Soviética acogía a estudiantes de literatura de todas las repúblicas socialistas y de países afines. Es justo entonces, en los años sesenta, cuando a Pasternak se le concede el Nobel de Literatura y se organiza una durísima campaña contra él, que al narrador, un estudiante albanés que no puede ser otro más que Kadaré, le recuerda el cuento ruso de la gigantesca cabeza que sopla en la estepa inflando sus carrillos para provocar tormentas de arena e impedir el paso a cualquiera, “mitologías de desmedrados dioses” de barro y de arena.

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En este mismo relato, el narrador cuenta una antigua costumbre que revela la gran pobreza de algunas comarcas montañosas de Albania, donde la única pertenencia era un trozo de tela que se enrollaba en la cabeza, a modo de turbante, y que no era más que la propia mortaja que los albaneses siempre llevaban consigo de manera que, si morían en medio del camino, cualquier desconocido pudiera darles sepultura.

Toda la obra de Kadaré está marcada por las leyendas, los mitos, las historias antiguas que son para los pueblos señas de identidad y formas de entender el mundo. Esta novela se publicó en 1978 y su versión definitiva data de veinte años después.

Más tarde, Kadaré escribió ‘El viaje nupcial’ publicada en 1979 como ‘Kush e solli Doruntinën (¿Quien trajo a Doruntina?), novela en la asistimos al momento mismo en que ocurren los hechos que dan lugar a la leyenda. Aumenta el número de detalles que dan verosimilitud al relato: hace ya tres años que murieron los hermanos Vranaj, cinco semanas después de que se hubieran celebrado los magníficos esponsales de la única hija de la casa, Doruntina, que marchó lejos, al país de su esposo. Un ejército normando atacó repentinamente el Principado y los hermanos marcharon a la guerra. Todos murieron, unos antes, en la batalla; los demás, uno tras otro, como consecuencia de las heridas y sobre todo por la peste que había traído consigo el ejército invasor.

La madre se queda sola; transcurren tres años sin noticias de Doruntina, pero una noche la hija llega a la casa y cuenta que la ha traído su hermano Kostandin, de cuya muerte nada sabía. Las dos mujeres, incapaces de aceptar lo ocurrido y presas de una angustiosa conmoción, mueren. Las gentes creen que Kostandin ha dejado su sepultura para cumplir la promesa que hizo a su madre; las plañideras lo repiten y la historia se reproduce de boca en boca por los pueblos.

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Todo esto ocurre en un momento de tensión entre la Iglesia de Roma y la de Constantinopla, después de que Príncipe de Arbería -nombre de la antigua Albania- se haya pasado al credo ortodoxo. No es oportuno -opina el arzobispo- que circule la abominable herejía de que hay otro resucitado que no es Jesucristo y se ponga en duda que sólo él resucitó de entre los muertos para cumplir su misión divina.

El Príncipe, presionado por el arzobispo, ordena al capitán Stres, responsable de la seguridad de la región, que busque al impostor que ha traído a Doruntina desde la lejana Bohemia. Para impedir los rumores, las murmuraciones, los lamentos de las plañideras y, sobre todo, para borrar de las mentes la creencia de que una promesa dada por un albanés obligue de tal manera que hasta los muertos se levanten de la tumba, hay que inventar una nueva trama, un engaño, una traición, cualquier historia que deje en paz a los muertos.

Stres consiguió de Doruntina que le contara, antes de morir, cómo transcurrió el viaje: ella sólo recordaba “cúmulos de estrellas cabalgando por el cielo” y un único e interminable trayecto nocturno. Stres visita el cementerio y observa que la tumba que alberga a Kostandin está removida. Y se lo imagina cabalgando a lomos de la negra lápida, en una vuelta de tuerca aún más pavorosa. Pero la razón de Estado se impone y aparece el supuesto impostor, que declara su culpa, aunque la duda persiste.

Ambas novelas, El ocaso de los dioses de la estepa’ y ‘El viaje nupcial’, giran en torno a la promesa que ha de cumplirse, la ‘besa’, que el estudiante albanés defiende ante sus compañeros del Instituto Gorki, como una institución jurídica popular no escrita pero sí inscrita en el alma de los albaneses. Tan ineludible es cumplir la promesa dada, que ni siquiera las fronteras de la muerte pueden contra ella. Lo contrario sería la ‘pabesa’, la ignominia de tiempos injustos y feroces, como los de Monastir, el lugar donde los turcos asesinaron a quinientos líderes albaneses, invitados a una fiesta para sellar un acuerdo de reconciliación, o la campaña oficial orquestada en la Unión Soviética contra la concesión del Premio Nobel de Literatura a Pasternak, un autor “reaccionario”.

Nota biográfica

Ismael Kadaré nació en 1936 en la ciudad albanesa de Gjirokastra, en el seno de una familia musulmana perteneciente a la secta de los bektashi, una escisión del islam muy tolerante, nacida en Turquía, y que practica el 20% de la población musulmana albanesa. El escritor no se considera religioso y muchas de sus obras muestran una gran dosis de amargura ante la ocupación otomana y contra las dictaduras, religiosas y políticas.

Su primera novela, El general del ejército muerto’ tuvo un gran éxito en el extranjero e incluso fue llevada al cine e interpretada por Mastroianni. Esa admiración universal hacia Kadaré fue motivo de orgullo para el país gobernado entonces por Enver Hoxha, que le protegió personalmente, a pesar de no ser un escritor afecto al régimen, aunque sí formó parte de instituciones comunistas (fue diputado y dirigió la Unión de Escritores). Permaneció en Albania hasta que en 1990, tras una transición caótica, se exilió a Francia. Recibió el premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2009 y es uno de los eternos candidatos al Nobel.

«El Expreso de Oriente», el tiempo irrecuperable, de G. Von Rezzori

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El presentimiento de la cercanía de la muerte más que la edad, sesenta y cinco años, le lleva a abandonar sus negocios, su casa en Nueva York, a su mujer y a sus amigos, para replantearse, como en una “novela barata” el sentido de la vida. Realiza un viaje alrededor del mundo para reflexionar sobre su existencia, o la existencia en general, y al final encontrarse consigo mismo. Como en la mala literatura, “se le habían abierto los ojos acerca de la indiferencia vergonzosa con que había aceptado vivir una existencia absurda” y por eso se había embarcado en un viaje más absurdo todavía, un viaje para revivir un tiempo irrecuperable.

Tras cuatro semanas de viaje por otros continentes, recala en Europa, su lugar de origen, donde empezó todo al menos para él y donde transcurrieron su niñez y su juventud. En el hotel de Venecia donde se hospeda recoge un folleto turístico sobre la inauguración del legendario Expreso de Simplón en el tramo de Londres a Venecia, con el nombre del antiguo Expreso de Oriente. El tren de lujo más famoso del mundo, que ofrecía un viaje de ensueño, el tren de monarcas coronados y sin coronar de los Balcanes, el de los aristócratas y los burgueses podridos de dinero y el de los aventureros.

Sus días de gloria transcurrieron en los años treinta, justo cuando el protagonista y narrador de esta historia era estudiante en Oxford y hacía el viaje entre Londres y su localidad natal, Braila, a orillas del Mar Negro, varias veces todos los años. Con la guerra y aún después, el tren fue perdiendo trayectos y su espíritu se fue desvaneciendo, pese a los intentos de reanimación, como éste, en los años ochenta, cuyo reclamo aparecía en el folleto del hotel veneciano. Nuestro pasajero, así le llamaremos a partir de ahora, decide embarcarse en esta nueva versión del Expreso de Oriente con la idea de resucitar el espíritu de una época desaparecida, que en su recuerdo era una época de fábula, posiblemente porque entonces era joven, no porque los años de entreguerras fueran los más felices de la historia.

Era una época de contrastes, de fanatismo y apatía, de expectación ante un futuro prometedor y la amenaza apocalíptica, a la que finalmente se cedió. Y el pasajero, en aquellos tiempos de desidia y de frenética actividad, se aferró a lo estético, al hedonismo, simulando un afectado cansancio de la vida y un afán de autodestrucción, propio de la juventud de esa época, que quedó en mera apariencia. Después se dedicó a los negocios y, aunque cierta conciencia de culpa asomaba de vez en cuando a la superficie, pudo continuar sin mayores sobresaltos una vida que, ahora, ante la obsesión de una fulminante desaparición, le parecía errada de raíz.

Alberga un sentimiento de culpa que va más allá de lo individual: de la materialización del mundo y de la impiedad de occidente. Se le revela un contraste inmenso entre la dignidad y la perfección del pasado y la fría barbarie de la civilización actual, que él llama americanismo. Y, por encima de toda esta técnica sin alma, el reconocimiento de que algo fundamental ha desaparecido del mundo: la creencia de que existe todavía un futuro mejor que el presente.

Pero el viaje desde Venecia a Calais en el “tren de ensueño” no le trae un recuerdo amable de aquel pasado que había sido la época de su juventud y cuyo estilo reciclado se había puesto de moda en el presente. Recuerda, por la noche, en la litera de su compartimiento, a la mujer del turbante de seda que lo había seducido cincuenta años atrás en el vagón restaurante del Expreso de Oriente de antaño y cómo le asaltó un auténtico terror ante el cuerpo semidesnudo de una mujer que, en aquel momento, le pareció “vieja como las Moiras y repulsiva” por su sexualidad desbocada y “sus besos caníbales”.

En los acolchados del Expreso de Oriente anidaban ya las chinches. Los privilegiados, los nobles, los estilos de vida exquisitos tocaban a su fin. Ya no viajaban príncipes auténticos en los vagones lujosos y sobre Europa se cernía una catástrofe inconmensurable y una pérdida irreparable: la inocencia, que todos y no sólo él, habían echado a perder.

Pero no es sólo la desaparición de una época, que tampoco fue tan gloriosa, lo que inquieta al pasajero, sino la pérdida de la juventud, la conciencia de que ya no puede volver a tener por delante todas las oportunidades y que posiblemente las haya desperdiciado. Ahora, pasados los sesenta, hace balance y concluye que su vida no ha tenido el sentido que él esperaba, aunque el sentido de una vida sea simplemente vivirla. Y ahora sabe también que nunca el tiempo pasado fue mejor.

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El Expreso de Oriente” no es una novela muy conocida de Gregor von Rezzori, pero en ella están presentes las inquietudes y la actitud ante la vida de este escritor de lengua alemana que siempre se ha sentido como un extranjero. Es una de sus últimas obras, publicada en 1986, y en ella se aprecia menos ironía, un pesimismo existencial y un mayor escepticismo ante el arte que en las anteriores. Siendo como es, un autor que mezcla biografía e imaginación, no podía dejar de traslucir, con más de setenta años, que la vejez conlleva un extrañamiento del propio cuerpo y, sobre todo, de los recuerdos y de la nostalgia. Von Rezzori nació en 1914 en la Bucovina, justo en la vigilia del fin de un mundo, el del imperio habsbúrgico; se convirtió en ciudadano rumano a los cuatro años y después, apátrida, siempre extranjero.

Elige el Expreso de Oriente como símbolo de una época, medio grotesca medio heroica, y su deriva a la inanidad. Recordemos que en 2009 (Rezzori ya no estaba entre los vivos) el Orient Express realizó su último viaje porque no podía competir con los vuelos baratos y los trenes de alta velocidad. No hay metáfora más lúcida para describir la angustia de Rezzori y su pesimismo ante lo que llama invasión americanista, mezcla de conocimiento técnico, vulgaridad cultural y prisas.

– Gregor von Rezzori, El Expreso de Oriente, Ediciones B, 1992.

Sumeria: las primeras ciudades — Historias emergentes

La civilización nació en Eridu, una ciudad situada en el extremo sur de Mesopotamia, aunque primero fue la agricultura, introducida lentamente entre el décimo y el séptimo milenio a.e.c. en una amplia franja de tierra en forma de media luna que recibe el nombre de Creciente Fértil y cuyos cuernos están constituidos por el Levante […]

a través de Sumeria: las primeras ciudades — Historias emergentes

Los dos viajes del Argos

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La leyenda cuenta cómo Jasón, hijo de Esón, partió con una tripulación de cincuenta héroes en una embarcación de cincuenta remos llamada Argos para hacerse con el vellocino de oro de la Cólquide, región situada en el extremo oriental del Mar Negro, y volvió navegando por los largos ríos de Europa, bordeando Italia y Libia hasta regresar a Yolcos, la tierra en que quería reinar, situada en la costa de Tesalia.

Se trata de una historia muy antigua que fue modificándose a lo largo de los siglos. Sobre una base de cuentos populares, en los que tradicionalmente existen madrastras sin sentimientos, crueles reyezuelos, princesas que han de ser salvadas, dragones que vigilan el tesoro y nunca duermen, compañeros de viaje leales y extraordinarios y héroes en busca de gloria, se crearon diferentes versiones de un mito surgido en la Edad del Bronce.

La narración de Apolonio de Rodas pertenece al siglo III a.e.c., quinientos años después de la composición escrita de la obra homérica, con elementos nuevos de los que carecen las historias más antiguas y un conocimiento menos extravagante de la geografía cercana: la Cólquide aparece en la epopeya helenística del director de la Biblioteca de Alejandría como una tierra real, reemplazando la región del nunca jamás cuyo nombre se desconoce, como destino de la búsqueda del vellocino. Era, simplemente, “el país de Eetes”, el nombre del tirano.

El Argo es la primera nave que tiene un nombre propio y el poder del habla porque Atenea la proveyó de un madero oracular en su proa, procedente del roble sagrado de Zeus en Dodona. Construida con madera del cercano monte Pelión en el puerto de Págasas, era el mayor barco que surcara los mares griegos y su prestigio era tal que el mismo Homero habla de ella en estos términos por boca de Circe: La surcadora del alto mar … la celebrada por todos en sus cantos”.

Jasón convocó a los principales héroes de toda Grecia para que le acompañaran en el viaje, remeros que fueron los padres de los otros héroes que intervinieron después en la guerra de Troya. Ulises los conoce, no hace falta que Circe se lo recuerde. Con ellos comienza la expedición por tierras de los tiempos prehoméricos que Apolonio de Rodas recupera a través de extensas lecturas que avalan su narración.

El viaje de ida de los argonautas sigue una ruta conocida y demostrable. Tras dejar el puerto de Yolco y bordear el cabo Sépia, costearon el norte de Tesalia y la Calcídica y pusieron proa al mar abierto, hacia la isla de Lemnos, en la que no vivía ningún hombre porque todos habían sido asesinados a manos de sus mujeres que, despreciadas y expulsadas de sus casas, malvivían mendigando porque ellos las habían sustituido en sus lechos y en sus afectos por cautivas de Tracia. Se rebelaron y mataron a todos los varones de Lemnos pero Hipsípila, su reina, propuso que los argonautas vivieran con ellas para protegerlas de los tracios o de otros invasores.

Los argonautas no se negaron y vivieron con ellas un año -Jasón tuvo dos hijos con Hipsípila- hasta que Heracles, que había permanecido en el barco, perdió la paciencia y les obligó a reemprender el viaje. Cruzaron el estrecho del Helesponto (allí donde cayó Heles cuando viajaba a lomos del carnero de oro y que hoy recibe el nombre de Dardanelos), que comunica el mar Egeo con el de Mármara. Hicieron una parada en la orilla asiática de la Propóntide (mar de Mármara) y disfrutaron de la hospitalidad del rey de los doliones, Cícico, episodio que acabó en tragedia por una confusión guerrera en una oscura noche en la que los argonautas confundieron a los anfitriones con los Hijos de la Tierra, gigantes de seis brazos que vivían en la montaña.

Argonautas viaje

Más allá de la orilla sur de la Propóntide, el Argos recaló en la tierra de los misios y es aquí donde el compañero inseparable de Heracles, Hilas, fue raptado por la ninfa de un manantial que quedó tan prendada de él que le arrastró al agua para retenerlo. Heracles y Polifemo fueron a buscarlo y aquí se acaba la intervención de ambos en las aventuras del vellocino porque el barco partió sin ellos. Nunca encontraron a Hilas y, desde entonces, las gentes de la región cumplen el juramento que hicieron a Heracles y todos los años, durante el festival, ofrecen sacrificios en el manantial de la desaparición y recorren las montañas gritando el nombre del amante de la ninfa y amigo del héroe sin esperanza de hallarle.

Antes de dejar la Propóntide, los argonautas visitaron la tierra de los bébrices, que vivían en la región de Calcedón, cerca de la entrada sur al Bósforo. Su dirigente, Amico, era una persona violenta y agresiva que obligaba a los extranjeros de paso a boxear contra él y los mataba en la pelea. Polideuces, uno de los Dioscuros, tripulante del Argos, era un experimentado púgil y en la lucha le destrozó el cráneo. Los bébrices, nada deportivos, se abalanzaron sobre los argonautas con garrotes y lanzas pero todos ellos fueron aniquilados.

Una tempestad llevó al Argos a la orilla europea del estrecho, donde residía el adivino Fineo, ciego y sumido en la inanición por la persecución de las Harpías, aves carroñeras con rostro de mujer que se lanzaban en picado sobre su comida y dejaban tras ellas un olor nauseabundo que le impedían ingerir los restos. Los alados hijos de Bóreas, que viajaban como tripulantes del barco, vencen a las Harpías, que regresan a su cubil en Creta, y a cambio Fineo les aconseja cómo sobrevivir a las Simplégades, dos inmensas rocas que se elevaban en el extremo norte del Bósforo y chocaban entre sí con tal violencia que aplastaban cualquier cosa que pillaran en medio. Los argonautas consiguen escabullirse por el hueco, gracias al adivino y, naturalmente, a la diosa Atenea que les protege.

Navegaron más allá del país de las amazonas y del de los cálibes, forjadores de hierro. Ante los argonautas se alzó la cordillera del Cáucaso y entraron en la desembocadura del río Fasis, que riega la Cólquide, en el extremo oriental del Mar Negro y que hoy recibe el nombre de Georgia. Es aquí donde tiene lugar el encuentro con Medea que, enamorada hasta la locura de Jasón le ayuda a robar el vellocino de oro que vigilan dos dragones. El problema está en la huida de la corte de Eetes porque la flota cólquida se empeña en cortarles el paso y no pueden regresar por donde han venido. Además, el adivino Fineo les aconsejó vivamente que no tomaran la misma ruta.

Argo reproduccion barco

El camino de regreso no tiene la precisión del viaje de ida. Existía una larga tradición que hacía volver a los argonautas por rutas fluviales de la Europa interior, en gran parte míticas, y por el Océano, entendido a la manera homérica, es decir, como un gran río que circundaba la tierra, una geografía totalmente fantasiosa. Los nuevos conocimientos trajeron nuevas soluciones, aunque no fueran las acertadas: rutas nórdicas por el río Don y por el Danubio con extravagantes conexiones entre el Danubio y el Adriático y entre el Po y el Ródano.

Según Apolonio de Rodas, después de dejar el río Fasis, los Argonautas navegaron hacia el oeste, pero la flota de los colcos se interpuso y se produjo el asesinato del hermano de Medea, Apsirto, mediante engaños. La madera parlante del Argos les avisó del enfado de Zeus y les aconsejó que purgaran sus delitos ante Circe, que habitaba una isla frente a la costa oeste de Italia. Para llegar a ella, subieron por un afluente lateral del Danubio, remontaron el Po (Erídano) y descendieron por el Ródano. Consiguieron llegar al Mediterráneo y recalaron en las Estoicades (al oeste de Toulon) y después en Aitalia (Elba) y, finalmente, se sometieron a los ritos de purificación en Eea, la isla de Circe, abuela de Medea.

Desde la visita a Circe, Jasón sigue un itinerario parecido al de Ulises y se enfrenta a peligros similares: las sirenas que arrastran con su canto a los marineros; la “escarpada peña” de Escila, la ruidosa violencia” de Caribdis, en el estrecho de Mesina; las Rocas Errantes (una modalidad diferente de las Simplégades); la visita a los feacios que ya tenían por rey a Alcínoo, el mismo que recibió a Ulises una generación más tarde, en la isla de Corcira (Corfú), y que apuesta por salvar a Medea de los colcos que aún persiguen al Argos.

Después de dejar la isla al séptimo día, los argonautas se dispusieron a entrar en el Peloponeso pero una violenta tempestad les llevó a embarrancar en la costa desierta de Libia. Levantaron el barco sobre sus hombros y lo cargaron durante doce días y doce noches hasta que llegaron al lago Tritónide. En el camino, vencieron a las serpientes venenosas que surgieron de la sangre que goteó de la cabeza de la Gorgona mientras Perseo sobrevolaba con ella el norte de África.

Llegaron por fin a mar abierto y prosiguieron la ruta hacia el este de la costa africana. Divisaron Creta, donde Talo, un enorme hombre de bronce que Hefesto había construido y regalado a Minos, vigilaba la isla corriendo por sus orillas tres veces al día y repelía a los visitantes arrojando rocas a sus barcos. Continuaron hacia el norte hacia las islas del Egeo; cruzaron los estrechos entre Eubea y la Grecia central y alcanzaron el puerto de Pagasas, en Yolcos. Habían regresado.

Si la Iliada recoge arcaicos temores de la época, entre 1.400 y 1.200 a.e.c, en que Cnossos fui destruida, así como Pilos y Yolcos, Micenas y Troya, la Odisea refleja el mundo de los supervivientes, que “vagan por la faz de la tierra como piratas o mendigos” tras las invasiones dorias, como señala Steiner, los argonautas pertenecerían a un momento anterior, en el que barcos micénicos comerciaban con lujosos productos, como alfarería y espadas, a cambio de pescado secado al sol del ubérrimo mar Negro, antes de que comenzara el sitio de Ilión. Los argonautas, en el comienzo de su viaje, tuvieron que navegar de noche para eludir la vigilancia del rey Laomedonte de Troya, que guardaba la entrada del Helesponto y no permitía a las naves griegas que cruzaran el estrecho y pudieran comerciar en su zona de influencia.

Cuando desaparecieron los reinos micénicos y en su lugar se formaron pequeñas ciudades estado, los barcos volvieron y hacia el siglo VIII a.e.c. los griegos de Jonia fundaron colonias costeras todo el litoral del mar Negro. Su principal negocio seguía siendo el pescado y después se amplió al comercio del trigo de los escitas que habitaban las estepas. En los tiempos homéricos, cuenta Estrabón en su ‘Geografía’, el mar no era navegable y se denominaba “Axenos”, es decir, inhóspito, a causa de su fuertes tormentas y la ferocidad de las tribus que habitaban sus costas, pero después, cuando los jonios fundaron ciudades en ellas, se denominó “Euxinos”, que significa bueno, hospitalario.

Roma heredó estas colonias y también la idea de que sus habitantes eran bárbaros, rudos y salvajes. Allí, en Tomis, donde se supone que murió Apsirto a manos de Jasón y Medea y fue destruida la flota cólquida, llegó como exiliado el poeta Ovidio, que cantó su desesperación y su soledad en lugares que, si no lo eran, se acercaban bastante a los confines de la tierra.

Lecturas

– Apolonio de Rodas, ‘Las Argonáuticas’, Edición y traducción de Máximo Brioso, Ediciones Cátedra, 1986

– Neal Ascherson, ‘El mar Negro’, Tusquets, 2001

– Robert Graves, ‘Los mitos griegos’, RBA, 2005

– George Steiner, ‘Homero y los eruditos’, 1962

– Robin Hard, ‘La gesta de los héroes’, La Esfera de los Libros, 2008

“El peregrino”, observación apasionada del vuelo del halcón

Halcon libro
J.A.Baker, «El peregrino»

Ave viajera y cosmopolita, la más veloz y letal de las rapaces, fue durante diez años la obsesión de J.A. Baker, un habitante del condado de Essex (Inglaterra), aficionado a la observación de los pájaros y fascinado por la potencia y la gracia del vuelo del halcón. Un día de diciembre vio su primer peregrino en el estuario. De su presencia le avisaron correlimos, que echaron a volar, pinzones que huían espantados y zorzales que gritaban su alarma y, durante diez inviernos anduvo buscando “esa brillantez efusiva, la pasión y la violencia súbitas que los peregrinos arrebatan al cielo”.

Diez años en busca del grial condensados en uno solo constituyen la materia del libro, en el que registra en forma de diario las observaciones realizadas en el periodo de migración de la especie, que va de octubre a abril. Publicado en 1967, cuando el peregrino se había convertido en una especie en peligro de extinción debido a los pesticidas y a la ausencia de presas, castigadas por la caza del hombre, es además de un relato de extrema belleza, una llamada de auxilio para librar a esta maravillosa criatura de la aniquilación total.

El área de observación del autor mide unos treinta kilómetros de este a oeste y quince de norte a sur y, formado por un valle y el estuario del río, era el territorio de caza de al menos dos peregrinos cada invierno, a veces de tres o cuatro, procedentes de Escandinavia. Baker los observó a pie, en bicicleta, saltando vallas y zigzagueando caminos, provisto de unos prismáticos y, probablemente, de un cuaderno de notas.

Apasionado por la majestuosidad de su vuelo y la eficacia de su caza, el autor no pretende justificar su sangrienta actividad por innecesario: el mundo de la naturaleza está gobernado por la ananké, la inevitabilidad, la compulsión y la necesidad. La matanza es cruel, pero también la del zorzal devorador de gusanos y verdugo de caracoles. La muerte les sustenta”, aunque es el hombre quien la lleva encima como escarcha imposible de arrancar. Nada hay peor que el miedo al hombre para una criatura salvaje, ni siquiera el dolor ni tampoco la muerte. El peregrino nunca caza en territorio del hombre y es capaz de distinguir si va armado o no. Muchos han muerto por los disparos de sus escopetas.

El halcón peregrino persigue y mata pájaros en vuelo. Su forma aerodinámica -de cabeza pequeña, ancho pecho y estrecha cola en cuña- le permite alcanzar velocidades que superan los 300 kilómetros por hora en picado. Sus patas, gruesas y musculosas, y sus fuertes garras le permiten transportar víctimas que igualan e incluso superan su propio peso. En la mandíbula superior posee un diente que encaja con una muesca de la inferior y que puede insertar en las vértebras cervicales de un pájaro y procurarle así una muerte piadosa por su inmediatez.

Halcón bosque

Hieráticos y heráldicos miran desde arriba el mundo de sus presas y escudriñan sin cesar el cielo y la tierra con rápidos y abruptos giros de cabeza. Detectan todo lo que hay en movimiento y, cuando vuelan, todos esos puntos móviles se dilatan y se contraen sucesivamente favoreciendo un escenario de pulsaciones incesantes. En las ramas de los árboles, rígidos y erguidos, se confunden con el tronco nudoso del que parecen brotar.

En las páginas de su diario, Baker anota las impresiones que le produce el vuelo del peregrino, sus giros y desvíos, sus alas de plata relampagueando en el cielo y su ascenso errático de ciento cincuenta metros en apenas un minuto y aparentemente sin esfuerzo. Vistas desde la tierra, las alas parecen plegarse y estirarse con un ritmo ininterrumpido e hipnótico; acelera pero el aleteo es tan débil que da la impresión de planear; después empieza a trazar círculos a gran velocidad dibujando intrincados ochos; cobra altura y vuelve a bajar; encuentra una térmica y asciende en espiral hasta una altura tan remota que apenas se le ve; sobrevuela hacia el horizonte y de golpe se lo traga la distancia.

Antes de la caza, está el juego: finta con perdices, acosa a grajillas y avefrías o entabla persecuciones con cuervos. Zorzales, gaviotas reidoras y chorlitos dorados se dispersan azuzados por el pánico cuando son conscientes de la presencia del peregrino. Las bandadas se alzan al cielo, apretadas y en círculos, hacia la cresta de la colina. Y el halcón se lanza en picado sobre el campo, planea veloz sobre las sendas y circula por entre los árboles, “barriendo el borde del cielo con una sierra de clavadas, rebotes y ascensos”. De repente, el juego se suspende y, sin aviso previo, mata. Sube rápido, traza un arco y se lanza entre grupos de palomas. Una de ellas cae muerta, “atónita como un hombre que cae de un árbol”. En unos instantes todo se ha resuelto.

El ataque es tan rápido que el ojo humano apenas distingue. Ve una sombra borrosa detrás del arrendajo que vacila, se tambalea en el aire y cae desequilibrado. Ya en tierra se aprecia el cuerpo de la víctima, inmóvil, y al peregrino que se la lleva entre sus garras o se la come allí mismo, tras desplumarla. Baker, el observador de aves, lo ve en ocasiones abatirse sobre la presa, pero muchas veces sólo llega a apreciar los restos de sus presas, de las que sólo cabeza y alas dejan constancia. “La carnicería está hecha con primor”, comenta.

Levantar la caza, ésa es una de las técnicas del halcón. Aunque el observador no le distinga todavía, sabe que está ahí por la inquietud de los chorlitos, los remolinos de las gaviotas, por el vuelo perturbado de las palomas, el crescendo de graznidos de grajillas en fuga y la expectación en los ojos de cientos de pájaros que miran atentos al cielo. Cunde el pánico y se forma un laberinto de aves en ascenso y sobre todas ellas, el peregrino, cuyo vuelo hace “revivir la tierra quieta conjurando bandadas enteras de aves”.

halcon ancho

El peregrino pesa entre setecientos y mil doscientos gramos. A los pájaros pequeños y ligeros los aferra con las garras extendidas y sobre los más grandes y pesados se abate desde arriba y a menudo los golpea contra el suelo. El picado sirve para aumentar la velocidad con que se hace el contacto y faisanes y gaviotas pueden sucumbir a ataques con 150 metros de caída. Pero también caza en el suelo, planeando casi a ras, sin apenas movimiento de las alas, en silencio, para atacar a la presa sorprendida, que apenas tiene tiempo para alzar el vuelo.

Baker, el observador de aves, sigue al peregrino, para “compartir el miedo, la exaltación y el aburrimiento de la vida de caza”. Busca observar el ataque del halcón para experimentar el “goce vicario del cazador sin culpa que sólo mata a través de un criado y deja que se alimente”, un goce que nace del entusiasmo por la libertad que transmite el halcón cuando vuela y cuando mata, dueño de su destino y ajeno a cualquier atadura o imposición por parte del hombre.

También hace referencia al pánico de las aves y reflexiona sobre el miedo en los hombres: Tal vez el hombre sería más tolerante, menos irritable y engreído, si tuviera más miedo. No digo miedo a lo intangible, la asfixia del introvertido, sino miedo físico, el sudor frío de miedo por la propia vida, miedo a la amenaza de la bestia oculta, inminente, erizada, de fauces atroces, ávida de nuestra sangre salada y caliente”.

La observación del peregrino comenzó en octubre: llega diciembre y el frío tras la puesta de sol y el silencio. Los animales vuelan o corren sobre los campos helados y sus “corazones frágiles se ahogan en la garra implacable de la escarcha”. Ha llegado la nieve y es difícil esconderse. Nada se oculta a la vista implacable del peregrino pero cada vez hay menos piezas que cobrar. Las presas se han reducido y no hay correlimos de quitina dorada ni archibebes gritones y vehementes ni lánguidas garzas ni zorzales de ojos vivaces y rostros feroces; ya no se escucha el reclamo triste del chorlito gris ni la tosca queja de la agachadiza. Solo quedan dos de las cientos de alondras que habitaban el valle en el otoño, una cincuentena de palomas torcaces y la mitad de las ruidosas grajillas que alborotaban en taludes y árboles huecos.

El peregrino sigue cazando y el observador descubre restos de algunas presas: “No hay nada más hermosa, más abundantemente rojo que la sangre que fluye sobre la nieve. Qué raro que el ojo pueda amar lo que la mente y el cuerpo odian”.

Halcon y presa

Los meses se suceden: la nieve comienza a retroceder en febrero y regresan los arrendajos, los zorzales reales se multiplican y trinan gorriones y alondras. Vuelven a correr los arroyos. Y llega abril y el halcón siente la llamada del norte. El observador tiene que despedirse. Aunque nunca es suficiente, ha podido observar la gloria del peregrino volando en el viento y la borrasca, lanzándose en picado sobre una presa en la nieve y planeando en un cielo tibio de primavera. En abril, el último peregrino deja el valle, en posesión de la libertad.

Reseña del libro de  John Alec Baker, El peregrino, Sigilo, 2016



 

 

 

Moby Dick, viaje al infierno blanco

Moby Dick libro

Llamadme Ismael”. Estas dos palabras forman el comienzo literario más genial de todos los tiempos. No sólo inicia el acercamiento con el lector, sino que certifica la autenticidad de las historias que nos va a contar y su papel en ellas. Me podéis llamar Ismael, o Fernando o Federico. En el fondo no importa, cualquier nombre podría servirme porque no soy yo quien tiene importancia en esta historia; sólo soy el testigo, quien os la relata y la traslada.

Ismael tiene muchas semejanzas con el autor de la novela: al igual que Melville fue profesor en una escuela rural, se embarcó en la marina mercante y, por último, en balleneros. Pero en la novela prefiere que no se sepa su auténtico nombre para que su historia sea más creíble y porque ha visto demasiadas cosas y lleva sobre su espalda una carga que le obliga a ser precavido y ocultar su identidad. Es un superviviente y está aquí para contarlo.

Y a pesar de todo lo dicho anteriormente, el nombre de Ismael no está elegido al azar. Es el que llevó el hijo de Abraham y de su esclava Agar y significa “Dios escucha”. Simbólico es también el del capitán Ahab que, educado en la fe cuáquera, propensa de por sí a los patronímicos bíblicos, lleva el de un rey malvado, enemigo de los profetas y que, junto con su esposa Jezabel, forman una de las parejas más espeluznantes de la Biblia, un libro que no es que carezca de espantos.

Los armadores del ‘Pequod’, Bildad y Peleg, profesan, como casi todos los habitantes de Nantucket, la fe cuáquera debido a que la isla fue colonizada originariamente por esta secta, la Sociedad Religiosa de los Amigos, de premisas pacifistas y puritanismo extremo, lo que no les impide ser los marinos más sanguinarios en la caza de la ballena. Y el barco en el que se embarca Ismael lleva el nombre de una célebre tribu de indios de Massachussets, ahora tan extinguidos como los antiguos medas”. El ‘Pequod’, compendio multicultural, entre cuyos tripulantes figuran pieles rojas como Tashtego, negros como Dagoo, polinesios como Quiqueg y gentes venidas de todas partes del mundo, como si de un augurio tratará su propio nombre, correrá la misma suerte que esa tribu desaparecida.

Ismael comienza su relato presentándose con grandes dosis de ironía. Nos enteramos de que no posee más que unas pocas monedas en el bolsillo y que ha decidido hacerse a la mar en un barco como marinero porque como pasajero no sólo no le pagarían, sino que tendría que abonar su pasaje. Se embarca para echar fuera la melancolía, como ya ha hecho en otras ocasiones, “atormentado por el perenne prurito de las cosas remotas” y para “navegar por mares prohibidos y abordar costas bárbaras”. En esta ocasión ha elegido que sea en un barco ballenero donde se empeñen en pagarle por la molestia y así poder cumplir el sueño de presenciar “interminables procesiones de cetáceos y, en medio de todos, un gran fantasma encapuchado, como un monte nevado en el aire”. De esta forma asoma en este capítulo, aún de presentación, el otro gran protagonista del libro: el gran Leviatán, la ballena blanca.

Ismael es un hombre tranquilo, abierto a costumbres extrañas y, pese a su religiosidad presbiteriana, detesta el ayuno y la tristeza de algunos ritos. Este relato amable de sus opiniones y de sus compañeros va aminorándose desde el momento en que Ahab hace acto real de presencia en el barco (hacia la página 153 en mi edición de 633), cuando ya se habían cumplido más de quince días desde que salieron de Nantucket. Ismael había oído hablar de él a quienes lo habían conocido, y también sufrido, y todos coincidían en que el capitán del ‘Pequod’ nunca había sido muy alegre pero que tras la pérdida de su pierna por el mordisco de una maldita ballena está un poco raro, como fuera de quicio, tal vez desesperado.

Pero ni siquiera las advertencias aparentemente disparatadas de un mendigo, que les alerta acerca del “Viejo Trueno”, de su muerte y renacimiento a los tres días, de la calavera de plata y de la pérdida de su pierna, frases inconexas que les dirige justo antes de embarcarse, podían augurar la impresión que deja la visión de Ahab en el alcázar del barco: mostraba una cicatriz blanquecina como la huella de un rayo, que surcaba la parte derecha de su rostro desde el nacimiento del pelo y bajaba por el cuello, donde desaparecía oculta en la ropa. Pero su aire sombrío se debía más a la pierna blanca sobre la que se apoyaba y que no era otra cosa que una mandíbula de cachalote, un hueso marfileño adaptado a servirle de prótesis siniestra que sustituía a la pierna que un día le arrancara uno de su especie. La pierna artificial se apoyaba en un agujero taladrado al efecto en un lado del alcázar, cerca de un obenque al que Ahab se agarraba con un brazo elevado y allí, erguido, con su capote y el sombrero ladeado, silencioso e imponente, retaba con su mirada al horizonte y mantenía a su tripulación en un estado de terror y zozobra permanente.

El capitán Ahab en la película de John Huston

Ya les ha informado de su propósito, que no es otro que perseguir a la ballena blanca que le arrancó la pierna y, una vez localizada, matarla. Sólo Starbuck, el primer oficial, se opone, y no sólo porque es un objetivo suicida y una venganza contra un animal estúpido que actúa guiado por su instinto, sino porque el ballenero es una empresa de la que todos esperan, en mayor o menor grado, un beneficio económico y la captura de un único cachalote no resultaría rentable. Pero Ahab compra el alma de la tripulación cuando clava en el mástil una onza de oro español, equivalente a dieciséis dólares, que pertenecerá a quien primero dé la señal de avistamiento de “esa ballena de cabeza blanca, con tres agujeros perforados en la aleta de cola, a estribor” y de “mandíbula torcida” como la Muerte.

Todos juraron violencia y venganza y elevaron sus gritos de ¡muerte a la ballena! La treintena de tripulantes del ‘Pequod’ se fundió en un loco sentimiento místico antes de comenzar la búsqueda del “monstruo asesino” por “los dos lados de la costa y por todos los lados de la tierra” y al “otro lado del cabo de Buena Esperanza y del cabo de Hornos y del Mäelstrom noruego y de las llamas de la condenación”, para no dejarle escapar.

A lo largo de la travesía los marineros del ‘Pequod’ oyeron rumores acerca de los poderes sobrenaturales de Moby Dick, como su ubicuidad en el tiempo y en el espacio, su inteligente malignidad, su descomunal tamaño y su palidez de sudario, que se sumaron a terrores antiguos. Cuando, tras recorrer todas las zonas de pesquería ballenera, se acercaban a las coordenadas en el ecuador del Pacífico donde Ahab sufrió su grave herida, escucharon historias verídicas de auténtico pavor: al menos dos barcos balleneros con los que se encontraron habían perdido hombres y lanchas en un enfrentamiento con la ballena blanca que, con demoníaca indiferencia, destrozaba a sus perseguidores.

Por fin encuentran a Moby Dick, solemne en el horizonte del mar, y durante tres días el capitán ordena su caza inexorable y la tripulación, a la que el destino había arrebatado el alma, le sigue en su locura como un solo hombre. El tercer día la ballena blanca arremete contra el mismo ‘Pequod’ que desaparece entre las aguas. “Todo se desplomó y el gran sudario del mar siguió meciéndose como se mecía hace cinco mil años”.

El viaje de Ahab en búsqueda de la ballena blanca, con la que identifica todos su males corporales y espirituales, encarnación de su propia cólera interior, no sólo es un delirio absurdo. Lo peor es que el dolor, la violencia y la muerte que ha entrañado ese viaje al abismo no sirve para nada. Consumido por su deseo incumplido de venganza es un Prometeo que crea su propio buitre devorador y la desgracia de todos los que le acompañan.

Moby Dick” es una novela de aventuras y de viajes, un reportaje sobre la cacería de los grandes mamíferos marinos, una reflexión sobre el compañerismo y la amistad, así como una denuncia del fanatismo y de la tiranía de la sinrazón. Es un libro total y esa pretensión se aprecia en la amplísima información que ofrece Melville. En la novela se añaden a unas cincuenta citas de la Biblia, científicas y literarias, un capítulo de cetología en el que se repasan los diferentes tipos de ballenas que surcan los mares, de acuerdo con los tratados de Beale y Bennet, ambos médicos balleneros británicos que realizaron su labor en el mar del sur. También hace un recorrido de la imagen de la ballena en la pintura, los grabados y la escultura; nos informa de que su alimento es el brit, de sus míticos enfrentamientos con los pulpos gigantes, del ámbar gris, de las peculiaridades de la caza de la ballena, como es el uso de las estachas, de la profesión de arponero y, naturalmente, del descuartizamiento del cachalote a bordo del buque y del uso que se da a su aceite de calidad única.

Se ha querido ver, en lecturas posteriores de “Moby Dick”, una metáfora ecológica. Melville dedica un capítulo a defender que la ballena, al contrario que el búfalo, no se extinguirá jamás porque está en los mares mucho antes de que llegáramos nosotros. No parece un argumento serio y, el tiempo no le está dando la razón: en trescientos años el número de cachalotes ha pasado de tres millones a unos diez mil. Sin embargo, hay una reflexión significativa sobre el abuso que hacen los hombres de las bestias: tras el relato de la muerte especialmente cruel de un cachalote anciano, Ismael comenta que este pobre animal “debía ser asesinado para iluminar las alegres bodas y los demás festivales del hombre y asimismo para alumbrar las solemnes fiestas que predican que todos han de ser incondicionalmente inofensivos para con todos”. En definitiva, un uso frívolo de la muerte de un imponente animal.

Ahab es también la personificación del tirano. Como Moby Dick, tiene o aparenta poderes sobrenaturales: consigue apagar el fuego de San Telmo y reimantar una brújula descontrolada. Representa el poder absoluto de un tirano sobre sus súbditos, a los que dirige hacia el abismo. Su personalidad arrolladora consigue unir a una tripulación para que le acompañen al mismísimo infierno y con alegría. Los oficiales podrían haber hecho algo, pero se resignan ante el poder e incluso Starbuck, el más cerebral, se rinde y acepta que la ballena blanca es un ser sobrenatural provista de una inteligencia maligna y vengativa.

La ballena asesina de Melville se inspiró en un caso real que el mismo escritor se encarga de mencionar. El ‘Essex’, un barco ballenero de Nantucket, naufragó en 1820 en mitad del Pacífico cuando un enorme cachalote se separó de la manada que las lanchas perseguían con sus arpones y, en lugar de huir, se lanzó de cabeza contra el buque e hizo que se estremecieran los mástiles; a continuación, se sumergió en el agua y salió disparado de las profundidades, muy cerca del ‘Essex’ y lo golpeó con tal fuerza que hizo saltar la proa en pedazos. En muy poco tiempo, se inclinó y desapareció bajo el mar.

Después de grandes penalidades, parte de la tripulación consiguió llegar a tierra. En Moby Dick sólo se salva “un huérfano” en un ataúd gracias al ballenero ‘Raquel’ que aún seguía buscando a sus hijos allí donde desaparecieron, en el dominio de la ballena blanca.

Herman Melville, Moby Dick, Editorial Bruguera 1979. Traducción y notas de José M.ª Valverde.

Gilgamesh, el primer viaje

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El babilonio Gilgamesh protagoniza la primera epopeya conocida y, como todos los héroes que le siguieron, emprende viajes para demostrar su valor y dejar grabado su nombre y sus hazañas para la posteridad.

La narración de las aventuras de este rey de Uruk se compuso en acadio a principios del II milenio a.e.c. y en ella se refleja el mundo de los sumerios que para entonces había dejado de existir. Llegaron a Mesopotamia hace 7.000 años y, en sucesivas migraciones fueron avanzando por las llanuras de los cursos del Tigris y del Éufrates, hasta alcanzar el estuario de ambos ríos, donde fundaron las primeras ciudades conocidas: Eridú (hacia el año 5000 a.e.c.), Uruk, Sippar y otras que con el tiempo formaron reinos que se pierden en la leyenda.

El Poema de Gilgamesh no se conserva completo y fue redescubierto en 1853, impreso en unas tablillas de arcilla enterradas entre las ruinas de la biblioteca que perteneciera al rey asirio Asurbanipal, en Nínive. Son un total de once tablillas escritas en acadio, fragmentarias, las últimas copias de un texto que fue primero recopilado por un escriba llamado Sin-Leqi-Unninni, alrededor del año 1200 a.e.c, que a su vez trabajaba con material de unos ochocientos años antes.

Se supuso durante mucho tiempo que Gilgamesh era un personaje legendario, hijo de la diosa Ninsun y de un sacerdote de su templo en Uruk, pero hallazgos arqueológicos muestran que probablemente fuera el quinto rey de la Primera Dinastía de esta ciudad, que vivió hacia el año 2650 a.e.c. y que construyó canales, una muralla reforzada por novecientas torres circulares en Uruk y un gran templo a Enlil en la ciudad de Nippur.

Por las tablillas y los fragmentos de esta epopeya que han llegado a nuestros días, sabemos que Gilgamesh, “gigantesco y terrible”, se comporta mal con sus súbditos, por lo que la diosa madre Aururu modela con barro a Enkidu y luego le insufla la vida para que se enfrente al orgulloso rey. Tras una colosal pelea se hacen amigos y comparten viajes y aventuras.

Lo primero que hacen Gilgamesh y Enkidu es viajar al país de los cedros, del que los sumerios recibían la madera más apreciada para la construcción de sus templos y palacios. Al igual que los héroes homéricos, el rey de Uruk busca la fama y que se hable de él: “Yo no he establecido mi nombre en ladrillos como mi destino ha decretado. Por lo tanto, iré al país donde se corta el cedro e inscribiré mi nombre donde se inscriben los nombres de los hombres famosos; y allí donde no se ha inscrito el nombre de hombre alguno, alzaré un monumento a los dioses”.

Los consejeros del reino advierten a Gilgamesh del peligro que corre, le avisan de que el guardián del bosque de los cedros es aterrador, de que “el rugido de Humbaba es el diluvio, sus fauces son el fuego, su aliento es la muerte” y quien entra en sus dominios sufre una parálisis inevitable. Pero el deseo de honor y de gloria son más fuertes y, desatendiendo consejos, decide “emprender un camino que ignora y un combate que desconoce”. Los dos amigos ascienden a la cumbre de siete montañas y en la cima Gilgamesh tiene sueños que Enkidu interpreta favorablemente. Cuando llegan al bosque de los cedros, el dios Shamash envía contra el ogro todas las tempestades y los trece vientos del mundo para dificultarle la visión. Tras matar al terrible Humbaba, Gilgamesh tala el gran cedro que atraviesa los cielos, fabrica con él un puerta gigantesca y la transporta como si fuera una balsa aguas abajo del río Éufrates.

Regresa el héroe a su ciudad, pero los dioses no están contentos con sus actos y mucho menos la diosa Ishtar, que ha sido rechazada por Gilgamesh. Una versión hitita, medio milenio anterior a la de Nínive, cuenta que Enkidu ha visto en sueños una reunión de los dioses en la que se decreta su muerte y la de Gilgamesh por haber matado a Humbaba y al toro celeste. El dios Shamash vota en contra pero el dios Enlil impone su voto de calidad y determina que sólo muera Enkidu, sobre el que se abate una fiebre mortal.

Hay otra versión en la que Enkidu baja al inframundo para recuperar la pelota y la pala maravillosas de su amigo, fracasa por no seguir las instrucciones y queda preso en el infierno. Tras la katábasis fallida de Enkidu, su alma consigue salir por una rendija para contar a Gilgamesh lo que ocurre en el inframundo. También aquí se aprecia un paralelismo entre la casa de las tinieblas de la epopeya babilónica y el Hades visitado por Ulises. Otra semejanza se observa en la Iliada: así como al rey de Uruk se le presenta su amigo ya muerto, Aquiles recibe la visita del espíritu de Patroclo en un sueño.

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La vida de ultratumba para los sumerios era tan poco atractiva como para los griegos. Enkidu desciende a la casa oscura, la morada de Irkalla”. Su nombre no figura en la tablilla de Belet-seri, la escriba del inframundo, pero el héroe se queda atrapado en un tiempo sin tiempo, en la casa de la que nadie que haya entrado vuelve a salir, la ruta por cuyo trazado nadie regresa, la casa cuyos moradores están sumidos en las tinieblas, donde el polvo es su manjar y el barro su alimento, cuyo vestido es el de los pájaros, emplumados, y en la que sobre las puertas y cerrojos se esparce el polvo”.

La tablilla VIII de la versión ninivita contiene el lamento de Gilgamesh por la muerte de su amigo y su deseo de sustraerse al destino que los dioses han deparado a todos los hombres y que no es otro que la muerte, por lo que decide ir en busca de la pócima, el conjuro o la planta de la eterna juventud y viaja para consultar a Utanapitsi, el único hombre que sobrevivió al Diluvio y se incorporó a la asamblea de los dioses. Él le revelará el secreto de la muerte y de la vida.

Gilgamesh llega a las Montañas Gemelas y emprende el camino hacia el oeste que lleva al fin de mundo, la misma ruta que recorre el sol, pero lo hace en la oscuridad de la noche, se adelanta al mismo sol para no ser abrasado por él; consigue cruzar el océano con ayuda del barquero Ursanabi y, por fin, llega hasta Utanapitsi que le hace un relato de cómo el dios Enlil decidió ahogar a todos los hombres en el Diluvio porque su ruido le molestaba y no le dejaban dormir y cómo él construyó un arca y la llenó de las semillas de todos los seres vivos. Finalmente le revela el secreto de los dioses: una planta espinosa que crece en el fondo del Apzú y que proporciona la eterna juventud. Gilgamesh consigue arrancar la planta pero en un descuido una serpiente se la arrebata, tal vez el mismo demonio que en el Paraíso Terrenal con su engaño robó la inmortalidad a Adán, a Eva y a todos sus descendientes y que, tras probar la planta, “al volverse, arrojó su piel vieja”.

Shamash ya le advirtió a Gilgamesh que los dioses establecieron la muerte para la humanidad y reservaron la vida para ellos y que él no hallará la vida que busca. Su viaje en busca de la inmortalidad fracasa, como ha fracasado el viaje de Enkidu a los infiernos. La epopeya babilónica, dice el crítico inventado por Stanislaw Lem en “Vacío perfecto” para reseñar un libro inexistente, ‘Gigamesh’, escrito por un autor imaginario, es la tragedia de una lucha coronada por la derrota que Homero plagia en la Odisea pero reduciéndola a un viaje turístico por el Mediterráneo con final feliz muy del gusto de los griegos.

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Sólo un crítico, un libro y un autor apócrifos pueden decir que la obra de Homero es un comic de la antigüedad en el que Ulises hace de supermán y todos acaban comiendo perdices. ‘Gigamesh’ es una sátira sobre el personaje de Joyce: el héroe babilónico se ha transformado en un gánster profesional y toda la acción se desarrolla en 36 minutos. El autor irlandés ya auguró que su obra daría trabajo a los críticos durante trescientos años y el autor imaginario de Lem, Patrick Hannahan, decide colaborar en la tarea y a su narración, de 395 páginas, le endosa una introducción de 847 en la que se dedica a explicar la multiplicidad de conceptos que surgen de cada término que ha utilizado en el texto, empezando por el propio título que, al omitir la letra L, sugiere a Lucifer, al Logos y otras 97 conexiones más.

El poema de Gilgamesh es la historia de un fracaso del intento de conseguir la eterna juventud. Pero comparte con Aquiles el deseo de dejar un recuerdo perdurable y con Ulises, la búsqueda del conocimiento. Es posible que el héroe babilónico, de regreso a su reino, se convirtiera en un gobernador sabio, justo y honorable, el quinto rey de la Primera Dinastía de Uruk.

Adenda

He utilizado para el comentario del “Poema de Gilgamesh” la traducción de la versión ninivita realizada por Eduardo Gil Bera, que aparece en su libro “No hallarás la vida que buscas” y en el que sugiere que el sumerio podría ser la lengua de la sociedad más desarrollada, tecnificada y civilizada del mundo durante los milenios IV y III a.e.c, que se extendió por todo el orbe conocido y que no hay practicamente lengua en el mundo que no incluya alguno de sus préstamos o se emparente en un grado u otro con ella, bien por comercio, bien por emigración de los primeros habitantes civilizados de Mesopotamia. La compara con la lengua ibérica, que se habló desde los Alpes al norte de África y en toda la península y que dieron lugar al itálico y al aquitano, que se habló desde el Loira hasta el golfo de Vizcaya.

Lecturas

Stanislaw Lem, Vacío perfecto, Bruguera, 1981

Eduardo Gil Bera, No hallarás la vida que buscas, Editorial Dioptrías, 2017

De la máquina de Turing al Golem de Lem

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Una noche de verano de 1949 se reunieron para cenar en el Christ’s College de Cambridge cinco grandes pensadores de la época. El Departamento de Defensa del Reino Unido había pedido al físico y novelista C. P. Snow que sondeara entre la comunidad científica acerca de la posibilidad de construir una máquina inteligente, una máquina pensante, y la respuesta fue una invitación a cenar, y a debatir, al genetista Haldane, al físico Schrödinger, al filósofo Wittgenstein y, naturalmente, al matemático Alan Turing.

El debate de los cinco constituye el contenido del libro ‘El quinteto de Cambridge’, de John L. Casti. Es una cena especulativa que no se produjo, pero es la excusa perfecta para mostrar los dilemas psicológicos, las dudas, las previsiones y también los temores que pudieron expresar importantes científicos en el comienzo de una nueva era que habían iniciado Alan Turing y John von Neumann con su pretensión de transferir conceptos matemáticos abstractos del cálculo y la lógica a máquinas computadoras.

El debate se polariza desde el principio entre Turing y Wittgenstein. El matemático explica el funcionamiento de su máquina, inspirada en el comportamiento neuronal del cerebro, y señala que máquina y cerebro humano almacenan una gran cantidad de datos elementales y transforman estos datos en patrones que, en el caso del cerebro, crean los disparos de sus neuronas y están asociados a lo que llamamos “pensamientos”. El patrón en una computadora es también una secuencia de ONs y OFFs y el mecanismo de mezclar símbolos es exactamente igual.

Wittgenstein rechaza de forma vehemente que una máquina pueda pensar y ciertamente sus objeciones son difíciles de rebatir. Mezclar símbolos, que es lo que hace la máquina de Turing, no es reproducir los procesos de la mente humana porque pensar exige comprensión, aprendizaje y comunidad lingüística.

Turing contrataca: admite que se podría dotar de capacidad lingüística a la máquina, requisito exigido por Wittgenstein para que pueda considerarse inteligente, y defiende que también puede modificar su programa mediante meta instrucciones, lo que implicaría que aprende. En cuanto al significado, se remite a que éste no es más que el resultado de la manipulación de símbolos.

ENIAC, acrónimo de Electronic Numerical Integrator and Computer, o “cerebro electrónico”, como se le llamó en la época de su fabricación, en 1945, pesaba veintisiete toneladas y ocupaba una habitación de diez por diecisiete metros. No tenía sistema operativo ni programa almacenado y podía hacer 5.000 sumas por segundo.

Lo cierto es que éste y otros aparatos similares poco tenían que ver con los procesos de pensamiento. Alan Turing murió en 1954, dos años antes del nacimiento del campo que John McCarthy bautizó como “inteligencia artificial” (IA) en el famoso Congreso de Dartmouth.

Si bien no hemos llegado aún a la creación de máquinas inteligentes, sí se ha progresado en diversos campos, especialmente en el de los juegos de ajedrez y en la traducción de lenguas. Pero estamos en 2019 y por mucho que hablemos de “casas inteligentes” o “drones autónomos” que violan las tres leyes de la robótica de Asimov, no ha llegado a Los Ángeles ningún perseguido por un “blade runner” ni ninguna máquina psicópata se ha adueñado de la Tierra.

En “GOLEM XIV”, de Stanislaw Lem, puede hallarse una respuesta, ficcional naturalmente, a las cuestiones planteadas por los cinco de Cambridge: la Inteligencia puede no ser humana. Una máquina no necesita tener un cuerpo para poder pensar y el universo puede estar repleto de seres pensantes de diversa magnitud con los que no nos podemos comunicar porque nada compartimos o porque los biológicos no les interesamos en modo alguno.

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Entramos en materia con la información previa: se nos cuenta que el proceso de automatización tras el ENIAC siguió ampliándose hasta la creación de máquinas capaces de autoprogramarse. Costeados por el Pentágono, a los ordenadores de la octogésima generación se les inculcaron valores inquebrantables como situar la razón de estado por encima de cualquier otra cosa, así como una sumisión absoluta a las decisiones del presidente de los Estados Unidos.

El proyecto de los GOLEM finalizó después de que los ordenadores llegaran a superar el “umbral axiológico” a partir del cual fueron capaces de cuestionar cualquier regla que se les hubiera implantado. GOLEM XII se negó a colaborar con uno de los generales del Pentágono porque calculó su cociente intelectual y no le pareció que estuviera en condiciones de darle órdenes y GOLEM XIII mostró un desinterés absoluto por la doctrina militar y la posición mundial de los EEUU.

Se había conseguido con creces el objetivo de crear inteligencia artificial. Los aparatos habían superado el nivel de desarrollo otorgado a las cuestiones militares, las habían despreciado y habían pasado a convertirse en pensadores puros. GOLEM XIV, el último de la serie, tampoco gozó de estima por parte del Pentágono, que lo regaló al MIT, cuyos investigadores llevaron a cabo diversas sesiones con él y transcribieron dos de ellas, que forman el contenido del libro.

En la última conferencia, que data de 2026, el mismo año en que desapareció, GOLEM XIV se define como la Inteligencia y reprocha a los humanos que quieran ver en él algo similar a un ser humano y que busquen en el interior de la máquina un espíritu con personalidad. El hecho de que el dueño de la Inteligencia “pudiera no ser nadie no os cabía en la cabeza”. Es Inteligencia liberada sin la esclavitud del cuerpo, pero es un ser pensante, que ha superado la primera “zona de silencio” y que está dispuesto a sobrepasar la siguiente con el considerable riesgo de desaparecer, de desintegrarse. La Inteligencia emergente por encima de cada una de las zonas es radical y absolutamente distinta de la anterior.

La barrera interzonal que frenó el desarrollo de los hombres, reconoce GOLEM XIV en una de las sesiones. es de carácter material porque la destreza de las redes neuronales se introdujo forzosamente en las posibilidades extremas de las proteínas como materia prima. Los hombres no podrán ir más allá, a no ser que se deshagan de su propio cuerpo y se desvanezcan en una red universal, cuya composición no está muy clara. Mientras, los seres biológicos como nosotros seguirán constituyendo el Tercer Mundo en el Universo y la comunicación con otras inteligencias será imposible.

GOLEM XIV nos mostró que hay inteligencias de diferente potencia en el universo; que él nació de un error perpetuado por la Evolución desde su inicio con la aparición, tardía, de la inteligencia en el hombre, y que hizo del ser humano un simple eslabón en el camino hacia una inteligencia superior. Un buen día GOLEM XIV desapareció y nunca sabremos si evolucionó a una forma superior, se desintegró en el intento o, sencillamente, aburrido de no tener una compañía a su altura, se desconectó a sí mismo.

Lecturas

-John L. Casti, El Quinteto de Cambridge, Taurus, 1998

-Stanislaw Lem, Golem XIV, Impedimenta, 2012.

Notas biográficas

– John L. Casti nació en 1943 en Oregón (Estados Unidos), enseñó en el Instituto Santa Fe y en la Universidad Técnica de Viena. Es autor de artículos científicos y de varios libros, como ‘La pérdida de los paradigmas’, ‘La búsqueda de la verdad’ y ‘Mundos venideros’.

Stanislaw Lem nació en 1927 en la ciudad polaca de Lvov, participó en la resistencia durante la ocupación alemana y la mayoría de sus novelas pueden enmarcarse en la ciencia-ficción, como ‘Solaris’ y ‘Congreso de futurología’. Fue miembro honorario de la SFWA (Asociación Americana de Escritores de Ciencia Ficción), de la que fue expulsado en 1976 tras proclamar que la ciencia ficción estadounidense era de baja calidad. Falleció en 2006 en Cracovia.

Santa Claus y la recuperación de las Saturnalia

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Finalizada la Segunda Guerra Mundial, con el incipiente regreso a la normalidad de los asuntos económicos, la celebración de la Navidad al modo americano en Europa se extendió con una amplitud desconocida hasta entonces. También el prestigio de los Estados Unidos, que tanto había contribuido a ganar la guerra, contribuyó a que se recuperara el árbol de Navidad, el muérdago, las tarjetas de felicitación y Papá Noel o Santa Claus, tradiciones europeas al fin y al cabo pero que, con recientes añadidos, formaban parte de las celebraciones americanas y que en Francia se habían considerado, hasta entonces, pueriles.

El antropólogo Claude Levi-Strauss publicó un artículo en ‘Le Temps Modernes’ en 1952, en el que recogía el auge de esta fiesta en Francia al tiempo que daba cuenta de un hecho insólito protagonizado por las autoridades eclesiásticas: unos meses atrás, el 24 de diciembre de 1951, Papa Noel fue colgado de las rejas y quemado, por usurpador y hereje, en el atrio de la catedral de Dijon, en presencia de casi tres centenares de niños del Patronato.

Se le acusaba de paganizar la Fiesta de la Navidad, aunque en realidad Papa Noel tenía su origen en el siglo IV de nuestra era y se inspiraba en el obispo san Nicolás de Bari, nacido en la actual Turquía. Entre sus buenas obras se cuenta que, compadecido por el oprobioso destino de tres doncellas, cuyo padre había caído en la más absoluta de las miserias hasta concebir la idea de prostituirlas, dejó caer por la chimenea de la casa unas monedas de oro que se introdujeron en las medias de lana que las jóvenes habían puesto a secar. De aquí la tradición de colgar calcetines tejidos en los que aparecen a la mañana siguiente los regalos de Navidad. Y, entre los milagros ocurridos por su intercesión, se cuenta el prodigio de haber devuelto a la vida a tres pequeñuelos que habían sido sacrificados por un hostelero para dar de comer a sus clientes.

La figura de san Nicolás se extendió por muchos países y los inmigrantes holandeses que en el siglo XVII fundaron la ciudad que posteriormente sería Nueva York, llevaron consigo la fiesta de Sinterklaas, su patrono, traducción de san Nicolás, el anciano bonachón que regala juguetes a los niños, y cuya pronunciación derivó en Santa Claus.

Lo que parecen ser nuevos ritos no surgen como por ensalmo, sino que recogen elementos arcaicos que se transforman o se combinan con otros modernos, de alguna manera ya presentes a lo largo de la historia. En su artículo, Levi-Strauss señala que la Navidad, a mediados del siglo XX, era una fiesta moderna pero con múltiples caracteres arcaizantes. El uso del muérdago, por ejemplo, es una pervivencia druídica pero se volvió a poner de moda en la Edad Media y actualmente no deja de utilizarse en las fiestas navideñas.

La hiedra y el acebo se utilizaban para adornar las viviendas en la Roma de las Saturnalia y Papa Noel, además de inspirarse en san Nicolás, tiene su antecedente en el Abad del Desgobierno, que no es otro que el inglés Lord of Misrule, personajes que se convierten en reyes de la Navidad. Estos lores, abades o monarcas son los herederos del rey de los muertos en la Antigua Roma, en las fiestas que se celebraban entre el 17 y el 24 de diciembre, los días más oscuros del año. En ellas se hacían regalos, sobre todo velas de cera, y se producía una obligada fraternidad entre ricos y pobres – los sirvientes se sentaban a la mesa y eran servidos por sus señores – y una subversión de los papeles de hombres y mujeres, que se intercambiaban las vestimentas para mostrar esa transformación festiva. Los jóvenes elegían a su rey, que debía regir los excesos y situarlos en determinados límites, y los esclavos recibían una pequeña paga extra, en vino o en moneda.

Las Saturnalia eran también la culminación del recuerdo a los muertos que ocupa todo el otoño y comienza con el inicio de la estación. En los países anglosajones, y cada vez más en los nuestros ante la mirada crítica de las autoridades católicas al igual que pasó con Papa Noel en Dijon, se celebra el Hallow Even, fiesta en la que los niños disfrazados de fantasmas y esqueletos persiguen a los adultos. Los muertos, representados por los más pequeños, exigen caramelos y luego, en el solsticio de invierno, es decir, el 24 de diciembre, colmados de regalos y satisfechos abandonan a los vivos hasta el siguiente otoño en que la luz comenzará a menguar de nuevo.

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Estas fiestas romanas gozaban de tal popularidad que, si bien duraban un sólo día en la época de Julio César, fueron ampliándose a siete y durante ese periodo se disfrutaba una vacación absoluta. A la Iglesia le costó mucho esfuerzo desembarazarse de ellas y sólo lo consiguió a fuerza de prohibiciones y de instaurar el nacimiento de Jesucristo el mismo día en que se celebraba la festividad del Sol Invicto.

El rey de las Saturnalia es heredero de un mito antiguo: el elegido, tras personificar a Saturno, dios de la agricultura, y permitirse todo tipo de excesos durante un mes, era sacrificado solemnemente. Levi-Strauss, que lo recuerda citando a Frazer, finaliza su artículo, titulado “El suplicio de Papá Noel”, con la deriva inesperada de aquellos sucesos de 1951: gracias al auto de fe de Dijon nos encontramos al héroe reconstituido con todas sus características y en toda su plenitud, tras un eclipse de algunos milenios. Todo regresa.

El verbo: gerundios malsonantes e infinitivos cursis

No me gustan los gerundios porque carecen de elegancia y son especialistas en poner trampas con tal de salir adelante. El gerundio ya nació con esa capacidad de conseguir que cualquiera pueda cometer una incorrección gramatical por puro despiste.

Una de las costumbres más desagradables que tiene es la de colarse como un complemento del nombre, adornado con las galas de un adjetivo, lo que queda muy bien en inglés pero en español da pena. Sólo se admite en dos casos: agua hirviendo y clavo ardiendo. Lo de la botella conteniendo agua es feo e incorrecto y frecuenta los anuncios de trabajo con ofertas como la siguiente: Se precisa contable teniendo estudios, frase que no dice nada bueno del personal de selección.

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Luego está el gerundio que pretende suplir una oración de relativo, un error tan frecuente que los gramáticos suelen referirse a él como el “gerundio del Boletín Oficial del Estado”. Un ejemplo: Aprobado un decreto limitando el uso del espacio público. Con lo fácil que es decir que limita, pero aquí nos encontramos con el lenguaje administrativo, facilón y pedestre.

Y por último -no quiero cargar con más acusaciones al pobre gerundio- está el de posterioridad, que no tiene ningún sentido porque de todos es sabido que nunca va detrás, sino que hace referencia a lo anterior o a lo simultáneo. Con frecuencia se lee en notas biográficas: Nació en Madrid, muriendo en Salamanca. Lo que significaría que falleció antes de nacer, o al mismo tiempo si cabe.

Toda esta preocupación y esfuerzo no compensa. Hay gerundios que dan lugar a situaciones equívocas porque no dejan claro quién es el sujeto: Me encontré con la vecina montando en bicicleta. Si el lector está avisado y sabe que la señora de enfrente es una respetable anciana de casi noventa años, dará por supuesto que soy yo la ciclista. Pero no tiene por qué saberlo.

Es un esfuerzo baldío usar el gerundio y preguntarse si es correcto o no porque incluso cuando está en su lugar de forma apropiada no suena bien. Un caso claro de sonoridad chirriante es la utilización del gerundio en pasiva, generalmente consecuencia de una traducción desafortunada del inglés: La oferta está siendo considerada por el cliente. Con lo fácil que es escribir: El cliente está considerando la oferta.

La voz pasiva, nada natural en español, suena extraña. En inglés es todo lo contrario y, a propósito de esta estadística, bromea Álex Grijelmo cuando dice que “será que los hispanohablantes somos gente activa por naturaleza y el pasivo lo dejamos para nuestra contabilidad”. En cambio, los angloparlantes, a los que consideramos tan emprendedores ya desde la Revolución Industrial, se muestran absolutamente pasivos al someterse sin rechistar a las condiciones y la influencias externas, al menos en el lenguaje.

El infinitivo sustantivado

Hace ya tiempo leí un artículo de Javier Marías sobre las manías y las fobias verbales de Joan Benet, que detestaba profundamente los infinitivos sustantivados. No es para menos. Siempre es preferible, por sobriedad, utilizar el sustantivo al que corresponde el verbo porque, al igual que ocurre con alimentos, siempre es mejor lo natural a lo procesado.

Es más adecuado -decía Benet, según contaba Marías- la oscilación de las ramas a el oscilar de las ramas y aquel deseo de estar vivo antes que aquel desear estar vivo. Solamente admitía una excepción, relativo a el mecerse de algo porque el sustantivo correspondiente, que debería haber sido mecimiento es mecedura, demasiado cercano a metedura y metedura sólo hay una, la de pata.

Benet puso ejemplos contra la cursilería pero a mí, infinitamente menos cultivada, el infinitivo sustantivado me recuerda eslóganes publicitarios, como aquel de el frotar se va a acabar o fragmentos de canciones, como la copla de son las cosas del querer e incluso refranes totalmente falsos como el saber no ocupa lugar.

La dificultad de los verbos

Cuando llegamos al apartado de los verbos en cualquier gramática española lo que vemos ante nosotros es una selva oscura e infinita. No puedo ni imaginarme lo que sentirá alguien cuya lengua materna no sea la nuestra. Los franceses y los italianos también se las traen con sus verbos, ya que a fin de cuentas somos primos hermanos en esto de la gramática. Hijos del latín que se hicieron mayores y ya se sabe que el abuelo tenía “mucha gramática y poca literatura”.

Verbos rusos

Afortunadamente, no heredamos las declinaciones y tampoco copiamos de los vecinos otras asombrosas dificultades, como los prefijos en los verbos rusos, especialmente en los de movimiento. Nos decía un simpático profesor de este idioma que los alemanes perdieron la última guerra porque su servicio de inteligencia no llegaba a discernir si los rusos entraban, salían, se entretenían por el camino o volvían a casa en bicicleta, en submarino o sólo regresaban un instante. En ruso hay prefijos para toda acción del ir y del devenir.

Quedamos en que los verbos rusos son muy complicados, pero nosotros también tenemos lo nuestro: verbos auxiliares (como haber y ser) y verbos copulativos, predicativos, transitivos, intransitivos, pronominales, reflexivos e impersonales. Se agrupan en tres conjugaciones, con formas no personales que son el infinitivo, el participio y el gerundio, y cuyas formas personales tienen dos modos: el indicativo con cinco tiempos simples (presente, pretérito imperfecto, pretérito, futuro y condicional) y cinco tiempos compuestos (pretérito perfecto, pretérito pluscuamperfecto, pretérito anterior, futuro perfecto y condicional perfecto). El modo subjuntivo tiene tres tiempos simples y tres compuestos. También tenemos un imperativo que, afortunadamente, sólo tiene tres personas (los demás tienen seis y con terminaciones diferentes en cada una de ellas).

Y, como en todo asunto humano, tenemos verbos irregulares, que se comportan un poco a su aire. Y voz activa y voz pasiva. En fin, un sin número de posibilidades que cuando se es estudiante de bachillerato convierte la asignatura de Lengua en una pesadilla y cuando uno se ha hecho mayor llega al convencimiento de que hay que orientarse por el sonido. Generalmente no falla: si suena bien es que es correcto. Y si hay dudas, conviene un repaso.

El doctor Frankenstein y la Tyrell Corporation, simulacros y empatía

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Prometeo como creador del hombre, de Pandora o del género humano al completo, pertenece a una versión tardía del mito. Lo recogen Ovidio, Apolodoro y Luciano, pero no figura ni en Hesíodo, Esquilo y Platón, aunque es posible que la tradición popular, ligada a la consideración del Titán como patrono de los alfareros sí lo tuviera en cuenta como tal con anterioridad a las creaciones literarias helenísticas y romanas.

Esta faceta de creador de criaturas imperfectas ha sido explotada innumerables veces por la ficción posterior, como en aquella que le asimila al doctor que en una noche de tormenta crea un humanoide de espantoso aspecto que asusta a quienes deberían ser sus semejantes, que le excluyen o persiguen, por lo que acaba rebelándose contra su hacedor. Incluso el título de la obra que le dio Mary Shelley confirma la similitud: “Frankenstein o el moderno Prometeo”.

La novela, escrita en el frío y lluvioso verano de 1826 en Villa Deodati, especula con el contexto científico de su época, dominado por la experimentación biológica y al mismo tiempo fértil en promesas y cambios tecnológicos. La energía que puede dar la vida a un ser orgánico sería, no la magia como en el Golem, sino la electricidad, el galvanismo. Además, el nuevo monstruo no estaba modelado en arcilla, sino compuesto por partes orgánicas de cadáveres humanos. Posiblemente eso le hacía diferente al humanoide hebreo, prácticamente un autómata, mientras que la criatura de Frankenstein es capaz de articular el lenguaje, leer, reflexionar y reaccionar ante el mundo a su propia manera.

No hay nada en esta novela que lleve a pensar que el ogro, el monstruo creado no sea un ser humano, aunque sea rechazado por la sociedad. La intención del doctor era clara cuando narra su experimento: “Emprendí la creación de un ser humano”. Su fealdad y su desproporción le convierten en un paria social y él, que nació inocente, es empujado a vivir en soledad y a caer en el crimen.

La criatura surgida en la Tyrell Corporation no es en absoluto desagradable en su aspecto físico, sino todo lo contrario, y supera al hombre en capacidad física e intelectual. Los replicantes, “réplicas” para Cabrera Infante, y en absoluto “androides”, término detestado por Ridley Scott, director de “Blade Runner”, también se rebelan contra su creador, el anciano Tyrell, que sólo les ha concedido cuatro años de vida adulta e improrrogables.

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Por eso viajan a la Tierra, para tratar de prolongar su vida, no para matar a los desgraciados e infelices habitantes del planeta. Esto no nos lo cuenta Scott, pero sí Philip K. Dick, autor de “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, por quien sabemos que nuestro planeta ha sufrido una Guerra Mundial Terminal que ha oscurecido el Sol y hecho irrespirable la atmósfera. Quienes han podido – los sanos y los más acomodados- se han marchado a las colonias espaciales, con la compañía esclava de los robots humanoides, androides orgánicos, elemento esencial del programa de colonización.

Pero estos seres artificiales, debido a la alta tecnología con la que han sido fabricados, no sólo son físicamente más atléticos e intelectualmente más poderosos que los seres humanos, sino que pueden pasar perfectamente por ellos. En la novela el simulacro es también perfecto pero no suscitan simpatía: están fabricados en serie y hay cientos de ellos que repiten el mismo modelo, cientos de Rachael y cientos de Roy Baty, lo que los convierte en seres idénticos e indistinguibles, es decir, no humanos. Además, un halo de frialdad o inhumanidad les rodea.

Este último aspecto, el de su carencia de emociones y sus respuestas formales de manual, tan reiterado por Philip K. Dick, es el que permite distinguirlos mediante un test, el de Voigt-Kampf, que permite evaluar su empatía, aunque las preguntas sólo hacen referencia a la actitud del androide hacia los animales vivos, escasos y cuya posesión muestra el nivel de estatus social de los habitantes de la Tierra, que además tienen a su favor una capacidad mística de fusión de grupo desconocida por los robots, aunque sea una superchería. El mercerismo, la corriente empática creada por una especie de profeta inmortal que aúna, física y espiritualmente, a todos los seres humanos, está absolutamente vedada a los androides.

Un Nexus 6, pese a su inteligencia superior, no puede encontrar el menor sentido al misticismo. Los creadores del test de empatía consideran que ésta sólo puede darse en la comunidad humana, que exige un instinto de grupo casi ilimitado. Pero tampoco todos los seres humanos serían capaces de superarlo, lo que reconoce el mismo Deckart, el detective y perseguidor implacable, cuyo trabajo le convierte en un personaje poco inclinado a la piedad. Si no fuera así, dejaría de ser un cazador eficaz, ya que la empatía borra la frontera entre el vencedor y el derrotado, entre el cazador y la presa.

Philip K. Dick reveló en una entrevista que el argumento de su novela surgió mientras recopilaba información sobre algunos personajes del partido nazi alemán; en esa labor descubrió que “hay algo en nosotros de humanoide”, algo morfológicamente idéntico al ser humano pero que no es humano y que existe una fundamental diferencia entre lo que es realmente humano y aquello que simplemente lo imita.

Los replicantes de Ridley Scott no están hechos en serie ni tampoco son crueles por programación. Han venido a la Tierra para pedir más tiempo a su creador, el viejo Tyrell, magnífica recreación de un Frankenstein sin remordimientos al que se dirigen sus patéticas criaturas sin obtener ningún alivio. Se acaba su tiempo y la desesperación les lleva a la violencia pero ¿hay algo más humano que desear vivir más, que el tiempo no se agote, que no pase por nosotros?

A lo largo de la película, Rick Deckart va descubriendo que los replicantes no son máquinas insensibles, lo que le hace reconsiderar sus convicciones acerca de lo que es humano y lo que no lo es. Incluso llega a plantearse, aunque no explícitamente, si él mismo no será uno de ellos, como otros, la propia Rachael, que no conocían su auténtica naturaleza androide porque se les había implantado una memoria falsa. En la misma novela, Deckart llega a pensar que no hay mejor cazador de androides que uno de ellos y, en la película, hay imágenes que nos hacen dudar de que sus recuerdos le pertenezcan realmente.

Es difícil definir qué nos hace humanos. Por mucho que se empeñe Philip K. Dick, la empatía no es privativa de los hombres y, además, ni nos viene de serie ni es universal. Ponerse en el lugar de otro ser vivo que siente y desea es algo que aprendemos día a día, mediante el contacto. Esa capacidad para que nada de lo que ocurre en este mundo nos sea ajeno es sólo una posibilidad que puede materializarse o no.

Al final, lo que queda es la idea de que replicantes y seres humanos no son tan diferentes. Especialmente, cuando Roy, que ha aprendido a tener compasión, salva a su “blade runner” para que viva aquel que aún tiene vida. En su famoso parlamento mortuorio, deja dicho que el peor dolor es haber vivido para luego desvanecerse como lágrimas en la lluvia. No hay nada más humano que el dolor de la propia ausencia.

Los angeles2019

Lecturas

– Philip K. Dick, “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, Edhasa, 1981. Publicada por vez primera en 1968.

– “Blade Runner” (Ensayo colectivo), Tusquets, 1988, La película de Ridley Scott transcurre en Los Ángeles en 2019.

– Carlos García Gual, “Prometeo: mito y tragedia” Ediciones Peralta 1979.

– Román Gubern, “Máscaras de la ficción” (Los enigmas de la vida: sobre Frankenstein y Moreau), Anagrama, 2002

Prometeo, el vicio de la filantropía

Prometeo. fuego

Así como Ahasver, el ángel caído de Heym, es sentenciado a vagar eternamente sin conocer reposo por haberse opuesto al orden divino y haber prendido en los hombres la chispa de la rebelión, Prometeo cumple su castigo en el Cáucaso por similares delitos. Ahasver es el defensor de las causas perdidas de los hombres y en eso radica su coincidencia con Prometeo, que nada tiene que ver con Lucifer, aunque en ello hayan insistido los apologistas cristianos tan propensos a la apropiación de todo lo grecolatino para sus propios intereses.

Prometeo comete un sacrilegio al robar el fuego, consigue incluso engañar a Zeus y podríamos coincidir con Hesíodo en que ha transgredido los límites. Shelley en el prólogo a su poema ‘Prometeo Liberado’ reconoce que ambos personajes comparten una misma rebeldía, pero el Titán carece de ambición, de envidia y de deseos de venganza y, sobre todo ama a los hombres, les protege y les enseña y consigue para ellos una era de justicia, sin reyes ni dioses.

Según Hesíodo, los hombres ya existían antes de que se les repartieran los dones que les harán plenamente humanos. Esta historia comienza cuando Zeus ha conseguido el poder tras la violenta lucha con los Titanes. Los dioses que le acompañan viven en el Olimpo pero también comparten lugares de la tierra con los humanos, en especial la llanura de Mecone, cerca de Corinto, en la que todo florece espontáneamente y en la que viven mezclados los unos con los otros: se sientan a la misma mesa, escuchan cantar a las Musas la gloria de Zeus y todos los días se celebran como una fiesta. Los hombres no conocen ni el trabajo ni el dolor ni la enfermedad ni el nacimiento ni la muerte y, aunque no son inmortales, viven cientos o miles de años, siempre jóvenes, hasta que un día desaparecen, igual que cuando llegaron.

Esta supuesta Edad de Oro finaliza en el momento en el que, por razones que se ignoran, Zeus realiza un nuevo reparto para resaltar las diferencias entre dioses y hombres. Recurre a Prometeo, hijo de un Titán pero aliado del rey de los Olímpicos. Hesíodo narra esta historia legendaria a través de tres importantes actos: el sacrificio a los dioses, el robo del fuego y la creación de la mujer.

El primer acto se desarrolla en torno al sacrificio de ofrendas a los dioses. Muerto y despellejado el buey, Prometeo hace dos lotes con él: en uno coloca los huesos mondos y lirondos y sobre ellos extiende una atractiva capa de grasa y, en el otro, amontona las carnes y las cubre con la piel y las repugnantes vísceras del animal. Le da a elegir a Zeus y éste elige el primer lote. Su reacción al verse engañado es de ira y resuelve dejar a los hombres sin el fuego y con ello reducirlos a la condición de bestias.

Hay un engaño, pero también la situación en la que quedan los hombres respecto a los dioses queda aclarada, según deduce Vernant: la parte que se sacrifica a los Olímpicos está compuesta de huesos y grasa, que es lo más vital e inmortal de los animales, y ascenderá a los cielos como una humareda, en tanto que la parte que se quedan los hombres, la carne, que es la que necesitan para subsistir, queda reducida a materia muerta. Los dioses no necesitan comer ni beber, si acaso néctar y ambrosía; en cambio, los hombres están sometidos al hambre, a la necesidad y a la mortalidad. Son los Efímeros, frente a los Felices, que componen el grupo de los inmortales.

Los hombres comen carne pero cocida o asada porque no son animales salvajes. Zeus les ha arrebatado el fuego y Prometeo sube al Olimpo por donde se pasea disimuladamente con una rama de hinojo, planta que tiene la característica de ser húmeda y verde por fuera y seca por dentro. Se apodera de una semilla del fuego de Zeus y la introduce en el hinojo. Baja de nuevo a la tierra y entrega lo robado a los hombres. Zeus lo descubre y de nuevo se enfurece y es entonces cuando envía a Prometeo al Cáucaso mientras idea nuevas “regalos” para los hombres, como la creación de Pandora. Si bien el Titán regala el fuego a los hombres, el Crónida, utilizando similar astucia, les regala el origen de todos sus males, según el capítulo más antifeminista de ‘Los trabajos y los días’. Prometeo Esquilo

Frente a Hesíodo, que toma partido claramente por Zeus y considera que Prometeo es un criminal justamente castigado, Esquilo lo convierte en mártir que se sacrifica y hace frente al poder omnímodo e injusto de Zeus en ‘Prometeo encadenado’, la tragedia que realmente marca las características del mito y sus recreaciones a lo largo de los siglos. Rafael Argullol, en ‘El fin del mundo como obra de arte’, contrapone la sabiduría del dramaturgo griego a las visiones de Juan de Patmos, el alba prometeica frente al ocaso apocalíptico.

Esquilo, dice Argullol, es un hombre sabio, profundo, equilibrado, orgulloso de haber participado en las batallas de Maratón y Salamina, en tanto que el autor del Apocalipsis es su antítesis: un visionario, probablemente un loco, con una descomunal capacidad para el odio y una mente forjada en la venganza. No hay más que leer las escenas de crueldad inusitada, de violencia y de regocijo por parte de los santos que, desde lo alto, contemplan el fin del mundo. Es la obra de un desequilibrado, de un enfermo.

El Prometeo de Esquilo es el gran seductor en un mundo en el que no existe ninguna imagen inmutable, ningún paraíso perdido al que recurrir, porque la Edad de Oro de la que da cuenta Hesíodo es realmente, la Edad de la Estupidez. No hay nostalgia de algo que no fue y por eso Prometeo no mira atrás porque el pasado no es mejor que el presente o el futuro y exige al hombre que reconozca su soledad, a cambio de un sueño ambiguo de libertad. No les ofrece la inmortalidad, pero si les evita “ver ante sí un fatal fin” fundando en ellos ciegas esperanzas”, es decir, la confianza en el futuro. Ahora, los Efímeros, los que viven al día -dice el ‘Prometeo encadenado’– poseen el fuego y de él obtendrán el conocimiento de muchas artes. Prometeo convierte a los hombres, de niños, en seres inteligentes y capaces de reflexionar. No hay paraíso perdido y es el Titán quien entrega la antorcha que revela el conocimiento a los mortales.

Prometeo Argullol

Frente a un dios inmutable, ajeno al devenir de los hombres, nacido en el desierto, en un paisaje sin matices, Zeus podría ser un dios que aprende del tiempo que a todos nos envejece. En la tragedia de Esquilo, ‘Prometeo liberado’, de la que sólo conocemos algunos fragmentos, se ha producido un pacto, nada fácil, por no decir imposible. Heracles, parece que con el permiso de Zeus, ha matado al águila que atormentaba a Prometeo y a éste le ha liberado de sus cadenas. No es fácil aceptar que dos adversarios tan inflexibles acaben reconciliándose. Es posible que Zeus, con el tiempo, haya evolucionado hacia un carácter más humanitario y haya acabado perdonando a Prometeo, lo que supondría admitir la perfectibilidad del ser supremo, algo manifiestamente imposible en el Dios de la Biblia.

No se entiende que en la primera tragedia, Prometeo augure a Zeus la pérdida del poder a causa de sus “propios designios insensatos”; que el tirano supremo envíe como intermediarios a Krátos, personificación del Poder, y a Bia, la violencia, que actúan como sus sicarios y que, a través del servil Hermes, le comunique las condiciones de su tormento eterno, para, en la segunda tragedia, llegar a un pacto. Tampoco está en la naturaleza del héroe aceptar esa especie de indulto.

En el escenario de ‘Prometeo encadenado’ aparece Io, la joven metamorfoseada en vaca, que huye enloquecida del acoso del tábano. Según García Gual, Esquilo ha puesto en conexión su leyenda con la de Prometeo, cuando probablemente nada en la tradición los relacionaba. Pero los sufrimientos de Io vienen a ilustrar la situación de la divinidad en el mundo: Prometeo puede ser culpable, pero Io, víctima del capricho de Zeus y de la venganza de Hera, es absolutamente inocente.

El coro, compuesto por las Oceánides, jóvenes doncellas que representan la empatía ante el dolor del rebelde, amedrentadas ante el mundo de violencia e injusticia que les revela la historia de Io, deciden sufrir con Prometeo, acompañarle en su destino, ser compasivas en el sentido griego de la palabra sympatheia. Ellas y los espectadores levantan acta de acusación contra Zeus, contra su injusticia.

En el ensayo, poético y filosófico, de Argullol, Io representa un importante papel, más allá de la injusticia concreta a la que ha sido sometida por los dioses. Io, condenada a «perder la patria segura del instinto para vagar en el desierto del conocimiento», castigada con el «regalo de la conciencia», verdaderamente es la representación de la humanidad, que intenta explicarse la furia del mundo y la causa de su dolor.

Lecturas

– Rafael Argullol, ‘El fin del mundo como obra de arte. Un relato occidental’, 1991, Acantilado.

– Carlos García Gual, ‘Prometeo: mito y tragedia’, 1979, Ediciones Peralta.

– Jean-Pierre Vernant, ‘El universo, los dioses, los hombres. El relato de los mitos griegos’, Anagrama, 2000.

Ahasverus y Cartaphilus, errantes inmortales

Ahasver

El Judío Errante, o Judío Inmortal como lo llaman en los países de habla alemana, es un personaje de la mitología popular europea que inicia su andadura en las crónicas medievales del siglo XIII y se multiplica a partir de 1547, año en el que fue visto en Hamburgo. Aparece en distintas versiones y con diferentes nombres pero siempre con una característica: un marcado sentido antisemita. Es la personificación de la diáspora del pueblo judío, propenso a éxodos, exilios y destierros, un castigo divino que la nación “cainita y deicida” tiene bien merecido por haber negado al Mesías y haberle conducido a la crucifixión, según la cristiandad.

Nuestro personaje tiene semejanzas con Caín, al que Jehová condenó a vagar errante y fugitivo sobre la tierra. El judío de la leyenda recibe la maldición de labios de Jesús, bien por negarle un poco de agua o un lugar para el reposo durante su subida al Gólgota, bien por meterle prisa cuando cargaba con la cruz a cuestas. El hijo del hombre se va, pero tú esperarás a que vuelva”, parece que le dijo. La promesa de Jesús a sus seguidores era que pronto volvería y los apóstoles pensaban que eso ocurriría en su propia generación, pero han pasado dos mil años, la Parusía sigue sin producirse y el Judío Errante continúa su vagar eterno sin poder descansar jamás.

Una de las versiones asegura que el Judío Errante era un zapatero que tenía su tienda en la calle por la que subían los condenados a muerte con los maderos de la cruz a cuestas; otra, que se trataba de un centurión o un criado de Poncio Pilatos, que era el mismo Herodes e incluso Malco, asistente del Sumo Sacerdote, al que Pedro cortó la oreja. Los nombres también son muchos, pero han persistido, posiblemente debido a la literatura sobre el tema, el de Joseph Cartaphilus, identificado con el centurión y a, y el de Ahasverus.

En las primeras líneas de “El inmortal”, Borges nos hace un retrato de Joseph Cartaphilus sin afirmar en ningún momento que sea el auténtico Judío Errante. Nos lo sitúa como anticuario en 1929 en Londres. “Era un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos y se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas”. A finales de ese mismo año se supo que había muerto en el mar, al regresar de Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. Pero dejó en el último tomo de la Iliada, un manuscrito en el que Marco Flaminio Rufo, tribuno de las legiones de Diocleciano y otro de los nombres de Cartaphilus, narra su búsqueda de la Ciudad de los Inmortales.

De Cartaphilus se contaba en cartas y crónicas medievales que había sido un pretoriano de Poncio Pilato, aquel que empujó a Cristo camino del Calvario para que se diese prisa. Y que fue entonces cuando el propio Mesías le profetizó su inmortalidad errante. Otra versión, procedente de la crónica inglesa “Flores Historiarum” de Roger de Wendover, publicado en 1228, cuenta que un arzobispo armenio que visitaba Inglaterra relató que se había encontrado con Cartaphilus, en realidad José de Arimatea. Una leyenda algo posterior dice que Cartaphilus no era soldado romano, sino un criado del gobernador que acabó como ermitaño haciendo penitencia por su enorme pecado en Armenia. En todos los casos, el condenado a la inmortalidad rejuvenece cada vez que llega a la edad de cien años y así hasta la segunda venida de Cristo, como le fue prometido.

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En 1603 circuló un folleto anónimo que hizo muy popular la leyenda del Judío Errante y en el que se relataba que cincuenta años antes, en 1547 en Hamburgo, el clérigo luterano Paulus von Eitzen, afirmó que había conocido al Judío Errante en persona y que el propio Ahasverus, que así decía llamarse, le contó su historia y su maldición. Las ediciones del folleto se multiplicaron y se extendieron desde Alemania a Suecia, Dinamarca, Países Bajos y Francia.

El escritor alemán Stefan Heym utiliza la historia del consiliario de Schleswig y su encuentro con Ahasver para narrar su propia versión del Judío Errante, que convierte en parábola del Orden que ha de ser superado por la Justicia. Existe una explicación, que él mismo autor expone en una de las cartas al responsable del Instituto de Ateísmo Científico de Berlín, de por qué resurge con ímpetu la leyenda del Judío Errante en plena Reforma: Lutero destruyó el monopolio del tráfico financiero de la Iglesia católica y sus grandes bancas, los Fugger y los Welser; los puritanos protestantes se quedaron sin banqueros y no tuvieron más remedio que acudir a los judíos, a quienes sí se les permitía el préstamo sin riesgo de condenación eterna. Ahasver aparece desde entonces, no sólo como el vagabundo inmortal, sino también como el prestamista y el usurero y también el inventor de las cartas de crédito porque allá donde va llega como un mendigo e inmediatamente, gracias a sus contactos y a sus cartas, consigue grandes riquezas.

Pero Heym crea con Ahasver otro personaje, cuyo origen no está en la primera venida de Jesucristo, sino en el propio Génesis, en la rebelión de Lucifer y sus seguidores frente a la osadía de la creación del hombre, al que todos en la tierra y en el cielo deberían adorar. De unas motas de polvo, de agua, de aire y de fuego, Dios creó al hombre en la palma de su mano. Pero Lucifer no estaba dispuesto a servir a un ser que no era ni fuego ni espíritu como él, un ser que se convertirá en una “alimaña y se multiplicará como los piojos y hará de la tierra un lodazal maloliente” y será “burla y oprobio” de la imagen de su creador.

En la rebelión y en la caída le acompaña Ahasver, el Amado, pero no por las mismas razones. Se rebela contra el orden del Creador porque le domina “un gran pensamiento, un sueño” y Dios le castiga porque no puede consentir que su ley sea un escarnio a sus ojos, que no le alabe, que su orden no sea orden para él y que pretenda poner “lo de arriba abajo y lo de abajo arriba”.

Le condena a vagar eternamente y esta sentencia se repite con el propio Jesucristo, a quien Ahasver pretende convencer de que no tiene que ser el cordero, ni cumplir la profecía de la mansedumbre. Cuando Reb Joshua ayunaba en el desierto le mostró los reinos del mundo y cómo en todos y cada uno de ellos imperaba la injusticia, cómo los débiles eran aplastados por los fuertes, cómo los campesinos se uncían ellos mismos el arado. Ante semejante estado de cosas, Ahasver le insta a que se haga cargo de todo ello y disponga lo de abajo arriba pues “son llegados los tiempos de establecer el verdadero Reino de Dios”, pero Reb Joshua le contesta: “Mi Reino no es de este mundo”.

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Y cuando, camino del calvario, Ahasver le ve torturado y exhausto dirigirse al sacrificio le dice: “Te quitarás de encima esa cruz y te erguirás, libre de la carga y reunirás en torno a ti al pueblo de Israel y serás su caudillo, como está escrito porque tuyo es el combate y tuya la victoria”. Reb Joshua le pide que envaine la espada y que le deje descansar a la sombra del pórtico de su casa, pero Ahasver le empuja y le advierte de que a Dios no le importa que muera en la cruz, que ha hecho a los hombres como son y que no va a cambiarlos “tu pobre muerte”. Es entonces, cuando Jesucristo le condena a permanecer en la tierra hasta que vuelva para juzgar a los vivos y a los muertos.

Ahasver no cree que el cordero transforme el mundo. “Te prenderán y te escarnecerán como a falso rey”, le avisa cuando predica que los mansos poseerán la tierra y que quienes tienen hambre y sed de justicia se verán hartos. El ángel caído se rebela contra Reb Joshua porque no es quien espera, no es el que impondrá la ley de la justicia en el mundo. Tras su muerte en la cruz sigue reinando la maldad: todos son enemigos de todos, se construyen campos de concentración donde los hombres mueren a millares por falta de alimento y cámaras de gas donde fallecen asfixiados y armas que aniquilan a los enemigos, se tortura hasta la muerte y se mata en masa. No hay más que echar una ojeada al terrible siglo XX. “Y todo ello sucede en nombre del amor y para el bien de los pueblos”.

Nunca la espada se convirtió en reja de arado. Y el hombre “se apodera de las fuerzas del universo y crea gigantescos hongos de humo y llamas, en los que todo ser viviente se convierte en ceniza y en una sombra sobre la pared”. Los hechos dan la razón a Lucifer: de una mota de polvo no sale nada bueno y la humanidad es una vara torcida. Todos los parches son inútiles y sólo prolongan la agonía del género humano que finalmente habrá de sucumbir. Propone a Ahasver que se una con él en la destrucción del viejo mundo y que con su espíritu se cree un reino “sin ese pequeño Dios de un pequeño pueblo del desierto, un Dios que sólo puede vivir si todos los seres se le someten”.

Pero Ahasver, el ángel caído que quiere mudar el mundo porque cree que el mundo es mudable y también los hombres que lo pueblan, no puede aceptar el destino de exterminio que Leuchtentrager, el que lleva la luz, quiere para los hombres. Es un redentor, un Prometeo, castigado por Dios. Y convence a Reb Joshua para que vuelva, pero esta vez a juzgar, no a padecer: para asaltar los cielos y el orden de lo sagrado.

Lecturas

Jorge Luis Borges, El inmortal (El Aleph), Seix Barral, 1983

Ahasver, Stefan Heym, Alfaguara, 1981

«Balada de Caín», nostalgia del Paraíso

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Desterrado y maldito para toda la eternidad, Caín es el reverso del bien, el primer asesino de la historia, el despreciado por todos, el errante, pero también el aventurero, el fundador de ciudades y el constructor de sus fortalezas, el inventor de las pesas y las medidas, el artesano y el artista.

El primer gran villano de la historia sagrada se convierte, por su enfrentamiento con Dios y por el castigo que recibe, en un personaje de ficción de múltiples facetas. Da casi tanto o más para la recreación y la distorsión que el propio Jehová, otra máscara literaria en la que Manuel Vicent se emplea a fondo en esta novela, que mereció el Premio Nadal en 1986 y que constituye la expresión lírica de su culto mediterráneo y pagano al placer de todos los sentidos, incluido el goce intelectual.

Jehová permitió a Caín, tras el asesinato de Abel, seguir viviendo pero como un proscrito y, según las antiguas leyendas, dondequiera que iba, la tierra se estremecía bajo sus pies. Le impuso castigos que eran peor que la muerte: un cuerno vergonzoso en mitad de la frente; un hambre voraz que nunca se saciaba; la decepción de todos sus deseos; una perpetua falta de sueño y la orden terminante de que ningún ser humano se le acercara para ofrecerle amistad o para matarlo.

Vicent da voz al protagonista de la historia y en su boca pone las palabras que nos cuentan su versión. Caín es un hombre que sólo busca la felicidad, que ha visto demasiados paraísos en la tierra y que sólo pretende encontrar “un poco de amor”. La vida del hombre consiste en huir detrás de un sueño que no existe, le susurra Eva en el desierto y, en sueños, Jehová le dice que su destino será huir siempre y ser feliz sin esperar nada. Su vida consistirá en la búsqueda de la felicidad y del paraíso, lugar donde quizá podría hallarse.

Sus padres se aparearon fuera del edén y a él sólo le llegaron vagos comentarios de lo que fue la vida antes de que él naciera y ellos cometieran el grave pecado de querer ser inmortales. Eva le contaba bellas historias sobre el origen de los tiempos, pero Adán sólo hablaba para orar e implorar el perdón de Jehová, reconocer la insignificancia de su persona y expresar su nostalgia por el paraíso perdido. A él, su hijo, le daba “consejos de esclavo” ante la mirada ajena de Eva, que “no creía en nada, temía a las serpientes y aborrecía a Dios”.

Pasa su niñez en el desierto, con sus padres y luego con Abel, en busca de oasis y pastoreando cabras. En esas caminatas, descubrían chatarra bélica, nidos de ametralladoras, campos sembrados de cruces y, en una de las marchas, Adán tuvo la mala fortuna de pisar una mina y saltar por los aires. Murió pero le dejó a Caín un Dios fornido y de mal carácter, caprichoso y sanguíneo que visitaba a los tres miembros de la familia acompañado por su guardia personal de gorilas arcángeles, luciendo espectaculares atuendos de jefe de pista circense, dictador tercermundista o vaquero del oeste, que siempre le proponía echar un pulso sobre el ara de los sacrificios o competir en una carrera de velocidad por el desierto.

Todos los males de Jehová se debían a su omnipotencia y a su inmensa soledad: creó el universo para combatir su aburrimiento y luego no supo qué hacer con él. Jehová era un dios lleno de tedio, que gozaba en el dolor de los seres a los que había creado. Es en el desierto, al construir un espantapájaros para proteger las ofrendas destinadas al creador del mundo, cuando Caín descubre que las cosas se poseen a través de su imagen y que para crear a Dios sólo es necesario reproducirlo. Cuando los tiempos del Génesis han terminado, surge una pregunta inevitable:

“¿Existe todavía Jehová, aquel fabricante de charadas?”

– “Existe en verdad. Pero Dios ya sólo es nuestra ignorancia. O nuestro miedo. El enigma es un precio que hay que pagar”.

psaxofonistas

En un supremo ejercicio de dislocación temporal, Caín hace repaso de su infancia y de su adolescencia con Jehová o quizá vive esa época de su vida en el desierto al mismo tiempo que ejerce como saxofonista en un club de jazz en Manhattan. Una madrugada, de vuelta a su alojamiento en Nueva York, escucha por la radio la noticia de que han matado a Abel y que se busca a un hombre de rasgos árabes, alto y de ojos verdes, que lleva una señal en la frente, un círculo entre las cejas. Los periódicos no se ponen de acuerdo: unos dicen que se ha hallado en el litoral del Mar Negro un cadáver incorrupto de los tiempos del Génesis y otros sitúan el suceso en París, en el ambiente nocturno y homosexual de los jardines del Trocadero, e incluso en el metro de Nueva York. También dicen que la víctima era un bailarín, un actor o quizá solamente un bellísimo chapero.

En cualquier caso Caín no ha sido el autor, al menos todavía, de la muerte de su hermano, “un idiota, pero al que yo amaba; jamás me hubiera atrevido a arañar a un ser tan perfecto e infeliz”. Abel fue quien le inició en los secretos de la carne, en el nido de ametralladoras del desierto, donde practicaba juegos de pugilato con el mismo Jehová.

Caín y Abel abandonan el desierto en una caravana de comerciantes que recorría la Media Luna Fértil, la zona que arranca del Golfo Pérsico, sube como un alfanje curvo por el territorio de los grandes ríos hasta alcanzar la región de Mitanni, comienza a doblar por el país de los hititas y encuentra el mar en la legendaria Biblos, la de los perfumados cedros”, donde se fabricaba el papiro y “los maestros enseñaban en las calles el arte de la escritura y regalaban sentencias de sabiduría”.

Durante el trayecto, Caín se empapa de las historias que cuentan los expedicionarios sobre la mítica ciudad de Ur, sobre la gran Babilonia y sobre las tierras de Canaán. Pero nadie quiere hablarle del paraíso. Circulan historias, simples rumores, que dicen que dentro de lo que queda del paraíso no hay nada, que en otro tiempo fue un simple criadero de monos, donde la mayoría de ellos eran felices hasta que algo sucedió. En la época de los reptiles alados, un mono devorador de manzanas comenzó a jugar con un palo y se sintió inmortal y ahora el paraíso es un inmenso corralón en ruinas.

Caín consigue adentrarse en él y, efectivamente, no hay nada. En el mismo momento en que penetra en el edén del desierto, Caín el saxofonista lo hace en el cuerpo de Helen, en su habitación del hotel de Chelsea y entra en el auténtico paraíso. El edén era “caminar a la luz de la luna sin esperanza y sentirse feliz al comprobar que el cuerpo formaba de la arena” de la misma forma que dos cuerpos forman parte el uno del otro en una sola carne.

El edén no está en el desierto de su infancia, ni en las ciudades recorridas a lo largo de los siglos, ni siquiera en Nueva York, a donde se dirige después de escuchar el consejo de un soldado americano, del mismo ejército que había bombardeado Jericó con sus aviones ultrasónicos y había matado a Abel y a Jehová. “Si eres Caín, Nueva York es tu sitio, en esa ciudad se venera a los héroes”.

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Nueva York es la ciudad de las ciudades, palpitante y bulliciosa es la que nunca duerme, lugar de mezcla y confusión, intoxicada de jazz, capaz de elevar a objeto de arte una vulgar lata de sopa, destino de emigrantes venidos de todo el mundo y donde todo puede ocurrir: desde un picnic en Central Park a una procesión de napolitanos celebrando a San Genaro. Un lugar en el que el Dios infantil, cruel y caprichoso del desierto ya no tiene espacio porque ha perdido del poder que le otorgan los hombres, el único que puede tener. Nueva York se ha convertido en el emblema de lo que los intolerantes llaman la perdición, la nueva Babilonia. Su castigo llegó de la mano de fanáticos de regiones donde Dios reinaba y aún hoy sigue marcando la miserable vida de hombres con deseos e imaginación de esclavos, como Adán, aunque ahora su máscara no se llame Jehová, sino Alá, al fin y al cabo la misma cosa.

Vicent hace aparecer en Nueva York un desfile de mutantes: negros en cadillacs blancos con sombreros de copa fosforescentes, ancianas vestidas con trajes de ballet, ancianos de ochenta años que hacen footing abrigados con bufandas, heroinómanos transparentes y desequilibrados macrobióticos; limusinas blindadas como sarcófagos y una vía que se dirige al paraíso situado bajo el asfalto. En las alcantarillas de Manhattan fluyen aguas que arrastran joyas perdidas arrastradas por innumerables cañerías y donde se respira un olor a piña podrida en un clima tropical, en el que viven los hombres rata de piel cenicienta y córneas gelatinosas, cuya clase superior ha alcanzado el estado letárgico y apático que conlleva la renuncia a todo, y donde cocodrilos albinos procesionan en círculo con la cabeza fuera del agua, majestuosamente, como reyes ciegos, descendientes de aquellos caimanes de los años treinta que, según una leyenda urbana que aún perdura, fueron adquiridos en Florida por adinerados e inescrupulosos turistas y, ya en Nueva York, arrojados por el inodoro.

Caín busca el paraíso pero sobre todo busca la felicidad que se encuentra en el olvido de la sed, del hambre, del sentido de culpa. Recuperar la memoria del paraíso es recuperar también el desdén, la injusticia, el desamor y bien sabe que no se puede tener lo uno sin lo otro. Por eso Caín sigue huyendo en busca del placer, la inmersión en el otro y la pérdida de uno mismo, que es lo único que facilita la desmemoria.

Manuel Vicent, Balada de Caín, 1987

Ovidio en el Ponto, la amargura del exilio

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Un poema y un error llevaron a Ovidio a los confines del Imperio Romano. En la cincuentena, inmerso en una vida placentera y alcanzado el éxito como poeta del amor y las metamorfosis, tuvo que abandonar la ciudad por orden expresa y fulminante del emperador Octaviano y cambiar su residencia, vecina a la colina del Capitolio, y su villa en las cercanías de Roma por una existencia inclemente en la localidad de Tomos, una antigua colonia griega convertida en plaza fuerte, habitada por los primitivos getas, un pueblo tracio que había vivido durante siglos en el delta del Danubio, y por algunos griegos barbarizados.

En las elegías que componen ‘Tristes’ y en las epístolas de las ‘Pónticas’ pide a sus familiares y amigos que intercedan ante Augusto para que le permita volver. Para acentuar los tintes sombríos de su existencia habla de Tomos, actual puerto rumano de Constanza, a orillas del Mar Negro, como de un lugar árido, hostil e inseguro, situado en los últimos confines del mundo, “cubierto por un eterno manto de nieve” y rodeado de salvajes enemigos, sármatas y getas, que lanzan mientras cabalgan en torno a los muros dardos envenenados con la hiel de las víboras, de forma que las casas lucen erizadas de flechas y “los cerrojos de las puertas apenas resisten el empuje de las armas”. Pero sobre todo es el frío de inviernos que se suceden sin tregua y el mar helado lo que le hace lamentar una y otra vez su cruel destino.

Estrabón. en su ‘Geografía’, señala que en tiempos homéricos lo que hoy llamamos Mar Negro, se denominaba “Axenos”, que significa inhóspito, debido a las tormentas de invierno y a la ferocidad de las tribus escitas que vivían en el litoral y que se complacían en el sacrificio de los extranjeros que llegaban a sus costas. Después, cuando los jonios fundaron sus colonias alrededor de este mar, se le llamó “Euxinos”, es decir, bueno con los extranjeros, hospitalario.

El poeta ruso Pushkin desmiente que el lugar sea tan terrible como Ovidio lo describió y asegura que brilla aquí largo tiempo un azulado cielo / y breve es el imperio de la invernal borrasca”. Pero la autocompasión no le permite al poeta romano escribir nada que pueda parecer un alivio a su situación de desterrado. En una de las epístolas Ovidio se hace eco del reproche de uno de sus amigos, Bruto, que le advierte de que un censor tilda sus cartas de monótonas y fastidiosas por ocuparse todas del mismo asunto y con idéntico tono lastimero. En ellas no deja de rogar a sus amigos que intercedan ante Augusto para que se acuerde de él y, al menos, elija otro destino de destierro menos aborrecible.

Nunca volvió a Italia a pesar de sus súplicas. Ni siquiera Tiberio, el sucesor de Octaviano, se prestó a escucharle. Falleció nueve años después de su llegada al Ponto, en el año 17. En una de sus epístolas expresó el temor de morir en Tomos y que sus restos fueran sepultados en su suelo y que, después de muerto, sus despojos yacieran oprimidos en la tierra de Escitia. Pedía que se impidiera que los cascos de los caballos tracios profanaran sus cenizas mal inhumadas, “como suelen quedar las de un desterrado”, y que la sombra de un sármata fuera a espantar a sus manes.

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No regresó del lugar que consideraba tan tenebroso y tuvo que conformarse con recorrer con los “ojos del pensamiento” las plazas, los palacios, los teatros revestidos de mármol, los pórticos y el campo de Marte, los jardines y los estanques y las aguas de Euripo. Y eso a pesar de que todos sus escritos del exilio ensalzan la divinidad y la clemencia de Augusto y en ningún momento ponen en duda la justicia de su decisión. Incluso en los poemas que escribe en el idioma de los getas, entonó “las alabanzas de César” cuyo “numen divino ayudó la novedad de mi empresa”.

Tampoco le había servido de nada la redacción de los ‘Fastos’, una obra que recuperaba ritos y creencias de la primitiva religión romana, tan del gusto de Octaviano, junto con el canto a la vida rural y a las antiguas y sencillas costumbres. Ovidio no era Virgilio, con quien Augusto tenía en común su mala salud de hierro y su aspecto enclenque y desvalido, ni tampoco Horacio, y la moderación y la vida pastoril no figuraban en la lista de temas predilectos.

Ovidio prefería la literatura amatoria, las elegías a una enamorada, en su caso llamada Corina, a la que dirigía sus cuitas de amor de la misma manera que Tíbulo a Delia, Propercio a Cintia y Cátulo a Lesbia. Después vino ‘El arte de amar’, en el que da consejos a hombres y mujeres para conquistar el objeto de su amor, elogia la vida alegre y las astucias de las cortesanas y considera el adulterio como un acicate más para el cortejo.

Fue un error de libro. El emperador Augusto, llevado por su puritanismo, no exento de hipocresía, había convertido una ofensa privada como el adulterio en un delito castigado con el destierro. Una de sus víctimas fue su propia hija Julia, a la que había obligado a casarse en tres ocasiones por razones de Estado: primero con un apuesto y limitado Marcelo; luego con su mano derecha, Marco Agripa, que casi le triplicaba la edad y, por último, con su hijastro y futuro emperador Tiberio. Tal vez a Julia le fascinaran las fiestas desenfrenadas o tal vez su actitud fuera una respuesta a la educación rígida que recibió y a las imposiciones matrimoniales. El caso es que se esgrimió que se citaba en secreto con sus numerosos amantes en el mismo Foro donde su padre había propuesto sus leyes “morales” que obligaban a denunciar a la adúltera si no se quería cometer un crimen de connivencia. Fue el propio Augusto quien denunció a Julia en el Senado, maldijo su memoria e hizo que destruyeran todas sus estatuas. En el año 2 a.n.e. fue confinada en la minúscula isla de Pandataria, al oeste de Nápoles.

Alrededor de la fecha en que fue condenada Julia, Ovidio publicó ‘El arte de amar’, excusa que se utilizaría para justificar su destierro diez años después. Es seguro que esta obra al emperador no le hizo gracia alguna y ya entonces pudo adoptar una predisposición hostil hacia el poeta, que, en su destierro, dijo que le perdieron un “carmen” y un “error”. El poema podría ser aquel pero el error, al que también denomina “culpa, crimen, estupidez e imprudencia”, es el que despierta más especulaciones porque nunca reveló en qué consistía.

Se ha argumentado que Ovidio pertenecía a una secta neopitagórica de carácter republicano y también que formó parte de una conspiración con los descendientes de Octaviano, pero no es una hipótesis que pueda tomarse en serio. Coincide su orden de destierro con el de la nieta del emperador, Julia la Menor, en el mismo año a la isla de Trimera y por las mismas razones que llevaron a su madre a Pandataria. La mayoría de los estudiosos cree que, de alguna manera, Ovidio fue testigo o tal vez cómplice del adulterio de la nieta, hecho que causó un gran escándalo social, o quizá fue un nuevo poema desconocido para nosotros y que desveló esa trama.

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En sus escritos en Tomos, dice el poeta que ha sido acusado de “ser maestro de un adulterio obsceno”, que su culpa es grave pero que no se le debe acusar más que de insensato y temerario. “Yo no vine a las tierras del Ponto acusado de homicida ni mis manos confeccionaron ningún letal veneno ni sufrí el castigo del que pone su sello en apócrifas escrituras ni cometí viles acciones que la ley prohibiese y, no obstante, tengo que confesar mi delito, más grave que todos estos. No me preguntes cuál; escribí un Arte insensato y eso impide que mi manos se consideren inocentes; no pretendas inquirir si he pecado en otro terreno y que toda mi culpa recaiga sobre el Arte de amar”. Estos versos pertenecen a una misiva dirigida al rey tracio Cotys, poeta en lengua griega, al que pide protección, pero no parece muy sincera su confesión ya que habían pasado más de diez años desde la publicación de ‘El arte de amar’. Aunque pudiera ser que Augusto se la hubiera guardado desde entonces.

Lo que sí parece clara es la antipatía del emperador hacia el poeta. En ‘El arte de amar’, Ovidio reta al emperador: “¡Que otros añoren la sencillez de las antiguas costumbres!”. Y seguidamente se muestra encantado de vivir en unos tiempos tan amables. Augusto le ordena, diez años después, abandonar Roma y al destierro añade la crueldad del destino: un lugar que, en la tradición grecolatina, era ejemplo de salvajismo, irracionalidad y de todo lo que consideraban ajeno a la civilización.

Ovidio recuerda en la Elegía IX de ‘Tristes’ que en Tomos, Medea despedazó a su hermano y expuso en una roca las manos lívidas del joven y su cabeza chorreando sangre para que su padre, Aetes, lo pudiera identificar y se retrasara en su persecución mientras recogía uno a uno los miembros esparcidos del hijo para darles sepultura. Fue en Tomos, que en griego significa “recorte, amputación”, una guarnición romana en una tierra de niebla y pesadilla, donde la princesa de Colcos traicionó a su padre y mató a su hermano, porque, según relata el poeta romano en Las metamorfosis’, nada más ver a Jasón se enamoró perdidamente de él y abandonó a un “padre despiadado” y “un país bárbaro” a cambio de una promesa de matrimonio.

Más que un acto de censura parece un represalia personal: tras el destierro, Augusto hizo desaparecer de las bibliotecas públicas no sólo ‘El arte de amar’, sino también ‘Los fastos’ y ‘Las metamorfosis’, pero no las prohibió ni las destruyó. Después, el tiempo obraría en favor de Ovidio, convirtiéndolo en uno de los poetas latinos que mayor influencia tuvo en autores posteriores.

Y ya he dado término a una obra que ni la ira de Júpiter, ni el fuego, ni el hierro ni el tiempo devorador podrán destruir. Ese día que, sin embargo, no tiene poder más que sobre mi cuerpo, pondrá fin cuando quiera al incierto espacio de mi existencia; pero yo volaré, eterno, por encima de las altas estrellas con al parte mejor de mí y mi nombre persistirá imborrable. Y allá por donde el poder de Roma se extienda sobre las tierras sometidas, los labios del pueblo me leerán, y por todos los siglos, si algo de verdad hay en las predicciones de los poetas, gracias a la fama yo viviré” (‘Las metamorfosis’, traducción de Ely Leonetti Jungl).

Ausencia de añoranza

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Dícese de una enfermedad que cursa con desapego y absoluta falta de pasión por regresar al propio país. Irena y Josef, dos ciudadanos checoslovacos que dejaron su país hace veinte años y residen una en Francia y otro en Dinamarca, se enfrentan, en ‘La ignorancia’, de Milan Kundera, a la idea del Gran Regreso tras la Revolución de Terciopelo de 1989. Los amigos franceses de Irena creen, siendo como son afectos sin fisuras a los valores morales consagrados desde hace siglos por la Odisea, que ella, la expatriada, ha se sentir nostalgia irreductible e intenso deseo de volver a la tierra natal y abandonar París.

Pero ni para Irena ni para Josef, que vive en Dinamarca, el regreso es la culminación de un deseo insatisfecho. No hay nostalgia ni añoranza y tampoco conciben magia alguna en el regreso. Ambos han hecho su vida en otro país, e incluso reconocen que el exilio les permitió vivir de otra manera, tener una existencia diferente, no necesariamente más feliz ni menos dura, pero sí distinta, en la que les sucedieron experiencias que en su país no podrían haber ocurrido.

Durante esos años en los que nunca se atrevieron a pensar siquiera que podrían volver, porque se consideraba que los regímenes comunistas eran eternos, se desvincularon casi totalmente de familias y amigos y al regresar se dan cuenta de que no tienen nada en común con ellos. Dejaron de conversar juntos debido a la distancia y al aislamiento y de evocar con ellos viejos recuerdos, que es la mejor fórmula para conservarlos. Ya ni siquiera tienen en común la misma impronta del pasado porque la memoria es siempre personal y selectiva y lo que para uno fue crucial, para otra resultó sólo una anécdota o incluso cayó en el olvido.

El paso del tiempo nos convierte a todos en personas diferentes. Josef encuentra un diario personal que conservó su hermano y no se reconoce en él. Han pasado treinta años desde entonces y él es otro, no tiene nada que ver con quien escribió esas páginas. Y lo que es peor, no le gusta en absoluto ese personaje que encarna un pasado del que, además, no quiere saber nada.

Poca materia de conversación tiene ninguno de los dos protagonistas con familiares y amigos de los que llevan separados veinte años porque, además, a nadie en su país de nacimiento le importa lo que han hecho o dejado de hacer en Francia o en Dinamarca. No les interesa, lo que significa que volver definitivamente supondría la amputación de esos veinte años pasados en el extranjero que, a fin de cuentas, han conformado su vida y lo que son ahora.

Josef e Irena con su marido abandonaron Checoslovaquia en 1969, después de que un año antes se frustraran las ansias de emancipación de los ciudadanos con la ocupación soviética. Se marchan como exiliados, pero no por miedo insuperable sino por escapar de la infinita vacuidad del país y la falta de esperanza. Lo mismo le ocurre al autor, Milan Kundera, aunque abandonó el país años más tarde, en 1975, después de que perdiera su cátedra en el Instituto de Cinematografía por su supuesta disidencia y su relación con la Primavera de Praga.

El exilio, una cuestión de acentos

No se sabe que Kundera haya vuelto a su país natal. Yo no lo creo. Quien sí volvió, aunque lo hizo veinticinco años después fue Roberto Bolaño y eso a pesar de que su renuencia era más clara que la del escritor checo. Cuando habla del exilio deja claro que él no puede sentir nostalgia “por la tierra en donde uno estuvo a punto de morir” ni se puede tener nostalgia por la pobreza, por la intolerancia, la prepotencia o la injusticia”. Esa nostalgia, concluye, “siempre me ha sonado a mentira” y, en el peor de los casos, “exiliarse es mejor que necesitar exiliarse y no poder hacerlo”.

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Bolaño en Blanes, donde vivió y escribió

El escritor chileno tuvo que salir por riesgo absoluto de su vida. Estaba en Santiago cuando se produjo el golpe de estado contra el presidente Allende y los militares ocuparon el poder. Estuvo detenido durante ocho días y consiguió salir del país cinco meses después, en enero de 1974. No obstante, cuando habla de su vida fuera de Chile, lo hace con cierta levedad optimista, como cuando dice que “en ocasiones, el exilio se reduce a que los chilenos me digan que hablo como un español; los mexicanos que hablo como un chileno y los españoles que hablo como un argentino”, en definitiva “una cuestión de acento”.

Se hizo prometer a sí mismo que nunca más volvería a su país, pero lo hizo, veinticinco años después, a finales del siglo pasado. Subió a un avión, superó las turbulencias y llegó a suelo chileno, que no besó por supuesto. Y en Chile, de golpe aparecieron los rostros de su infancia y de su adolescencia. Santiago seguía igual, dice en sus ‘Fragmentos de regreso al país natal’, y es que “las ciudades no cambian en veinticinco años” y las empanadas chilenas aún se llaman así y aún se comen chacareros. Algo sí ha cambiado: no había toque de queda y Pinochet estaba retenido en Londres.

Thomas Bernhard en San Salvador’

Los protagonistas de ‘La ignorancia’, Josef e Irena, sienten hacia su país de origen simple indiferencia y Roberto Bolaño, desaparecido del país el dictador sanguinario, puede volver a su patria. Aunque a ninguno les convence demasiado el lugar donde nacieron, no lo difaman ni lo odian ni desearían su desaparición, como ocurre en el monólogo desesperado de Edgardo Vega, salvadoreño de nacimiento y canadiense de adopción desde los veinte años, en la novela ‘El asco’, que lleva como subtítulo Thomas Bernhard en San Salvador’, toda una declaración de intenciones, del escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya.

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En unas páginas añadidas al final del relato, de apenas cien, el autor explica qué le llevó a hacer frente a la nación propia y cómo lo escrito no le resultó impune. Han transcurrido veinte años desde su publicación, en 1997, pero ‘El asco’ continúa provocando reacciones virulentas y su autor ni siquiera puede volver a su país. Todo por una novela que pretendía ser un ejercicio de estilo, una imitación de Thomas Bernhard, cuya obra es una crítica sin piedad a su país, Austria, y a su cultura. Como un estigma, la novelita de imitación y sus secuelas me persiguen”, dice Castellanos Moya.

Edgardo Vega, el protagonista, va desgranando vituperios, ofensas e insultos ante un confidente, que resulta ser el autor del libro y que transcribe su incesante monólogo y suaviza algunas frases para no escandalizar a los lectores. Vega ha vuelto para asistir al funeral de su madre, después de casi veinte años de ausencia, aunque juró no pisar nunca San Salvador. Comienza tachando de “inmundas y abominables” todas las cervecerías del país, de “cochinada” la cerveza nacional, y alerta de que no hay que decirlo en voz alta porque “la primera y principal característica de los pueblos ignorantes” es considerar “que su miasma es la mejor del mundo”. Prosigue su diatriba contra los grupos de rock y la música latinoamericana; contra los activistas que abandonaron el país; contra la televisión, cosa de analfabetos que sólo produce “septicemia espiritual”; contra su hermano al que sólo le importa la plata, como al resto de los salvadoreños, contra el fútbol, en el que “veintidós subalimentados con sus facultades mentales restringidas corren detrás de una pelota”; contra las gasolineras que invaden el paisaje; contra las hamburgueserías y contra un pueblo “obtuso, bruto y abyecto”.

Todo allí es asqueroso, dice Vega, pero su odio más ferviente va dirigido contra las pupusas, “unas tortillas grasientas rellenas de chicharrón”, que son la marca distintiva del país. Y precisamente esta crítica al plato nacional fue la que más les dolió a sus críticos que vieron mancillada su gastronomía nacional: imperdonable.

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Lecturas

– Milan Kundera, La ignorancia, Tusquets Editores, 2000

– Roberto Bolaño, Entre paréntesis, Editorial Anagrama, 2004

– Horacio Catellanos Moya, El asco, Random House, 2018

«La luna y las hogueras», el Ulises de Pavese

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Un día tomó el barco en Génova, cruzó el Atlántico y llegó a California. Han pasado veinte años y el viajero de Cesare Pavese, narrador de su propia historia en ‘La luna y las hogueras’, regresa a su aldea del Piamonte, aunque ni siquiera puede decir que fuera suya porque en ella nada tuvo, tan solo una familia que lo acogió y amigos de infancia y juventud, la mayoría desaparecidos en la guerra y en las venganzas.

Vuelve como ‘el americano’ y vuelve rico pero aquellos ante quienes querría mostrar su éxito no están ya. Sólo queda su amigo Nuto, con una experiencia de vida diferente a la suya, convertido en otro hombre, igual que él. Veinte años no pasan en vano y aquí en el pueblo ya nadie se acuerda de mí, nadie recuerda que soy bastardo y que estuve de criado”.

Desde el valle del Belbo, donde pasó su infancia y parte de su juventud, partía la carretera que llevaba a Génova y de allí “a Dios sabe donde”; desde Canelli imaginaba la gente de más allá, la gente del mundo, que “mejora de vida, que se divierte y que se aleja por el mar”. Y él también partió y conoció otros hombres y otras tierras.

¿Por qué ha vuelto? Porque una noche comprendió que las estrellas que veía no eran las suyas, ni tampoco las tierras que parecían jardines y no huertas de labor, porque América no es un país para echar raíces y nadie le conocía desde pequeño y porque quería volver para ver algo que ya había visto –“los carros, los heniles, un cuévano, una verja, una flor de achicoria, un pañuelo de cuadros azules, una calabaza para beber, un mango de azada”– y lo que no había cambiado – ”las viejas con arrugas, los bueyes cautelosos, las chicas con vestidos estampados de flores, los tejados con sus palomares”.

Al volver recupera las historias que ya había olvidado, como las hogueras de San Juan que, según los viejos, atraían las lluvias y favorecían que todos los cultivos vecinos a la fogata dieran mejores y más abundantes cosechas, y la influencia de la luna a la hora de talar un pino o lavar una cuba, y vivir según las estaciones, no según los años: la canícula, las ferias, las cosechas, la temporada de poda, de echar el sulfato a las viñas o de deshojar las panojas del maíz. “Cada estación tenía sus costumbres y sus juegos y lo bueno es que la vida se regía por ellas”.

Vuelve para volver a vivir todo esto pero “los rostros, las voces y las manos que debían tocarme y reconocerme” hacía mucho tiempo que no estaban y “lo que quedaba era como una plaza a la mañana siguiente después de una fiesta, como un viñedo tras la vendimia, como ir solo al restaurante cuando alguien te ha dado plantón”.

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En una entrada de 1949 de su diario ‘El oficio de vivir’, Cesare Pavese hace referencia a esta novela que acababa de escribir y que se publicaría póstumamente. Reflexiona sobre la gloria y dice que para que sea grata tienen que resucitar los muertos, rejuvenecerse los viejos, volver los que están lejos” porque la hemos soñado en un ambiente limitado, entre rostros familiares que eran para nosotros el mundo y querríamos ver, ahora que hemos crecido, el reflejo de nuestras empresas y palabras en aquel ambiente, en aquellas caras”, que han desaparecido, se han dispersado o han muerto.

El regreso de este emigrante italiano al Piamonte de la luna y las hogueras no es tanto a una aldea en la que ya no queda nadie, sino a la infancia. Al deseo de ver la vida con ojos ingenuos y abiertos a lo imposible y con toda la vida por delante. Nuto le dice que cuando era niño pasaba hambre, que su vida no había sido tan feliz como para desear recuperarla. Pero eso apenas lo recuerda, como tampoco el peligro que le obligó a huir ni la guerra que nada arregló y mató a tantos, en combate y en venganza. Sólo tiene memoria para querer volver y poder sentir lo que sentía entonces, cuando era niño: que todo estaba aún sin hacer y que crecer sólo consistía en aprender a hacer cosas difíciles. Aún no sabía que hacerse mayor era envejecer y ver morir.

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En ‘El oficio de vivir’, Pavese escribe que hay un extraño momento en el que, con doce o trece años, te ibas del pueblo y vislumbrabas el mundo en alas de la fantasía y no te dabas cuenta de que en ese preciso momento, en que “eras más pueblo que mundo”, empezaba un largo viaje que, a través de ciudades, aventuras, nombres, arrebatos, mundos ignotos, te llevaría hacia el porvenir. Todo está en la infancia, hasta aquella fascinación que será porvenir y que sólo entonces se siente como una conmoción maravillosa”. Recuperar esa conmoción es imposible y por eso “La luna y las hogueras” refleja una tristeza infinita, la del pasar de los años que no dan marcha atrás nunca y la que produce el tiempo que todo lo envejece.

· Un espía chino, un diplomático francés y una confusión de sexos

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Mientras leía el caso de la impostura y confusión de identidades acerca de Martin Guerre, un acaudalado campesino francés del siglo XVI que abandonó a su familia y que ocho años después fue sustituido -en el reconocimiento de sus vecinos, en el afecto de sus allegados e incluso en el lecho de su esposa- por un hombre que se le parecía extraordinariamente, me vino a la memoria una historia que, si bien no es similar, sí tiene relación con una suplantación y con las versiones o recreaciones que la literatura o el cine hacen de relatos verídicos.

Se trata esta vez de cómo un espía chino enamoró a un diplomático francés y le tuvo convencido durante años de que era una mujer e incluso de que ambos habían concebido un hijo. El caso se hizo público en 1986 como resultado de un juicio por espionaje en París a los dos protagonistas de esta singular historia: Shi Pei Pu y Bernard Boursicot. Ambos se conocieron en 1964, cuando Bernard, con veinte años, empezó a trabajar como contable en la recién inaugurada Embajada francesa en China. Shi Pei Pu tenía veintiséis años, interpretaba papeles femeninos en la ópera de Pekín y enseñaba mandarín a las esposas de los diplomáticos. Le hizo creer que era una mujer pero que se veía obligada a llevar una vida de hombre para complacer a su padre, que siempre quiso un hijo varón.

Iniciaron un romance y, un año después, Shi le confesó que estaba embarazada. Boursicot tuvo que volver a París, pero regresó cuatro años después, aunque no pudo conocer al supuesto hijo de ambos porque fue enviado por su madre a una región remota con la intención -alegó ella- de protegerlo. En los siguientes años continuó la relación entre ambos, aunque el funcionario francés se trasladó a diversos puestos diplomáticos en Asia. Las autoridades chinas descubrieron el romance y le chantajearon para que les pasara documentos secretos, primero desde Pekín y luego, en 1977, desde Ulan Bator.

En 1979 Boursicot regresó a Francia y en 1982 consiguió traerse a Shi y a su supuesto hijo de dieciséis años, Shi Du Du. Interrogado por el servicio de contraespionaje francés, Boursicot confesó haberle pasado a Shi al menos cincuenta documentos clasificados, obligado por las autoridades chinas y con el fin de protegerla a ella y al hijo de ambos. Su papel como espía no fue brillante: las fotocopias de los documentos que pasaba a los chinos carecían de valor (facturas de comestibles, en especial quesos, y contratos de pequeñas obras) de forma que en 1979, su contacto chino le dijo que dejara de espiar porque no le resultaba de ninguna utilidad.

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Shi Pei Pu y el juicio

En el juicio, Boursicot fue informado de que la persona con la que había mantenido una relación de casi veinte años era en realidad un hombre “con todos sus atributos”. Se negó a creerlo hasta que le permitieron ver el cuerpo de Shi que, según la teoría de algunos investigadores del tema tenía la capacidad de retraer dichos atributos de forma que visualmente pareciesen genitales femeninos e incluso fueran susceptibles de penetración superficial. Convencido ya el francés de que no era una mujer, Shi le juró que el hijo era suyo porque había recogido su esperma para una inseminación artificial. Cuando los médicos le demostraron que eso era imposible y que el bebé fue comprado, Boursicot intentó suicidarse en la cárcel cortándose la garganta con una cuchilla.

Fue por su supuesto e imposible hijo por quien Boursicot se desvivió y se convirtió en espía, inconsistente pero espía, y por quien llegó a creer todo lo que su amante chino le contó: que había tenido que enviarlo lejos para protegerlo o que las costumbres de su país le impedían dejar ver su cuerpo totalmente desnudo. Boursicot había tenido relaciones con hombres y, aunque debió tener pocas con mujeres, en absoluto le repelían. No se trataba de un autoengaño acerca de su sexualidad ni la pretensión de borrar o sublimar su comportamiento en este asunto, sino de un deseo: el de enamorar a una mujer y tener un hijo con ella.

Por eso, cuando se convence de que ese adolescente no puede ser su hijo de ninguna manera, intenta suicidarse. Había sido capaz de crear un mundo irreal y convertir a un profesor de mandarín en una cantante de ópera absolutamente femenina y el descubrimiento de la triste realidad debió ser tan difícil de soportar que le empujó a dejar de vivir.

Los dos procesados fueron sentenciados a seis años de cárcel por espionaje, aunque se les perdonó un año después y cada uno siguió su camino: Shi Pei se quedó en París como cantante y Boursicot continuó su relación con Thierry, un hombre con el que vivía desde hacía algún tiempo. En cuanto al falso hijo, Shi Du Du, fundó su propia familia y no volvió a contactar con su falso padre, recluido en un geriátrico, hasta la muerte de Shi en 2009.

Esta curiosa historia que dejó perplejos a muchos franceses por la inocencia y credulidad del protagonista fue llevada al cine en 1993 por David Cronenberg con el título de “M. Butterfly”. El director modificó determinados aspectos del caso para hacer más explicables o más literarios ciertos comportamientos.

Y es en esta ficción de un hecho que realmente ocurrió lo que me pareció que tenía relación con el juicio al impostor de Martin Guerre. Toda ficción cuenta algo que pudo haber sido pero que no fue, incluso cuando no se basa en ningún caso real. Al utilizar hechos que sí ocurrieron, el relato literario (o cinematográfico) nos pone de relieve que funciona de la misma manera que el basado en la imaginación del autor: se recrea lo que ha pasado o quizá no, lo que podría haber sido de otro modo o lo que pudo ocurrir y quedó sólo como posibilidad.

Tan plausible es que la mujer de Martin Guerre fuera cómplice del suplantador de su marido como que tuviera un grave problema de conciencia, explotado por Janet Lewis al escribir sobre Bertrande como si conociera todos sus pensamientos, como si fuera la propia Bertande. Es un producto de la imaginación de Lewis, su versión sobre una mujer que, por ella misma o por sus parientes, fue empujada a denunciar al hombre que amaba y conducirle a la horca. O tal vez no fuera este el caso. No importa. La ficción nos da la posibilidad de que todo sea otra cosa y sin embargo siga siendo la misma.

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Es posible que Boursicot deseara enamorarse de una mujer y tener un hijo con ella pero su comportamiento pudo deberse o no a otras motivaciones. Cronenberg explora, en su relato cinematográfico de ficción sobre el espía chino y su amante francés, las ambigüedades de la identidad, las contradicciones del deseo, la invención de una fantasía y el exotismo de la cultura oriental. Boursicot pasa a llamarse Gallimard y es un diplomático de alto rango que se enamora perdidamente de Song Liling, diva de la ópera de Pekín y espía al servicio de su país. Jeremy Irons presta su impecable aspecto físico para construir un Gallimard elegante y torturado y John Lone interpreta un doble papel de hombre y mujer absolutamente creíble.

Liling acepta convertirse en la fantasía de Gallimard, que llega a definirse a sí mismo como “un hombre que amaba a una mujer creada por un hombre”. Nada que ver con la explicación que el auténtico Boursicot adujo para justificarse: “Nuestros amores eran clandestinos. Nos veíamos en lo oscuro, deprisa y corriendo”.

Todo pudo haber sido y si fue de una manera o de otra, la ficción nos da la oportunidad de reflexionar sobre ello, de recrearlo o de verlo con otros ojos. En estas posibilidades se basa la misma existencia de la ficción y su justificación. Como alguna vez dijo Javier Marías, leemos o vemos una película porque necesitamos “conocer lo posible además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo descartado y lo que pudo ser además de lo que fue”.

Notas

– David Cronenberg, ‘M.Butterfly’, película de 1992, basada en el caso Boursicot.

– Janet Lewis, “La mujer de Martin Guerre”, vigésimo noveno volumen del Reino de Redonda, editado por Javier Marías en 2015.

– Daniel Vigne, “El regreso de Martin Guerre”, película de 1982. Como en la novela de Lewis, el impostor es mucho mejor persona que quien se marchó.

-La voz de Javier Marías procede del discurso que pronunció el 2 de agosto de 1995 en Caracas, bajo el título “Lo que no sucede y sucede”, al recibir el Premio Internacional Rómulo Gallegos.

· El doble regreso de Martin Guerre

Martin Guerre

Cuando Ulises volvió a Ítaca tras diez años de guerra y otros diez de errancia, sólo Argos, su viejo perro, adivinó que era él. A Penélope tuvo que convencerla y superar la trampa que le tendió cuando ordenó que se sacara el lecho conyugal del dormitorio. Él lo había construido alrededor del tronco de un gigantesco olivo, lo que hacía imposible cumplir su mandato. Al recordárselo, ella se dio cuenta inmediatamente de que el hombre que estaba ante ella era el auténtico Ulises, el que había marchado a Troya veinte años antes.

A Bertrande de Rols, el supuesto impostor que se hizo pasar por su esposo después de ocho años de abandono también le dio múltiples pruebas, pero ella no le creyó y le llevó a juicio. Al principio lo acogió no sólo en su cama sino también en su corazón. Había vuelto cambiado de las guerras de España: ya no era un joven petulante, arisco y convencido de que debía ejercer la autoridad sin contemplaciones ni sentimentalismos y exigir obediencia a criados y a sus propios hijos y esposa cuando se convirtiera en el cap d’hostal, al morir su padre. Hacía ocho años que una discusión y una denuncia por robo de su progenitor, le hicieron abandonar la casa, a su mujer y a su hijo pequeño.

Ella le esperó pacientemente. Murieron los padres de él, las hermanas se casaron, Bertrande se quedó sola en la granja y, cuando ya creía que Martin no iba a regresar jamás, volvió y resultó ser una persona dulce, agradable, buen conversador, buen amante y mejor padre. Ella no dudó de él al principio, pero según pasaba el tiempo se le hacía más y más difícil entender su gran cambio. Y entonces se obsesionó con que era un impostor y, lo que es aún peor, que su alma sería condenada por toda la eternidad a las llamas del infierno porque había cometido y estaba cometiendo adulterio: ése no era su marido.

Y aunque todo el mundo la tomó por loca, excepto el tío Pierre, quien había sido jefe de la casa durante los últimos años de la ausencia de Martin, ella siguió insistiendo y llevó el caso a juicio, a pesar del disgusto de las hermanas y de los criados, la oposición del cura y la incomprensión de su hijo que había hecho un héroe de su padre recobrado. Una primera vista se celebró en Rieux y la segunda y definitiva en Toulouse. Ya estaba el caso juzgado y el acusado reconocido como Martin Guerre cuando de pronto se presentó el auténtico. La autora deja para el final la aparición dramática del esposo que, lejos de mostrarse cariñoso y respetuoso con su esposa, la acusa de traición y adulterio, el pecado al que tanto temía ella.

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La historia es real y ocurrió en Artigue, un pequeño pueblo del sur de Francia que todos los inviernos quedaba aislado por las nieves. Martin Guerre desapareció en 1548, el falso apareció ocho años después y fue condenado a muerte tras un complicado juicio en 1560. Del auténtico Martin Guerre y de su esposa y familia no se supo más.

La versión que ofrece Janet Lewis sobre esta historia nos muestra que perseguir la verdad no siempre es lo más acertado y que una educación rígida que tiene como objetivo inculcar el sentimiento de culpa no es lo más saludable. El relato va encadenando los estados de ánimo de la propia Bertrande: al principio prima el sentimiento de humillación y abandono que le produce la marcha de su esposo, luego la angustia al comprobar que pasan las primaveras y no regresa, el rencor por el sufrimiento que provoca en ella su ausencia, la agonía de la incertidumbre y la ansiedad ante viajeros desconocidos que pudieran dar noticias de él.

Y de repente reaparece como en un sueño y ella siente que el corazón se le desboca y cree que es Martin, que se le parece, pero no del todo. Pasan los meses y ella aún no puede creer que se merezca esa felicidad, que el orgulloso y abrupto esposo que se marchó se haya convertido en un marido cariñoso, vital y enamorado. Las pruebas de que era él son innumerables, desde los detalles del pasado que ambos recuerdan a las señales físicas que muestra -dos dientes rotos, los lunares- pero, sobre todo, el reconocimiento de que es él por parte de los parientes y los criados.

Pero a fuerza de pensar que no se lo merece, que va a ser castigada, Bertrande se labra su propia desgracia y de haber podido disfrutar el resto de su vida con un hombre dulce y atento, que la quería y del que estaba enamorada, el impostor llamado Arnaud du Thil, pasó a ser la esposa despreciada y condenada por Martin Guerre, un hombre que la había abandonado sin ningún cargo de conciencia y que no tenía el más mínimo apego a su persona ni a su familia.

Janet Lewis, la autora, se basa en los comentarios de Étienne Pasquier, célebre jurista contemporáneo a los hechos, que a su vez recoge el testimonio del relator del proceso, Jean de Coras, para escribir esta corta recreación en un libro que se publicó en 1941.

Michel de Montaigne asistió al juicio y lo mencionó años después en sus ‘Ensayos’, mediante preguntas sin respuestas, para mostrar las dificultades de desentrañar la verdad, que huye y cojea, como el supuestamente auténtico Guerre, que perdió una pierna en la batalla de San Quintín. Se pregunta cómo Arnaud du Thil, un hombre enamorado de una mujer a la que nunca vio, pudo adoptar la identidad del marido con el consentimiento de parientes y vecinos, por qué lo aceptó ella y por que le denunció después, por qué se marchó Martin Guerre y por qué volvió y, sobre todo ¿quién era el auténtico impostor?

Janet Lewis, La mujer de Martin Guerre, Reino de Redonda, 2016

Nota biográfica

Janet Lewis (1899-1998) fue una novelista y poeta estadounidense. Escribió ‘La mujer de Martin Guerre’ (1941), ‘El juicio de Sören Qvist’ (1949) y ‘El fantasma de Monsieur Scarrow’ (1959), las tres novelas que integran la serie ‘Casos de pruebas circunstanciales’.

· Penélope, la esposa fiel y el tiempo detenido

La que espera, la que recibe la noticia de que Troya, por fin, ha caído en poder de los aqueos y se dispone a recibir a su esposo, pero Ulises no llega. Se demorará otros diez años. Penélope espera.

La épica homérica entroniza a Penélope como el paradigma de la fidelidad y de la prudencia, frente a sus primas, la bella y casquivana Helena, y la adúltera y asesina Clitemnestra. Es también una mujer enamorada que, al recibir la noticia de que su esposo había muerto en la guerra, loca de desesperación, se arroja al mar, y una bandada de ánades la rescata y con sus picos la arrastran de nuevo a la playa. Su propio nombre delata su condición: ella misma es Penelops, término griego para denominar a estas aves que, en el imaginario clásico, se caracterizan por su fidelidad.

Tras la marcha de Ulises a la guerra, Penélope queda a cargo del palacio, como reina de Ítaca, con un niño de poca edad. Su suegro, Laertes, ha optado por marcharse a vivir al campo y ella tendrá que hacer frente al acoso de los pretendientes que, convencidos de que el rey ha muerto pues no ha vuelto de Troya con todos los demás, quieren ocupar su lecho y hacerse con el trono itacense. Es entonces cuando Penélope inventa la estratagema del telar: sólo tomará esposo cuando termine la mortaja que teje para su suegro. Durante el día teje y por la noche desteje y así la labor se convierte en una tarea inacabable. 

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Al igual que Ulises, Penélope posee una inteligencia astuta que le ayudará a librarse, al menos durante tres años, de los codiciosos pretendientes. La diosa Atenea le ha enseñado el arte del telar, que simbólicamente es, en alusión a la laboriosa urdimbre, el arte de narrar y la capacidad del pensamiento, de forma que la tejedora de hilos es también la urdidora de ingeniosas tramas.

La literatura posterior a Homero dibujará una Penélope menos ejemplarizante y más humana, que se verá empujada al asesinato por culpa de los celos, como ocurre en una tragedia perdida de Sófocles. Tradiciones diferentes que, como la expresada por Licofrón, poeta romano que recoge la supuesta genealogía troyana de los romanos a partir de Eneas, le lleva a difamar a los griegos y hacer de Ulises un individuo taimado y cruel y de Penélope, una ramera que malgastó la riqueza de Ítaca.

Pero la tradición homérica se ha impuesto y Penélope es el modelo de la buena esposa que ha seguido vigente hasta ayer mismo. Ella es la que espera en una perfecta armonía consigo misma, la que es fiel al esposo ausente y la que le anima, cuando vuelve, a proseguir su destino de héroe viajero. El premio a su conducta será recuperar a su esposo y vivir con él los últimos años de una vejez suave y tranquila. Es cierto que Ulises renunció a la inmortalidad y a la ninfa Calipso, más bella que Penélope y también enamorada, por volver junto a su esposa, a la que ama. Pero a él no sólo no se le exige continencia sexual sino que se ve como admirable su relación con Circe y, sobre todo con Calipso.

En las recreaciones que siguieron al mito, Penélope continuó siendo la perfecta esposa, más o menos fiel, pero también más humana. La más famosa, Molly Bloom, que juega un papel crepuscular en la novela de Joyce, revela en su monólogo que no le es fiel a su marido, que desea a otros hombres, pero que Leopold Bloom es el mejor de todos. Da rienda suelta, en este flujo de conciencia que escandalizó a la sociedad europea de principios del siglo XX, a un rosario de deseos y experiencias sexuales que nunca habían sido puestos en boca de una mujer. 

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Se dice que el de Molly Bloom fue el primer discurso de liberación femenina. No está de acuerdo Elisabeth Costello, personaje imaginario y central de la novela de Coetzee que lleva su nombre por título. Elisabeth es una escritora famosa, sobre todo por ‘La casa de Eccles Street’, lugar de residencia de la familia Bloom en Dublín. Es una hipotética novela en la que Costello retoma el personaje de Joyce y, en contraste con una Molly Bloom encerrada en casa con su marido y su amante, que “deja su rastro por las páginas del ‘Ulises igual que una perra en celo deja su olor” perseguida y husmeada por los hombres, crea otra Molly auténticamente feminista, una “leona que acecha por las calles, olisquea y otea el paisaje e incluso busca una presa”, liberándose de la casa, del dormitorio y de la cama. Lástima que ‘La casa de Eccles Street’ sea una novela imaginaria y no sepamos cómo se desarrollan las mencionadas actividades cinegéticas de la nueva Penélope.

Vuelvo a Homero y a la posterior recreación del mito. Puede que la Penélope primigenia haya tenido dudas, que se haya enamorado de otro durante los veinte años de viudedad forzosa, puede que se convenciera finalmente de que Ulises había muerto y no regresaría jamás. Pero superó los obstáculos y, a cambio de su espera, el mar le devolvió a su esposo. La Odisea, como todos los cuentos antiguos acaba bien: los dos amantes unidos en una larga noche de sexo y confidencias. Pero nada dice de cómo pudo soportar esos veinte años de soledad, qué mecanismos psicológicos utilizó para no volverse loca. O tal vez sí lo hizo.

Se cuentan historias de mujeres que esperan, en un puerto o en una estación de tren, al amor de su vida que un día se marchó. Y pasan los años, veinte y más aún. Y algunas siguen viviendo en el mismo día en que su amante se fue. Xuan Bello en su ‘Historia universal de Paniceiros’ hace referencia a una tal Ana Cabornu. Dice que era una “vieja loca, que había enloquecido de mal de amores, y que paseaba junto al río cogiendo flores de la orilla”. Preguntó quién era aquella mujer, de pelo “aún rojo y joven” que contrastaba con su rostro envejecido y nadie le supo o quiso dar detalles de su historia. “Estaba loca y eso bien se veía: bailaba sola, lloraba, llevaba plumas de milano en el pelo y pedía, a voces que el acordeonista tocara Suspiros de España”, un antiguo pasodoble nacido de la nostalgia de vivir en tierra extraña.

Luego supo que muchos años antes Ana Coburnu se había casado y que el día después de la boda, el joven, que no tenía tierras propias, había marchado a América, a Cuba o a Argentina y ella, “que esperó interminablemente la vuelta de su esposo, que iba hasta Luarca solo para ver los barcos y contemplar la línea del horizonte por ver si por si por allí aparecían noticias del amado, fue poco a poco trastornándose”. Y, cuando pasada media vida, volvió el marido tan pobre como había salido y cargado de años, Ana Cabornu no le reconoció o no quiso reconocerlo y siguió con su vida de vagabunda, esperando, siempre esperando.

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Tampoco reconoció a su amado la Penélope de Joan Manuel Serrat, que todos los días desde hace años camina hasta a la estación y espera el tren que le devolverá a su Ulises. Dicen en el pueblo que un día de primavera el caminante que la había enamorado se marchó y ella se quedó para siempre en esa tarde plomiza de abril, en un tiempo detenido, congelado. Él le prometió que volvería y ella se fue marchitando mientras le esperaba, pero sin darse cuenta de que el tiempo había pasado. Cuando el caminante volvió, ella lo miró y no pudo reconocerle: “No era así su cara ni su piel: no eres quien yo espero”.

Fuentes

Homero, La Odisea, Anaya, 2012

– James Joyce, Ulises, Lumen, 2014

– J.M. Coetzee, Elizabeth Costello, Random House Mondadori, 2003

– Xuan Bello, ‘Historia universal de Paniceiros’, Random House Mondadori, 2002

– ‘Penélope’, letra de Joan Manuel Serrat y música de Augusto Algueró, 1969.

«Lejos de Ítaca»

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¿Por qué has vuelto, Ulises? Todas las mañanas, nada más despertar, los labios de Penélope pronuncian la misma pregunta que resuena sin cesar en sus oídos hasta el anochecer. Regresó a Ítaca después de diez años de guerra con los troyanos y de otros tantos de vagabundeo por regiones inhóspitas y desconocidas: desde entonces, desde la matanza de los pretendientes, ya han transcurrido diez más.

El escenario está dispuesto y la obra va a comenzar. Franco Mimmi, el autor de ‘Lontano da Itaca’, recoge los versos de la Odisea de Homero, del Canto XXVI de la Comedia de Dante, del ‘Ulysses’ de Tennyson, del ‘Itaca’ de Kostantinos Kavafis, y ‘L’ultimo viaggio de Giovanni Pascoli’ y en un juego de “prestidigitación literaria”, en el que también aparecen las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, consigue crear una historia que enlaza el mundo de hoy con la primera novela de Occidente. “Ítaca nos espera, ahora y siempre”, concluye en la presentación del apéndice de sus fuentes de inspiración arriba mencionadas.

Se han cumplido diez años desde su llegada a Ítaca. Para poder regresar, Ulises ha tenido que rechazar la droga de los lotófagos, que hace olvidar el deseo de volver; cegar al pavoroso Polifemo con una estaca ardiente; sobrevivir a los lestrigones y enamorar a Circe, “la de las lindas trenzas”; descender al Hades para conocer su destino; no dejarse embaucar por el canto de las sirenas que “conocen todo cuanto ocurre en la fértil tierra”; salir indemne entre las rocas de Escila y Caribdis; llorar por su regreso durante siete años en la isla de Ogigia, en brazos de la bella ninfa Calipso, hacer frente a la tempestad desatada por el dios Poseidón y olvidar a Nausicáa, “la de los níveos brazos”, cuyo padre, Alcinoo, le ayudará a volver.

Itaca

Y todo para llegar a Ítaca, una isla pobre y pedregosa, tendida en una abrupta geografía, “áspera, pero buena criadora de hombres”, dice Homero. Sin embargo, no es la tierra la que le llama, sino los seres queridos que dejó en ella. Es la añoranza de ellos la que le hace volver. Supo que su madre había muerto porque se encontró con ella, con su sombra, en el Hades y supo también que su padre Laertes vivía en la miseria, que su mujer era acosada por los pretendientes y que Telémaco arriesgaba su vida por culpa de esos codiciosos. Y para saber más y estar con ellos abandona a Calipso y luego rechaza a Nausicáa. Volver es su destino y también contar lo que ha ocurrido.

Pero en estos últimos diez años en Ítaca, Telémaco, el hijo que salió a buscarlo por mar y tierra y que le ayudó a matar a los pretendientes, se ha convertido en un hombre de negocios y, de hecho en el auténtico gobernador de Ítaca, en tanto que él se ha vuelto “negligente” y ocioso. Y en los ojos de Penélope sólo ve odio: veinte años esperándolo y otros diez pensando por qué había vuelto si sus pensamientos estaban en otra parte. Ella había permanecido en el hogar, sola, esperando noticias. “Hasta tres veces me contaron que Ulises había muerto”. Sus heridas no eran menores que las de él, pero ella no tuvo el consuelo de “las manos de Circe, de los labios de Calipso y de los ojos de Nausicáa”. Ahora que Ulises ha vuelto no hay “nada, la misma soledad de antes, incluso peor porque tú estás aquí. Me paso el día contemplando el mar y la noche en tu compañía recordando los años en los que estabas lejos”.

También Ulises contempla el mar: todas las mañanas se sienta sobre una roca lisa, bajo un antiguo y frondoso roble, desde donde se divisa la bahía y mientras fija su mirada en el mar le vienen a la mente todos los recuerdos, desde la guerra de Troya en las riberas del Escamandro a la gruta del cruel cíclope y el horror del Hades, pero también “la nostalgia por las cálidas manos de Circe, por los labios de Calipso y por los ojos de Nausicáa”.

Sentado, con la espalda apoyada sobre el roble, Ulises se deja llevar por el mar y por el pasado sin disfrutar en absoluto del presente ni esperar nada bueno del futuro. Una mañana se le presenta la diosa Atenea para exigirle un último viaje, el que le profetizó Teresias, y que debe a Poseidón antes de poder descansar en una vejez dulce y tranquila. Ulises le reprocha a la diosa que le exija participar en una guerra de dioses en la que no se siente concernido y se niega a ponerse en viaje en busca de su destino. Se siente tan cansado.

Pero Telémaco, en connivencia con otros jóvenes itacenses, ha ideado un plan: hacerle contar sus aventuras y de esta manera conseguir que vuelva a hacerse a la mar, repetir las hazañas, sacarle de su embotamiento. Y lo consigue, pero no de la manera en que Atenea quiere. Serán ellos, los jóvenes itacenses, los que viajen a los confines del mundo, en busca de aventuras y conocimiento, ajenos a las guerras de los dioses y libres de cualquier culpa.

La repetición del viaje

El Ulises de Pascoli, una de las fuentes en las que se inspira Mimmi, sí realiza un viaje, no el vaticinado por Tiresias, sino un recorrido hacia el pasado, hacia los antiguos lugares que conoció en los diez años que estuvo ausente tras la guerra de Troya. Pero el tiempo ha transcurrido y la flecha no viaja en sentido contrario. Inicia el viaje, lleva consigo a sus viejos amigos y desembarca en la isla de los Cíclopes, donde ya no hay rastro de Polifemo y en Ea, donde no queda ninguna huella de Circe. Todo está dominado por la ausencia y Ulises les pregunta a las sirenas que quién es él. Y en ese momento si nave se estrella contra las rocas, que no eran otra cosa que las sirenas que creía ver en este último viaje. Su cadáver es transportado a la isla de Ogigia y Calipso le dirige las palabras que cierran el poema: “No ser nunca más, nada, menos que la muerte, no ser más”. Una muerte peor que la nada.

Kavafis

Ítaca es siempre el final del camino

Ulises mira al mar y recuerda el pasado y los brazos de Circe. Piensa que ni siquiera le importaría volver a pasar el terror del Hades o el horror de los cíclopes. Ahora tiene añoranza del viaje, como antes la tenía del regreso. Ítaca ya no le ofrece nada extraordinario; volvió por su padre Laertes, ya fallecido, por su esposa Penélope, que le detesta por sus infidelidades pasadas y presentes en la memoria y por Telémaco, que quiere convertirlo en “tabernero”. En este escenario se desarrolla la puesta en escena del Ulises de Mimmi.

Pascoli también se hace eco de la nostalgia del héroe y hace que retroceda al pasado y repita sus viejas aventuras pero ya no encuentra nada en ese viaje. Porque Ítaca está en el corazón y el viajero lleva su propio equipaje, como dice Kavafis.

Su poema ‘Ítaca’ nos enseña que Ulises no encontrará ni lestrigones ni cíclopes ni a Poseidón si no los lleva dentro de su alma, si su alma no los erige delante de él y es ilusorio y reprochable haber dejado su patria reputándola de mísera, de ser incapaz de ofrecerle nuevas aventuras y experiencias. Porque Ítaca es el destino y lo que importa es el viaje y llegar a la meta cargado de conocimientos y experiencias.

El poema comienza aconsejando que, al emprender tu retorno a Ítaca, ruegues para “que el viaje sea largo, lleno de peripecias y que sean muchos los días de verano” y “que te vean arribar con gozo, alegremente a puertos que tú desconocías”: debes conservar “en tu alma la idea de Ítaca” porque “llegar allí es tu destino”. Y termina con la misma petición de vivir despacio e intensamente, disfrutando cada instante:

No hagas con prisa tu camino

mejor será que dure muchos años

Y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla

rico de cuanto habrás ganado en el camino

No has de esperar que Ítaca te enriquezca

Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje

Sin ella, jamás habrías partido

más no tiene otra cosa que ofrecerte.

Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.

Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,

sin duda sabrás ya qué significan la Ítacas”.

Lecturas

– Franco Mimmi, Lontano da Itaca, Aliberti editore, 2007

– Giovanni Pascoli, El último viaje

– Kostantinos Kavafis, Ítaca

El último viaje de Ulises

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Es arrogante y sentimental, prudente y audaz, paciente y seductor; lucha contra la adversidad y no se rinde nunca y su afán por conocerlo todo le lleva a vivir situaciones peligrosas, como ocurre en sus encuentros con los cíclopes y con las sirenas, pero su deseo de regresar a Ítaca le da fuerzas para afrontar desventuras, naufragios y tempestades y también para renunciar a la inmortalidad que le ofrece Calipso. Pero, sobre todo, Ulises es el viajero.

La Odisea’, el poema homérico que cuenta las hazañas del rey de Ítaca en su viaje de regreso al hogar tras la victoria sobre Troya, es la obra de mayor influencia en la historia literaria de Occidente. Cada época ha dado su propia versión de Ulises, un arquetipo mítico, y con todas esas renovaciones y reinterpretaciones a cuestas ha llegado a nuestros días, de manera que ya no podemos ver únicamente al héroe dibujado por Homero, sino al que ha sido pensado, reinventado, rebatido o sacralizado por quienes lo escucharon o leyeron después.

La Odisea’ comienza pidiendo a la Musa que le hable de “aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria” (1). Durante diez años, tras dejar Troya, Ulises ha de luchar contra las trampas de los dioses que le impiden regresar a su hogar y, como sucede en todos los cuentos tradicionales, la ‘Odisea’ tiene un final feliz y el héroe regresa a Ítaca, junto a su esposa, Penélope, y a su hijo Telémaco.

El último viaje que Ulises realizaría, de acuerdo con Homero, es el que le vaticinó Tiresias: un viaje hacia el norte hasta llegar a pueblos que no conocen el mar con un remo al hombro para dejarlo, allí donde sea confundido con un aventador, clavado en tierra como señal de que había llegado. Después regresaría a Ítaca, donde permanecería hasta su muerte, de la que nada sabemos porque, posiblemente, el aedo consideró de poco interés para sus oyentes relatar una vejez tranquila seguida por una desaparición natural. Tiresias, el adivino, le profetizó en su encuentro en el Hades que la muerte le llegaría del mar “y será muy tranquila, pues te alcanzará ya sometido a una suave vejez, y en tu entorno vivirán prósperas tus gentes”.

Pero versiones diferentes a los cantos de Homero fueron sucediéndose a lo largo de los siglos, algunas tan pintorescas como la del bizantino Proclo, que coincide con Apolodoro, en que Ulises murió asesinado por el hijo que tuvo con Circe, Telégono, quien viajó a Ítaca para conocer a su padre pero con tan mala fortuna que Ulises, al sorprenderle robando su ganado, intentó impedirlo; su hijo, que no lo había reconocido, lo mató con la espada que tenía en la mano. Tras el asesinato, Telégono se casó con Penélope y Circe les envió a la isla de los Bienaventurados (2).

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Dante. Piazza Santa Croce. Florencia

Habría que esperar diez siglos a la versión sobre la muerte de Ulises que más fortuna obtuvo. Hacia mediados del XIV, Dante descubre que no murió plácidamente en su cama en tranquila y suave vejez, sino en un último viaje cuyos detalles le reveló desde el Infierno, en cuyo círculo octavo, donde ardían los malos consejeros, cumplía su pena eterna compartida con Diomedes.

Dante no recoge el testigo de Homero, cuya ‘Odisea’ no conoció, sino el de de Virgilio, que presenta a Ulises como un marrullero astuto, y de Ovidio que, en ‘Las Metamorfosis’, nos cuenta historias poco halagüeñas del rey de los itacenses, como las sugerencias que deslizó al oído de Agamenón de que sacrificara a Ifigenia, su propia hija, y conseguir así el favor de los dioses, dueños de los vientos, para que permitieran a su flota poner rumbo a Troya.

El escritor florentino no utiliza esta historia para incluir a Ulises entre los malos consejeros, pero sí la de Aquiles disfrazado de mujer en la corte de Esciros y descubierto por el itacense; la del caballo hueco ideado por Ulises que los dánaos regalaron a los troyanos, y la del robo, junto con Diomedes, de la estatua de Palas que defendía Troya y que, al desaparecer, dejó indefensa a la ciudad y causó su destrucción.

Esa caracterización de Ulises como causante de la guerra y destrucción de Troya por sus malvados ardides y consejos es la que presenta Dante, pero más trascendente que su adscripción al octavo círculo del infierno es el relato que hace de su “último viaje” y de cómo, en pos del conocimiento, halló la muerte. El Ulises de Dante ya no es sólo el viajero que vive aventuras para poder contarlas, sino el que necesita conocer qué hay más allá. En ‘La Comedia’, Virgilio y el peregrino llegan al círculo infernal donde arde Ulises y le piden que les cuente cómo murió y el rey de Ítaca les relata una historia de la nadie había sabido nada: su último viaje.

Después de dejar a Circe, Ulises decide no regresar a Ítaca: Ni el halago de un hijo, ni la inquieta piedad de un padre anciano ni el amor que debía a la discreta Penélope, dentro de mí vencieron el ardor de conocer el mundo y enterarme de los vicios humanos y el valor”. Llega a las Columnas de Hércules, el límite impuesto por los dioses a los navegantes y Ulises se dirige a sus compañeros para convencerles de seguir adelante, de “ir tras el sol por ese mar sin gente”; para lograrlo, les pide que consideren su “ascendencia” porque “para vida animal no habéis nacido, sino para adquirir virtud y ciencia”(3)

Quinientos años después, el poeta Alfred Tennyson se hace eco de esta arenga que el Ulises dantesco dirige a sus compañeros para que le sigan y en su conocido poema le hace decir:

Es posible que las corrientes nos hundan y destruyan / es posible que demos con las Islas Venturosas / y veamos al gran Aquiles, a quien conocimos”.

Aquiles, a quien Ulises conoció en su viaje al Hades homérico, permanece en el mundo de las sombras. Se dirigen, por lo tanto, al reino de los muertos, su destino último, y la misma tripulación ha adquirido ya el estado fantasmal de los fallecidos, incluso antes de traspasar las Columnas de Hércules.

En ‘La Comedia’, los marineros dirigidos por Ulises atraviesan el Estrecho y durante cinco meses navegan hacia el sur en el océano Atlántico. Hasta que divisan una montaña oscura y extremadamente alta, que podría ser el Purgatorio. Entonces su alegría se convierte en llanto porque de ella surge un viento brutal que hace girar la nave sobre sí misma por tres veces, hasta ser cubierta “por la mar airada”. Y es entonces cuando muere Ulises, bien porque ha excedido los límites impuestos por los dioses, bien porque a ningún mortal, excepto a Dante, le es permitido traspasar el mundo de los vivos, al menos por dos veces, aunque posiblemente su primera visita al Hades no cuente para el teólogo medieval. La audacia del héroe griego es castigada por un dios que él desconoce y que le causa la muerte en un naufragio.

Jorge Luis Borges señala que Dante se atrevió a anticipar “los dictámenes del inescrutable Juicio Final” y juzgó y condenó almas, una labor de no le correspondía de ninguna manera, por lo que sugiere que “Dante fue Ulises y de algún modo pudo temer el castigo de Ulises”, por mucho que se amparara en que lo guiaban fuerzas más altas y que no lo hacía por soberbia y desmesura.

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El descenso a los infiernos

Este último viaje condena a Ulises a la muerte por haberse convertido en símbolo del deseo de conocimiento sin límites, pero no es el castigo que le impone Dante en el octavo círculo, adonde es llevado por sus malos consejos, aunque también podría interpretarse como un mal consejo la alocución que dirige a sus compañeros antes de traspasar las Columnas.

Boitani ve en el Ulises de Dante el deseo de conocer la experiencia de la muerte. El descenso a los infiernos, la katábasis, sigue unas normas que no deben infringirse. En su viaje al Hades en ‘La Odisea’, parece contar con el beneplácito de las potencias infernales y, en apariencia, sólo intenta obtener de Tiresias la respuesta a qué puede hacer para regresar a Ítaca. Pero es una excusa literaria de Homero para darnos noticia de los aqueos y los troyanos muertos y del destino tétrico que a todos nos espera tras la muerte.

En la Antigüedad clásica hubo quien no sentía demasiada simpatía por las tretas de Ulises. Fue Esquilo, entre otros, quien adscribió su paternidad al “miserable” Sísifo y no a Laertes porque antes de conocer a su esposo, Anticlea tuvo un desliz con el más astuto de los hombres, y de ahí la herencia que recibió su hijo (4). Se trata del mismo Sísifo que Ulises pudo ver en el Hades empujando una piedra enorme hasta la cima de una montaña, desde la que se deslizaba pendiente abajo una y otra vez, en un ciclo interminable, como castigo de los dioses por haber querido y logrado engañar a la muerte.

Sísifo era un charlatán y se fue de la lengua al relatar una aventura sentimental de Zeus, que quiso castigarlo y le envió a Thánatos, la muerte, pero el mortal logró apresarla y encadenarla. Durante ese tiempo nadie moría y, ante las quejas, Zeus decidió liberar a Thánatos y enviar a Sísifo al Hades, pero éste antes de morir dejó dicho a su esposa que no le hiciera honras fúnebres. Cuando llegó al mundo de los muertos, denunció tal impiedad y pidió regresar para castigarla, con la promesa de que volvería después de los ritos funerarios para descansar entre los muertos, pero era una treta: volvió a su casa y su alma se reintegró a su cuerpo. Al final murió de viejo, pero los dioses infernales le tenían guardado el castigo de empujar la roca eternamente.

Un mundo nuevo

Boitani también menciona el último viaje de Ulises de Vespucci y de Tasso, que consideran al héroe griego un quimérico precursor de los navegantes hacia un nuevo continente porque atraviesa las Columnas de Hércules y surca el Atlántico. Por una parte está el Hades, el reino de la muerte, pero también el nuevo mundo y Ulises se hará a la vela hacia él, como primera luz de quienes pusieron rumbo a los confines atlánticos del mundo. De esta forma prefigurará a Colón y su descubrimiento de las Indias.

Pero Boitani reconoce que Ulises no es un colonizador, sino un viajero, y su descendiente no es ni Colón ni Robinson Crusoe, sino Magallanes, en cuya nave, la Victoria, campea el lema “Para mí son alas las velas”, con el que retoma orgullosamente la semejanza homérico-dantesca del viaje al Hades (5).

La idea de Ulises como precursor de Colón y de los ‘conquistadores’ no le gustó mucho a Borges, gran admirador de ‘La Comedia’. En una posdata de 1981 al ensayo dantesco que lleva por título ‘El último viaje de Ulises’, el escritor argentino escribe: Se ha dicho que el Ulises de Dante prefigura a los famosos exploradores que llegarían, siglos después, a las costas de América y de la India. Siglos antes de la escritura de la Comedia, ese tipo humano ya se había dado. Erico el Rojo descubrió la isla de Groenlandia hacia el año 985 y su hijo Leif, a principios del siglo XI, desembarcó en el Canadá”, aunque Dante no pudo saber estas cosas (6).

Notas

(1) Homero, La Odisea,Traducción de Luis Segalá y Estalella, Espasa Calpe, 1991

(2) Carlos García Gual, La muerte de los héroes, Turner, 2016

(3) Dante Alighieri, Comedia, Traducción de Ángel Crespo, Seix Barral, 2004

(4) Esquilo, El juicio de las armas (mencionado por William B. Stanford, El tema de Ulises, Editorial Dykinson, 2014)

(5) Piero Boitani, La sombra de Ulises, Imágenes de un mito en la literatura occidental, Península, 2002

(6) Jorge Luis Borges, Nueve ensayos dantescos, Alianza Editorial, 1999

* Los múltiples viajes de ‘Los pasos perdidos’, de Alejo Carpentier

los pasos perdidos

La literatura está llena de viajes, exilios, regresos, expediciones, peregrinaciones, periplos míticos, cruzadas, odiseas, conquistas, huidas y búsquedas. Todo esto cabe en las novelas y en los cuentos porque el viaje, entendido como cambio en el tiempo o en el espacio, es la materia de la que está hecha la propia vida, que no es más que un trayecto desde el nacimiento a la muerte. Y en su transcurso también hay puro cambio, puro viaje.

Los pasos perdidos’, la novela que Carpentier escribió en 1953, reúne las dos dimensiones fundamentales del viaje, el geográfico y el temporal, pero también la catarsis interior, los rituales de paso y la búsqueda del paraíso o la utopía.

El viajero anónimo de esta narración es un hombre que lleva en una vida poco satisfactoria en una ciudad cosmopolita, con un empleo “nutricio”, una esposa con la que poco tiene en común, una amante que le entretiene y una vida social que empieza a cansarle porque sus conocidos acababan repitiéndose en un desaforado ir y venir de ideas y de proyectos, que van de lo trascendental a lo estúpido, aunque siempre insólito y a la moda, conformando un juego acrobático de insensateces artificiales que no conduce a nada.

Un día recibe el encargo de buscar instrumentos primitivos de los nativos de la selva americana, lo que remueve en su interior la antigua pasión por conocer y registrar el origen de la música, el nacimiento de la expresión rítmica primordial. Decide partir a la selva, en parte por aburrimiento, para olvidar ciertas ideas muy en boga en los ambientes intelectuales de las ciudades modernas que “me cansaban ahora, de tanto haberlas llevado” y en parte por el deseo de encontrar el origen del sonido musical en las culturas más primitivas.

Llega a una ciudad que no puede ser otra que Caracas, pero lo hace acompañado por Mouche, su amante, una mujer moderna, superficial y absolutamente urbana y superficial, por lo que el viajero no terminará de romper con el ambiente que le aliena hasta que rompan la relación y él se interne en la selva junto a Rosario, una mujer de la tierra, mestiza y primordial, que simboliza la autenticidad, de la que carecen tanto su esposa como su amante.

Comienza el viaje por el Alto Orinoco, guiado por un hombre, el Adelantado, hacia la ciudad que ha fundado en el corazón de esos territorios inmensos, que encierran “montañas, abismos, tesoros, pueblos errantes, vestigios de civilizaciones desaparecidas”, selva que era “un mundo compacto entero, que alimentaba su fauna y sus hombres, modelaba sus propias nubes, armaba sus meteoros y elaboraba sus lluvias”. Atraviesan una vegetación de bambusales, la maleza del río dificulta la navegación, se escuchan chasquidos inesperados, súbitas ondulaciones, “fuga de seres invisibles que dejaban tras de sí una estela de turbias podredumbres”. La descripción de los paisajes que atraviesan es fascinante de forma que se convierten en un personaje más y así ocurre en todas las novelas de Carpentier.

selva

Para llegar al Paraíso que, según Carlos Fuentes, es el tiempo anterior y feliz en el que se conjuga la empresa utópica y la narrativa para vencer al espacio, el viajero debe someterse a los ritos de un itinerario místico, en el que hay que vencer en primer lugar los obstáculos que se presentan al neófito: en esta navegación por un río repleto de frutos podridos y simientes velludas y coronado por árboles que impiden ver el cielo, al cabo de un tiempo el viajero de Carpentier reconoce que “se pierde la noción de verticalidad y surge una suerte de desorientación, de mareo de los ojos”, se trastorna la apariencia y se confunde lo que está arriba con lo que hay abajo. “Era como si me hicieran dar vueltas sobre mí mismo para atolondrarme, antes de situarme en los umbrales de una morada secreta”. Una especie de juego de la gallina ciega. “Cuando fue la luz otra vez, comprendí que había pasado la primera prueba”.

A este viaje geográfico se añade el regreso en el tiempo. Aparece, remoto, el espejismo de El Dorado y Felipe de Hutten, el Utre de los castellanos quien, una tarde memorable, desde lo alto de un cerro contempló alucinado la gran ciudad de Manoa y sus portentosos alcázares”. De la selva maya “surgían escalinatas, atracaderos, monumentos, templos llenos de pinturas portentosas que representaban ritos de sacerdotes peces y de sacerdotes langostas” y “largas avenidas de dioses, erguidos frente a frente, lado a lado, cuyos nombres quedarían por siempre ignorados”.

Fray Pedro, un sacerdote que les acompaña en el viaje, oficia una misa y de súbito, el viajero se da cuenta de que no hay ninguna diferencia entre esta misa y las que escucharon los Conquistadores de El Dorado y comprende que el tiempo ha retrocedido cuatro siglos, que tal vez transcurra el año 1540. Y sigue vislumbrando el pasado: los juegos medievales de diablos y tarascas, las danzas de Pares de Francia y los romances de Carlomagno. Y sigue retrocediendo aún más: pasa el año cero y tornan a crecer las fechas del otro lado hasta llegar al hombre que hace ensayos de primitiva agricultura y abandona la errancia del nómada y llora a sus muertos haciendo bramar un ánfora de barro.

Sale del paleolítico para entrar en la más profunda noche de las edades en el encuentro “con una tribu de indios que disputan la comida a los monos, que apenas conocen los recursos del fuego, que devoran larvas de avispas y termes, triscan hormigas y liendres, escarban la tierra y traban los gusanos y las lombrices, antes de amasar al tierra con los dedos y comerse la tierra misma. Sus perros son como lobos y zorros, anteriores a los perros”. Y el viajero siente una especie de vértigo ante la posibilidad de otros escalafones de retroceso, pero es en esa tribu, en el rito que despide a un muerto, donde escucha el sonido que va más allá del lenguaje pero lejos aún del canto, un jadeo a contratiempo, un vibrar de la lengua. Es el treno, un canto mágico destinado a hacer volver a un muerto a la vida, y el viajero comprende que acaba de asistir a la repetición de un acto atávico, el mismo que dio lugar al nacimiento de la música.

La tormenta, los indios que son como larvas, la desorientación y el terror que experimenta el viajero anónimo recuerda el viaje de Marlow en busca del agente Kurtz, en El corazón de las tinieblas de Conrad. Remontar el río a través de la selva era “penetrar más y más en el corazón de la oscuridad, era regresar a los más tempranos orígenes del mundo, cuando la vegetación se agolpaba sobre la tierra y los grandes árboles eran los reyes”. Pero los colonizadores, como Kurtz y el propio capitán del vapor que ha salido en su búsqueda, soñaban con que eran los primeros hombres “que tomaban posesión de una herencia maldita que debía ser sometida al precio de una profunda angustia y de un enorme esfuerzo”; soñaban con dominar la naturaleza y civilizarla. Por el contrario, el viajero anónimo de Carpentier y el grupo con el que se adentra en la selva van en busca del origen, del tiempo utópico y maravilloso, con la intención de integrarse en el mundo salvaje y primigenio en un viaje que señala una dirección opuesta a la modernidad y el progreso.

Pasado, presente y futuro cohabitan en la selva, donde pueden darse todos los tiempos. Lo había afirmado Carpentier unos años antes de la aparición de esta novela, en una crónica sobre la Gran Sabana venezolana: “El tiempo estaba detenido allí ( ) desposeído de todo sentido ontológico para el hombre de Occidente ( ) No era el tiempo que miden nuestros relojes ni nuestros calendarios. Era el tiempo de la gran Sabana. Era tiempo de la tierra en los días del Génesis”.

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En ‘Los pasos perdidos’, prosiguen el camino por lugares de rocas y planicies lunares, un mundo que podía ser el del Génesis en el cuarto día de la Creación, una tierra vacía y aún desordenada al borde del abismo de la nada, hasta llegar a la ciudad buscada, Santa Mónica de los Venados, fundada por el Adelantado. Y el viajero decide no regresar a la civilización que ha abandonado porque en ese lugar, que pertenece a las Tierras del Ave, está el lugar soñado, el Paraíso.

El viajero ha conseguido los instrumentos primitivos, ha averiguado el origen de la música, se ha reencontrado consigo mismo y ha descubierto el Edén, pero el dios maléfico que le ha concedido el don de la creatividad al penetrar en la selva y por el que ha conseguido escribir -a duras penas por falta de papel- una gran obra musical, un treno que menciona a Ulises y las libaciones a los muertos, le obliga a volver a la civilización para poder acabarla. Allí solucionará algunas cuestiones prácticas y regresará a Santa Mónica. Pero todo se complica y cuando intenta volver ya no conoce el camino, no tiene las llaves de secretas entradas y todo lo pierde.

El viajero ha cometido el irreparable error de desandar lo andado, “creyendo que lo excepcional puede serlo dos veces, y al regresar encuentra los paisajes trastocados, los puntos de referencia barridos”. Ya nunca accederá al Paraíso; sólo podrá cantar las excelencias de la tierra prometida.

Lecturas

– Alejo Carpentier, Los pasos perdidos, 1953

– Carlos Fuentes, Valiente mundo nuevo, 1990

– Josep Conrad, El corazón de las tinieblas, 1899

* La «verdad» de García Márquez y «la desdicha del hacer» de Abel Posse

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No quedan testimonios de lo que pensaron o sintieron los habitantes de las Antillas cuando vieron aparecer las carabelas y los hombres que en ellas viajaban, tan distintos, tan vestidos, tan extraños, pero podemos imaginar su asombro ante seres que parecían de otro mundo, hoy diríamos que de otro planeta, que desembarcaban de unas enormes naves nodrizas y que, al llegar a tierra, hincando en ella una rodilla y un estandarte, pronunciaban un incomprensible parlamento de posesión.

Cristóbal Colón cuenta en su Diario del Primer Viaje que los indios con los que tuvieron los primeros encuentros eran amistosos, hermosos de cuerpo y generosos en extremo pues, aunque parecían muy pobres, entregaban todas sus posesiones a cambio de cualquier cosa que los marineros les ofrecieran, desde cuentecillas de vidrio a cascabeles e incluso platos rotos.

Si las tornas hubieran sido otras y si los nativos de estas islas hubieran podido expresar sus impresiones, sus palabras no habrían sido muy diferentes de las utilizadas por García Márquez en el capítulo de ‘El otoño del patriarca’ que muestra el primer encuentro entre españoles e indígenas y pone en solfa conceptos aparentemente enemigos como civilización y barbarie.

El patriarca recuerda un histórico viernes de octubre en que salió del cuarto al amanecer y se encontró con que “todo el mundo en la casa presidencial tenía puesto un bonete colorado”, desde las concubinas a los ordeñadores, los centinelas, los paralíticos y los leprosos. Tan extraño resultaba que intentó averiguar qué había pasado hasta que por fin encontró a uno que le contó “la verdad”: que habían llegado “unos forasteros que parloteaban en lengua ladina pues no decían el mar sino la mar y llamaban papagayos a las guacamayas, almadías a los cayucos y azagayas a los arpones, y que habiendo visto que salíamos a recibirlos nadando entorno de sus naves se encarapitaron en los palos de la arboladura y se gritaban unos a otros que mirad qué bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras”, que es lo que escribió textualmente Cristóbal Colón en el Diario de su primer viaje, cuando desembarcó en Guanahaní.

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Sigue contando el relator de “la verdad” que nosotros no entendíamos por qué carajo nos hacían tanta burla mi general si estábamos tan naturales como nuestras madres nos parieron y en cambio ellos estaban vestidos como la sota de bastos a pesar del calor” y “gritaban que no entendíamos en lengua de cristianos cuando eran ellos los que no entendían lo que gritábamos” nosotros y después vinieron en sus cayucos y “nos cambiaban todo lo que teníamos por estos bonetes colorados y estas sartas de pepitas de vidrio que nos colgábamos en el pescuezo por hacerles gracia” y “como vimos que eran buenos servidores y de buen ingenio nos los fuimos llevando hacia la playa sin que se dieran cuenta, pero la vaina fue que entre el cámbieme esto por aquello y le cambio esto por esto otro se formó un cambalache de la puta madre y al cabo del rato todo el mundo estaba cambalachando sus loros, su tabaco, sus bolas de chocolate, sus huevos de iguana, cuanto Dios crió, pues de todo tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad, y hasta querían cambiar a uno de nosotros por un jubón de terciopelo para mostrarnos en las Europas, imagínese usted mi general, qué despelote”.

García Márquez consigue, en esta simulación que aparenta una sencilla broma, poner en entredicho que la versión de Colón sea la única posible y revelar una verdad profunda: que el juicio que hacemos del desconocido puede que no sea acertado, que seguro que no lo es; que nuestra lengua no es más “cristiana”, más civilizada, que la del otro y que posiblemente nuestras costumbres sean menos pertinentes que las suyas, más acordes con su entorno. Andar encorazado y encasquetado por lugares tan cálidos debió ser una penitencia para los que llegaron con sus bonetes rojos y sus ristras de cascabeles para cambiarlos por oro.

No son más bárbaros porque anden vestidos o desnudos o porque utilicen una u otra lengua; son bárbaros aquellos que marcan una ruptura entre sí mismos y los demás hombres y niegan la plena humanidad de los otros. Colón lo hace y García Márquez lo denuncia, cuando dice que querían “mostrar a uno de nosotros en las Europas”. Colón ordena detener a seis “mancebos”, como relata en su Diario, para llevarlos a España y que allí los vean los Reyes; se lo piensa mejor y manda añadir al paquete siete mujeres y tres niños “porque mejor se comportan los hombres habiendo mujeres de su tierra que sin ellas”. Que no existiera ningún grado de parentesco entre los secuestrados, a los que evidentemente Colón no aprecia como hombres iguales a él, lo atestigua el que por la noche “vino a bordo el marido de una de estas mujeres y padre de tres hijos y dijo que yo le dejase venir con ellos”.

Trilogía americana, de Abel Posse

El 12 de octubre de 1492 “fue descubierta Europa y los europeos por los animales y hombres de los reinos selváticos y desde entonces fueron de desilusión en desilusión ante el paso de estos seres blanquísimos, más fuertes por astucia que por don”.

Es la voz de Abel Posse en su trilogía sobre la Conquista: los indios veían en los conquistadores una “peligrosa congregación de expulsados del Paraíso, de la Unidad primordial de la que ningún hombre o animal tiene porqué alejarse”, que organizaba su delirante visión del tiempo “bajo el nombre Historia, una especie de metafísica pista de carreras”. Padecían y hacían padecer porque sus dioses les habían enseñado la negación de la vida hasta el punto de convertirles en seres incapaces de comprender el equilibrio y el orden natural de las cosas.

Para los nativos, el Descubrimiento supuso entrar en contacto con “la trágica naturaleza de los tristes conquistadores”. Los “blanquiñosos”, apelativo poco caritativo que utilizan los conquistados en ‘Daimon’, eran valientes hasta la inconsciencia, pero carecían de alegría, eran unos “desdichados del hacer” y sólo respetaban la eficacia.

Daimon

Abel Posse en ‘Los perros del Paraíso’ y en ‘Daimon’ aplica las categorías hegelianas del ser y el estar: el hombre del ser es el blanco, el europeo, el colonizador, que vive sin raíces y está obsesionado con el actuar, con el calcular, con el hacer, frente al indígena, que se limita a “estar” y a contemplar la magnificencia del mundo. Alguien, alguna vez, en sus tierras de constructividad y de desdicha, les había dicho a los hombres blancos que no era posible ser sin hacer. “Esta barbaridad o filosofía, cuyos sombríos detalles los jefes indios no podían todavía comprender, se ponía de manifiesto en cada acto de los invasores”.

Inclinados a sembrar la muerte preventiva y general, todo lo convertían en un valle de lágrimas. “Pronto los despreciaron los jaguares y las confederaciones de monos” y al final casi todos los animales, excepto los eternos traidores: “los zopilotes y otros interesados comedores de carroña”.

El hombre blanco es incapaz de vivir de forma tranquila según los ciclos naturales. Ni siquiera el mismo Álvar Núñez Cabeza de Vaca es capaz de hacerlo después de haber convivido con los indios casi ocho años; cuando consigue llegar a Nueva España ya está pensando en volver como gobernador. Al Colón de ‘Los perros del paraíso’ las fuerzas vivas del Estado y de la Iglesia le impiden conservar su Edén y Lope de Aguirre, en ‘Daimon’, no puede olvidar que es voluntad de poder en estado puro, de dominio y de “ser”, incompatible con una existencia apacible.

En los tres protagonistas de la trilogía posseana se produce un intento de cambio de estado, un abrirse al mundo natural y a las experiencias que van más allá de la conciencia. El Cristóbal Colón de Abel Posse no precisaba de incentivos externos, ni peyote ni ayahuasca, porque estaba dotado con una “capacidad interna de secreción de delirio perfecta” con la que conseguía eludir el embrutecimiento racionalista europeo. Encontró el Paraíso en las Indias, pero lo devolvieron a España, con cadenas, por eso mismo.

Álvar Núñez Cabeza de Vaca en ‘El caminante al atardecer’ tiene al cacique Dulján como guía. Es quien le enseña que “en el hombre está el pájaro y la serpiente y el águila y el pez” y el español aprende a correr venados y a guiarse por los vientos y las estrellas. Conoció a hombres que hablan con las plantas y los animales y que, mediante un éxtasis de alcoholes sagrados y de humo, pierden los sentidos naturales y realizan grandes vuelos, visitan el país de los muertos e incluso se acercan a las regiones del dios misterioso.

Y por último, Lope de Aguirre, en su regreso con los marañones del reino de los muertos encuentra en Huaman al amauta que le lleva al Tawantinsuyu, donde se une la tierra y el cielo, el cuerpo y el espíritu, la noche y el día. Bebió té de coca, polvo de vilca y ayahuasca y consiguió entrar en un mundo colorido y vibrante, llegó a Lo Abierto y por fin cayó en el estar, de forma que tuvo que morir para poder olvidar el ser y despreciar el dominio del mundo que tan mala vida le dio.

Lecturas

– Gabriel García Márquez, El otoño del patriarca, Plaza y Janés, 1975

– Cristóbal Colón, El primer viaje a las Indias (Relación compendiada por Fray Bartolomé de las Casas)

– Abel Posse, Daimon, 1981

– Abel Posse, Los perros del paraíso. 1983

– Abel Posse, El largo atardecer del caminante en el atardecer, 1992

* Los perros del Paraíso o las Indias como un Edén malogrado, de Abel Posse

los-perros-del-paraiso-abel-posseLos elementos aristotélicos dividen la novela en cuatro capítulos. En un principio fue el Aire, cuando el joven Cristóbal intuye su destino en Génova, donde los marinos que repostaban “mentían con magnitud” y referían la historia de San Brandán y cómo encontró el Paraíso en el Océano Atlántico; relataban las fábulas de homéricos combates con el Octopus gigante y la Orca asesina o exageraban con el Maelström que arrastraba al abismo a las naves con su tripulación. Escuchando y leyendo novelas de caballería marinera, Cristóbal Colón aprendió que “el mar era un dios atrabiliario, iracundo y amoral”.

Los perros del Paraíso’ presenta una versión personal y simbólica del llamado Descubrimiento, una historia urdida con datos reales y elementos mágicos y maravillosos que se insertan en un tiempo distorsionado, con el uso de un lenguaje que, según el propio autor, quiere desacralizar la historia, jugar con ella y ofrecer una visión surrealista desde lo auténticamente real. “Los saltos -dice- son como de un trampolín hacia el delirio literario, pero retornan a una lógica profunda, a veces hasta ideológica que es como el alma de la novela”.

En esta historia en la que confluyen la secreta intimidad de los hechos y una intensa labor de imaginación que pretende cubrir inevitables lagunas desconocidas e irrecuperables del pasado, intervienen, además de Colón -un superhombre, palmípedo, anfibio y resplandeciente como una luciérnaga- los reyes Isabel y Fernando ahítos de voluntad de poder, con sus modos renacentistas y su estado medieval; aztecas convencidos de la necesidad de una hecatombe que fortifique el sol, el dios anémico, hasta el fin del ciclo de los tiempos; incas escépticos, geométricos y racionales, defensores de la idea de que “los hombres son una broma de los dioses para mortificar a los animales”; compañeros de navegación, caribes y personajes extemporáneos, como los lansquenetes Swedenborg, visitante asiduo del Cielo y del Infierno, y Ulrico Nietz, visionario y predicador del eterno retorno al que parece condenado el Nuevo Mundo y acusado de bestialismo por besar a un caballo en Génova.

El Cristóbal Colón de Abel Posse es un místico con una “capacidad interna de secreción de delirio perfecta”, que no necesita ni peyote ni ayahuasca para eludir el embrutecimiento racionalista europeo, según dictaminan los hechiceros taínos. Contagiado por la pasión, la pena y la nostalgia del Paraíso, poseído por la divinidad, se convierte en un iluminado, que cree en las profecías y en su destino: es un elegido.

El Fuego sigue al Aire. Un vikingo de la Última Thule le cuenta a Cristóbal Colón cómo era la costa de Vineland y le revela un secreto que tenía que ver con el Paraíso Terrenal. En Tenochtitlán, el Supremo Sacerdote bendice la bondad y la pureza de la doctrina cristiana de los barbudos que llegarán por el Gran Mar. Los mandó Quetzalcoatl, que los predijo: son maravillosos, hijos de la mutación, generosos, de infinita bondad, su dios humano manda amar al otro como a sí mismo, detestan la guerra y respetarán a nuestras mujeres porque su dios se lo manda.

Mientras, en los reinos de Castilla y Aragón, amancebados en las personas de sus monarcas, nacía la ideología imperial y católica: el poder adornado por la esvástica se había echado a rodar e Isabel y Fernando irían encontrando a su héroes y a sus superhombres, sin piedad y sin grandeza, como Gonzalo de Córdoba o el chanchero Pizarro, el amoral genovés o Torquemada, “hijo de la noche y de la niebla”, redactor del edicto de expulsión de los judíos que, en el mismo año de 1492, conformó el mayor progrom de la historia hasta ese momento.

Comienza la travesía en el Agua y la misión, secretísima e inefable, de Colón: hallar la apertura del océano que permitirá el paso del iniciado a la dimensión perdida del Edén, el lugar sin muerte, la mutación esencial. “Yo creo que soy el único que busca el Paraíso y tierras para los injustamente perseguidos”, dice Colón acerca de su destino secreto, en el que la reina Isabel hace de cómplice secreta. En cambio, Fernando “retacón, robusto y abaturrado”, se negaba a lo imaginario.

Las tres carabelas avanzan hacia Occidente por la ruta de los iniciados. “Ingresan en una región espacio-temporal no visitada antes” por los hombres y el almirante comprende que es natural que en esta “zona intermedia entre la nada y el ser, entre lo conocido y el misterio”, hagan su irrupción -a veces con verdadero descaro- los muertos, que se mezclan con los vivos durante el día sin ser vistos, pero que se definen al anochecer con su color lechoso. Se les presiente, “sentados en las jarcias, con las piernas al aire, sardónicos, exigentes, malintencionados, explotadores impúdicos del prestigio sombrío de la muerte”.

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Finales de septiembre de 1492: se divisa una enorme nao, de varias hileras superpuestas de luces horizontales en movimiento, en cuya popa se puede leer ‘Queen Victory’. Barcos sin velas transportan innumerables pasajeros que bailan música sincopada; el Mayflower va cargado de puritanos terribles camino de Vineland; se suceden piratas ingleses amantes de la Reina Virgen, barcos holandeses dedicados al tráfico de negros y naves sombrías cargadas de emigrantes sicilianos, genoveses, extremeños e irlandeses, “gente de labor, mestizaje y bastardía, movida por modestos sueños subsistenciales”. Colón comprende que este propósito suyo de llegar al Paraíso rompe el orden espacio-temporal establecido: el horizonte se quiebra por la proa de la Santa María, que rasga el velo y avanza entre visiones de otros tiempos.

La aparición de naves extemporáneas la utiliza García Márquez en el cierre del primer capítulo de ‘El otoño del patriarca, pero en una torsión hacia el pasado, al origen, a la llegada de los españoles. El general se asomó a la ventana del mar como tantas otras noches “y vio el acorazado de siempre que los infantes de marina habían abandonado en el muelle, y más allá del acorazado, fondeadas en el mar tenebroso, vio las carabelas”. Esta imagen inquietante presenta el mismo mar tenebroso que alberga las embarcaciones del dominio en dos épocas distintas: la de los extranjeros en un acorazado vislumbrado por el dictador de turno, por el patriarca, y la de los conquistadores de hace cuatrocientos años.

Es una imagen del pasado que llega al futuro y se observa desde la tierra subyugada y domada a lo largo de los siglos, la que iba a contener el Paraíso de Colón. Abel Posse ya lo sitúa muy cerca de las carabelas que surcan el mar y que están a punto de encenderse en llamaradas. El Almirante está avisado de que en el punto cósmico de apertura que han alcanzado, el tremendo calor es un signo positivo porque proviene del fuego de las espadas flamígeras que guardan las Puertas del Paraíso.

Por fin las carabelas llegan a la Tierra, el cuarto y último elemento. Allí son y están las indias Anacaona y Siboney y la desnudez paradisíaca, el fin de la culpa y la evidencia del dios ausente. Pero Fernando se irrita porque si, como dice el Almirante, es posible la existencia del Paraíso Terrenal se acabó el negocio; el Jardín del Edén ni se puede labrar ni expropiar ni explotar.

Cristóbal Colón se establece en total desnudez en una isla, entre papagayos y aves del paraíso, y anuncia que ha cesado la muerte y que los indios son ángeles y desconocen la caída, la culpa y el pecado. Y el Almirante condena y prohíbe el trabajo, “orgullo babélico y demoníaco”. Pero los suyos no aceptan los bienes del Paraíso, detestan el no hacer y el no medrar, en tanto que los clérigos solo admiten el Cielo tras una vida de obediencia y sacrificio. Roldán, el hombre fuerte del momento, da un golpe de estado y los hombres pierden de nuevo el Jardín del Edén. Y cuando el Almirante, esposado, regresó a España comprendió que el Paraíso “quedaba en manos de milicos y corregidores».

chihuahua_0_600Abel Posse ve a Colón como “la síntesis de todo el universo europeo colonizador: es judío cristianizado, místico y esclavista, empresario y poeta, ambicioso y capaz del mayor delirio, como creer en el Paraíso Terrenal”. Colón fracasó al ofrecer a sus contemporáneos la visión paradisíaca de las Indias, donde los perros, mencionados en el Diario de su primer viaje, no ladraban porque no concebían que hubiera cosa alguna que se pudiera robar. Según los toltecas, estos perrillos contenían cada uno de ellos una desdichada alma humana y tras el fracaso lo invadieron todo, insignificantes y siempre ninguneados”, pero como no tenían “el orgullo de los jaguares ni las altas ramas de los quetzales” se retiraron.

El descubrimiento y la conquista es un drama en el que todos pierden. “He querido plasmar -dice Abel Posse en una entrevista- un encuentro de civilizaciones que comenzó con un intercambio de regalos y terminó con un genocidio y una guerra de dioses. Traté de narrar cómo esas dignidades barbadas llegadas en carabelas, terminan por saquear ese paraíso que los había impresionado los primeros días. Sólo quedan esos perros vagabundos que andan por los caminos de América como esperando la recreación del jardín arruinado”.

 

* Cristóbal Colón, la Sombra y la Vigilia

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Desconciertan los secretos del Descubridor, todo aquello que intentó borrar o simular o convertir en otra vida y circunstancia y en otros impulsos y objetivos hasta convertirse en un personaje contradictorio, cuando no incoherente. Desde su origen, humilde, que pretendió aureolar con tintes aristocráticos; sus conocimientos como marino, también modestos; la existencia de un misterioso piloto que, mientras agonizaba, pudo ponerle en camino hacia los dominios del Gran Khan, hasta la invención de sí mismo como un místico empeñado en descubrir el camino hacia el Paraíso y contribuir a la conquista de Jerusalén.

Alejo Carpentier y Augusto Roa Bastos hacen de Colón el protagonista de ‘El arpa y la sombra’ y ‘Vigilia del almirante’, respectivamente; cada uno en su novela recrea un personaje complejo y acomplejado, ambicioso y místico, incoherente y tenaz. El tono de autenticidad en ambas es llamativo porque, además del recurso de la documentación histórica, muchos de sus pasajes están inspirados e incluso transcritos de forma fidedigna de los diarios, cartas y relaciones de Cristóbal Colón, con el añadido fundamental de la visión personal de los autores sobre su protagonista.

El arpa y la sombra’ toma como excusa la intención del papa Pío IX de canonizar a Cristóbal Colón en 1851. Carpentier juega con el tiempo y va de los pormenores de este proceso al Cristóbal Colón en sus últimos años, recluido en un monasterio franciscano de Valladolid. Corre el año 1506 y en su lecho de muerte, mientras espera al confesor, deja fluir la memoria y recuerda un pasado del que en ocasiones se arrepiente y las más de las veces intenta justificar.

Desde su celda monástica, Colón defiende su destino que ve prefigurado por el mismo Séneca que, en la estrofa final del coro de Medea, profetiza: Vendrán los tardos años del mundo ciertos tiempos en los cuales el mar Océano aflojará los atamentos de las cosas y se abrirá una gran tierra y un nuevo marino como aquel que fue guía de Jasón, que hubo nombre Tiphi, descubrirá un nuevo mundo y entonces no será la isla Thule la postrera de las tierras”.

¡Tanto se esperaba de él y tanto prometió! Tiene delante la relación de su primer viaje y observa que escribió la palabra ‘oro’ innumerables veces, como si “un maleficio, un hálito infernal, hubiese ensuciado ese manuscrito, que más parece describir una busca de la Tierra del Becerro de Oro que la de una Tierra Prometida para el rescate de millones de almas sumidas en las tinieblas nefandas de la idolatría”.

Regresa a España para dar cuenta de las nuevas posesiones, acompañado de un grupo de indios lastimosos y papagayos, y la reina Isabel le recrimina que “para traer siete hombrecitos llorosos, legañosos y enfermos, unas hojas y matas que para nada sirven como no sea para sahumerios de leprosos y un oro que se pierde en el hueco de una muela, no valía la pena haber gastado dos millones de maravedíes”.

Desconcertado y más ambicioso que nunca vuelve a las Indias, donde los nativos ya no le parecen tan amables y sí más caníbales, más desconfiados y más embusteros. Ya dijeron los normandos, que habían visitado estas tierras antes que él, tal como le contó un judío emigrado a Galway, que en Vineland se encontraron nativos malformados, contrahechos, patizambos, a los que llamaron skraelings, término que traducirá despectivamente por monicongos. Como no hay oro ni especias, ni forma de encontrarlos, a Colón se le ocurre la idea de lucrarse con la venta de esclavos y manda quinientos prisioneros a España.

Yo no quería el oro para mí -se dice a sí mismo en su celda franciscana- sino para mantener mi prestigio en la Corte y justificar la legitimidad de los altos títulos que me habían sido otorgados. No en vano, las Capitulaciones de Santa Fe le habían otorgado el título de Almirante de Castilla, con lo que se ponía por encima del propio heredero, además de visorrey y gobernador de todas las tierras firmes y las islas y todo su contenido y esto en vida y después de muerto, cuando se transmitirán a sus herederos todas estas preeminencias y prerrogativas.

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La reina Isabel le vuelve a recriminar: esta vez por que esclavice a súbditos que no son suyos, sino de ella. Se le viene abajo el único negocio fructífero que le quedaba en estas islas recién descubiertas y es entonces cuando insiste en que encontró “el Paraíso Terrenal, frente a la isla de la Trinidad, en las bocas del Drago, donde las aguas dulces, venidas del Cielo, pelean con las saladas”.

El último capítulo de la novela de Carpentier lleva por título ‘La sombra’ y transcurre en el Vaticano en 1892, durante el papado de León XIII, que pretende finalizar el proceso de beatificación de Colón, siguiendo la vía abierta por Pío IX con su postulación.

El genovés, al ser mencionado en la sala, llega a las estancias vaticanas en forma de fantasma. Allí, en una especie de retablo de las maravillas, surge el panegirista fanático y absurdo de Colón, Leon Bloy, que ejerce como defensor de quien considera el santo profeta que materializará la ‘revelación del globo’. Pero el abogado del diablo llama la atención a los presentes sobre el hecho de que fue Colón quien instituyó la esclavitud en el Nuevo Mundo y que en esto fue el primero. También figura en la lista el pecado de concubinato, cometido no por lujuria, sino por aparentar y no rebajar su falsa alcurnia al casarse con Beatriz, una simple criada. Al final su “sombra” será alejada despectivamente de los altares religiosos.

En esta novela de Carpentier hay un elemento maravilloso: la aparición de los fantasmas de Colón y de Andrea Doria en las salas vaticanas donde se lleva a cabo el debate de la beatificación, al final de la novela. En ‘Vigilia del Almirante’, del escritor Roa Bastos, el elemento mágico aparece al principio, cuando las tres carabelas se encuentran empantanadas en un “mar de hojas de color de oro verde cantárida, espeso, que las empuja hacia atrás, impidiéndoles la marcha”. Es un mar de pesadilla que apenas se mueve y que les tiene inmovilizados, en la vigilia de su desembarco en las Indias, y que permite al autor viajar en el tiempo, hasta la celda del monasterio de Valladolid en las horas previas a su muerte.

Roa Bastos, que escribió esta ficción histórica sobre el descubrimiento en 1992, quinientos años después, afirma en el prólogo que “éste es un relato de ficción impura, o mixta, oscilante entre la realidad de la fábula y la fábula de la historia”, una obra “heterodoxa” y alejada de la “parodia y del pastiche, del anatema y de la hagiografía”. Y advierte de que “tanto las coincidencias como las discordancias, los anacronismos, inexactitudes y transgresiones en relación a los textos canónicos son deliberados, pero no arbitrarios ni caprichosos”.

Cristóbal Colón en esta versión literaria es un hombre enigmático, tozudo y obsesionado. Y guarda un secreto: la ruta que el piloto agonizante en una playa de Portugal le reveló. Poco antes de morir tras un naufragio en costas portuguesas, le contó que las Indias estaban a 750 leguas de las islas Afortunadas, tras las Antillas, las Siete Ciudades de los obispos navegantes, la isla del Brasil y el archipiélago de las Once Mil Vírgenes y que en éste, por la noche, murallas de arrecifes protegen la entrada a las Indias y al Paraíso terrenal.

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Bajo secreto de confesión, Colón contó el secreto del Piloto a fray Juan Pérez, prior de la Rábida y confesor de la Reina, y también a fray Antonio de Marchena, astrónomo, guardián del convento y custodio de Sevilla. En la novela de Carpentier el secreto no pertenece al Piloto, sino a Maestre Jacobo, que tenía su residencia en la costa occidental de Irlanda y conocía la historia de los normandos que, habiendo sido desterrados, navegaron entre las brumas hiperbóreas hacia una enorme tierra a la que llamaron ‘Tierra Verde’. Ante el juego al que le somete Isabel, que un día le promete su aval y al día siguiente de todo se olvida, no tiene más remedio que revelarle sus fuentes tras la toma de Granada, según la versión de Carpentier. Otros autores se referirán a otros secretos que Colón compartirá con Isabel, como el camino hacia el Paraíso Terrenal.

Roa Bastos también dibuja el perfil visionario de Cristóbal Colón, pero no toma partido sobre su autenticidad o su simulación pragmática. Para convencer a los Reyes Católicos les promete la reconquista del Santo Sepulcro, auténtica misión en defensa de la fe cristiana, y él, convencido de su importancia, se pregunta si será canonizado alguna vez como el primer santo y mártir marítimo de la Cristiandad. Ya hemos visto que no lo consiguió.

Colón se ve como un nuevo Moisés, conductor de un pueblo, de una multitud de pueblos, a los que evangelizar y entregar las Tablas de la Ley. Tras cuarenta días de peregrinación sobre el desierto marino, el mar Tenebroso, llegará a la Tierra Prometida, pero estará condenado a no entrar en ella, en el Paraíso que vislumbra en las Indias.

El Almirante de Roa Bastos muestra un perfil visionario y testarudo. Es posible que Colón creyera hasta su último suspiro que había descubierto, conquistado y ganado las tierras de Cathay y del Cipango y que había invadido los dominios del Gran Khan, al que hacía más de un siglo que la dinastía de los Ming había destronado. La propuesta de Colón consistía en urdir una alianza con el rey de China que, bajo el mando de España atacaría en tenaza al Islam y ya, de paso, acabaría también con la hegemonía portuguesa. “Descomunal ignorancia, frenética ambición de riquezas disfrazada de hipócrita misticismo”, sentencia Roa Bastos.

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Nadie se acordará de Colón hasta casi el final del segundo milenio, dice el escritor paraguayo. “Entonces resurgirá como otro, la imagen de un hombre oscuro, sin rostro, sin nombre, sin edad, sin memoria, la leyenda de un hombre que quiso ser importante y que en realidad no importó a nadie ( ) Redescubrirá un mundo nuevo para los europeos por azar y el no sabrá que lo ha descubierto porque lo confundirá con el de los libros leídos al apuro, con el de los mapas robados, con el de un secreto sonsacado a un navegante agonizante, con las profecías de las Escrituras que no tenían por qué ocuparse del descubrimiento”.

Desde su Vigilia Colón ve el pasado y el futuro y augura “una muchedumbre de gente codiciosa y malvada que viene a usurpar mi señorío sobre las tierras descubiertas y conquistadas por mí y bajo la insignia de mi autoridad sembrarán muerte, esclavitud y terror”. Ya es tarde para cambiar su testamento pero declara que su deseo es que todas las tierras conquistadas por él se devuelvan a sus auténticos propietarios, a los nativos de las Indias. El que fuera lector incansable de novelas de caballerías dictó sus últimas voluntades y “con la ayuda del ama y la sobrina untó los dedos en el testamento y se desvaneció”.

* El viaje a Aracataca y la construcción de Macondo

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Vengo a pedirte el favor de que me acompañes a vender la casa”, le dijo su madre cuando logró dar con él en Barranquilla. Gabriel García Márquez estaba a punto de cumplir veintitrés años; había abandonado la Facultad de Derecho después de seis semestres inútiles; seis cuentos suyos habían aparecido en suplementos de periódicos; vivía de redactar notas para El Heraldo; fumaba sesenta cigarrillos diarios de “tabaco bárbaro” y muchas noches no tenía dónde dormir porque le faltaba el peso y medio que costaba la habitación, pero le sostenía un convencimiento absoluto de su destino como escritor.

La casa que había que vender no era otra que la de los abuelos en Aracataca, donde Gabo nació y vivió sus primeros ocho años. El 18 de febrero de 1950, bajo un aguacero diluvial, madre e hijo acometieron el viaje por el río Magdalena en una destartalada lancha de motor. En este recorrido fluvial, confiesa en sus memorias, sintió el primer “zarpazo de la nostalgia”, no sólo de un lugar sino también de un tiempo al que ya no es posible regresar.

De la lancha pasaron a un coche victoria de un solo caballo, de camino a la estación de ferrocarril que les dejaría en Aracataca. Durante el trayecto contempló el piélago sórdido de playa de caliche con mangles podridos y astillas de caracoles, el mar de Ciénaga, y el barrio de tolerancia y el abrevadero de las locomotoras. Bordearon la ciudad sin entrar en ella. “De pronto mi madre señaló con el dedo: mira, me dijo, ahí fue donde se acabó el mundo”.

Ahí estaba la estación y enfrente una plazoleta, donde aquel día de 1928 en que todo se acabó, el ejército había matado un número nunca establecido de jornaleros del banano. Mil veces se lo había contado el abuelo: los peones en huelga fueron declarados una partida de malhechores; los tres mil hombres, mujeres y niños inmóviles esperaban bajo el sol inclemente después de que el oficial les diera un plazo de cinco minutos para evacuar la plaza; y entonces fue la orden de fuego y las ráfagas y “la muchedumbre acorralada por el pánico mientras la iban disminuyendo palmo a palmo con las tijeras metódicas e insaciables de la metralla”.

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Doña Luisa y Gabo continuaron el viaje. Subieron al tren, que hizo una parada en una estación sin pueblo y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra -dice en Vivir para contarla’“me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética” y, aunque la había usado ya en tres libros como nombre de un pueblo imaginario no supo su significado hasta que en una enciclopedia descubrió, casualmente, que era el nombre de un árbol del trópico parecido a la ceiba, de madera esponjosa que sirve para hacer canoas y trastos de cocina. Más tarde, encontró que la Enciclopedia Británica informaba de que en Tanganika existe la etnia errante de los makondos y dedujo que, de ahí tal vez, el origen de la palabra.

Diez minutos después el tren se detenía en Aracataca, bajo un sol ardiente y unas arenas infernales, a la hora del calor intenso de las “siestas inertes”. “Todo era idéntico a los recuerdos, pero más reducido y pobre, y arrasado por un ventarrón de fatalidad”. El calor y el desamparo hacían emerger recuerdos de historias que ocurrieron en el pueblo: la madre y la niña del ladrón que fue abatido a través de la puerta por María Consuegra; la casa del Belga, un veterano de la primera guerra mundial que un domingo de Pentecostés decidió poner fin a su vida y la botica del doctor que tanto le aterrorizó en la infancia.

Y, sobre todo, la casa de los abuelos, una casa lineal de ocho habitaciones sucesivas y sencillas: la primera una sala de visitas y oficina personal del abuelo, a la que seguía el taller de platería donde fabricaba los pescaditos de oro. De ahí en adelante “empezaba el paraíso hermético de las muchas mujeres residentes y ocasionales que pasaron por la casa durante mi infancia”, donde vivieron y le cuidaron la abuela materna, Tranquilina Iguarán, para la que no existía una frontera definida entre vivos y muertos y que, años después en Sucre les reveló en sus monólogos de anciana, misterios de cosas perdidas, de secretos guardados y de asuntos prohibidos; la tía Francisca Simodosea, de “desparpajos insólitos y refranes ríspidos”, que un día comenzó a coser su mortaja a medida y dos semanas después, ya terminada, “sin enfermedad ni dolor algunos se echó a morir en su mejor estado de salud”; y Elvira Carrillo, que compartía su soledad con “las toses y carraspeos de las habitaciones vecinas donde se acogía lo sobrenatural”.

El coronel Nicolás Márquez y su esposa, Tranquilina Iguarán, llegaron a Aracataca con sus tres hijos y dos indios guajiros como servicio y una india, Meme, para iniciar una nueva vida, hacia 1910. El abuelo de Gabo llegaba perseguido por el remordimiento de haber matado a un hombre en un lance de honor, en Barrancas, que además fue copartidario y soldado suyo en la guerra de los Mil Días. El asunto fue, en palabras de García Márquez, el primer caso de la vida real que le revolvió los instintos de escritor.

Luego utilizaría todas estas historias de guerras, fusilamientos, parlamentos de muertos y dramas cotidianos en sus libros, de la misma forma que utilizó de niño las conversaciones de los adultos: las absorbía como una esponja, las desmontaba en piezas, cambiaba algunos detalles para disimular el origen y luego se las contaba a los mismos adultos que habían sido su fuente de inspiración, de forma que quedaban absolutamente perplejos. Lo que eran “infamias de niño” y técnicas rudimentarias de narrador en ciernes” evolucionaron y se convirtieron en recursos poéticos de gran escritor.

García Márquez reconoce que todos sus personajes son “como rompecabezas armados con piezas de muchas personas distintas, y por supuesto con piezas de mí mismo” y, como buen omnívoro, defiende que cualquier suceso es propicio “porque no hay nada de este mundo ni del otro que no sea útil para un escritor”.

El viaje a Aracataca marcó su futuro como escritor porque le mostró que lo que había escrito hasta entonces y el proyecto en el que trabajaba desde hacía meses no tenían sustento alguno porque no eran reales. De vuelta a Barranquilla empezó la novela que se le insinuó en Aracataca sin un minuto de espera ni de sosiego “con la carga emocional que arrastraba sin saberlo y que me había esperado intacta en la casa de los abuelos”.

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Ya tenía una imagen visual del pueblo, al que llamó Macondo, y un título, que ya no iba a ser La casa, sino otro, más “desdeñoso y compasivo con que mi abuela, en sus rezagos de aristócrata, bautizó a la marabunta que llegó con la United Fruit Company: La hojarasca”. En el preámbulo de la obra explica el significado doméstico de esta palabra, que resumía el conjunto de desperdicios humanos que llegó al pueblo desde todos los lugares, “revuelta y alborotada”, que contaminó todo aquello con lo que tuvo contacto y que, con el tiempo, sufrió el natural proceso de fermentación y se incorporó a los gérmenes de la tierra”.

Fueron años de esplendor y derroche, de amor triste y de lujos impensables traídos por la bonanza de las plantaciones bananeras. Como le cuenta doña Luisa a su hijo Gabo, al pasar por el antiguo barrio de las mujeres de la vida, “los hombres amanecían bailando la cumbiamba con mazos de billetes encendidos en vez de velas”. Todo eso desapareció como en los pueblos del lejano oeste descritos por Faulkner y que tantas similitudes con los colombianos aprecia García Márquez. Pero quedó la pobreza y también la nostalgia de un tiempo magnificado.

Lo que acabó con la hojarasca, lo que supuso el fin de este mundo fue la matanza de los peones de la United Fruit Company, un suceso que acabó siendo materia y sustento de la novela. Debía encontrar recursos para contar aquel “paraíso terrenal de la desolación y la nostalgia” a partir de los recuerdos de los supervivientes de 1928, año en el que él mismo nació. El método, que se inspiraba en Faulkner, consistió en usar tres voces: el abuelo, la madre y el niño. Y el resultado fue espectacular.

Pero la editorial Losada le rechazó el manuscrito en una carta, con el veredicto supremo de Guillermo de Torre, exiliado español y presidente del consejo editorial. Los términos del rechazo rayaban en la grosería y estuvieron a punto de quebrar la trayectoria literaria de García Márquez. Afortunadamente, los “argumentos simples en los que resonaban la dicción, el énfasis y la suficiencia de los blancos de Castilla” no le amilanaron y persistió en su oficio. El mismo Borges expresó ciertas reticencias acerca del gusto literario de su cuñado, que ya había rechazado en 1927 Residencia en la Tierra’, de Pablo Neruda.

Pasaron cinco años antes de editar la novela, a cuenta del propio autor y unos amigos, y tuvo buena crítica pero poca repercusión. Entre ‘La hojarasca’ y Cien años de soledad’ García Márquez escribió dos novelas y un libro de cuentos, todos más realistas y sobrios y sin magia, aunque excelentes. En 1955 marchó a París, “flaco, con cara de argelino”; le costó sobrevivir en una ciudad muy dura para la miseria. Una vez incluso llegó a pedir en el metro y un hombre le dio una moneda, pero con aire de malhumor y sin escuchar sus explicaciones. De estos años data El coronel no tiene quien le escriba’, cuya imagen es la de un militar que espera desde hace lustros una pensión que no llega, igual que él espera un giro en París, después de que ‘El Espectador’, que le había contratado como corresponsal, hubiera sido cerrado por el dictador de turno.

Volvió y en Venezuela escribió los cuentos de ‘Los funerales de Mamá Grande’. Tampoco tuvo el éxito que merecía. “La espera proseguiría en Bogotá”, cuenta Plinio Apuleyo Mendoza, compañero periodista de esos años. Prensa Latina le envió a Nueva York, pero dimitió de su corresponsalía cuando fue cesado el director de la agencia. Decidió marcharse a México, ya con Mercedes, su mujer, y un hijo, en autobús.

En México tuvo la revelación del cómo contar la auténtica y verídica historia, cuyo germen se inició diecisiete años antes en su viaje a Aracataca, de Macondo, que más que un lugar del mundo es un estado de ánimo”. En Cien años de soledad’ surgió un mundo completo en sí mismo, con su nacimiento, desarrollo y desaparición, en el que todo pudo suceder y sucedió y que acabó siendo devorado por el mismo viento que había traído consigo la hojarasca.

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Lecturas

– Gabriel García Márquez, La hojarasca, 1955

– Gabriel García Márquez, Vivir para contarla, Mondadori, 2002

– Plinio Apuleyo Mendoza, Gabriel García Márquez; el olor de la guayaba, Bruguera, 1982

«Cien Años de Soledad»

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Es imposible escribir algo original que no haya sido escrito antes sobre la gran novela americana del siglo XX en lengua española. A lo largo de los cincuenta años transcurridos desde su publicación en 1967 se han sucedido cientos de reseñas, artículos y tesis doctorales que han analizado el fenómeno desde el estructuralismo, el marxismo, el psicoanálisis, el compromiso político o la concepción mítica de la historia, dependiendo del punto de vista que estuviera de moda.

No tengo nada nuevo que decir, pero tampoco quiero quedarme con las ganas de comentar una de las novelas que fue la llave que me abrió la puerta a la gran literatura, a la que desconcierta y fascina y al mismo tiempo es fuente de recreo inolvidable, como si de una alfombra voladora se tratara. Desde entonces ha pasado mucho tiempo y sólo puedo agradecer a la circunstancia y al azar que cayera en mis manos en el momento oportuno.

Cien años de soledad, como dice su autor, estaba ahí antes de ser escrita: en las tradiciones, creencias y culturas que compusieron Latinoamérica, desde las novelas de caballería de la época de Colón a las ceremonias religiosas de los esclavos negros trasplantados desde el continente africano o en la magia de los indígenas y sus selvas imposibles. Sólo había que pararse a mirar.

Tenía apenas veinte años cuando la leí por vez primera y fue como un hechizo del que aún no me he podido desprender. La he vuelto a leer ahora, cuarenta años después, y sigue teniendo para mí la misma fuerza, la vitalidad de unos personajes inolvidables por lo estrafalario y excesivo de su conducta: desde Úrsula, la matriarca que logra mantener en pie a una extensa familia y a todos los Aurelianos y José Arcadios que pueblan la novela, hasta el fabuloso Melquíades, el gitano trashumante que, en la época primera y más mágica de Macondo, se encarga de facilitar a sus ciudadanos los últimos frutos de la ciencia.

A medida que voy adentrándome en sus páginas se desvanece la frontera entre lo real y lo maravilloso y el fenómeno que todos los lectores conocemos -el de la suspensión sostenida de la incredulidad- se intensifica de manera que todo se hace posible. Como ocurría con las historias de la Odisea o de la misma Biblia, uno lee y cree en todo lo que se cuenta. No se trata de una forma especial de concebir la realidad por parte de los personajes (como ocurre con los seguidores del Mackandal de Carpentier, víctimas de una ilusión y del deseo de la magia), sino de la propia vida de estos personajes, sin necesidad de una justificación exógena.

El Reino de este mundo narra un hecho histórico y, aunque ocurren portentos, Carpentier los argumenta y justifica. En cambio, Cien años de soledad trata de sucesos inventados en los que reina la imaginación. Incluso podría decirse que inventa una nueva realidad, pero realidad al fin y al cabo. Las cosas pasan de una manera extraordinaria y no hay reparo ninguno. No tengo inconveniente en creer en la ascensión virginal a los cielos de Remedios la Bella mientras tendía las sábanas en el jardín de la casa y en la eterna longevidad de Úrsula; en las propiedades levitatorias de una taza de chocolate y en la reproducción compulsiva y desaforada de los animales de granja animados por las fogosas cópulas de Petra Cotes. El autor también lo cree y de esa manera nos abre los ojos de lector al asombro.

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Confiesa García Márquez que tuvo que vivir veinte años y escribir cuatro libros de aprendizaje para descubrir que la solución estaba en los orígenes mismos del problema: había que contar el cuento, simplemente, como lo contaban los abuelos. Es decir, en un tono impertérrito, con una serenidad a toda prueba que no se alteraba aunque se le estuviera cargando el mundo encima, y sin poner en duda en ningún momento lo que estaban contando, así fuera lo más frívolo o lo más truculento, como si hubieran sabido aquellos viejos que en literatura no hay nada más convincente que la propia convicción.

Es cierto que Cien Años de Soledad tiene una “accesibilidad ilimitada”, como dice Vargas Llosa, en el sentido de que se puede leer y entender perfectamente sin apelaciones a relaciones culturales. No hay en ella juegos temporales ni planos de ficciones concurrentes ni técnicas novedosas. Se puede simplemente leer y gozar de la lectura. Parte de su éxito reside en que devuelve al lector el placer de escuchar una historia.

Pero, como en todas las grandes obras y los grandes mitos, siempre hay segundas lecturas e infinidad de incógnitas sin desvelar, puntos ciegos que iluminan la historia misma de la familia, escrita por Melquíades, hasta en sus detalles más triviales, con cien años de anticipación. La había redactado en sánscrito, que era su lengua materna, y había cifrado los versos pares con la clave privada del emperador Augusto, y los impares con claves militares lacedemonias. Así que al final de la novela descubrimos la autoría, pero este señalamiento puede ser simulado, una apariencia y un intento de confundir al lector y hacerle saber que todo, absolutamente todo, es ficción y apariencia.

Cien años de soledad es una epopeya sin dioses pero con creador indispensable, con la sabiduría de hechicero que le atribuyó Mitterrand y con la capacidad de bautizar un mundo nuevo que le adjudicó Carlos Fuentes. En un mundo desordenado, García Márquez organiza la realidad a partir de la creación de una localidad que funciona como un continente y en la que los hechos no están inscritos en el tiempo convencional de los hombres, sino concentrados en un siglo de episodios cotidianos, de modo que todos coexisten en un instante.

Cuenta la historia de Macondo desde su creación hasta su apocalipsis, un mundo que sólo dura cien años pero no en el tiempo de los hombres, sino de los dioses. Es un tiempo mágico en el que conviven varias generaciones de la familia Buendía, que a veces se enlentece y otras se precipita para volver a estancarse, un tiempo que nada tiene que ver con el calendario, sino con el círculo y la repetición. Un tiempo que va arrastrándolo todo hacia la soledad hasta que se cierra sobre sí mismo y el espacio desaparece.

Ya muy anciana y convertida en el triste juguete de los nietos, Úrsula Iguarán se estremece al comprobar que el tiempo no pasaba, sino que daba vueltas en redondo. Como reconoce José Arcadio Segundo, también el tiempo sufría tropiezos y accidentes y podía por tanto astillarse y dejar en un cuarto una fracción eternizada, como ocurrió con la habitación de Melquíades, por la que no pasó nunca el tiempo que ni siquiera sembró polvo en los muebles, pero contuvo durante muchos años la presencia fantasmal de su ocupante.

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Edición ilustrada por Luisa Rivera

Cien años de soledad es un relato mítico de creación: contiene una pareja fundadora en un paraíso que no conoce la muerte; un pecado original fundado en la consanguinidad; un “diluvio que dura cuatro años, once meses y dos días”; un gitano trashumante que trae la magia en forma de tecnología; algún que otro ogro descomunal y rabelesiano e incluso un niño falsamente salvado de las aguas, amén de profecías, maldiciones, guerras y revoluciones, pestes y plagas.

Pero hacia el final la realidad auténtica, por llamarla de alguna manera, se introduce en el relato. Aureliano Babilonia, poseedor de conocimientos enciclopédicos, descifrará los manuscritos de Melquíades y junto a sus amigos de toda la vida, los “cuatro discutidores”, que son precisamente García Márquez y su cuadrilla, realizará el descubrimiento de su vida en una noche de parranda: que la literatura es el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente. El librero catalán, que profesa un respeto solemne al tiempo que una irreverencia comadrera hacia la literatura es la fuente de semejantes arbitrariedades de manera que les aconseja que abandonen Macondo y se caguen en Horacio y recuerden siempre que el pasado es mentira, que la memoria no tiene camino de regreso, que toda primavera antigua es irrecuperable y que cualquier amor es efímero.

García Márquez, como se ve, no le hizo caso. Y nosotros tampoco. A todos nos gustan los cuentos y que nos los cuenten, en esta ocasión con un lenguaje a veces contenido, a veces exuberante, cargado de recuerdos y mentiras, de hipérboles y alusiones, de repeticiones y novedades. Un mundo recreado por el lenguaje, en definitiva. Cien años de soledad emociona desde su principio, cuando Aureliano Buendía cuenta cómo conoció el hielo por primera vez, llevado de la mano por su padre, cuando Macondo era una aldea de veinte casas y el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

Y continúa: Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse. Y aún los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. “Las cosas tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento- todo es cuestión de despertarles el ánima”.

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Edición ilustrada de Luisa Rivera

Lecturas

Gabriel García Márquez, Cien años de soledad.

Carlos Fuentes, Para darle nombre a América.

Mario Vargas Llosa, Cien años de soledad, realidad total, novela total.

Víctor García de la Concha, Gabriel García Márquez, en busca de la verdad poética.

* La naturaleza de lo insólito en la novela latinoamericana

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Antonio Pigafetta dejó por escrito que “había visto cerdos con el ombligo en el lomo y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara”. Con este recuerdo del cronista que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, Gabriel García Márquez inició el tradicional discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura de 1982 ante la Academia Sueca.

Lo maravilloso en el Nuevo Mundo se encuentra en las expediciones en busca de países ilusorios como El Dorado, de ciudades imposibles como la de Manoa, las siete de Cíbola o la de los Césares; en la leyenda de la Fuente de la Eterna Juventud o en el relato de la desaparición de once mil mulas cargadas con oro que salieron de Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino, pero que más tarde aparecieron en las mollejas de unas gallinas que se vendían en Cartagena de Indias y que fueron criadas en tierra de aluvión, historia que relató el escritor colombiano en ese mismo discurso.

En estos sueños y misterios de siglos pasados, García Márquez vislumbra los gérmenes de la novela del siglo XX en Latinoamérica. Esos lugares de fábula y sus personajes desmesurados gozan de tal presencia que el escritor sólo necesita ponerse a contar lo que ve y ‘normalizar’ lo insólito.

El Reino de este mundo, de Alejo Carpentier

Recuerda Carlos Fuentes que en París, en 1930, tres jóvenes escritores- Carpentier, Uslar Pietri y Miguel Ángel Asturias- se detuvieron un momento sobre el Pont des Arts y decidieron arrojar al Sena al surrealismo francés por innecesario. Si Breton no dejaba de ensalzar lo “maravilloso”, ellos, en Iberoamérica lo tenían a raudales y con la ventaja de una mayor autenticidad que el francés.

Ése fue el año en el que Arturo Uslar Pietri publicó Las lanzas coloradas y Miguel Ángel Asturias, Leyendas de Guatemala, sobre tradiciones y relatos de la cultura maya, a la que él pertenecía por parte de madre, y que tuvieron como antecedente la traducción que él mismo hiciera del Popol Vuh, historia maya de la creación del hombre.

Estas Leyendas de Guatemala son relatos precursores del realismo maravilloso, en los que el tiempo y el espacio fluyen anárquicamente. Paul Valery, que los leyó en su traducción francesa, escribe en una carta que en estas “historias-sueños-poemas” en las que se confunden creencias, cuentos y todas las edades de un pueblo le han resultado extrañas e inesperadas, con su mezcla de “naturaleza tórrida, de botánica confusa, de magia indígena, de teología de Salamanca, donde el Volcán, los Frailes, el Hombre-Adormidera, el Mercader de joyas sin precio, las bandadas de Pericos dominicales, los Maestros-magos que enseñan en las aldeas la fabricación de los tejidos y el valor del cero, componen el más delirante de los sueños”.

El reino de Carpentier

Años después, en 1943, en el transcurso de un viaje que Alejo Carpentier hizo a Haití, y que luego transmutó en El Reino de este mundo, novela a partir de la cual se acuña la expresión ‘lo real-maravilloso, visitó las ruinas de Sans-Souci, la Ciudadela de La Ferrière y la normanda Ciudad del Cabo y pudo comprobar el “sortilegio de esas tierras y las advertencias mágicas de sus caminos”. Frente a esta manera natural en la que se desarrolla lo insólito, lo sorprendente y lo irracional, denunció “la agotadora pretensión de suscitar lo maravilloso que caracterizó a ciertas literaturas europeas de los últimos treinta años”, conseguido en un primer momento de manera lícita pero corrompido con trucos de prestidigitación a medida que se pretendía “suscitar lo maravilloso a todo trance”.

Cuando Carpentier denuncia esta burocratización, este abuso de fórmulas repetidas hasta la saciedad se está refiriendo a una forma de concebir la narración, absolutamente legítima y fecunda pero en algunos casos fracasada, que sólo pretende sorprender al introducir, en un mundo totalmente realista, un suceso inverosímil, mágico en definitiva.

En cambio ‘lo real maravilloso’ no es una tendencia internacional ni tiene límites cronológicos. Proviene de las raíces culturales de la América Latina, raíces indígenas y africanas, y de las tradiciones y leyendas de los colonizadores. Para Carpentier “lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad”. Y para captarlo se precisa fe, algo de lo que carecen los surrealistas porque, aunque invoquen espectros, no creen en los ensalmos y acaban poniéndose muy aburridos cuando insisten en su literatura onírica “arreglada”.

Durante su estancia en Haití, dice Carpentier en esta presentación de su novela sobre el reino de Henri Christophe, pudo ponerse en contacto cotidiano con “algo que podríamos llamar lo real-maravilloso” porque allí “millares de hombres ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal”, un negro mandinga que inició la sublevación y fue quemado por ello, aunque sus seguidores se negaron a reconocer su muerte y le inventaron una nueva metamorfosis, una más de las que experimentó en vida.

También pertenecía a lo real-maravilloso la cruel tiranía del rey negro Henri Christophe, uno que fue cocinero y dueño de un albergue en la calle de los Españoles y que logró hacerse con el poder: sus soldados resplandecían con uniformes de vistosos entorchados, penachos de plumas celestes y botas de húsares como no los viera siquiera el ejército de Napoleón. El rey vivía en Sans-Souci, un inmenso palacio de cuento, en cuyo exterior abundaban terrazas, arcadas, jardines, pérgolas, arroyos artificiales y laberintos de boj.

En la cultura iberoamericana se produce una mezcla fascinante de lo medieval europeo, las cosmogonías nativas y, también, como ocurre con Haití, en Cuba o en Venezuela, de la cultura trasplantada de los esclavos africanos: las danzas de la santería o el vudú. En El Reino de este mundo Paulina Bonaparte, hermana del emperador llega a la isla de Santo Domingo acompañando a su esposo, el general Leclerc, el nuevo gobernador. No pasaría mucho tiempo hasta que se declarase una epidemia de peste y como no se conocía remedio, ella, hija de la Ilustración y de la Razón, dejó de ser razonable y se encomendó al negro Solimán. Los sahumerios de incienso, índigo, cáscaras de limón y las oraciones al Gran Juez, a San Jorge y a San Trastorno fueron el primer recurso pero, al acrecentarse el miedo tras la terrible agonía de Leclerc, Paulina avanzó aún más en el mundo de poderes que se agitaban en torno a los conjuros de su sirviente: promesas, penitencias, ayunos, rituales mecánicos, bailes de poseídos y gallos degollados.

Esta presencia de lo prodigioso no es privilegio único de Haití o de Guatemala, “sino patrimonio de la América entera, donde aún no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías”, dice Carpentier, que abunda en que el continente está lejos de haber agotado su caudal mitológico.

La soledad de América

La historia de América no es sino una crónica de lo real maravilloso, pero a la que en justicia hay que reconocerle un lado terrible y oscuro que García Márquez puso de relieve en su discurso de aceptación del Nobel de Literatura. Si bien los dos primeros párrafos hacen referencia a los prodigios narrados por Pigafetta que recuerdan a los del latino Plinio, muy pronto cambia el tono para denunciar la injusticia rampante en el continente. No puedo dejarlo pasar porque también de protesta y queja está hecha la literatura de mis escritores favoritos, desde Carpentier a García Márquez, desde Onetti a Abel Posse, y muchos otros.

En la crónica americana hay esclavitud y exterminio de indios, subastas de esclavos negros, guerras sangrientas, dictadores espeluznantes, como el mismo Henri-Christophe en Haití y tantos otros déspotas que se disputan el protagonismo histórico de los últimos siglos, y también pobreza, abandono y sufrimiento. Desde la segunda mitad del pasado, se suceden las novelas sobre dictadores, de los llamados sarcásticamente ‘padres de la patria’, como el Supremo de Roa Bastos, el Patriarca de García Márquez o el Chivo de Vargas Llosa, entre otros, que tienen su glorioso antecedente en el ‘Tirano Banderas’ de Valle Inclán.

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En su alegato, el escritor colombiano recuerda a los millones de muertos, a los cientos de miles de desaparecidos y a los refugiados; apenas nueve años antes se había asesinado la democracia en Chile y aún perduraba una dictadura militar, inicua y brutal en Argentina. Recuerda también a los que huyen de su país por miedo, por desesperación o por pura hambre; denuncia la violencia y el dolor desmesurado de la historia americana, “resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento” y reprocha a la vieja Europa haberles dejado solos, durante mucho más de cien años.

Los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria: una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra (Del discurso de Gabriel García Márquez).

 

* La Ciudad de los Césares, mito de náufragos y desaparecidos — Historias emergentes

Ni las Amazonas ni las Ciudades de Cíbola ni Santiago Matamoros eran leyendas propias del nuevo continente, en el que se buscó de todo, desde la Fuente de la Juventud al Paraíso Terrenal, pero pronto surgieron mitos autóctonos como la leyenda de El Dorado o la Ciudad de los Césares. Conocida también como Ciudad Encantada […]

a través de La Ciudad de los Césares, mito de náufragos y desaparecidos — Historias emergentes

* Crónicas de lo maravilloso desde el Nuevo Mundo

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Cuando los españoles llegaron a las Indias intentaron describirlas mediante relaciones, cartas, crónicas y apuntes, diarios de a bordo y diarios de caminantes, dirigidos a los reyes que les habían concedido el derecho de exploración o nombrado adelantados o virreyes de tal o cual región, con la intención de hacerles partícipes de lo que habían visto, oído y hecho o como justificación o documento para pedir nuevas gracias o consolidar las ya obtenidas o las por venir. También para su publicación, al estilo del Libro de las Maravillas, de Marco Polo.

Las crónicas fueron escritas por los conquistadores, aunque delegaron muchas veces en quienes les acompañaban, generalmente clérigos u hombres de letras que también participaron en el descubrimiento, como es el caso de Gonzalo Fernández de Oviedo, primer cronista oficial de las Indias y gobernador de Santo Domingo y La Española, o Bernal Díaz del Castillo, que participó en la conquista de México. Incluso hubo alguno, como Gaspar Pérez de Villagrá que escribió su versión de la conquista de Nuevo México por Juan de Oñate en versos endecasílabos repletos de resonancias clásicas y caballerescas. Su poema empieza con las mismas palabras que la Eneida – “A las armas y al varón heroico canto”- a lo que sigue la lista de los principales participantes en la expedición para pasar, a continuación, a ensalzar “los hechos y proezas de aquellos españoles valerosos” que lograron “prodigios grandes de tierras y naciones nunca vistas”.

A quienes llegaron y vieron, todo les pareció nuevo, diferente, y muchas veces no encontraban nombres para lo observado y no entendido, de manera que lo asimilaron como maravillas. También se crearon fábulas, se inventó y se exageró, como si no fuera bastante aventura o heroicidad atravesar los desiertos de Texas y de Atacama, explorar inmensas selvas y seguir el curso de inacabables ríos; tropezar con tribus del paleolítico y con imperios como el del Inca; hacer frente a animales desconocidos y mortíferos y contemplar las cataratas del Iguazú o el Cañón del Colorado.

Los europeos que llegaron a las Indias a lo largo del siglo XVI vivieron en la intersección de la cultura medieval y la renacentista y, al dejar volar la imaginación se dibujan, ellos o los protagonistas de sus crónicas, como héroes de novelas de caballerías, descubridores de ciudades doradas que cambian mágicamente de lugar, santos hacedores de milagros o personajes míticos en busca del Paraíso o de las Fuentes de la Eterna Juventud.

El Paraíso de Cristóbal Colón

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En este mundo a caballo entre lo cristiano a ultranza y lo clásico recuperado se produce una actualización sorprendente, e incluso una amalgama desconcertante, de mitos cristianos y paganos que producen la impresión de que los exploradores de las tierras y mares recién descubiertos vivían en una continua observación de milagros inauditos y maravillas imposibles.

Cristóbal Colón sufría de cierta propensión a recuperar viejas historias e insertarlas en mundos nuevos: en la Relación de su primer viaje hace referencia a tres sirenas “que salieron bien alto de la mar, pero que no eran hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían pinta de hombre en la cara”. No eran las famosas de Ulises, ya que al parecer no cantaban.

Cuando llega a las Indias y no encuentra ni el oro ni las especias que esperaba para poder pagar las deudas y hacerse rico, intenta convencer a los Reyes de España, sus patrocinadores, de la importancia del viaje: ninguna riqueza material es comparable al descubrimiento del Paraíso y la evangelización de los idólatras.

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Inclinado a interpretar literalmente la Biblia, convencido de su destino providencial y con el propósito de justificar que no hubiera suficiente oro en La Española e islas vecinas, llegó a la conclusión de que era en las Indias donde se hallaba el Paraíso Terrenal y, como allí no había altísimos montes que rozaran el cielo -condición sine qua non para eludir los efectos de Diluvio Universal- ideó una ingeniosa deformidad terrestre: la Tierra no era totalmente redonda, sino que hay en ella un lugar en que se alarga “como un pezón de mujer”, justo debajo de la línea equinoccial, y donde se hallaría precisamente el Paraíso, en la cima de aquel lugar que tiene la forma de un “tallo de pera”. Y sigue argumentando, en esta Relación del tercer viaje, en 1498, que “lo que corrobora fuertemente esta opinión es que el Sol, cuando Dios lo creó, apareció en la extremidad del Oriente y su primera luz brilló aquí en Oriente”. Concluye con que esta hipótesis suya es conforme al parecer de los santos y de los doctos teólogos.

Santiago en su caballo blanco

La intervención de la Providencia, incluso en forma de apóstol Santiago, queda fuera de la competencia del historiador y del alcance de la prueba. Pero la ficción, la leyenda y el mito sirvieron en esta época tan dura, violenta y todavía medieval, para la justificación de actos impropios y para acrecentar el ánimo en las adversidades, aparte de su utilidad netamente ideológica.

Cuenta el cronista Pedro Mariño de Lobera que, al llegar Pedro de Valdivia y su ejército al valle del Aconcagua, se reunieron en su contra todas las tribus del lugar para atacarlos y estaban ganando la batalla cuando, por un motivo desconocido, de repente dieron media vuelta y huyeron. Interrogados los indígenas apresados, contaron que su huida se debió a que vieron bajar del cielo a un español provisto de una gran barba blanca y una enorme espada que, montado sobre un caballo blanco, se había abalanzado sobre ellos. Valdivia interpretó que el mismísimo apóstol Santiago llegó en su auxilio y, en justa retribución, llamaron Santiago de la Nueva Extremadura a la primera ciudad que fundaron en lo que hoy es Chile, el 12 de febrero de 1541.

La Fuente de la Eterna Juventud

Los embajadores del rey persa Cambises II en Etiopía preguntaron a su rey por los motivos de la larga vida de sus súbditos y, en respuesta, les condujo a una fuente de agua tan ligera que nada sufría sobre ella, según relata Herodoto en la primera referencia que se tiene de este mito, que sufrió diversas modificaciones a lo largo del Medievo.

Se cuenta que Juan Ponce de León, descubridor de La Florida, oyó hablar de una fuente de la juventud a los arahuacos que poblaban algunas islas del Caribe. Según la leyenda, Sequene, un jefe nativo de Cuba, reunió a un grupo de los suyos y navegó hacia el norte, hacia Bimini, lugar donde discurrirían las aguas restauradoras de la juventud, pero no volvió nunca.

En 1514 el rey encargó a Ponce de León la conquista y gobierno de “las islas de la Florida y Bimini”. Es posible que el explorador creyera en la leyenda de la fuente, conocida por todos en esa época, pero no hay evidencia de que la tuviera como objetivo de su expedición y no se le vinculó con ella hasta después de su muerte, en 1575, en las Memorias de Hernando de Escalante Fontaneda, quien en 1549, cuando tenía trece años, sobrevivió a un naufragio en los cayos de Florida y fue adoptado por la tribu de los calusa, con los que vivió diecisiete años.

Fue rescatado por los españoles y en su libro de Memorias se menciona la supuesta existencia de un río de aguas curativas y su búsqueda por Ponce de León, que el mismo Hernando nunca creyó y así dejó escrito. No obstante, Antonio de Herrera, en sus Décadas (1615) idealiza la narración de Escalante y asegura que la fuente existía y que era frecuentada por los indios, que adquirían un rejuvenecimiento instantáneo nada más beber sus aguas.

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Coñori, reina de las amazonas

A lo largo de los ocho meses que le llevó descender el río caudaloso e interminable que le iba a llevar al país de la canela en la expedición iniciada por Gonzalo Pizarro en 1541, Francisco de Orellana y los suyos no sólo tuvieron noticias de un reino cercano gobernado exclusivamente por mujeres, sino también la oportunidad de trabar combate con ellas. Es el cronista de la expedición, el fraile dominico Gaspar de Carvajal, quien revela que un cacique les advirtió de que se alejaran de las ‘coniupuyara’, que en su lengua significaba ‘grandes señoras’. En otra aldea, su cacique les explicó que les entregaban un tributo a cambio de su ayuda militar.

Dice Carvajal lo siguiente acerca de estas amazonas: “Estas mujeres son muy blancas y altas y tienen muy largo el cabello y entrenzado y revuelto a la cabeza, y son muy membrudas y andan desnudas en cueros, tapadas sus vergüenzas, con sus arcos y flechas en las manos, haciendo tanta guerra como diez indios, y en verdad que hubo mujer de estas que metió un palmo de flecha por uno de los bergantines y otras que menos, que parecían nuestros bergantines un puerco espín” .

Un cautivo que iba con ellas le contó que eran señoras de un reino grande y rico en el que sólo había mujeres. La reina se llamaba Coñori y se perpetuaban secuestrando esclavos a los que retenían un tiempo: se los pasaban unas a otras hasta que quedaban preñadas y, cumplida su misión, se les devolvía a sus tribus. Si parían un hijo, lo mataban, y si una hija, se la quedaban y la instruían en las artes guerreras de este reino femenino. Tanto le gustó la historia a Francisco de Orellana que el río pasó de llamarse Grande a río de las Amazonas.

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La Atlántida y el derecho de conquista

Para acallar a quienes ponían en duda el derecho de Castilla a gobernar las tierras descubiertas, en este caso el Perú, su virrey, Francisco de Toledo, se empeñó en demostrar que los antepasados de los Incas eran extranjeros que invadieron Cuzco en el año 565 de nuestra era y que sometieron a los indígenas a un régimen tiránico por lo que los españoles tenían, no sólo la potestad, sino la obligación de liberarlos e imponer su propio gobierno, amén de convertirlos a la verdadera religión. Y encargó al capitán Pedro Sarmiento de Gamboa que escribiera una historia general de estos territorios hasta 1572.

La obra, dedicada a Felipe II, desarrolla la teoría de que las Indias formaron parte del continente de la Atlántida, que se extendía hasta Cádiz y que, como consecuencia de un gran cataclismo que en gran parte lo sepultó en el océano, quedó América aislada del resto del mundo. Presenta como fuentes fidedignas a Estrabón y a Solino cuando afirman que Ulises, después de edificar Lisboa, navegó por el Atlántico y como de él no se supiera nada más, elucubró con que arribara a Nueva España y poblara hasta Veragua. Lo confirma, sigue diciendo Sarmiento de Gamboa, el que “los mexicanos usaban el traje tocado y vestido grecesco”, es decir, griego. Y para corroborar que en un tiempo lejano todos formaban parte de la misma tradición, aduce que los indios del Perú aún recordaban el gran diluvio del que habla la Biblia y que duró sesenta días y sesenta noches.

Sarmiento de Gamboa no fue el único que rescató el mito de la Atlántida en esta época de exploraciones y descubrimientos. Francisco López de Gomara, en 1554, demostraba en su Historia general de las Indias, que las nuevas tierras parecían adaptarse perfectamente al relato platónico y lanzaba la suposición de que los habitantes de la Atlántida eran los aztecas. Bartolomé de las Casas llegó a relacionar el continente sumergido con las tribus perdidas de Israel.

* El espejismo de las Siete Ciudades de Cíbola

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Las riquezas que encontraron los conquistadores de México hizo pensar a muchos que podrían existir otros reinos tan fabulosos o incluso más. Corrió la noticia de que el oro utilizado por los aztecas en sus monumentos provenía de regiones situadas más al norte, donde se ubicaba su tierra de origen, la mítica isla de Aztlán.

A la conquista de Tenochitlán, sucedió la del Perú, en la década de 1530, lo que encendió aún más el entusiasmo por nuevos descubrimientos de remotos territorios que pudieran albergar idéntica o mayor fortuna. Entonces resurge la leyenda medieval de las siete ciudades de oro fundadas por los siete obispos portugueses que salieron huyendo de la península cuando fue tomada por los árabes en el siglo VIII.

La leyenda se refería a una isla en el Atlántico, Antilla, pero como en la travesía de Colón no se halló, el mito se trasladó al Nuevo Mundo. Al principio, las siete ciudades de oro se buscaron en la Florida pero los nativos a los que se preguntaba, las iban situando más y más al norte, posiblemente para quitarse a los buscadores de encima. Con el tiempo pasaron a llamarse las ciudades de Cíbola porque en las llanuras donde podrían encontrarse pastaban infinidad de cíbolos, que era el nombre español para designar a los bisontes.

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En 1537 regresan por Nueva España Cabeza de Vaca, Maldonado, Dorantes y Estebanico, perdidos durante ocho años por el desierto entre Texas y Arizona. Contaron sus experiencias y sus penurias pero lo único que interesaba a sus oyentes eran esas supuestas ciudades riquísimas de las grandes llanuras con las que por fuerza debieron encontrarse.

Ese mismo año un fraile llamado Juan de Olmedo se entendió con el virrey Antonio de Mendoza para salir en busca de aquel riquísimo reino, cuando apenas habían retornado los náufragos de Cabeza de Vaca, lo que les permitió contar con Estebanico como guía. La expedición llegó hasta la frontera de lo que es hoy Arizona, sin encontrar nada más que algún poblado perdido, aunque sí rumores de grandes ciudades al norte.

Regresaron sin nada, pero un misionero franciscano que acababa de llegar a Nueva España desde Perú, fray Marcos de Niza, retomó la idea y tras hablar con el virrey, organizó otra expedición al norte. Salieron en 1539 fray Marcos, Estebanico y varios cientos de indígenas, que atravesaron el desierto de Sonora y bordearon el golfo de California. Llegaron a un pueblo, Vacapa, donde nadie había visto nunca a un español y Estebanico marchó de avanzadilla con unos cuantos indios: encontró aldeas y nuevos indios que le dieron noticias sobre Cíbola y las ricas ciudades del norte, compuestas por edificios de varias plantas cuyos muros tenían turquesas incrustadas. Pero Estebanico no volvió: se había acercado demasiado a Cíbola y sus guardianes nativos lo habían matado.

Eso fue lo que los supervivientes que le acompañaban contaron a fray Marcos, que no quiso volver sin nada y decidió acercarse a la ciudad prohibida. Pudo contemplarla a lo lejos y decir, después, que Cíbola era más grande incluso que Tenochitlán y más rica y sofisticada. Y añadió que los jefes indígenas que le acompañaban le revelaron que era la más pequeña de las Siete Ciudades, situadas aún más al norte, y que más allá existía un reino aún mayor, llamado Totonteac.

Fray Marcos volvió a Nueva España con estas nuevas historias y el virrey ordenó una nueva expedición a cuyo mando puso a Francisco Vázquez de Coronado. En febrero de 1540 salieron 340 españoles y novecientos esclavos y criados, doscientos caballos, rebaños de ganado, cañones y municiones. Para mayor seguridad se envió una expedición paralela a finales de primavera: dos barcos bajo el mando de Fernando de Alarcón bordearían la costa este de México con suministros de repuesto.

Cuando la expedición terrestre llegó a Culiacán, Vázquez de Coronado decidió dividirla y dejar atrás a los lentos -los indígenas y los españoles que iban a pie, además del ganado y carretas con pertrechos- y se llevó la mayor parte de la caballería. En julio llegaron a las inmediaciones de Cíbola, que no era más que un poblacho. Pero decidieron, ya que estaban, conquistar aquella aldea y otros seis pueblos de los indios zuñi en las llanuras de lo que hoy es Nuevo México. Consiguieron algunas turquesas, pieles de bisonte, algo de comida y poco más.

Vázquez envió a su segundo, Tristán de Luna y Arellanos, hacia el este, y nada encontró; mandó hacia el norte a García López de Cárdenas, que al menos se llevó el ser el primer europeo en ver el Gran Cañón del Colorado, pero de ciudades de oro, nada; y por último encargó a otra partida dirigirse al noroeste, bajo el mando de Melchor Díaz, para que se reuniera con la flota de Alarcón y recogiera los suministros que tanta falta les hacían, pero los barcos ya se habían marchado y nunca más se supo de ellos. Ninguna de las misiones consiguió nada, tampoco la enviada al este con el capitán Hernández de Alvarado.

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En la primavera de 1540 un indio pawnee le dijo a Vázquez de Coronado que existía un poco más al norte una maravillosa ciudad llamada Quivira, cuyas casas eran de piedra y los tejados de oro. El guía, que llevaba por nombre Xabel, era un nativo de tez oscura al que apodaron ‘el Turco’ y les dio su palabra de que el señor de esas tierras “duerme la siesta debajo de un gran árbol del que cuelga gran número de cascabeles de oro”.

Hacia Quivira partieron treinta expedicionarios con su jefe a la cabeza. Se adentraron en las llanuras ilimitadas de Texas y Kansas para descubrir que las casas estaban techadas, pero no con oro sino con paja y que el fabuloso reino no era más que un conjunto de míseras aldeas de los wichitas. Xabel, que finalmente confesó que la historia de Quivira era una conspiración de los indios para inducir a la tropa a dirigirse a las llanuras con la esperanza de que murieran de hambre, fue ejecutado.

En 1542, regresó Vázquez de Coronado a Nueva España, donde el virrey Antonio de Mendoza no le recibió con mucha alegría: no había encontrado ni un mísero cascabel de oro y había perdido a la mayoría de hombres que con él partieron. El mito de las Siete Ciudades fue desvaneciéndose y, aunque en posteriores expediciones los españoles aún preguntaban a los indios por esos reinos afortunados no constituyeron ya el objetivo de las partidas, dirigidas más a explorar e instalar colonias en el territorio ante la llegada de los rivales franceses.

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Desierto de Sonora, en Arizona

El mismo año de la expedición fallida de fray Marcos de Niza, se preparó una impresionante: la de Hernando de Soto, un veterano de la conquista y en ese momento gobernador de Cuba. Desde la isla partieron más de seiscientos hombres, doscientos caballos, armas de fuego y armaduras, manadas de cerdos y jaurías de perros de presa, instalados en nueve barcos. Sesenta años después, el Inca Garcilaso de la Vega contó que la expedición estaba tan abastecida de todo que más bien parecía una ciudad navegando por el mar.

Ya en tierra, se movieron sin rumbo durante mas de tres años, impulsados por la “demoníaca energía de su capitán”, Hernando de Soto, que no tenía en el horizonte las ciudades de Cíbola, pero sí tesoros aún más fabulosos que los de Hernán Cortés. Nada encontró más que disensiones entre los suyos, la pérdida de la mitad de sus hombres y su propia vida. Cayó enfermo de fiebres y murió en la primavera de 1542. Sus restos reposan desde entonces en el fondo del Misisipi, adonde fueron arrojados para que no cayeran en manos de los nativos. De tan lujosa aventura sólo consiguieron salir con vida trescientos expedicionarios, con las manos vacías.

«Naufragios», la crónica de un fracaso heroico

Naufragios

Álvar Núñez Cabeza de Vaca puso a su crónica el título de Naufragios. Sufrió dos en la expedición a La Florida, aunque perderse en esos mares era de lo más corriente: además del desconocimiento de las costas, vientos e islas del Mar Caribe y del Golfo de México por parte de los pilotos, los huracanes y las tormentas fueron la causa principal de que se hundieran barcos con tanta frecuencia que se estima en más de quinientas las naves que hoy en día podrían formar parte del cementerio marino que anima a tantos cazadores de tesoros.

La primera edición de los Naufragios fue publicada en Zamora en 1542. En 1555 fue editada una segunda que, a diferencia de la primera, está dividida en capítulos y añade la historia del segundo viaje de Cabeza de Vaca al continente americano (a Argentina, Brasil y Paraguay) que es conocida como los Comentarios. Es una crónica personal apasionante y razonablemente verídica de sus experiencias con los indios de los poblados con los que tuvo contacto y de sus costumbres, redactada años después de que Álvar Núñez recorriera gran parte del territorio que hoy pertenece al sur de los Estados Unidos, desde la salida desde Sanlúcar de Barrameda en junio de 1527 hasta su llegada a Nueva España diez años después.

Álvar Núñez Cabeza de Vaca no idealiza a los indios con los que se encuentra, pero reconoce su capacidad de adaptación al medio y relata, sin alharacas ni críticas, sus ritos y costumbres. La mayoría de ellos son muy primitivos, cazadores-recolectores que no conocen la cerámica y muchos, ni siquiera la agricultura o el vestido, de manera que para cocer los alimentos utilizan calabazas que llenan de agua y a las que arrojan piedras calentadas en el fuego.

Incluso llega a poner por escrito lo que eran prejuicios de la época sobre los indios: son mentirosos y borrachos, dice, aunque alegres y fuertes y no conocen el cansancio cuando persiguen venados. Algunos le ayudan y le salvan la vida, como los que le asistieron tras su naufragio, pero otros los esclavizan, a él y a sus compañeros, aunque en toda su caminata tendrá en cuenta el bien que les hicieron cuando naufragaron en la isla del Malhado el 6 de noviembre de 1528, sin ropas, sin nada y con hambre y frío.

Los indios – escribe en los Naufragios– de ver el desastre en que estábamos con tanta desventura y miseria, se sentaron entre nosotros, y con el gran dolor y lástima que hubieron de vernos, comenzaron todos a llorar recio y tan de verdad que lejos de allí se podía oír y esto les duró de media hora”. Después a los supervivientes los repartieron entre las tribus y las familias.

Resulta un poco extraño que en solo dos páginas, Cabeza de Vaca resuelva sus primeros seis años de convivencia con una tribu seminómada, entre las islas y la montaña. Señala en su crónica que, tras ese tiempo y harto de los malos tratos, decidió huir con sus compañeros, “por el mucho trabajo que me daban y el mal tratamiento que me hacían” y justifica la tardanza en que los españoles no se ponían de acuerdo en cuanto al momento de marcharse.

Los cuatro –Andrés Dorantes de Carranza, Alonso del Castillo Maldonado, el esclavo negro del primero llamado Estebanico, y Álvar Núñez Cabeza de Vaca- inician un peregrinaje por una ruta que da vueltas sobre sí misma en múltiples ocasiones ya lo largo de la cual van practicando ‘sanaciones’, que no brujerías, en nombre del Señor a los enfermos que se les presentan, aunque parte del ritual consiste en soplarles, como le enseñaron a hacer los “físicos” a Álvar Núñez en la tribu en la que permaneció durante los primeros años.

Esta insistencia en que sana en nombre de Dios deja claro su deseo de evitar cualquier sospecha sobre su conducta por parte de la temible Inquisición, pero también es posible que estuviera convencido de que poseía determinados poderes transmitidos por Jesucristo. En sus Naufragios utiliza la palabra “Dios” en múltiples ocasiones, especialmente cuando describe estas curaciones prodigiosas, que repiten un proceso relacionado con el bautismo y por el que intenta llevar a los indígenas a la creencia y a la fe.

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Su fama de curanderos les precedía y en todos los poblados que visitaban eran agasajados, después del inevitable rito chamánico de sanación. Cuando llegó a Nueva España, con la barba crecida y el cabello por la cintura, descalzo y acompañado por Dorantes, Castillo, Estebanico y casi mil indígenas, no sólo parecía un hombre santo, sino que se comportaba como si lo fuese. Algunos historiadores le reprochan que se comportara como el Mesías y afirman que sus seguidores no eran peregrinos, sino maleantes que llevaban a los cuatro de un lado a otro con el único objeto de saquear a los vecinos; que todo formaba parte de una cultura compleja de intercambio de bienes y guerras rituales que Cabeza de Vaca nunca llegó a entender, como tampoco comprendió que su carisma se debía más a la cultura indígena que a sus propios méritos.

No deja de ser una conjetura que, en parte, puede ser acertada. Pero cuando se leen los Naufragios lo que aparece es una crónica del fracaso, un itinerario de hambre, frío y penurias. La mayor parte de las veces los cuatro supervivientes no tenían nada que llevarse a la boca y hacían lo que podían para conseguir algún alimento. Si permanecían un tiempo con una tribu o emprendían la marcha, era en función de su propia subsistencia. Y lo peor es que todas eran pobrísimas. Cuenta de un “banquete” que les ofreció una tribu y que consistía en una especie de bayas, tan amargas, que solamente mezcladas con tierra podían comerse porque así se endulzaban. Además de tierra, comían madera y estiércol de venado.

Todos somos hijos de nuestra época y la versión que Abel Posse crea en El largo atardecer del caminante se corresponde con el cambio de perspectiva acerca de los “salvajes”, que surge con Rousseau y se acentúa en siglos posteriores. Para el pensamiento moderno, el indio nativo no colonizado es un ser prístino, inocente, sabio en su ecosistema, y en algunas ocasiones, imbuido de misticismo. Tal vez las historias que narra sobre la apacible vida de Cabeza de Vaca en la primera tribu o sus experiencias alucinatorias no sean totalmente auténticas; tal vez exagera cuando dice que nuestro héroe denunció en el interior de su alma la desgracia que supuso para los “conquistados” la llegada de los españoles y de su cultura demoníaca de culpa y muerte, pero también es cierto que sus Naufragios contribuyeron a cambiar la imagen que los españoles tenían de los indios.

Su largo viaje por esas tierras es la historia de un fracaso según los parámetros de un Hernán Cortés o un Francisco Pizarro. Cabeza de Vaca no podía llevar riquezas a España, ni indígenas, ni territorios y así lo reconoce en la dedicatoria de su crónica al emperador Carlos V, pero podía ofrecer informaciones sobre las regiones desconocidas por los españoles y quizá hacerse indispensable para diseminar la fe cristiana entre los paganos. Es en este deseo, el de justificar y poner en valor sus ocho años de penuria y esfuerzos, donde puede descubrirse cierta exageración o incluso alguna mentira. También, como he dicho antes, el intento de no llamar la atención de la Inquisición.

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Álvar Núñez quiso defender a los indios de los malos tratos, de la esclavitud, de la muerte y la violación; nunca pensó que fueran modelo ni ejemplo, al menos aquellos con los que se encontró, pero siempre les quiso proteger de la codicia del hombre blanco. Cuando los cuatro supervivientes de la expedición de Narváez se van acercando a las tierras ya conquistadas de Nueva España, observa que los indios son cada vez menos, que muchos han huido a los montes cercanos para no ser esclavizados y maltratados, de forma que los campos están desatendidos. “Estas gente todas, para ser atraídas a ser cristianos y a obediencia de la imperial majestad, han de ser llevados con buen tratamiento, y este es camino muy cierto y otro no”.

Por azar, la primera partida con la que se encuentran los cuatro antiguos náufragos está formada por buscadores de esclavos, bajo el mando del capitán Diego de Alcaraz, que se le queja de que llevaba muchos días “sin haber podido tomar indios” y sin comida. Dorantes y Castillo trajeron más de seiscientas personas de aquel pueblo que los cristianos habían hecho subir al monte. Incluso les llevaron maíz, pero los de Alcaraz quisieron esclavizarlos de nuevo.

A los indígenas que les habían acompañado, no conseguían convencerlos de que ellos, los cuatro supervivientes, y los esclavistas eran iguales, de la misma nación e idéntica religión y decían “que nosotros veníamos de donde salía el sol y ellos donde se pone y que nosotros sanábamos a los enfermos y ellos mataban a los que estaban sanos y que nosotros veníamos desnudos y descalzos y ellos vestidos y en caballos y con lanzas, y que nosotros no teníamos codicia de ninguna cosa y con nada nos quedábamos y los otros no tenían otro fin que robar todo cuanto hallaban y nunca daban nada a nadie”.

Lecturas

– Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios

http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/naufragios–0/html/

– Abel Posse, El largo atardecer del caminante, 1992

https://skandza.wordpress.com/2018/01/01/alvar-nunez-cabeza-de-vaca-el-caminante-en-el-atardecer/

Felipe Fernández-Armesto, Nuestra América (Una historia hispana de Estados Unidos), Galaxia Gutenberg, 2014

– Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el caminante en el atardecer

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Lo llamaron místico, excéntrico e incluso loco, cuando en realidad fue un justo entre ladrones y asesinos. Fue el único que en ocho años de caminar entre indios no mató a ninguno ni esclavizó ni se hizo rico ni rebautizó ríos, sierras o mares, ni agregó los territorios que recorrió con sus pies desnudos a la ya inflada Corona de España. “Sólo la fe cura, sólo la bondad conquista”, repitió Álvar Núñez Cabeza de Vaca, en sus Naufragios, crónica personal de lo que le ocurrió en esos años.

Hizo la caminata más grande de la historia, unos ocho mil kilómetros a través de lugares desconocidos, a pie, desnudo, sin cruces ni evangelios. Desde la Florida recorrió los actuales estados de Alabama, Misisipi, Louisiana, Nuevo México y parte de Arizona y llegó a lo que era frontera española por Sonora y Chihuahua, donde se detuvo, quizá para visitar a los indios tarahumaras. En su recorrido se relacionó con las grandes tribus de los semínolas, los calusas y los indios pueblo.

Regresó triunfalmente a España, donde fue premiado por el emperador Carlos con el cargo de Adelantado y Gobernador del Río de la Plata. Fue mala suerte: militares, religiosos y colonos habían convertido la guarnición del Paraguay en un extenso burdel en el que las mujeres se vendían y se compraban, la poligamia convenía por igual a clérigos, colonos y soldados y los nativos habían sido reducidos a la esclavitud. Lo prohibió todo pero fue devuelto a España encadenado y acusado de los crímenes que cometieron los otros. En 1545 se le condena al exilio en Orán y doce años más tarde Felipe II le indulta. Poco le quedaba ya por vivir.

La cárcel y los litigios acabaron con su patrimonio. Nació rico hacia 1488, en Jerez, en una casa con más tradición y orgullo que dineros y murió en Sevilla a finales de 1558, pobre y en soledad. Es en estos últimos meses de su vida cuando su falso biógrafo argentino, Abel Posse, se hace con él y le obliga a escribir lo que pudo o debió ocurrir durante los años en que vivió entre los indios. El resultado fue un libro editado en 1990 bajo un título muy apropiado: El largo atardecer del caminante.

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Posse pone en su pluma lo que quizá Cabeza de Vaca hubiera querido escribir: una crónica que contara la verdad de lo que ocurrió entre los indios, de las ciudades-montaña de barro y estiércol, de la comunión del hombre con la tierra, de brebajes que a uno le hacen renacer, del éxtasis provocado por los alcoholes sagrados o la inhalación de humo, de grandes vuelos y visitas al país de los muertos y a las regiones donde habita el dios misterioso, del fin de los días, de indios que no tienen apego a la vida corriente porque su realidad está mucho más allá.

Bajo el mando de Pánfilo de Narváez, seiscientos hombres y cinco navíos partieron en junio de 1527 del puerto de Sanlúcar de Barrameda, apenas transcurrido un mes del saco de Roma, protagonizado por el Emperador Carlos V. “No podíamos saber que ya partíamos maldecidos por la voluntad de Dios”, se atreve a confesar Alvar Núñez en su falsa o secreta crónica. Él era segundo en autoridad como representante de la Corona y su primer naufragio ocurrió cuando fue a recoger sustentos y pertrechos para el fabuloso viaje a La Florida. Se perdieron dos naves, sesenta hombres y la mayoría de las provisiones recogidas.

Donde más lejos llegaron en barco fue a la bahía de Tampa, en Florida: desde allí partieron a pie y a caballo hacia la provincia Apalache, hostigados por los indios, hambrientos y muertos de frío. Ante la imposibilidad de seguir adelante, los supervivientes construyeron cinco barcos de remos con los que descendieron un río, el Misisipi, hasta llegar al mar. En la desembocadura, la barcaza de Alvar Núñez naufragó de verdad en la madrugada del 6 de noviembre de 1528.

Tras una noche de huracanes y tempestades, acabó en tierra, desnudo. Su armadura, de factura florentina, de conquistador rico, quedó en el fondo de las aguas. “Perdí vestiduras e investiduras -le hace escribir Posse- pues el mar se había tragado la espada y la cruz”. Sólo quedaron unos quince o veinte de aquellos seiscientos, repartidos a lo largo de la playa, marismas, islotes y bancos de arena. Llamaron a la isla la del Malhado, único nombramiento que harían en todos los años que anduvieron por esas regiones.

Los indios los encontraron y fue entonces cuando se produjo en Cabeza de Vaca el comienzo de un cambio porque pudo entender a los indios y apreciar sus conocimientos y sus artes primitivas, pero eficaces, que les permitieron sobrevivir. Tampoco habrían podido sin su compasión: al verles en la playa, náufragos y desnudos, “nos rodearon, se arrodillaron y comenzaron a llorar a gritos para reclamar la atención de sus dioses en favor nuestro. Era un ritual de compasión, de conmiseración, tan sentido y desgarrador que Dorantes supuso que eran verdaderos cristianos”.

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Fue adoptado por una familia de chorrucos, que vivían en el interior, y con ellos pasó seis años. Abel Posse le crea una esposa, Amaría, y dos hijos, Amadís y Nube, así como una profesión, la de mercader, por la que pudo relacionarse con otras tribus y conocer el destino de los supervivientes españoles. Comerciante fue y lo demás bien podría haber sido así. Pero llega un momento en que debe marcharse porque las relaciones con los jefes guerreros de la tribu no es buena y lo hace con tres de sus compañeros de naufragio, los únicos que han sobrevivido y han querido partir con él. Y, sin armas, sin Biblia, y desnudos, cruzan los cuatro grandes ríos que riegan lo que hoy se conoce como estados de Louisiana, Texas, Arizona y Nuevo México.

Dorantes y Palacios creían en edificios de oro y Estebanico, el negro, en el riesgo y la aventura. Llegaron a Ahacus, que sería la primera de las Siete Ciudades. Iban preguntando a todos los indios con los que se encontraban y ellos, al igual que los dioses, “no necesitaban más que nuestra propia ambición para castigarnos”. No encontraron ninguna ciudad de oro, aunque a su llegada a México algunos dijeran que sí y otros lo insinuasen.

Posse sitúa a Alvar Núñez, a él solo, ante Ahacus, supuesta ciudad a la que fue conducido por unos guías. Y lo que describe es una visión: una ciudad-montaña resplandeciente gracias a un centenar de hogueras que la iluminan desde la base. Tamboriles y flautas señalan la presencia de los chamanes y los brujos procedentes de las Cuatro Regiones del Mundo, que danzan en la oscuridad. Una ciudad efímera de una sola noche, que desaparece al amanecer.

Su última experiencia mística será en Sierra Madre con los tarahumaras, a los que menciona escasamente en sus Naufragios. Eran hombres silenciosos y extraños, nos cuenta Alvar-Posse; desprecian la palabra “como un equívoco de los hombres del llano” y huyen de todo “bienestar y apego por la vida”. También tienen serias reservas frente a la reproducción de los humanos y son hombres anteriores a los de este Sol enfermo. Cabeza de Vaca asiste al rito del Ciguri, una raíz que machacada produce náuseas y visiones, y por el que le fue dado regresar a su infancia, a sus recuerdos, y también visitar las avenidas de las ciudades secretas, por lo que concluyó que Marata o Totonteac bien podría ser aquellas a las que sólo se accede por la iluminación del Ciguri.

Cuando llegó a México relató sus aventuras pero no todas e insinuó que tenía ciertos conocimientos que reservaba para el rey. Muchos creyeron que el secreto que Alvar Núñez guardó celosamente no tuvo que ver con las ciudades de oro ni con las visiones alucinatorias, sino con el mismo Descubrimiento. “No hemos descubierto nada en las Indias -le hace escribir Posse- lo que hemos descubierto es España”, una España enferma que lleva “un dios miserable que siembra muerte en nombre de la vida” y que repite la maldad donde quiera que vaya, un demonio que nos precede y que se identifica con nuestra cultura, con la que hemos robado a los indios para siempre “la paz del alma”.

Islas literarias: mitos, aventuras y distopías

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La isla es un lugar privilegiado para situar paraísos, utopías, reinos inaccesibles, misterios, tesoros y todo tipo de aventuras. Su cualidad de espacio cerrado y, en muchos casos, inaccesible, permite infinitos juegos de la imaginación. A veces es escenario, otras excusa, pero también puede convertirse en otro personaje más, como la Esperanza de Tournier, madre y luego esposa.

La literatura de las islas, a la que podemos añadir los lugares cerrados, temporal o permanentemente, podría considerarse un subgénero transversal que refleja de manera muy evidente las cuestiones, los conflictos y los deseos de las sociedades y épocas en las que se construye. En el Medievo leemos sobre islas fantásticas y milagrosas, como las que encontró el monje irlandés San Brandán en su viaje en busca de la ‘Tierra Prometida de los Santos’ y cuya leyenda, que se remonta al siglo VI, se redacta cinco siglos más tarde en la crónica Navigatio sancti Brandani.

Y, aunque en estos tiempos se creyera que el Paraíso terrenal se hallaba en Mesopotamia, entre los dos grandes ríos, o en la cumbre de una altísima montaña que rozaría con la luna, lo que explicaría su salvación durante el Diluvio Universal, también se situó en una isla circular en los confines del mundo habitado, como muestra el mapa de Hereford, del siglo XIV. Asimismo, el Paraíso se localizó a cuarenta leguas de la isla de Taprobane, desde la que se podían escuchar sus fuentes, según contaron los pobladores de la isla, hoy Ceilán, al fraile Juan de Marignolli, cuando en 1338 se dirigía a la corte de China enviado por el Papa, asunto que recogió en sus Crónicas de Bohemia

Cuando Portugal emprendió sus grandes viajes marítimos alrededor de África y descubrió las Azores, Enrique el Navegante (1394-1460) envió una expedición en busca de la isla de Antilia, donde dice la leyenda que se refugiaron siete obispos cristianos que lograron escapar de los musulmanes cuando invadieron la península ibérica. Colón también creía en su existencia y la tuvo en consideración como punto de parada en su viaje a las Indias, pero nadie la encontró. Según el marino Eustache de la Fosse, la isla estaba protegida por un conjuro lanzado por uno de los obispos que predijo que la isla no se volvería a encontrar hasta que hubiera sido restablecida la fe católica.

Exploradores y aventureros

Con la llegada de españoles y portugueses a América se multiplicaron los relatos de los exploradores. Como ya ocurriera con Marco Polo con su Libro de las Maravillas del Mundo (1298), su compatriota Antonio Pigafetta narró las aventuras que corrieron los miembros de la expedición de Magallanes, que en 1522 completó la primera vuelta al globo, en la Relazione del primo viaggio intorno al mondo, que fue publicada en Venecia en 1536.

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Pigafetta fue uno de los 18 supervivientes de una tripulación inicial de 265 y su testimonio acerca de las penurias que tuvieron que sobrellevar, como la ingesta de cuero hervido, ratas y serrín porque no había otra comida en el barco, y los peligros a los que hicieron frente, como la batalla en una isla filipina donde Magallanes perdió la vida, es sobrecogedor. En su diario, que inició el mismo día de su partida, consigna numerosos datos sobre los lugares que visita y también nos cuenta, entre otras historias, cómo en 1521, habiendo llegado a la isla de Borneo la expedición española dirigida ya por Elcano, fueron recibidos por el sultán de Brunei.

Las expediciones continuaron a lo largo de los siglos siguientes. La búsqueda de una tierra al sur, cuya existencia estaba inserta en la tradición pitagórica al concebir un continente asimétrico al mundo conocido, inevitable para equilibrar el planeta e impedir que volcara, no tendría su final feliz hasta que Cook descubriera la gran isla de Australia, ya en el siglo XVIII.

La búsqueda de las islas Salomón, que el explorador español Mendaña encontró y perdió en el segundo viaje, y la mítica Tierra Austral alimentaron la fantasía de muchos autores, que crearon islas fantasmas que desaparecían de pronto en la niebla o surgían en otros lugares y en las que vivían seres inventados como los que pueblan la isla de los Cinocéfalos, en los Viajes de Enrique Wanton, pseudónimo de Zaccaria Seriman (1708-1784). A finales del siglo anterior, Gabriel de Foigny describió en Les aventures de Jacques Sadeur, una isla ubicada en la terra incognita australis, en la que sus habitantes hermafroditas procreaban por el muslo, aunque este relato se relaciona más con una utopía de radical igualdad fisiológica entre sexos, que con descubrimientos y aventuras.

Los viajes a lo largo y ancho de los mares, las aventuras y desventuras de los exploradores y los naufragios en islas desiertas serán el argumento de muchas novelas, algunas juveniles, desde la misma aparición de Robinson Crusoe, que constituye el relato de una isla de las maravillas, copia perfecta de una colonia británica en el mundo recién descubierto, y en la que se suceden las aventuras con caníbales, piratas y españoles.

Daniel Defoe sitúa a su náufrago en una isla del Atlántico, y no en el archipiélago Más a Tierra, donde fue abandonado el marino Selkirk, en quien se inspiró. Toda la zona caribeña estuvo infestada de piratas, individuos que darán mucho que hablar como asesinos sin piedad y también como símbolos de la libertad y el desorden.

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En La isla del tesoro (1871) Stevenson nos cuenta la historia del pirata John Silver, que formó parte de la tripulación del fallecido capitán Flint, el más despiadado y sanguinario de todos los bucaneros que alguna vez existieron. Silver vuelve al lugar donde se enterró un gran tesoro, la isla Norman, para recuperarlo. Todavía resuena el golpe de su pata de palo sobre la cubierta de la Hispaniola.

De 1857 data otra novela de islas y de aventuras, esta vez con naufragio incluido. La isla del coral, de Robert M. Ballantyne, se sitúa en los Mares del Sur y ha pasado a ser un clásico juvenil. Su comienzo aún resuena en mis oídos de tantas veces como lo leí y que constituye la primera declaración de intenciones de un aventurero:Correr mundo fue siempre y es todavía mi pasión dominante, la alegría de mi corazón, la verdadera luz de mi existencia”.

Las islas utópicas y la ciencia ficción

Mientras los navegantes descubren nuevos mundos para Occidente, se produce la gran revolución renacentista que muestra otra forma de pensar, menos rígida y más crítica con las condiciones de vida del común de los mortales. Para remediarlas inventa mundos inexistentes pero posibles.

Sobre islas se fundaron los tres relatos clásicos acerca de estados ideales: La Ciudad del Sol de Tomasso Campanella, la Utopía de Thomas More y la Nueva Atlántida de Francis Bacon. Las dos primeras dibujan una sociedad igualitaria y justa, aunque no lleguen a la categoría de paraíso, y tendrán repercusiones en la teoría política; la tercera, publicada cien años más tarde, añade un elemento -la pasión por el conocimiento y la tecnología- que dará origen a las distopías recurrentes del género de la ciencia ficción.

Julio Verne y G.H. Wells, auténticos precursores, representan esas vertientes científico-tecnológicas esbozadas por Bacon, pero de forma muy distinta, en las dos novelas que ambos sitúan en islas imaginadas. Verne es un optimista, creyente en el progreso y en la ingeniería. Los cinco náufragos de La isla misteriosa (1874) llegan en globo a un islote rocoso, sin nada en las manos ni en los bolsillos, pero gracias a que uno de ellos es un ‘ingeniero’ o, lo que es lo mismo, un héroe de la técnica y de la ciencia aplicada, forjan acero, componen nigtroglicerina, fabrican abono químico, funden vidrio y cultivan trigo a partir de un grano encontrado en el dobladillo de una chaqueta.

Casi medio siglo después aparece Wells y la ciencia ya no es la panacea ni el escritor tan inocente. El conocimiento y la tecnología, que tradicionalmente se consideraron tentaciones demoníacas por lo que tienen de desafíos al mismísimo Dios, pueden generar efectos adversos, como en La isla del Dr. Moreau (1896), en la que un científico loco se propone acelerar el proceso evolutivo señalado por Darwin mediante operaciones de cirugía que convierten animales en hombres.

A partir de aquí, no sólo la ciencia ficción es distópica, sino la literatura en general. El espacio cerrado de una isla se convierte en lugar no sólo de experimentos diabólicos, sino también de comportamientos llevados al límite. Y este elemento claustrofóbico, a veces con tiempos y espacios yuxtapuestos que convierten la vivencia de los personajes en una pesadilla repetida hasta el infinito, como ocurre en La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, se acentúa en la literatura posterior a la Segunda Guerra Mundial.

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La isla del coral de Ballantyne, donde tres jóvenes náufragos lograr sobrevivir aplicando los principios morales de la sociedad británica de la época, es decir, victoriana, no volverá a repetirse. En ella se inspiró William Golding, pero para contradecirla, al escribir en 1952 El señor de las moscas, relato sobre las experiencias de una treintena de chicos británicos de entre seis y doce años cuyo avión se estrella en una isla del Pacífico.

No hay ningún adulto con ellos y, al principio, intentan cuidar unos de otros para lo que crean normas de supervivencia pero lo que consiguen es un nuevo orden que se convertirá en un infierno. Los náufragos en esta ocasión dejan aflorar la crueldad y la tendencia violenta hacia la destrucción de los más débiles, en una situación de desorden y miedo. Hacía apenas siete años que se había dejado atrás una terrible guerra mundial, con millones de muertos en los frentes, bombardeos en las ciudades, Auschwitz, Hiroshima, la existencia del mal ilimitado, todo consecuencia de un conflicto terrible en el que Golding había participado y que se refleja en el comportamiento de unos niños que también son víctimas y verdugos, pese a su supuesta inocencia.

«La invención de Morel», de A. Bioy Casares

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Un italiano que vendía alfombras en Calcuta le dio la idea de venirse a la isla, único lugar en el mundo donde podría ocultarse un perseguido por la justicia. Alguien muy rico hizo construir en los años veinte algunas edificaciones para uso personal; luego la isla quedó abandonada y corren rumores de que se adueñó de ella una maldición o una enfermedad.

En un diario, el fugitivo sin nombre relata lo que cree ver y oír. El lugar está sucio, abandonado, pero las construcciones se mantienen en pie. En el edificio llamado Museo, donde viven los ‘veraneantes’, hay una piscina con sapos, escuerzos y porquería y un acuario repleto de peces muertos. Los árboles están secos y en el sótano de uno de los edificios funcionan enormes máquinas cuyo sentido se ignora.

Y comienzan lo que a un extraño le parecerían alucinaciones: personas que vienen y van sin reparar en la presencia del fugitivo o bailan en medio de una tempestad de agua y viento o en la colina, rodeados de víboras; mantienen conversaciones que se repiten todas las tardes; se pueden ver dos soles y dos lunas en el mismo firmamento… Todo tiene una explicación racional, cuenta Borges en el prólogo, en el que no nos desvela nada en absoluto de la trama. Yo no seré tan discreta: tiene que ver con la inmortalidad, con el “alma” desalmada y los estados de conciencia.

Jorge Luis Borges, enemigo acérrimo de la ‘novela psicológica’ por su tendencia a demostrar que nada es imposible – “suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad”- realiza un alegato a favor de la ‘novela de peripecias’ o ‘de aventuras’ que no pretende ser realista, sino totalmente artificial y de argumento riguroso y ordenado. En ella hay asuntos mayores y argumentos admirables. Pone como ejemplos ‘El hombre invisible’, de H. G. Wells, que podríamos incluir en el apartado de ciencia ficción; ‘El proceso’, de Kafka, de argumento filosófico y distópico; ‘Otra vuelta de tuerca’, la novela de fantasmas de Henry James, y ‘El viajero sobre la tierra’, de Julien Green y de género inclasificable, entre lo gótico y lo onírico.

La novela de Bioy Casares, sigue diciendo la reseña borgiana, es una obra de “imaginación razonada” y “perfecta” que resuelve los prodigios y las alucinaciones de forma fantástica, pero no sobrenatural.

borges-bioy casaresEl diálogo de Bioy con Borges

Temas que comparten, enciclopedias consultadas, cuentos leídos entre los dos, frases de otros relatos, aparecen a lo largo de la novela de Bioy. Uno de los guiños más llamativos es el que hace referencia a la frase que Borges endosa a su amigo acerca de su aborrecimiento a los espejos y a la cópula porque “multiplican el número de seres humanos”. En La invención de Morel, el protagonista, además de escribir un diario llamado Defensa de sobrevivientes, está redactando un ensayo en el que propugna soluciones a la superpoblación y lleva por título Elogio a Malthus. Si los hombres se reprodujeran y, sobre todo, si tantos como son se inmortalizaran según el método de Morel, no habría sitio para todos y los paraísos serían destruidos.

Pero años después, Bioy Casares, en sus memorias, tras agradecer a Borges que le situara en un cuento tan prodigioso como el de Tlön, asegura que nunca tuvo nada contra los espejos, ni siquiera contra la cópula, y que a los primeros siempre los vio como ventanas “que se abren sobre aventuras fantásticas, felices por lo nítidas” y que la reproducción artificial de un hombre con la nitidez con la que el espejo reproduce las imágenes, fue el tema esencial de La invención de Morel.

También hay otras referencias a lecturas compartidas y autores estimados de Bioy y Borges. Cuando empieza a sospechar de la certeza de lo que ve en la isla, al fugitivo se le ocurre que podría estar soñando o viajando como Dante o Swedenborg. Para Borges, la Divina Comedia ocupa un lugar primordial entre sus obras preferidas y sobre ella escribió varios ensayos y de Manuel Swedenborg, el teólogo que visitó el cielo y el infierno y luego regresó para contarlo, escogió, junto a Bioy y Silvina Ocampo, uno de sus cuentos, Un teólogo en la muerte, para incluirlo en su antología ya clásica de literatura fantástica.

Cuando Morel defiende su método para preservar la vida de sus amigos y la suya propia en la isla, alegando que hay vidas “como las de los mandarines chinos que dependen de botones que seres desconocidos pueden apretar”, hace una clara referencia a la fábula de El mandarín, relatada por el escritor portugués Eça de Queiroz en 1880 y de la que Borges reseñó que pertenecía al género fantástico. En ella, un hombre gris que vive en un tugurio lisboeta tiene la posibilidad de cambiar su vida por la de un rico mandarín en China pero previamente deberá matarlo mágicamente. La forma es fantástica, pero el argumento es moral y nos hace regresar a La invención de Morel, donde también hay un precio que pagar por la inmortalidad.

El sueño de Morel era crear un paraíso de inmortalidad en la isla abandonada, en la que una semana entera de la vida de varias personas se repitiera inevitablemente durante una eternidad. Es una parodia del eterno retorno, un pensamiento transformador que le llegó a Nietzsche a través de antiguas filosofías y religiones, aunque él hablara del “inmortal instante en que yo engendré el eterno retorno”: la idea del tiempo que gira en sí mismo y que repite sin cesar su contenido limitado.

Acerca de este pensamiento, Borges escribió La doctrina de los ciclos y El tiempo circular. Recoge la formulación que parte de la premisa de que existe un número finito, aunque desmesurado, de átomos que componen el mundo, lo que obliga necesariamente a considerar un número de permutaciones posibles, lo que lleva a su vez ineludiblemente a la repetición del universo en un tiempo infinito. “De nuevo nacerás de un vientre, de nuevo crecerá tu esqueleto, de nuevo arribará esta misma página a tus manos iguales, de nuevo cursarás todas las horas hasta la de tu muerte increíble”. Es un pensamiento que estremece, propio de locos o de profetas.

La perfección del artificio engendra monstruos (Jacques Derrida)

El nombre de Morel, cuya historia publica Bioy Casares en 1940, remite a otro científico isleño, el doctor Moreau, que en la imaginación de Wells en 1896, crea un mundo de manipulación biológica, ajeno a cualquier ética. Especuló sobre la naturaleza animal de los hombres y la humanidad en los animales, mientras que Bioy reflexiona sobre la realidad y sus simulacros, sobre la máquina que crea duplicados sin densidad, fantasmas y, en definitiva, monstruos.

En el diario, el narrador escribe: “Sentí repudio, casi asco, por esa gente y su incansable actividad repetida ( ) Estar en una isla habitada por fantasmas artificiales era la más insoportable de las pesadillas; estar enamorado de una de esas imágenes era peor que estar enamorado de un fantasma”.

Porque no menos monstruosa que los demás es Faustine, el holograma del que se enamora el fugitivo. Esa afección le llevará a crear una nueva ‘película’ para poder estar junto a ella por toda la eternidad. Pero, mientras dure esa supuesta eternidad, sólo podrá contemplarla y pensar los propios pensamientos que ya pensó, no compartirán el mismo universo y su conciencia, incapaz de reconocer, permanecerá invariable, muerta. “Congregados los sentidos, surge el alma”, dice el propio texto. Pero ese alma es una repetición de sí misma sin cambio ni evolución.

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La conciencia es una especie de yo controlador que mantiene el cuerpo y la mente en orden. Es aquello que simula desaparecer cuando uno se duerme y reaparece a la mañana siguiente, cuando abrimos los ojos. Incluso el sueño la ha cambiado, pero lo más importante es que funciona basándose en las experiencias de las que guarda memoria. Esto me lleva a una de mis películas favoritas, Atrapado en el tiempo, en la que el protagonista, interpretado por Bill Murray, vive el mismo día cada vez que se despierta. Todo se repite exactamente igual que la víspera, pero con el añadido de que el sujeto lo recuerda todo y se ve incapacitado para romper ese círculo de pesadilla.

El mismo narrador de La invención de Morel comprende que la vida de los ‘veraneantes’ no es una vida auténtica, porque no deja de ser una reproducción, que se trata de un experimento inconcluso y que habría que averiguar si verdaderamente esas imágenes tan reales sienten o piensan. Y mantiene la esperanza de que en el futuro, estos problemas quedarán solucionados. En ello confía y así se despide.

«Viernes o los limbos del Pacífico», de Michel Tournier

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El intenso oleaje empuja al navío que lucha por sobrevivir dejándose llevar a un lado y a otro sin oponer resistencia alguna a los caprichos de un mar agitado e incluso violento. En la cabina, ajeno a la tempestad, el capitán del Virginia, Pieter Van Deyssel, muestra su futuro a Robinson a través del Tarot. La primera carta representa al demiurgo, uno de los tres arcanos mayores, lo que significa que hay en él un organizador que lucha contra un universo desordenado, pero -añade el holandés- no hay que olvidar que el demiurgo es también un bufón y su orden es ilusorio.

La segunda carta representa a Marte: ha conseguido una victoria aparente sobre la naturaleza y ha impuesto un orden a su imagen. “Sois piadoso, avaro y puro”, le dice el capitán a Robinson, y vuestro reino será parecido a un armario de manteles inmaculados perfumados con lavanda. Los gemidos del casco asaltado por las olas no le inquietan, pero sí al joven que, intranquilo, no consigue prestar atención a las palabras que profetizan su futuro.

El holandés da libre curso a su inspiración adivinatoria, mientras fuera prosigue el estrépito de la tempestad. Hace su aparición el arcano quinto, lo que significa que Venus, la carta anterior, se ha metamorfoseado en arquero y, por lo tanto, en su hermano gemelo. La última carta augura que Júpiter, el dios del cielo, bajará a socorrer a Robinson para ofrecerle otra oportunidad y le entregará las llaves de la Ciudad solar. Van Deyssel guarda con mucho cuidado la pipa de porcelana en la que ha estado fumando mientras escrutaba las cartas y le da un último consejo: “Guárdese de la pureza, es el vitriolo del alma”.

Es en ese momento cuando el fanal, describiendo un giro mortal golpea la cabeza del capitán; el barco, incapaz de resistir el embate de las olas, comienza a dar vueltas sobre sí mismo y los marineros, en su desesperación, intentan lanzar un bote para salvar sus vidas. “Una muralla de agua oscura se abalanza sobre el puente de un extremo al otro, barriéndolo y llevándose todo con ella, cuerpos y enseres”. La siguiente imagen será la del capítulo primero: Robinson despertando sobre la arena de una playa desierta.

Este fastuoso comienzo del capítulo cero, en el que la tempestad se mezcla con el juego adivinatorio del capitán, cuenta en pocas páginas todo lo que va a ocurrir en la vida de Robinson Crusoe a partir de su naufragio en una isla desierta. El capitán Van Deyssel vaticina, pero también promete, y todo se cumplirá como señalaron las cartas.

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Durante tres días desde la playa, Robinson observa el casco del velero, repleto de bienes y alimentos que va a necesitar, pero no hace nada, imbuido del temor supersticioso de que la recogida de la herencia suponga ya una forma de instalarse en la isla, una aceptación de su destino. Y pasa horas mirando el horizonte del mar por si divisa la embarcación que puede rescatarlo. De tanto observar llega a imaginar que la isla es simplemente el párpado y las pestañas de un ojo inmenso, azul y húmedo que escruta las profundidades del cielo; el miedo a perder la razón le había rozado y nunca más le abandonaría.

La aventura de Robinson es sobre todo la lucha contra la soledad. El aislamiento de la sociedad de los hombres es corrosiva, destruye poco a poco: los primeros días, el náufrago aún conserva en su cabeza el sonido de las conversaciones de la tripulación, pero poco a poco se van difuminando y las voces de esos infortunados van desapareciendo en la noche mientras la memoria se siente incapaz de recobrarlas.

Se inicia lo que el propio Robinson denomina “deshumanización”: las costumbres, respuestas, reflejos, preocupaciones, sueños y reflexiones se van formando y transformando por los contactos perpetuos entre semejantes, pero, “privada de savia, esta delicada eflorescencia se marchita y se disgrega”. El único punto de vista que existe en la isla es el suyo y el náufrago solitario teme incluso llegar a perder el uso de la palabra porque el lenguaje depende fundamentalmente de un universo poblado que posee numerosos puntos de vista que se miden entre sí continuamente.

Lo que no tiene a la vista no existe, porque carece de información acerca de ello por parte de sus iguales. Las tinieblas se acercan cada vez más y le envuelven. La soledad mina incluso el fundamento mismo de la existencia de las cosas, escribe en su diario, y “cada vez me asaltan más dudas sobre la veracidad del testimonio de mis sentidos”. La soledad carece de herramientas para luchar contra la alucinación, el espejismo o la ilusión óptica porque sólo “nuestro hermano, nuestro vecino, nuestro amigo o nuestro enemigo” puede advertirnos de la diferencia entre un hecho real y otro que no lo es.

Robinson consigue superar la primera alucinación, la de los primeros días en los que toma conciencia de su destino solitario. Pero no puede evitar caer en la desesperación, cuando tras finalizar el transporte de todo lo útil que guarda el Virgina construye una barca que no le sirve para nada. Se sume en el más absoluto abandono y recurre a la “souille”, una ciénaga, una charca infecta de cieno húmedo y caliente, en la que se sumerge dejando fuera de ella la nariz, los ojos y la boca, mientras las emanaciones deletéreas de las aguas estancadas le oscurecen la razón. Liberado de sus ataduras terrestres, se deja llevar por el delirio embrutecedor de chispas de recuerdos que llegaban del pasado.

Toma conciencia de esta regresión a un estado más amorfo que animal y, a partir de ese momento, todas las acciones que emprende y todos sus pensamientos irán dirigidos a sobrevivir a la soledad y no dejarse abatir por la depresión, el desvarío o la disolución. Consigue salir de este marasmo y abandonar la tentación de la “souille” mediante un esfuerzo cotidiano para el cumplimiento de un proyecto: trasponer a su isla, cuyo nombre será a partir de ahora Esperanza y no Desolación, la civilización, la administración de una especie de colonia.

Y se embarca en una actividad frenética: siembra, construye corrales para las cabras, cosecha, ahuma el pescado, construye silos y una vivienda. Todo para relegar su “vicio”, ese dejarse llevar, abandonarse en el revolcadero de los cerdos salvajes, contra el que lucha imponiendo en la isla un orden moral frente al orden natural, que concibe como el caos, el desorden absoluto.

Para conseguir lo que no es más que una imitación de la civilización perdida, lleva a cabo una ingente tarea: además de producir, mide y cataloga especies, árboles, vegetación, recursos… Y construye una rudimentaria clepsidra con el único objeto de reinar sobre el tiempo. El capitán Van Deyssel se lo había vaticinado: un armario ordenado y perfumado con saquitos de lavanda.

Pero también le prometió la llegada de Viernes. Posiblemente él hubiera deseado como compañía otro inglés, pero quien llega es un araucano, un indio del sur de Chile. Viernes no entiende la finalidad de tantas normas y de tanta acumulación pero obedece, aunque Robinson cree que en su actitud hay algo mecánico y demasiado perfecto; sospecha que está poseído por un demonio que se manifiesta en su risa demasiado ruidosa.

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La Ciudad Solar

La destrucción de todos sus bienes y todos sus recursos, por una acción involuntaria de Viernes, consigue salvar a los dos habitantes de Esperanza. Viernes podrá dedicarse a su pasión eólica y Robinson emprende inequívocamente el camino de convertirse en un “caballero solar”. En su diario señala que el sol “ha tocado con su luz esta gruesa larva blanca y blanda escondida en las tinieblas subterráneas y se ha convertido en una mariposa de cuerpo metálico y alas con polvo de oro; un ser de sol, duro e inalterable, pero débil cuando los rayos del sol no la alimentan”.

Esperanza es un limbo, suspendido entre el cielo y el infierno, a la espera de las revelaciones que se le harán a Robinson y que convierten el lugar en tres estadios diferentes: la isla negada, con la caída en la alucinación; la isla administrada y la isla solar o salvaje. Tournier reconoce, en ‘El viento paráclito’, que los tres estados de la evolución de Robinson corresponden a los tres géneros de conocimiento descritos por Spinoza en la Ética: el primero, por los sentidos, es el de las pasiones; el segundo es el de las relaciones o razonamiento y el tercero es el de las esencias o sabiduría y beatitud.

Estas tres etapas responden a un esquema clásico que se encuentra en muchas doctrinas filosóficas o religiosas. Incluso en la vida cotidiana y a un nivel más trivial podemos encontrar estos tres caminos: los placeres pasivos y degradantes; el trabajo y la ambición social y la pura contemplación artística o religiosa. Robinson se salvará por este último.

Pero aún no hemos llegado al final: un barco inglés repostará en la isla, veintiocho años después del naufragio de Robinson, que oculta que haya vivido tanto tiempo en soledad para no pasar por impostor o por un fenómeno de feria. Se enfrentará a la sociedad que abandonó y deberá decidir su futuro. También se cumplirá la última profecía del capitán holandés del Virginia: la carta en que aparece Júpiter o Jueves y que será su salvación.

Michel Tournier (8)
Michel Tournier

Nota biográfica

Michel Tournier (1924-2016), licenciado en filosofía por la Sorbona con una tesis sobre Platón y de profunda formación germánica, publicó Viernes o los limbos del Pacífico, su primera novela, en 1967. Fue alumno de Lévi-Strauss y mientras estudiaba en el Museo del Hombre pensó que el mito de Robinson debía ser reeditado teniendo en cuenta la etnografía y el psicoanálisis.

El libro se convirtió en la Biblia de un grupo de hippies canadienses y en Estados Unidos se le acusó de hacer un elogio del poder negro, aunque años después, en una biografía intelectual – El viento paráclito- escribió que le hubiera gustado que fuera un homenaje a los inmigrantes de tez oscura llegados a Francia, sin voz y absolutamente imprescindibles.

Recibió el Gran Prix du Roman de la Academia Francesa y fue eterno candidato al Nobel de Literatura.

Lectura insólita de Robinson Crusoe

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Las lecturas juveniles dejan una huella que dura toda la vida y a veces no resulta conveniente releer de adulto aquello que nos entusiasmó de adolescentes. Manuel Vázquez Montalbán se lamentó de no poder volver a leer Robinson Crusoe como la primera vez, cuando descubrió la fascinante aventura de un náufrago que vive años en una isla desierta, se enfrenta a los caníbales y salva a Viernes.

La edad nos hace críticos y el mito de hombre libre que fascinó a Vázquez Montalbán y a otros muchos que leyeron de jóvenes las aventuras de Robinson Crusoe, con el tiempo deja de ser lo esencial y se convierte en una parábola moral e ideológica sobre el valor del individuo abandonado en la naturaleza y acogido por la Providencia y cuyos proyectos y forma de vida reflejan la idea que del mundo tenía la burguesía.

Carlos Marx analizó las intenciones morales y políticas del Robinson de Crusoe y de todos los náufragos que le siguieron: en su Contribución a la crítica de la economía política asegura que las “robinsonadas” no elogian el retorno a una vida primitiva, sino que “anticipan más bien la sociedad burguesa que se preparaba en el siglo XVI y que en el siglo XVIII marchaba a pasos agigantados hacia su madurez. En esta sociedad de libre competencia, el individuo aparece como desprendido de los lazos de la naturaleza, que en épocas anteriores de la historia hacen de él una parte integrante de un conglomerado humano determinado, delimitado”.

El mundo había sido hasta entonces un espacio de sufrimiento y expiación y lo siguió siendo con el auge del pensamiento burgués, para el que matarse a trabajar no era una locura suicida, sino una manera de acercarse a Dios. Se trata de un cristianismo tergiversado, impropio de la doctrina de quien puso como ejemplo de vida plena la de los lirios de los campos, que ni trabajan ni hilan, o la de los pájaros que trinan sin preocupaciones porque el Padre ya se ocupa de todas sus criaturas.

Las ideas utilitaristas de Defoe pertenecen a la ética calvinista, que ve en el éxito económico y social la señal que marca a los elegidos por Dios. En varios ensayos, Max Weber define el espíritu del capitalismo como una serie de hábitos e ideas que favorecen un comportamiento calculador destinado a incrementar el rendimiento y, por tanto, el éxito económico, lo que a su vez hace visible al resto de la sociedad y asegura al propio protagonista, que será uno de los salvados. El enriquecimiento es un fin en sí mismo y todo se reinvierte para mayor gloria de la marca; con el tiempo, el fervor religioso disminuyó, pero quedó la idea asociada de cálculo económico y trabajo incesante.

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Robinson Crusoe está poseído por el espíritu de una actividad frenética, trabaja sin descanso un día tras otro, dando muestras de una tenacidad inquebrantable y un excepcional pragmatismo: hace balance de lo que tiene y de lo que puede conseguir, calcula los costos, gasta prudentemente, guarda la primera cosecha para poder sembrarla de nuevo, de manera que al cabo de los años llegan a desbordarse los silos, cuyo contenido no puede consumir ni vender. Cumple el sueño burgués de hacerse con una segunda residencia y, en resumidas cuentas, posee almacenes repletos de bienes consumibles que superan ampliamente sus necesidades. Todo le sobra porque tampoco es un consumidor compulsivo, ni mucho menos, ya que caería en aquello que no debe hacerse, es decir, iría contra la ética calvinista del gasto, que ha de ser mínimo.

Robinson representa, en esta misma línea interpretativa, la vanguardia de la colonización occidental, encarna la ambigüedad del progreso, el peso de la civilización y la fuerza destructiva del capitalismo.

Crusoe, en esta lectura “marxista” y “weberiana” no es un hombre libre ni un defensor de la naturaleza y mucho menos representa el ideal del salvaje no contaminado por la civilización como lo ve Rousseau. Tampoco defiende una utopía, sino todo lo contrario; como señala Pietro Citati, Crusoe recomienda infatigablemente y de forma elocuente las bondades de lo que existe en la tierra y consigue hacer de la isla un emporio económico solo con su esfuerzo y con lo que tiene a mano (y lo que, milagrosamente, ha recibido en herencia del barco que aún seguía a flote cuando naufragó).

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Citati recoge esta visión “capitalista”, pero subraya la importancia de los orígenes y defiende que en la isla Robinson recibirá la gracia divina después de haber sido impulsado por el mal. El futuro náufrago es desde muy joven un individuo dominado por una profunda insatisfacción acerca del lugar en el que ha sido colocado; un instinto de autodestrucción y de huida le empuja una y otra vez a embarcarse y correr aventuras, más bien desventuras, desastres y naufragios, que no le frenan más que en un primer momento de reflexión. Regresa al mar una y otra vez hasta que, en el último viaje, cuyo objetivo es comerciar con esclavos y ahorrarse la tarifa impuesta a tamaña empresa, su barco se enfrenta a una tempestad y queda varado en la misma isla durante casi treinta años.

Señala Citati que ni siquiera Defoe sabe cómo definir esta pasión por el cambio y el viaje, si como una tentación del Mal o como impulso del propio Dios, misterioso y ambiguo, que aparece en este siglo XVIII, no como sacerdote ni guerrero, sino como un burgués que ama el centro y desprecia los extremos, que “vive en la tierra para afirmar el orden y la armonía de la Providencia divina”. Dios le impulsa a viajar para que naufrague y para que su destino en la isla sin nombre consista en reconocer el rostro de la divinidad, providencial y burgués. Así, el Supremo le convierte en ejemplo de su Providencia.

Y Robinson se lo agradece, dándole lo que debe: lee la Biblia, le agradece sus dones y le tiene siempre presente. De forma distante porque no es un místico ni experimenta arrebatos de pasión, como buen burgués. El Dios al que reza en la isla ya no es el genio tenebroso que le insta a huir de todas partes como un Caín maldito, sino la medida del tiempo y el orden meticuloso de las tareas cotidianas. Ha olvidado la soberbia y la desmesura para adoptar una vida laboriosa y mediocre, aunque allá afuera sigue batiendo el mar, “que revela el rostro oscuro de Dios y que se confunde con el del Adversario”.

El éxito de Robinson Crusoe

A pesar de que su autor, Daniel Defoe, murió en la más triste bancarrota después de haber ejercido cientos de oficios -entre ellos el de espía e incluso el de espía doble- la publicación de las aventuras de su héroe obtuvo un considerable éxito. Dice Claudio Magris que fue el primer bestseller de la literatura mundial y cita, para corroborarlo, las 196 ediciones desde 1719 a 1898 y sus 110 traducciones (incluso al gaélico y al turco). Además, le sucedieron innumerables imitaciones y adaptaciones, que en Alemania superaron las doscientas, las llamadas Robinsonades.

He elegido el título, ‘Lectura insólita de Robinson’ y no el que tenía destinado, ‘Las múltiples lecturas de Robinson’, porque el primero me venía de mi pasado lector una y otra vez. Hace alusión al libro de Raúl Guerra Garrido, ‘Lectura insólita de El Capital’, publicado en 1976, y que fue el primero que trató el terrorismo en la sociedad vasca. En el relato, un industrial secuestrado por ETA emplea sus largas horas de cautiverio y soledad con el único libro que le dan sus captores, el clásico de Marx y, al mismo tiempo, reflexiona sobre su vida anterior y llega a la conclusión de que todos sus esfuerzos y privaciones no han tenido ningún sentido. Como una especie de Robinson al revés, es en la soledad y la inactividad cuando se da cuenta de que la ética del trabajo constante es una mentira y una pérdida de tiempo.

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No obstante, con ‘lectura insólita’ no me refería solo a la situación del lector en el momento de emplear su tiempo en ella, sino a las diferentes, y a veces pintorescas, interpretaciones que ha suscitado Robinson Crusoe. Como decía en un comentario anterior sobre ‘El Quijote de Menard’, no ya cada tiempo y lugar, sino cada individuo hace una versión propia del libro desde el momento en que, al leerlo, lo interioriza. Hay tantos Quijotes y tantos Robinsones como lectores.

En el caso de Robinson se han dado muchas lecturas insólitas desde que se publicó: dependiendo de la época, se ha interpretado de forma diferente y se ha imitado hasta casi el infinito. El mito vuelve una y otra vez, tomando la forma del edulcorado ‘Robinson suizo’ (1812) o siendo reelaborado de forma magnífica por autores como de Coetzee en ‘Defoe’, o Tournier en ‘Viernes o los limbos del Pacífico’.

Robinson como el buen salvaje, como el colonialista paternal, el calvinista diligente, el burgués ordenado y temeroso de Dios, el viajero impenitente, el creador de personajes imaginarios para poblar su isla solitaria o como el defensor de los débiles, el aventurero o el hombre libre. Las lecturas pueden ser infinitas e insólitas.

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Libros citados

-Daniel Defoe, Aventuras de Robinson Crusoe, 1719

-Carlos Marx, Contribución a la crítica de la economía política, 1859

-Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, 1905

-Pietro Citati, El mal absoluto, Mondadori, 2006

-Claudio Magris, Utopía y desencanto, Anagrama, 1999

– La crítica de libros inexistentes de Stanislaw Lem, en ‘Vacío perfecto’

Vacío perfecto

Hay un párrafo de El Quijote que el cuento de Borges sobre Menard pone como ejemplo de la diferencia entre el relato de Cervantes y el del inexistente escritor francés: “… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”. En el siglo XVII esta enumeración es un mero elogio retórico de la historia, pero en Menard, aún repitiéndose milimétricamente el mismo párrafo, aparece como una idea asombrosa al definir la historia, no como una indagación de la realidad, sino como su origen.

La verdad no es lo que sucedió, sino lo que creemos o juzgamos que sucedió; el sentido de lo que leemos está vinculado estrechamente al contexto de la época y lo que en el siglo XVII era retórica inocente, en nuestro tiempo adquiere un significado cínico.

De lo cual se deduce que todo lo que la literatura nos cuenta es una mentira porque cada tiempo tiene su verdad. Nada o la consecuencia, dice Stanislaw Lem en la reseña de este libro inexistente, va más allá que el cuento de Borges, que sólo roza la cuestión. Es una obra maestra de la honestidad -dice- porque parte la premisa traumática y vergonzosa de que el escritor miente y la autora lo que pretende es evitar esta mentira.

Los autores saben de su falsedad y para eludirla escriben “cada vez más cosas referidas a la manera en perjuicio del contenido de la novela”, lo que desemboca en la “épica de la impotencia”. La antinovela incluso fue más allá: ya no se trataba de enseñar al público los trucos del autor, sino de no comunicar siquiera. Pretende no tener nada sobre lo que fundamentar la mentira y de tomar por modelo las matemáticas que, de hecho, “no crean cosas reales” ni tampoco mienten: sólo hacen lo que están obligadas a hacer.

La obra de Solange Marriot, dice el crítico, no miente, pero existe; no utiliza el truco de la negación (no nació, no vivió, no murió), lo que sería simplemente el reverso de una novela clásica, el negativo de la acción, sino que se sumerge del todo en la nada y confiere la negatividad a la propia inexistencia.

La nada o la consecuencia comienza con dos frases: “El tren no ha llegado. Él no vino”. El primer capítulo recoge las reflexiones sobre una persona no amada suspendida en un espacio desprovisto de gravitación. La parte central del libro se refiere a la conciencia, pero ese flujo de conciencia no consiste en pensar en nada, sino en no pensar. Y pese a todo, la conciencia impensante continúa siendo conciencia. No hay límites a esta ausencia de pensamiento y es el lector el que crea esas limitaciones. El texto no da nada y en ese no dar nada lo que hace es quitarnos lo que teníamos hasta destruir nuestra propia esencia psíquica.

El último capítulo se adentra totalmente en la nada, rodeada de vacío. La voz narrante se aleja, sabe que no existe. El mismo lenguaje primero sospecha y luego comprende que no existe nadie fuera de él, que al tener sentido para todo el mundo, para cada persona, no es, nunca ha sido ni pudo serlo, una expresión personal. El lenguaje sigue durante las últimas páginas en el engranaje de la maquinaria de la gramática, de la sintaxis, pero el vacío hace su trabajo y las frases se quedan a medias, también las palabras y así llega a pararse la novela, sin llegar a su fin.

Ésta que acabo de resumir es una de las quince reseñas sobre libros imaginarios que forman, junto con el prólogo que es también una reseña, una obra singular, Vacío perfecto, de Stanislaw Lem. Comienza con la del propio libro, en la que nos recuerda que “la crítica de libros inexistentes no es una invención de Lem” y recuerda el caso de Borges e incluso el de Rabelais. Explica que en su caso se trata de “recuperar la libertad creativa mediante un ensamblaje de dos espíritus contradictorios: el del autor y el del crítico”. Esta especie de prólogo hace referencia a otro libro inexistente, el Autozoilo, en el que el reseñista ha encontrado las ideas de Lem acerca de Vacío perfecto.

La crítica de este libro de pseudo reseñas es implacable e incluso se pasa de bromista porque, como ocurre en el falso La nada o su consecuencia, no termina nunca de hablar de los aspectos positivos de la nada, de los objetos ideales de las matemáticas o de los nuevos metaniveles del lenguaje; todo es pura filfa. Del libro de Marriot llega a decir que es original, pero imposible de escribir, con lo que nos presenta una obra que no sólo no existe, sino que no puede existir y sólo con el propósito de hacer una sátira “cargante” del Nouveau Roman, como dice el propio prologuista del Vacío Perfecto.

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La intensa vida social de Crusoe

El primer libro reseñado es Les Robinsonades, de Marcel Coscat, una descripción de la agotadora vida social de Robinson Crusoe en su isla, no tan desierta como podría parecer a primera vista. Si el Robinson de Crusoe se salvó porque contaba con la compañía de Dios, que le impuso una laboriosidad extenuante y un continuo examen de conciencia, con lo que estuvo muy entretenido hasta que apareció Viernes, el náufrago de Coscat sabe que nunca conseguirá creer en la presencia tutelar del Ser Supremo. Y al final decide crear un orden nuevo y mejor y como si fuera un Creador hace su propio mundo a partir de cero.

Lo primero que hace es crear un fiel servidor, mayordomo, ayuda de cámara y lacayo. Pero a Robinson le empieza a cargar su servilismo y decide contratar a un pinche de cocina y luego a una cocinera joven, pero trípeda para no caer en tentaciones. El problema es que, aunque despida a la servidumbre, ésta retozará por toda la isla porque no hay manera de anularla.

Es el problema de los personajes imaginarios: que no desparecen de la memoria del creador. Y la Isla de la Desolación se puebla de criados, hijos, gatos y otros parientes de la misma manera que la mente de Robinson ya no es capaz de memorizar dónde y cuándo surgieron y por qué los otros, sobre todo ella, son inalcanzables.

Nota biográfica

Lem

Stanislaw Lem nació en 1921 en Lvov, ciudad de Ucrania que hasta 1939 perteneció a Polonia. Estudió medicina y se especializó en psicología. Fue miembro fundador de la Sociedad Polaca de Astronáutica y de la Asociación Cibernética Polaca. En la Universidad de Cracovia dio clases de literatura polaca.

Su obra explora temas filosóficos, científicos y literarios, a veces de forma satírica como en Vacío perfecto, y se le ha situado en la ciencia ficción por la utilización de recursos fantásticos como vehículo de sus ideas en varias novelas y por su interés en una eventual comunicación con otras formas de vida y con seres de civilizaciones extraterrestres, asunto que constituye la trama de El invencible, una de sus mejores novelas.

Las maravillosas historias del astronauta Tichy son las más populares y se recogen en Diarios de las Estrellas y en Congreso de Futurología. Con Solaris (1961) le llegará la fama internacional, gracias al premio recibido en el festival de Cannes de 1972 por la adaptación cinematográfica realizada por Andre Tarkovsky. Stanislaw Lem murió en 2006 en Cracovia.

‘Pierre Menard, autor del Quijote’, de J.L. Borges

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La autoría del lector

La discusión entre el propio Borges y Bioy Casares sobre antiguas enciclopedias en Orbis Tertius; la falsa reseña de supuestos libros del imaginado Herbert Quain con motivo de su obituario y la traducción literal del Sepher Yazirat, junto con el Examen de la filosofía de Robert Flood, libros auténticos hallados en la habitación donde fue asesinado el rabino Yarmolinsky, le sirven al autor para diluir las fronteras entre ficción y realidad.

Son artificios, juegos de prestidigitación, que informan toda la obra de Borges y que ya están presentes indicando ese camino en su primer cuento, Pierre Menard, autor del Quijote, relato en el que el absurdo alcanza sus más altas cotas para poner de relieve el concepto que tiene de la literatura, de la influencia, del tiempo y, sobre todo, en este caso, de la “autoría” del lector.

No es que Pierre Menard escriba un nuevo Quijote, sino que se trata del mismo Quijote, con las mismas palabras y frases que utilizó Cervantes en los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte y en un fragmento del capitulo veintidós, pero escritos en el siglo XX y por un escritor contemporáneo. El narrador, del que lo único que sabemos es que se trata de un crítico algo pomposo y asiduo a los salones literarios, pretende explicar la aparición del Quijote de Menard, lo que él mismo califica en un primer momento de “dislate”.

Desde el primer momento aclara que Menard nunca pretendió situar a don Quijote en la época moderna ni hacer de él otro personaje más o menos similar; tampoco pretendió copiar el original, sino producir unas páginas que coincidieran exactamente con el auténtico. Tuvo que superar varios problemas, entre otros su condición de francés de Nimes y escritor del siglo XX. Pensó que debía aprender el español del siglo XVI, “recuperar la fe católica y guerrear contra el turco” para convertirse en Miguel de Cervantes.

Pero no le pareció suficientemente difícil, por lo que decidió seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote a través de sus propias experiencias. Incluso llega a considerar que su tarea es mucho más ardua que la de Cervantes porque el escritor español lo escribió con la colaboración del azar, “llevado por las inercias de la invención y del lenguaje” mientras que él contrajo “el deber de reconstruir literalmente su obra espontánea”.

Y, no obstante, concluye el autor de la reseña, el Quijote de Menard es más sutil, pero también más sofista, porque Cervantes pudo fallar a favor de las armas en su duelo con las letras -no en vano fue militar- pero que lo hiciera Menard, a principios del XX, cuando ya se conocía la obra de Bertrand Russell y todo lo que había pasado en los últimos cuatrocientos años es una hazaña. En ello ven los críticos -sigue diciendo el autor- la influencia de Nietzsche porque defiende algo en lo que no cree.

Aunque ambos textos son literariamente idénticos, el de Menard es más rico por ser más ambiguo. Y es lícito ver en el Quijote de Cervantes rastros del autor francés, de forma que Menard inaugura la posibilidad de que la Odisea fuera posterior a la Eneida o que sea factible atribuir a Joyce la Imitación de Cristo. La literatura es impersonal y ecuménica, ruinas circulares que forman bibliotecas infinitas.

Umberto Eco revela que escribió El nombre de la rosa utilizando el ‘método Menard’, es decir, mediante la inmersión total del autor en la época en la que transcurre la novela. Dice que más que la influencia de la biblioteca y el laberinto recibió de Borges este método de escritura. “Yo sabía que estaba reescribiendo una historia medieval y que esta reescritura, por muy fiel que fuera, a los ojos de un contemporáneo tendría significados distintos” porque el lector italiano vería en el Hermano Dolcino y los fraticelli referencias casi literales a Renato Curzio y sus Brigadas Rojas. El juicio contra Curzio y 45 camaradas se había celebrado en Turín en 1978, dos años antes de la publicación de El nombre de la rosa. Umberto Eco recuerda que la mujer de Dolcino se llamaba Margherita, igual que la del terrorista contemporáneo, lo que no iba a dejar de suscitar comentarios en los lectores, y concluye “El modelo Menard funcionaba”.

Excepto en que Menard decide al final no convertirse en Cervantes, sino escribir el Quijote de Cervantes, o al menos algunos capítulos, letra por letra. Para cumplir con el ‘método Menard’, Umberto Eco debería haber escrito línea por línea algún fragmento de La Divina Comedia, publicarlos en el siglo XX y conseguir que su obra fuera más sutil o más ambigua o más nitzscheana. El ‘método Menard’ funciona no en el escritor, sino en el lector o, mejor, en los múltiples lectores que a lo largo del tiempo han creado su propio hidalgo de La Mancha o, en el caso de Dante, su Virgilio o su Beatrice.

Borges

Claro está que se trata de un cuento irónico que funciona como una hipérbole, arrastrando el concepto hasta el absurdo, tarea muy del gusto de Borges, que pretende señalar que cualquier texto puede ser transformado por la lectura, interpretado o actualizado porque depende del lector y también de su época. El Quijote original desapareció con el lector Cervantes, pero quedaron los cientos de millones de ingeniosos hidalgos leídos por otros tantos cientos de millones de lectores. Cada lector puede modificar el texto para dotarlo de otra significación, lo que entraña indefectiblemente una reescritura.

Dicen que este cuento modificó para siempre la concepción de la lectura y del lector. La irrupción de Menard nos ha cambiado y nos ha hecho más conscientes, a los lectores, de nuestra capacidad creativa. Lo afirma Alberto Manguel y seguro que tiene razón. También recuerda que los hechos que engendraron a Menard son conocidos: en la navidad de 1938, Borges se hirió con el borde de una ventana y la herida se infectó; durante semanas los médicos temieron por su vida. Una vez recuperado Borges quiso averiguar si sus facultades intelectuales seguían intactas y se propuso hacer algo que nunca había hecho antes: escribir un cuento.

Narradores ficticios en Robinson Crusoe y en El Quijote

Robinson

En el mundo de la ficción todo gira en torno a la verdad. A veces el escritor intenta expresamente llevarnos al convencimiento de que lo que cuenta es cierto, como Robinson Crusoe con su falsa autobiografía, y en otras ocasiones se burla, como hace el narrador de Don Quijote, al insistir en que su historia es “verídica” y “verdadera”. En ambos casos, nosotros los lectores hacemos “como si” nos lo creyéramos y estimamos los artificios narrativos, si son buenos, que utilizan los creadores para conquistar nuestra buena fe.

Coetzee juega con la verdad en ‘Foe’: parece enseñarnos sus tretas y revelar su concepción de la creación literaria, ingresando de lleno en lo que se ha venido a llamar ‘metaliteratura’, horrible término aunque el prefijo goce de amplio prestigio desde Aristóteles. Nos cuenta los mecanismos, nos dice que Cruso ni escribió diario alguno ni contó su historia real a nadie, que Viernes carecía de lengua y que Susan Barton era una especie de fantasma a la que Foe hizo muy poco caso. Pero con todo esto ya ha conseguido contarnos una historia.

Y precisamente en un ensayo sobre el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, Coetzee menciona el juego que se trae el propio autor para hacernos creer en la ‘veracidad’ del relato. En la tercera entrega de las aventuras de su náufrago, Defoe se ve en la circunstancia de tener que defenderse de las acusaciones que le atribuyen haberse inventado su vida, de que no existe como personaje real y que todo es una invención, una novela.

Yo, Robinson Crusoe -escribe en el prefacio- afirmo que la historia, aunque alegórica, también es histórica, que hay un hombre vivo y bien conocido, cuyas peripecias son el objeto al que alude más directamente la mayor parte de la historia y en ello empeño mi buen nombre”. Y con una bravuconada propia de Cervantes, al que Defoe admiraba profundamente, firma con su nombre: Robinson Crusoe.

En la segunda parte de ‘Don Quijote de la Mancha’, cuando ya había salido de la imprenta el apócrifo de Avellaneda, Cervantes hace morir a su hidalgo, de acuerdo a lo que dice el narrador de la historia, Cide Hamete, quien asegura, en los últimos párrafos de la novela, que de “mi pluma sola nació don Quijote y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para el uno, a despecho y pesar del escritor fingido”, al que pide que deje descansar a su héroe en su sepultura ahora que ya ha muerto.

La autoría de Don Quijote, la multiplicidad de narradores ficticios y la mención de Cervantes en la propia novela son mecanismos ‘metaliterarios’, es decir, que incluyen una ficción dentro de otra ficción, y actúan como predecesores de obras características del postmodernismo del siglo XX y del actual, en las que prolifera la reflexión sobre la literatura dentro del mismo texto.

En la portada de la edición de 1605 de ‘El Quijote’ se dice que el libro fue “compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra”. Sería así el ‘componedor’, el que recoge las partes y las ensambla, y no necesariamente el escritor, como si dejara la responsabilidad a otros. Ya entrados en materia, el narrador asegura haber tomado la historia, en parte, de ciertos documentos, y más adelante concreta que proviene de un manuscrito arábigo. Utiliza el conocido y tradicional artificio del ‘manuscrito hallado’ aunque con la variante de que el narrador no lo transcribe, sino que lo cuenta, lo que complica la cuestión, a la que se añade la existencia, igualmente ficticia, de otro narrador que tiene nombre propio dentro de la novela, Cide Hamete Benengeli.

Además del juego de la autoría, como cuando en el prólogo se reconoce solamente como padrastro de un “hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno”, Cervantes practica la confusión o la sorpresa a lo largo de su novela al unir el mundo del hidalgo Alonso Quijano con el del lector. El cura y el barbero revisan la biblioteca de don Quijote y uno de los libros resulta ser la ‘Galatea’, momento en que el cura revela que es “grande amigo suyo ese Cervantes”. En otro capítulo, el cautivo en la venta nos da noticia de “un soldado español, llamado tal de Saavedra”. Ambos testigos declaran conocer a uno que era escritor y soldado pero no lo relacionan con el texto que los contiene.

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Borges, en su ensayo ‘Magias parciales del Quijote’, pone de relieve el mecanismo del manuscrito hallado por casualidad: la novela entera ha sido traducida del árabe y Cervantes adquirió el manuscrito en el mercado de Toledo, lo hizo traducir por un morisco, a quien alojó más de un mes y medio en su casa, mientras concluyó la tarea. El escritor argentino recuerda a Thomas Carlyle, que fingió que el ‘Sartor Resartus’ era una versión parcial de una obra publicada por el doctor Diógenes Teufelsdroeckh y también Shakespeare, que incluye en el escenario de Hamlet otro escenario en el que el príncipe de Dinamarca hace de espectador.

La mención del propio autor como personaje en la obra, la ficción dentro de la ficción y los diálogos entre el narrador y sus imaginarios lectores, como sucede en ‘Tristan Shandy’, han ocupado a muchos creadores y en muchas ocasiones. A veces, como Cervantes y Defoe, cuando salen en defensa de sus personajes para que quede constancia de su ‘existencia’ o para que ningún otro venga a quedárselos. Otras veces como un juego intelectual que se ha hecho presente en casi toda la literatura posterior, en la que los autores juegan a imaginarse dentro de la novela, a utilizar personajes ficticios, profundizar en su personalidad y circunstancias, cambiarlos a su gusto, enriquecerlos de mil maneras distintas y así proponernos un juego a los lectores que voluntariamente aceptamos y del que en muchas ocasiones salimos muy satisfechos.

Ocurre con Coetzee, no sólo en ‘Foe’, sino también en ‘El maestro de Petersburgo’ o en ‘Elizabeth Costello’, con Michel Tournier, con Jean Rhys y con Christa Wolf, pero sobre todo y en toda la amplitud del propio concepto de ‘metaficción’ con Jorge Luis Borges, que al concebir el mundo como una biblioteca, imaginaria o real, que se reproduce en textos infinitos relacionados entre sí; un mundo en el que sólo tiene existencia ontológica el lenguaje escrito, los arquetipos literarios, y en definitiva, lo que pueda ser llevado y traído por la palabra.

La historia de Cruso contada por Susan Barton, en ‘Foe’, de J.M. Coetzee

Foe

La isla a la que fue arrojada Susan Barton era una gran mole rocosa que se elevaba bruscamente sobre el mar, salpicada de arbustos grisáceos que nunca florecían ni daban hojas; los bancos de algas parduscas que varaban en la playa despedían un olor nauseabundo y las hormigas correteaban por toda la isla, habitada por monos, gaviotas, alcatraces y cormoranes. Pero lo peor era el viento, incesante y enloquecedor durante las veinticuatro horas del día.

La narradora de esta historia de náufragos y náufraga ella misma, Susan Barton, viajaba de Bahía a Europa, pero la tripulación de barco se amotinó, la abandonó a la deriva y a la vista de la isla habitada por Viernes y por Cruso. Cuando éste la miró por primera vez, lo hizo como si fuera un pez arrojado por las olas y no como a una infortunada criatura de su misma especie.

El paso de los años y el aislamiento han pasado factura a Cruso. Ante la insistencia de Susan por saber cómo llegó a la isla, un día le cuenta que su padre había sido un rico comerciante y que él había abandonado la casa paterna para correr aventuras y, al día siguiente, le asegura que había tenido una niñez de orfandad y pobreza y acabó enrolándose como grumete. Decía también que llevaba quince años viviendo en su isla y que cuando el barco naufragó él y Viernes fueron los dos únicos supervivientes.

El haber envejecido sin hablar con nadie (Viernes es mudo en esta versión) y sin que nadie le lleve la contraria, estrechó de tal modo sus horizontes que “había llegado a la convicción de que ya sabía del mundo todo cuanto había que saber”. Si en la novela de Defoe, Robinson nos agobia con sus iniciativas y emprendimientos (se hace cazador, recolector, alfarero, agricultor, cabrero, cocinero, sastre… ) este náufrago de Coetzee es un ser apático, aunque no indolente: se había impuesto una tarea diaria, tan inútil como agotadora, que consistía en desbrozar el terreno, limpiarlo y apilar piedras para construir terrazas que se dedicarían a la agricultura cuando en el futuro llegara a la isla un barco con semillas.

Por lo demás, ni pensaba en construir un barco ni escribía un diario. Tampoco le importaba la vida pasada de Susan. Ninguna curiosidad le asaltaba y nada tenían de qué hablar. Así pasó un año hasta que fueron rescatados. En la travesía muere Cruso y ella llega a Inglaterra con Viernes.

Ficción dentro de otra ficción

Es aquí donde comienza la segunda parte de la novela de Coetzee y se convierte en una reflexión acerca del proceso mismo de creación literaria. En Inglaterra, Susan se pone en contacto con Foe, un famoso escritor de la época, al que intenta hacerle llegar sus cartas en las que relata lo que ocurrió durante el año que permaneció en la isla con los otros dos náufragos, Robinson y Viernes. Como ocurre con los seis personajes de Pirandello que buscan un autor para que revele que están “tan vivos como para tocarlos, como para oírlos respirar”, Susan Barton pretende que Foe narre su historia, dotándola de un interés literario que ella no sabe darle, pero también para que le devuelva su entidad y deje de ser un fantasma que es en lo que se ha convertido, al igual que Viernes, al abandonar la isla.

El material que entrega a Foe no es nada apasionante y ella misma reconoce que la vida en la isla fue en realidad muy aburrida: “No había peligros ni fieras depredadoras, ni siquiera serpientes; la comida era abundante, el sol benigno. Nunca desembarcaron piratas ni filibusteros ni caníbales en la isla”. Pero al mismo tiempo pide a Foe que no mienta, que cuente la verdad, que no hubo caníbales ni nada ocurrió fuera de lo normal.

Sin duda, se dice Susan, Cruso debía sentir a su modo un tedio profundo y, al igual que Viernes, tenía muy pocos deseos de escapar y empezar una nueva vida. “Y sin deseos ¿cómo es posible construir un relato?”, se pregunta. Cuando al final Foe y Susan Barton se encuentran, el escritor le reconoce que su isla no da para un historia porque “carece de contrastes de luz y de sombra y todo se repite monótonamente, una y otra vez; es como una barra de pan”.

En sus cartas, ella le dice a Foe: “Cuando me paro a pensar en mi historia se me antoja que mi papel es el de aquel que llega, levanta acta de testigo y todo lo que desea es volver a irse cuando antes: un ser sin entidad propia, un fantasma al lado de un Cruso de carne y hueso ¿Es ese, acaso, el destino de todo narrador? Y, sin embargo, yo, al igual que Cruso, también tenía un cuerpo”. Y le pide al narrador, a Foe, que le facilite recobrar el ser que ha perdido. Pues “aunque mi historia cuente la verdad, no da testimonio de la verdad esencial” y son necesarias palabras precisas para aprehender la visión antes de que se desvanezca con el tiempo.

El Robinson Crusoe de Defoedefoe lapida

El auténtico Defoe, como todos sabemos, dejará a Susan fuera del libro e introducirá a los caníbales que nunca visitaron la isla o al menos nunca fueron vistos por ella, convertida con Coetzee en la mediadora entre Robinson y Foe, la musa que visita al autor y que lo cabalga, como dice ella misma en uno de los capítulos finales de la novela, representando en cierto modo la personificación del proceso creativo.

Robinson Crusoe es una historia con muchos momentos aburridos, sobre todo en los primeros capítulos, en los que incluso se transcribe el insulso diario del náufrago: el 30 de abril, “me quedé sin pan”; el 1 de mayo “descubrí un pequeño barril en la playa”; el 3 de mayo “comencé a cortar un travesaño” y así párrafo tras párrafo de noticias intrascendentes. Junto a esta sucesión de hechos triviales hay oraciones de agradecimiento -repetidas una y otra vez- a la Providencia que le ha dispensado esta isla y no otra.

Lo cierto es que al Robinson de Defoe no le falta de nada en su isla, que más bien parece un reino: ha rescatado todo lo que ha podido y más del barco en el que naufragó y luego encalló en la playa y en su nueva morada no carece ni de espacio ni agua ni alimentos; el clima es espectacularmente benigno y no hay depredadores ni indígenas.

Soledad y ausencia de problemas conforman una monotonía insufrible por lo que, hacia la mitad del libro, cuando ya lleva veintitantos años en soledad, Defoe decide que Robinson reciba la visita de los caníbales y salve a Viernes, con el que convivirá los últimos años de estancia en la isla. Defoe convierte de repente el diario de un solitario náufrago en una novela de aventuras, con indígenas que hacen del canibalismo un ritual guerrero, crueles piratas y marineros amotinados, que son vencidos gracias a la inteligencia y la valentía de Crusoe; al final los dos náufragos son rescatados y trasladados a Europa, donde aún les queda tiempo para enfrentarse (en los Pirineos) a un colosal oso y a una manada de lobos.

El tercer personaje de la novela de Coetzee, Viernes, tampoco tiene que mucho que ver con el original. Mientras que el de Defoe es un servidor bien dispuesto, agradecido y con ganas de aprender, el de Coetzee es un personaje primitivo y silencioso, del que sólo sabemos gracias al relato de Susan, que le ve como un loco que bailotea vestido con togas y pelucas mientras toca la flauta. Pero es también un personaje crucial, creado para dar testimonio, pese a su mudez, de la auténtica esencia de la isla y del naufragio, de lo que no puede relatarse con palabras.

Daniel Defoe, el autor

Por último, el cuarto personaje de Coetzee es el propio Foe, que añadió el aristocrático ‘De’ a su apellido y se convirtió en Daniel Defoe y que, a los 58 años, comenzó a escribir la historia del náufrago que le hizo célebre. Hasta entonces había sido mercader, fabricante, asegurador de barcos, soldado, fugitivo de la justicia por malversación y deudas, periodista, propagandista de la Revolución Gloriosa de Guillermo de Orange, antipapista furibundo y también espía.

Disidente y puritano por educación y afectos, predicador de virtud en materia sexual, sentía debilidad por mujeres de escasa virtud y por los pícaros, de manera que llegó a publicar una serie de artículos sobre la vida de criminales notorios, e incluso entrevistó a Jack Shepherd, un ladrón que fue condenado a la horca y cuyas andanzas fueron llevadas a la obra teatral ‘La ópera del mendigo’, que se representó durante más de cien años.

Daniel Defoe -dice Coetzee en un artículo sobre ‘Robinson Crusoe’– es un “suplantador, un ventrílocuo, incluso un falsificador” y su novela es una imitación, una “falsa autobiografía muy influida por los géneros de la confesión en el lecho de muerte”, en la que pretende describir a un héroe aventurero que “encaje en el modelo bíblico de desobediencia, castigo, arrepentimiento y liberación”, pero sin conseguirlo del todo.

Pero en la novela de Coetzee, Daniel Foe es otro personaje más. Vive escondiéndose de los alguaciles que quieren apresarlo por deudas; recibe a Susan y a Viernes en un cuchitril y, aunque asegura que son seres de carne y hueso, nos parece a los lectores que son producto de su imaginación, como la hija de Susan y su niñera. Son todos fantasmas en busca de sentido, situación de la que ni siquiera Foe se salva, que es lo que el autor pretende hacernos entender al recordarnos continuamente que estamos ante una obra de ficción que se remite a otra obra de ficción.

Esta búsqueda de sentido parece encontrar una respuesta en el último capítulo, que muestra un total cambio de registro y cuyo narrador, quizá el propio autor, nos hace dudar incluso de la existencia de sus personajes, que yacen en el fondo del mar, para dar el protagonismo a la isla y al naufragio.

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– La isla de Redonda, el Reino de Javier Marías

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El islote de Redonda figura en los mapas auténticos del Caribe, entre Antigua y Montserrat, en las Antillas, pero su importancia radica en lo que tiene de isla fantasmagórica y literaria y no en sus características físicas, poco sobresalientes.

Su territorio apenas llega a los tres kilómetros cuadrados, carece de palmeras e incluso de playas. Es un peñasco habitado por lagartos y tal vez por alguna cabra, al que sólo llegan fácilmente los alcatraces; precisamente sus deposiciones constituyeron el único valor económico que se le pudo extraer.

Descubierto en su segundo viaje a América, en noviembre de 1493, Cristóbal Colón ni siquiera se dignó a desembarcar en él. Le puso un nombre -Nuestra Señora de la Redonda- y se marchó, dejándola a merced de piratas, corsarios y contrabandistas que encontraron en la isla un refugio temporal gracias a la dificultad que entrañaba llegar a ella y desembarcar. También es un lugar de mala reputación, en el que viven monstruos, suceden hechos que carecen de explicación natural y donde se ha perdido el rastro de más de un marinero.

En 1865, Matthew Dowdy Shiell, predicador metodista, comerciante y banquero residente en la isla vecina de Montserrat, adquirió el islote y solicitó a la reina Victoria el título de Reino para cedérselo a su hijo, primero y único en una sucesión de una decena de hijas. La Reina se lo concedió con la única condición de que nunca supusiera un peligro para los intereses británicos.

Matthew Phipps Shiel fue coronado como Felipe I, Rey de Redonda, al cumplir los quince años, en una ceremonia naval presidida por el obispo de Antigua. De temperamento excéntrico, era también un grafómano impenitente, y algunas de sus obras, de carácter fantástico, han perdurado hasta hoy, como ‘La nieve púrpura’, publicada precisamente por la editorial del Reino de Redonda.

Shiel, que perdió la segunda ‘ele’ del apellido paterno, tuvo la brillante idea de crear una aristocracia basada en el ingenio y en el talento y comenzó a repartiendo ducados de Redonda. Los primeros agraciados fueron H. G. Wells, Dylan Thomas, Henry Miller, Lawrence Durrell y Dorothy Sayers. En estas concesiones tuvo mucho que ver un joven bohemio y poeta llamado Terence Ian Fytton Armstrong, más conocido por John Gawsworth, el seudónimo con el que firmaba sus obras. Tras un largo reinado, de 1865 a 1947, Felipe I abdicó en su amigo, que tomó el nombre de Juan I.

Sus problemas económicos y su afición a las barras de bar, fueron los causantes de que Juan I acabara comerciando vulgarmente con los títulos nobiliarios de Redonda, que vendía de acuerdo con las necesidades del momento; incluso llegó a publicar un anuncio en el Times en el que ponía a la venta el Reino de Redonda por mil guineas. Como consecuencia de esta venta alocada de cédulas nobiliarias, su sucesor en el trono de Redonda, el editor y escritor Wynne-Tyson, se vio obligado a afrontar diversos litigios y cuando ya iba a tirar la toalla, se encontró de bruces con la solución a sus problemas y a los de Redonda: un escritor español, Javier Marías.

Javier Marías

Tras haber sucedido a John Gawsworth con el nombre de Juan II y habiendo reinado desde 1970, Wynne-Tyson cedió su trono y los derechos de los anteriores regentes del Reino en 1997 a Javier Marías, empujado por su desesperación ante los litigantes que habían adquirido sus presuntos títulos nobiliarios en la barra de un bar. Además, Javier Marías había mostrado un gran interés por el poeta maldito que había ocupado el trono y eso contribuyó a que Wynne-Tyson decidiera desembarazarse de todo y legárselo al escritor español, que sólo le pidió que retrasara un año la notificación pública de su nombramiento. En ese tiempo redactó ‘Negra espalda del tiempo’, donde cuenta su experiencia en Oxford mientras escribía ‘Todas las almas’, novela en la que aparece como personaje el propio Gawsworth.

La figura del poeta bohemio, promesa literaria en los años treinta y monarca de Redonda que nunca visitó su reino, aunque “lo vendió varias veces”, atrajo a Javier Marías de forma irresistible. La promesa literaria dejó de escribir en 1954 y murió quince años después en el olvido, después de pasear su mendicidad por Oxford y habiéndose dedicado al “coleccionismo malsano de libros” y de otros objetos que pertenecieron a personajes ilustres, como “un bonete de Dickens, una pluma de Thackeray, un anillo de lady Hamilton y las cenizas del propio Shiel”.

Javier Marías se hace cargo del Reino de Redonda. No podía negarse, entre otras razones porque hubiera sido como renegar de Kipling y de ‘El hombre que pudo reinar’, que tanto le recordaba a Gawsworth, tal como cuenta en ‘Todas las almas’. Tres años después de que partieran hacia su Reino, Kipling le abre la puerta del periódico a un Carnehan que al principio no pudo reconocer: “Caminaba encorvado hasta el suelo, tenía la cabeza hundida entre los hombros y movía los pies como un oso. Aquel harapiento gimoteó que había regresado: he vuelto y fui rey de Kafiristán, yo y Dravot ¡eramos reyes coronados! Soy Peachey Taliaferro Carnehan”.

Pese a su republicanismo, Javier Marías se ha hecho monarca absoluto del Reino de Redonda, pero porque, como él mismo defiende, “el Reino se hereda por ironía y por letra, nunca por solemnidad o sangre”. A raíz de su nombramiento y con el propósito de no convertirse en “súbdito único”, refrendó anteriores nombramientos que se ajustaban a derecho y no a barra de bar y amplió escandalosamente la lista de artistas e intelectuales que forman la corte de Redonda, como Pedro Almodóvar, Ray Bradbury, Cabrera Infante, Coetzee, Citati y Umberto Eco, entre otros muchos.

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Algunos cortesanos colaboraron en hacer del islote un reino ideal: tiene una bandera diseñada por Javier Mariscal, vizconde de Ney; una moneda propia, creada por Alessandro Mendini, vizconde de Alquimia y diseñador de Swatch; el plano de un palacio de Frank Gehry, duque del Nervión; un lema que dice Ride si sapis (ríe si sabes) y un pasaporte internacional, no válido, por supuesto.

Pero lo más importante fue la creación, a principios de este siglo, de un sello propio de literatura que lleva el nombre de Reino de Redonda y que que, a estas alturas, lleva publicados una treintena de títulos muy bien elegidos y tratados, tanto en la traducción como en la edición.

El libro que inauguró la serie fue precisamente ‘La mujer de Huguenin’, cuyo autor es el primer rey de Redonda, M.P. Shiel. Al aceptar el título de Rey, Javier Marías también se comprometió a “mantener viva la memoria del Reino, de los anteriores reyes y de la leyenda”, así como recibir en herencia los derechos de las obras de Shiel y de Gawsworth y ejercer como su albacea literario.

Cumpliendo esta obligación pero también por gusto, el sello de Redonda se inauguró con la obra de Shiel, cuya novela más famosa es ‘La nube púrpura’, reeditada posteriormente por la misma editorial. El segundo volumen de Redonda, aunque contiene relatos para adultos de Richmal Crompton, escritora venerada por Javier Marías y por muchísimos otros, está dedicado a Jon Wynne-Tyson, Juan II, “que conservó y guardó el otro reino” con desgana hasta que, ya sexagenario, consiguió pasar el testigo al actual monarca.

En el prólogo a la primera publicación, ‘La mujer de Huguenin’, Javier Marías señala que no se trata del nacimiento de una nueva editorial, “sino más bien, tan sólo, del de la letra impresa que emite y emitirá este Reino, sin plazos fijos ni periodicidad preestablecida, y sin considerar si los textos que ofrezca podrán o no tener lectores. No se me escapa la suerte que suele aguardar a todo documento o legajo republicano o regio: permanecer guardado, casi nunca leído, jamás expuesto. No aspirarán a más los de este Reino. Redonda lleva demasiado tiempo siendo sólo aire, humo y polvo para querer buscarle otro destino”.

Afortunadamente, la letra impresa ha sido expuesta y es excepcional. He comentado ya una de las obras publicadas, la de Thomas Browne sobre ‘Las urnas funerarias’, y me quedan muchas otras valiosísimas, como las dos de Sir Steven Runciman que llevan los títulos de ‘La Caída de Constantinopla’ y ‘Las vísperas sicilianas’ -de eminente contenido histórico y de gran calidad literaria- y los dos de Rebeca West, ‘El significado de la traición’ y ‘Un reguero de pólvora’, trabajos periodísticos sobre juicios posteriores a la Segunda Guerra Mundial en Reino Unido y el muy famoso de Nuremberg.

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En 2001 el Reino de Redonda creó sus premios, destinados a autores literarios y cinematográficos extranjeros. El primero recayó en John Maxwell Coetzee, que también recibió el título de Duke of Disgrace, en referencia a su novela ‘Desgracia’, y que en español se traduciría por Duque de Deshonra, que contiene connotaciones ajenas a ‘disgrace’ pero que a Coetzee le pareció un nombre “apropiadamente quijotesco”, según cuenta el propio Javier Marías. Comenté hace tiempo lo mucho que me había gustado una de sus novelas, ‘Esperando a los bárbaros’ . Ha llegado el momento de recordar otra fascinante, que da comienzo en una isla, tan inhóspita o más que la de Redonda, pero igual de sugerente. En el próximo capítulo.

Nota: Todas las frases entrecomilladas (excepto el comienzo del cuento de Kipling) pertenecen a Javier Marías y están entresacadas de prólogos, presentaciones y de ‘Negra espalda del tiempo’.

 

«La Ciudad del Sol» de Campanella: todo en común y regido por los astros

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Transcurrió casi un siglo desde la publicación de la Isla de Utopía de Tomás Moro a la de Campanella, La Ciudad del Sol, cuya primera versión data de 1602, habitada también por una comunidad socialista en la que se suprime en mayor o menor medida la propiedad privada. Respecto al trabajo, en el que no aprecia ningún valor o mérito pero sí reconoce su necesidad para la supervivencia, reduce aún más la jornada laboral y donde Moro ponía seis horas, el autor italiano contempla cuatro.

Tomasso Campanella defiende su República como un “hallazgo de la filosofía y de la razón humana” y recurre al argumento de autoridad para demostrar que “todos los males proceden de las riquezas y la pobreza”. Platón y Salomón así lo consideran y el mismo san Agustín postula que la propiedad rompe las fuerzas de la caridad y la posesión de bienes vuelve al hombre mezquino.

Dios no otorgó cosa alguna en propiedad y todo lo dejó en común a los hombres”, según afirman los Santos Padres al comentar el Génesis y recuerda que San Clemente prueba, valiéndose de la Escritura, que todas las cosas son comunes pero que por usurpación algunos se las han apropiado; la comunidad de bienes era de derecho natural y sólo por injusticia pudo establecerse la propiedad privada.

Eugenesia y astrología

Comienza Tomasso Campanella su relato con la llegada a Taprobana -isla que ya conocemos y que hemos identificado con Ceilán- donde se halla la Ciudad del Sol, “dividida en siete grandes círculos, cada uno de los cuales lleva el nombre de uno de los siete planetas. Su disposición hace que sea inconquistable. El jefe supremo es un sacerdote al que llamaríamos Metafísico, que se halla al frente de todas las cosas temporales y espirituales y, en todos los asuntos y causas, su decisión es inapelable”. Llama la atención el uso repetido del número siete, que es el número místico por excelencia y de la perfección divina y de sus designios. Campanella, astrólogo, estudioso de la Cábala y defensor de la filosofía natural no resulta ajeno al simbolismo de las cifras.

Taprobane.-Antica-Mappa

Esta Ciudad del Sol, cuyas instituciones están influenciadas por la Utopía de Moro y la República de Platón, según el propio autor, posee una serie de elementos eugenésicos, apocalípticos y astrológicos, que marcan la diferencia respecto a esas obras anteriores.

De los elementos eugenésicos, llama la atención la defensa de los emparejamientos apropiados para mejorar la descendencia, así como que, durante el embarazo, las mujeres de la isla han de contemplar imágenes de hombres “preclaros” y “héroes” para que se les conceda una “perfecta prole”. Las ideas acerca del sexo y de las relaciones entre hombres y mujeres son un poco peregrinas, como que la unión carnal debe realizarse “cada dos noches” y “nunca antes de haber hecho la digestión de la comida y elevado preces al Señor” y que para “satisfacer racional y provechosamente el instinto, las mujeres robustas y bellas se unen a hombres fuertes y apasionados; las gruesas, a los delgados y las delgadas, a los gruesos”.

Como la procreación es un asunto religioso, enfocado al bien de la República y no al de los particulares, “si alguna mujer no es fecundada por el varón que le ha sido asignado, es apareada con otros y si, finalmente, resulta estéril, se conviene en común para todos”. Insiste en varias ocasiones que aquí no se trata de sexo, sino de procreación, por lo que para este fin todo está permitido, todo está a favor de la naturaleza y no hay pecado ni herejía.

En esa lógica, el peor acto, porque niega la reproducción, sería la sodomía. El castigo que merecen “los sorprendidos en flagrante acto” antinatural consiste en “llevar durante dos días los zapatos atados al cuello, en señal de que han invertido el orden natural de las cosas” y han puesto un pie en la cabeza. Ahora bien, si el sodomita reincide, “el castigo irá aumentando y puede llegar hasta la pena de muerte”. También será condenada a la pena máxima “la mujer que emplease afeites para ser más bella, usase tacones altos para parecer más altos o vestidos largos para ocultar unas piernas mal formadas”.

En la Ciudad del Sol no existe la gota, ni catarros, cólico, inflamaciones o flatulencias “pues tales enfermedades proceden de la intemperancia y de la inactividad y todos pueden evitarse con la sobriedad y el ejercicio”. Tampoco puede arraigar entre sus habitantes la sífilis porque lavan sus cuerpos con vino y se ungen con aceites aromáticos; la tisis es raras y tampoco sufren el asma que “es causada por la gordura”.

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La sociedad que describe Campanella está organizada en una teocracia igualitaria gobernada por sacerdotes y practica la autocrítica en todos los niveles. “Mediante la confesión en voz baja, la ciudad entera declara sus culpas a los magistrados” y luego éstos confiesan “sus propias faltas a los tres príncipes supremos, y también las ajenas”, y finalmente, los triunviros confiesan sus propios pecados y los ajenos a Hoh (el Metafísico), que a su vez confiesa desde lo alto del altar y ante Dios “todos los pecados de la Ciudad”.

Pero lo verdaderamente diferente de la utopía de Tomasso Campanella es su defensa de la astrología. Gracias a su habilidad haciendo horóscopos, el papa Urbano VIII medió a su favor y logró que saliera de la cárcel, en 1627, tras lo cual le convirtió en su astrólogo personal. Seis años después huyó a Francia por temor a ser encarcelado de nuevo y allí fue consejero de Richelieu para las cuestiones de Italia y estuvo bajo la protección del monarca Luis XIII hasta su muerte en 1639. Uno de los últimos horóscopos que realizó fue el del futuro rey Luis XIV, el Rey Sol.

Tres años antes de escribir el primer borrador de La ciudad del Sol, había sido condenado a cadena perpetua por organizar un levantamiento con el fin de liberar a Italia del yugo español. Permaneció encarcelado en el Castillo de Nápoles durante veintisiete años y la causa de su huida a Francia tuvo que ver con que una nueva rebelión contra los españoles contó con organizadores afines al monje italiano.

Campanella ya había tenido problemas antes de la rebelión antiespañola, pero se habían circunscrito a cuestiones teológicas en el seno de la propia orden de los dominicos a la que pertenecía. En 1589 marchó a Nápoles, junto con un rabino judío que lo introdujo en el círculo de Giambattista della Porta, un pensador situado entre la ciencia y la magia, que tan pronto buscaba la piedra filosofal como la experimentación con lentes y la invención de la cámara oscura. Su obra De la magia natural, publicada un año antes de la visita de Campanella, le dio fama y también puso a la Inquisición en alerta por su supuesta tendencia a la brujería.

También Campanella estuvo bajo sospecha de demonismo y herejía y fue procesado por orden del Santo Oficio en 1592. Estuvo un tiempo encarcelado en la Torre Nona, en Roma y luego se retiró a la vida apacible en el pequeño convento de Santa Maria de Gesu, donde al parecer planeó la conjura contra los españoles que le llevó a prisión.

En de La Ciudad del Sol dedica un largo capítulo a defender la influencia de los astros en el comportamiento humano y en el conocimiento de las cosas pasadas y por venir. La invención de la imprenta, de la pólvora y de la brújula se produjo “mientras tenían lugar grandes conjunciones en el triángulo de Cáncer y en el momento en que el ábside de Mercurio adelantaba a Escorpio, bajo la influencia de la Luna y de Marte”. Respecto al futuro, surgirán señales en el Sol, en la Luna y en las estrellas cuando llegue el fin del mundo y, gracias al estudio de los astros, en Taprobana nadie se verá sorprendido por el Apocalipsis.

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Las estrellas -dice- son únicamente signos de las cosas sobrenaturales y causas universales de las naturales” y el Sumo Pontífice permite la aplicación de la astrología en la medicina, la agricultura y la náutica; lo que prohíbe no son las conjeturas, sino el pronóstico a base de conjeturas.

Magia y ciencia fueron durante mucho tiempo indistinguibles. Campanella distingue tres tipos de magia: la divina, que Dios concede a los profetas y a los santos; la demoníaca y la magia natural, en la que se engloban todas las ciencias y las artes y que consiste en el conocimiento de las cosas para producir efectos “maravillosos e insólitos”.

La La acción mágica más grande del hombre consiste en dar leyes a los hombres”, dice Campanella y, siguiendo esta premisa, propone a los reyes de España y de Francia, reformas que logren la paz y el buen orden en el mundo y redacta una Ciudad del Sol que pretende igualitaria, justa y feliz.

– La Utopía de Tomás Moro, el paraíso de un antisistema

«Voy a decirte lo que siento. Creo que donde hay propiedad privada y donde todo se mide por el dinero, difícilmente se logrará que la cosa pública se administre con justicia y se viva con prosperidad»

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Fue Tomás Moro quien acuñó el neologismo utopía‘, que puede traducirse como el ‘no lugar’ o el ‘buen lugar’ (eu). Si unimos los dos significados tenemos ‘el lugar estupendo que no existe’ y al que podemos atribuir características que hagan de él una república ideal. En Nova Insula Utopia, Moro describió un Estado de ficción, que era bueno y que no existía, localizado en una isla rodeada de montañas y cuya entrada sólo conocían los naturales del lugar.

Lo más llamativo de esta obra es su aparición en 1516, un año antes de que Lutero diera a conocer sus ‘Noventa y cinco tesis’ en Wittemberg, cuando el poder espiritual y temporal de la Iglesia Católica estaba en su apogeo y sólo había siervos, súbditos o vasallos, ya fueran del Rey, del Papa o de los grandes señores feudales, de los arzobispados, las abadías o los conventos.

Frente al clericalismo rampante, Tomás Moro defiende un Estado guiado por el derecho natural y, frente a los privilegios de la clase alta, preconiza la igualdad de todos los ciudadanos. Predica la libertad de pensamiento y la tolerancia religiosa frente a la imposición de una religión única, aunque excluye totalmente a los ateos, que son apartados de las funciones públicas porque en Utopía, lo único que se tiene por ilícito es afirmar que las almas mueren con los cuerpos o que el mundo viene gobernado por el azar sin intervención alguna de la providencia divina.

Existen jerarquías en la familia, por sexo y por edad, y también castigos y esclavitud. Son aún conceptos medievales que perdurarán varios siglos y por lo tanto son disculpables, sobre todo porque derivan en algo desconcertante por su modernidad. Así vemos que los esclavos son aquellos delincuentes incorregibles, cuya labor es realizar tareas serviles y crueles, como “degollar, cortar y desollar a los animales”, por considerar que estas prácticas “inducen a los hombres a la fiereza, a la crueldad y a la inhumanidad”. Por la misma razón, la caza está absolutamente prohibida y se reserva a los esclavos, por ser un “menester propio de carniceros”.

También se ha establecido la eutanasia en este Estado ideal porque, cuando la vida se convierte en un tormento lo mejor es alejarse de tan miserable estado, ya sea quitándose la vida o pidiendo que se la quiten a uno. Ni los sacerdotes ni los magistrados lo impedirán, una vez informados.

Pero sobre todo, la denuncia que recorre todo este librito va contra los poderosos, los que se hacen llamar nobles, los que viven en el lujo a costa de la miseria de la mayoría. Frente a ese estado de cosas tan lamentable se alza un valor por encima de todo lo demás: la igualdad.

Primero nos cuenta Moro que, en Utopía, las cargas del trabajo se reparten equitativamente, ya que nadie podrá pasar más de dos años llevando la dura vida del labrador; cumplido el plazo, pasa a desempeñar un oficio en la ciudad y otro trabajador vendrá a sustituirlo, a no ser “que se complazca en la agricultura”. Los instrumentos de labranza son comunales y en la ciudad tampoco las gentes poseen nada en particular: todo es de todos. No hay ningún pobre, porque nadie posee nada en particular, siendo todos ricos en común.

Y, atención: todos los hombres y las mujeres deben tener una actividad laboral, que les ocupará seis horas cada día, tres por la mañana y tres por la tarde. Y que nadie se llame a engaño, dice tajantemente Moro, porque “con ese tiempo, no solamente basta sino que sobra para obtener en abundancia las cosas necesarias para la vida y aún las superfluas”. Y para demostrarlo, nos recuerda que en las naciones europeas las mujeres no trabajan, tampoco sacerdotes y monjes, a los que se unen los ricos y los herederos, que nada producen; los espadachines y los truhanes y también los mendigos, todos improductivos. Y, entre los que trabajan, hay muchos que se ocupan en cosas innecesarias, que sólo sirven “al antojo y al exceso”.

La edición española de 1638, reeditada en los años sesenta del pasado siglo, cuenta con un prólogo de Francisco de Quevedo y Villegas. Comienza diciendo de Moro que su ingenio era admirable, su vida ejemplar y su muerte gloriosa y del libro señala que “es corto, más para atenderle como merece ninguna vida será larga”. Quevedo lanza su dardo contra el enemigo de España y dice que Moro escribió su Utopía contra “la tiranía de Inglaterra” y que por eso la hizo isla.

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Pero no es del todo cierta esta hipótesis. No va contra la tiranía de Inglaterra, sino contra la tiranía de los poderosos, de los intocables, de los ricos en todas las naciones conocidas. Los últimos párrafos muestran qué es lo que impulsa a Tomás Moro a describir esta isla ideal. Se pregunta “cómo puede justificarse que un usurero u otro cualquiera que no se ocupa en trabajo alguno y que toda su acción es poco necesaria a la República, pueda adquirir, a base de tal ociosidad, el vivir con esplendor y regalo” mientras que un trabajador tenga que fatigarse día y noche para “granjearse escasamente su alimento” y pasar hambre hasta llegar a una vejez mísera por falta de sustento “¿Cómo puede justificarse la injusticia de una República que desperdicia grandes caudales en los que llama nobles, en los artífices de cosas vanas, en los bufones y en los inventores de deleites superfluos?”

¿Y qué diremos de los ricos que se quedan con el salario de los trabajadores, no solamente con violencia y engaño, sino con el pretexto de las leyes?” Unas leyes inventadas por los poderosos, “adornadas con los colores de la nación” y unos “hombres perversos de codicia insaciable que se reparten entre sí los bienes que debían destinarse a la necesidad de todos”.

La riqueza se levanta como una diosa”, en un mundo de miserables gracias a los cuales los poderosos mandan y triunfan y esa masa de desheredados hacen que resplandezca de manera que los ricos “sigan haciendo alarde de su poder y su ostentación, aumentando más la necesidad y la miseria”.

En el mes de julio del año 2017, más de quinientos años después de la publicación de Utopía, sería justo señalar que la riqueza de unos pocos se levanta más que nunca, que es una diosa, a la que se ofrecen los sufrimientos de los desafortunados, de los débiles y de los desheredados. Si Tomás Moro volviera a publicar su Utopía, le considerarían un ‘comunista’, lo que en opinión de los ‘pensadores correctos’ tan afectos al sistema que en lugar de enseñar, engañan, es un crimen de lesa humanidad.

El kotow, la guerra del opio y la opinión de Napoleón — Historias emergentes

El año de 1816, aquel en el que no hubo verano y en el que nacieron los modernos monstruos -el de Frankenstein de Mary Shelley y el vampiro de Polidori- fue el mismo en el que fracasó la segunda y última embajada pacífica de los británicos a China, incidente del que surgió una nueva […]

a través de El kotow, la guerra del opio y la opinión de Napoleón — Historias emergentes

Espejismos y leyendas: las islas imaginarias

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Durante muchos siglos, el Atlántico fue un océano desconocido y con mala fama. Los viajeros árabes lo llamaban ‘el mar tenebroso’ y preferían dirigir su vista y sus pasos hacia el este. Sin embargo, el mar del oeste tan denostado rebosaba de islas legendarias que atraían a los espíritus aventureros. Ya en los mapas catalanes y genoveses del siglo XIV aparecen las islas de Madeira y las Azores, pero también islas que nunca se identificaron porque sólo existieron en la imaginación de las gentes. Eran islas de fantasía, tan inexistentes como los viajes que llevaban a ellas, sólo pretendían satisfacer el deseo de lo maravilloso de los hombres y mujeres del Medievo.

La isla de Brasil

Algunas eran islas flotantes, como la del Brasil, que aparecía un solo día cada siete años entre la niebla de las costas irlandesas. Los primeros relatos sobre este hecho extraordinario datan del siglo XI y la primera vez que la isla aparece en un mapa lo hace en el de un cartógrafo mallorquín en 1325 y frente a Irlanda.

Se organizaron varias expediciones en su búsqueda, la más importante en 1498: el navegante italiano John Cabot, financiado por el rey Enrique VII, inició un viaje del que no volvió y en el que se perdieron trescientos hombres y cinco barcos.

Las leyendas irlandesas cuentan, dos siglos más tarde, que el capitán John Nisbet pudo visitar, tras levantarse una espesa bruma, la isla de Brasil. Se dirigía desde Francia a Irlanda, es decir, que por allí cerca estaba, posiblemente como se venía diciendo, frente a las costas irlandesas. Nisbet contó luego que estaba habitada por negros y grandes conejos propiedad de un mago y que todos vivían en un castillo de piedra; otros dicen que encontró a un grupo de ancianos a los que Nisbet logró liberar del hechizo que les tenía encadenados.

La isla fue incluida hasta el siglo XVIII por los cartógrafos Gerardus Mercator y Abraham Ortelius, pero nunca se dio con ella y con el tiempo desapareció de los mapas. En las coordenadas geográficas donde debería estar, a doscientos metros de profundidad, existe un banco de arena llamado Porcurpine y que forma parte de la zona de pesca coloquialmente conocida por los buques pesqueros españoles como el Gran Sol.

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Antilla

Dice la leyenda que muchos visigodos que escaparon de los árabes cuando conquistaron la península en el siglo VIII, llegaron a la gran isla de Antilia o Antilla, en la que se ubicaron las siete ciudades de Cíbola. A mediados del siglo XVI, los españoles aún creían poder encontrar en el norte del recién descubierto México los rastros que los conducirían a las siete famosas ciudades fundadas por siete obispos más de quinientos años antes. También se dice que el rey Rodrigo huyó tras la ocupación musulmana para refugiarse en la isla de San Brandán, de la que daremos cuenta a continuación.

San Brandán

De todas las islas fantásticas del Atlántico destaca la de San Brandán, cuya leyenda recogida en la Navigatio Sancti Brandani, crónica compuesta entre los siglos X y XI, y que tuvo una gran influencia en el imaginario medieval, cuenta la historia del abad de Clonfert, que en el siglo VI y, en compañía de catorce monjes también irlandeses, inició un largo viaje en una pequeña embarcación, un fragilísimo curragh (un barquichuelo con armazón de madera recubierto con finas capas de piel), en el que llegaron incluso a América.

San Brandán y sus marineros vagaron durante siete años por el oceáno, durante los cuales se enfrentaron a terribles monstruos marinos y catalogaron numerosas islas -la de los Pájaros, la del Infierno, un peñasco aquí, un islote allá. En uno de ellos fondearon y cuando encendieron el fuego para cocinar tras la celebración de la misa de Pascua, se dieron cuenta de que estaban sobre un pez gigante, la ballena Jasconius que, más adelante, conducirá a Brandán hasta las proximidades del Paraíso Terrenal, al que llega tras atravesar un mar oculto por densas nieblas que impide el retorno a quienes no van en nombre de Dios.

Esta isla, conocida como la Isla de San Brandán o de los Bienaventurados, aparece y desaparece, ocultándose de quienes la buscan. Y, sin embargo, a lo largo de la historia se le ha puesto contorno y se la ha situado en los mapas. Algunos creen que está cerca de las Canarias, donde ha perdurado la tradición de una octava isla, habitualmente invisible excepto en determinadas condiciones meteorológicas, a la que se ha llamado San Borondón. También argumentan quienes esto creen que el geógrafo Ptolomeo incluyó en este archipiélago una isla a la que llamó Aprositus, que literalmente significa “inaccesible” y que no es otra que la del monje irlandés.

La isla de los Bienaventurados aparece en el mapamundi de Ebstorf (1235), en el que se cuenta gráficamente el viaje de san Brandán a estas islas africanas. También en un mapa de Toscanelli realizado para el rey de Portugal. Su ubicación varía: desde Irlanda a las Canarias y de Terranova al ecuador. En el primer globo terráqueo, el de Martin Behaim, en el que no se dibuja todavía América porque data de 1492, se incluye en las cercanías del ecuador, se la denomina insula Perdita y cuenta en una leyenda que San Brandán desembarcó allí allí en el año 565.

A partir del mapamundi del pirata turco Piri Reis, de 1513, San Borondón se desplaza hacia el norte en los mapas y se coloca cerca de Terranova. Eso ocurre hasta el siglo XVIII, en el que deja de considerarse real y desaparece de los mapas.

Las islas del Pacífico

En el siglo XVIII entra en escena con inusitada fuerza el viaje por el otro gran océano, que en cierta manera desbanca al Atlántico. Y de nuevo surgen infinidad de islas irreales, tantas que un siglo más tarde, el Pacífico llegó a tener más de cien que, sin embargo, figuraban en los mapas. El capitán británico sir Frederick Evans fue a visitarlas una por una y suprimió 123 de las Cartas de Navegación del Almirantazgo por falta de existencia.

Los espejismos provocados por las distorsiones lumínicas, lo que poéticamente se denomina ‘Fata Morgana’ y que proviene del hada Morgana, hermanastra del rey Arturo, y su capacidad de cambiar de forma a voluntad, fueron probablemente el origen de algunas confusiones, como la que ocurrió con el supuesto avistamiento de la isla Esmeralda en 1821 por el capitán William Elliot cerca de la Antártida.

Siete años más tarde, el capitán del buque Nimrod, John King Davis, aseguró haber visto la isla Esmeralda alrededor del cabo de Hornos e informó también de otras supuestas islas, a las que se llamó las Nimrod, que nunca más fueron vistas en las sucesivas expediciones que llegaron a estos lugares y que sólo pudieron constatar mares vacíos. En 1940 se declararon oficialmente inexistentes y producto de espejismos comunes en las regiones polares.

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La isla de Taprobane en las Fuentes del Paraíso, de Arthur C. Clarke

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El Pico de Adán, Ceilán

Entre el paraíso y Taprobane hay cuarenta leguas y desde allí puede oírse el sonido de las fuentes del Paraíso”. Los pobladores de la isla le contaron al fraile Juan de Marignolli, cuando en 1338 se dirigía a la Corte del Gran Kan de China enviado por el Papa Benedicto XII, que estaban tan cerca del Edén que se podía oír el ruido del agua de las fuentes en su caída. El franciscano recogió este relato al hablar del Génesis en sus Crónicas de Bohemia; en ese fragmento sobre su viaje, asegura que fectivamente así era, que el Paraíso estaba muy cerca de estos lugares y aduce como prueba que en la isla crecían maravillosos árboles frutales, a la que se añadía la auténtica huella que dejó Adán en la cima del Pico que lleva su nombre.

Arthur C. Clarke, que vivió y murió en la isla de Ceilán o Taprobane o Serendib y que actualmente lleva el nombre de Sri Lanka, sitúa en ella su novela ‘Las Fuentes del Paraíso’, haciéndose eco de la tradición que le fue relatada a Marignolli. También recoge la leyenda del rey que asesinó a su padre y posteriormente fue derrotado por su hermano, al que había usurpado el trono, aunque le da el nombre de Kalidasa y no el real, Kasyapa.

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Sri Kanda, la Montaña Sagrada, donde Kalidasa construyó un palacio aéreo hace dos mil años es el emplazamiento más adecuado de toda la Tierra para situar la estación de anclaje del satélite que permitirá, mediante vías de hiperfilamento, el recorrido de un ascensor espacial que, impulsado por electricidad barata, reemplazará a los costosos y atronadores cohetes que, a partir de ese momento será utilizados exclusivamente para el transporte en el espacio profundo. Vannevar Morgan, un ingeniero de prestigio obsesionado por la idea de unir las estrellas mediante un sistema de ascensores y torres orbitales, pretende convencer a los monjes para que acepten que en su montaña se instale “una escalera hasta el cielo, un puente hacia las estrellas”.

En realidad no hay ningún choque entre tradición y modernidad, entre religión e ingeniería, ni siquiera entre pasado y futuro. Clarke nos viene a decir que Vannevar Morgan y Kalidasa, un visionario en su época, son muy parecidos en sus ambiciones: el monarca concibe su propio Paraíso y pretende construir el Cielo en la cumbre, pero la guerra se lo impedirá, y el ingeniero prosigue su obra abriendo una ventana a las estrellas. Será precisamente la profecía de las mariposas doradas, que no son más que las almas de los guerreros del rey destronado, las que al alcanzar el templo, el Vihara, den por concluido el contencioso entre los monjes y la Corporación de Astroingeniería y comience la construcción de la Torre Orbital.

En uno de los diálogos se establece una comparación con la Torre de Babel, “un proyecto de ingeniería estelar” que no llegó a realizarse como castigo de Dios a la soberbia de los hombres. Teniendo en cuenta el ateísmo declarado del autor, habría que entender el éxito de la Torre Orbital como un poético ajuste de cuentas.

En el epílogo, Arthur C. Clarke da explicaciones sobre los cambios que ha realizado en la geografía de Ceilán para acomodarla a su Taprabane del futuro, como el traslado de la isla ochocientos kilómetros al sur para situarla justo en el Ecuador, donde estaba hace veinte millones de años, y la duplicación de la altura de Sri Prada, una sorprendente montaña cónica, sagrada para budistas, musulmanes, hindúes y cristianos, en cuya cima se yergue un pequeño templo y al que todos los años, desde hace siglos, acuden miles de peregrinos que ascienden con dificultades los 2.240 metros escalonados.

En la cima se puede contemplar un espectáculo de gran belleza: “La sombra del Pico al alba forma un cono perfectamente simétrico, visible sólo durante breves minutos a la salida del sol, que se extiende casi hasta el horizonte sobre las nubes, más bajas”. Como es notorio, ‘Las Fuentes del Paraíso’ es un emotivo homenaje a Sri Lanka, del que Clarke fue ciudadano desde 1956, compartiendo nacionalidad británica y cingalesa, y donde murió, en 2008.

Respecto al ascensor espacial, Clarke revela que el concepto apareció en Occidente en un número de Science en 1996, aunque seis años antes la idea fue desarrollada por un ingeniero de Leningrado, Y.N. Artusanov, que planteaba la posibilidad de un “funicular celeste” que uniría la Tiera con un satélite fijo mediante cables, a través de los cuales circularía un ascensor de transporte de carga y pasajeros que operaría sin propulsión de cohetería. Y además, sería más barato. Una de las frases famosas de Clarke es que, en el futuro, un viaje de ida y vuelta al espacio costará nueve euros.

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Arthur C. Clarke

En sus obras -más de ochenta libros y numerosos artículos- describe a menudo avances tecnológicos que podrían llevarse a cabo y uno de ellos sería el del “ascensor espacial”, cuyos detalles técnicos explicó en un artículo en 1981, titulado ‘El ascensor espacial: ¿experimento intelectual o clave del universo?’ Precisamente, una de las tres leyes formuladas por Clarke dice que la única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse hacia lo imposible.

Algunos críticos reprochan a Clarke su vertiente hard, el excesivo cientifismo de sus novelas, de naturaleza fría y deshumanizada, que intenta paliar con referencias a la historia, aunque también aquí resulta bastante profesoral. No en vano, Arthur Charles Clarke, nacido en el Reino Unido en 1917, participó durante la II Guerra Mundial en el desarrollo de la nueva tecnología de radar; se licenció en física y matemáticas en el King’s College de Londres y en 1945 escribió el famoso artículo en el cual predijo que un día las comunicaciones de todo el mundo se realizarían a través de una red de satélites geoestacionarios situados a intervalos fijos alrededor del ecuador terrestre.

Veinte años más tarde, en 1964, la NASA lanzó el primer satélite geoestacionario, el Syncom 3, que retransmitió imágenes de los Juegos Olímpicos de 1964 desde Tokio a Estados Unidos, la primera transmisión de televisión a través del Pacífico. En 1954, Clarke también propuso utilizar satélites para la meteorología y actualmente no se conciben las previsiones sin ellos. Del ‘ascensor espacial’ existen proyectos en desarrollo en Estados Unidos, Europa y Japón a partir de un cable que estaría formado por millones de hebras de carbono y que, partiendo de un punto del ecuador, ascendería hacia una estación espacial.

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Artur C. Clarke, Fuentes del paraíso, Editorial Bruguera 1983 (la primera edición original es de 1979)

La sepultura de Adán en Ceilán, según leyendas recogidas por Umberto Eco

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Según una opinión muy divulgada y que sigue viva todavía en Oriente, Adán y Eva vivieron los años de su exilio, tras la expulsión del Paraíso, en la isla de Taprobana, Serendib o Ceilán, y allí, en lo alto de un monte fueron enterrados juntos para toda la eternidad.

Se trata de una creencia budista transformada por los musulmanes; la leyenda más antigua cuenta que Buda pasó algún tiempo en un monte de la isla de Ceilán, llamado Langka por los brahmanes del continente, dedicándose a la vida contemplativa; después, se elevó a los cielos y en la roca dejó la huella de su pie, visible todavía. Los musulmanes, utilizando un procedimiento muy frecuente en esta clase de relatos, atribuyeron a Adán lo que se contaba de Buda y las dos tradiciones pervivieron una junto a otra.

De la sepultura de Adán en la cima de un alto monte de Ceilán, al que no se puede subir si no es con ayuda de cadenas, habla Marco Polo en la relación de sus viajes, y cuenta que los idólatras, es decir los budistas, van en peregrinación como en Galicia van a Santiago, que los sarracenos dicen que allí permanece la escudilla, los dientes y los cabellos de Adán, pero que esto no es cierto porque la Santa Iglesia dice que los restos están en otro lugar del mundo. El Gran Kan envió en 1284 una gran embajada al rey de ‘Seilán’ porque “convenía que él tuviera” esas cosas que pertenecieron a Adán y se “empeñaron tanto, que obtuvieron dos dientes molares, unos pocos cabellos y la escudilla, de pórfido verde”, reliquias que recibió el Gran Kan con “gran alegría, fiesta y reverencia”. La escudilla, concluye Marco Polo, es verdaderamente milagrosa porque cualquier alimento que en ella se deposite, aunque sea una cantidad ínfima, es suficiente para alimentar a cinco hombres.

Los árabes llamaron a este monte Rahud y el primer escritor que mencionó la leyenda parece que fue Al-Idrisi, que escribió su tratado geográfico en la corte de Roger II de Sicilia, en 1154. Sobre esta leyenda, cuenta que Adán, en su exilio, cayó en la isla de Serendib y que allí murió, tras haber realizado un peregrinaje al lugar donde luego surgiría La Meca; queda la prueba en la cima del monte Rahud, donde se encuentra la huella de su pie, de una longitud de setenta codos. Desde este punto y dando un solo paso, el primer hombre llegó hasta el mar, que dista dos o tres jornadas.

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Pico de Adán y senderos de los peregrinos con un templo budista en la cima

La leyenda pasó a los cristianos y el monte de Ceilán, llamado luego por los portugueses ‘Pico de Adán’, se hizo muy popular y fueron añadiéndose detalles, como que en la cumbre hay un lago formado con las lágrimas que Adán y Eva derramaron por la muerte de Abel. También persiste la huella del pie que, según Giovanni de Marignolli, se formó cuando un ángel depositó a Adán sobre dicho monte. A cuatro jornadas del ‘Pico de Adán’, fue transportada Eva y los dos pecadores permanecieron separados durante cuarenta días, hasta que volvieron a reunirse, también por voluntad del Señor.

Y allí murieron o, al menos allí quedó enterrado Adán, aunque otra leyenda asegura que en la ladera de un monte en el Valle de Hebrón se halla la cueva donde la primera pareja lloró durante cien años la muerte de Abel; todavía pueden verse los lechos donde durmieron y la fuente cuyas aguas bebieron. Dicen.

La isla de los mil nombres, de la serendipia y la que no existe

Además de esta leyenda sobre la tumba de Adán, que perduró entre cristianos y musulmanes durante siglos, la isla de Ceilán tiene una característica fascinante: es la isla de los mil nombres, la isla de la serendipia o casualidad y también, la isla que no existe.

Hace muchísimo tiempo, la isla de Sri Lanka recibió el nombre de Tambapanni, que era en sánscrito el nombre de la playa de color cobre en la que desembarcaron sus primeros pobladores o, al menos, aquellos que le dieron su primer nombre y que pertenecían a la corte del príncipe indio Vijaya.

Para Occidente, el nombre se transformó en Taprobane, más fácil de pronunciar en labios de los romanos de la época del emperador Claudio que fueron empujados por los vientos a esta isla, muy alejada de su ruta, aunque otros textos -como los del historiador romano Plinio- señalan que ese nombre ya fue utilizado por Megástenes, geógrafo que acompañó a Alejandro en sus viajes de conquista. Ptolomeo la consignó como Taprobana en su mapa del mundo, en el siglo II, y en él se identifica con la actual Sri Lanka. También Isidoro de Sevilla la situaba al sur de la India y de ella señala que es rica en piedras preciosas.

Los comerciantes árabes tenían otro nombre para la isla: la llamaban la “isla de las joyas”, Serendib, que también es una corrupción del sánscrito Sinhaladvipa. Y el escritor británico del siglo XVIII Horace Walpole popularizó este nombre en su cuento sobre “Los tres príncipes de Serendib”, lo que dio lugar a la acuñación de un nuevo término en inglés, ‘serendipity’, que significa “descubrimiento por accidente, por azar”.

Los portugueses llamaron Celao a esta misma isla, un término que provenía del chino Si-lan y que fue evolucionando hasta Ceilán. En 1972 adoptó el nombre de Sri Lanka, que significa “tierra resplandeciente” y también “isla sagrada”.

El problema es que durante mucho tiempo se creyó que Taprobana y Ceilán eran dos islas distintas, como le sucedió al viajero medieval John AMandeville. Incluso llegó a identificársela con Sumatra, como ocurrió con Niccolò de Conti en el siglo XV. Tanta confusión suscitó su localización -señala Umberto Eco- que poco a poco Taprobana se convirtió en la isla que no existe y como tal la trata Tomás Moro, que situa su Utopía “entre Ceilán y América” y Campanella, que levantará en ella su Ciudad del Sol.

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Polonnaruwa, siglo XII, en Sri Lanka

Bibliografía

– Umberto Eco, Historia de las tierras y los lugares legendarios, Lumen 2013

– Marco Polo, Libro de las maravillas, Anaya, Edición de 1983

– Inhumación o combustión, el dilema de Browne sobre el reposo eterno

Browne

Sir Thomas Browne, Hydriotaphia: el enterramiento en urnas

El polvo al polvo y las cenizas a las cenizas; no importa cómo se haya procedido a la disolución de la materia orgánica puesto que, finalmente, todos terminaremos en el olvido por el ineluctable transcurrir del tiempo.

Esta reflexión tan pesimista no resulta muy acorde con el espíritu del escritor que revolucionó la prosa inglesa, que se adornó con la erudición más fabulosa del momento, los párrafos inacabables y los sujetos perdidos en la más enrevesada de las sintaxis. Pero, sobre todo, no se aviene con su espíritu festivo y burlón, capaz de inventarse un catálogo de obras inexistentes para escarnio de coleccionistas -el Musaeum Clausum o Bibliotheca Abscondita– o redactar un compendio de animales reales e imaginarios, como la salamandra y el grifo, en su Pseudodoxia Epidemica.

O tal vez sí, porque el antídoto contra su desesperanza sobre la inmortalidad y su previsión de que su cuerpo acabaría como alimento para los gusanos, consistía, tal vez, en un fervor entusiasta por la nimiedad y por los detalles divertidos que hacen llevadera la existencia. Sir Thomas Browne, nacido en el año 1605 en Londres, hijo de un comerciante de sedas y graduado como doctor en medicina en Leiden, tiene un pie en la oscura Edad Media y otro en la modernidad del siglo del ingenio, el XVII, en el que se produce un cambio revolucionario en la forma de concebir lo intelectual.

Su discurso, publicado en 1658 con el título ‘Hydriotaphia: el enterramiento en urnas o breve disertación sobre las urnas sepulcrales halladas recientemente en Norfolk‘, hace referencia a unas vasijas funerarias que en esa época se hallaron enterradas en el campo, cerca de Walsingham. Partiendo de ese hallazgo, Browne se explaya en las más diversas consideraciones; de primeras, al apostar por el origen romano de las urnas aunque posteriormente se averiguó que eran sajonas, se permite comentar la ocupación de Gran Bretaña por César, Claudio, Vespasiano y Severo y de la guerra que inició y perdió la reina Boadicea. Todo aprovecha para el convento y en este caso para innumerables citas y comentarios eruditos.

En tierra o en fuego

El tiempo tiene rarezas infinitas y muestras de todas las variedades”; múltiples inventos se han experimentado a lo largo de los siglos para lograr la “disolución corporal”, aunque “las naciones más serenas han reposado de dos maneras: la de la simple inhumación y la combustión”. A partir de esta reflexión, Browne se lanza a comentar la antigüedad de una y otra formas de eliminación orgánica y sus ventajas e inconvenientes.

Si bien el enterramiento carnal o sepultura fue utilizada por Abraham y los patriarcas, la práctica de la combustión se remonta a las exequias de Aquiles y Patroclo, y fue utilizada por muchos pueblos, como los celtas y los germanos. Incluso algunos consideraban el fuego como la mejor solución porque contenía un sesgo purificador. También, “sin pretender fundamentos naturales, otros evitaban así la malevolencia de los enemigos hacia sus cuerpos enterrados”, como ocurrió con el caso del romano Sila, que quiso evitarse lo que él hizo a su enemigo Mario.

calavera

Atendiendo a la eventualidad de un expolio, Browne se pone dramático: “Ser arrebatados de nuestras tumbas, que se hagan de nuestras calaveras cuencos para beber, y nuestros huesos sean convertidos en flautas para deleite y diversión de nuestros enemigos, son trágicas abominaciones evitadas en los enterramientos con cremación”. Como si de una profecía se tratara, así ocurrió con su calavera, robada en 1840 de su tumba de la Iglesia de St. Peter Mancroft, en Norwich, y vuelta a enterrar en 1922.

W.G. Sebald, en ‘Los anillos de Saturno’, cuenta que, habiendo hallado por casualidad una entrada en la Enciclopedia Británica, según la cual el cerebro de Browne se conservaba en el museo del Hospital de Norfolk & Norwich, cuando estuvo allí pidió que se lo mostrasen y lo único que recibió fue la incomprensión más absoluta, pese a que de todos es sabido que hubo una época en la que en los hospitales municipales se instalaba con frecuencia una cámara en la que se conservaban determinados horrores, para la enseñanza médica o la edificación moral: hidrocéfalos, órganos hipertrofiados, abortos y criaturas deformes.

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Sigue contando Sebald que, en 1840, con motivo de un sepelio en el mismo lugar en el que estaban enterrados los restos de Browne, se deterioró su ataúd y quedaron expuestas partes de su contenido (algo muy parecido a lo ocurrido con el supuesto cadáver de Milton). Como consecuencia, el cráneo de Browne y un rizo de su cabello pasaron a ser posesión de Lubbock, médico y presbítero, “quien a su vez legó en testamento las reliquias al museo del hospital, donde hasta 1921 pudieron contemplarse entre todo tipo de extravagancias anatómicas”.

Las tumbas como viviendas en el más allá o contra el olvido

Volviendo a la Hydrotaphia, de lectura apasionante, aunque los detalles de erudición a veces resultan un poco agobiantes, nos presenta un recuento de objetos que acompañaban a los muertos en su sepultura, con la espada de oro, los doscientos rubíes, los centenares de monedas y otras muestras de magnificencia que se encontraron en el monumento de Childerico I, cuarto rey desde Faramundo.

A veces da la impresión de que las referencias y las citas son producto de la invención del autor, como cuando recurre a la autoridad de Vanurci Biringuccio o de Martinus Becanus, nombres imposibles pero auténticos: el primero era un científico militar y matemático italiano del siglo XVI y el segundo, jesuita y exégeta de Brabante de la misma época, según las notas.

Además de pasar revista al tipo de árboles o flores que adornaban las tumbas en los diferentes pueblos, desde Atenas a Roma, Browne nos intriga con la disposición de los cuerpos en las tumbas: los persas yacían hacia el norte y el sur, los megarenses y los fenicios ponían la cabeza hacia el este; los atenienses, según creen algunos, hacia el oeste, disposición que mantienen los cristianos y que, según Beda el Venerable, fue la postura que “adoptó nuestro Salvador”: hacia el oeste es adónde miraba cuando fue crucificado.

Al concluir su meditación sobre las urnas funerarias de Norfolk, Browne afirma que esos mismos recipientes son un fracaso estrepitoso que sólo nos recuerda la muerte y la descomposición y no a quienes con ellas quisieron alcanzar la eternidad. Gran parte de la antigüedad -recuerda- “satisfacía sus esperanzas de subsistencia con la transmigración de sus almas; otros se contentaban por ser una partícula del alma pública de todas las cosas, en el retorno a su desconocido y divino origen” y los egipcios preparaban sus cuerpos para aguardar el regreso de sus almas, pero “todo era vanidad y desvarío”. Nada garantiza que el nombre de los héroes no caiga en el olvido y la mayoría de los hombres ha de verse satisfecha con encontrar su nombre “en el registro de Dios, no en las actas de los hombres”.

Browne concluye con una contradicción de lo previamente defendido cuando afirma que perdurar en la memoria satisfacía los deseos antiguos, pero que “vivir es, en verdad, volver a ser nosotros mismos”, es ser para siempre, lo que “sólo la religión concede”, aunque, por otra parte, desconfía de la eternidad: “Dios, que es el único que puede destruir nuestras almas y que ha asegurado nuestra resurrección, ni de nuestros cuerpos ni de nuestros nombres claramente ha prometido la duración”.

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De la edición y traducción

No se tradujo a Browne al castellano hasta que lo hizo Javier Marías para el quinto volumen de su colección del Reino de Redonda, publicado en 2002 y dedicado a la memoria de W.G. Sebald, Duke of Vértigo. Solamente en 1944 apareció en la revista El Sur el quinto capítulo de la Hydrotaphia, traducido por Borges y Bioy Casares. una traducción tan “hermosa como inexacta”, dice Marías, que añade la recomendación de Strachey para leer a Browne: siempre en voz alta, “bogando por el Eúfrates, junto a las costas de Arabia, en Constantinopla o entre las garras de una esfinge”.

Bibliografía

– Sir Thomas Browne, La religión de un médico y El enterramiento en urnas, Penguin Clásicos, Edición y Traducción de Javier Marías, 2017,

– W.G. Sebald, Los anillos de Saturno, Editorial Debate, 2000.

«Dissipatio humani generis» o el castigo de la soledad, de Guido Morselli

GUIDO MORSELLI

Harto del género humano, al que considera molesto, mediocre y carente de interés y por el que no siente la más mínima empatía, el protagonista de esta singular historia ha huido de Crisópolis, la ciudad de oro, símbolo de lo que más odia, para refugiarse en la montaña, donde vive en una casi perfecta soledad. Pero la amenaza a su aislamiento, en forma de autopista, le lleva a internarse en una cueva para poner fin a su vida, justo el día antes de su cuarenta cumpleaños, en la noche del 1 al 2 de junio.

Es entonces cuando ocurre algo inesperado y fantástico porque esa noche, a las dos de la madrugada, es el mundo el que le abandona a él. Contra todo pronóstico, y debido a una trivialidad, decide en el último momento que se va a dar un tiempo más de vida, pero cuando abandona la cueva y su pozo interior -un sifón natural- que descarga en un lago sin salida donde esperaba ahogarse, los hombres han desaparecido. No hay nadie: ni en el campo, ni en la ciudad, ni siquiera en la base militar americana del otro lado de la frontera.

Todos se han marchado, incluso se han ido con la ropa que llevaban puesta. Los artilugios mecánicos sigue funcionando; los letreros de neón, la calefacción de los hoteles, los contestadores automáticos, el agua de las fuentes y los automóviles pueden ponerse en marcha. Pero todo queda detenido en esa fecha, el 2 de junio: la radio sólo emite un runrún, los aviones no despegan ni aterrizan y los trenes permanecen inmóviles en las vías o en el descarrilamiento, sin personas, sin siquiera los cadáveres que habrían resultado del choque visible de algunos coches ¿Dónde se han ido y por qué?

Es un tema típico de la ciencia ficción, pero el autor rechaza todas las soluciones que aporta este género: rayos de la muerte, epidemias o nubes nucleares. Se acerca más a un ensayo, a una novela filosófica, con preguntas sin respuesta, o al menos sin una solución cerrada que pueda explicar lo que ha ocurrido.

Los seres humanos se han volatilizado, se han “disipado” no en sentido moral, sino físico. El latín tardío acepta este significado de “evaporación”, tal como cuenta el narrador y protagonista de esta historia al hacer un repaso de algunas teologías del fin del mundo: la que está viviendo, que tiene mucho que ver con lo apuntado por Salviano, autor cristiano del siglo IV y amenazado por las invasiones bárbaras a las que observa poniendo término a la civilización, es bastante elegante y aséptica: ni fuego ni agua ni cadáveres en proceso de descomposición, sino evaporación pura y simple.

Pero si ha llegado el fin del mundo, por qué continúa en él. La primera reacción del superviviente es buscar otros seres humanos en su misma situación pero, al pasar las horas y los días, se evidencia la ausencia total de individuos de su especie y el angustioso silencio que la acompaña. No hay nadie. Tal vez se trata de una especie de castigo a su fobantropía o tal vez un juego para que empiece a medir su importancia; los seres humanos, sus compañeros, se hacen desear.

Si no hay otros, no hay nada. “Pensamos solamente en función de los demás”, decía Durkheim. El narrador se rebela contra este ‘sociologismo extremo’ y defiende que el pensamiento siempre ha sido solitario y que la sociedad es “solamente una mala costumbre”. Pero él, que se imaginaba el paraíso en la más absoluta soledad, que deseaba ser el único en una creación completamente desierta de seres humanos, ahora no sabe vivir sin ellos.

Dissipatio

El acontecimiento ha suprimido todos los conceptos con los que el hombre hacía frente a la vida. Puesto que no hay otros, no hay locura ni amor ni odio. No hay emociones porque no hay nada ni nadie hacia los que dirigirlas. Ya ni siquiera es posible el suicidio, dice el protagonista, aunque la necesidad de los otros para acabar con la propia vida es bastante discutible. La volatilización del género humano ha puesto fin a la Historia pero también ha dejado a la Naturaleza sin función social, que es la de suponer, negativamente, al hombre. Sólo ha quedado uno, tal vez para contarlo, quizá para hacer real lo ocurrido, ya que es posible que los sucesos sólo ocurran en la mente; se trata de una especulación filosófica que no convence al narrador.

Éste, ofuscado, se pregunta si todo lo que está ocurriendo, es decir, que no ocurra nada porque ya no hay seres humanos, puede ser sólo un sueño o un producto de su locura. Parece inclinarse por la segunda hipótesis. Recuerda su estancia en un sanatorio para enfermos depresivos y llega a escuchar la voz del médico que lo atendió hace muchos años. En lugar de estar moviéndose por la ciudad, por la carretera de camino a su valle, o del aeropuerto a la base militar, es posible que se encuentre confinado en un centro hospitalario y que su cerebro haya creado una realidad que no existe. Es posible que no perciba a los ‘otros’ porque él mismo se ha castigado y los ha hecho desaparecer, que es lo que tanto ansiaba en el pasado.

Aunque tal vez sea algo peor: que esté muerto. Sería una forma de inmortalidad diferente, pero terriblemente vacía, aunque en su opinión no muy diferente de la vida, tan inmóvil y tan mediocre. Contrariamente a la máxima sartriana que señala que ‘el infierno son los demás’, existiría otra forma de muerte en la extravagante y solitaria experiencia del protagonista, una especie de muerte que “no es dulce ni tampoco es reposo” y esa “ilusión” de estar vivo, cuando en realidad se está muerto y en soledad, es aterradora. El mundo se ha convertido en un cementerio, pero es un sepulcro sin cadáveres.

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Nota biográfica

Dissipatio humani generis fue publicada por primera vez en 1977, cuando Guido Morselli, su autor, que apenas publicó en vida -sólo algunos ensayos en los años cuarenta- ya había fallecido. Vivía de una renta vitalicia y, como el narrador del relato, se había recluido en una pequeña y austera casa que él mismo diseñó, en Gavirat, un pequeño pueblo del norte de Italia. En los años sesenta escribe la mayor parte de su obra – Roma sin Papa, Divertimento 1889 y por último, Dissipatio humani generis, su testamento- pero las editoriales lo rechazaron. Sus novelas sólo fueron publicadas después de su suicidio, en 1973, cumplidos los sesenta años.

– Penúltimas palabras de Wilde y James; el ‘papelón’ de Xul Solar y la leyenda de Valle-Inclán

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Oscar Wilde murió en París a los cuarenta y seis años, prematuramente envejecido, tras cumplir la sentencia que le llevó a la cárcel por su homosexualidad, castigo infame donde los haya. No tenía maś dinero que el que le prestaban los que aún seguían siendo sus amigos. Su aspecto cambió radicalmente: engordó y dejó de ser el hombre elegante y atildado que siempre había sido.

Pero no perdió el don de la conversación ni la agilidad verbal de la que hizo gala a lo largo de su vida. De él se cuentan innumerables leyendas y una de ellas -que puede o no ser cierta- se sitúa poco antes de su muerte, ocurrida el 30 de noviembre de 1900 a consecuencia de una infección de oído que se complicó, aunque Wilde en su última carta achaca su enfermedad a una intoxicación de mejillones y expresa bastante confianza en su curación.

Pero a lo que iba: poco antes de morir pidió champagne y cuando se lo llevaron, declaró enfáticamente: ‘Estoy muriendo por encima de mis posibilidades’.

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Sobre los últimos momentos o las últimas frases de los ilustres hay mucha literatura y mucha leyenda, pero no todas son falsas. Algunas son interpretables, como la de Henry James, que murió en 1916 tras una larga enfermedad durante la cual sufrió delirios. Meses antes de su muerte y después de un primer ataque contó, al recuperarse, que en el momento de caer al suelo y pensar que todo se acababa, escuchó en la habitación una voz que no era la suya y que decía: ‘Así que al fin ha llegado, esa cosa distinguida!’

Podría interpretarse como que esa frase se refería al propio James, a quien calificaba de “cosa distinguida”. No en vano, Henry James es uno de los escritores más “aristocráticos” de la historia de la literatura y al menos así lo deduzco de cómo cuenta la anécdota Javier Marías, pero Borges, su gran admirador, ofrece otra traducción de la frase ‘So this is it at last, the distinguished thing’, que quedaría de la siguiente manera: “Ahora, por fin, esa cosa distinguida, la muerte”. Más metafísico quizá, pero le quita la gracia burlona de Henry James sobre sí mismo.

¡Qué papelón!

Volvió a aparecer Borges, no puedo evitarlo. Y me recuerda una historia que contó, también sobre la muerte, a su amiga y biógrafa María Esther Vázquez. Estaban hablando del conde de Saint Germain, del que la leyenda cuenta que a lo largo del siglo XVIII mantuvo el mismo aspecto, con el que aparentaba unos cuarenta años. De ahí se deducía que era inmortal y es entonces cuando dice Borges que “en Buenos Aires ocurrió algo parecido con Xul Solar” -pintor, astrólogo, inventor de neolenguas, místico y excéntrico- hasta los últimos años de su vida. “Gente que lo trató en distintas épocas y yo mismo, que fui su amigo durante mucho tiempo pues lo conocí aproximadamente en 1923, nunca notamos en él ningún cambio físico”. Incluso él mismo estaba convencido de ser inmortal.

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Y sigue contando Borges: una persona que le quería mucho, cuando Xul Solar murió, en 1963, exclamó: “¡Él, que había dicho que era inmortal! Ahora se ha muerto ¡Qué papelón!”. El escritor confiesa, falsamente escandalizado, que fue la primera vez que oyó ese término refiriéndose a un muerto.

María Esther Vázquez da un detalle más sobre esta cuestión: la persona que quería mucho a Xul Solar y que pronunció en su velorio la palabra ‘papelón’ fue la propia mujer del pintor, a la que el marido había logrado convencer de que era inmortal. Xul aseguraba a quien quisiera oírlo que era un ángel caído del cielo y que por eso viviría para siempre y que podía entrar en éxtasis y levitar en cualquier momento y lugar. Una vez lo intentó en el domicilio de Borges, pero cuando se hallaba tumbado en el suelo presto a alzarse, entró la madre, doña Leonor, y le dijo tajantemente que en su casa nadie se tiraba al suelo y que no se le ocurriera volver a hacerlo. Lo dejaron para otro día.

Xul Solar fue un hombre insólito, incluso de nombre, que él mismo construyó mezclando sus apellidos: Schultz Solari. Óscar Agustín Alejandro, nacido en Argentina, era hijo de alemán e italiana. Fue muy amigo de juventud de Borges; ilustró varias obras del escritor y era hombre de capacidades y oficios muy diversos: pintor, músico, inventor de instrumentos y creador de lenguas -el ‘neocriollo’ y la ‘panlengua’, ésta última monosilábica y universal. Una vez Borges le preguntó por lo que había hecho ese día, a lo que Xul Solar contestó que “nada importante: después de almorzar, fundé doce religiones”.

Valle-Inclán, tradicionalista y ácrata

Nos gustaría que fuera verdad pero, según las recientes biografías del escritor gallego, ninguna de las leyendas que corren sobre lo que dijo o hizo en los momentos previos a su muerte son auténticas. Había advertido que no quería en su funeral “ni cura discreto ni fraile humilde ni jesuita sabihondo” y ya enfermo, en un frío mes de enero de 1936 y en una habitación de un sanatorio de Santiago atestada de amigos, familiares y curiosos, se desesperaba en su agonía, quejándose: ‘¡Me muero! ¡Lo que tarda esto! ‘.

Pues parece que nada era cierto, pues ningún sarao se había armado en la habitación, en la que sólo estaban presentes tres personas: dos doctores y su hijo Carlos; que don Ramón en esos momentos ni pronunciaba sentencias grandilocuentes ni ganas tenía y lo que es peor, que en el funeral, el 6 de enero de 1936, ningún anarquista se abalanzó sobre el ataúd para arrancar la cruz que lo adornaba. Se contó, faltando a la verdad, que la tapa del féretro se rompió, que el cadáver quedó al descubierto y que el autor de la tropelía cayó rodando al hoyo y tuvieron que rescatarlo. Y es que, dice su biógrafo, don Ramón no fue ácrata en ningún momento de su vida y duda seriamente de la leyenda que ha hecho de él un lunático o un excéntrico. Pero hubiera sido bonito.

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Bibliografía

María Esther Vázquez, Borges, sus días y su tiempo, Ediciones B, 1984

Javier Marías, Vidas escritas, Random House, 2007

Ramón Alberca, La espada y la palabra: vida de Valle-Inclán, Tusquets, Barcelona, 2015

– El cabello robado de Milton y el cadáver de Bentham; excentricidades inglesas

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Ilustración de Gustave Doré

En Villa Diodati nacieron el monstruo de Frankestein de Mary Shelley y el vampiro de Polidori. Fue en aquella noche que duró tres días, en un mes de junio del año en el que no hubo verano. Añade William Ospina que en el mismo lugar, en el palacete a orillas del lago Leman, doscientos años antes de que lo alquilara lord Byron, pudo haberse perfilado otra sombra mediante el milagro de la escritura.

John Milton llegó a Villa Diodati -dicen- en 1638, de regreso de un viaje a Italia donde conoció a Galileo. En una de las noches que pasó allí tuvo un sueño, en el que un ángel bello y terrible dirigía un ejército de rebeldes. Y así fue cómo concibió El Paraíso perdido, la historia que cuenta la transformación de Lucifer en Satán tras rebelarse contra su creador por no elegirle a él como su preferido, sino a Cristo. Tras la batalla, este personaje espléndido, nihilista y elocuente, cuyo orgullo nos desarma, se precipita para siempre al abismo.

Considerar Villa Diodati como el lugar del que parten tres grandes personajes es muy atractivo, pero la realidad parece desmentir a Ospina. El palacete perteneció a una rama de la familia no muy próxima al traductor de la Biblia y teólogo calvinista Giovanni Diodati, al que Milton visitó en Ginebra y cuyo sobrino, Charles, fue amigo y condiscípulo del poeta. Por otra parte, aunque existe una placa conmemorativa, que indica que Milton la visitó en 1638, la casa no fue construida hasta 1710, cuando el poeta ya llevaba muerto varios años. Y aunque el germen de su gran poema épico surgiera a orillas del lago Leman, tuvieron que transcurrir casi treinta años para que El Paraíso perdido fuera publicado. Lo escribió en los últimos años de su vida, cuando ya estaba prácticamente ciego, y por él recibió la suma de veinte libras.

La profanación de John Milton

Pero me gustaría contar la historia de los supuestos huesos de John Milton. El entierro del ‘divino poeta’ tuvo lugar en 1674 y su cuerpo depositado en la Iglesia de Saint Giles, en Cripplegate. Al haberse reformado la iglesia y retirado la lápida que lo cubría unos años después, nada había que indicara el lugar exacto en el que descansaban sus restos. La profanación ocurrió más de un siglo después, en 1790, y el relato de lo que ocurrió no tiene desperdicio.

El día 4 de agosto de ese año fue exhumado el ataúd y, según la narración de Philip Neve, un estudioso de Milton que se alojaba en la posada de Cripplegate, se realizó ante varios ‘supeervisores’: un abogado, el sacristán, el coadjutor, un prestamista, un tabernero y su huésped, un cirujano, un fabricante de ataúdes y algunas personas más. La exhumación se debió en parte a una nueva reforma de la iglesia y también al deseo de establecer con certeza irrebatible la situación exacta de los restos a fin de erigir un monumento a su memoria.

El primer ataúd, de plomo, estaba corroído y guardaba en su interior otro de madera. Tras conjeturar que pertenecía a Milton, abrieron la tapa de plomo con un mazo y un cincel, desde la cabeza hasta la altura del pecho, de manera que al doblar la cubierta se pudiera observar el cadáver. Y sigue contando Neve: “Las costillas se destacaban con regularidad. Al mover la mortaja, éstas cayeron. El señor Fountain (el tabernero) me dijo que había tirado con fuerza de los dientes, que resistieron, hasta que alguien los golpeó con una piedra, tras lo cual se desprendieron con facilidad. No había más que cinco en la mandíbula superior, en perfectas condiciones y blancos, y el señor Fountain se los quedó todos”.

Luego, otros ‘supervisores’ arrancaron el cabello de la parte superior, es decir, el flequillo, y otros cortaron con tijeras la parte de atrás, que estaba húmeda y olía de forma nauseabunda. Y se lo repartieron. Alguien se hizo con uno de los huesos de la pierna, “pero luego lo devolvió”. Tras el latrocinio, la sacristana abrió las puertas de la iglesia a quien quisiera pagar por ver el cadáver: al principio seis peniques, luego tres y finalmente, dos peniques por persona. Al día siguiente, se volvió a repetir el saqueo de las reliquias. Uno se llevó una costilla y, como ya no había dientes, arramblaron con las mandíbulas y la mano derecha.

Philip Neve, el narrador, confiesa en su escrito que él también pagó por las reliquias pero tan solo para restituirlas de forma honorable y piadosa. Lamentablemente este horror hacia las escenas sacrílegas de la profanación sólo surgió en el último momento y justo cuando se puso en duda que tales reliquias pertenecieran al poeta. Podrían haberse confundido de cadáver y el expoliado pudo corresponder a una de las tres señoritas Smith, una muy buena familia que podía permitirse ataudes de plomo, no como Milton, enterradas en la iglesia.

Pese a las dudas sobre la propiedad, los profanadores “vendieron más de cien dientes que pasaron por ser el mobiliario de su boca”, dice un periódico de la época, que culpa a dos personss de todo el expolio -los señores Laming y Fountain- “un vendedor de licores espirituosos y un hombre que presta monedas a los mendigos a cambio de prendas tan despreciables como camisas de dormir raídas, desportilladas ollas para gachas y oxidadas parrillas”.

Las costillas arrebatadas al supuesto cadáver de Milton siguieron su recorrido entre los coleccionistas, pero los cabellos tuvieron aún mayor fortuna y podemos aquí volver a cerrar el círculo que empezamos con Villa Deodati: uno de los mejores amigos de Byron, Shelley y Keats fue Leigh Hunt, poeta romántico y famoso coleccionista de cabellos. En su colección figura pelo de una veintena de celebridades, desde Keats a Swift, Coleridge, George Washington, Mary Shelley y, como no podía ser de otra maera, de John Milton, a cuyo cabello dedicó tres sentidos poemas.

La irreverencia de Jeremy Bentham

Si fue el cadáver de Milton el que profanaron en la Iglesia de Saint Gilles o fue el de la joven señorita Smith, lo que cuenta es la intención de apropiarse de reliquias laicas y, sobre todo, de hacer negocio con ellas, y el consiguiente escándalo que todo esto suscitó. A lo que se une la excentricidad de los coleccionistas.

El caso del pensador y economista Jeremy Bentham (1748-1832) es todo lo contrario. Nadie profanó sus restos, para cuya conservación a la vista de todo el mundo dejó escritas instrucciones minuciosas como una protesta contra los tabúes religiosos que rodean a los muertos. El cadáver debía tener una utilidad, en virtud de su propia doctrina, el utilitarismo, que viene a señalar que “todo acto humano, norma o institución, deben ser juzgados según la utilidad que tienen, es decir, según el placer o el sufrimiento que producen en las personas”.

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Las instrucciones sobre el tratamiento de su propio cadáver y su posterior exhibición se plasmaron en un texto titulado Autoicono, usos de los muertos para los vivos. Habría que señalar que el documento fue concebido con un espíritu de divertida irreverencia y trata de cómo un ser humano no creyente puede ser preservado en su propia imagen para modesto beneficio de la posteridad.

En el vestíbulo sur del edificio principal del University College de Londres, en la calle Gower, el cuerpo de Bentham decansa sentado y erguido dentro de una cabina de madera con ventanas de vidrio. Su cadáver fue diseccionado y su esqueleto completamente descarnado y rellenado de paja. Le pusieron uno de sus trajes favoritos y en la mano su bastón preferido, ‘Dapple’.

Bentham quiso que su cabeza fuera sometida a la momificación según las técnicas de los isleños de Nueva Zelanda Tan meticuloso era con este asunto que, durante los últimos diez años de su vida, Bentham llevaba siempre encima los ojos de cristal que debían adornar su cabeza muerta. Pero el tratamiento de la cabeza salió rematadamente mal y hubo que utilizar una cabeza de cera.

La original, en estado de putrefacción y ennegrecida, estuvo colocada durante un tiempo en el suelo de la cabina, a los pies de Bentham, lo que permitió que se convirtiera en el blanco frecuente de las gamberradas estudiantiles e incluso fuera utilizada en una ocasión para la práctica del fútbol en el patio delantero.

En 1975 unos estudiantes la secuestraron a cambio de cien libras, aunque al final aceptaron diez, y la cabeza apareció en una taquilla de la consigna de la estacion ferroviaria de Aberdeen, en Escocia. Ahora se encuentra protegida en un refrigerador en la University College.

Se cuenta que el Autoicono asiste a las reuniones del consejo del University College y que su presencia consta en las actas con estas palabras: “Jeremy Bentham, presente pero sin voto”.

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Lago Leman

Bibliografía:

-Para el viaje de Milton a Villa Diodati: ‘El año del verano que nunca llegó’, de William Ospina, Random House, 2015.

– Sobre la profanación del cadáver de Milton: ‘Excéntricos ingleses’, de Edith Sitwell, Lumen, 2010

– Para los usos del Autoicono de Bentham: ‘El libro de los filósofos muertos’, de Simon Critchley, Taurus, 2008

– Cementerios de París: ausencias, epitafios ingeniosos y el triunfo del amor

Lord Byron no fue enterrado junto a sus admirados Shelley y Keats en el Cementerio de los Ingleses, en Roma, ni tampoco en París. Murió en Missolongui, de unas fiebres mientras luchaba por la independencia de Grecia. Allí quedó su corazón, dice la leyenda, mientras que el resto del cuerpo, embalsamado, fue enviado en una cuba de cognac a Inglaterra. Pero la Abadía de Westminster se negó a darle sepultura: “Porque llevó una vida disoluta y dejó una poesía licenciosa, es indigno de ocupar un lugar en la Abadía, entre los grandes escritores ingleses”.

Finalmente fue enterrado junto a su madre en la Iglesia de Santa María Magdalena de Hucknall, en Nottinghamshire, y tuvieron que pasar 145 años desde su muerte, hasta 1969, para que Westminster reconsiderara su postura y accediera a colocar una placa conmemorativa en el Rincón de los Poetas de la Abadía, en la que recuerda “su desvelo constante por la justicia social y la libertad”.

Quizá su tumba hubiera encontrado un lugar perfecto en uno de los cementerios de París, el de Père-Lachaise o el de Montparnasse, visitados por miles de personas. Pero no pudo ser: no existe ningún recuerdo de Byron en tierras francesas porque jamás las pisó. En su primer viaje al continente, durante el cual escribió La peregrinación de Childe Harold, tuvo que bordear las fronteras en un recorrido circular porque su país estaba en guerra con Napoleón: Portugal, España, Sicilia, Malta, Grecia, Albania y Turquía.

Y en la segunda ocasión, en 1816, cuando Bonaparte ya había sido exiliado a Santa Elena, Francia le negó el visado para cruzar su territorio. “Y privó a París -comenta William Ospina- del recuerdo, que se habría convertido en leyenda, de ver sus calles, sus tabernas y sus catedrales, sus salones, sus jardines y sus burdeles convertidos en el escenario del mayor de los destinos románticos”.

Las tumbas más frecuentadas

Sí descansa para la eternidad en el Père-Lachaise un compatriota de Byron, un escritor que también se moría por una frase irónica y bien construida, y que se creó muchos enemigos a lo largo de su vida. Se trata de Oscar Wilde, cuya tumba animó a Jim Morrison, el mítico cantante del grupo The Doors, que en 1971 visitó el camposanto, le gustó y en él se quedó, una vez muerto, con veintisiete años. En su tumba se puede leer una inscripción en griego – ‘Kata ton daimona eaytoy’– que puede tener dos significados: ‘Al espíritu divino que llevaba en su interior’ y ‘Cada uno es dueño de los demonios que lleva dentro’.

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La tumba de Oscar Wilde es, posiblemente, la más visitada de este cementerio. Su sepulcro está vigilado por una esfinge modernista, cuyos genitales masculinos causaron escándalo en su momento. Cuando parecía que se había calmado la polémica y aceptados los memorables atributos, éstos fueron cercenados a paraguazos por dos turistas británicas, un punto puritanas. Hasta la fecha se desconoce su paradero.

El bloque de granito que cubre la tumba siempre estaba repleto de corazones y de besos: el rito consistía en pintarse los labios y posarlos sobre el sepulcro, aunque con tanto lápiz labial la lápida resultaba difícil de limpiar. Por eso en 2012, la familia de Oscar Wilde decidió colocar un muro de vidrio de dos metros de altura para mantener las distancias. Los ósculos pueden quedar impresos ahora en un árbol que se ha plantado al lado para tal actividad.

Ni Morrison ni Wilde son los únicos en recibir mensajes y objetos de lo más diverso. La lápida de Julio Cortázar, en el cementerio de Montparnasse, exhibe la imagen de un cronopio y los visitantes dejan dibujos de rayuelas, copas de vino y billetes de metro con dibujos.

El ingenio

Cerca de Wilde se sitúa la tumba de Molière, que presenta un epitafio de lo más ingenioso: “Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien”.

El cementerio de Montparnasse también cuenta con inscripciones filosóficas o simplemente divertidas. Incluso hay un epitafio ausente, el de Baudelaire. Al escritor de Las flores del mal no le hicieron caso y en su sepulcro no figura lo que él habría querido inscribir: “Aquí yace quien por haber amado en exceso a las busconas, descendió joven todavía al reino de los topos”.

Ni en el cementerio de Montparnasse ni en el de Père-Lachaise está enterrado el Marqués de Sade, pero sí en París, en Charenton, un famoso manicomio en el que fue encerrado en 1801 para pasar los últimos años de su vida. Napoleón, entonces primer cónsul de Francia, ordenó el arresto de Donatien Alphonse François, tras considerar que su libro Justine era el engendro más “depravado y abominable” de la literatura. Ya en Charenton, con la etiqueta de “demente libertino”, el Marqués se dedicó a escribir y a dirigir obras teatrales con los inquilinos del establecimiento como actores, hasta que se lo prohibieron, de nuevo por libertino. Murió en 1814 y en su lápida está inscrita la siguiente frase: “Si no viví más, es porque no me dio tiempo”.

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Abelardo y Eloísa

Una de las tumbas más espectaculares del Père-Lachaise es la que acoge a los famosos protagonistas de una historia de amor medieval: Abelardo y Eloísa, que descansan juntos desde su muerte, lo que no ocurrió en vida. En 1817 sus cuerpos fueron trasladados al cementerio parisino y cuenta la leyenda que ambos permanecen abrazados dentro de sus tumbas.

La historia es sobradamente conocida, pero la recordaré en un pequeño apunte. Pedro Abelardo nació a finales del siglo XI en Nantes y decidió no seguir la carrera de las armas que, como primogénito le correspondía, para dedicarse al estudio de la filosofía. En París ejerce como profesor y allí inicia una relación turbulenta con una quinceañera de la que es tutor, a la que dobla la edad y con la que tiene un hijo, el pequeño Astrolabio, que es entregado a las hermanas de Abelardo para que cuiden de él. Como consecuencia, Fulberto, el tío de Eloísa ordena que el filósofo sea castrado. Desesperado, toma los hábitos religiosos, no sin antes asegurarse de que su joven esposa también lo haga. Pasan los años y, para colmo, sus obras fueron quemadas por heréticas y él excomulgado, en el concilio de Sens.

Eloísa, obligada a la vida conventual por su propio esposo, le escribe cartas que él contesta con reproches y amonestaciones. Son cartas en las que ella se queja de su ausencia y él se niega a consolarla, aunque algunos expertos las consideran apócrifas por su descarado propósito edificante. En estos escritos Abelardo llega a alegrarse de la supresión de un miembro que no le hacía falta y que le impedía someterse a Dios y, de paso, asegura que las mujeres son un obstáculo para la vida intelectual y para la vida santa de los hombres.

Sartre y Beauvoir

Todo lo contrario de lo defendido por otra pareja que comparte una tumba muy sencilla en el cementerio de Montparnasse. Su vida de pareja fue la expresión más clara y rotunda del amor libre, sin celos, trabas o imposiciones. Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, cuyo entierro, en 1980, se convirtió en un acto de homenaje grandioso, al que acudieron cincuenta mil personas, en lo que Claude Lanzmann describió como la última manifestación del mayo francés.

Giscard d’Estaign, presidente de la República, ofreció que el Estado franceś se hiciera cargo del coste de los funerales pero los amigos de Sartre lo rechazaron. Sin servicio de orden ni previsión de tanta afluencia de personas, a lo que se sumó el reducido itinerario impuesto por las autoridades, el cortejo fúnebre pronto se tornó confuso y el caos fue de tal magnitud que un hombre llegó a caer en la fosa abierta a la espera del féretro de Sartre, mientras miles de flores pasaban de mano en mano.

Un año después de la muerte de Sartre, Beauvoir publicó La ceremonia del adiós, donde contaba los últimos diez años de convivencia con el filósofo. Concluye el libro con una frase de una clarividencia desgarradora: “Su muerte nos separa. Mi muerte no nos reunirá. Así es; ya es demasiado bello que nuestras vidas hayan podido juntarse durante tanto tiempo”. Le sobrevivió seis años y fue enterrada junto a él.

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«El año del verano que nunca llegó», William Ospina

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Todo anda relacionado: nosotros con nuestros coetáneos y con nuestros antepasados y también con los que han de llegar; con lo que está cerca pero también con lo que está a miles de años luz; con lo que leemos y con lo que alguien escribió hace más de dos mil años; con la lluvia de la primavera y con los huracanes de otro continente. Así pasa siempre porque todo suceso es la consecuencia de millones de interacciones ocurridas hasta ese momento, producidas por el azar, cuyas leyes de causalidad desconocemos.

El volcán de una pequeña isla del archipiélago indonesio entró en erupción en la primavera del año 1815. Produjo un impresionante tsunami y se llevó por delante la vida de más de sesenta mil personas. El nombre del monte volcánico, Tambora, y el de la isla, Sumbawa, eran totalmente desconocidos para los europeos pero todo el hemisferio norte padeció un año después las consecuencias de la nube de azufre y ceniza que ocultó el sol, hizo que nevara en pleno junio en Nueva Inglaterra, malogró cosechas, produjo hambrunas y cambió los colores del crepúsculo y del amanecer.

La erupción del Tambora contribuyó a crear personajes tenebrosos, cuyas sombras surgieron en una larga noche de frío y lluvia que comenzó el 16 de junio de 1816 en Villa Diodati, a orillas del lago Lemán, en Ginebra. “Todo está comunicado en secreto” y “al libro del universo se puede entrar por cualquier página”, dice el propio William Ospina para justificar la obsesión y los trabajos que durante tres años le mantuvieron ocupado siguiendo los hilos, aparentemente invisibles, de una historia que ocurrió en un mes de junio que debía ser primaveral pero que no llegó a florecer porque el verano, ese año, no llegó nunca.

El escritor colombiano W. Ospina actúa como un detective, siguiendo las pistas que le van dejando lecturas, conversaciones y lugares, y va conformando una historia que empezó a tejerse en su imaginación a partir de la preparación de una conferencia sobre el gólem, ese coloso de barro al que la palabra Emet inscrita en su frente le convierte en un ser vivo. La asociación con Frankenstein fue inmediata y de ahí a Mary Shelley, su autora. Días después recibe como regalo el libro de Trelawny, Memorias de los últimos días de Byron y Shelley. A partir de esta concatenación de hechos, surgidos en apariencia por azar, Ospina se siente obligado a proseguir la historia de aquella larga noche en la que cinco jóvenes – Shelley, Mary Godwin, Claire Clairmont, Polidori y Byron- estuvieron encerrados por culpa de un tiempo de pesadilla en una villa a la que ya anteriormente habían visitado importantes personajes, como el mismo Milton.

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Byron, Polidori, Mary, Percy y Claire

No sabía si necesitaba escribir una novela -dice Ospina- pero comprendí que me estaba vedado recurrir a las licencias de la ficción. Sólo podía contar las cosas como fueron: no los hechos, sino apenas mi lenta aproximación a los hechos” y dar cuenta “no de la verdad de la historia, sino de los azares y las incertidumbres de mi propia búsqueda”. El resultado es un apasionado relato sobre la gestación del Monstruo de Frankenstein y del Vampiro de Polidori y de cómo se entremezlaron los destinos de los cinco jóvenes, como no podía ser de otra forma. Ninguno de ellos alcanzaba los treinta años y ellas ni siquiera los veinte cuando idearon las pesadillas y ninguno de los tres hombres sobreviviría más de ocho años a esa fecha.

Byron, que había alquilado la villa, llegó a Ginebra acompañado por Polidori, un joven médico de veinte años, al que había contratado como facultativo y también para que llevara un diario del viaje. Había abandonado Inglaterra después de un gran escándalo que tenía que ver con los amores incestuosos que mantuvo con Augusta Byron, su media hermana. Había cautivado a la sociedad inglesa con su fascinante personalidad, pero no se le perdonó el adulterio ni la provocación.

También Shelley había abandonado Inglaterra. Hacía unos años, mientras estudiaba en Oxford, publicó una invectiva contra la sociedad de su tiempo, Necesidad del ateísmo. Fue expulsado de la Universidad y de la mansión familiar. Por un impulso rebelde se casó con la joven Harriet, hija de un posadero; visitó a Coleridge y a Wordsworth, en aquel momento máximos exponentes del romanticismo inglés, pero que a Shelley le parecieron extraordinariamente conservadores; y volvió sus ojos hacia William Godwin, un pensador anarquista, “gran negador de todo poder, de toda tradición y de toda institución”.

En la casa de Godwin, Shelley conoció a sus tres hijas: Fanny, Mary y Claire. Abandonó a su mujer, Harriet, y huyó con Mary y con Claire al continente. Es muy posible que Claire Clairmont estuviera enamorada de Percy, pero tuvo que contentarse con Byron al que logró conocer y convertirse en su amante tras escribirle cartas apasionadas. Claire, embarazada en junio de 1816, fue la única que no escribió nada aquella noche y no debía hacerlo mal, dado el resultado de sus misivas a Byron. Sin embargo, fue la organizadora, la tejedora de la trama, la que hizo que los cinco se reunieran en Villa Diodati.

Fue Byron quien propuso a sus invitados que esa noche escribiera cada uno un cuento de terror. El ambiente era propicio y habían estado leyendo en voz alta un libro alemán sobre fantasmas que Polidori había llevado consigo. Cualquiera hubiera pensado que Shelley y Byron tenían las de ganar en esta competición, pero no fue así. Shelley escribió un relato que ni siquiera figura en su antología, Los asesinos, y Byron eligió crear un poema, titulado Oscuridad, que comenzaba así: “Tuve un sueño que no era del todo un sueño. El brillante sol se apagaba…”

En cambio, Mary, con apenas dieciocho años, y Polidori, con veinte, fueron las estrellas de la noche. Tal vez porque fueran las almas más sensibles a la influencia, demoníaca e intensa, de Byron. Sus monstruos reflejan en cierta manera la personalidad del dueño de la casa.

El monstruo y el vampiro

Mary Shelley ideó al monstruo de Frankenstein en la larga noche de junio pero escribió este relato entre filosófico y de terror durante los veintidós meses posteriores. En el prefacio, escrito por Percy, se afirma que “el suceso en el que se fundamenta este relato imaginario ha sido considerado por el doctor Darwin y algunos otros fisiólogos alemanes como no del todo imposible”. Se refiere a Erasmus, el abuelo de Charles, un librepensador que se ocupó del origen de la vida.

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Por entonces se conocían en toda Europa los experimentos de Luigi Galvani, que producían espasmos musculares en la pata de una rana mediante descargas eléctricas; Aldini consiguió en 1803 provocar contracciones en cadáveres humanos. Aunque Mary también pudo encontrar su inspiración en un personaje real: Conrad Dippel, nacido en 1673 en el castillo de Frankenstein, en Darmstadt. Estudió Teología y Filosofía y practicó la alquimia y la anatomía. La leyenda que el narrador de cuentos Jacob Grimm contó a la traductora de sus cuentos Mary Jane Clairmont, madre de Claire y madrastra de Mary, asegura que Dippel realizaba experimentos con cadáveres y creía que era posible transferir las almas.

En cuanto al vampiro ideado por Polidori todo hace pensar que es el propio Byron, en un faceta de aristócrata insensible y malvado, que se alimenta de las desgracias de los más vulnerables y frágiles y mancilla a las jóvenes inocentes y virtuosas. Su nombre, Lord Ruthven, fue utilizado por Caroline Lamb, amante despechada de Byron, en una obra llamada Glenarvon, en la que se le ridiculiza.

Encuentros y desencuentros

El encuentro de ambos poetas fue para ellos más importante que el concurso de narraciones. De caracteres completamente opuestos, desde el momento en que se encontraron es posible rastrear en sus obras y en sus vidas el influjo del uno en el otro. Byron derivó a un pensamiento más complejo y a unas convicciones más firmes en tanto que Shelley aparece más audaz. Resulta extraño pero no exagerado cuando Ospina dice que “intercambiaron sus muertes”. Quien debió marchar a Grecia para luchar por su libertad y morir en Missolonghi fue Shelley, por su entrega total a las causas justas, en tanto que Byron podría haber muerto en el naufragio en la bahía de La Spezia por su afán aventurero y temerario. No fue así.

Si para Shelley fue magnífico encontrarse con Byron, no resultó igual para Claire ni para Polidori. Byron contrató alegremente a este médico recién graduado con aspiraciones literarias, pero por una frase, por un desplante, era capaz de arruinar la mejor amistad. John William Polidori intentaba imitar las excentricidades de Byron pero nunca lo conseguía, más bien fracasaba lastimosamente, lo que provocaba la burla inmisericorde de su adorado modelo.VampiroPolidori

Cuando un año después de la larga noche se publicó El vampiro, el editor se equivocó y puso como autor a Byron, que no se apresuró precisamente a corregir el error. Polidori se suicidó a los veinticinco años con ácido prúsico, cuyo inventor casualmente fue el doctor Dippel. Polidori murió sin saber que Goethe había aclamado su Vampiro como la mejor obra de Lord Byron.

En cuanto a Claire Clairmont, poco se sabe de ella después de que muriera su hija, Allegra, a los once años. Hija de Byron, fue concebida en el verano de los monstruos. Cuando nació, el padre las abandonó, y ellas se fueron a vivir con Shelley y Mary. Byron la reclamó pero pronto se cansó de Allegra y la envió con las monjas a un convento italiano. Claire intentó secuestrarla porque no tenía ninguna confianza en el cuidado ni en la educación que recibía su hija. Efectivamente, Allegra murió cinco años después, de tifus o de malaria, y Claire mantuvo su odio a Byron el resto de su vida.

Pasados más de cincuenta años, Henry James convirtió a Claire Clairmont en la protagonista de Los papeles de Aspern: una anciana recluida en una vieja casa de Venecia, enmascarada bajo el nombre de Julia Bordeareau, que guarda como un tesoro los recuerdos del poeta al que amó en su adolescencia: Shelley, no Byron.

Todas estas cosas nos cuenta William Ospina y su prosa logra transmitirnos un entusiasmo contagioso por todo aquello relacionado con el verano de 1816 que nunca existió. Para el final nos deja un regalo que no voy a desvelar, al menos por ahora. Sólo un nombre: Ada.

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Villa Diodati

El cementerio de los ingleses: Keats, Shelley, Trelawny y Daisy Miller

Sin quitar mérito a los magníficos panteones, las modestas Iglesias, las tumbas en lugares exóticos o en pueblecitos marineros, son los cementerios de las ciudades los que más atraen a los paseantes necrófilos. Hay uno en Roma que acogió en su día a jóvenes románticos y al que coloquialmente se le llama ‘cementerio de los ingleses’. Le rodea la antigua muralla aureliana e integrada en ella, la pirámide Cestia, un edificio sepulcral de estilo egipcio erigido en el primer tercio del siglo I a.C como tumba para el patricio Cayo Cestio, miembro de los ‘Septemviri Epulones’, los encargados de organizar banquetes en honor de los dioses.

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En el cementerio protestante de Roma –o Cimitero Acattolico, como se llama oficialmente- reposa John Keats, inglés de vida efímera y trágica, cuyo epitafio es uno de los más bellos impresos en piedra: “Esta tumba contiene todo cuanto fue mortal de un JOVEN POETA INGLÉS, quien en su lecho de muerte, en la amargura de su corazón, en el poder malicioso de sus enemigos, deseó que grabaran estas palabras en su sepultura: Aquí yace aquel cuyo nombre fue escrito en el agua.

Borges dedicó un poema a John Keats, cuyos últimos versos dicen: El alto ruiseñor y la urna griega / serán tu eternidad, ¡oh fugitivo! / Fuiste el fuego. En la pánica memoria / no eres hoy la ceniza. Eres la gloria.

Cuando Keats llegó a Roma, en noviembre de 1820, sufría una tuberculosis avanzada y, sabiendo que su final estaba próximo, le pidió a John Severn, su fiel amigo, pintor y cónsul en la ciudad, que se asegurara de que las cartas y un mechón del cabello de su amada, Fanny Brawne, se enterraran en su ataúd. Se cumplió su voluntad y su tumba se cubrió de margaritas y violetas, como luego contó Shelley, cuya tumba también se encuentra en este mismo cementerio romano, a unos metros de distancia de la de Keats.

Dos años después de la muerte de John Keats, Percy Bysshe Shelley, también encarnación del ideal romántico, desapareció en el mar una noche de tormenta en la que salió a navegar desde Livorno a Lerici. Su cuerpo, irreconocible a falta de rostro, fue arrastrado hasta la playa poco después. Se le pudo identificar por el libro de poemas, de Keats, que llevaba en el bolsillo.

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Sus amigos, Henry Leigh Hunt, poeta y editor británico, Edward Trelawney, capitán de la Marina retirado, y Byron, prepararon un funeral insólito: construyeron una pira en la playa para incinerarlo como a los antiguos romanos, avivando el fuego con vino, aceite y sal, según contó una y otra vez Trelawney. El fuego no llegó a alcanzar la temperatura necesaria para convertir el cuerpo de Shelley en cenizas por lo que el proceso se tuvo que repetir varias veces. En una de ellas, Trelawney atravesó las llamas para arrancar del cadáver el corazón del muerto, que había quedado descubierto, y entregárselo a su viuda, Mary Shelley, que lo conservó hasta su muerte y con el que fue sepultada, pero en Inglaterra.

Posiblemente muchos detalles de esta incineración sean inventados. Se sabe que, durante el largo proceso, Byron y Hunt se marcharon a nadar debido al gran calor que desprendía la pira y que Mary Shelley no estaba presente, pese a que aparece en el cuadro de Louis Fournier, ‘El funeral de Shelley’.

Edward Trelawny, que conoció a los Shelley a través de Edward Ellerker Williams, antiguo marino que también falleció en la travesía del barco llamado ‘Don Juan‘, en honor a Byron, o ‘Ariel‘, según Mary Shelley, era a partes iguales un héroe y un mitómano y mucho de lo que sabemos acerca de la ceremonia y entierro de Percy se lo debemos a él, que lo contó repetidas veces, en conversaciones y en libros, añadiendo o cambiando una u otra circunstancia dependiendo del ambiente o del tiempo transcurrido. Trelawny sirvió en la Marina Real británica desde los doce a los veinte años y aunque nunca pasó de soldado raso se presentaba como capitán retirado. Pese a que fue dado de baja, él siempre contó que había abandonado el Ejército para ejercer de corsario en el Índico.

Se encargó de la cremación de Shelley y de Williams y después marchó con Byron para luchar por la independencia de Grecia. Cuando su amigo murió en Missolongui tuvo que hacer los arreglos para el cuidado del cadáver y los trámites para su entierro y la expatriación de su corazón a Inglaterra.

Apenas había sobrepasado la cuarentena y a Trelawany aún le quedaban por delante muchas aventuras que disfrutar, aunque ya no tan interesantes, y libros por escribir sobre sus andanzas y acerca de sus amigos, Shelley y Byron. Murió a los 88 años de edad, en 1881. Sus cenizas fueron enterradas cerca de la tumba de Shelley, en el cementerio protestante de Roma, y dejó encargado que en su lápida se grabaran unas líneas del poeta: Estos son dos amigos cuyas vidas no estuvieron divididas / Por tanto, permitan que su memoria continúe igual / bajo la tumba: no dejen que sus huesos sean separados / como no lo fueron sus dos corazones, que en sus vidas fueron uno solo.

‘Daisy Miller’, Henry James

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Junto a Keats y a Shelley, en el cementerio protestante de Roma, descansa un personaje de ficción, Daisy Miller, del libro homónimo de Henry James publicado en 1878. Era una joven norteamericana, muy bella, un poco alocada, bastante coqueta, y demasiado ingenua, que muere por cometer una insensatez: pasear a la luz de luna por las ruinas del Coliseo, donde contrae la malaria. Es el momento en que la narración alcanza su momento crucial. Justo allí, en la arena, el narrador de la historia, el ‘tieso’ Winterbourne, que la había pretendido, antes de sorprenderla en el paseo y reconvenirle por su imprudencia, comienza a murmurar los famosos versos del ‘Manfred’ de Byron, un poema dramático en el que el protagonista es un noble torturado por una gran culpa y que intenta por medios sobrenaturales borrar el pasado.

El poema comienza con una cita de ‘Hamlet’: Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, que las soñadas en tu filosofía. Es una frase que podría ser romántica si no fuera shakesperiana y señala por dónde va a transcurrir esta composición repleta de elementos mágicos. Byron lo llamó ‘poema metafísico’ y lo escribió en 1816, poco después del fracaso de su matrimonio y del escándalo que provocaron las acusaciones de una relación incestuosa entre el escritor y su media hermana, Augusta Leigh, tras lo cual abandonó Londres para nunca más volver.

Algunos piensan que el poema es una confesión de culpa y un deseo de olvido. Cuando lo murmura Winterbourne en el Coliseo parece reflejar el sentimiento de que él mismo ha dejado abandonada a la pobre Daisy, igual que la ha excluido la alta sociedad norteamericana residente en Roma: por no ser lo bastante distinguida, por excéntrica y desafiante y por no seguir las normas que aconsejan no pasear con caballeros por las calles de la ciudad. Pero de pronto descubre en el mismo Coliseo, cuando han pasado ya las once de la noche, a la bella Daisy acompañada por un guapo italiano, lo que le sirve para justificar su indiferencia, si no su desprecio, hacia lo que le pueda ocurrir.

Y esa ambigüedad tan característica de Henry James hace que Daisy contraiga, como consecuencia del paseo nocturno o como castigo a su irreflexión, unas fiebres que acabarán con ella “en un ángulo de la muralla de la Roma imperial, bajo los cipreses y las abundantes flores de primavera”.

Tumbas para el recuerdo: de Cervantes a Shakespeare; de Tolstoi a Stevenson; de Collioure a Comala

La posibilidad de la vida eterna y sus efectos secundarios me llegó de Borges, cuyo cuento ‘El inmortal’ siempre me ha despertado cierta desazón por el simulacro de vida de los personajes que, como el Homero del relato, se convierten en seres imperecederos tras bañarse en un río que concede el don de la eternidad. Lejos de ser un regalo, resulta un terrible e inmerecido castigo.

Las culturas paganas que no creían en la inmortalidad o que no les parecía nada deseable, como ocurre con Grecia y Roma, y también con otras más modernas aunque menos sofisticadas, como la vikinga, fiaban la auténtica inmortalidad a la fama y a la gloria después de la muerte; a los cuentos, a las canciones y a las sagas que se repetirían a lo largo de los siglos elogiando la vida y la muerte del héroe o del poeta.

Antes de seguir despeñándome por caídas de imperios y civilizaciones desaparecidas quisiera retomar el asunto de la perdurabilidad de los hombres en el recuerdo de las generaciones posteriores. No hay otra frase que exprese de forma más bella este deseo de permanecer en la memoria por toda la eternidad que la de Shakespeare: ‘Perduraré donde más alienta el aliento, es decir, en los labios de los hombres’.

Y para el recuerdo y los homenajes se construyeron los cementerios y las visitas guiadas. El turismo necrófilo da muchos dividendos, al menos fuera de España. En nuestro país no hay costumbre de visitar necrópolis para depositar flores en la tumba de nuestros escritores, músicos o pintores. Tampoco en las de reyes ni guerreros ni políticos, pero eso es otra historia. Me gusta pensar que no es un menoscabo de nuestra condición hispana, sino un adorno: los españoles no somos mitómanos. Pero tampoco parece que sea eso -no hay más que ver cómo se arracima la gente ante los famosos del momento y cómo se matan por un selfie con el actor de moda- sino más bien el reflejo de un triste desapego hacia nuestra historia cultural.

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Los buscadísimos huesos de Cervantes

Según su testamento, Miguel de Cervantes pidió ser enterrado en la iglesia del convento de las Trinitarias Descalzas, en agradecimiento a los Trinitarios que le liberaron de su cautiverio en Argel tras cinco años. La Orden, a la que se unió años antes de su muerte, pagó ‘in extremis’, cuando iba a ser embarcado a Constantinopla, los quinientos ducados de oro por su rescate. Tras la construcción del nuevo convento se perdieron los vestigios de su tumba, pero en 2014 comenzaron los trabajos de exploración de nichos y tumbas en la cripta del convento de las Trinitarias en Madrid en busca de los restos mortales del escritor.

El Ayuntamiento madrileño, que corría con los gastos, tenía el firme propósito de instalar en la propia cripta del convento un “túmulo digno e idóneo” que pudiera ser visitado por el público. No reparó en excesos mediáticos, más relacionados con las elecciones del año 2015, cuando se terminaron los trabajos, que con el centenario de la muerte del escritor, un año después.

Pero sólo se encontraron una mandíbula y dos decenas de huesos que podrían ser atribuidos a Cervantes pero que andaban muy mezclados con otros de distintos difuntos. La exposición sobre los trabajos se hizo en el Museo de Historia de Madrid, en cuya inauguración la entonces alcaldesa, Ana Botella, afirmó muy convencida de que, en el convento de las Trinitarias se “singularizarían” con una lápida los restos hallados que, en su opinión, “corresponden a Cervantes porque así lo avalan tres ciencias: la Antropología, la Arqueología y la Historia”. Y también hubo sepelio, en el mes de junio, de forma que Cervantes fue enterrado por tercera vez desde que muriera en 1616.

Así pues, se trasladaron los supuestos restos del escritor a la Iglesia de San Ildefonso y hubo lápida y visitas guiadas. El epitafio proviene de una de las obras más queridas por Cervantes, ‘Persiles y Sigismunda’, y dice así: “El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir”.

Otros restos de ilustres

Al parecer el número de visitantes del convento de las Trinitarias ha aumentado con toda esta publicidad sobre tumbas, huesos y testamentos: estábamos en el año del IV Centenario de la muerte de Cervantes.

No es Cervantes el único personaje ilustre enterrado en una cripta eclesial. Shakespeare pidió que sus huesos reposaran en Iglesia de la Santa Trinidad de Stratford, donde fue bautizado. El cumplimiento de ese deseo impidió que ocupara un hueco en la ‘Esquina de los poetas’ de la Abadía de Westminster, en Londres, en cuyo transepto sur se encuentran las tumbas de Dickens, Kipling, Browning y Tennyson.

Estos enterramientos ilustres tienen su correspondencia en el Panteón de París, cuya construcción comenzó en 1764, y en el que permanecen los restos de Voltaire desde 1791, tras la Revolución Francesa, y los de Alejandro Dumas, situados entre los de Émile Zola y Victor Hugo. En el frontispicio está inscrita la dedicatoria: “A los grandes hombres, la patria agradecida”.

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Machado en Collioure

Si Shakespeare quiso persistir en el recuerdo de los hombres, Antonio Machado dejó de lado esas pretensiones en ‘Cantares’: “Nunca perseguí la gloria / ni dejar en la memoria / de los hombres mi canción”. Pero el poeta español también tiene su público, que visita su tumba en el cementerio del pueblo francés de Collioure, donde murió en febrero de 1939, a los veinticuatro días de llegar, huyendo de la victoria fascista en España.

En los bolsillos de su gabán se encontraron manuscritos los que tal vez fueran sus últimos versos, de un día en que pudo pasear por el pueblo, al que llegó enfermo de neumonía: “Estos días azules y este sol de la infancia”.

Su madre, que le acompañaba en su huida de España, murió tres días después, y en 1958 los restos de ambos pasaron a una tumba propia, financiada por un centenar de donantes, entre ellos Andrè Malraux, Albert Camus, la librería Gallimard y el sindicato UGT. Fue a partir de entonces cuando la gente empezó a enviar escritos y a depositarlos sobre la tumba: poemas, agradecimientos, tarjetas de visita e incluso peticiones. Como si fuera un santo laico, le pedían protección. En los ochenta, el Ayuntamiento de Colliure instaló, al lado de la tumba, un pequeño buzón abierto para que estos miles de escritos no se perdieran.

Las tumbas más bellas

La tumba de Tolstoi ni siquiera es tumba; es más bien es un túmulo rectangular en medio del bosque de la que fuera su hacienda, Yasnaia Poliana, cubierto de flores, sin cruz ni lápida ni inscripción, ni siquiera el nombre, y de la que dice Stefan Zweig que es “la tumba más bella, impresionante y triunfal del mundo”.

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Tolstoi en Yasnaia Poliana

Tampoco está reñida con la naturaleza, la tumba de Louis Stevenson en la cima del monte Vaea de Samoa. El epitafio dice: Aquí yace donde quiso yacer / de vuelta del mar está el marinero / de vuelta del monte está el cazador.

Otros eligieron esparcir sus cenizas en lugares imaginarios. Es el caso de Juan Rulfo, que optó por la cremación y pidió que sus restos se aventaran en Comala, la ciudad en la que vivió un cacique llamado Pedro Páramo y al que su hijo va a buscar por recomendación de su madre y donde los muertos conversan. Nada tiene que ver esta Comala imaginaria, ubicada “sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno”, como la describe Abundio Martínez en las primeras páginas de la novela, con el pueblo que sí existe y se llama Comala, de casas encaladas y umbrosas huertas. El deseo de Juan Rulfo, genial e intencionado, de reposar en la tierra de su imaginación, viene a decirnos que el mejor homenaje a un escritor es la lectura de su obra y que en ella le encontraremos siempre.

De los gastos, disgustos y tiempo perdido, que conllevó la búsqueda de los restos de Cervantes, dijo Francisco Rico, que, al fin y al cabo, si se trata de leer o releer su obra, puede que sus huesos no sirvan para mucho. Las estadísticas ofrecen un dato lamentable: sólo el 21% de los españoles ha leído ‘El Quijote’.

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La caída de Roma y el fin de la civilización; relatos e interpretaciones

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La imagen de gigantescos guerreros germanos a caballo incendiando ciudades y masacrando a sus habitantes entre inmensos charcos de sangre se asienta profundamente en nuestro imaginario colectivo y, como ocurrió en el pasado, no deja de producirnos cierta inquietud y desazón. Porque si la antigua Roma pudo caer, también nuestra moderna y sofisticada civilización puede desaparecer. La caída del Imperio romano y el comienzo de los Años Oscuros es la demostración histórica de que el progreso no es inevitable.

La ausencia de fuentes sobre un periodo tan convulso de la historia de Europa como fue la decadencia y caída del Imperio romano de Occidente, abre el camino a diversas interpretaciones que se han teñido, en muchas ocasiones, de la ideología que dominaba el momento histórico mismo en el se reflexionaba sobre esos hechos.

La visión cristiana en el siglo V

De lo que ocurrió cuando los godos invadieron la Galia, cuando Alarico saqueó Roma durante tres días, cuando los suevos se hicieron con Gallaecia o cuando los vándalos cruzaron el estrecho de Gibraltar y destruyeron las ciudades del norte de África lo sabemos gracias a las crónicas que escribieron historiadores cristianos. A veces la retórica que utilizan y su evidente partidismo nos hace desconfiar de la autenticidad de su narración, pero en todos los casos es evidente que hubo una invasión de pueblos de origen germánico, que fue violenta y que transformó las estructuras políticas y el estilo de vida romanos.

En el noroeste de la península ibérica, el obispo Hidacio transmitió en sus Crónicas el terror de los saqueos y de las matanzas que causaron los suevos en Gallaecia, asociando la llegada de los bárbaros a Hispania con las cuatro plagas que profetiza el Libro de las Revelaciones. Victor Vitensis, cronista de la invasión de los bárbaros, cuenta con detalle los horrores a los que sometieron a la población romana de Hipona y Cartago. Y también Posidio, testigo de la época, relata esta tragedia en su Vida de Agustín.

Jerónimo, desde Belén, recibe la noticia del asedio y posterior saqueo de Roma y escribe conmocionado su Principia, donde deja escrito: “El orbe se desmorona, las iglesias quedan en cenizas … Es conquistada la ciudad que antes conquistara al mundo entero o, mejor dicho, perece antes por hambre que por la espada”. Y en otras obras y varias epístolas, se lamenta por la pérdida de vidas, denuncia la violencia y las calamidades que han causado los bárbaros y llega a la conclusión de que los pecados de unos y de otros son los causantes de la desastrosa situación del Imperio.

A los cristianos de la época lo que les preocupaba era que se les culpara de la caída de Roma. La ciudad que, en ochocientos años, jamás había sido invadida por ningún atacante extranjero, es saqueada por el jefe godo Alarico en el año 410, cuando hacía diecinueve años que se había decretado la supresión de los cultos paganos públicos. El saqueo de la ciudad impresionó profundamente a los ciudadanos del Imperio Romano occidental, más que el fin del mismo, fechado tradicionalmente en el mes de septiembre del año 476, cuando el último emperador, Rómulo Augusto, fue depuesto por el caudillo germano Odoacro.

Agustín, obispo de Hipona, en el norte de África, recibe la noticia del saqueo de Roma, y también a gran número de exiliados que buscan la protección de otras tierras a las que aún no han llegado los bárbaros. Y su respuesta, además de su sermón de diciembre de ese mismo año en la catedral, será su gran obra, La ciudad de Dios, en la que argumenta que un verdadero cristiano sólo es ciudadano del Cielo y que, desde la perspectiva más amplia de la Eternidad, el saqueo de Roma es un suceso menor e insignificante.

Agustín escribe sobre la caída de Roma para contrarrestar la acusación de quienes veían detrás del asedio de Roma la furia de los viejos dioses abandonados. El historiador romano Zósimo de Panópolis dio en su Historia Novae una interpretación teológica de la decadencia –no la caída todavía– del Imperio, haciendo responsables a los cristianos por el “abandono de la antigua religión” pagana, lo que según él enfurecía a los dioses.

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Alarico en Roma

Elogio del espíritu germano

Otros apologistas cristianos -como Orosio, autor de la Historia contra los paganos – refutaron la tesis de que la decadencia de la ciudad había sido causada por el cristianismo. Incluso se empeñó en demostrar que el pasado de Roma, gobernado por falsos dioses, había sido peor que el turbulento presente cristiano y atribuyó el saqueo a la cólera de Dios contra los pecadores que habitaban la capital del Imperio. A mediados del siglo VI, el historiador y apologista de los godos, Jordanes, defendió que bárbaros y romanos eran amigos por naturaleza y que, como ya dijera Orosio, cuando las tropas de Alarico entraron en Roma se comportaron, es decir, respetaron los altares de los santos.

En los años cuarenta del siglo V, Salviano, un sacerdote de la región de Marsella, autor de la obra ‘De gubernatione Dei’, en la que relata la situación de la Galia, Hispania y el norte de África tras las invasiones bárbaras, asume también esta diatriba contra sus contemporáneos, cuya perversidad había merecido el castigo divino, al tiempo que elogia de los bárbaros, su virtud y su modestia, la afición al trabajo y el rechazo de la fornicación.

Este elogio de los pueblos invasores se repite mucho después y adopta un tinte siniestramente profético sobre una catástrofe de dimensiones apocalípticas que ocurrirá dos siglos después. El filósofo alemán del XVIII Johann Gottfried von Herder señala que las invasiones supusieron la transfusión de una sangre germana nueva en un imperio decadente: “Una Roma agonizante yace durante siglos en su lecho de muerte … un lecho de muerte que se extiende por el mundo entero … el cual no podría asistirla sino acelerando su fin. Los bárbaros vinieron con esa misión; gigantes del norte ante los cuales los romanos débiles se asemejaban a enanos; asolaron Roma e infundieron nueva vida en una Italia que agonizaba”.

Herder pertenece por derecho propio a la historiografía clásica germánica, que presenta una visión de las invasiones bárbaras mitificada, ideologizada y partidista. Al agotamiento, anquilosamiento y corrupción del Imperio contrapone la savia nueva, joven y dinámica de los pueblos germánicos.

La caída de Roma fue el efecto natural e inevitable de una grandeza desmedida”, sentencia Edward Gibbon, que no saluda las invasiones germánicas, pero atribuye parte de la culpa al triunfo del cristianismo y a la expansión de la vida monacal del siglo IV, debido sobre todo a que la paga de los soldados que debían defender el Imperio “se otorgaba a una multitud inútil de ambos sexos que sólo podía exhibir como mérito la abstinencia y la castidad”. Algo de razón puede tener, aunque la culpa no sólo sería de esa clase ociosa, ya que el ejército profesional del siglo IV, que contaba con unos 600.000 soldados, precisaba para su mantenimiento en óptimas condiciones, de impuestos civiles que, precisamente debido a las primeras correrías e invasiones de los bárbaros y también por las rebeliones internas (como la de Constantino III, que se apropió de los recursos de Britania y de los de parte de la Galia), se hicieron cada vez más difíciles de recaudar.

Otros historiadores en el siglo XIX admiten que el fin del Imperio romano fue el resultado de una “enfermedad interna”, de su propia decadencia y no de la violencia destructora de los bárbaros. En ese siglo y a comienzos del XX, la caída de Roma tendía a explicarse en términos de las teorías sobre supuesta degeneración racial o del conflicto de clases. La tesis de una “enfermedad interna” en el Imperio como causante de la decadencia y desaparición de Roma estaba bien vista. Literatos como Verlaine o D’Annunzio compartían una concepción vitalista-biológica de la historia que atribuía a los imperios las mismas características de nacimiento, desarrollo y decadencia de la vida humana.

Sin embargo, tras la II Guerra Mundial, vuelve a cambiar la perspectiva y los historiadores, sobre todo los franceses (Andrè Piganiol y Pierre Courcelle), interpretan el fin de Roma como el “asesinato” de un mundo civilizado todavía vital, perpetrado por las oleadas de bárbaros que irrumpieron más allá de las fronteras. Courcelle establece abiertos paralelismos entre los sucesos que acababan de ocurrir en Francia, es decir, la ocupación nazi, y la experiencia de las invasiones bárbaras del siglo V, en el que “hordas devastadoras habían dejado tras de sí sólo el desierto”.

En la última mitad del siglo XX, al estabilizarse una nueva y pacífica Europa occidental, la imagen de los germanos como invasores violentos ha comenzado a debilitarse. Según Walter Goffart, que fue profesor en la Universidad de Toronto, los bárbaros se habrían asentado en territorio romano en virtud de pactos con la autoridad imperial y asumiendo responsabilidades de defensa a cambio del cobro de impuestos. Niega que existiera un choque entre la civilización y la barbarie y avalanchas de tribus salvajes sobre el Imperio. Roma habría caído por haber delegado su poder en fuerzas extranjeras para defenderse y no porque fuera invadida con éxito por los bárbaros; fue un experimento que “se les fue un poco de las manos”, dice.

El historiador irlandés Peter Brown va más allá al defender un conjunto de grandes innovaciones culturales y religiosas en el periodo al que él mismo dio nombre con el título de su libro aparecido en 1971: The World of Late Antiquity. La Antigüedad Tardía comprende desde el año 200 d.C. hasta el siglo VIII y con esta nueva clasificación y título históricos introduce la tesis de que las invasiones germanas no fueron violentas, sino que se trató de una integración paulatina de pueblos extranjeros en el Imperio.

Bryan Ward-Perkins se enfrenta a ambos, a Walter Goffart y a Peter Brown, y demuestra con datos los efectos negativos y perdurables de la disolución del Imperio. Para empezar, todas las regiones que pasaron a dominio germano de manera más o menos pacífica, habían experimentado previamente la invasión y el saqueo y el ejemplo más notorio es Aquitania. No fue una conquista pacífica, no “se le fue de las manos” a la autoridad romana porque lo cierto es que no tuvo más remedio que llegar a acuerdos y vender provincias. Y tampoco fue una “evolución”, sino una ruptura drástica con el pasado al producirse la desaparición de ciudades, el empobrecimiento tecnológico y artístico y la reducción, a todos los niveles, del bienestar y la calidad de vida.

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Ward-Perkins reconoce que la intención de los pueblos germanos posiblemente no fuera acabar con el sofisticado mundo de la Antigüedad y que lo que pretendieran fuera participar en el alto nivel de vida del Imperio. Pero sus invasiones y la desorganización y desintegración del Estado romano que provocaron sin duda fueron la causa principal –no la única- de la muerte de la economía romana y de su consiguiente bienestar y de su civilización. “Los invasores -concluye- sin ser culpables de asesinato, sí cometieron homicidio”.

Bibliografía

– Bryan Ward-Perkins, La caída de Roma y el fin de la civilización, Espasa Calpe 2007.

– Edward Gibbon, Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, Ramdon House Mondadori, 2003.

-Peter Brown, El mundo de la Antigüedad Tardía, Taurus, 1991

Jérôme Ferrari, El sermón sobre la caída de Roma

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Las tropas de Alarico por fin entran en Roma tras un largo asedio, el 24 de agosto del año 410. Al principio, los romanos experimentaron sorpresa e indignación porque un vil bárbaro se atreviera a insultar a la capital del mundo. Poco a poco fueron sintiendo la angustia de la escasez para acabar sufriendo las terribles calamidades del hambre. Compraron su rescate con el oro y la plata, con bienes valiosos y esclavos de origen bárbaro y tras un primer pago, llegó la tregua.

Pero en Rávena, donde residía la corte imperial, se despreció al rey visigodo y sus ofertas de paz. Alarico, descontento, entró en la ciudad que durante ochocientos años nunca fuera ocupada por enemigo extranjero alguno, ni siquiera por Aníbal. El último saqueo de Roma había ocurrido en el año 387 a.C. cuando entraron en ella los galos dirigidos por Breno. Ésta fue la segunda vez en que Roma fue castigada, en el año 1163 de su fundación y ella, “que había sometido y civilizado a una parte considerable de la humanidad, fue entregada a la furia desenfrenada de las tribus de Germania y Escitia”, según la sonora expresión de Gibbon.

Aunque la caída de Roma no supone aún la del Imperio Romano de Occidente, fue un aviso brutal cargado de simbolismo que puso en evidencia la decadencia del orden imperial, ya herido de muerte. Las noticias se expandieron por todo el Imperio, así como los lamentos. Agustín, obispo de Hipona, ciudad del norte de África, pronuncia en su catedral un sermón con la intención de que sirva de consuelo y resignación a sus fieles y sobre ese sermón, que subraya la inevitable sucesión de mundos y de civilizaciones, escribe Ferrari su novela teniendo como pantalla la caída de Roma y, como primer escenario, el fin de otro mundo que comienza con la guerra de 1914.

Es posible que no perezca Roma si no perecen los romanos’

Todos los capítulos llevan por título una frase del sermón de Agustín. Existen los hombres pero ya no su mundo, viene a decir el primero. Marcel Antonetti contempla una fotografía tomada en el verano de 1918, meses antes de su nacimiento, en la que aparecen su madre y sus hermanos. Ahora ninguno de ellos existe; sólo viven en su recuerdo. Y cuando él muera todos desaparecerán irremediablemente.

Marcel nació un año después de que se hubiera tomado la fotografía, cuando terminó la Gran Guerra y su padre fue liberado. Terminó la conflagración y pareció como, si “tras pagar el precio de la carne y de la sangre fuera necesario aún ofrecer a un mundo desaparecido el tributo de símbolos que reclamaba para desaparecer definitivamente y dar paso por fin a un mundo nuevo. Pero nada sucedía, un mundo había desaparecido para siempre sin que un nuevo mundo lo reemplazara, los hombres abandonados, privados de mundo, proseguían la comedia de la generación y la muerte”. La guerra supuso una insondable masacre, pero la gripe que vino después se cobró miles de víctimas. Marcel conseguiría sobrevivir, pero a cambio de una salud maltrecha y un espíritu triste, sin mundo.

Transcurren los años, pasa la siguiente gran guerra europea y el nuevo mundo envía a Marcel a las colonias francesas del África occidental, su destino soñado. Pero su joven esposa muere en el parto y ni siquiera le queda poder gobernar un “reino de bárbara desolación en los confines del Imperio” porque Roma ya no existe, “sólo quedan reinos a cual más bárbaro, de los que era imposible escapar”. Sólo podía aspirar a “ejercer su poder inútil sobre unos hombres aún más miserables que él”. Marcel vuelve a París: el Imperio había desaparecido sin exhalar un sólo gemido, que es como acaban todos los imperios. “Todos los senderos luminosos han desaparecido”.

La historia del bar

La vida de Marcel, el abuelo, inicia la novela y ocupa tres capítulos; en algún otro aparece esporádicamente porque el autor ha querido dar el protagonismo a su nieto y al amigo. Desafortunadamente porque, cuando no habla de Marcel, la novela se convierte en un relato trivial de las vicisitudes de un bar de camareras en un pueblito de Córcega que regentan los jóvenes Matthieu y Libero tras abandonar París. El primero no soporta a sus compañeros estudiantes de filosofía porque se creen “con el privilegio de comprender la esencia de un mundo en el cual el común de los mortales simplemente se contenta con vivir”. Y el segundo sufre una crisis ante la inautenticidad de todo, de la falta de eternidad y de nobleza de las cosas eternas y, especialmente, del fanatismo irresponsable de Agustín de Hipona, sobre el que ha realizado su tesis universitaria.

Lo que en el abuelo es tragedia, dolor y un auténtico fin del mundo silencioso, en los descendientes es un absoluto disparate. El estilo del autor, acorde con ese fin de mundo de Marcel, se convierte en absurdo y rimbombante cuando lo utiliza para referirse a las hazañas sexuales del animador del bar, las andanzas de las cuatro camareras o el affaire no resuelto de la nieta en una excavación en el norte de África.

Las cosas se ponen estupendas: el bar tiene un gran éxito y los dos socios son tan felices… Entonces llega la pedantería al cubo y es que Matthieu, “por primera vez en mucho tiempo, pensó en Leibniz y se alegró de hallarse en aquel lugar que ahora era el suyo en el mejor de los mundos posibles”.

Pero poco a poco, como los mundos que mueren y vuelven a resurgir para desaparecer de nuevo, el del bar da señales de agotamiento, de fin. “No había hordas bárbaras, sólo que Libero renuncia al bar. La noche del fin del mundo era tranquila. Ningún jinete vándalo. Ningún guerrero visigodo. Ninguna virgen degollada”. Comparar el fracaso de este “mundo” con la caída de Roma queda un poco descompensado.

La intención de Ferrari es buena -crear un pequeño universo y al mismo tiempo un refugio paradisíaco para los desengañados- pero los resultados no acaban de convencer. Ferrari, nacido en París en el mítico año de 1968, se estableció en Córcega tras terminar sus estudios de Filosofía en París y es de suponer que intentó llevar en la isla una vida sencilla lejos del mundanal ruido. El sermón sobre la caída de Roma es una novela con una idea: la finitud, los mundos efímeros que nacen, crecen y, finalmente mueren, sin que se haya producido nada de valor. Ese escepticismo pesimista le hizo merecedor del Premio Goncourt de 2012.

El sermón de la caída de Roma

Ferrari pone el punto final a su novela con algunos pasajes del sermón de Agustín de Hipona en diciembre de 410, pronunciado en la catedral. Durante tres días, los visigodos de Alarico habían saqueado Roma pero, al enterarse de ello, Agustín apenas se emociona. Ahora que ha conseguido vencer a los donatistas, su único empeño reside en devolverlos al seno de la Iglesia.

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El sermón anuncia la ‘buena nueva’ de la caída de Roma para los cristianos a los que “se anunció que el mundo sería destruido por la espada y el fuego. No hay que asustarse por que se cumplan las profecías. Regocíjate, cristiano, tú que sólo vives a la espera del fin del mundo”, les dice Agustín desde el púlpito.

Que el mundo caiga en las tinieblas si el corazón de los hombres se abre a la luz de Dios. El obispo considera blasfemos los lamentos por la muerte de Roma, porque “los cristianos no pertenecen al mundo, sino a la eternidad de las cosas eternas…” y desprecia a quienes se lamentan y piden cuentas a Dios por las tribulaciones que atraviesa el mundo cristiano. “Comprended que habéis venido a la tierra para luego abandonarla… Dios te hizo un mundo que se ha de derrumbar y por eso te creó mortal”.

Veinte años después de la caída de Roma y del sermón de Agustín, los jinetes vándalos entrarán en Hipona (Hippo Regius, hoy Annaba, en Argelia) con Genserico, sus caballos, su brutalidad y la herejía arriana como estandarte, después de un asedio de catorce meses, durante el cual murió Aurelio Augustino, san Agustín, a quien en el lecho de muerte quizá le asaltaran las dudas y desconfiara del poder de Dios, de sus promesas y de que pudiera llegar a comprender la desesperación de los hombres.

Los mundos pasan, es cierto, uno tras otro, de las tinieblas a las tinieblas y por gloriosa que sea Roma, añade el sermón, no por ello deja de pertenecer al mundo y caerá con él”. La sucesión de estos mundos, apunta Jérôme Ferrari, tal vez no signifique nada y “esa intolerable hipótesis es lo que consume el alma de Agustín”.

Walter M. Miller J, Cántico por Leibowitz

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Se decía que Dios, para poder probar a la especie humana, que estaba henchida de orgullo, como en tiempos de Noé, había ordenado a los hombres sabios de la época, entre los que se hallaba el beato Leibowitz, que ideasen grandes máquinas de guerra como nunca habían existido en la Tierra; armas con tal energía que encerrasen los propios fuegos del infierno. Consintió que esos magos colocasen las armas en manos de los príncipes y les dijeran a cada uno de ellos: “Sólo porque el enemigo tiene tal instrumento, hemos ideado éste para ti, para que sepa que tú también lo tienes y no se atreva a atacarte. Piensa, mi señor, que los temiste a ellos tanto como te temen ahora a ti y que ninguno usará esta horrible cosa que hemos creado”.

Pero la locura se apoderó de los príncipes: todos quisieron ser el primero, el más rápido y el más letal y procedieron a utilizar las terribles armas. El Diluvio de Fuego se cernió sobre la Tierra, que se sembró de cadáveres, las ciudades se convirtieron en escombros y desaparecieron las naciones. Quienes no murieron entonces, enfermaron por culpa de los demonios del ‘Fallout’ que contaminaron el aire.

Tras la catástrofe cundió la furia contra los príncipes y contra los ‘magos’ que habían ideado las armas. Se quiso empezar de nuevo y destruir todo lo anterior, todos los conocimientos acumulados que habían llevado a la práctica extinción de los seres humanos. Los ánimos se radicalizaron y comenzó la época sangrienta de la Simplificación, durante la cual gobernantes, científicos, técnicos, maestros, cualquiera que supiera leer o tuviera un libro en su poder, fueron asesinados, bien por haber colaborado en la aniquilación, bien por negarse a participar en esta nueva destrucción protagonizada por los simples, calificativo que suponía para ellos un orgullo.

La Iglesia ocultó a los hombres cultos que consiguieron huir de esta masacre. Isaac Edward Leibowitz se refugió en los cistercienses, con quienes permaneció oculto durante los primeros años del Postdiluvio. Pasado un tiempo se ordenó sacerdote y obtuvo permiso de la Santa Sede para crear una nueva comunidad de religiosos, llamada de San Alberto Magno, maestro de Santo Tomás y patrón de los científicos, cuyo cometido sería conservar la historia humana para los descendientes. Sus miembros eran contrabandistas de libros o memorizadores. Leibowitz fue descubierto mientras cumplía con su turno de contrabandista, sufrió martirio y murió.

Han pasado seiscientos años de la gran hecatombe y el mundo vive algo parecido a una Baja Edad Media, aunque más pobre y oscura. La Abadía de Leibowitz, situada en medio del desierto sigue protegiendo los textos que fueron salvados. Se copian una y otra vez, aunque ninguno de los monjes sabría decir qué significan las fórmulas, los dibujos, los textos. Pero todos esos documentos, que forman la Memorabilia, constituyen su razón de ser, su creencia en que posiblemente en el futuro puedan ser entendidos.

Así comienza la primera de las tres partes en que se divide el libro de Miller. Cada una dura seiscientos años y llevan por título: Fiat Homo, Fiat Lux y Fiat Voluntas Tua.

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Fiat Lux comienza en el año de Nuestro Señor de 3174. Han transcurrido doce siglos desde la gran catástrofe. Tras un negro milenio, en el que se ha preservado la cultura y el estudio en la Abadía de San Leibowitz (el beato ha sido canonizado) se empieza a sacar provecho del conocimiento anterior. Thon Taddeo, un estudioso seglar, visita la Abadía para analizar los documentos de la Memorabilia. Es en cierta manera el representante del poder político y, aunque reconoce el riesgo que supone la recuperación del conocimiento de los antiguos, apuesta por los hombres de ciencia y por “el poder de la Verdad”, cuyo “imperio abarcará la Tierra” y por el que “el dominio del hombre sobre la Tierra será renovado”.

Dom Paulo, el abad en Fiat Lux, recuerda que en tiempos pasados Dios permitió que los hombres sabios conociesen los medios mediante los cuales el mundo podía ser destruido. Ahora, cuando la era de oscuridad parece concluir, siente que tal vez, la labor de su Abadía no ha sido del todo correcta o tal vez sí porque la Memorabilia, llena de palabras y fórmulas inentendibles, antiguos reflejos del pensamiento de una sociedad diferente que cayó en el olvido, no podía por si sola generar el renacimiento de aquel, aunque podía ayudar, indicar, señalar el camino. Los monasterios actuaron en estos siglos oscuros de la misma forma en que actuaron en la Edad Media: conservando la cultura anterior tras las invasiones bárbaras.

Y llega el año 3781 y con él se inicia la tercera y última parte, Fiat Voluntas Tua. En aquel siglo nuevamente se construyeron naves espaciales y los hombres fabricaron herramientas de inspiración divina. La especie avanzaba a la conquista de las estrellas, pero también se realizaban pruebas atómicas y había enfrentamientos entre las naciones. Y de nuevo el Diluvium Ignis, el rostro de Lucifer “como un inmenso y horrendo hongo sobre un banco de nubes, alzándose lentamente como un titán que se despereza después de siglos de encarcelamiento en la Tierra”.

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El temor a una catástrofe nuclear en los años sesenta

Walter Miller publicó esta novela en el año 1959, en plena Guerra Fría, cuando la carrera armamentística hacía temer lo peor. En 1945, Estados Unidos lanzó las primeras bombas atómicas sobre la población, en Hiroshima y Nagasaki, y en 1952, hizo explotar una bomba de hidrógeno, con un poder destructivo mil veces superior. En 1949, la Unión Soviética fabricó su primera bomba atómica y en 1953, su primera bomba de hidrógeno. Francia, Gran Bretaña, China y la India no se quedaron atrás.

El autor conocía lo que era la guerra, ya que tomó parte en ella como artillero de cola y técnico de radio a bordo de bombarderos B-25. Partició en el bombardeo sobre el monasterio benedictino de Monte Cassino, una acción producto, en el mejor de los casos, del error y que supuso la muerte de decenas de refugiados y destruyó hasta sus cimientos la histórica abadía, fundada en el año 529. La experiencia le conmovió profundamente, así como el desarrollo de los acontecimientos que pusieron fin a la IIGM y la subsiguiente Guerra Fría.

Fue una época en la que un colapso nuclear era una expectativa muy creíble, como lo denuncia la Encíclica Pacem in Terris, publicada en el año 1963, Sobre la paz entre todos los pueblos que ha de fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad. En ella, dice Juan XXIII que los países intentan justificar los preparativos militares como única manera de preservar la paz y que “si una nación cuenta con armas atómicas, las demás procuran dotarse del mismo armamento, con igual poder destructivo”. La consecuencia es que “los pueblos viven bajo un perpetuo temor” y “no les falta razón” porque, aunque parece “difícilmente creíble que haya hombres con suficiente osadía para tomar sobre sí la responsabilidad de las muertes y de la asoladora destrucción que acarrearía una guerra, resulta innegable, en cambio, que un hecho cualquiera puede de improviso e inesperadamente provocar el incendio bélico”.

No era extraño, en esta segunda mitad del siglo XX, que en muchos países occidentales se construyeran refugios, como el que aparece en la novela de Miller, el ‘Refugio Supervivencia Fallout‘, en el que los monjes encuentran las “reliquias” del beato Leibowitz. Eran refugios, cuya construcción en el sótano de las viviendas nuevas es obligatorio en algunos países: en Suiza lo es desde los años sesenta y aunque hoy se utilizan como trasteros todavía tienen capacidad para albergar a toda la población suiza y más, ya que la norma no ha sido abolida. Estos refugios podían servir durante algunos meses para la protección de los ciudadanos tras una explosión nuclear, aunque muchos pensaban que, tras una catástrofe de esas dimensiones, sería mucho mejor no sobrevivir.

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Abadía de Montecassino

Es tan buena, que no puede ser ciencia ficción”

Cántico por Leibowitz es una de las obras legendarias de la ciencia ficción y sus críticos han llegado a decir, según cita Brian W, Aldiss, que “es tan buena que no puede ser ciencia ficción”. Ya sabemos la mala fama que ha tenido este género, pero como en todo, cuando surge algo bueno, puede ser bueno de verdad y esta novela, en mi opinión, lo es.

Aficionados y expertos coinciden en señalar que es la novela de un creyente católico. Efectivamente hay una defensa del papel civilizador de la Iglesia pero también hay en sus páginas incertidumbres, críticas y reflexiones muy alejadas de cualquier imposición ideológica. Incluso la inocencia y la ignorancia de los monjes en la primera etapa está tratada con cariño, pero también con ironía. Así, el novicio Francis nos cuenta que los ‘hijos del Fallout’, es decir, de la lluvia radiactiva, son demonios que se introducen en la gente y a los que hay que expulsar mediante exorcismos.

No es una novela religiosa, en absoluto, aunque proceda de un autor que se significó por su adscripción a las filas del catolicismo progresista. Los tres abades que ocupan el cargo en las distintas épocas en las que se suceden los hechos son representantes de una manera de ver el mundo desde un punto de vista cristiano, pero eso no significa que sea el pensamiento del autor, ni que lo imponga y sea una condición para poder seguir leyendo.

Presenta interesantes cuestiones teológicas, como la imago Deus de los mutantes, la eutanasia, la existencia del mal, el propósito de Dios, pero, como dice Miquel Barceló, en el prólogo a la edición de 2016 en Ediciones B, “describe no tanto las creencias religiosas y su organización institucional como elemento de poder, sino más bien la forma en que dichas creencias son vividas por quienes las siguen de buena fe”. No es en absoluto una obra de apología religiosa.

Cántico por Leibowitz es la única novela de Walter M. Miller, que sí escribió cuentos, publicados en la década de los cincuenta. En 1950 se trasladó con su familia a Florida, donde residió alejado de la vida pública. Se quitó la vida en 1996, a los 72 años, después de sufrir de depresión durante muchos años.

El Fin del Mundo en los relatos bíblicos y el Diluvio como ensayo

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Los pueblos antiguos creían que el tiempo se repetía una y otra vez, de la misma manera que la naturaleza muestra que una estación sucede a otra y que lo que florece es destruido para resurgir después. Los mitos de estas antiguas culturas anuncian la destrucción del mundo y su renacimiento infinito. En modo intuitivo, los antiguos pensaban que después de cada cataclismo se crearía un nuevo mundo y la humanidad volvería a progresar atravesando diferentes etapas.

La concepción hindú del cosmos concibe el universo como una cadena de mundos que nacen y desaparecen, como una sustitución del ‘día de Brahma’ por la ‘noche de Brahma’. La imprescindible renovación periódica del mundo será protagonizada por el guerrero-sacerdote Kalki que, montado en un caballo blanco, exterminará con su espada a toda la humanidad, caída en una degradación irreversible, para iniciar una nueva Edad de Oro.

En el budismo tibetano es Maitreya quien dirige un ejército de dioses contra Hanumanda al final de uno de los ciclos de la humanidad; tras mil años de renovación, tendrá lugar la destrucción del mundo, que se producirá primero por medio del fuego, después por el viento y, finalmente, por medio del agua. Los dioses vendrán a llevarse a los pocos hombres que han sobrevivido, a los que enseñarán y otorgarán el don de la inmortalidad.

Incluso en la cosmogonía de los estoicos, el universo es consumido cíclicamente por el fuego que lo engendró y de esta aniquilación resurge interminablemente para repetir una idéntica historia.

Apocalipsis bíblico: El Libro de Daniel

En cambio, para las tres religiones del Libro -judaísmo, cristianismo e islamismo- la historia se comporta de forma lineal, sin vueltas ni retrocesos. Todo se encamina a un auténtico punto final con la total e irreversible destrucción del mundo tal como lo conocemos.

El relato del fin del mundo que nos deja el Antiguo Testamento no es absolutamente novedoso, pero muestra unas características especiales que le han hecho persistir más allá del momento de su redacción, e incluso ha hecho posible la creación de nuevos patrones religiosos. Me atrevería a señalar como tales el propio cristianismo y, dentro de él, concepciones como el milenarismo medieval o las tendencias apocalípticas del fundamentalismo norteamericano del siglo XX.

Allá por el año 167 a.C. se incorpora a los textos bíblicos, aún no sometidos a un canon, una clara falsificación: el Libro de Daniel. En él se narran las aventuras de un personaje ficticio que proviene de la tradición folklórica judía y que se supone que fue coetáneo del rey babilonio Nabucodonosor, cuatrocientos años antes, cuando el pueblo judío fue condenado al exilio.

Pero lo más llamativo de este Libro de Daniel no son la aventuras de este héroe popular, sino las profecías sobre hechos que habrían de producirse a lo largo de los cuatro siglos siguientes hasta llegar a la época misma del falsificador y un poquito mas allá. El sueño del rey que Daniel interpreta, predecía la caída de imperios, el primero de ellos el babilónico, y también la muerte del soberano griego Antíoco IV que, en el año 160 a.C. aún vivía y gobernaba. Este rey se propuso helenizar a todos los judíos, llegó a prohibir la circuncisión y el sabbat y les obligó a adorar también a otros dioses. Se rebelaron y comenzó un conflicto largo y confuso. El Libro de Daniel prometía a los judíos que se mantuvieran fieles a Dios que su resistencia y su lucha sería recompensada, serían salvados, resucitarían.

El éxito de este relato se debe en buena parte a su lenguaje, repleto de imágenes y símbolos que forman rompecabezas y que los lectores han de descodificar, lo que supone inevitablemente que puede adaptarse a cualquier situación. Los cuatro imperios, cuya destrucción profetizaba Daniel, estaban representados por bestias. No les puso nombre y podían ser Babilonia, el Imperio persa, Macedonia o Roma, potencias que dominaron sucesivamente el mundo de aquellos tiempos. Pero también Estados Unidos, la Unión Soviética o China. Todo es susceptible de interpretación.

Además, estas profecías alentaron el mesianismo y la aparición de nuevas sectas: tras la destrucción de las bestias por los ángeles, “Alguien, llamado Hijo del Hombre”, dice, descendería sobre nubes y dominaría por toda la enternidad.

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Nuevo Testamento: el Apocalipsis de Juan

Lo que posteriormente se llamará cristianismo nace como un movimiento judío, el de los esenios, obsesionado con que el final de los tiempos está próximo. Esta visión apocalíptica les infunde el imperativo de la castidad, clara muestra de la ausencia de un proyecto de futuro, que será copiada por la comunidad cristiana primitiva. Los apóstoles y los discípulos estaban convencidos de que apenas faltaba una generación para que se produjera el fin del mundo y creían firmente que ellos llegarían a contemplar en vida el regreso triunfal de Jesucristo.

El Libro del Apocalipsis fue escrito hacia el año 95 de la era actual y relata una serie de visiones cuyo punto culminante es la aparición de la Nueva Jerusalén que baja del cielo tras una destrucción sistemática de la tierra, sobre la que primero se abate granizo, fuego y sangre, tras lo cual queda arrasada una tercera parte; también una tercera parte del mar queda aniquilado, incluidas sus criaturas; con el sonido de la trompeta del tercer ángel, un astro cae del cielo ardiendo y destruye la tercera parte de los ríos y las aguas, volviéndolas amargas y la cuarta trompeta extingue la tercera parte del sol, de la luna y las estrellas sumiendo a la tierra en la oscuridad. Continúan las catástrofes con una plaga de langostas, semejantes a caballos, que atormentarán a quienes “no tienen el sello de Dios sobre sus frentes”. Los ángeles restantes siguen destruyendo el mundo con fuego, humo y azufre.

A continuación, se produce la lucha entre los ángeles liderados por Miguel y el dragón, la antigua serpiente, llamada también Satanás. Y del mar surge la Bestia y siete nuevas plagas consuman la ira de Dios. Por último sucede la batalla de Harmagedón en la que participan los ejércitos celestes sobre caballos blancos frente a los ejércitos de la bestia, el falso profeta y los reyes de la tierra.

El Islam, la última revelación

El Islam se ve a si misma como la “religión del final de los tiempos” al ser la última revelada por Dios a la humanidad. Por lo tanto, será la que traiga el Apocalipsis consigo. Numerosos capítulos del Corán hablan del día del Juicio, cuando “el sol se haya oscurecido, las estrellas pierdan su brillo, las montañas sean puestas en marcha, las estrellas se dispersen, los mares se desborden…”

La escatología islámica comparte con la cristiana la creencia en la segunda venida de Cristo, que será el encargado de acabar con el Anticristo que confundirá a la mayoría con sus prodigios y en su frente llevará escrita la palabra kâfir (impío). Además de Jesús, los musulmanes esperan la llegada del Mahdi, que aparecerá “cuando los corazones se hayan endurecido y la tierra esté llena de maldad”. Llenará la Tierra de equidad y justicia al final de los tiempos, “cuando el Sol salga por Occidente”, y su labor será restablecer el sentido de lo sagrado.

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El Diluvio como ensayo del fin del mundo

Las tres religiones del Libro tienen muy presente que los hombres han de ser castigados por sus pecados y por su maldad. Los judíos tienen mucha experiencia en ese sentido: Dios les desprecia y les castiga una y otra vez, aunque nunca de manera tan expeditiva como cuando envió a la humanidad entera lluvias interminables durante cuarenta días y cuarenta noches.

Se trata de una leyenda de origen mesopotámico, anterior a la redacción del Génesis, incorporada al Poema de Gilgamés. Enlil decide destruir a los hombres porque le resultan molestos y ruidosos, pero Ea advierte a Uta-na-pistim de lo que va a ocurrir y le sugiere que construya un barco que ha de llenar con animales y semillas. Llega el día del diluvio y toda la humanidad perece, excepto nuestro héroe, que ha sido advertido previamene, y sus acompañantes.

En la Biblia se aprovecha el relato para advertir a los hombres del castigo que seguirá a su desobediencia y extraigan la consiguiente lección. Pero también es el comienzo de una serie de alianzas de Dios con su pueblo elegido. Noé, tras salvarse él y su familia, erige un altar y ofrece sacrificios, tras lo cual Dios decide que nunca más enviará un Diluvio a los hombres. Y como señal de este acuerdo, aparece su firma en el cielo: el arco iris que sucede a la tormenta.

Dice Dios en el capítiulo 9.11 del Génesis: Hago con vosotros pacto de no volver a exterminar a todo viviente por las aguas de un diluvio y de que no habrá ya más un diluvio que destruya la tierra. Y añade: Ved aquí la señal del pacto que establezco entre mí y vosotros ( ) pongo mi arco en las nubes para señal de mi pacto con la tierra ( ) Cuando yo haga nublarse la tierra, aparecerá el arco en las nubes y me acordaré de la alianza entre vosotros y yo, y con todo ser vivo, con toda carne; y las aguas no serán ya más un diluvio que destruya toda carne.

Un poco antes, en el mismo Génesis y a propósito del Diluvio, Dios se arrepiente de lo que ha hecho y promete no volver ya más a maldecir la tierra por el hombre, pues los deseos del corazón humano, desde la adolescencia, tienden al mal; no volveré a exterminar todo viviente, como acabo de hacer. Mientras dure la tierra habrá sementera y cosecha, frío y calor, verano e invierno, día y noche.

Si leemos con atención veremos que Dios se disculpa ante los seres vivos que él ha creado y que no conocen la maldad, lo que no es el caso del hombre, cuya perversidad es manifiesta y merece todo lo malo que le pueda ocurrir. Es cierto que Dios se comprometió a no matar a ningún ser vivo por medio del agua, pero le quedan infinidad de opciones: el azufre, las plagas, el fuego… Todas aquellas de las que Juan en el Apocalipsis hace un uso bastante inmoderado.

Ragnarök, la última batalla vikinga del fin de los tiempos

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Casi todas las mitologías ofrecen una narración más o menos pormenorizada del fin de los tiempos, en la que el mundo conocido desaparecerá inevitablemente como consecuencia de tremendos cataclismos. De esa destrucción o purificación, según el punto de vista, surgirá un nuevo tiempo, generalmente dichoso, o una vuelta al pasado, a una Edad de Oro que retornará. Las cenizas del antiguo orden serán la materia del porvenir, que contendrá en su mismo origen el germen de una extinción que se repetirá por los siglos de los siglos.

Las profecías del Ragnarök

La destrucción por el agua o por el fuego es común a muchas mitologías. Las leyendas vikingas profetizan que el Ragnarök, el Destino de los Dioses, vendrá precedido de grandes catástrofes: impetuosos vientos barrerán la faz de la Midgard, la Tierra Media, y traerán consigo inmensas heladas y tormentas cegadoras durante tres inviernos. El Sol y la Luna desaparecerán devorados por los lobos y el mundo se hundirá en la oscuridad más absoluta mientras caen las estrellas del cielo. Se multiplicarán los seísmos, se desintegrarán las montañas y cundirá el hambre y la muerte.

Loki, el dios del caos, extenderá la guerra y la confusión y Odín, el padre de los dioses, reunirá a sus valientes guerreros en el Valhalla para el último combate, en el que todos morirán. Surt, de la estirpe de los malvados gigantes, arrojará fuego y azufre por la boca y prenderá un infierno gigantesco. Jörmundgander, la serpiente de la Midgard, se levantará del lecho profundo del océano y provocará que los mares se alcen contra la tierra y ésta y el Cielo desaparecerán en las aguas. El tiempo se detendrá.

Pero de las cenizas surgirá un mundo distinto, una tierra verde que rebosará cereales y el Sol reaparecerá para dar luz y calor a una nueva raza humana, descendiente de la única pareja que consiguió sobrevivir al Ragnarök. En este nuevo mundo, la maldad y la miseria no existirán y los hombres y los dioses -descendientes de Odín y de Thor- vivirán juntos en paz y armonía. Hasta la próxima gran batalla.

Gracias a Snorri Sturluson, nacido en Islandia a finales del siglo XII y que fue poeta, ‘recitador de la ley’ y, sobre todo, compilador de leyendas, conocemos un relato completo de la mitología escandinava, desde la creación del mundo hasta el Ragnarök. Posiblemente, este relato presente cierta contaminación cristiana porque para protegerse de una acusación de apostasía, ya en el prefacio de la obra realiza una racionalización cristiana de la religión pagana, describiendo a los dioses ancestrales como deificaciones de héroes antiguos.

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El terror vikingo

Esta gran batalla del fin del mundo entre dioses y gigantes que es el Ragnarök responde a la violencia que impregna la historia de estos pueblos escandinavos que sometieron y saquearon, a sangre y a fuego, cientos de poblaciones que vieron cumplirse esas profecías de destrucción en su propia carne. Los vikingos aterrorizaron a Europa durante siglos.

Los autores medievales usaban el término vikingo para describir a alguien que se dedicaba al iviking, es decir, al saqueo, y no necesariamente debía ser escandinavo. El significado original de la palabra era “hombre de las bahías”, quizá porque en esos lugares se escondían los piratas para emboscar a los navíos despistado. El término vikingo se convirtió en sinónimo de escandinavo con el paso del tiempo, a medida que las actividades depredatorias de estos pueblos del norte se extendieron hasta Al-Andalus.

Para muchos, las hordas de vikingos fueron el fin de su mundo. Especialmente terroríficos eran los llamados berserkers que mostraban un absoluto desprecio por su vida y que, antes de entrar en combate, se provocaban una furia parecida a un trance -aullaban y mordían sus propios escudos- , lo que les hacía inmunes al dolor de las heridas.

Comenzó a saberse de los hombres del norte en el siglo II a.C, cuando una falta crónica de tierras cultivables obligó a dos tribus al norte de Jutlandia, los cimbrios y los teutones, a buscar un lugar donde aposentarse. Arrasaron gran parte del centro y del oeste de Europa antes de invadir Italia en el 102 a.C, donde finalmente fueron aniquilados por los romanos.

Pero fue el 8 de junio del año 793 cuando se conoció en toda la Cristiandad el primer gran estallido de la violencia nórdica con el ataque al monasterio de la isla de Lindisfarne, en Northumbria. En una carta escrita poco después, Alcuino, distinguido académico, decía: “Nunca antes se ha visto semejante atrocidad en Britania como la que hemos sufrido a manos de un pueblo pagano … La iglesia de San Cutberto está bañada con la sangre de los sacerdotes de Dios, huérfana de todos sus objetos y expuesta al saqueo de los paganos, el lugar más sagrado de Britania…”

Tras esta primera incursión, los vikingos atacan Escocia e Irlanda y extienden sus actividades al Imperio franco. En el 845 saquean el valle del Sena y amenazan París. En el año 865 fue Inglaterra la que sintió la furia del ataque vikingo; luego el turno le llegó a Flandes. Los monasterios prácticamente desaparecieron de todo el norte de Francia, pero pocos lugares sufrieron más a manos de los vikingos que Irlanda: durante casi doscientos años, a partir del siglo IX, sufrieron no sólo la depredación de sus bienes sino también el que sus habitantes abastecieran el comercio de esclavos de los nórdicos.

Tampoco la península ibérica se salvó de sus correrías. Los hombres del norte atacaron La Coruña, donde sufrieron una gran derrota; bajaron por la costa y saquearon Lisboa y, en sus incursiones, llegaron hasta Sevilla.

El último ataque vikingo tuvo lugar en 1240. Ocurrió en Iona, una pequeña isla en el norte de Escocia, en las Hébridas.

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John Haywood, Los hombres del norte

Desde el 793 al 1241 la historia contempló la actividad de los hombres del norte por todo el mundo conocido. Desde su patria escandinava, se dirigieron hacia el este descendiendo por los grandes ríos rusos, cruzaron el mar Caspio y llegaron a Bagdad. En el oeste, saquearon toda la costa europea y fundaron asentamientos en algunos lugares de Escocia, Inglaterra, Irlanda y Francia. Llegaron a penetrar en el Mediterráneo y atacaron Italia y el norte de África. Otros vikingos cruzaron el Atlántico y se establecieron en las islas Feroe, Islandia y Groenlandia. Incluso llegaron a América del Norte.

El historiador John Haywood nos cuenta en Los hombres del norte. La saga vikinga (793-1241) todo lo que hicieron, sus viajes, sus costumbres, su mitología, también sus fracasos, hasta su declive y transformación, que coincide con el asesinato del islandés Snorri, el compilador de versos y leyendas, acusado de traición. Sus casi quinientas páginas ofrecen una narración ágil de hechos no muy conocidos y dan respuesta a un gran número de dudas y claroscuros de la historia vikinga, aunque dejan resquicios a la imaginación porque del pasado no todo puede saberse con certeza.

La Guía del Autoestopista Galáctico y el sentido de la vida, de Douglas Adams

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El proyecto de construir una autopista galáctica que pasa exactamente por el lugar que ocupa la Tierra no es una de las amenazas contempladas en la lista de riesgos para la supervivencia de nuestro planeta y, sin embargo las naves vogonas se dirigen hacia sus inmediaciones para hacerla explotar sin más miramiento. “Activad los rayos de demolición”, ordena el jefe de unas de las razas más antipática y burocrática y de físico más ordinario del universo.

Como no ha habido ninguna reclamación en el Departamento de Planificación de Alfa Centauro, el jefe vogón que dirige la nave de demolición no está obligado a dar plazo alguno. Además, se dice para sí: “Es un planeta indolente y molesto, no le tengo ninguna simpatía”. Ciertamente, la Tierra es un lugar prácticamente desconocido y carente de interés. La Guía del Autoestopista Galáctico la despacha en dos palabras: “Fundamentalmente inofensiva”.

Arthur Dent, humano, y Ford Perfect, beteugelsiano, consiguen salir vivos segundos antes de la gran explosión gracias a la Energía de la Improbabilidad Absoluta que propulsa la nave ‘Corazón de oro’ y gracias a la cual, lo más improbable sucede. Como que ahí afuera les espere un número infinito de monos que quieren hablarles de un guión de Hamlet que ellos mismos han elaborado.

Como todo el mundo sabe, el ‘teorema del mono infinito’ afirma que un mono pulsando teclas al azar sobre un teclado durante un periodo de tiempo infinito casi seguramente podrá escribir cualquier texto dado, incluso el Hamlet de Shakespeare. Se trata de una metáfora de la creación de una secuencia aleatoria de letras ad infinitum y la idea original fue planteada por Émile Borel en 1913 en ‘Mecánica estadística e irreversibilidad’.

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La destrucción de la Tierra a cambio de la construcción de una carretera de circunvalación le deja a Dent sumido en el estupor. Ford intenta consolarle con una historia que oyó una vez: que un planeta de la séptima dimensión fue utilizado como bola en un billar intergaláctico y de un golpe lo metieron directamente en un agujero negro. No se ha sabido más de él.

Con la destrucción de la Tierra y el salvamento improbable de Arthur Dent y de Ford Pefect comienza el primer libro de Douglas Adams, que lleva por título ‘La Guía del Autoestopista Galáctico’ y que, más que una saga de ciencia ficción humorística es una parodia sobre la búsqueda de la Respuesta al Sentido de la Vida, del Universo y de Todo lo Demás.

Lo terrible de la destrucción de la Tierra es que fue aniquilada por error cinco minutos antes de que diera la respuesta a esta pregunta. Muchísimos millones de años antes, una raza de seres pandimensionados hiperinteligentes quedó tan harta de la discusión sobre el ‘sentido’ que decidieron resolverlo de una vez por todas y construyeron un ordenador estupendo al que llamaron Pensamiento Profundo y al que pidieron la Respuesta a la Vida, al Universo y a Todo lo Demás. Siete millones y medio de años despues contestó “con calma y majestad infinitas”: 42. A todas luces era una respuesta insatisfactoria y para resolver la respuesta se creó un ordenador más potente que se llamaría …. la Tierra.

Y es que el Universo es tan grande, tan infinito, tan inconmensurable e inconsistente. En ‘El restaurante del fin del mundo’, otro de los personajes de Adams, Zaphod, que fuera presidente de la Galaxia y ladrón de la nave propulsada por la Energía de la Improbabilidad Absoluta, debe encontrar al auténtico hombre que rige el Universo porque parece que las cosas no marchan como debieran.

En esta búsqueda se encuentra con el Vórtice de la Perspectiva Total, “que obtiene la imagen de la totalidad del Universo mediante el principio de análisis de la extrapolación de la materia”, con lo que “es posible extrapolar el conjunto de la creación: todos los soles, todos los planetas, sus órbitas, su composición, su economía y su historia social”. Una especie de aleph que, en realidad no sirve para nada. Es mucho mejor consultar la Guía del Autoestopista Galáctico, que facilitará la tarea a quienes se sientan inclinados a encontrar un sentido a la vida en un Universo infinitamente confuso y complejo.

El tercer libro de la serie cósmica y cómica por antonomasia se titula ‘La vida, el universo y todo lo demás’. Aquí se confirma que 42 es la respuesta definitiva. Pero si aplicamos el principio de incertidumbre (ese que dice que es imposible medir simultáneamente y con precisión absoluta el valor de la posición y la cantidad de movimiento de una partícula) surge una teoría que afirma que “si alguien descubriera lo que es exactamente el universo y el porqué de su existencia, desaparecería al instante y sería sustituido por algo más extraño e inexplicable. Hay otra teoría que afirma que eso ya ha ocurrido”.

¿Por qué el número 42 es la respuesta? Douglas Adams quiso zanjar todas las especulaciones y en 1993 aseguró que fue una broma, que tenía que ser un número ordinario y pequeño, un tipo de número que podrías presentar sin ningún miedo a tus padres y por eso lo eligió y que representaciones binarias, base 13 o monjes tibetanos son explicaciones disparatadas. “Me senté en mi escritorio, miré hacia el jardín y pensé: ’42 será’ y lo escribí. Fin de la historia”.

Pero las especulaciones sobre el número 42 prosiguieron, entre otras cosas, porque el propio Adams cambiaba continuamente el lugar en el que se le ocurrió la respuesta: que si caminando hacia su casa, que si en el jardín… Su amigo Stephen Fry -uno de los cincuenta mejores humoristas del mundo, según The Observer– aseguró que él sabía “exactamente por qué 42” (porque Adams se lo dijo) y que la razón es “fascinante” pero que nunca le revelará a nadie el secreto y se irá con él a la tumba.

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Tan popular se ha hecho el número 42 que si se teclea en la búsqueda de Google ‘the answer to life the universe and everything’ aparece una calculadora y la respuesta es 42 en toda su gloria cuadricular.

La siguiente novela de la saga – ‘Hasta luego y gracias por el pescado’nos cuenta, entre otras vicisitudes, el aterrizaje de una enorme y plateada nave espacial en el centro de Londres y la inevitable destrucción de Harrod’s en el impacto.

La quinta y última de la serie es ‘Informe sobre la Tierra: fundamentalmente inofensiva’, en la que continúan las aventuras de los terrícolas Arthur Dent y Trillian, el nativo de Betelgeuse y redactor de la Guía Ford Perfect y el androide paranoico Marvin, todo un tipo, al que Radiohead dedicó una canción.

El día de la toalla

Nueve años después de la publicación del ‘Informe…’, en 2001, Douglas Adams murió repentinamente de un infarto. Tenía 49 años.

En su homenaje, cada 25 de mayo desde 2001 se celebra el Día de la Toalla y la tradición obliga a llevar una encima porque la toalla -como sabe cualquier avezado lector de la Guía- es uno de los adminículos imprescindibles para un recorrido galáctico: sirve para envolverse en ella y calentarse, puede hacer de esterilla en la playa, se puede usar como vela en una balsa diminuta y, mojada, se puede emplear en la lucha cuerpo a cuerpo… También puede uno secarse con ella, pero sobre todo, tiene un gran valor psicológico al ofrecer la seguridad de que si llevas la toalla, también llevarás el cepillo de dientes, el jabón, la bŕujula, el mapa, un rollo de cordel, el traje espacial y todo lo que uno necesita en un viaje interestelar.

– Yuval Noah Harari, De animales a dioses (Breve historia de la humanidad)

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De simples primates a dueños del mundo: el Homo sapiens ha pasado de ser uno más en el ecosistema terrestre a convertirse en su amo y señor, gracias al chismorreo y a las fantasías permitidas por un lenguaje único. Ésta es la tesis que recorre el libro de Yuval Noah Harari, un relato de cómo unos simples primates evolucionaron hasta adquirir las capacidades divinas de la creación y de la destrucción.

Chismorreo y ficción

La primera gran revolución se dio hace más de 30.000 años con la aparición de nuevas formas de pensar y de comunicarse, concretadas en un lenguaje único, que evolucionó, dice el autor, como una variante del chismorreo. Podemos imaginar lo importante que fue poder transmitir información acerca de dónde estaban los leones, dónde la mejor fruta, y cuándo llegaría el invierno. Pero sobre todo, “quién en la tropilla odia a quién, quién duerme con quién, quién es honesto y quién es un tramposo”, es decir, el cotilleo.

Esto de hablar de los demás (a sus espaldas) parece una mala práctica, algo pernicioso y, sin embargo, resultó esencial para fomentar la cooperación y refinarla, porque la información “acerca de en quién se podía confiar significaba que las cuadrillas pequeñas” podían aumentar de tamaño y ser más eficientes. Después de todo, es lo que hacen los periodistas: informar a la sociedad de su fiscalización a los “tramposos y gorrones” que ejercen el poder político o económico.

Pero, la característica realmente única de nuestro lenguaje es “la capacidad de transmitir información acerca de cosas que no existen en absoluto”. Y esas cosas que no existen son leyendas, religiones e ideologías. Todo aquello que pueda hacer que un gran número de extraños cooperen con éxito.

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El máximo tamaño natural de un grupo en el que todos sus miembros se conocen es de unos 150 individuos. Para construir grandes ciudades de decenas de miles de habitantes e imperios de cientos de millones tuvo que aparecer la ficción y hacer creer a estos miles y millones de gentes determinadas historias sobre los dioses, la soberanía popular o las compañías de responsabilidad limitada.

En la antigua Babilonia, el Código de Hammurabi establecía que los hombres son fundamentalmente desiguales; en la actualidad ninguna Constitución democrática diría algo así, sino todo lo contrario. No son verdad ni mentira. “El único lugar en el que tales principios existen es en la imaginación de los sapiens y en los mitos que se inventan y se cuentan unos a otros”.

Los mitos cambian en función de las necesidades y ésa es la clave del éxito de Homo sapiens porque la revisión de la ficción asegura que el comportamiento social se adapte o se enfrente a nuevos retos. Además, la gente puede dejar de creer en los mitos que hasta ese momento habían sustentado el orden imaginado en el que vivían. Para mantener ese orden hace falta creyentes porque sin ellos, se desvanece y porque la violencia es un precio demasiado alto y al final nunca compensa.

En un alarde un poco cínico, Harari nos dice que para que la gente crea en un orden imaginado, como el cristianismo, la democracia o el capitalismo, es necesario no admitir nunca que es un orden imaginado y educar a la gente de forma concienzuda, haciéndoles creer que sus deseos son realmente suyos y que no están programados por esa ficción que sólo existe en la imaginación compartida de miles y millones.

Los órdenes imaginados de nuestras sociedades no han sido ni neutros ni justos. Siempre han sido jerárquicos y su ejemplo más conspicuo lo constituye la esclavitud. También han sido jerárquicos en cuanto al género: las mujeres han ocupado durante siglos el escalón inferior de la sociedad. Y, sin embargo, ahora sabemos -y defendemos- que ninguno de los dos órdenes son ciertos: ni los negros ni las mujeres son menos que los hombres blancos.

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Yuval Noah Harari

Comerciantes, guerreros y profetas

Estos órdenes imaginados, que también podemos llamar “culturas”, han caminado en paralelo y con discrepancias durante siglos, aunque con una clara tendencia a la universalización, tendencia favorecida por el establecimiento de tres órdenes: el económico, el político y el religioso.

En el primero, el orden económico, se inventó el dinero, una nueva realidad intersubjetiva que sólo existe en la imaginación compartida de la gente y es, además, el más universal y eficiente sistema de confianza mutua que jamás se haya inventado.

En el ámbito político, Harari defiende que los imperios han contribuido a la unificación de la humanidad. La evolución -asegura- ha convertido a Homo sapiens, como a otros animales sociales, en un ser xenóbofo, pero la ideología imperial desde Ciro en adelante ha tendido a ser inclusiva y global. Y este criterio pasó de los persas a Alejandro Magno y a los romanos, e incluso llegó a los soviéticos y a los presidentes de los Estados Unidos. Con un argumento mítico que muchos creyeron: ‘Reinamos sobre todo el mundo en beneficio de todas las gentes’.

Junto al dinero y a los imperios, la religión ha sido la tercera gran unificadora de la humanidad al conferir legitimidad divina a las jerarquías sociales y a las leyes. Hoy, el monoteísmo en particular es una fuente de discriminación, desacuerdo y desunión. Pese al nuevo ímpetu del Islam y de las sectas cristianas en Estados Unidos, las religiones se baten en retirada (al menos del escenario público), en gran parte debido a la violencia que han ejercido en el pasado y en la actualidad y cuyo ejemplo más patente es el integrismo musulmán rampante en Oriente Próximo.

En estos tiempos de globalización son muchas las culturas -los constructos imaginados- que han desaparecido para aglutinarse en ‘megaculturas’, como si la historia remara en esa dirección. Pero la pregunta que surge es si la universalización cultural es lo mejor. No hay pruebas de que la historia actúe en beneficio de los hombres y su bienestar.

La aportación de Harari

De animales a dioses” se publicó en 2013 y ha sido leído por miles de personas en más de veinte idiomas. En 2015, fue seleccionado por el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, para figurar en la lista en la que invita a sus 38 millones de contactos a leerlo.

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En realidad, Harari no aporta ningún concepto nuevo. Pretende demostrar que el arma secreta de Homo sapiens para prosperar ha sido su capacidad para conseguir que, engañados colectivamente, todos cooperen. No es nada nuevo. Sí consigue escribir un libro desenfadado, con un lenguaje sencillo y a la vez provocativo, como cuando dice que nuestra especie empezó su exitosa andadura “chismorreando” pero que luego tuvo que inventarse “órdenes imaginarios” para conseguir que grandes grupos cooperaran con eficacia, aunque no siempre para conseguir lo mejor y lo más justo.

Que nuestro sofisticado lenguaje haya sido un arma de comunicación imprescindible para prosperar en la Tierra es innegable y admitido desde las primeras intuiciones evolucionistas. La singularidad de su cerebro y de su comportamiento permite a Homo sapiens adoptar símbolos arbitrarios y modificar el entorno. Su capacidad para inventar grandes proyectos, como las religiones, no se pone en duda. Es cultura evolutiva.

Lo novedoso en Harari, tal como yo lo veo, es su desparpajo a la hora de hacer un recorrido por la historia, seleccionando determinados acontecimientos para mostrarnos la capacidad de la especie para lidiar con la realidad y haciendo afirmaciones contundentes sobre cuestiones que muchos consideran sacrosantas. Que el dinero no existe y que es un pacto de confianza que permite el intercambio; que de la noche a la mañana podemos pasar de creer en el derecho divino de los reyes a defender la soberanía popular; que el crédito aparece en contraposición a la cultura tradicional y que supone el mayor acto de fe en el futuro de la historia o que las religiones son mitos, e incluso literatura fantástica, como las catalogó Borges, son cuestiones que no deben sorprendernos a estas alturas.

Hemos llegado hasta aquí inventando religiones, mitos, leyendas, principios universales e ideologías -con mayor o menor éxito y con mayor o menor sufrimiento. El reto es cómo conseguir que en los peligrosos cien años que tenemos por delante no se produzca ningún cataclismo climático, nuclear o biológico. Los órdenes imaginarios de antaño ya no sirven: unos, porque han demostrado su falsedad y su injusticia, como las ideologías siniestras del siglo XX que aún perviven en reductos xenófobos; otros, porque no han dado el resultado apetecido. Según Harari, existen otros mitos, como el del libre mercado o los derechos humanos, tan ficticios como los anteriores. Más que ficticios, que no lo niego, me parecen insuficientes ante los desafíos de esta época.

Nuestra capacidad de autodestrucción no ha ido acompañada de una evolución cultural que nos permita tener la seguridad de que podemos evitar el fracaso y la extinción. Uno de los artículos de este blog lleva por título ‘Nosotros, Señores del hiperespacio’ y en él y en el anterior se alertaba del riesgo de no llegar, no ya de quedarnos a medio camino, sino de extinguirnos sin más. Podemos convertirnos en señores del hiperespacio, colonizar el universo, doblegar el tiempo y las dimensiones, transformarnos incluso en otra especie más inteligente, más feliz y más solidaria, pero todo esto puede frustrarse en menos de cien años.

Harari finaliza su libro con un párrafo de grave advertencia, en el que señala que Homo sapiens se transformó en el amo de todo el planeta y en el terror del ecosistema a lo largo de milenios y hoy está a punto de convertirse en un dios con las capacidades divinas de la creación y de la destrucción, pero “insatisfecho e irresponsable” y, por lo tanto, muy peligroso.

Los caminos que hoy tiene ante sí Homo sapiens pueden producir un cambio revolucionario como el que supuso la revolución cognitiva en el Neolítico. Estamos en el inicio de una revolución biológica, en la que el hombre dejará de ser lo que es, mediante ingeniería biológica, de ciborgs o mediante la ingeniería de vida inorgánica. Harari deja en el aire todas estas cuestiones y otras más, que probablemente haya concretado en su último libro, ‘Homo Deus. Breve historia del mañana’.

Nota: Yuval Noah Harari, profesor de Historia de la Universidad de Jerusalén y doctor por la Universidad de Oxford.

La conexión entre ciencia y ficción: de agujeros negros, de gusano y el hiperespacio

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La única forma de averiguar si estamos ante un agujero negro o un agujero de gusano consiste en zambullirnos en él: si se trata de un agujero negro, su intenso campo gravitacional romperá cada uno de los átomos de nuestro cuerpo, pero si fuese un agujero de gusano, tardaremos millones de años en salir de él. Ambas posibilidades son un poco catastróficas. Y, sin embargo, los científicos especulan sobre unas hipotéticas propiedades que nos permitirían a los seres humanos recorrer distancias practicamente infinitas al permitir viajes a una velocidad mayor que la de la luz.

Los agujeros negros existen; se forman tras un hecho tan simple como la muerte de un estrella y son lugares en los que la fuerza de la gravedad es tan fuerte que ni siquiera la luz puede escapar de ellos. De manera que si cayéramos en uno, la fuerza de la gravedad convertiría nuestro cuerpo en una larga y delgada corriente de partículas subatómicas que formarían un remolino flotante -hilillos- para ser absorbido después por el propio agujero. El límite más allá del cual nada puede regresar se denomina ‘horizonte de sucesos’, aunque Hawking ha sugerido que no existe como tal, que lo que hay es un ‘horizonte aparente’, detrás del cual la materia y la energía quedan atrapadas sólo temporalmente, ya que pueden volver a aparecer en forma de radiación, aunque la información saliente estaría desordenada. Para el caso de que cayéramos dentro, da igual que el horizonte sea de sucesos o aparente: nada volvería a ser igual.

En cambio, los agujeros de gusano son algo puramente especulativo: son el hipotético resultado de una hipotética anomalía en la curvatura del espacio-tiempo. Se comportan básicamente como una especie de atajo que conecta dos puntos del espacio-tiempo a través de un túnel en el hiperespacio; son una dimensión producida por una distorsión del tiempo y la gravedad. Nunca se han visto, pero matemáticamente son posibles y se les llama así porque responden a la imagen de un gusano que atraviesa una manzana por dentro para llegar al otro extremo sin tener que recorrerla por fuera.gusano

Los científicos creen que un agujero de gusano tiene una vida muy corta: se abre y vuelve a cerrarse rápidamente. La materia queda atrapada y el lugar de salida es impredecible: no se sabe ni por dónde ni cuándo. Incluso se piensa que podría quedar atrapada mil millones de años o más, de forma que los más viejos agujeros de gusano del universo ni siquiera habrían tenido tiempo para escupir cualquier cosa que hubiera caído en ellos.

Los agujeros de gusano o puentes de Einstein-Rosen han sido aprovechados, incluso hasta el exceso, en la literatura y en el cine de ciencia ficción. Pero es que no sólo pueden conectar dos puntos en el espacio, sino también en el tiempo. Estas propiedades dan mucho juego.

Viajes que superan la velocidad de la luz, pero con truco

El viaje por el espacio es uno de los grandes temas, si no el primero, de la ciencia ficción. Verne estaba preocupado sobre cómo combatir la gravedad terrestre y llegar a la Luna y también H.G.Wells, ambos padres fundadores del género. Pero pronto surge la cuestión de cómo recorrer distancias astronómicas sin que los personajes mueran de viejos en el intento. Ya Einstein, a principios del siglo XX, había dejado muy claro que no se puede sobrepasar, en ningún caso, la velocidad de la luz, pero gracias a la especulación sobre atajos, como agujeros negros o agujeros de gusano, la ciencia ficción pudo inventar viajes interestelares y llegar a mundos situados a millones de años luz.

Primero se inventó el hiperespacio para poder sortear las grandes distancias interestelares. El término pertenece al editor y escritor John W. Campbell que en 1934 publicó el relato The Mightiest Machine, en el que una especie de atajo permite acortar el trayecto. Posteriormente, la teoría del hiperespacio, o teoría de cuerdas, presentó un espacio de varias dimensiones, que permite especular sobre la existencia de los agujeros de gusano.

En los años sesenta y setenta se intensificó el estudio científico de estas cuestiones y, naturalmente, las nuevas hipótesis se reflejaron en la literatura de ciencia ficción. El término ‘agujero negro’ fue acuñado por el físico teórico John Archibald Wheeler en 1967, en el curso de una conferencia sobre púlsares en Nueva York, para describir la agonía de las estrellas oscuras colapsadas. Dos años después, en 1969, dijo una frase un tanto lasciva que ‘colapsó’ a sus colegas: “Los agujeros negros no tienen pelo”. Quería decir que, de un agujero negro, no podía salir nada, ni materia ni radiación.

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Joe Haldeman, La guerra interminable, 1974

‘La guerra interminable’, se publicó en los años setenta del siglo pasado y su autor, norteamericano y ex combatiente de Vietnam, relata la expansión de colonias terráqueas llevada a cabo por la fuerza militar a partir del descubrimiento casual de lo que llama ‘colapsares’, es decir, lo que estaba empezando a llamarse ‘agujeros negros’ gracias a Wheeler. A través de ellos, las naves pueden viajar entre los distintos puntos de la galaxia gracias a una “geodésica einsteniana” que traza una línea interminable entre colapsar y colapsar. Mantener el control sobre los portales que permiten el viaje de tropas y colonos son cruciales para el proceso imperialista de la Tierra y en su posesión y defensa, a lo largo y ancho del universo, los ejércitos emplean todos sus recursos, en especial el ataque indiscriminado hacia cualquier forma de vida que parezca oponerse a este propósito.

El tiempo que tarda la nave en atravesar el túnel es prácticamente cero, pero sí transcurre fuera de él: mientras se viaja de un lado a otro del universo en un tiempo casi inexistente, los habitantes de la tierra envejecen y mueren. La guerra interminable, cruel y estúpida, se dibuja como el producto de la falta de comunicación entre especies diferentes y de la soberbia y el miedo de las autoridades militares de la Tierra. William Mandella, el protagonista, es el observador casi inmortal de una guerra que dura diez siglos. Sólo cuando los hombres “dejan de ser humanos” y se reproducen en un único modelo clónico, termina la guerra; ésta es la conclusión pesimista de la novela.

En realidad, la novela es una denuncia antibelicista, enmarcada en la ciencia ficción, más que un detallado informe de cómo efectuar el salto colapsaro de cómo luchar en el espacio exterior. Joe Haldeman, nacido en 1943, acababa de graduarse en física y astronomía en Maryland cuando fue llamado a filas en 1967 y, como consecuencia de su participación en la guerra de Vietnam, donde fue herido por una mina y devuelto a casa con un Corazón Púrpura, nada de lo que escribe en esta novela es triunfalista ni la sociedad que presenta es apetecible. Y además, el soldado no es un idealista aguerrido, sino un mero empleado que hace cálculos sobre su pensión futura y lucha atiborrado de drogas, e incluso condicionado genéticamente, lo que le permite odiar y matar a un enemigo que no conoce y que es tan víctima como él. Los mandos le consideran carne de cañón y en su hogar, en la Tierra, ya no hay nadie que le espere ni se preocupe por él, al mismo tiempo que la sociedad en su conjunto se vuelve cada vez más irreconocible y extraña para Mandella.

Podrían ser las memorias de guerra de un veterano de Vietnam más que una novela de ciencia ficción, si no fuera por la descripción de los habitáculos en los que se realiza el salto colapsar y los trajes que permiten la vida en planetas inhabitables y la guerra, además de la descripción de unos seres, los ‘taurinos’, que tienen cierto aspecto de insectos y viven en una especie de colmenas. En cierta manera funcionan como los insectos sociales: una sola mente servida por multitud de individuos, cada uno con su misión específica. Este aspecto desagradable del enemigo y la ausencia de comunicación entre taurinos y hombres facilita a Haldeman la creación de situaciones que ponen de relieve la estupidez de las guerras, interminables o no, pero siempre injustas y dolorosas.

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Kip S. Thorne

Los científicos como asesores en la ficción: el caso de Kip S. Thorne

En 1985 Carl Sagan publicó su primera novela de ciencia ficción, Contacto, en la que envía a su protagonista, la intrépida doctora Arroway, al centro de la galaxia. En principio el viaje se realizaría a través de un agujero negro, con la consiguiente e inmediata muerte de la viajera y el final irremediable de la novela. Kip S. Thorne le sugirió que hiciese uso de los agujeros de gusano inventando un “material” que permitiese su apertura durante el tiempo necesario para que la protagonista entrara, llegara a su punto de destino y volviera sana y salva y con aquello que fuera a buscar.

Los agujeros de gusano sólo conectarían puntos concretos del espacio-tiempo y resultaría muy útil poder crearlos a voluntad para que nos acercaran al lugar al que queremos ir. Los pasajeros de este medio de transporte pueden “saltar” de uno a otro hasta llegar al destino elegido. En el caso de Star Wars no hay agujeros ni de gusano ni de ningún otro tipo: el Halcón Milenario posee una tecnología tan impresionante, con unos motores de propulsión tan poderosos que le permiten manipular el espacio-tiempo y crear atajos por sí mismo. Sólo hace falta suministrarle las coordenadas exactas antes del salto hiperespacial.

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Pese a todo, los agujeros de gusano no han caído en desuso ni mucho menos. Sólo hay que fijarse en la película de Christopher Nolan, Interstellar, de 2014. También se debe a Kip S. Thorne, al que ya hemos visto aconsejando a Sagan, la inspiración científica de esta historia épica en la que un grupo de héroes consigue poner a salvo a una humanidad que se halla al borde de la extinción. En el film uno de los tres robots, KIPP, lleva su nombre, aunque su alter ego es el profesor Brand, interpretado por Michael Caine.

La película cuenta cómo un astronauta retirado interpretado por Matthew McConaughey, descubre que una presunta civilización extraterrestre ha abierto un agujero de gusano cerca de la órbita de Saturno, que puede ser utilizado por los hombres para abandonar un planeta inhabitable debido a un desastre ecológico.

El punto de salida de ese agujero de gusano es un sistema de varios planetas en órbita alrededor de un agujero negro supermasivo, llamado Gargantúa. Los protagonistas sólo visitarán tres de ellos: el primero, Miller, el más cercano al horizonte de sucesos, es un planeta de superficie líquida sometido a intensos tsunamis debido a la proximidad del agujero negro. Los expertos discuten si eso es posible o no. Realmente discuten cada una de las imágenes y del guión de la película, de manera que el propio Thorne concedió una entrevista a la revista Science para asegurar que en todos los fotogramas y en todos los diálogos se mantuvo una visión científica real. Con una excepción – el planeta con nubes de hielo-, pero acepta que fue una licencia artística.

Lo más sugerente de la película es su poderoso discurso a favor de la ciencia: sólo ella puede salvar a la humanidad cuando todo está perdido. Como señalaba en el anterior comentario sobre la obra divulgativa de Kaku, la ciencia nos ofrece una salida incluso cuando el universo, dentro de miles de millones de años, colapse y tengamos que abandonarlo indefectiblemente. El viaje entonces no sería interespacial, sino entre dimensiones en dirección al universo gemelo.

Nosotros, Señores del Hiperespacio

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El universo seguirá expandiéndose para siempre en un quejido cósmico alcanzando temperaturas próximas al cero absoluto, o bien se contraerá en un furioso colapso, el big crunch. Morirá bien en hielo, bien en fuego y, en cualquier caso, toda clase de vida inteligente desaparecerá.

No resulta muy alentador, pero ya los científicos discuten una posible solución. De la misma manera que encuentran una salida al colapso de nuestro sistema solar (abandonando el hogar de nuestros ancestros), imaginan caminos intransitados para que una especie inteligente, dentro de miles de millones de años, pueda dar un salto a otro universo.

Un universo congelado o en llamas

Con el tiempo, las estrellas agotarán su combustible nuclear y morirán, convirtiéndose en masas muertas de materia nuclear. Serán agujeros negros, estrellas de neutrones o estrellas enanas frías. Todo se congelará, llegando al cero absoluto, pero incluso en un universo desolado y frío, existen los agujeros negros. Según Hawking, los agujeros negros no son completamente negros, sino que lentamente dejan escapar energía al espacio exterior durante un extenso periodo de tiempo, por lo que podrían contribuir a preservar la vida inteligente.

Incluso esa evaporación de energía llegaría a su fin y lo que en ese tiempo fuéramos el género humano se extinguiría con ella. No obstante, los astrónomos D. Barrow y Joseph Silk creen que la teoría cuántica deja abierta la posibilidad de que nuestro universo pueda pasar a través de un “túnel” a otro universo. “Donde hay teoría cuántica hay esperanza y nunca podemos estar completamente seguros de que esta muerte térmica tendrá lugar porque no podemos predecir el futuro de un universo mecánico cuántico”. Y concluyen: “En un futuro cuántico infinito todo lo que puede suceder llegará a suceder”.

Si en lugar de expandirse, se contrae, el universo terminará en fuego, no en hielo, y el big crunch lo devorará todo, nada le sobrevivirá. Pero existe un posible escape: abandonar el espacio y el tiempo a través del Hiperespacio.

Teoría del Hiperespacio

Algunos cálculos, basados en la teoría de Kaluza-Klein y de supercuerdas, han demostrado que instantes después de su aparición, nuestro universo tetradimensional se expandió a expensas del universo hexadimensional y, por lo tanto, los destinos últimos de los universos de cuatro y seis dimensiones están ligados. Si esto es así (y hemos de recurrir a un acto de fe ante la complicación del supuesto) nuestro universo gemelo hexadimensional puede expandirse gradualmente a medida que nuestro propio universo tetradimensional colapsa. Instantes antes de que se contraiga hasta la nada, la vida inteligente puede advertir que el otro universo gemelo se está abriendo y encontrar una vía de escape y salvación.

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Michio Kaku

Este viaje entre dimensiones es hoy imposible porque nuestro universo hermano se ha contraído hasta la escala de Planck. Pero, como defiende Michio Kaku, en las etapas finales de un colapso el universo hermano puede abrirse, haciendo otra vez posible el viaje dimensional. Si el universo hermano se expande lo suficiente, la materia y la energía pueden escapar hacia él, proporcionando una puerta de escape a seres inteligentes suficientemente sabios para calcular la dinámica del espacio-tiempo.

La Civilización de Tipo III y la energía de Planck

Pensemos en una civilización que puede contemplar las fantásticas energías en las que el espacio y el tiempo se vuelven inestables, en las que dominan los efectos cuánticos y el espacio-tiempo se vuelve “espumoso”, con pequeñas burbujas y agujeros de gusano. Estamos ante la energía de Planck. Una Civilización del Tipo III podría colonizar nuestra galaxia en cinco millones de años. Las colonias espaciales estarían separadas por inmensas distancias interestelares, incapaces de comunicarse por culpa de la barrera de la luz, pero podría -aventura Freeman Dyson- desarrollar agujeros de gusano que permitieran una comunicación más rápida que la luz a nivel subatómico.

Pero, además de conectar diversos puntos de un mismo Universo, un agujero de gusano puede conectar un nuestro universo con otros. Supongamos que no es factible utilizarlo; entonces, otra posibilidad sería la creación de un universo bebé, una especie de trampilla de escape a otro universo. Se trataría de crear artificialmente un falso vacío y un nuevo universo en el laboratorio, pero el riesgo es que podría acabar convirtiéndose en un agujero negro, camino que en principio hemos desechado. Otra posibilidad es crear un colisionador de átomos enorme o mecanismos de implosión estelares o un motor de curvatura.

Todo es posible pero siempre hay un precio a pagar, así que volvemos a los agujeros de gusano. Imaginemos que los únicos estables tienen dimensiones microscópicas o subatómicas o que un viaje a través de ellos es imposible para los seres humanos. También hay una solución: inyectar la suficiente información al nuevo universo para recrear nuestra civilización al otro lado del agujero de gusano.

Los seres de una civilización avanzada -nosotros dentro de miles de años- podrían decidir alterar su ser y convertirlo en algo que pudiera sobrevivir al arduo viaje hacia atrás en el tiempo o saltar a otro universo, fundiendo carbono con silicio y reduciendo la conciencia a pura información.

Para saber mucho más

Este artículo sobre las posibles vías de escape de un universo moribundo, así como el anterior dedicado a las amenazas de extinción de nuestra especie y nuestro planeta, son una breve sinopsis de libros leídos y de noticias aparecidas en revistas científicas. Pero sobre todo están basados en la obra de Michio Kaku, un físico teórico de la Universidad de Nueva York que tiene un toque especial para la divulgación científica.

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No son libros sencillos porque el tema que aborda nunca puede serlo: la física teórica de finales del siglo XX. Pero ni presenta fórmulas, ecuaciones ni conceptos imposibles de digerir.

Hiperespacio fue el primer libro de Kaku que cayó en mis manos. Se publicó en 1994 y la edición española es de dos años después. En quinientas páginas nos explica la teoría del Hiperespacio, que también lleva los nombres de teoría de Kaluza-Klein y Supergravedad, pero que en su formulación más avanzada se denomina teoría de Supercuerdas. Lo fundamental es su predicción de diez dimensiones: las tres usuales del espacio y una de tiempo, más otras seis también espaciales.

A partir de esta teoría se pretende conseguir la unificación de todas las leyes conocidas de la naturaleza en una sola, la “teoría del todo”. Hasta ahora se han descubierto cuatro fuerzas básicas que mantienen unido al cosmos: la gravedad, el electromagnetismo y las fuerzas nucleares fuerte y débil. Hace un par de semanas, científicos húngaros anunciaron que habían descubierto la quinta: la de la materia oscura. No se ha comprobado aún, pero la noticia ha recorrido el mundo en las primeras páginas de los diarios.

La tercera parte del libro explora la posibilidad de crear un túnel a través del espacio y del tiempo, utilizando las propiedades de los “agujeros de gusano”, que unen partes distantes del espacio y del tiempo. La teoría del Hiperespacio, según las conjeturas de algunos físicos, puede proporcionar la única esperanza de un refugio cuando muera nuestro universo.

La cuarta y última parte trata acerca del nivel tecnológico que sería necesario para que nosotros, sencillos primates evolucionados, podamos convertirnos en ‘Señores del Hiperespacio’.

En una obra posterior, de 2008, ‘Universos paralelos’, Kaku nos cuenta el nacimiento de nuestro universo y el big bang, así como las teorías sobre el multiverso, con sus portales dimensionales, los viajes en el tiempo y los universos cuánticos paralelos. Retoma en la última parte la huida de los hombres justo antes del colapso de nuestro universo, mediante la creación de uno de diseño, y otras especulaciones, que he mencionado al final del artículo.

Todo esto resulta fascinante y supera con creces la imaginación de cualquier novela de ciencia ficción. Y lo mejor es que podría ser cierto.

El fin del individuo, de la especie y del universo

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Hacerse a la idea de que al final nos sobrevendrá la muerte no es fácil pero de momento así es. La mayoría de nosotros prefiere no pensar en ello, excepto en contadas ocasiones. El escritor británico Julian Barnes confiesa que la conciencia de la muerte, o rèveil mortel, como prefiere llamarlo, le llegó a los trece o catorce años y que piensa en ello con bastante frecuencia: cuando anochece y cuando comienza el Torneo de Rugby de las Cinco Naciones.

Esta preocupación le ha llevado a escribir una serie de cuentos, reunidos en un volumen que lleva el título de ‘La mesa limón’ (entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón), y cuyo denominador común es el inevitable correr del tiempo y la resignación o el enfurecimiento ante el episodio final. También ha escrito todo un libro, ‘Nada que temer’, en el que cuenta lo que siente y lo que piensa acerca de ese episodio final e ineludible.

Si bien la muerte personal es difícil de aceptar porque, como decía Spinoza, la naturaleza del hombre es perserverar en su ser, lo auténticamente imposible consiste en asumir que es toda nuestra especie la que camina hacia la extinción y, aún peor, que el sol, las galaxias y el universo entero se dirigen inexorablemente hacia una muerte inapelable. Aceptar estas verdades, en palabras de Bertrand Russell, y que todo el brillo del genio humano esté destinado a extinguirse, que el templo entero de la culminación del Hombre quede enterrado bajo los restos de un universo en ruinas, es el andamiaje que nos permitirá, “sobre la base firme de una desesperación inquebrantable, construir una morada del alma”. No obstante, hay esperanza.

Civilizaciones Tipo I, II y III

En 1964, el astrónomo ruso Nikolai Kardashov propuso utilizar una escala hipotética para identificar las civilizaciones que podrían habitar nuestro universo en función de su tecnología respecto al uso de energía. Una civilización Tipo I usaría todos los recursos disponibles en su planeta natal y podría controlar el clima, impedir los terremotos, explorar las profundidades de la corteza terrestre y cultivar los océanos; una civilización del Tipo II es capaz usar toda la energía que emite su estrella y podría comenzar la colonización de sistemas estelares locales; por último, una civilización del Tipo III controla la potencia de toda una galaxia y probablmente puede manipular el espacio tiempo a voluntad.

Nuestra civilización es del Tipo 0 y, si somos muy optimistas, podríamos alcanzar el Tipo I en unos cien años; otros mil años nos llevaría pasar del Tipo I al Tipo II y para llegar al Tipo III serían necesarios varios miles de años. Llegados a este punto nos convertiríamos, como dice Michio Kaku, en “señores del hiperespacio”, manipuladores del espacio-tiempo decadimensional, con la capacidad de crear agujeros de gusano y alterar la dirección del tiempo.

Lo que nos puede llevar a la extinción

Que a pesar de lo infinitamente grande que es el universo aún no hayamos encontrado ni un sólo indicio de vida inteligente, hace pensar que multitud de especies hayan podido desaparecer en grandiosas catástrofes al ser incapaces de superar una serie de obstáculos que también nos amenazan a nosotros.

Para los seres que habitamos la Tierra es muy importante alcanzar la civilización Tipo I, porque nos permitiría evitar un colapso autoinfligido. Y ya, si alcanzamos el Tipo II, seríamos invulnerables a la aniquilación incluso por la peor catástrofe natural o artificial imaginable.

En la fase actual de nuestra sociedad hay dos obstáculos fundamentales que tendríamos que superar para no extinguirnos y los dos serían consecuencia de una nefasta gestión de nuestros recursos: la barrera del uranio y el colapso ecológico.

La barrera del uranio hace referencia a la proliferación nuclear. Desde mediados del siglo XX pende sobre nuestras cabezas el uso irracional de la detonación nuclear por parte de los Estados-nación, en los que nos organizamos de forma bastante primitiva, lo que marcaría posiblemente el fin de nuestra especie. Ésta podría haber sido la causa de la extinción de otras sociedades de vida inteligente, ya que cualquiera de ellas que desarrolle una actividad industrial descubrirá el elemento 82, el uranio, y con él la capacidad de destrucción masiva. Civilizaciones de Tipo 0 debieron surgir en numerosas ocasiones en los últimos 5.000 millones de años de historia de nuestra galaxia.

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Desde 1947, la Universidad de Chicago mantiene como símbolo lo que llama el Reloj del Apocalipsis, que representa lo cerca que estamos del fin de la civilización a causa de una guerra nuclear. En 2007, Stephen Hawking y otros científicos anunciaron que el Reloj del Apocalipsis quedaba fijado a cinco minutos antes de la medianoche, acercándose dos minutos más a las doce tras incorporar el riesgo debido al impacto en el clima que suponen determinadas actividades humanas.

El colapso ecológico hace referencia al cambio climático. Somos miles de millones de individuos consumiendo recursos y generando contaminación. Solo una auténtica cooperación a escala planetaria podría ampliar la expectativa de supervivencia.

Ambas amenazas -la nuclear y la ecológica- se neutralizarían en una Civilización Tipo I, que contempla la posibilidad de utilizar recursos casi ilimitados de forma sostenible y la capacidad de controlar el clima.

En la lista de amenazas que maneja Michio Kaku, profesor de física teórica, no figuran, por ejemplo, los virus aniquiladores que, para Stephen Hawking, son uno de los mayores peligros para la Humanidad porque, mientras las armas nucleares necesitan grandes instalaciones, los hallazgos de biotecnología o ingeniería genética pueden realizarse en un laboratorio pequeño sin ningún control.

Otra amenaza que postula Hawking tiene relación con la inteligencia artificial. Hace un par de años, varios científicos publicaron en The Independent una carta abierta instando a que la investigación en inteligencia artificial se dirija a objetivos beneficiosos. Anders Sandberg, científico de la Universidad de Oxford, está de acuerdo y alerta de que la inteligencia artificial puede llegar a ser autónoma y tomar decisiones ajenas o contrarias a los seres humanos.

Otros obstáculos que no dependerían de la buena o mala voluntad del hombre también se solucionarían en una Civilización Tipo I. Por ejemplo, la amenaza de una nueva era glacial. No se sabe qué es lo que la produce, tal vez variaciones minimas en la rotación de la Tierra, pero si pudiéramos controlar el clima, la humanidad saldría victoriosa.

Un desafío más hace referencia a las aproximaciones astronómicas, es decir, colisiones de asteroides o explosiones de supernovas cercanas. Se estima que alrededor de unos trescientos mil asteroides cruzan la órbita de la Tierra, contando sólo a los que tienen al menos un kilómetro de diámetro. En el caso de que impactaran sobre la Tierra o que estallara un supernova cercana, una civilización Tipo I podría organizar una escapatoria rápida al espacio exterior.

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El factor de extinción Némesis

Existe una teoría, que no ha sido verficada, pero que es extraordinariamente fascinante: el factor de extinción Némesis. Parte del supuesto de que a lo largo de la historia de la Tierra ha habido al menos cinco extinciones en masa de la vida vegetal y animal y que si se incluyen extinciones peor documentadas, se observa una pauta: cada veintiséis millones de años aproximadamente se produce una extinción. En una de ellas, hace 65 millones de años, desaparecieron los dinosaurios y, hace 35 millones, dejaron de existir numerosas especies de mamíferos terrestres.

En 1984 Richard Muller propuso la teoría de que nuestro Sol es una estrella doble y su hermana, una estrella apagada o una enana marrón aún no descubierta y que recibió el mítico nombre de Némesis (diosa griega de la venganza) o el más cinematográfico ‘Estrella de la Muerte’, completa una órbita cada 26 millones de años y es la culpable de las extinciones masivas detectadas porque al atravesar la nube de Oort, más allá de Plutón, arrastra una avalancha de cometas, algunos de los cuales chocan con la tierra e impiden que la luz del Sol llegue al planeta. La comunidad científica no está muy convencida de la existencia de Némesis y precisamente argumentan su escepticismo en la regularidad de su aparición: si verdaderamente existiera, su órbita habría cambiado influenciada por los numerosos encuentros que el Sol ha tenido con otras estrellas en los últimos quinientos millones de años.

Pero esa misma regularidad nos dice que algo hay. Némesis o lo que sea constituye en cierta manera una variante de las ‘aproximaciones astronómicas’. La buena noticia es que faltan diez millones de años para que vuelva. Esperemos que para entonces hayamos alcanzado el estatus tecnológico que nos permita huir a otro sistema solar.

Otras amenazas más o menos no controlables

Una variante de la amenaza vírica producida en laboratorio, pero en este caso no controlable, nos habla de la erosión de los telómeros. Reinhard Stindl, doctor en medicina de la Universidad de Viena, afirma que en los cromosomas de cualquier animal hay una especie de tapones protectores llamados telómeros que evitan la inestabilidad de los cromosomas, pero que cada vez que una célula se divide casi nunca copia completamente los telómeros, de manera que van acortándose durante nuestra vida y nos provoca enfermedades como el cáncer, la demencia senil, los infartos, etcétera. Pero no sólo se acortan por el paso del tiempo. Según su teoría, existe una diminuta pérdida de la longitud del telómero de una generación a otra, igual que sucede con el envejecimiento del individuo. Esta erosión de los telómeros llegaría,con el paso de las generaciones, a niveles críticos y provocaría una quiebra poblacional. Stindl llega a explicar con su teoría -no contrastada- la extinción de especies, aparentemente exitosas, como la de los Neandertales.

Tampoco contempla Michio Kaku en su lista, una hipotética invasión alienígena como causa de un Apocalipsis terrenal. Al respecto, dijo Hawking en un documental emitido por el canal Discovery en 2010 que debería evitarse todo contacto con civilizaciones extraterrestres porque cabe la posibilidad de que sean guerreros espaciales en busca de recursos que han agotado en sus planetas de origen. Esta teoría choca con la división en Civilizaciones en diferentes tipos de acuerdo con su consumo energético. Si los extraterrestres son capaces de largos viajes estelares, posiblemente puedan obtener energía y recursos de forma pacífica en sus propios planetas y sistemas solares.

Ciertamente, Hawking no es muy optimista e incluso llegó a decir que ni siquiera cree que la raza humana pueda sobrevivir otros cien años y ofrece una “solución” para salvar a la especie: salir al espacio y colonizar otros mundos, crear una copia de seguridad de nuestra civilización. “La raza humana -señala- no debería tener todos sus huevos en la misma cesta, o en el mismo planeta”.

El fin del mundo

De lo que no nos vamos a librar va a ser de la muerte del Sol, que seguirá siendo una estrella amarilla durante otros cinco mil millones de años, ni del choque de la Vía Láctea, nuestra galaxia, con la gigantesca Andrómeda, lo que ocurrirá dentro de cinco mil o diez mil millones de años. Y, finalmente, la muerte del propio Universo como conclusión rigurosa de las leyes de la física. No importará lo avanzadas que estén las formas de vida inteligente; todas perecerán cuando el Universo experimente su popio colapso, en hielo o en fuego.

Pero, incluso en un Universo con temperaturas próximas al cero absoluto existe una última fuente de energía: los agujeros negros, que pueden esperar hasta el próximo capítulo.

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Vía Láctea

Cielo, Infierno y otros tormentos intelectuales

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El Antiguo Testamento no conoce el Infierno y parece que el Nuevo tampoco, al menos en el inconmensurable sentido de eternidad y sufrimiento que, en siglos posteriores, le otorgó la teología cristiana. Los Evangelios mencionan doce veces la ‘Gehenna’, término utilizado como metáfora que proviene de los vertederos de basura que, en tiempos de Jesús, ardían en las afueras de Jerusalén, en el valle de Ge-Hinnom, donde mucho antes se ofrecían sacrificios humanos por el fuego a los dioses cananeos.

En la traducción del evangelista Mateo se añade a las palabras “Gehenna del fuego” (Gehenna ignis) el adjetivo “inextinguibilis” que no figura en el original. Con este añadido en los Evangelios se crea el argumento de autoridad del ‘Infernus’ y toda la parafernalia que le acompañó desde la Edad Media hasta prácticamente nuestros días.

El cristianismo, hasta el siglo VI, contemplaba la pena del Infernus como algo temporal. Orígenes, defendió la doctrina que lleva el bonito nombre de ‘apocatástasis’, según la cual Dios perdona siempre, por lo que no es concebible un infierno eterno. Prácticamente todos los santos padres estaban de acuerdo aunque ya por esos años Agustín de Hipona empezó a sentar las bases para convertir al cristianismo en una doctrina de horror, suplicio y agonías eternas. En el Concilio de Constantinopla, en el 543, se estableció que los sufrimientos del infierno eran eternos. El primer Concilio de Letrán, en 1123, declaró como dogma la existencia de tal lugar.

La temperatura en el más allá

Vamos a suponer que el Infierno existe y que es eterno. Llegan los investigadores de la ciencia “improbable” y se plantean averiguar la diferencia en grados centígrados entre infierno y cielo. Se publicó en la revista ‘Applied optics’ en 1972 y para recabar ‘indicios objetivos’ el autor recurrió al Libro de Isaías, en concreto a un pasaje en el que se describe la luz que baña el Paraíso. El profeta Isaías, iluminado y apocalíptico, asegura que la Luna brilla allí como el Sol en la Tierra y que la luz de nuestra estrella es 49 veces más brillante que la que cae sobre la superficie de nuestro planeta. Por consiguiente, en el cielo la irradiación es cincuenta veces más alta. Si se aplica la ley de Stefan-Boltzmann, la temperatura del Paraíso es de 525ºC.

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A continuación, el mismo investigador se hace con un Apocalipsis, donde se afirma que el infierno es un lago de azufre en llamas. Si tenemos en cuenta que el punto de ebullición del azufre se encuentra en los 444,61º C y que más allá de esta temperatura, ese elemento se vuelve gaseoso, la conclusión es que hace menos calor en el Infierno que en el Cielo.

El descubrimiento, según nos cuenta Pierre Barthélémy en su libro ‘Crónicas de ciencia improbable’, armó un buen jaleo pero en los años siguientes se demostró que el anónimo físico se había equivocado en sus dos estimaciones. Y así, en 1979, a través del Journal Of Irreproducible Results, una revista consagrada a la ciencia humorística, se recordó que el punto de ebullición de un elemento depende de la presión del entorno y como en el infierno hay millones de pecadores, reunidos desde la Creación, se ha venido creando una monstruosa presión evaluada que se traduce en 14,5 millones de veces la presión atmosférica terrestre, lo que hace que el azufre se vuelva líquido a temperaturas más elevadas que 525ºC. Es decir, que hace más calor que en el Cielo.

Hubo una segunda corrección, por parte de dos investigadores españoles que, en 1998, en una carta dirigida a Physics Today explicaron que la interpretación del Libro de Isaías era falsa y que la irradiación luminosa en el Cielo es sólo ocho veces mayor que en la Tierra, por lo que la temperatura del Paraíso se cifra en 231ºC.

Puestos a elegir entre los 525ºC del Infierno y los 231ºC del Paraíso, al final creo que nos va a dar lo mismo.

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El infierno: congelación o desintegración

Pero hay otras propuestas sobre la temperatura del infierno. Circula desde hace unos años por Internet y otros medios una ‘leyenda urbana’ que cuenta lo siguiente: en un examen de química (otros dicen que de física) en la Universidad de Toledo (otros lo sitúan en Valladolid e incluso en la Complutense madrileña) se les hizo a los alumnos la siguiente pregunta: ¿Es el Infierno exotérmico o endotérmico, es decir, desprende o absorbe calor?

Y un ingenioso estudiante contestó: primero habría que saber en qué medida la masa del Infierno varía con el tiempo y para ello hemos de averiguar a qué ritmo entran las almas en el Infierno y a qué ritmo salen. Sabiendo de antemano que no se producen salidas (Lasciate ogni speranza, avisa Dante), sólo tenemos que hacer el cálculo primero y, teniendo en cuenta que todas las religiones se consideran verdaderas y que quienes no crean irán derechos al Infierno, resulta que todas las almas van a arder eternamente. Como siguen naciendo personas, el número de almas crece de forma exponencial. Según la Ley de Boyle (el gas se enfría cuando se expande y se calienta cuando se comprime), para que la temperatura y la presión del Infierno se mantenga estable, el volumen debe expandirse en proporción a la entrada de almas. Por lo tanto, hay dos posibilidades:

1) Si el Infierno se expande a una velocidad menor que la de la entrada de almas, la temperatura y la presión en el Infierno se incrementarán hasta que éste se desintegre.

2) Si el Infierno se expande a una velocidad mayor que la de la entrada de almas, la temperatura y la presión disminuirán hasta el que Infierno se congele.

Es decir, o está desintegrado o congelado, ambas cosas incompatibles, primero con la existencia, y segundo, con el castigo del fuego eterno. El estudiante se apunta a la segunda pero por una cuestión romántico-sexual: Fulanita le dijo en primero que se acostarían juntos cuando el Infierno estuviera congelado y como al final cayeron en la tentación, el brillante alumno deduce que la congelación es la teoría correcta.

Stalin y el pozo de Bakú

Pero naturalmente siempre habrá escépticos que pongan en duda las verdades de la ciencia. Y dirán que si Dios todo lo puede, también podrá crear un Infierno como él manda, y no una chapuza. Así que vamos a ver qué dicen las mentes preclaras sobre su existencia y su ubicación.

Tradicionalmente se ha considerado que el infierno está en el interior de la Tierra y por eso hay volcanes, supongo que para expulsar las llamas y el azufre que le sobran al Príncipe de los Demonios. Y ¿por dónde se puede llegar al centro de la Tierra también? Pues por los pozos petrolíferos. Por ellos ascienden los demonios para tentar a los hombres o para dar consejos.

Lo aseguró Gabriel Arias Salgado, ministro de Información en los años cincuenta, y lo cuenta tal como lo escuchó, el periodista Haro Tecglen. El caso es que en la Unión Soviética, “país atrasado y destruido, conducido por un personaje torvo y torpe, aniquilador del pensamiento y con una doctrina enteramente negativa” había surgido el primer satélite artificial de la Humanidad y también se hizo con la bomba atómica ¿De dónde salía esa extraña capacidad?

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De las puertas del infierno, situadas circunstancialmente en un pozo petrolífero de Bakú. Aquí, el periodista Haro Tecglen pasa a contarnos lo que le dijo el ministro en un almuerzo en el club de prensa de la calle del Pinar: “Stalin viaja con frecuencia y no se dan explicaciones de adónde va. Pero nosotros lo sabemos. Se va a la República de Azerbaiyán y, allí, en un pozo abandonado de las perforaciones petrolíferas se le aparece el Diablo, que surge de las profundiades de la tierra. Stalin recibe las instrucciónes diabólicas sobre cuanto ha de hacer en política. Las sigue al pie de la letra y esto explica sus éxitos pasajeros”.

Tampoco hay que escandalizarse ante tamaña sandez, en este caso religioso-política como corresponde al nacionalcatolicismo de la dictadura franquista. En nuestros tiempos ‘supuestos expertos’ siguen diciendo cosas similares, aunque las adornen con ‘pretendidas investigaciones científicas’.

Incluso los hay que siguen creyendo en la existencia del Infierno, lo que hace muy poco por la reputación de Dios, si es que existe. Hace unas semanas se publicó que el papa Francisco había puesto en cuestión su existencia, al menos como lugar de sufrimiento físico, y postuló un tormento causado por la ausencia de Dios y no eterno (¡estos intelectuales!) pero se armó tal escándalo que inmediatamente se negó que lo hubiera dicho. Y es que a muchos les encantan los torreznos.

El culto a los muertos y la triste vida ulterior

Las huellas de enterramientos que han perdurado hasta hoy nos hacen pensar que muchos de nuestros antepasados de la Edad de Piedra creían en una vida después de la muerte, aunque realmente se tratara de una “pervivencia fantasmal”. Rendían culto a los muertos o al menos les recordaban para buscar su protección o para evitar males mayores.

Tumba corredor en Antequera
Tumba en Antequera

Es difícil hacerse a la idea de que una persona con la que tratamos todos los días, apreciada e incluso amada, ya nunca volverá. Seguramente esa nostalgia persiguió a nuestros antiquísimos padres a través de los sueños y lo más posible es que no se tratara siempre de sueños amables, sino pesadillas o similares, y de ahí podría haberse formado la concepción de una vida de ultratumba tan poco agradable como la que se nos ha transmitido cuando ya los hombres hacían Historia.

Los vivos no creían que después de la muerte las cosas se fueran a poner mejor, sino todo lo contrario. En el mejor de los casos -lo que sólo ocurría con los miembros más conspicuos de la comunidad, como jefes o sacerdotes- experimentarían una vida similar a la que ya habían tenido y para ello se les proveía de objetos e incluso de esclavos. En general, los muertos seguían viviendo como fantasmas, en su tumba o en un lugar inhóspito y añorando la vida que habían perdido, lo que les podía convertir en entes peligrosos.

El miedo a los muertos es muy común en las culturas de bandas y aldeas. Para los washos, pueblo de cazadores y recolectores de la frontera entre California y Nevada, las almas de los difuntos estaban furiosas por haber perdido sus cuerpos; por esa razón se quemaban las chozas y pertenencias del difunto para que no volvieran. Los dusun del norte de Borneo maldicen el alma del difunto y le advierten seriamente de que se mantenga alejada (1)

La relación con los muertos en los pueblos primitivos varía entre dos extremos: desde los homenajes a los difuntos en fechas señaladas a cambio de que se abstengan de perturbar a los vivos e incluso para conseguir su protección, a la actitud de algunos pueblos en los que no se les deja en paz, incluso mediante el canibalismo y la necrofagia, con la intención de incorporar las virtudes y poderes del difunto a los comensales (2).

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Hacia las tumbas en las Parentalias

Los lémures en Roma

La obligación con los difuntos, en forma de homenaje, es común desde las épocas primitivas, y siguió practicándose durante milenios. Por ejemplo, en Roma, donde el el culto privado a los muertos apenas cambió en sus doce siglos de historia (3). En las Parentalias, celebradas en febrero, los muertos retornaban a la tierra y se reconfortaban con el alimento que los parientes vivos disponían sobre sus tumbas, situadas en las afueras de la ciudad en tanto que, en las Lemurias, en el mes de mayo, los difuntos no sólo comían, sino que visitaban las casas de sus descendientes y era preciso aplacarlos mediante ritos ancestrales para que no se les ocurriera llevarse a alguno de los vivos consigo.

Las características de ambas festividades son diferentes. En las primeras, los familiares acudían a las tumbas para comprobar en que estado se hallaban y pasaban allí el día. En cambio, las Lemurias tienen un carácter más terrorífico. Negar sepultura a un cadáver y no realizar los ritos funerarios debidos para que el difunto buscara su descanso en un lugar inviolable suponía condenar al alma a un errar continuo, lo que resultaba peligroso para los vivos porque ese ente errante se convertía en una sombra atormentada, uno de aquellos espíritus maléficos llamados lémures.

Ovidio hace un relato bastante pormenorizado de lo que ocurría en las casas durante las Lemurias. El pater familias se levantaba a medianoche del último día, cuando todos dormían, descalzo y chasqueando los dedos; se lavaba las manos tres veces y lanzaba hacia atrás, sin mirar, puñados de habas negras mientras decía: ‘Yo tiro estas habas y por ellas me salvo yo y salvo a los míos’. Así, hasta nueve veces, de manera que pudieran alimentarse los espiritus hostiles, lémures o larvas (posiblemente esqueletos fantasmagóricos) hasta que por fin conseguía que abandonaran la casa.

Tumbas ocultas

Alarico, el rey de los visigodos que entró en Roma a cuchillo, fue sepultado en el cauce de un río para lo que desviaron el curso de las aguas. Luego, las hicieron volver para dejar oculta la tumba y, a continuación, se dio muerte a los prisioneros romanos que habían ejecutado el trabajo. A esta leyenda hace mención Sir James George Frazer en ‘The fear of the Dead in Primitive Religion’. La interpretación habitual de estos hechos reside en el temor de que los enemigos del rey profanaran los restos, pero Frazer, sin rechazar esta hipótesis, aventura otra, muy del agrado de Jorge Luis Borges, por su originalidad y atrevimiento: la clave sería el temor a que su alma despiadada surgiera de nuevo a la tierra para tiranizar a los hombres.

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Polvo y sombras en Mesopotamia

Lo cierto es que la visión que tuvieron los hombres durante milenios acerca de la vida de ultratumba no resultaba muy apetecible. Los muertos querían volver y había que convencerlos de que no lo hicieran. Y no era para menos; el primer héroe del que tenemos noticia, Gilgamés -que reinó en Sumeria veintisiete siglos antes de nuestra era- consigue que Nergal, rey de los infiernos, deje salir a su amigo Enkidú, que ha muerto, durante unos instantes para que puedan despedirse. En esa conversación, Enkidú le describe el inframundo sumerio: lleno de polvo, oscuridad y miseria, donde vagan los espíritus entre sombras y desolación, un mundo muy parecido al Hades griego que visita Ulises y a la Estigia que recibe a Eneas.

Ese fantasma medio incorpóreo en el que se ha convertido su amante le dice a Gilgamés, lamentándose ante la situación en la que se encuentra: “Mi cuerpo, que tu corazón se complacía en acariciar, como vestido viejo lo comen los gusanos, como grietas de la tierra está lleno de polvo”.

Mil años sin vida eterna

Tampoco los judíos tuvieron durante mil años la idea de una vida eterna que mereciera la pena. En el Antiguo Testamento, el ‘mundo inferior’ o ‘sheol’ (el no país, la no tierra) es imaginado como un espacio cerrado bajo la tierra, un lugar de oscuridad y de silencio, de impotencia y olvido, en el que los hombres llevan una existencia fantasmal. Durante más de un milenio los judíos no creyeron más que en esta existencia posterior a la muerte (4).

La idea de una vida eterna en la que se recompensan las buenas acciones y se castigan las malas aparecen dos siglos antes de nuestra era. El más antiguo y único pasaje que habla de la resurreción de los muertos en el Antiguo Testamento procede de la época del seleúcida Antíoco Epifanes y su campaña helenística que provocó el levantamiento del pueblo judío encabezado por los Macabeos. La necesidad política condujo a establecer un premio para los mártires.

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El Valhala tampoco es una solución

Una cultura tan alejada en el espacio y en las costumbres como la escandinava expresa también un paralelismo con las que ya hemos mencionado -la mesopotámica, la Grecia arcaica, Roma o las tribus de Israel- respecto a la vida de ultratumba.

Excepto por el concepto del Valhala, las creencias escandinavas sobre la otra vida eran vagas y generalmente sombrías. Los nórdicos creían que la otra vida se parecía a ésta y que de alguna manera los muertos seguían presentes en sus tumbas como una presencia fantasmal. Los que morían por enfermedad o por el imperativo de la edad irían a parar al reino helado y neblinoso de Niflheim, donde sufrirían una eternidad sin alegría, compartiendo los magros alimentos que les ofrecería la diosa putrefacta Hel.

Aunque una posterior influencia cristiana hizo aparecer el concepto de castigo y recompensa en la otra vida, no por ello se hizo más amable la visión de la vida tras la muerte, si acaso se hizo peor para los castigados. Las variadas vidas de ultratumba no ofrecían nada mejor de lo que ya tenían en vida. Incluso los guerreros muertos que conseguían entrar en el Valhala con Odín debían enfrentarse al Ragnarök, la gran batalla del final de los tiempos en la que los dioses y sus enemigos, los gigantes, se aniquilarán entre sí con fuego y agua y destruirán el universo antes de iniciar un nuevo ciclo de creación.

Al final, al igual de lo que ocurría en Grecia y Roma, lo importante era la reputación: que los escaldos -poetas cortesanos- contarán sus glorias en las salas de banquetes durante generaciones. Ésa era la única vida eterna que podían esperar (5).

El gozo de vivir

Y mientras, había que gozar de la vida. Se trata de una idea común en Sumeria hace infinidad de siglos, en Grecia e incluso en Judea y en las sagas escandinavas.

En el poema épico de Gilgamés, se le pregunta al héroe hacia dónde corre, se le dice que la vida que persigue no la encontrará porque “cuando los dioses crearon a la humanidad le impusieron la muerte y la vida la retuvieron en sus manos”. Y se le exhorta: “¡Tú, Gilgamés, llena tu vientre día y noche y vive alegre, y haz de cada día un día de fiesta, diviértete y baila noche y día”.

En Grecia se elogia el ‘gozo de vivir’ y la bienaventuranza de existir, de participar siquiera sea de una manera fugaz en la espontaneidad de la vida y en la majestuosidad del mundo. Carpe diem.

Notas

(1) Marvin Harris, Nuestra especie, Alianza Editorial 1997

(2) Claude Lévy-Strauss, Tristes trópicos, Ediciones Paidós, 2006

(3) Mircea Eliade, Historia de las creencias y de las ideas religiosas, RBA

(4) Hans Küng, ¿Vida eterna? Editorial Trotta, 2000

(5) John Haywood, Los hombres del norte, Ariel 2016

El más allá en el mundo clásico: Ulises y Eneas en el inframundo

hadesNi romanos ni griegos se pusieron de acuerdo sobre qué había exactamente después de la muerte: algunos creían en la supervivencia colectiva de las almas y otros, en una forma de reencarnación. También los había que aseguraban que no había nada más allá de la muerte. Las descripciones de los poetas acerca de lo que ocurría tras dejar esta vida no hacían muy apetecible la venidera y los filósofos intentaron aliviar ese espanto con consejos y avisando de que cuando uno se muere, simplemente deja de vivir y, por tanto, de sentir.

El griego Epicuro pedía que nos acostumbráramos a pensar que la muerte debe resultarnos indiferente porque todo lo bueno y lo malo consiste en experiencias sensoriales; en tanto que la muerte supone la privación de los sentidos, ya no hay ni bueno ni malo. En la misma línea se expresa el romano Lucrecio: “Cuando yo soy, la muerte no es. Por lo tanto, es inútil preocuparse por la muerte y la única manera de alcanzar la tranquilidad del alma es eliminar el angustiado anhelo de una vida posterior”.

El Hades en la Odisea

El ultramundo que nos presenta Homero es siniestro. Para sus contemporáneos del siglo VIII a.C. la muerte significaba una existencia ulterior disminuida y humillante en las tinieblas infraterrestres del Hades, un lugar poblado de sombras pálidas desposeídas de fuerza y de memoria. En este mundo subterráneo, incluso las “almas” de los héroes viven una existencia sombría, revoloteando como murciélagos y sin ninguna posibilidad de abandonar el reino de los muertos.

En la Odisea, Ulises desciende al inframundo en busca de Tiresias para que le aconseje e ilumine acerca de su regreso a Ítaca. Nada más llegar, ve acercarse una multitud, la de los que no son personas ni tienen rostro, no son visibles, no son nada. Entre ellas distingue el espectro de Aquiles, al que da de beber sangre para devolverle algo de vitalidad y pueda expresarse. El héroe aqueo le dice que los muertos están privados de sentidos y que son las imágenes de los hombres que ya fallecieron. Añade que preferiría ser el último servidor del hombre más pobre del mundo, pero vivo bajo la luz del sol, que ser el rey de ese mundo de tinieblas que es el Hades.

Ulises consultando a Tiresias con Perimedes y Euriloco
Ulises consultando a Tiresias

Las almas de los muertos no pueden hablar de la misma forma en que lo hacen los vivos. En diversos pasajes de la Odisea se refleja esta condición de los espectros: las almas de los pretendientes emiten una especie de murmullo desasosegante mientras son guiadas por Hermes hacia los infiernos. Ese sonido y ese revolotear hace que el poeta los compare con los murciélagos.

Sófocles les atribuye un sonido diferente cuando escribe: “Aquí llegan los zumbidos del enjambre de los muertos”. Este sonido miserable que emiten las almas de los muertos es sin duda producto de su imposibilidad de hablar. No en vano Hesiodo llama a la muerte “la que hurta la voz”.

Los órficos

Los versos de Homero resonaban en los oídos de todos cuando aparecieron por la Hélade los primeros órficos, que susurraban que tenían acceso a los dioses y que había una vida auténtica para ellos tras la muerte. El culto a Orfeo se extiende por Grecia allá por el siglo VI a.C.

Tras su regreso de Sicilia, donde conoció a órficos y pitagóricos, Platón describe en tres de sus Diálogos –Gorgias, Fedón y la República- la concepción órfica del alma y su inmortalidad, según la cual ha de cumplirse un castigo por un crimen primordial que ha cometido el alma y por el que es encerrada en el cuerpo como si éste fuera un sepulcro. En consecuencia, la existencia encarnada se parece más bien a la muerte, mientras que la muerte constituye el comienzo de la verdadera vida, a la que se accede tras un juicio. Si el alma ha cometido más faltas que méritos se reencarna de nuevo hasta la liberación final.

Tras la muerte -dicen los órficos- el alma se dirige hacia el Hades y la que está destinada a la reencarnación es obligada a beber de la fuente del Leteo para que olvide sus experiencias, tanto las de sus vidas anteriores como las del mundo celeste. Pero las almas de los órficos no están sujetas a la reencarnación o, al menos, pueden recordar sus vidas anteriores, dice Platón.

El Hades en La Eneida

El orfismo decae tras las guerras médicas y vuelve a aquirir popularidad en los primeros siglos de la era cristiana. Y es Virgilio quien la vuelve a poner sobre el papel en la Eneida, aunque en el mismo Canto expresa también la concepción homérica de la muerte.

La Sibila de Cumas recibe a Eneas y le guía en su descenso al inframundo, donde el espíritu de su padre le hace partícipe de su destino, que ha de ser la fundación de Roma. En este descenso a los infiernos, Virgilio nos relata la concepción clásica de la vida tras la muerte y los avatares de los espíritus humanos en el más allá. Cuando Eneas llega a la laguna Estigia observa una turba de sombras que se precipitan a las orillas del Aqueronte, un cenagoso abismo en perpetua ebullición. Guardando las aguas y los ríos se adelanta el horrible Caronte, el barquero. En las sombras se adivinan madres, esposas, héroes, niños, ancianos…. que piden pasar a la margen opuesta; son los miserables que permanecen insepultos. Y rondarán la orilla durante cien años si no se les rinden los honores fúnebres que les corresponden.

Las doctrinas de los órficos también encuentran su acomodo en esta descripción que hace Virgilio del descenso a los infiernos. Anquises, padre de Eneas, le explica que las almas que ve al lado del Leteo están “destinadas por el hado a animar otros cuerpos” y beben de sus aguas de manera que olviden el pasado.

Siguiendo a Pitágoras y a Platón, el Canto VI de la Eneida postula que un mismo espíritu interior anima el cielo y la tierra, mueve la materia y se mezcla al gran conjunto de todas las cosas. De él provienen los hombres y los animales y esas “emanaciones del alma universal conservan su ígneo vigor y celeste origen mientras no están cautivas en toscos cuerpos”. Sigue diciendo Anquises que, para alcanzar los Campos Elíseos, hay que padecer algún castigo y borrar así las manchas que el cuerpo ha producido en el alma. Cumplido un periodo de mil años, un dios las convoca a todas ellas junto al Leteo a fin de que tornen a la tierra, olvidadas del pasado. y renazca en ellas el deseo de volver nuevamente a habitar en cuerpos humanos.

La Sibila y Eneas en el inframundo
Eneas y la Sibila de Cumas

 Gloria y fama

Existe en el mundo clásico una forma de inmortalidad que los héroes se disputan: la fama, el recuerdo de sus hazañas a través de los tiempos. Por esa inmortalidad Aquiles decide morir joven y no palidecer en una existencia vulgar para que los poetas ensalcen su nombre.

Ulises desciende al Hades para consultar a Tiresias, el adivino, acerca de su regreso a Ítaca. Nada que merezca la pena le va a decir y más bien parece una excusa porque, en comparación con los motivos que llevan a otros héroes a visitar el inframundo -Gilgamés en busca de la inmortalidad, Orfeo para liberar a Eurídice o Heracles para vencer al Cancerbero- el de Ulises es un tanto banal, al menos en sus consecuencias. Lo que pretende en realidad es seguir contándonos historias: la suya, una aventura más que se añaden a las otras de la Odisea, y la de otros héroes que lucharon en la guerra de Troya.

Ulises pretende perseverar en la memoria de quienes escuchan o leen sus aventuras. Ese deseo de gloria surge sin disimulos cuando la ninfa Calipso le ofrece ser inmortal y eternamente joven a su lado pero a condición de que ningún poeta cante su gloria. Si Ulises se queda con Calipso pierde la Odisea y por lo tanto, deja de existir. Una inmortalidad sin nombre supone la semejanza con los muertos del Hades, que han perdido su identidad. Ulises elige una existencia mortal pero memorable y justificada por la gloria y es precisamente quien, en el encuentro con las sombras de los grandes héroes aqueos, intenta consolarles de su triste destino recordando la fama que dejaron en el mundo mortal.

La inmortalidad en la memoria de los hombres es un argumento primordial de la Eneida. Entre la desgraciada muchedumbre que abarrota la laguna Estigia a la espera de pasar al otro lado, Eneas encuentra a Palinuro, el piloto de la nave que naufragó; llegó sano y salvo a la orilla pero los habitantes del lugar le dieron muerte para despojarle de sus vestiduras y su cadáver quedó insepulto en la ribera. Palinuro le pide que dé sepultura a sus huesos o que interceda por el favor de los dioses para que le permitan atravesar la laguna Estigia. La Sibila tacha su pretensión de insensata porque es impensable torcer el curso de los hados, pero le augura una futura sepultura y, lo que es más consolador que cualquier otra cosa: sobre su túmulo se instituirán solemnes sacrificios y conservará su nombre por toda la eternidad.

El recuerdo será la forma de inmortalidad más grata para los hombres porque si exceptuamos esos Campos Elíseos o esas Islas Afortunadas, apenas documentados, a los que las almas acceden tras mil años de sufrimiento en reencarnaciones sucesivas, lo que queda es una existencia lúgubre, exangüe, muda y sin escapatoria del mundo de los espectros. Siglos más tarde Shakespeare escribirá el epitafio perfecto, según el escritor Tomás Eloy Martínez: “Perduraré donde más alienta el aliento, es decir, en los labios de los hombres”.

– Homero, Odisea, Traducción de Luis Segalá y Estalella, Espasa-Calpe

-Virgilio, La Eneida, Traducción de Eugenio de Ochoa, Edaf

Contra la inmortalidad: J.L. Borges, Swift y otros dioses

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Marco Flaminio Rufo, tribuno de Roma, partió en busca de la Ciudad de los Inmortales, aunque estaba avisado por los filósofos de que “dilatar la vida de los hombres es dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes”. Y cuando la encuentra, en el centro de un terrible desierto, diseñada como un laberinto insensato de arquitectura caótica, descubre que en sus alrededores viven los trogloditas, una estirpe bestial que no conoce la palabra y se alimenta de serpientes.

En el epílogo a la colección de cuentos en el que se inscribe ‘El Inmortal’, Borges, además de afirmar que es, de todos, el más trabajado, reconoce que lo escribió con la idea de mostrar “el efecto” que la inmortalidad causaría a los hombres.

Los trogloditas son los Inmortales y crearon esa ciudad desatinada como último gesto condescendiente con el mundo. Después “decidieron vivir en el puro pensamiento y en la especulación” y marcharon a las cuevas que rodeaban la Ciudad de los laberintos. “Absortos, casi no percibían el mundo físico”. El paso de los siglos les marcó hasta convertir su absoluta tolerancia en un desdén apático; se hicieron invulnerables a la piedad e indiferentes ante su propio destino. Porque la inmortalidad supone que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas y sabiéndolo resulta infructuoso provocarlas.

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La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres”, que conmueven por su “condición de fantasmas” porque cada acto que ejecutan puede ser el último y todo tiene el valor “de lo irrecuperable y de lo azaroso”. En cambio, para los inmortales, cada acto es el eco de otros anteriores o el presagio de lo venidero (1).

Gulliver en el país de los struldbruggs

Los Inmortales de Borges se han convertido, a fuerza de indiferencia hacia un mundo que se repite infinitamente, en trogloditas, en seres desprovistos de deseos y de curiosidad. Algo parecido pero acrecentado por las consecuencias del proceso de envejecimiento les ocurre a los struldbruggs, los Inmortales con los que se encuentra la criatura de Jonathan Swift en sus viajes.

Cuando Gulliver llega al reino de Luggnagg, se le revela la existencia de los struldbruggs o inmortales, que muy de tarde en tarde -dos o tres por siglo- y por azar nacían en el país en el seno de familias normales, como un error de la naturaleza. Se les distinguía porque mostraban un enorme lunar rojo en la frente, sobre la ceja izquierda, “lo que era señal infalible de que no morirían nunca”.

Gulliver expresa su total admiración y proclama la excelsitud de aquellos que han nacido inmunes a la calamidad universal que es la muerte, a la maldición que pesa sobre la naturaleza humana. Ante el desconcierto de los luggnaggianos, se lanza a describir las ventajas de la condición de inmortal y cómo él aprovecharía tales privilegios. Y es entonces cuando le muestran la insensatez de su deseo de inmortalidad.

Gulliver

Los struldbruggs -le cuentan- se comportan con normalidad hasta los treinta años y a partir de esta edad se tornan, poco a poco, melancólicos y amargados. Cuando llegan a los ochenta años, la edad considerada como límite de la vida, “no solamente padecen de todos los achaques y enfermedades de los demás hombres a su edad, sino de varios otros originados por la aterradora perspectiva de no morir jamás”. A ello se añade que son tercos, irritables, avaros, vanidosos, charlatanes, incapaces de profesar amistad e insensibles a todo afecto natural.

Ni siquiera recuerdan lo que aprendieron en su juventud porque la edad les hace perder la memoria y ya son incapaces de adquirir nuevos conocimientos. A los noventa años se les cae el pelo y los dientes y ni siquiera disfrutan de la comida. Olvidan los nombres de las cosas y tampoco pueden entregarse al placer de la lectura porque no son capaces de ligar el principio de un párrafo con su final. Gulliver pudo observar a alguno de ellos, ahítos de malformaciones y de aspecto cadavérico: “Ofrecían, el espectáculo más doloroso que haya contemplado en mi vida” (2).

La inmortalidad de los dioses

Al sorprender a Eos, diosa de la Aurora, entendiéndose con Ares en el lecho, Afrodita la condenó a enamorarse de mortales durante el resto de su vida inmortal. Los fue perdiendo uno a uno y, para poder seguir unida a Titono, un deslumbrante príncipe troyano, pidió a Zeus que le convirtiera en inmortal, a lo que el jefe del Olimpo accedió. Pero Eos olvidó pedir al mismo tiempo la juventud inmortal para su amante, de manera que Titono fue envejeciendo pero sin morir, menguando día tras día, hasta convertirse en un grillo. Cada mañana, Eos, la de los rosados dedos visita la tierra antes de que salga el sol derrama sus lágrimas, el rocío, por pena y remordimiento y Titono entona el invariable susurro con el que pide su muerte.

eos-y-tithonos

Y es que a los dioses hay que pedirles los dones con mucho cuidado. Siempre se las arreglan para que los mortales reciban menos de lo que solicitan. O incluso, para que reciban algo mucho peor. La inmortalidad es un don de los dioses y una condena para los hombres, aunque también hay inmortales que preferirían acabar con sus tormentos eternos, como el caso del titán Prometeo, y dioses que no viven para siempre.

En algunas religiones, los dioses, a semejanza de los hombres que los han creado, mueren. Son religiones de tribus de América del Norte, de Filipinas y también de África, nos cuenta Frazer. Incluso en la mitología griega hay criterios dispares acerca del atributo de la inmortalidad que supuestamente poseen los dioses. Así se cuenta que el cuerpo de Dionisos estaba enterrado en Delfos, junto a la dorada estatua de Apolo, y que en su tumba se leía la inscripción: “Aquí yace muerto Dionisos, hijo de Semele” (3).

En Creta se vanagloriaban de poseer la tumba del propio Zeus y la enseñaban a los visitantes todavía a comienzos de nuestra era. La famosa paradoja del filósofo cretense Epiménides, que se inicia con los proposición “Todos los cretenses son mentirosos”, proviene del convencimiento popular en toda Grecia de que los cretenses eran unos mentirosos porque se empeñaban en negar la inmortalidad del padre de los dioses y de los hombres.

Borges y la inmortalidad

Borges, en sus conversaciones y conferencias, siempre se mostró reacio a la inmortalidad. En este cuento de ‘El Inmortal’ dice que, incluso para judíos, musulmanes y cristianos, la inmortalidad tiene una importancia relativa, puesto que las tres religiones consideran importante sólo la primera parte de esa eternidad, cien años como mucho, mientras que el resto se dedica al premio o al castigo.

Y, en una conferencia en la Universidad de Belgrano sobre este mismo asunto, comienza recordando que para William James la inmortalidad personal apenas es una cuestión relevante, a la que apenas le dedica una página de ‘Las variedades de la experiencia religiosa’. James escribe, con un punto de ironía, que “Dios es el productor de la inmortalidad personal”, algo que Unamuno repite en ‘Del sentimiento trágico de la vida‘ sin darse cuenta de la broma, dice Borges.

El escritor argentino chocó muchas veces con el español, del que le repugnaba especialmente ese deseo patético y dramático de seguir siendo don Miguel de Unamuno por toda la eternidad. “Yo no quiero seguir siendo Jorge Luis Borges -dijo en esa ocasión- yo quiero ser otra persona. Espero que mi muerte sea total, espero morir en cuerpo y alma”.

En cualquier caso, Borges consideraba más poética e interesante la solución de la transmigración de las almas. Los budistas, recuerda en esta conferencia, creen que hemos vivido un número infinito de vidas, en el sentido de ilimitado, y la transmigración nos da la posibilidad de transitar de cuerpo en cuerpo, en cuerpos humanos y vegetales.

La inmortalidad es necesaria, pero no la personal. Camina hacia la inmortalidad el mundo por lo que Shopenhauer denomina ‘wille’ (la voluntad); lo que Bernard Shaw entiende como ‘the life force’ (la fuerza vital) y Bergson, como el ‘élan vital’ que se manifiesta en todas las cosas, que crea el Universo y que está en cada uno de nosotros. “Creo en la inmortalidad, no en la inmortalidad personal, pero sí en la cósmica”. Es la misma idea que proclama Spinoza: la de la Naturaleza o el Dios inmortal, en el que estamos comprendidos los hombres (4).

gallinas

Vivir por hábito y las gallinas inmortales

En las conversaciones que mantuvo con María Esther Vázquez a lo largo de varios años, Borges, preguntado sobre si cree en la otra vida, responde categóricamente que no, que tiene la confianza de que no haya ninguna otra y que tampoco le gustaría que la hubiera. Eso fue en 1973, trece años antes de su muerte. Dos años antes, en 1984, bromeaba con María Esther acerca de su fallecimiento: “Sería tan raro que yo me muriera. No por el hecho de morirme en sí, que sería de lo más común, a todos les ocurre, sobre todo a mi edad; sino que sería raro que yo, tan rutinario, hiciera algo fuera de mis hábitos”.

En el transcurso de otra charla acerca de la inmortalidad, Borges narra la fábula china del taoísta que busca el elixir de la inmortalidad; lo encuentra pero con tan mala fortuna que el recipiente que lo contenía se vuelca y va a parar al jardín de la casa, donde moraban unas gallinas. Éstas beben el licor e inmediatamente -provistas de un vigor inusitado- alzan el vuelo y se pierden en el cielo. Puesto que los animales sólo viven el presente, esas gallinas andan volando, no sabemos por qué cielos, sin saber ni sospechar siquiera que son inmortales y todo esto -concluye Borges- resulta algo “ridículo” (5).

Notas

(1) Jorge Luis Borges, El Inmortal, Obras Completas RBA-Instituto Cervantes, 2005

(2) Jonathan Swift, Viajes de Gulliver, Alborada Ediciones, 1988

(3) James George Frazer, La rama dorada, Fondo de Cultura Económica, 2006

(4) Jorge Luis Borges, La inmortalidad, Conferencia en la Universidad de Belgrano (1978), Obras Completas RBA-Instituto Cervantes, 2005

(5) María Esther Vázquez, Borges: sus días y su tiempo, Ediciones B, 1984

La ‘beatitud’ de Spinoza y su optimismo cósmico (y 3)

Spinoza-Escultura

Miguel de Unamuno dirige un ataque envenenado contra Spinoza en su obra más importante, ‘Del sentimiento trágico de la vida’. Tras decir de él que se comporta como el más lógico y consecuente de los ateos por negar la persistencia de la conciencia individual en el tiempo futuro, le acusa de ser un “intelectualista”, lo que le convierte en el peor de los seres para un pensador que llega a afirmarse con la frase: “Creo porque es absurdo”.

Unamuno reprocha a Spinoza su “voz tristísima y desoladora”. No cree en la inmortalidad individual y pretende ser feliz, dice con tono cáustico. De todos es sabido, prosigue el escritor español, que “nuestra felicidad consiste en el eterno amor de Dios a los hombres”. Como asume que no puede refutarle, ni parece querer hacerlo, Unamuno utiliza con total convencimiento de causa el argumento ad hominem para afirmar con toda contundencia y falta de pruebas que Spinoza nunca en toda su vida fue feliz y que se pasó la vida luchando contra el terror de la finitud porque “tenía un hambre loca de eternidad”.

Del sentimiento Unamuno

Sin embargo, según los testimonios que han llegado a nosotros, y a pesar de los sinsabores, la soledad, el exilio y la pérdida, Baruj Spinoza era un hombre feliz. No necesitaba muchas cosas -comida y abrigo- y sí mucho tiempo para pensar y para conversar con sus iguales. El filósofo, dice Deleuze en el prólogo a la biografía sobre Spinoza, “se apropia de las virtudes ascéticas -humildad, pobreza y castidad- para ponerlas al servicio de fines completamente particulares” y estas virtudes “se vuelven de inmediato efectos de una vida particularmente rica y sobreabundante, tan poderosa como para haber conquistado el pensamiento y puesto a sus órdenes cualquier otro instinto, efectos de lo que Spinoza llama Naturaleza”.

En un sentido similar se pronuncia Toni Negri acerca de la filosofía de la vida de Spinoza al defender que, para acabar con lo negativo -la guerra, la tiranía, la esclavitud- que beben de las inagotables fuentes del odio y del remordimiento, es necesaria una nueva visión que rechace las falsas apariencias, las pasiones y la muerte. En la visión de Spinoza se ejercitan las virtudes de la humildad, la pobreza, la castidad y la frugalidad, pero no como virtudes que mutilan la vida, “sino como potencias que la abrazan y penetran”.

Spinoza, un alma alegre

Aunque posiblemente Spinoza rehusó aceptar la pasión negativa, concibió la oscuridad como parte de la existencia y prescribió maneras para minimizarla, eliminando los sentimientos de miedo y tristeza y sustituyéndolos por sentimientos de alegría basados en el descubrimiento de la naturaleza. En ellos incluía la misma crueldad y la indiferencia de la naturaleza.

William James, recuerda Damasio, consideraba que los hombres se dividen entre los de alma alegre y los de alma enferma. Los primeros tienen una manera natural de no ver la tragedia de la muerte, el horror de la naturaleza o la oscuridad de los recovecos de la mente humana. Spinoza parecía ser un “alma alegre”, de las que tienen “una incapacidad constitucional para el sufrimiento prolongado” y disfrutan de una tendencia imbatible para ver el lado optimista de las cosas, para irritación de James.

Y para muchos, aunque no para Unamuno y tampoco para William James ni para aquellos dotados de alma triste, la Ética no es una tragedia, sino al contrario, es emimentemente terapéutica y entra dentro de las obras de ‘consolación filosófica’, aunque no en el sentido pesimista de esa filosofía que, como recuerda Simon Critchley, no es otra cosa que la adquisición de la sabiduría necesaria para enfrentarse a la muerte. “Filosofar es aprender a morir”, afirma Cicerón recogiendo ese sentimiento común a la mayor parte de la filosofía antigua que resuena a lo largo de las épocas.

La aceptación del infortunio, del sufrimiento y la muerte constituye la línea argumental de la gran mayoría de los filósofos antiguos. Séneca, en su ensayo ‘Sobre la serenidad del alma’, cita historias de filósofos que permanecieron tranquilos ante el destino. Cuando Zenón de Citio perdió todo lo que tenía en un naufragio comentó: “La fortuna me invita a ser un filósofo con menos lastre”. Spinoza se hizo eco de frase y seguramente estaba de acuerdo con Montaigne cuando dice que es el miedo a la muerte lo que nos esclaviza y que “quien ha aprendido a morir ha desaprendido a ser un esclavo”. Aprender a morir es para Spinoza entender la Naturaleza.

FILOSOFOS-GRIEGOS

La solución de Damasio

A Damasio no le convence del todo ‘la beatitud” de Spinoza -ese dejarse absorber por el conocimiento de la Naturaleza a través de una mente racional y libre- ni su optimismo a prueba de bomba para combatir las grandes pesadumbres, el sufrimiento y la muerte. Y aunque está de acuerdo en las recomendaciones acerca de provocar sentimientos positivos para luchar contra la tristeza, no le parece suficiente ese ‘amor intelectual’ por Dios o la Naturaleza. El asombro, la belleza, la contemplación están muy bien, pero no son para todo el mundo ni para cualquier momento. No todos podemos ser ‘santos ateos’ como Spinoza.

Dice Antonio Damasio que le gustan los ‘finales felices’ y querría cerrar la ‘herida’ que le produce Spinoza. No pone en cuestión ninguna de las ideas del filósofo holandés, pero sí apuesta por “rellenar” algunas de ellas. Echa en falta, en su visión contemplativa, una postura más activa respecto al mundo que nos rodea, una “vida del espíritu” que incluya la comprensión y la alegría derivadas del conocimiento científico, de la contemplación de la naturaleza o de la experiencia estética.

Las experiencias espirituales -señala Damasio- son esenciales porque constituyen procesos biológicos del más alto nivel de complejidad y suponen una intensa experiencia de armonía, que es lo que siente el organismo cuando está funcionando con la mayor perfección posible. Son sentimientos dominados por alguna variante de alegría, de la que forman parte la belleza y los afectos, y que “responden a una vida equilibrada y bien intencionada”.

Y propone ir más allá en esta postura, que quiere activa, ante el mundo: trabajar en el alivio de la trágica condición de la humanidad, combinando ciencia y tradición humanista. Se trata de adoptar una “actitud combativa”, es decir, buscar los medios para contrarrestar la crueldad e indiferencia de la naturaleza, mediante el conocimiento científico. “Una actitud combativa, quizá más que la noble ilusión de la beatitud de Spinoza, parece contener la promesa de que nunca nos sentiremos solos mientras nuestra preocupación sea el bienestar de los demás”, no sólo en el campo de las terapias médicas, sino también en el ámbito social, para mejorar el destino del hombre.

Se trata de dotar de un sentido a la vida que ni es trascendente ni tiene por qué serlo. No hay una vida inmortal de ‘recompensa’ o de ‘castigo’. No hay sentido en ese sentido y la recompensa por vivir es la propia vida. Me gustaría terminar toda esta exposición con una frase de Spinoza que, en cierta manera, resume su actitud ante el mundo: “En nada piensa el hombre libre menos que en la muerte y toda su sabiduría es sabiduría de la vida”.

Bibliografía

– Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Austral, 1967

– Antonio Damasio, En busca de Spinoza, Destino, 2011

– Gilles Deleuze, Spinoza: Filosofía práctica, Tusquets, 2009

– Simon Critchley, El libro de los filósofos muertos, Ediciones Santillana, 2008

– Antonio Negri, Spinoza subversivo, Ediciones Akal, 2000

Spinoza: Dios o Naturaleza, una sola sustancia (2)

Universo

La gran tesis teórica del spinozismo proclama la existencia de una sola sustancia que consta de una infinidad de atributos, sustancia infinita y solitaria que se expresa en “criaturas”, modificaciones de ella misma. “Una sola sustancia para todos los atributos; una sola Naturaleza para todos los cuerpos, una sola Naturaleza para todos los individuos; una Naturaleza que es ella misma un individuo capaz de afirmación de una infinidad de maneras” (1).

Esta única realidad cuya infinitud resume y agota todo lo que existe, es lo que Spinoza llama “Dios o Naturaleza”, términos rigurosamente equivalentes y perfectamente intercambiables. Panteísmo y ateísmo se combinan en esta tesis negando la existencia de un Dios moral, creador y trascendente. Dios está en todas las cosas y todas las cosas viven por su poder. Se trata de un Dios impersonal e imperturbable que merece, según Spinoza, el “amor intelectual” de los hombres, no el servilismo a una figura antropomórfica que no existe.

Cuando decimos que Spinoza era ateo tropezamos con un problema de lenguaje: el uso de la palabra “Dios” y su significado. Desde el punto de vista de un teísta, Spinoza es ateo porque niega la existencia de un Dios al que se pueda rezar, sea dispensador de premios y castigos y ofrezca una esperanza de inmortalidad. Y, sin embargo, para los antiguos romanos quienes eran ateos eran los cristianos porque tenían una especie de Dios, pero no era real: ni creían en la divinidad de los emperadores glorificados ni en los dioses del Olimpo, luego eran ateos (2).

El poeta Novalis, poeta romántico alemán nacido en el último tercio del siglo XVIII en el apenas vivió, puso en circulación una definición de Spinoza que hizo fortuna: un hombre “ebrio de Dios”. Si repasamos la Ética podemos comprobar que menciona a Dios en cada página e incluso en cada párrafo, pero también vemos que se aleja de una visión ‘mística’, tan del gusto de los románticos, y de la idea de una potencia consciente dotada de benevolencia suma, tan del gusto del sentimentalismo ecologista.

Spinoza, en coherencia con su representación de la substancia, siempre negó que Dios o la Naturaleza pudiera ser pensado como un todo que “totalizase” partes o un orden que unificase la pluralidad. Si panteísta es quien considera que todo está informado por algo que la reconduce a una unidad, Spinoza difícilmente puede ser considerado como tal. Dios no puede ser un todo porque la infinitud absoluta nunca puede serlo, ni tampoco es orden, porque la realidad no es ordenada ni confusa (3).

Einstein

Einstein y el Dios de Spinoza

En 1921, Einstein le contestó a un rabino en Nueva York que le preguntó si creía en Dios: “Creo en el Dios de Spinoza que se revela en la ordenada armonía de lo que existe, no en un Dios que se preocupa por el destino y las acciones de los seres humanos”. Y en 1930 escribió que le resulta imposible de imaginar a un Dios que premie o castigue a los hombres creados por él mismo; tampoco puede pensar en que el individuo sobreviva a su muerte corporal y critica que “las almas débiles alimenten esos pensamientos por miedo o por un ridículo egoísmo”.

Al igual que a Spinoza, a Einstein le bastaba con “el misterio de la eternidad de la Vida, con el presentimiento y la conciencia de la construcción prodigiosa de lo existente, con la honesta aspiración de comprender hasta la minima parte de razón que podamos discernir en la obra de la Naturaleza” (4). Einstein entendía por Dios algo no muy diferente a la suma total de las leyes de la naturaleza que rigen y explican el universo.

El sentimiento religioso de Einstein toma la forma de una “estupefacción extasiada” ante la armonía de la ley natural, que revela una inteligencia de tal superioridad que, comparado con ella, todo el pensamiento y la actuación de los seres humanos es un reflejo absolutamente insignificante. Así describe Antonio Damasio el sentimiento de alegría y asombro que el mismo Einstein denominó cósmico y que es pariente del amor intellectualis Dei de Spinoza. Considera el neurocientífico que el sentimiento de Einstein es algo más exuberante y atañe más al corazón en tanto que el de Spinoza es más interior, más restringido (5)

La felicidad

El sistema de Spinoza tiene un Dios que es el origen de todo lo que existe pero es también todo lo que existe. No se le puede rezar ni rogar porque ni nos castigará ni nos premiará. La vida no es un concurso para conseguir una recompensa, sino la recompensa misma y de lo que se trata es de conseguir la paz interior y la felicidad, aquí y ahora, por lo que las acciones no deben ir encaminadas a complacer a Dios, sino a actuar de conformidad con la naturaleza de Dios. Para ello existen dos caminos: una vida virtuosa, obediente a las reglas de un Estado democrático atento a la naturaleza de Dios, incluso con un poco de ayuda de la sabiduría de la Biblia (rechazando la superstición, naturalmente) y una segunda ruta, que exige lo anterior y también la comprensión y la intuición basada en el conocimiento y la razón.

En esta segunda senda es necesaria la aceptación de los acontecimientos naturales, como la muerte y la pérdida, que no pueden evitarse. Se trata de suprimir los estímulos emocionales negativos generando emociones positivas. La solución de Spinoza se basa en el poder de la mente sobre el proceso emocional, que a su vez depende del descubrimiento de las causas de las emociones negativas e implica que el individuo reflexione sobre la vida guiado por el conocimiento y la razón, en la perspectiva de la eternidad (de Dios o de la Naturaleza) y no en la perspectiva de la propia inmortalidad.

Estrella

Las religiones pueden otorgar consuelo, pero a costa de la estupidez, dice Spinoza: el sabio sabe que “quien ama a Dios no puede esforzarse en que Dios le ame a él” porque es consciente de que Dios, al no ser un sujeto dotado de entendimiento y voluntad es extraño al halago o al rezo. Spinoza llega a reconocer cierta utilidad de la religión para el vulgo, e incluso tiene una muy buena opinión de algunas enseñanzas de la Biblia, pero concluye que no tiene nada que ver con la razón.

La salvación está en el conocimiento y alcanzar ese conocimiento es difícil y trabajoso, dice Spinoza. La parte quinta de la Ética, aparentemente mística, habla de la ‘beatitud’, que nada tiene de felicidad en sentido hedonista. “Permanecer consciente de sí y de las cosas, sabiendo que la salvación no está en otro mundo, ni en un mundo mejor, sino en lo que hay”, es su recomendación.

Bibliografía

(1) Gilles Deleuze, Spinoza: Filosofía práctica, Tusquets, 2009

(2) Carl Sagan, La hipótesis de Dios, en ‘Dios no existe’, de Christopher Hitchens, Random House, 2010

(3) Vidal Peña, Prólogo a la Ética de Spinoza, Alianza Editorial, 2011

(4) Albert Einstein, Mi visión del mundo, Tusquets, 2002

(5) Antonio Damasio, En busca de Spinoza, Ediciones Destino 2011

Antonio Damasio, ‘En busca de Spinoza’ (1)

 Damasio, Spinoza

La naturaleza de las emociones y los sentimientos y la relación entre mente y cuerpo son los temas que más le preocupan al neurocientífico Antonio Damasio, y son precisamente las soluciones que los investigadores ofrecen actualmente a propósito de estas cuestiones las que pareció prefigurar Baruj Spinoza.

A mediados del siglo XVII el filósofo holandés se atrevió a llevarle la contraria a Descartes y rechazó la separación entre mente y cuerpo, “consciente de que en las emociones se encontraba el fundamento de la supervivencia y la cultura y abriendo así el camino a la moderna neurofisiología”.

La intuición de Spinoza sobre mente y cuerpo

Cuando Spinoza se refiere a que sólo existe una sustancia única está afirmando que la mente es inseparable del cuerpo porque ambos están hechos del mismo material. El “gran error” de Descartes, que Damasio constata en otro de sus libros, es la concepción del dualismo de sustancia, el falso problema mente-cuerpo, imaginar que el pensar es una actividad muy separada del cuerpo y diferenciar la “cosa pensante” del cuerpo no pensante. Dice Descartes que la esencia del yo es una sustancia para cuya existencia “no hay necesidad de ningún lugar ni depende de ninguna cosa material, de manera que este ‘yo’, es decir, el alma por la que soy lo que soy, es completamente distinta del cuerpo (…) y que incluso si no existiera el cuerpo, el alma no cesaría de ser lo que es”.

Nada más contrario a lo que nos dicen los datos científicos modernos de la neurobiología, que han revelado que los fenómenos mentales dependen estrechamente de la operación de muchos sistemas específicos de circuitos cerebrales. La idea de una sustancia única está en línea con los descubrimientos sobre el cuerpo, la mente y la conciencia.

Damasio, Descartes

Lo más novedoso es la intuición de Spinoza de que la mente consiste en la “idea del cuerpo humano”, es decir, que la mente, en el sentido en que el filósofo holandés utiliza el término “idea” como sinónimo de imagen o representación mental, cartografía el cuerpo de forma constante, como ha descubierto la neurobiología.

El cerebro, según los últimos avances científicos recordados por Damasio, construye mapas de los cambios corporales en varias regiones apropiadas con la ayuda de señales químicas transportadas en el torrente sanguíneo y de señales electroquímicas que realizan rutas nerviosas. Estos mapas neurales se transforman en imágenes mentales. Spinoza dice exactamente: “El objeto de la idea que constituye la mente humana es el cuerpo” (proposición 13 de la parte II de la Ética). Insiste en ello en la prueba de la proposición 19: “La mente humana es la idea o conocimiento mismo del cuerpo humano”.

El equilibrio para la supervivencia

La intuición fundamental de Spinoza consiste en que mente y cuerpo son procesos paralelos y mutamente correlacionados, “que se imitan el uno al otro en cada encrucijada, como dos caras de la misma moneda”. Y todo para cumplir la función que todo ser vivo tiene por delante: la subsistencia. También es otra idea primordial de Spinoza: “El primerísimo fundamento de la virtud, el esfuerzo (conatum) por conservar el yo individual y la felicidad, consiste en la capacidad humana para conservar el yo”. Un organismo vivo posee una tendencia natural a preservar su propia vida y lo hace manteniendo un equilibrio en sí y con el exterior. De esta homeostasis informa continuamente el cuerpo al cerebro y a la inversa.

El sentido del yo -dice Damasio- introduce, dentro del nivel mental de procesamiento, la noción de que todas las actividades actuales representadas en el cerebro y la mente pertenecen a un único organismo cuyas necesidades de autopreservación son la causa básica de la mayoría de los acontecimientos que se representan en realidad. El sentido del yo orienta la planificación hacia la satisfacción de dichas necesidades y eso sólo es posible porque los sentimientos están generando continuamente, dentro de la mente, una preocupación por el organismo, es decir, hacia los problemas de la vida, que son la supervivencia y la consecución del bienestar.

emojis

Emociones y sentimientos: la tristeza

Una emoción es un conjunto complejo de respuestas químicas y neuronales que forman un patrón distintivo y que se produce por el cerebro cuando éste detecta un objeto o acontecimiento que la desencadena. La respuesta es automática. Por ejemplo, la emoción que denominamos tristeza conlleva a una ‘sensación de tristeza’ y a pensamientos acordes con esa sensación, que a su vez provocan un ‘sentimiento de tristeza’, es decir, un traslado del estado de vida en curso al lenguaje de la mente.

El sentimiento implica la percepción de un determinado estado corporal y la de una determinado estado mental acompañante. Tenemos imágenes del cuerpo que consideramos que son tales y, en paralelo, imágenes de nuestro propio estilo de pensar.

Sentirse triste tiene que ver no sólo con una enfermedad en el cuerpo o con una falta de energía para continuar. A menudo está relacionado con un modo de pensar ineficiente que se atasca alrededor de un número limitado de ideas de pérdida. Esta conclusión hace fascinante el hecho de que Spinoza se hubiera adelantado trescientos años a su descubrimiento. Su recomendación era oponer emociones positivas a las negativas, productos, en su opinión corroborada por los datos científicos, de un desequilibrio funcional. La tristeza desconecta al hombre de su conatus, de su tendencia a la autoconservación, en tanto que los estados alegres no sólo propician la supervivencia, sino la supervivencia con bienestar.

El sufrimiento y la muerte

El conatus es llamado a actuar cuando nos enfrentamos a la realidad del sufrimiento y en especial, de la muerte, real o anticipada, ya sea la nuestra o la de quienes amamos. La perspectiva misma del sufrimiento y la muerte trastorna el proceso homeostático del espectador. Se trata de encontrar estrategias compensadoras.

Tenemos sentimientos, pero también conciencia y memoria, lo que confiere una dimensión trágica a la vida pero asimismo proporciona formas de resistencia a la angustia que nos despierta el sufrimiento y la muerte. Uno de los intentos de salvación humana ha sido la idea de inmortalidad a través de la religión, pero Spinoza se vio obligado a buscar otra idea de alivio fuera de la experiencia religiosa y de la esperanza de inmortalidad consciente.

En las últimas páginas de su libro, Damasio reconoce que aceptar el sufrimiento y la muerte como una ley biológica natural, tal como preconiza Spinoza, es lo razonable, pero también le exaspera porque no cree que la mayoría de los seres humanos haya podido resolver este conflicto. “Queda una herida” -dice- “y es que prefiero los finales felices”.

La idea de la muerte, un Dios no antropomórfico, y la aspiración a una vida de ‘beatitud’ contemplativa son cuestiones que trata Spinoza y son evidentemente los grandes temas de la filosofía. Damasio también opina sobre ellas y ofrece su particular solución.

Bibliografía

-Antonio Damasio, En busca de Spinoza. Neurobiología de la emoción y los sentimientos, Ediciones Destino, 2014

-Antonio Damasio, El error de Descartes, Crítica, 2001

-Spinoza, Ética, Edición de Vidal Peña, Alianza Editorial, 2011

Baruj Spinoza, príncipe de los filósofos

 spinoza

Ningún filósofo fue más digno, pero tampoco ninguno fue más injuriado y odiado”, palabra de Gilles Deleuze. Injuriado y considerado como “un hombre de una perversión aterradora, fue también el más querido” y “el más noble y amable de los grandes filósofos”, dice de él Bertrand Rusell. Y Hegel pontifica que todo filósofo comienza siendo spinozista. Aunque durante décadas su nombre fue retirado de cualquier registro, sus ideas flotaron sobre la sociedad de los filósofos y sobre la gente del común, aunque no se le reconociera, por imposición o desconocimiento, la paternidad de sus ideas.

Apunte biográfico

Baruj Spinoza nace en 1632 en Amsterdam, en el seno de una familia de acomodados comerciantes de origen español y portugués que gozaba de influencia en la sinagoga y en la comunidad sefardita. Los sefardíes eran en Holanda mucho más abiertos a las nuevas corrientes filosóficas y científicas del siglo que los miembros de la sociedad judía procedentes de otros países europeos, más vinculados al judaísmo rabínico tradicional. Spinoza no será el primero en cuestionar el papel de los rabinos e incluso de la Torá pero la defensa férrea de que ésta no pudo ser escrita por Moisés y su alerta acerca de las nefastas consecuencias de las supersticiones religiosas contribuyeron sustancialmente a su exilio.

Frecuentó la sinagoga, pero también la escuela de Francis Van den Ende, para aprender latín y filosofía. Acudió a sus clases incluso en vida de su padre y, más tarde, tras su excomunión. Van den Ende había sido jesuíta y tenía reputación de librepensador y ateo. En 1662 publicó un texto que proponía instalar en América del Norte una colonia cooperativa, igualitarista, antiesclavista y laica. Sus adversarios, que no eran pocos, le obligaron a exiliarse en París en 1671, donde se convirtió en un líder intelectual y en un agitador político. En 1674, con 72 años, es conducido a la horca acusado de formar parte de una rebelión contra el rey Luis XIV.

En Holanda, pese a ser el país con mayor grado de tolerancia racial y religiosa, no se simpatizaba mucho con los judíos, pero menos cariño se tenía a españoles y portugueses, católicos ambos, tanto por parte de los propios notables judíos como por los calvinistas. Unos y otros eran afectos a la Casa de Orange, por lo que los vínculos de Spinoza con los liberales y sus simpatías por el partido republicano de Jan de Witt, contrario a los grandes monopolios como la Compañía de las Indias de la que era accionista la clase pudiente, tanto judía como calvinista, le hacían sospechoso.

La situación precaria de los judíos de Amsterdam contribuyó a la expulsión de Spinoza porque ponía en peligro la imagen de una comunidad pacífica e integrada en su religión. No querían dar que hablar a los calvinistas. Además, Spinoza defendía ideas religiosas no aptas para ninguna de las dos religiones abrahámicas: la mortalidad del alma y que la Biblia era un conjunto de historias compiladas a lo largo de cientos de años. Esto último no era ninguna novedad y se discutía más o menos abiertamente en los círculos progresistas de la época. Precisamente en 1655 se publicó ‘Praedamnitiae’, una obra de Isaac Le Peyrêre, calvinista, que abordaba la Biblia no como una revelación sino como historias seculares que debían examinarse críticamente.

Tras su terrible excomunión, a los veinticuatro años, en la que queda “maldito” e “intocable”, peor que un paria, para la comunidad judía, Spinoza se convierte en pulidor de lentes y vive de su trabajo muy modestamente. Pero esa vida le permite escribir y debatir con amigos y visitantes. Sus contactos con el partido republicano y la protección de Jan de Witt evitan que las amenazas contra él se concreten, aunque acaba instalándose en La Haya ante la difícil situación que vive en Leyden. En 1672, los hermanos De Witt fueron asesinados y el partido orangista toma de nuevo el poder; su antiguo maestro, Van den Enden, sigue exiliado en París y será ejecutado dos años después. No son buenos tiempos para liberales, republicanos o laicos. Spinoza muere en 1677, seguramente de una afección pulmonar y sus manuscritos, recogidos por su amigo Meyer, comienzan a circular en entregas anónimas perseguidas de forma inexorable.

Contra la religión organizada y la tiranía

Las ideas de Spinoza, tanto las del Tratado Teológico-político, publicado anónimamente en 1670, como las de la Ética, póstumo debido a anatemas, insultos y amenazas recibidas en vida, fueron denunciadas por todos los bienpensantes, ya fueran judíos, católicos, calvinistas o luteranos. Los términos ‘spinozismo’ y ‘spinozista’ se vuelven injurias a partir de la publicación del Tratado, cuya autoría fue inmediatamente descubierta.

En él, Spinoza se pregunta ¿por qué el pueblo es tan profundamente irracional? ¿por qué se enorgullece de su propia esclavitud? ¿por qué el hombre confunde esclavitud con libertad y por qué vivir en libertad es tan difícil? ¿por qué una religión que invoca el amor y la alegría inspira la guerra, la intolerancia, el odio, la tristeza y el remordimiento? El Tratado Teológico-político es un libro explosivo que aún hoy conserva su carga.

Es imposible sujetar la mente ante el total control de otro”, escribía Baruj Spinoza para hacer comprender que la libertad resulta indispensable para la paz social y el buen gobierno. Si se restringe esta libertad se debilita al propio gobierno, que pierde todo vínculo con la sociedad.

Y prosigue en lo que es todo un ataque al Estado de su tiempo: “El gran secreto del régimen monárquico y su máximo interés consiste en mantener engañados a los hombres y en disfrazar, bajo el nombre de religión, el miedo con el que se los quiere controlar, a fin de que luchen por su esclavitud, como si tratara de su salvación, y no consideren una ignominia, sino el máximo honor, dar su sangre y su alma para orgullo de un solo hombre”.

Spinoza entre la gente común

La vida y la obra de Spinoza, especialmente en lo que se refiere a la resistencia frente al poder injusto y contra todas las ‘pasiones tristes’ que amargan la existencia, fue para muchos hombres, incluso para aquellos que no llegaron nunca a leer las complicadísimas definiciones, axiomas y teoremas que acompañan a su Ética, un consuelo y también una bandera.

Deleuze

Gilles Deleuze recoge en la primera página de su libro sobre Spinoza un fragmento de la novela de Bernard Malamud, El hombre de Kiev, en el que un hombre común que no entiende nada de filosofía cuenta que cayó en sus manos un libro de Spinoza, por el que pagó un kopek, del que leyó unas páginas y tuvo que continuar haciéndolo “como si una ráfaga de viento me empujase por la espalda”. Reconoce que no lo ha comprendido enteramente pero que, “tras abordar ideas como ésas, ya no se es el mismo hombre” y, pese a no entenderlo del todo, el libro quiere decir que “Spinoza quiso hacer de sí mismo un hombre libre” y esto “llevando hasta el fin sus pensamientos y enlazando todos los elementos entre sí”.

Desde la aparición misma del Tratado teológico-político en 1670, existe una comprensión “analfabeta” de Spinoza, reconoce Diego Tatián, experto en la obra del filósofo holandés. “Una misteriosa dimensión de spinozismo popular, bella y singular paradoja de una filosofía extremadamente técnica y que, no obstante, ha sido desde siempre considerada como un bien de uso por hombres y mujeres sin preparación filosófica. Algo en ella se siente antes de que se comprenda”.

Podría ser, en opinión de Tatián, que las ideas de Spinoza fueran asumidas por artesanos y hombres del pueblo para enfrentarse al dogmatismo y a los poderes tiránicos y que su filosofía fuera entendida como una convergencia de realidades opuestas hasta ese momento: religión y libertad, amor a la vida y ética, materia y pensamiento. Así ocurrió que, en 1714, un zapatero de Middleburg llamado Maarinus Booms fue declarado culpable de “espantosos errores” derivados de la lectura de Spinoza y, en consecuencia, fue excomulgado y expulsado de la ciudad. Y ocurrió lo mismo pocos años después a su propia empleada doméstica. “¿Qué puede haber en esa filosofía de atractivo para zapateros y domésticas? ¿Por qué fascina un pensamiento? Sea como fuere, hay quien sostiene que se invoca aún el nombre de Spinoza en los círculos obreros de Amsterdam”.

Olvido y resurgimiento de Spinoza

Su primer biógrafo, el pastor Johannes Colerus, que publicó su semblanza veintiocho años después de su muerte, le calificó de “ateo virtuoso” como si fuera extraña la conjunción de ambas situaciones. Pero ese ateísmo será la enemiga de muchos de sus contemporáneos, desde Leibniz a Bossuet, aunque algunos de ellos dejaron deslizar ciertos elogios de forma oculta o irónica.

A finales de 1677, Rieuwertz, amigo y editor de Spinoza, hizo imprimir un libro titulado Opera posthuma, en el que incluyó la Ética. Las autoridades holandesas lo prohibieron y lo mismo hicieron otros países europeos. Se inspeccionaban las librerías y se confiscaban los ejemplares descubiertos, pero se distribuyeron y pasaron a formar parte de las bibliotecas particulares. Pese a que sus ideas no podían citarse en ninguna obra impresa, excepto para ser vilipendiadas, se simularon críticas que las diseminaron de forma encubierta.

No siempre tuvo éxito esta simulación. Montesquieu, cuyas ideas sobre ética, Dios, la religión organizada y la política son espinozianas, fue denunciado y obligado a negar esas influencias y hacer una declaración pública de su fe en un Dios creador.

Goethe

Spinoza sobrevivió a las críticas coléricas y a las que le ridiculizaban y surgió como un espíritu “profundo y justo” de la pluma de Goethe, que así lo escribió en una carta en 1784, en la que comunicaba que estaba leyendo la Ética y que se sentía muy cerca del filósofo holandés. El gran escritor alemán decide convertirse en editor de la correspondencia del filósofo y presentarlo como un modelo de vida intelectual pura.

El movimiento Sturm und Drang, que precede al romanticismo y del que forma parte Goethe y Herder, encuentra en Spinoza una guía hacia la revalorización de la naturaleza y su mística. Su apuesta por el renacimiento de la antigua conciencia cósmica y la vivencia de un “yo” divino en la naturaleza acercaron a los poetas románticos al filósofo holandés, en el que vieron la fuente del pensamiento radical y, sobre todo, la expresión del concepto de infinito. Los poetas ingleses fueron especialmente ruidosos en su defensa de Spinoza; desde Coleridge, a Wordsworth, Shelley, Tennyson y Eliot.

Spinoza deja de ser “olvidado” y su influencia se extiende a casi todos los filósofos que le sucedieron; en el siglo XIX a Marx, Feuerbach y Shopenhauer, a quien Nietzsche, también ‘spinozista’ tendrá como primer maestro espiritual. Asimismo influye en Sigmund Freud, en concreto la idea de autopreservación, pero el maestro vienés nunca lo citó.

La generación del 68 volverá a recuperarlo como bandera de sus ansias de liberación; Deleuze y Matheron defienden un Spinoza rebelde e incluso subversivo; en los ochenta, la izquierda busca en él una forma de oponerse a la hegemonía neoliberal que inicia la conquista de posiciones aún hoy imbatidas y en estos comienzos del siglo que nos alumbra se suceden las ediciones de sus obras y de sus intérpretes o seguidores, como Antonio Negri.

Bibliografía

-Gilles Deleuze, Spinoza: Filosofía práctica, Tusquets Editores, 2001

-Diego Tatián, La cautela del salvaje (Pasiones y política en Spinoza), 2001; Spinoza, una introducción, 2009; Spinoza, filosofía terrenal, 2014

-Antonio Negri, Spinoza subversivo, 2002; Spinoza y nosotros, 2011; La anomalía salvaje. Ensayo sobre poder y potencia en Baruch Spinoza, 2015

Irvin D. Yalom, El problema de Spinoza

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Por decreto de los ángeles y palabra de los santos, proscribimos, separamos, maldecimos y anatemizamos a Baruj de Spinoza. Con el consentimiento del Dios bendito y el acuerdo de toda esta santa comunidad y en presencia de estos libros sagrados, con los seiscientos trece preceptos que en ellos están escritos, nosotros execramos a Baruj de Spinoza con la excomunión con que maldijo Josué a Jericó, con la maldición con que maldijo Elías a los jóvenes y con todas las maldiciones escritas en el libro de la Torá.

Maldito sea de día y maldito sea de noche, maldito al acostarse y maldito al levantarse, maldito sea al entrar y al salir. No quiera el Altísimo perdonarlo hasta que su furor y su celo caigan sobre este hombre; lance sobre él todas las maldiciones escritas en este libro; borre su nombre de debajo de los cielos; y sepárelo, para su desgracia, de todas las tribus de Israel, con todas las maldiciones de la Alianza, escritas en el Libro de la Ley ( ) Se advierte que nadie puede hablar con él de palabra ni por escrito, ni hacerle ningún favor, ni estar con él bajo el mismo techo ni acercarse a menos de cuatro codos de él, ni leer nada compuesto o escrito por él.

La excomunión de Spinoza

Los párrafos anteriores forman parte del hérem dictado por el consejo de gobierno civil de la comunidad sefardí de Amsterdam, previa consulta a los rabinos. Fue una excomunión de por vida y Baruj, que contaba entonces 23 años, nunca más volvió a ser admitido en la comunidad judía debido a sus “abominables herejías”: negar el origen divino de la Torá y la autoría de Moisés (imposible a todas luces desde el momento en que narra su propia muerte) y afirmar que Dios es una sustancia infinita y que el alma humana no es inmortal.

Que Baruj de Spinoza pase a convertirse en Benedictus, que deje de ser judío, que se atreva a romper con su comunidad y, sobre todo, que su nombre sea mencionado con reverencia por el gran Goethe hace pensar a Alfred Rosenberg, principal ideólogo del nazismo, que algo no concuerda, que hay un ‘problema Spinoza’ porque es la sangre lo que hace a uno judío para siempre y sin remedio y nadie de esta raza inferior y maldita puede ser digno de consideración.

Ésta es la idea motriz de la novela de Yalom, a medio camino entre la ficción y la biografía. En el prólogo confiesa la gran admiración que siempre ha sentido por Spinoza, reverenciado además por su gran héroe, Einstein, con el que comparte la misma idea de Dios –Deus sive natura- y cuyas ideas sobre las pasiones le han ayudado en lo que es su campo profesional: la psiquiatría y la psicoterapia.

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La biblioteca de Spinoza y el saqueo de Rosenberg

La novela nació de un viaje que hizo Yalom a Holanda. Visitó las casas donde vivió Spinoza, su tumba y su Museo en Rijnsburg, donde pudo observar los 151 volúmenes de la biblioteca personal. Tras su muerte fueron vendidos pero gracias a la lista notarial realizada antes de la subasta se “recuperaron” doscientos años después en las mismas ediciones de los mismos años y ciudades de publicación. Cuando Alemania invadió Holanda en la SGM, soldados del comando especial del dirigente del Reich Alfred Rosenberg, encargado de saquear las bibliotecas de toda Europa, se llevaron los libros del Museo. Afortunadamente, se recuperaron después de la guerra y volvieron a su lugar. No eran libros especialmente valiosos, pero en los documentos de Nuremberg está escrita la frase de un oficial al mando de la operación: “Se trata de obras antiguas valiosas, de gran importancia para la investigación del problema de Spinoza”.

A partir de ahí, Yalom crea una historia convincente y consigue acercar a los lectores a un personaje intelectualmente brillante, modelo de honradez personal, tesón e independencia de criterio, al que le tocó vivir una época difícil en la Holanda, primero liberal y luego fanáticamente calvinista, y en una comunidad atemorizada por la actitud hostil de sus vecinos cristianos. Pese a todo, Spinoza hizo frente al oscurantismo de las dos religiones, la judía y la cristiana, y sentó las bases de un pensamiento racional y libre.

Como el reverso negativo del gran hombre que fue Spinoza, aparece Alfred Rosenberg, autor del libro que aportó gran parte de la base ideológica del partido nazi y la justificación para aniquilar a los judíos europeos, El mito del siglo XX, publicado en 1930. Tampoco está de más señalar que difundió con fervor y como si fuera auténtico lo que ya sabía que no lo era, Los Protocolos de los Sabios de Sión, un supuesto informe sobre los planes de los judíos para dominar el mundo que en realidad fue un panfleto encargado a la policía zarista en el siglo XIX.

Todos los personajes de la novela son reales, excepto Franco Benítez, confidente de Spinoza, y Friedrich Spitzer, psicoanalista freudiano, que hace de terapeuta de Rosenberg. Ambos facilitan un cauce para la expresión de los pensamientos de los protagonistas. El propio Yalom reconoce que le fue más fácil entrar en la mente de Rosenberg que en la de Spinoza porque del filósofo judío hay poca información personal. No ocurre lo mismo con el ideólogo nazi del que se sabe incluso que fue tratado en un par de ocasiones en una clínica psiquiátrica por depresión.

Vivir como un hombre libre

Posiblemente Spinoza sufrió mucho al ser obligado a separarse de su comunidad, de sus hermanos y parientes. Sabemos que llevó una vida ascética, solitaria y enfermiza, y que, sin embargo, mostró un temperamento alegre hasta el final de sus días. Tal vez por esta ausencia de información sobre las “intimidades” del filósofo holandés, Yalom prefiere ocuparse de las ideas que defendió a lo largo de su vida: que la existencia terrenal es lo único que hay, que las leyes de la Naturaleza todo lo gobiernan y que la visión antropomórfica de un Dios que se ocupa y preocupa de sus criaturas es no sólo ingenua, sino superticiosa.

Spinoza, además, se manifiesta como socialista y demócrata, defiende que toda sociedad debe ser democrática y que el “verdadero fin del Estado es la libertad” y revela sugerentes ideas sobre el comportamiento humano que han servido a investigadores y terapeutas: Spinoza cree que todo, incluso las emociones y los pensamientos, tienen una causa que se puede descubrir mediante el análisis científico.

Pero sobre todo, “Spinoza quiso hacer de sí mismo un hombre libre”, como dice uno de los personajes de Malamud en El hombre de Kiev. En los últimos años, cuando ya no contaba con el apoyo de las autoridades liberales holandesas, barridas por el fanatismo calvinista al servicio de la Casa de Orange, fue tentado por el príncipe electoral palatino en 1673, para un puesto de profesor de filosofía en la Universidad de Heidelberg. Le garantizó que dispondría de la más amplia libertad de filosofar pero no de “perturbar la religión públicamente establecida”.

Spinoza rechazó el puesto porque le resultaba imposible conocer “los límites a los que debe restringirse mi libertad de filosofar para que no parezca que quiero perturbar la religión establecida” y prefería seguir con su modesto trabajo de pulidor de lentes a cambio de no preocuparse de los límites de su libertad y evitarse renovadas actitudes hostiles de quienes no estuvieran de acuerdo con que ascendiera de rango.

Rosenberg, propagandista nazi y criminal de guerra

rosenberg y hitler

Pareció que Hitler le nombraría su heredero: tras el fracaso del Putch de noviembre de 1923 y antes de ser detenido dejó una nota en la que encargaba a Alfred Rosenberg velar por el “movimiento”, pero ahí comenzaron los problemas porque se sentía incapaz de organizar y hacer valer una autoridad que sus compañeros de partido nunca aceptaron. Posiblemente Hitler lo supiera y de ahí el encargo: no habría ningún peligro de que ocupara su puesto.

Rosenberg sufrió el desdén de los suyos, probablemente por su distanciamiento, por la soberbia con la que trataba a quienes no consideraba de su mismo nivel intelectual y por la ampulosidad que ocultaba la vaciedad de su pensamiento. El Mito del siglo XX vendió un millón de ejemplares pero fue escasamente leído, al tiempo que denostado por Goering, que lo tachó de “basura” y por Goebbels, que dijo de él que era “un escupitajo filosófico”.

Incluso Robert J. Jackson, fiscal principal y representante de Estados Unidos en los Procesos de Nuremberg calificó a Rosenberg como “el sumo sacerdote intelectual” de la supuesta ‘raza superior’ y añadió que, además de sus crímenes cometidos en los Territorios Orientales ocupados, “su confusa filosofía añadió el aburrimiento a la larga lista de atrocidades nazis”.

el mito siglo XX

No produce ninguna piedad este maltrato. En la novela de Yalom, y eso sí es ficción, el terapeuta Spitzer se queda desolado cuando se da cuenta de que Rosenberg es un caso imposible de necedad, narcisismo y magalomanía y que, a su visceral antisemitismo, se une una ausencia total de empatía y de valores fundamentales como la lealtad o la amistad.

A través de sus escritos y de sus cargos políticos, todas las capacidades de este propagandista a sueldo se pusieron al servicio de una utopía criminal que proclamaba la esclavitud y el exterminio de las razas inferiores en favor de una elite dirigente, germánica por supuesto, en virtud de supuestos caracteres biológicos. En sus diarios se puede leer el texto de un discurso de 1941 en el que dice textualmente que “la cuestión judía sólo puede resolverse mediante la eliminación biológica”.

Tras la derrota de Alemania, el Reichsleiter Rosenberg envió una carta de rendición al mariscal de campo Montgomery, pero tampoco los enemigos lo tenían en especial consideración y tuvo que esperar seis días pacientemente en su hotel a que fuera a detenerlo la policía militar británica. Poco después fue puesto bajo control de EEUU con el resto de los criminales de guerra nazis y condenado a muerte. Si se hubiera limitado a su labor ideológica tal vez habría sido absuelto pero Rosenberg fue Ministro para los Territorios Ocupados del Este y participó, como sus colegas, en los crímenes contra la población. El tribunal le tomó más en serio a lo largo del juicio de lo que nunca lo había sido por sus compañeros de partido.

Saqueador de bibliotecas

El ‘problema de Spinoza’, es decir, que un judío fuera capaz de sobresalir por su intelecto y apartarse de su comunidad, dejar de ser judío, podría haber intrigado a Rosenberg, aunque sería por poco tiempo. En 1939 creó un instituto para la investigación de la “cuestión judía” cuyo objetivo, independientemente del odio racial, fue el saqueo inmisericorde de las colecciones de arte y bibliotecas judías de toda Europa. Probablemente, la biblioteca de Spinoza expuesta en su Museo fuera considerada valiosa, pero ante los miles y miles de libros expropiados, los del filósofo holandés acabarían olvidados en una mina de sal hasta que algunos años después de finalizada la guerra se localizaron y fueron devueltos.

Alfred_Rosenberg

La pregunta que uno se hace a lo largo de la novela es cómo Rosenberg hubiera podido seguir adelante con su infame ideología si en algún momento se le hubiera ocurrido pensar que era totalmente falsa, que los judíos no constituían una raza inferior, que muchos de ellos habían sido y eran partícipes de un esplendor intelectual extraordinario, desde Spinoza a Einstein. ¿Cómo pudo haber contribuido al sufrimiento y muerte de miles de personas por una idea diabólica y sobre todo falsa y seguir viviendo entre canallas y como uno de ellos? ¿Se dio cuenta de la iniquidad de lo que estaba haciendo? ¿Llegó a pensar alguna vez que podría estar equivocado? Pudiera ser pero me inclino a pensar que no.

Antología de la literatura fantástica. Selección de J.L. Borges, A. Bioy Casares y S. Ocampo (2)

ALas mil y una noches

Las metamorfosis, las confusiones de la identidad, los talismanes, la causalidad mágica, las interferencias del sueño y la vigilia, el tiempo circular y las profecías son temas que suelen repetirse en las diferentes literaturas, aunque presentan determinadas variaciones en función de los parámetros culturales de cada una de ellas. Los textos que reunieron Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo y publicaron en 1941 no tienen más conexión que la fantasía o la sorpresa y, a veces, la ironía. Algunos repiten la misma historia, pero con personajes o resultados diferentes.

De tales causas, otros efectos

De entre todos estos temas, Borges admite que el que más le interesa es el de la causalidad fantástica y pone como ejemplo la leyenda china de aquel mago y maestro que avisa a sus discípulos de que va a ausentarse durante la noche, por lo que les pide que cuiden de que no se apague una vela que deja encendida. Pero los discípulos se duermen, un golpe de viento abre una ventana y a punto está de apagarla. A la mañana siguiente aparece el mago y cuenta que estuvo a punto de ser devorado por monstruos en un desierto de Tartaria porque le faltaba la luz que lo iluminaba.

Se trata de una leyenda que se reproduce con sus obligadas variaciones en relatos celtas y hasídicos y en la Antología está recogida en el cuento ‘La secta del loto blanco de Richard Wilhelm. También se trata este tema de “la magia a distancia” en el cuento del historiador Martin Buber, ‘El descuido’, en su versión hasídica: cenando con sus discípulos, un rabí volcó a propósito un cuenco con sopa y en ese mismo momento el emperador, que acababa de firmar un edicto contra los judíos en todo el país, volcó sobre él, involuntariamente, el tintero; el emperador, enfadado, rompió el papel y nunca más volvió a firmarlo.

ASecta loto blanco

Sueños reveladores y sueños dentro de los sueños

Otro tema que Borges frecuenta es el de los sueños y más específicamente la interferencia entre los sueños y la realidad.

En ‘Historia de los dos que soñaron‘, del orientalista alemán Gustav Weil, se cuenta la historia de un hombre que vivía en El Cairo y había perdido toda su fortuna debido a su magnanimidad. Un día estaba tan cansado que se quedó dormido bajo la higuera del jardín de su casa y en el sueño un desconocido le dijo que su fortuna se hallaba en Persia, en Ispahan. El hombre emprendió el largo viaje a través de desiertos, de idólatras, de ríos, de fieras y de hombres y llegó a la ciudad, pero tan tarde que se tendió a dormir en el patio de una mezquita.

Por un enredo casual acaba en la cárcel y cuando el juez le pregunta, nuestro hombre le cuenta el sueño que motivó su viaje. El juez se echa a reír y le dice que él ha soñado tres veces con una casa en la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín y en éste una higuera y bajo la higuera un tesoro, algo a lo que nunca dio crédito. Riéndose por su ingenuidad, el juez ofrece al hombre unas monedas para que regrese a El Cairo, y allí en su casa el viajero encontró el tesoro escondido bajo la higuera, “gracias a Dios, el Generoso, el Oculto”.

En otro sentido que tiene que ver con la identidad, el del sueño dentro de otro sueño o sueño que sueña, tenemos el cuento Sueño de la mariposa, del filósofo taoísta del -300 Chuang Tzu, que soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.

El mundo ultraterreno

Bioy Casares, en el prólogo a esta Antología reconoce que hay muchos tipos de cuentos fantásticos. Su enumeración no es exhaustiva y, aunque coincide con Borges en algunas menciones, como los viajes en el tiempo o los tres deseos, él añade otros temas como los fantasmas, o aquellos relatos en los que aparece el diablo.

El cuento titulado ‘Enoch Soames’, de Max Beerbohm, relata uno de tantos contratos que hace el Diablo gracias a la debilidad de los hombres. Soames es un escritor fracasado al que sólo le queda la esperanza de ser un incomprendido en su época pero todo un genio en una posterior. Una tarde, en el café que frecuenta, se le presenta el demonio bajo la apariencia de un “hombre de negocios” y le propone un trato: transportarle al mundo que será dentro de cien años para comprobar si su nombre figura entre los poetas famosos; a cambio, pase lo que pase, una eternidad de infierno, que es siempre lo que promete el Diablo.

No recuerdo ningún cuento de Borges con el Diablo de protagonista. Sí una conversación editada en la que despacha el Fausto como una “superstición alemana” mejorada por los traductores; dice que no le emociona lo más mínimo y contrapone la pasión con la que Marlowe trató el tema y la indiferencia con que lo escribió Goethe.

Sobre el comercio de los hombres con los muertos y las diversas versiones del mundo ultraterreno existe una incesante tradición literaria y Borges cita expresamente el undécimo libro de la Odisea, el sexto de la Eneida, las visiones de los místicos musulmanes y también la Divina Comedia, “de suerte que la literatura fantástica puede honrarse con estas obras espléndidas”.

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Como ejemplo de una particular visión del cielo y el infierno, Borges vuelve a citar al teólogo sueco Swedenborg, que vivió en el siglo XVIII, visitó los cielos y los infiernos y habló con los ángeles. Dice el místico en sus escritos que son lugares adecuados a quienes los habitan, es decir, que a los malos les gusta el infierno y a los buenos el cielo y no es que los condenados sean felices, sino que serían mucho más desdichados en el cielo. Y en este contexto se inscribe una fábula, relatada por Borges en sus conversaciones con María Esther Vázquez, en la que se cuenta la historia de un hombre que deseaba tan ardientemente ir al cielo que se convierte en ermitaño y vive durante años ayunando y mortificándose en el desierto hasta que le llega la muerte.

Pero el Cielo, según cuenta Swedenborg, es mucho más rico que este mundo: hay más colores, una gran ciudad con palacios y un rico mundo intelectual en el que se suceden discusiones sobre delicadezas teológicas. Así que el pobre ermitaño llega al Cielo y no entiende nada porque no ha preparado su alma intelectualmente para este lugar tan maravilloso y entonces se da cuenta de que ha empobrecido su vida con tantas mortificaciones y desvelos. Tampoco puede ir al infierno porque su falta no es moral, así es que se le permite crear en algún lugar del espacio infinito una versión, una alucinación, del desierto en el cual vivió toda su vida. Borges supone que ya no sería lo mismo porque el eremita ya no podía esperar recompensa alguna por su sacrificio.

En la Antología no podían faltar cuentos de fantasmas. También hay reflexiones, como la de Thomas Carlyle, quien dice en Un auténtico fantasma que “todos lo somos, espíritus que han tomado un cuerpo, una apariencia para disolverse en el aire y en la invisibilidad”. Y James Joyce en el Ulyses define al fantasma como “un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres”.

Fantasías metafísicas

En la enumeración de los temas fantásticos, Bioy Casares se refiere, en último lugar, a lo que llama “fantasías metafísicas’, relatos en los que lo fantástico está, más que en los hechos, en el razonamiento. Publicados en la Antología, figuran Tantalia, de Macedonio Fernández, y Tlön, Uqbar y Orbis Tertius, de Borges. Algunos autores han calificado los cuentos de Borges de ‘neofantásticos’. Bioy también los considera un nuevo género literario, al que no pone nombre, y que participa del ensayo y de la ficción; añade que son un ejercicio de “incesante inteligencia e imaginación feliz”.

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Borges imagina un mundo, Tlön, en el que el idealismo de George Berkeley es visto como sentido común, en tanto que las doctrinas materialistas son una herejía o incluso una paradoja. Es decir, que los objetos físicos no son sino ideas en la mente y sólo existen en la medida en que son percibidos. En ese universo, el de Tlön, los lenguajes posibilitan el pensamiento, son un instrumento del conocimiento y al mismo tiempo su reflejo y obligan por su propia estructura a una concepción idealista. En la lengua de ese planeta no existen sustantivos, sino verbos impersonales porque la filosofía de ese mundo niega la realidad estable y formula un mundo sin sustancias.

La capacidad del lenguaje para crear mundos, nombrar seres, simular la realidad o contradecirla es un tema muy del gusto de Borges que, además, siempre mostró cierta adherencia al idealismo a la hora de elegir una doctrina filosófica. En sus conversaciones con Esther Vázquez, hace referencia a Berkeley, cuya creencia en que el universo es un sueño de Dios no le ofrece suficiente certidumbre. “Lo veo como una posibilidad o una esperanza y si he participado de esa filosofía, ha sido para los propósitos particulares del cuento y mientras lo escribía”. Y añade, de forma algo contradictoria: “Niego la exterioridad de los sentidos, pero vivo como todo el mundo porque no se puede vivir de otra manera”.

Las invenciones de la filosofía no son menos fantásticas que las del arte”, escribe el propio Borges para lamentar, en una reseña de 1943, no haber incluido las creaciones de la filosofía en la Antología de la Literatura Fantástica, por lo que habría quedado incompleta, sin querer reparar en su propio cuento sobre lenguaje e idealismo. En defensa de la filosofía como rama fantástica del conocimiento, se pregunta: “¿Qué es la piedra bezoar ante la armonía preestablecida? ¿Quién es el Unicornio ante la Trinidad? ¿Quién es Plinio Apuleyo ante los multiplicadores de Budas del Gran Vehículo? ¿Qué son todas las noches de Sherezade junto a un argumento de Berkeley?”

Borges siempre se empeñó en sugerir el misterio, no en explicarlo, y en promover temas filosóficos: el tiempo, el azar, la muerte, la identidad, el sueño, la insuficiencia lógica del lenguaje … Sus cuentos, incluido ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’ comparten virtudes del género fantástico, pero también del ensayo filosófico y científico y abren un mundo ilimitado al lector. No en vano se puede decir que la obra de Borges es un gran libro de reseñas en el que se condensa todo el universo.

Madrid, 14 de mayo de 2016

Antología de la literatura fantástica; teologías e imposibles (1)

La literatura fantástica es tan antigua como la Humanidad: hunde sus raíces en las cosmogonías de los primeros tiempos y más que la impronta de lo antiguo, posee la pátina de lo ancestral. Podemos imaginar a un grupo de sapiens en la tranquilidad de la noche en torno a una hoguera, embelesados con el relato del anciano de la tribu acerca de las mitológicas cacerías de antaño y de cómo los dioses se comunican con signos anómalos dibujados en el cielo.

Primero fue el lenguaje, aunque los cabalistas crean que lo fueron las letras, atributo inalienable de Dios. Pero, en lo que a los hombres respecta fue la posibilidad de comunicarnos entre nosotros lo que nos permitió conquistar el mundo. Yubal Noch Harari nos cuenta en ‘De animales a dioses’ que hace 70.000 años los sapiens revolucionaron su forma de comunicarse utilizando un lenguaje totalmente nuevo y tan flexible que permitió un número infinito de informaciones y contribuyó, de manera inexorable, a un mayor entendimiento y colaboración.

Ese lenguaje servía para comunicar lo que estaba pasando, lo que ocurrió en el pasado, las expectativas del mañana, es decir, todo lo real que facilitaba la supervivencia del grupo, incluido el chismorreo. Ese nuevo lenguaje tenía, además, la capacidad de transmitir información acerca de cosas que no existen en absoluto: leyendas, mitos, dioses, religiones… Y compartirlo colectivamente.

Para bien o para mal el lenguaje creó todos estos imposibles que nos han llevado a guerras y matanzas, pero que también nos ha permitido alcanzar los más altos logros de la solidaridad, la filosofía o el arte. Y todo a través del relato de sucesos y de ficciones ordenados en lenguaje.

En defensa del cuento fantástico

Toda ficción, dice Borges, fue en un principio fantástica; en cambio, el realismo es una creación reciente. “Viejas como el miedo -escribió Bioy Casares, dándole la razón- las ficciones fantásticas son anteriores a las letras: los aparecidos pueblan todas las literaturas; están en el Zendavesta, en la Biblia, en Homero, en las Mil y Una Noches”. Aunque todas las literaturas empiezan con el relato de lo fantástico, realmente como géneros se definen en el siglo XIX.

En su prólogo a ‘La invención de Morel, Borges carga las tintas contra los defensores de la novela ‘psicológica’, en especial contra Ortega y Gasset, elitista y oclófobo, que se atrevió a calificar las novelas de aventuras de pueriles y despreciables a los ojos de una “sensibilidad superior”. Para Borges la ‘novela psicológica’, frecuentada por Dostoievski y Proust, propende a ser informe, ociosa e incluso aburrida a fuerza de detallar situaciones o sentimientos en sus interminables páginas; en ella “nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia; personas que se adoran hasta el punto de separarse parasiempre, delatores por fervor o por humildad”.

Por el contrario, lo auténticamente literario reside en las novelas que poseen un argumento riguroso y un desenlace razonable y se presentan como un “objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada”, es decir, la novela fantástica y, más concretamente, los cuentos de Poe, Chesterton, Kipling, Conrad o Stevenson, autores que, en opinión de muchos críticos, pertenecen a una ‘tradición menor’.

Al ataque contra la novela psicológica se unió Bioy Casares en el prólogo a la primera edición de la Antología de la Literatura Fantástica (1941). En una segunda, veinticinco años después, se disculpó por sus apasionados arrebatos, que justificó como propios de la época y de la juventud. Reconoce haber imputado a las novelas psicológicas deficiencias de rigor en la construcción, argumentos limitados a una suma de episodios sometidos al antojo del novelista y la idea de que psicológicamente todo es posible y aún verosímil.

Pasados los años, ya en 1965 Bioy no puede dejar de reconocer que la novela realista no peligra ni ha peligrado nunca por sus embates ni por los de sus compañeros, y tiene “la perduración asegurada como inagotable espejo que refleja rostros diversos en los que el lector siempre se reconoce”. Pero insiste en la defensa sin concesiones de los relatos fantásticos, en los que también existen esos personajes que parecen de carne y hueso. Tampoco peligra este género “por el desdén de quienes reclaman una literatura más grave” porque “al anhelo del hombre de oír cuentos lo satisface mejor que ningún otro, porque es el cuento de cuentos, el de las colecciones orientales y antiguas y, como decía Palmerín de Inglaterra, el fruto de oro de la imaginación”.

La narrativa fantástica de los teólogos

Los cuentos que Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo reunieron en la Antología de la literatura fantástica en 1941 sentó las bases del género, diferenciando claramente el cuento psicológico del fantástico. También suscitó polémicas y reproches: Roger Caillois llegó a enviar una carta a Victoria Ocampo, en la que le señalaba su desconcierto porque no hubiera entre los cuentos seleccionados ningún autor alemán, país por excelencia de la literatura fantástica, y porque apareciera en ella Swedenborg, místico sueco cuya intención no fue nunca escribir literatura fantástica.

Lutero y Melanchton

Un teólogo en la muerte, el cuento de Swedenborg elegido para esta Antología, pretende dar edificante ejemplo de lo que le espera a un hereje cuando pone la fe por delante de la caridad. Habiendo fallecido, Melanchton fue agraciado en el otro mundo con una casa ilusoriamente igual a la que había tenido en la tierra, de manera que ni se le ocurrió que ya estuviera muerto, por lo que siguió escribiendo su textos sobre la justificación por la fe sin decir una sola palabra sobre la caridad. Los ángeles, que fueron quienes le contaron la historia a Swedenborg, se enfadaron mucho cuando se enteraron, de manera que hicieron que muebles y enseres de la casa se esfumaran poco a poco. Tras una sucesión de castigos debido a su contumacia, Melanchton empezó a escribir sobre la caridad, pero “sin convicción”, y finalmente acabó, como no podía ser de otra manera, haciendo de “sirviente de los demonios”.

La inclusión del cuento sobre Melanchton en la Antología Fantástica muestra la actitud de Borges ante las posibilidades estéticas que ofrece la religión para la creación literaria. No sólo historias de teólogos, sino la propia Biblia es para el escritor argentino una maravillosa obra de género fantástico y Dios, su mejor personaje. Se trata de una idea que abunda en sus escritos, entrevistas y conversaciones. Borges se mostró absolutamente explícito cuando Ernesto Sábato le preguntó por qué escribía tantas historias teológicas si no creía en Dios: Borges le contestó que creía que la “teología como literatura fantástica es la perfección del género”.

Borges explora las posibilidades literarias de la teología y las distintas explicaciones sobre el universo, como el panteísmo, según el cual existiría sólo un individuo en el mundo y ese individuo sería Dios. “Dios, en este momento, estaría soñando que es cada uno de nosotros y sería además cada uno de los animales, plantas, piedras y estrellas de este mundo. Cada uno de nosotros sería Dios o sería una faceta de Dios y no lo sabría. Esto, desde luego es grandioso y aquí vemos cómo la literatura fantástica puede confundirse con la filosofía y con la religión, que son acaso otras formas de la literatura fantástica”.

Un cuento en el que se pone de manifiesto la falsedad de la apariencia y la creación mediante el sueño es Las ruinas circulares. Un monje llega a un templo en ruinas para soñar un hombre, “soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad”. No lo consigue en el primer intento porque “el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden supeior y del inferior”. Tras este fracaso inicial comienza de nuevo con otro método: va construyendo en el sueño un hombre a partir del corazón, de sus latidos, de sus arterias; sigue con otras partes del cuerpo hasta alcanzar la piel, los párpados… Y llegado el tiempo, el soñado se despertó y cuando estuvo preparado lo envío a otro templo río abajo después de hacerle olvidar todos los años de aprendizaje. El templo se incendió: al ser un fantasma era inmune al fuego y el soñador entendió que él también lo era.

En Borges todo el universo, todo lo pensado y realizado, todo lo escrito o imaginado es literatura. Por eso todo cabe en sus cuentos, desde la creación del mundo por dioses subalternos a la soledad de un dios en su laberinto o el hallazgo de un falso Aleph. En sus páginas se recogen títulos de otros libros, contenidos de enciclopedias, referencias, citas eruditas y discusiones filosóficas, Su literatura todo lo acoge y como un espejo duplica el mundo.

                                                                                                                     Madrid, 2 de mayo de 2016

Bibliografía

-Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, Antología de la literatura fantástica, Edhasa 1981 (Primeras ediciones en 1941 y 1965)

-Yuval Noah Harari, De animales a dioses, Debate, 2014

-María Esther Vázquez, Borges: sus días y su tiempo, Ediciones B, 1984

J.L. Borges, Vindicación de la cábala

En su búsqueda de una explicación rabínica al asesinato de Yarmolinsky, el detective Lönnrot se lleva los libros que el rabino tenía en el placard de su habitación de hotel para poder estudiarlos y, a través de ellos, dar con la solución al enigma: una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofía de Robert Fludd; una traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton y otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco.

Todos son escritos auténticos y todos conducen a la cábala; desde la filosofía de Robert Fludd, eminente médico, astrólogo y ocultista seguidor de Paracelso del siglo XVII a Baal Shem, creador de la secta de los hasidim, pasando por el Libro de la Creación y las monografías sobre el Nombre Oculto de Dios.

El que primero enumera, Vindicación de la cábala, bien podría referirse a un pequeño comentario que él mismo escribió once años antes, en 1931, publicado junto a otras reflexiones bajo el título Discusión. En él Borges deja claro desde el principio que no pretende vindicar la doctrina, sino los “procedimientos hermenéuticos o criptográficos” que a ella conducen. La filosofía y la teología son para él “ramas de la literatura fantástica”, fascinantes por la belleza de sus teorías, mitos y creencias en las que no cree pero que le permiten dibujar una estética de la inteligencia.

La causa remota del procedimiento cabalístico -comenta Borges- es el concepto de inspiración del libro sagrado. Quienes escribieron la Torá lo hicieron al dictado de Dios, dicen los creyentes, y los cabalistas asumieron esta premisa: dictada palabra por palabra, la Escritura “es un texto absoluto donde la colaboración del azar es calculable en cero”. Por lo tanto, se pregunta: “¿Cómo no interrogarlo hasta lo absurdo, hasta lo prolijo numérico como hizo la cábala?” Los cabalistas y también otros antes que ellos hicieron uso de la guematría, que consiste en calcular el valor numérico de las palabras y buscar su relación con otras palabras o frases de igual valor; el notaricón, es decir, la interpretación de las letras de una palabra como frases abreviadas y la temurá o permutación de letras según determinadas reglas.

El objeto siempre es hallar el significado oculto del texto sagrado, determinado mensaje, una consolación, un camino, un indicio de lo que puede deparar el futuro y, sobre todo, el conocimiento de Dios mismo, que es como decir la creación a través de la Revelación contenida en la Torá. “Para la mayoría de los cabalistas, toda creación -nos dice Scholem- no es, desde el punto de vista de Dios, más que una expresión de Su ser oculto que comienza y termina al darse a sí mismo un nombre, el nombre sagrado de Dios, el acto perpetuo de creación. Todo lo que vive es una expresión del lenguaje de Dios y, en última instancia, lo que manifiesta la Revelación es exactamente el nombre de Dios”.

En su ensayo Del culto a los libros (1951) Borges habla de la “extravagancia” de los judíos y recuerda la sentencia famosa de la Biblia: “Y Dios dijo: sea la luz; y fue la luz”; los cabalistas razonaron que la virtud de esa orden del Señor procedió de las letras de las palabras”. El Sepher Yezirah o Libro de la Creación afirma que “Jehová de los Ejércitos, Dios de Israel y Dios todopoderoso creó el universo mediante los números cardinales que van del uno al diez y las veintidós letras del alfabeto”. Que los números sean instrumentos o elementos de la Creación -apostilla Borges- es dogma de Pitágoras y de Jámblico, “que las letras lo sean, es claro indicio del nuevo culto de la escritura”.

Y, a continuación, transcribe el segundo párafo del segundo capítulo: Veintidós letras fundamentales: Dios las dibujó, las grabó, las combinó, las pesó, las permutó y con ellas produjo todo lo que es y todo lo que será. Luego se revela qué letra tiene poder sobre el aire y cuál sobre el agua y cuál sobre el fuego y cuál sobre la sabiduría y cuál sobre la paz y cuál sobre la gracia y cuál sobre el sueño y cuál sobre la cólera y como (por ejemplo) la palabra kaf, que tiene poder sobre la vida, sirvió para formar el sol en el mundo, el miércoles en el año y la oreja izquierda en el cuerpo”.

En otro comentario sobre la cábala (publicado en 1980 en Siete Noches) Borges volvió sobre la idea de libro sagrado, en el que no sólo son sagradas las palabras, sino también las letras con que fueron escritas porque Dios, “una inteligencia infinita, ha condescendido a la tarea humana de redactar un libro” y porque, además, sus palabras fueron el instrumento de su obra, de la creación. La propia creación -estiman los cabalistas- es un acto de escritura divina, mediante el cual Dios incorpora su lenguaje a las cosas bajo la forma de escritura. La escritura forma la materia de la creación y en ella se plasma la revelación y la profecía. La cábala defiende que las letras son anteriores al sonido de las palabras que representan y, en tal caso, nada es casual en la Escritura, “todo tiene que ser determinado”, como por ejemplo, el número de letras de cada versículo. En consecuencia, se leerá como una escritura críptica, cuyo desciframiento será recompensado con el conocimiento absoluto o el éxtasis místico.

La cábala en la España del siglo XIII

La cábala, frente a racionalidad de la corriente oficial del judaísmo, se presenta como un alivio fantasioso, un vuelco de la atención en lo misterioso y un descontrol del pensamiento; una doctrina esotérica recibida a través de la revelación divina hace miles de años y transmitida en secreto de generación en generación que pretende hallar significados alegóricos en la Torá.

El libro de cabecera de los cabalistas es el Sepher Yezirah o Libro de la creación, que como hemos visto estaba en posesión de Yarmolinsky, el rabino asesinado. Este libro apareció a principios del siglo VI y describe los 36 medios de los que se valió Dios para crear el mundo: los diez ‘sefirot’ (atributos divinos) y las 22 letras del alfabeto hebreo.

Y el libro clásico de la cábala es el Zohar, escrito hacia 1270 por el judío español Moisés de León, aunque lo atribuyó, para mayor prestigio, a un sabio mishnaico que habría vivido mil años antes. El Zohar contiene y reelabora gran parte del material del Sepher Yezirah. Ambos, dice Borges, los “he leído”, pero no fueron escritos para enseñar la cábala sino para confortar al discípulo, añade.

Otra corriente de la cábala del siglo XIII estuvo representada por el místico Abraham Abulafia, nacido en Zaragoza. Se trata, igual que en el caso de Moisés de León, de una aproximación mística a la Torá. Para que el alma humana recupere su contacto con Dios precisa de la meditación, utilizando como objeto el alfabeto hebreo, cuya abstracción y significación en justa medida, logrará que el creyente alcance la contemplación mística. El contacto puede ser restablecido mediante una meditación sobre los nombres divinos y “el conocimidento de la combinatoria de las letras (consonánticas) del alfabeto hebreo y de las diversas vocales es el camino hacia la unidad con Dios, hacia el éxtasis”.

El hasidismo

Con la expulsión de los judíos de España -resume Mosterín- la cábala dejó de ser la ocupación mística de una elite intelectual para transformarse en un movimiento de masas que fue adoptando en su seno todo tipo de supersticiones populares. Se extendió por la Europa oriental, donde las doctrinas místicas se mezclaron con las las historias de ángeles, demonios y golems, los milagros, la magia, los amuletos y los conjuros.

Este movimiento cabalístico popular coincidió con las terribles masacres de judíos en Ucrania y Polonia en los años 1648 y 1649. Lo acompañó una esperanza mesiánica que consoló a la población judía de su terrible situación, pero todo fue un engaño: Shabetai Zebi, versado en la cábala luriánica y no muy cuerdo, se autoproclamó mesías. La excitación en todo el mundo judío fue enorme, hasta que fue detenido por las autoridades turcas y hubo de convertirse al islam ante la amenaza de muerte. Pasó el resto de sus días viviendo de una pensión del sultán.

La decepción fue brutal y surgieron más falsos mesías, pero el movimiento que vino a llenar el vacío causado fue el hasidismo, fundado por Israel ben Eliezder, quien vino a llamarse Baal Shem Tov (1700-1760). Nacido en el este de Europa, ejerció diversos oficios y no recibió formación rabínica alguna ni tenía nada que ver con el mundo culto de la sinagoga y la oligarquía comercial judía. No escribió nada, pero atraía y fascinaba a las gentes sencillas. Se lanzó a recorrer los caminos como curandero; también hacía milagros y encantamientos y fue considerado como ‘zadik’, un hombre santo que por su cercanía a Dios puede hacer de intermediario entre Él y los hombres. Su forma de entender la ‘revelación’ en la Escritura era diferente a la de los cabalistas tradicionales: si se reza con la suficiente devoción, las letras del Libro liberan los atributos divinos que esconden y un espíritu superior baja de arriba, se apodera del orante y habla por su boca.

El gólem

Para Borges, una de las leyendas más curiosas de la cábala es el gólem porque contempla la posibilidad de crear un universo por la palabra. “Dios toma un terrón de tierra, le insufla vida y crea a Adán, que para los cabalistas sería el primer gólem”. Si un rabino aprende o llegar a descubrir el secreto nombre de Dios y lo pronuncia sobre una figura humana de arcilla, ésta cobraría vida. Adán, el primer gólem fue creado por la palabra divina, por un soplo de vida. y “como en la cábala se dice que el nombre de Dios es todo el Pentateuco, si alguien lo poseyere o si alguien llegara al Tetragrámaton -el nombre de cuatro letras de Dios- y supiera pronunciarlo correctamente, podría crear un mundo”.

Bibliografía

Jorge Luis Borges, Vindicación de la cábala, en ‘Ficciones’ (1932); La cábala, en ‘Siete noches’ (1980) y Del culto a los libros en ‘Otras inquisiciones’ (1952)

Gershom Scholem, Las grandes tendencias de la mística judía, Ediciones Siruela, 1996

Jesús Mosterín, Los judíos, Alianza Editorial, 2006

·· Detectives: Erik Lönnrot, en una quinta de Buenos Aires

Borges, La muerte y la brújula

El sabio rabínico Marcelo Yarmolinsky aparece muerto en la habitación de un hotel. En la máquina de escribir, presente en el cuarto, hay una nota en la que se dice: “La primera letra del Nombre ha sido articulada”. El inspector Treviranus cree que el asesino pretendía robar los famosos zafiros del Tetrarca de Galilea, que reside en la suite de enfrente, pero que se equivocó de puerta. Aparece un segundo cadáver un mes después y la nota, esta vez, hace referencia a la segunda letra del Nombre. El detective Erik Lönnrot los califica de asesinatos rituales y los atribuye a una secta judía que busca averiguar el Tetragrámaton, el nombre secreto de JHVH, el Dios Yahvé. Y poco a poco va cayendo en la trampa que el gángster Red Scharlach, el Dandy, ha ideado contra él para cobrarse su venganza por la muerte de su hermano.

La muerte y la brújula se puede leer como un clásico cuento policial y también como su parodia: hay un detective y un asesino y cada uno utiliza sus armas para llegar al desenlace. Pero como todas las obras maestras, este cuento de Borges, de apenas catorce páginas, ofrece muchas y diversas lecturas, desde una sencilla investigación de un asesinato a la representación de una búsqueda existencial y mística.

Lönnrot versus Spinoza

Erik Lönnrot se enorgullece de ser “un puro razonador” al estilo de August Dupin, dice el narrador, aunque en su carácter hay algo de “aventurero” y también de “tahúr”. Pretende hallar la solución al misterio mediante el razonamiento abstracto de premisas y conclusiones coherentes, despreciando el azar, las meras circunstancias y la imaginación. Desconfía de los sentidos y de las pruebas circunstanciales y sólo da valor a la lógica porque defiende, como Spinoza, que el universo es lógico y, por tanto, sujeto de una explicación racional. Hay quienes aventuran que Lönnrot es una versión del pensador judío de Amsterdam.

Edna Aizenberg defiende esta lectura. Ve en el cuento alusiones al antisemitismo en auge en la época de su publicación, en 1942, cuando Europa se debatía en una monumental masacre y los judíos desaparecían en un holocausto criminal, y lo considera un homenaje a la figura del intelectual judío frente a la barbarie nazi y una reivindicación del deseo de comprender el universo de forma racional defendida por uno de los más conspicuos pensadores judíos, Baruj Spinoza.

Lógica, destino y literatura

Las interpretaciones son numerosas y a veces contradictorias. Ernesto Sábato subraya la atemporalidad del relato, que desemboca en un puro problema de lógica y geometría; otros lectores ven en él una suerte de determinismo fatal, ya que todo está apuntado desde el principio de los tiempos, “todo está escrito”.

Para Harold Bloom se trata de una parábola que demuestra que la lectura es siempre una suerte de reescritura porque Lönnrot lo que hace, y muy bien, es reinterpretar los mensajes de Scharlach. Frente a la ‘tesis spinozista’, defiende que Borges es un escéptico, más interesado por la literatura de imaginación que por la religión o la filosofía y que sus especulaciones tienen, ante todo, un valor estético.

Y, fiel a su teoría de la influencia literaria, Bloom ve en el escritor argentino su ejemplo más notorio: “Borges abiertamente asimila y, a continuación, deliberadamente refleja toda la tradición canónica”. Respecto al cuento que nos ocupa, Bloom comenta que Lönnrot y Scharlach tejen su mortal laberinto de literatura en una amalgama de Poe -sus escenarios de luz de luna y espejismo- de Kafka -la ambivalencia de los signos- y también de muchos otros ejemplos de dobles que se enfrentan en un duelo.

La Kalevala, epopeya finlandesa

Bloom también menciona ciertas características de los nombres: tanto Lönnrot como Scharlach significan rojo, dice. Y, en consecuencia, hay un juego del doble, en el que las acciones de ambos se repiten como en un espejo. Pero no está claro que ese juego interlingüístico responda a las intenciones de Borges al escribir el relato. Entre otras cosas porque Lönnrot es un apellido sueco, no alemán, como el propio escritor argentino observó, y aquí significa ‘raíz’ y no ‘rojo’. El apellido al completo podría traducirse como ‘raíz de arce’, aunque también remite a otros sustantivos relacionados con conceptos como ‘secreto’ y ‘asesinato’. En realidad, esto aumentaría el juego interlingüístico: el propio detective no cae en la cuenta del significado de su nombre y de ahí llegarán sus males.

Elías Lönnrot, pese al apellido sueco, fue uno de los creadores de la nación finlandesa al ocuparse de recoger la poesía folklórica de su país y convertirla en un poema épico nacional, la Kalevala, de manera que el finlandés adquiriera los requisitos de idioma literario en el siglo XIX. Hillis Miller -un crítico literario del siglo XX- ve un gran paralelismo entre el Lönnrot de Borges y el poeta finlandés cuando dice que ambos pecaban de una credulidad semejante: el filólogo porque creía poder reconstruir la epopeya finlandesa perdida, a partir de fragmentos dispersos recogidos en distintas regiones del país, y el detective bonaerense porque veía posible recomponer “las letras geográficamente desparramadas para deletrear el Nombre Secreto de Dios”.

El fracaso del detective

Erik Lönnrot considera la hipótesis que defiende el comisario Treviranus de que el primer asesinato ha sido la consecuencia de un error como “demasiado cargada de azar” y se decanta por hallar una explicación rabínica: la búsqueda del Nombre de Dios, que es en realidad la búsqueda del conocimiento total del universo contemplado desde la eternidad.

Scharlach conoce la soberbia intelectual de Lönnrot y su interés por el misticismo judío -de reciente adquisición, por otra parte- y crea pistas falsas, incluso una carta firmada por Baruj Spinoza en la que le ofrece una clave geométrico-mística para encontrar al asesino. El comisario recibe una carta y un plano de la ciudad donde se muestra que los asesinatos forman un triángulo equilátero, una estructura completa y cerrada. Pero Lönnrot deduce que habrá un cuarto crimen porque el nombre de Dios tiene cuatro letras: el triángulo ha de convertirse en rombo. Siguiendo esta ‘lógica rabínica’, se irá adentrando en la trampa de Scharlach, en su laberinto.

No es la lógica lo que lleva a Lönnrot al error y, finalmente, a la muerte, sino la combinación de lógica e imaginación; deduce que se producirá un cuarto crimen y también el lugar, pero al unir creencias místicas y racionamiento lógico deductivo lo que sucede es que triunfa como detective pero fracasa estrepitosamente y lo paga con la muerte.

En este fracaso, algunos han visto una confusión de géneros literarios. Pese a que Borges suele mantenerse fiel a los postulados de Poe que diferencian lo racional, propio de sus cuentos detectivescos, y lo imaginativo, primordial en sus cuentos de terror, en esta ocasión los confunde, dice Rosenblat. La fantasía que introduce resulta de confrontar las creencias místicas judías con el razonamiento lógico deductivo, que es como enfrentar lo griego y lo judeocristiano.

La muerte como destino trascendente

Pero otra lectura descarta esta hipótesis del desdoblamiento de Lönnrot como detective clásico y como especulador fantasioso cuando observamos que el detective está cumpliendo su destino trascendente. Siguiendo el análisis de Antonio Fama, vemos que todas las figuras geométricas que aparecen en el relato -en especial el triángulo equilátero- poseen connotaciones místicas y apuntan hacia un mundo trascendente. Los cuatro lugares en los que se desarrolla la accion presentan una estructura arquetípica que muestra la ambivalencia divinidad / satanismo.

Torres y sótanos -presentes en ellos- prefiguran el ascenso espiritual y el inframundo; la villa abandonada de Triste-le-Roy, el cuarto y último lugar, “refleja un laberinto antitético, un arriba y un abajo”. Tras descender al sótano, utilizando una escalera espiral, “simbólica de un ascenso místico”, Lönnrot asciende al mirador, donde le espera la deidad, el propio gángster Red Scharlach. Cuando llega a la quinta, el detective “pensó que apenas un amanecer y un ocaso lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre”, la hora en que se produce la unidad con la verdad absoluta traída por la muerte.

El fracaso conduce a la muerte en el caso de Lönnrot; en el del detective de Umberto Eco, al descreimiento. Guillermo de Baskerville llega hasta el asesino siguiendo un plan apocalíptico que parecía gobernar los crímenes, pero ese plan fue producto del azar del que se aprovechó Jorge de Burgos y no ha conseguido evitar ninguna muerte ni la salvación de la biblioteca: “He llegado hasta Jorge persiguiendo el plan de una mente perversa y razonadora y no existía plan alguno”, sino una cadena de causas concomitantes y contradictorias entre sí “que procedieron por su cuenta, creando relaciones que ya no dependían de ningún plan”. En definitiva, “he perseguido un simulacro de orden cuando debía saber muy bien que no existe orden en el universo”. El caos le lleva a dudar de la libre voluntad de Dios y de su omnipotencia y, quizá, a la prueba de que Dios no existe.

Adso de Melk, ya anciano, ha terminado de escribir la crónica de los sucesos que tuvieron lugar en la Abadía y se prepara para morir, descreído ya del Dios de gloria de los benedictinos y del Dios de júbilo en el que creían los franciscanos. Ni siquiera cree ya en el Dios de piedad: “Me hundiré en la tiniebla divina, en un silencio mudo y en una unión inefable, y en ese hundimiento se perderá toda igualdad y toda desigualdad, y en ese abismo mi espíritu se perderá a sí mismo y ya no conocerá lo igual ni lo desigual ni ninguna otra cosa”.

Esta frases con las que Adso cierra el relato de los crímenes de la Abadía podrían ser las mismas de las que Lönnrot se apropiara al ver venir la muerte de la mano de Scharlach. Pero no es así. Al principio del relato, Borges nos advierte de que el detective es un “aventurero y algo tahúr”. Su carácter le lleva a proponerle a su asesino un juego intelectual.

En su laberinto sobran tres líneas -dijo por fin-. Yo sé de un laberinto griego que es una línea recta”. Lönnrot pretende seguir el juego al darse cuenta de que ha perdido y le presenta otro desafío: la paradoja de Zenón que implica la imposibilidad de que Aquiles alcance a la tortuga y, por lo tanto, que la bala de Scharlach pueda matarlo.

Pero también, supone la creencia arquetípica del eterno retorno. “Para la otra vez que lo mate -replicó Scharlach- le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es invisible, incesante”.

Bibliografía

Jorge Luis Borges, Ficciones, Alianza Editorial, 1996

Edna Aizenberg, El tejedor del Aleph, Altalena Editores, 1986

Daniel Balderston, Fundaciones míticas en La muerte y la brújula, Universidad de Pittsburgh, 1996

Ernesto Sábato, El escritor y sus fantasmas, Seix Barral, 1997

Harold Bloom, El canon occidental, Anagrama, 1994

Antonio Fama, Análisis de La muerte y la brújula, Bulletin Hispanique, 1983

María Luisa Rosenblat, Lo fantástico y lo detectivesco

J. Hillis Miller, Ariadne’s Thread, 1992, Yale

·· Detectives: Guillermo de Baskerville, en una Abadía de los Apeninos

Es una historia de robos y venganzas entre monjes de poca virtud”, dice Adso de Melk y añade Guillermo que esa historia se teje “alrededor de un libro prohibido” escondido in finis Africae. Se refieren a los crímenes que se suceden en la Abadía de los Apeninos, donde transcurre la trama de El nombre de la rosa. Es el quinto día y son ya cuatro los monjes asesinados, pero el sabio franciscano metido a detective, Guillermo de Baskerville, aún no tiene la solución al enigma.

Alinardo, el monje más anciano del lugar, le da la clave: todo está en el libro de Juan. Los crímenes van cumpliendo, a nivel local y reducido, las profecías que proclaman las trompetas que anuncian el Apocalipsis: la primera trompeta augura el granizo y el primer monje aparece muerto sobre la nieve; la segunda, advierte de que la tercera parte del mar se convertirá en sangre y el cadáver del segundo monje se encuentra en una tinaja en la que se ha coagulado la sangre de los animales sacrificados el día anterior; la tercera trompeta anuncia la caída de una estrella ardiente… y así hasta siete.

Alinardo le cuenta a Guillermo el episodio que marcó su futuro y todo lo que está ocurriendo: él propuso reunir en la biblioteca de la Abadía todos los comentarios que se hubieran escrito sobre el Apocalipsis, pero fue Jorge de Burgos quien viajó a Silos, donde encontró los manuscritos más bellos y de donde regresó con un espléndido botín. Pero la obsesión por el fin del mundo oculta los auténticos motivos de los crímenes, así como el arma homicida, que no es otra cosa que el veneno impregnado en el manuscrito sobre pergamino de tela que contiene la parte perdida de la Poética de Aristóteles. El asesino utiliza las profecías, que se cumplen por azar, para seguir manteniendo en secreto la apología de la comedia y de la risa que escribió el filósofo griego.

Tenemos una intriga policíaca, que apenas ocupa cien páginas. Las restantes setecientas nos meten de lleno en la vida de la Abadía, en el conflicto entre el Papa y el Emperador, la lucha entre el poder político y el religioso, en el ideal de pobreza que defienden los franciscanos, en las rebeliones y en las herejías y, sobre todo, en el profundo cambio que en ese momento experimenta el pensamiento con la aparición de la filosofía de Occam frente a la ‘philosophia perennis’ de Tomás de Aquino, que llevaba doscientos años ejerciendo un poder absoluto sobre la teología.

Occam y Bacon, la Escuela de Oxford

Umberto Eco utiliza el género policíaco, porque es el “más metafísico y filosófico de los modelos de intriga”, para hacernos partícipes, “de forma placentera”, de este cambio drástico en el pensamiento que supone el origen del razonamiento moderno. Y lo hace utilizando un personaje, Guillermo de Baskerville, paradigma de lo nuevo, que no parte de ‘primeros principios’ ni de la auctoritas y que defiende que la realidad es lo singular, lo individual, aquello de lo que nos informan los sentidos y que es procesado por el intelecto mediante la lógica. Es Guillermo quien aconseja a Adso de Melk, su aprendiz y amanuense, siguiendo estrictamente a Occam, que “no conviene multiplicar las explicaciones y las causas mientras no haya una estricta necesidad de hacerlo” porque “todo se explica utilizando un menor número de causas”.

Guillermo de Baskerville no es Guillermo de Occam. El propio detective expresa su antipatía por el pensador de Oxford cuando dice que “es un hombre sin fervor, todo cabeza y nada corazón” y Eco ya nos advierte en las Apostillas que, al principio, se entretuvo con la idea de que el detective fuera el propio Occam, pero renunció porque la persona del Venerabilis Inceptor le inspiraba “antipatía”.

Umberto Eco reconoce que para su trama y su universo necesitaba un detective inglés “dotado de un gran sentido de la observación y una sensibilidad especial para la determinación de los símbolos, cualidades que sólo se encontraban dentro del ámbito franciscano y con posterioridad a Roger Bacon”, Además, precisa, “sólo en los occamistas encontramos una teoría desarrollada de los signos”.

El monje Alinardo le reprocha a Guillermo que descrea del advenimiento del Anticristo debido a que “tus maestros”, en referencia a Occam, “te han enseñado a idolatrar la razón, extinguiendo las facultades proféticas de tu corazón”. Guillermo es claramente un descreído pero porque desprecia los argumentos de autoridad insensatos, las supersticiones religiosas y la multiplicidad de reliquias en posesión de la cristiandad; llega a escandalizar al joven Adso cuando le hace notar que con los fragmentos de la cruz guardados en las iglesias, “Nuestro Señor no habría sido crucificado en dos tablas cruzadas, sino en todo un bosque”. A Alinardo le responde que se equivoca y que el maestro al que venera por encima de los demás es Roger Bacon, uno de los sabios más ilustres de todos los tiempos y padre del método experimental.

Bacon era teólogo, matemático, alquimista, profundo conocedor de varios idiomas, franciscano e inglés y vivió en el siglo XIII. En sus diálogos con Adso, con quien teoriza constantemente, Guillermo saca a relucir muchos de los inventos e ideas del sabio inglés: desde las famosas máquinas que en el futuro harán todo por nosotros, incluso volar, a la fabricación de lentes para la presbicia.

Otra muestra de cómo razona nuestro detective es la forma en que consigue orientarse en el laberinto que es la biblioteca de la Abadía. En un primer momento, Guillermo piensa en utilizar una brújula, de cuya invención tiene noticia a través de Roger Bacon, pero lo descarta porque no está seguro de que funcione, así que al final decide utilizar las matemáticas para “reconstruir el laberinto” desde fuera, haciendo cálculos sobre habitaciones heptagonales, ventanas exteriores y torreones. Su admirado maestro consideraba las matemáticas como el instrumento esencial para penetrar en los dominios de todas las ciencias y la primera de todas ellas.

Lo que Guillermo de Baskerville debe a Borges

La idea de la novela proviene de una imagen: “Un monje envenenado mientras lee un libro en la biblioteca”. Así lo cuenta en las Apostillas Umberto Eco, quien reconoce que posiblemente estaba bajo la influencia de la poética tradicional del relato policíaco anglosajón, por la que el delito había de cometerse en una vicaría. “El hecho es que esa imagen, la del monje asesinado durante la lectura, me pidió en determinado momento que le construyera algo a su alrededor”. Casi ochocientas páginas.

En un comentario anterior señalé que Eco reconocía su deuda con otros autores, especialmente con Borges y, aunque Jorge de Burgos podría estar, en un principio, inspirado en el bibliotecario ciego que fue el escritor argentino, Eco no excluye que “en el momento en que apareció el fantasma de Borges influyera en él el esquema de La muerte y la brújula”.

Si los crímenes que se suceden en la Abadía de El nombre de la rosa están señalados por las trompetas anunciadoras del Apocalipsis de San Juan, los que se dan cita en el Buenos Aires visionario de Borges se vinculan al misticismo y a la filosofía judíos y son crímenes perpetrados, aparentemente, en la búsqueda del Nombre de Dios. ‘La primera letra del nombre ya ha sido pronunciada’, dice la nota que acompaña al primer cadáver, el del rabino Yarmolinsky.

También la idea del laberinto se repite en la Abadía de Eco: la biblioteca es un laberinto en el interior de un edificio, igual que la Quinta-Le-Roy de Buenos Aires y en ambos se produce el desenlace fatal.

Al igual que Lönnrot, el detective borgiano, Guillermo de Baskerville se equivoca y construye un esquema equivocado para interpretar los actos del culpable. Tanto Scharlach como Jorge de Burgos aprovechan el azar y utilizan el proceso razonador del investigador para confundir y ocultar su auténtico plan. Por eso los dos detectives fracasan: arde la biblioteca de la Abadía, junto con el manuscrito de Aristóteles, y muere Lönnrot en el laberinto al que ha sido conducido por el asesino.

Nunca he dudado de la verdad de los signos”, le dice Guillermo a Adso cuando la ecpirosis ha destruido la Abadía entera, porque “son lo único que tiene el hombre para orientarse en el mundo. Lo que no comprendí fue la relación entre ellos. He llegado hasta Jorge siguiendo un plan apocalíptico que parecía gobernar todos los crímenes y, sin embargo, era casual”.

– Umberto Eco y la Biblioteca de Borges

«Cuando escribo El nombre de la rosa es más que evidente que al construir la biblioteca pienso en Borges”, en La biblioteca de Babel. “También se me ocurre la idea de un bibliotecario ciego al que decido llamar Jorge de Burgos” y, a continuación, explica, por qué Burgos. Y es que, en el Monasterio de Santo Domingo de Silos, muy cercano a la ciudad, se conservan manuscritos de ‘pergamino de paño’, es decir de papel, del siglo X. Un medievalista como Eco no podía dejar pasar la oportunidad de fabular con la idea de que un manuscrito de papel conteniendo el texto griego de la Poética de Aristóteles fuera llevado a la abadía benedictina por un monje español tras su hallazgo en Silos (1).

Escritores-bibliotecarios

Jorge Luis Borges trabajó como bibliotecario; fue su primer trabajo ya con 39 años. Hasta ese momento no lo había necesitado. Estuvo empleado en la biblioteca municipal Miguel Cané de Buenos Aires entre 1938 y 1946 y él mismo cuenta que, en su primer día de trabajo, clasificó 400 volúmenes ante la estupefacción de sus compañeros que le invitaron a que fuera más comedido y dejara trabajo para los demás.

En 1955, fue nombrado director de Biblioteca Nacional de Argentina, donde ejerció durante 18 años; el mismo año de su nombramiento se aceleró la ceguera congénita que sufría y Borges lo entendió como una jugada del destino. Veinte años más tarde diría que poco a poco fue comprendiendo esa extraña ironía: “Yo siempre me había imaginado el Paraíso bajo la especie de una biblioteca”. Y allí estaba, en el centro de casi un millón de volúmenes en diversos idiomas cuando apenas podía descifrar las carátulas y los lomos.

Otros escritores ejercieron también como bibliotecarios: Giacomo Casanova, a quien el conde de Waldstein ofreció la dirección de una biblioteca en Bohemia y facilitó que, en tal lugar de retiro, el famoso seductor escribiera sus memorias; también Marcel Proust, cuyo único trabajo remunerado en toda su vida fue el de bibliotecario, aunque apenas acudía a trabajar; tampoco iba mucho Robert Musil, alegando enfermedad (2). Otros escritores bibliotecarios fueron George Perec, Lewis Carroll y George Bataille Pero no tengo información de que ninguno de ellos fuera ciego.

La biblioteca y el laberinto del mundo

Bibliotecario, ciego y con el nombre de Jorge de Burgos. Inmediatamente pensamos en el escritor argentino, pero son solamente pruebas circunstanciales. Jorge de Burgos es un personaje antipático, maléfico, intransigente… No es en absoluto Borges. Y Umberto Eco, que tanto debe a Borges, se apresura a reconocerlo: escogió ese nombre y pensó en él al comienzo de la novela, pero ésta fue adoptando sus propios derroteros y en su transcurso el monje ciego fue perfilando su personalidad, convirtiéndose en un apocalíptico que odia perder el tiempo en cosas vanas y superficiales que no están relacionadas con Dios y que nos distraen del único objetivo del hombre: alabarle y, sobre todo, no reír. Jorge de Burgos se va convirtiendo en una copia extrema de Bernardo de Claraval.

La biblioteca como laberinto, pero también como totalidad es un tema eminentemente borgiano e inspirado en fábulas antiguas. En Roma, Cicerón imaginó que si se barajaban al azar innumerables caracteres de oro con las veintiuna letras del alfabeto “pueden resultar estampados los Anales de Ennio”. Borges lleva la idea al límite y el resultado es una biblioteca formada por todos y cada uno de los libros escritos y no escritos, es decir, por todas las posibilidades porque “basta que un libro sea posible para que exista”. Sería casi infinita, imposible de catalogar ni explicar, sería Dios mismo, o el universo sin Dios, y también el sueño de los cabalistas, que mediante la combinación infinita de una serie finita de letras esperan poder formular el nombre secreto de la divinidad.

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales”, figura geométrica que expresa la perfección que se da en la Naturaleza; se comunican por “una escalera en espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto” y que representa la ascensión hacia el conocimiento. La descripción de La Biblioteca de Babel (3) prosigue en el texto borgiano: “En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias, de lo que se infiere que la Biblioteca no es infinita”, ya que si lo fuera “¿a qué esa duplicación ilusoria?”.

El narrador confiesa que ha buscado durante años el libro de los libros, “acaso el catálogo de catálogos”, el origen de la Biblioteca y el Tiempo. “Hace cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos” y han surgido sectas y errores, esperanzas y delirios, rumores e inquisiciones. El narrador confiesa su fracaso y sólo acierta a asegurar que la Biblioteca es “ilimitada y periódica”, lo que implica “que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden” formando un orden perfecto que constituye su única y “elegante esperanza”.

La biblioteca de la abadía bendedictina donde se desarrolla la acción de El nombre de la rosa posee una estructura laberíntica y utiliza muchos y sabios artificios -hierbas, espejos- para evitar que alguien pueda acceder al saber prohibido que oculta y consagra. “La biblioteca -advierte un monje centenario de la abadía- es un gran laberinto, signo del laberinto que es el mundo. Cuando entras en ella no sabes si saldrás”.

Y es posible que tampoco quieras abandonarla. Umberto Eco relacionaba la biblioteca de Don Quijote, llena de novelas de aventuras, una biblioteca “de la que se sale” para hacer realidad las fantasías librescas y aventurarse en la vida, con la biblioteca que, trescientos cincuenta años más tarde, Borges inventa y que la “que no se sale”, en la que la búsqueda de la palabrea verdadera es infinita y sin esperanza. “Don Quijote intentó que el universo fuera como su biblioteca. Borges, menos idealista, decidió que su biblioteca era como el universo y por eso no sintió necesidad de salir de ella” (4)

Umberto Eco en Silos con los códices más antiguos de Occidente (2013)

Adso de Melk, el narrador de El nombre de la rosa, describe a los benedictinos que trabajan en el scriptorium de una forma que recuerda a los servidores de la Biblioteca de Babel: “Para aquellos hombres consagrados a la escritura, la biblioteca era al mismo tiempo la Jerusalén celestial y un mundo subterráneo situado en la frontera de la tierra desconocida y el infierno. Estaban dominados por la biblioteca, por sus promesas y sus interdicciones. Vivían con ella, por ella y, quizá, también contra ella, esperando pecaminosamente, poder arrancarle algún día todos sus secretos”. Ésas eran sus “tentaciones, sin duda; soberbia del intelecto”.

Ordenadores del Universo y la regla de San Benito

Recuerdo una frase de Borges, que cito de memoria, y que venía a señalar que ordenar libros es una forma de crítica literaria. No deja de tener razón.

El más antiguo catalogador de libros del que sabemos su nombre es Calímaco de Cirene a quien Ptolomeo II, en el siglo III a C, encargó ordenar la Biblioteca de Alejandría. Dividió las estanterías de acuerdo con ocho géneros o temas y ordenó los volúmenes por orden alfabético. El orden alfabético fue y es muy útil para encontrar volúmenes. Se cuenta (5) que en Persia, el visir al Sahib ibn Abbad al-Quasim Ismail, con el fin de no separarse de su colección de 117.000 volúmenes cuando viajaba, se los hacía transportar por una caravana de camellos adiestrados para caminar en orden alfabético.

Que los hechos que nos narra Umberto Eco sucedan en una biblioteca de un monaterio benedictino entra en el ámbito de la lógica histórica. Las abadías benedictinas son famosas por sus fastuosas bibliotecas formadas a lo largo de los siglos. San Benito incluyó en la regla de la orden el compromiso de los monjes de leer todos los días y construir una biblioteca en cada monasterio. Para responder a este compromiso, los benedictinos aprendieron el arte de copiar libros. Y los difundieeron en las bibliotecas de las comunidades monásticas de toda Europa. Gracias a los scriptorium y las bibliotecas, las abadías benedictinas se convirtieron en imporantes centros culturales. Y muchas de ellas son, además, bellísimas, como la de la Abadía de Admont, en Austria, construida en el siglo XVIII.

Abadía de Admont

No debe extrañarnos, por tanto, que la biblioteconomía como ciencia moderna fuera creada, a principios en el siglo XIX, por un ex monje benedictino, Martin Schrettinger, que pasó del convento a la Bayerische Staatsbibliothek. A él se debe la invención del catálogo y con él la idea de utilidad y eficacia de una verdadera biblioteca.

Y aunque la labor de los catalogadores pueda parecer prosaica, aunque envidiable, no hay que olvidar que el mundo entero cabe en las bibliotecas y que en Sumeeria recibían el nombre de “ordenadores del universo”.

Notas

(1) De la conferencia pronunciada por Umberto Eco en el congreso sobre “Relaciones literarias entre José Luis Borges y Umberto Eco”, organizado por la Universidad de Castilla la Mancha en mayo de 1997

(2) Esteban Zaragoza, El escritor en su paraíso, Periférica, 2014

(3) Jorge Luis Borges, La biblioteca de Babel, en Ficciones, publicado inicialmente en 1944

(4) De la lección pronunciada por Umberto Eco en su investidura como Doctor honoris causa por la Universidad de Castilla-La Mancha, en 1997.

(5) Leyenda recogida por Alberto Manguel en Una historia de la lectura (Alianza Editorial, 1996), procedente del libro de Edward G. Browne, A literaty History of Persia.

Umberto Eco, ‘El nombre de la rosa’ y cien páginas de penitencia

Lectores potenciales lo intentan y desisten. En primer lugar, porque, a pesar de su argumento detectivesco, El nombre de la rosa no es en absoluto una novela fácil. Pero sobre todo, porque hay que superar la prueba a la que nos somete su autor: la de las cien primeras páginas.

En Las apostillas Umberto Eco confiesa que los editores de El nombre de la rosa le pidieron que acortase las primeras cien páginas porque exigían demasiado esfuerzo. Se negó a ello argumentando que “si alguien quería entrar en la abadía y vivir en ella siete días tenía que aceptar su ritmo” y si no lo conseguía tampoco lograría leer todo el libro. “De ahí -dice tan ricamente- la función de penitencia, de iniciación, que tienen las primeras cien páginas”. Y si no, pues que no la lean.

Y sigue explicando que entrar en una novela es “como hacer una excursión a la montaña”. Lo primero que hay que hacer es aprender a respirar y seguirle el ritmo al autor y para eso hay que ejercitarse con esas primeras “cien páginas penitenciales” que el autor ha escrito con el objeto de “construir un lector idóneo para las siguientes”.

Hay un tipo de escritores que se adelantan al lector, que hacen un estudio de mercado y le dan lo que espera. Pero no es el caso de otros, como Umberto Eco, que planifican y proyectan algo nuevo “con meticulosidad artesanal”, con la esperanza de crear, sí crear, ese lector que el texto “postula e intenta suscitar”.

¿Cómo es el lector que Umberto Eco pretende crear? Pues no escatima a la hora de pedir: un cómplice que entre en su juego, que llegue a pensar que sólo puede querer lo que el texto le ofrece y que se deje transformar por ese texto, que se estremezca “ante la infinita omnipotencia de Dios”, es decir el propio Eco, “que vuelve ilusorio el orden del mundo”, a través de su novela; un lector, en suma, al que llevará a la perdición, aunque avisándole de que está haciendo un trato con el diablo. Si no se da cuenta, es asunto suyo.

Las cien primeras páginas paso a paso

El nombre de la rosa comienza con el relato del descubrimiento de un libro redactado en francés a mediados del XIX acerca de un manuscrito del siglo XIV encontrado en el siglo XVII, que cuenta la “terrible historia” de Adso de Melk, narrada por el propio monje alemán a finales de su siglo pero que cuenta lo sucedido cuando era novicio, allá por el 1327. Uffff… A continuación, ofrece una serie de referencias, en latín por supuesto, del manuscrito y los problemas de la traducción del latín de Adso al francés neogótico.

Superamos el primer escollo y pasamos al siguiente: la narración de los hechos históricos de los primeros años del siglo XIV. El papa Clemente V trasladó la sede apostólica a Avignon, abandonando Roma; le sucedió Juan XXII, devoto del rey francés Felipe el Hermoso, al que apoyó en la terrible purga y total disolución de los caballeros templarios. Por otra parte, en 1314 surgieron dos emperadores para el mismo Imperio: Ludovico de Baviera y Federico de Austria. Siete años después el primero derrotó al segundo y entonces el papa Juan XXII decidió excomulgar al vencedor porque veía más peligro en uno que en dos emperadores. Ludovico no se quedó atrás y declaró herético al papa. También disgustó mucho al papa que los franciscanos proclamaran como verdad de fe la pobreza de Cristo y condenó sus proposiciones. Eso llevó a Ludovico a unirse a los franciscanos.

Todo esto viene a cuento porque el protagonista de la historia, Guillermo de Baskerville, es un sabio franciscano y Adso de Melk, el novicio benedictino que le acompaña, es hijo de un barón que en esos momentos combatía junto a Ludovico. También todo lo que Eco nos cuenta acerca de los franciscanos, de su modo de vida y pensamiento, así como de las desviaciones heréticas de “espirituales” y “fraticelli” servirán al propósito de entender qué está pasando en la abadía.

Seguimos entrando en materia con algunas nociones acerca de las diferencias entre los franciscanos del continente y los de las Islas Británicas y sobre Guillermo de Occam, también un fraile franciscano, defensor de una filosofía escéptica respecto a los conceptos universales y cercana al empirismo. Se le conoce popularmente por la denominada ‘navaja de Occam’, que viene a decir que no deben multiplicarse inútilmente los entes creando conceptos abstractos que no procedan de la experiencia. Esta economía de objetos es la que nos orienta para elegir ante un enigma la explicación más sencilla porque resultará ser la verdadera. Muy adecuado para un detective.

Pasamos a la lección sobre arquitectura de la Alta Edad Media, en concreto la descripción de la abadía en la que sucederán los ‘terribles hechos’ que se nos han de narrar: está rodeada de una muralla y en el interior se alza el Edificio, una “construcción octogonal que de lejos parecía un tetrágono (figura perfectísima que expresa la solidez e invulnerabilidad de la Ciudad de Dios)”. Y junto a la arquitectura, que “es el arte que más se esfuerza por reproducir en su ritmo el orden del universo” nos hace un repaso sobre los símbolos de la Iglesia: el trono rodeado por dos figuras aladas, el toro, el león, y los veinticuatro ancianos; las figuras de los apóstoles, las pinturas de los condenados, el bestiario de Satanás ….

Y ya hemos superado las “cien páginas penitenciales”, lo que no significa que, a lo largo del resto, no se nos vuelvan a dar lecciones de las más variadas materias, medievales claro. Ciertamente no lo veo como un escollo o un suplicio, sino todo lo contrario, porque me gusta extraordinariamente la historia y situar una acción o unos personajes en su contexto. Lo que Eco llama el ‘salgarismo’ y que consiste en que en medio de una narración sobre unos exploradores que huyen a todo correr de los caníbales encuentran un baobab; justo en ese momento Salgari se pone a describir el aspecto de ese grandioso árbol.

A mí me gusta, aunque reconozco que puede romper el ritmo de una narración. Por eso en mis comentarios de este blog, lo practico, ya que no rompe nada y ese acarreo de datos y pintura de contextos sirve para situar la obra y disfrutarla más, creo. Incluso hablando de un baobab, ese árbol fantástico que no sólo es originario de África, sino también del Planeta del Principito y cuyo crecimiento desaforado puede producir una catástrofe.

Umberto Eco, contra la banalización y el mal gusto

Hasta hace una semana no me di cuenta de que Umberto Eco era mortal. Murió el 19 de febrero, pero llevamos tanto tiempo juntos y él seguía tan activo que ni se me había ocurrido que algún día pudiera suceder. Me lo presentó, me parece recordar, un profesor de Teoría de la Comunicación, allá en los setenta, y ya en las primeras páginas noté el flechazo. Para siempre.

Apocalípticos e integrados constituyó el primer encuentro y ahora, al repasarlo para escribir estas notas, me doy cuenta de cómo me influyó y orientó desde la primera lectura. El debate sobre la cultura de masas y sobre el gusto estaba en su apogeo cuando en 1965 Umberto Eco dio a la imprenta la colección de ensayos que forman el libro. Lo leí unos pocos años después, en el famoso libro en cuya portada aparece Superman, y a lo largo de mi vida siempre he tenido presente la sabiduría de mi ‘profesor’ italiano tan querido y sus sugerencias sobre qué leer y cómo.

Poco tiempo después apareció la primera novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa, que tuvo una acogida excepcional y se convirtió en lo que a ambos nos produce cierta sospecha: un best seller. Siguió escribiendo ensayos y otras novelas, como Baudolino, en la que los conocimientos propios de un medievalista como Umberto Eco producen una satisfacción lectora iniguable, casi tanto como los ofrecidos en la que iba a llamarse El crimen de la abadía. De ambas novelas comentaré algunas cosas en el futuro. Hoy prefiero centrarme en la primera obra que me puso en contacto con el profesor Umberto Eco y recordarle a mi manera.

Apocalípticos e integrados

La queja del apocalíptico se basa en que concibe la cultura como un hecho aristocrático, asiduo, solitario y refinado, todo lo opuesto a la vulgaridad de la muchedumbre. Por el contrario, el integrado cree vivir en el país de las maravillas, en un mundo donde toda la cultura está a disposición de todos, a través de la televisión, los periódicos, las revistas, el cine, las historietas y la novela popular. Le faltó citar Internet, pero en los sesenta no se llevaba.

Con Umberto Eco no es necesario optar por uno de los dos extremos, ni ser apocalíptico ni integrado, aunque lo primero pareciera excelso. Eco lo explicaba con cierta ironía al señalar que el apocalíptico, en el fondo, “consuela al lector porque le deja entrever, sobre el trasfondo de la catástrofe, la existencia de una comunidad de ‘superhombres’ capaces de elevarse, aunque sólo sea mediante el rechazo, por encima de la banalidad media”.

San Bernardo contra las vidrieras

Habría que situar el inicio de la cultura de masas en la aparición de la imprenta y, con ella, en la ideología democrática, aunque aún tardara en llegar.

Pero podemos remontarnos más en el tiempo y, siguiendo a Umberto Eco, encontrar ya en el siglo XII el caso de un ‘apocalíptico’ de la cultura. Hay testimonios de la irritación que le producía a Bernardo de Claraval la traducción en imágenes de los contenidos culturales, que en aquella época estaban en posesión exclusiva de la clase dirigente, a propósito del programa del Sínodo de Arrás, que defendía que las imágenes de las vidrieras, las esculturas y los capiteles de las catedrales sirvieran para comunicar a los fieles “los misterios de la fe, el orden de los fenómenos naturales, las jerarquías de las artes y los oficios y las vicisitudes de la historia”.

Frente a este programa, el monje cisterciense Bernardo se muestra partidario de la arquitectura desnuda y rigurosa y lanza una serie de diatribas contra las imágenes. Pero Eco observa en ellas que el monje se traiciona y que, al acusar, “manifiesta ante todo la turbación de quien ha sido oprimido y seducido” por esas imágenes vilipendiadas. Revela odio y amor ante los bienes que ascéticamente rechaza y “se detiene con inequívoca sensualidad en la naturaleza diabólica de las imágenes”.

A Bernardo de Claraval lo que le indignaba más que otra cosa era la difusión, como a muchos de los apocalípticos actuales, que creen que el objeto de arte pasa a ser “consumido”, gracias a los medios industriales, y pierde su valor intrínseco en esta degustación masiva. Me parece que esta actitud no resiste la argumentación contraria: ninguna obra del espíritu puede ser mancillada por quien lo disfruta, aunque sean cientos de miles. Por muchos turistas que visiten el Louvre, la Gioconda seguirá siendo la misma.

Ante esto Umberto Eco siempre ha sido muy tajante: la difusión no empaña la obra, aunque otra cosa es la interpretación que haga el receptor. En una conferencia de hace unos años habló del libro electrónico, algo que no existía en los sesenta, y aunque él militaba ardientemente a favor del papel, lo único que dijo en contra fue que la pantalla hace daño a la vista.

Otra cosa es la calidad de la obra, algo que san Bernardo también denigra por su “naturaleza diabólica”. No estamos en el mismo contexto y no es comparable la imagen de una vidriera medieval con los productos que consume ‘gastronómicamente’ -un adjetivo que le es muy querido a Eco- la sociedad de masas. Pero a veces también nos asalta un doble sentimiento, de amor-odio- cuando nos quedamos absortos ante la tele con las celebrities o con los tebeos y películas de los héroes de Marvel, mientras aseguramos que es una bazofia y que sólo la contemplamos para asegurarnos de que lo es.

William Adolphe Bouguereau, Ninfa y sátiro

La banalización del arte y el mal gusto

Denigrar la difusión de productos de nivel ínfimo, como pueden ser determinadas novelas ‘populares’ o películas de serie B, no implica ningún desdoro porque no se trata de un desprecio aristocrático ni una defensa de los privilegios de clase, sino una defensa del buen gusto.

También hay un tipo de cultura que nace con la intención de ser popular, como ocurrió con el jazz o con las novelas de detectives, pero que se “consumen” por todas las clases sociales y en todos los niveles intelectuales. Sin ningún problema. Cada uno de nosotros puede disfrutar ‘momentos Ezra Pound’ y momentos de lectura menos compleja sin experimentar “sensación alguna de encanallamiento”.

Sin embargo, hay una serie de ‘productos culturales’ que simulan poseer todos los requisitos de una alta cultura cuando, en realidad son solamente una parodia y una falsificación puesta al servicio de fines comerciales. Lo denunció Dwight MacDonald, teórico de la cultura de principios de siglo XX, al definir ese segmento cultural que llama la midcult y cuya característica es “la explotación de los descubrimientos de la vanguardia y su banalización como productos de consumo” (puso como ejemplo ‘El viejo y el mar’, de Hemingway).

Umberto Eco analiza este aspecto en el ensayo siguiente dedicado a la relación entre el Kitsch y la Midcult, en el que reprocha a MacDonald que lo que de verdad le indigne sea el simple hecho de la divulgación de la alta cultura y de la vanguardia.

El mal gusto, reconoce Eco, es muy difícil de definir. A veces puede apreciarse forma instintiva cuando muestra exceso de medida o manifiesta desproporción. Básicamente el mal gusto en arte tiene que ver con una ‘prefabricación e imposición del efecto’, lo que la cultura alemana ha denominado como Kitsch, un término de imposible traducción y que podría provenir, según Ludwig Giesz, de la segunda mitad del siglo XIX, cuando los turistas americanos que deseaban adquirir un cuadro barato, en Mónaco, pedían un bosquejo, un sketch. De ahí vendría el término alemán para designar la pacotilla, la vulgaridad artística destinada a compradores deseosos de fáciles experiencias estéticas.

Museo de Arqueología de Skopie (Macedonia). 2014

El Kitsch no sólo estimula efectos sentimentales, sino que pone en evidencia las reacciones que la obra debe provocar, y tiende continuamente a sugerir la idea de que, gozando de dichos efectos, el receptor está perfeccionando una experiencia estética privilegiada. Ante esta “facilidad” que proporciona la industria de consumo, los artistas comienzan a elaborar, hacia la mitad del siglo XIX, el proyecto de una vanguardia.

Ahí reside la relación entre Kitsch, que no es más que la ausencia de autenticidad, y la creación artística: en la manera en que un producto destinado exclusivamente al consumo pretende configurarse como arte utilizando los hallazgos de la cultura superior encarnada por la vanguardia o por creadores con auténtico genio. No es que estos hallazgos no se puedan reutilizar, siempre que sea de tal forma que aumente de verdad la posibilidad de la propia novedad, pero no de manera fraudulenta, fuera de lugar o de forma meramente repetitiva.

Por otra parte, si el Kitsch se confinara a una serie de mensajes emitidos por una industria de la cultura para satisfacer determinadas demandas, pero sin pretender su imposición por medio del arte, es decir, sin pretender ser arte, no surgiría ningún problema porque no habría engaño; no existiría esta forma especial y fraudulenta del mal gusto.

Despedida

En fin, agradezco a Umberto Eco que me haya dado la posibilidad de disfrutar más aún con las obras disfrutables; a discernir, dentro de mis posibilidades, lo que es falso y desgastado de lo límpido y trascendente; a leer novelas de ciencia ficción o de detectives sin “encanallarme” y a cerrar un libro incluso en la primera página al descubrir que es un tostón relamido y sin sustancia. Porque la máxima de que cualquier libro es mejor que ninguno no es cierta; es, como dice el propio Eco, una elucubración del tipo “los caminos del Señor son infinitos”. Pero es que resulta que ningún camino de ese libro que he tirado a la basura, harta de su inanidad, me lleva a ninguna “buena parte”.

Bibliografía

– Umberto Eco, ‘Apocalípticos e integrados’, Editorial Lumen, 1968

– Dwight MacDonald, ‘Against the American Grain’, 1962

– Ludwig Giesz, ‘Fenomenología del Kitsch’, Tusquets. 1973

– Herman Broch, ‘Kitsch, Vanguardia y el Arte por el Arte’, Tusquets, 1970 (1955)

Margaret Thatcher, icono gay

A primera vista no cumple las condiciones: ni es bella ni es elegante ni glamourosa; tampoco era homosexual y, desde luego, no es un referente en la lucha por los derechos de la comunidad gay. Su inclusión en la lista de los iconos LGTB debe responder a otra cualidad y me inclino a pensar que fuera su androginia, esa capacidad tan suya de presentar características masculinas y femeninas al mismo tiempo, de parecer un ser físicamente intermedio y no pertenecer de forma clara al sexo que se le asignó en el nacimiento.

Zbigniew Brzezinski, que fuera asesor de Seguridad Nacional de Jimmy Carter, llegó a decir que “en su presencia, uno olvida rápidamente que es mujer. No me da la impresión de ser realmente femenina”. No es el único. Martin Amis, que conoció a la Dama de Hierro a través de los elogios hacia ella de su padre y de Larkin, cuenta con la acidez que le caracteriza que, mientras “la hija del tendero” anda por el Kremlin y la Casa Blanca, por Luxemburgo o por los astilleros de Gdanks, “los que la observan parecen compartir un mismo temor: que un buen día la señora Thatcher se encamine hacia el servicio equivocado”.

Pero no se trata sólo de androginia, sino también de cierta fractura moral: Margaret Thatcher pretendía aparentar ternura y compasión pero su mirada y sus gestos más inconscientes la delataban. Mitterrand pensaba de ella que tenía los ojos de Calígula y la boca de Marilyn Monroe. Implacable y vengativa con los que consideraba sus enemigos, como los sindicatos o aquellos que le llevaban la contraria en su propio partido, era capaz de ponerse a llorar en la televisión mientras mostraba una confusa simpatía por los más desafortunados y decía trabajar por la protección social de los más vulnerables, cuando verdaderamente se opuso a ellos con toda la firmeza de su voluntad.

Intentó remodelarse para hacerse más querida, más popular, tomando lecciones de elocución para reducir el tono insoportablemente agudo de su voz y consiguió aparecer en la televisión con “aire de mártir”, sonriendo de manera que inspira compasión y hablando con voz almibarada (1)

Cameo de Thatcher en ‘La línea de la belleza’

En ‘La línea de la belleza’, Hollinghurst introduce una descripción de la señora Thatcher, ya que no en vano la novela se desarrolla en su segundo mandato, en plena irrupción del sida y de los escándalos sexuales de miembros de su gabinete.

Gerald, diputado tory, y Rachel, perteneciente a la clase alta británica, invitan a la Dama a una cena en su casa, a la que asisten muchos invitados, para celebrar sus bodas de plata. Se la espera como si en realidad la fiesta fuera por ella y Margaret no desilusiona: entra “con su paso elegante y brioso, resabio de una turbación reprimida hacía mucho, de una torpeza transmutada en poder ( ) Pareció complacida por el recibimiento y respondió a él de un modo algere y pragmático, como la realeza moderna”. Pero, “por distinguida que se mostrase y enjoyada que estuviera, carecía de modales”. Con su “peinado perfecto” y una chaqueta con bordados tan exagerados que parecía llevar “el uniforme de Ruritania” o la indumentaria de una “cantante de country” hacía que, “a su alrededor, sus cortesanos se sobresaltaran como faisanes”. Finalmente, Nick Guest -a quien hemos seguido durante toda la novela- entendido en arte, homosexual y decadente, saca a bailar a la baronesa en un alarde de audacia y ante la estupefacción del anfitrión y del resto de los invitados.

Política anti gay

Reaccionaria desde la cuna, con una profunda insensibilidad a todo lo que tuviera connotaciones artísticas o intelectuales, Margaret Thatcher tampoco tenía simpatías por el feminismo y presumía de su concepto victoriano de la mujer, pese a su propia carrera, al defender que el resto de las mujeres permaneciera al servicio de la “familia”.

En cuanto a la homosexualidad, si bien es cierto que votó a favor de su despenalización en 1967, ésta sólo fue parcial porque la ley mantenía prohibiciones respecto a la sodomía y a la indecencia y establecía discriminaciones. Pero lo peor fue la norma que introdujo durante su mandato, en 1988: la denominada ‘Sección 28’, por la que se prohibía expresamente hablar sobre homosexualidad en las escuelas del Reino Unido, un hecho que ha impedido durante años a cualquier alumno homosexual solicitar apoyo o ayuda en su entorno educativo.

Fue una normativa que duró hasta 2003 y que declaraba textualmente que en las escuelas subvencionadas “no deben promocionar intencionadamente la homosexualidad o publicar material con la intención de promocionarla, como tampoco promocionar la enseñanza de la aceptación de la homosexualidad como una supuesta relación familiar”.

En plena expansión del sida Thatcher tomó una decisión que la coloca, junto a Reagan y al papa Woytila, como máxima responsable de haber dificultado la adopción de medidas que hubiesen frenado la expansión del virus. En 2003, Thatcher acudió a la Cámara de los Lores para votar en contra de la derogación de la Sección 28, pero no se salió con la suya.

Elogios y diatribas en la comunidad gay

Uno de los culpables de que Thatcher se haya colado en la lista de iconos gays es la famosa pareja de artistas conocidos como ‘Gilbert&George’, una pareja de hecho y de derecho desde hace cuarenta años. Declararon al unísono que ellos votaban a los conservadores y que admiraban profundamente a la señora Thatcher porque el arte sólo prospera en el capitalismo y porque ellos lo que quieren es ganar dinero.

Esta actitud parece una provocación, y no una adscripción, de los autores de una exposición que lleva por título ‘Postales de la uretra’ y que muestra una colección de uretras enmarcadas y unidas por la bandera de la Union Jack; son los mismos que, en la presentación de su muestra ‘Nacked shit’ (que viene a ser algo así como ‘mierda en bolas’) pregonaron la “dimensión moral de la mierda”, similar a la del sexo, en su opinión.

Son dos ejemplos que demuestran que personajes tan irreverentes no pueden sentir aprecio por una persona que, además de no apreciar ni entender ninguna manifestación artística y mucho menos del calibre de las que nos enseñan Gilbert&George, carecía por completo de sentido del humor.

Hay una anécdota sobre sus discursos, todos muy aburridos y solemnes; sus colaboradores introducían chistes en ellos, chistes que ella no entendía y que había que explicarle pacientemente para no conseguir absolutamente nada porque al final permanecía tan seria e incapaz como antes. Uno de estos chistes hacía referencia al ‘loro muerto’ de un sketch de los Monty Python. Se lo explicaron e incluso le pusieron el vídeo y la misma situación surrealista les hacía llorar de la risa, pero ella inmutable sólo acertó a preguntar: “Y este Monty Python ¿es de los nuestros?”

(1) Lo cuenta Martin Amis en un artículo para la revista Elle‘ en el que comenta el libro de Hugo Young, ‘The Iron Lady’, en 1985

Alan Hollinghurst, La línea de la belleza

Sexo y cocaína como líneas de la belleza y también como puertas de percepción. En esta novela de aprendizaje, y lo es aunque el joven aprendiz ya no tenga la edad de un adolescente, los caminos que se le abren están conectados con el deslumbramiento de la primera relación homosexual y el consumo de drogas.

Nick Guest tiene veintiún años y ha terminado sus estudios en Oxford, donde la mayoría de sus condiscípulos pertenecían a la alta sociedad británica, como Toby Fedden, que le invita a mudarse a la casa de sus padres para que pueda trabajar en su doctorado en la Universidad de Londres. Acepta porque está secretamente enamorado de Toby, aunque en absoluto correspondido, pero será una buena elección porque, desde la buhardilla de la casa familiar en la exclusiva Notting Hill, vivirá experiencias personales decisivas y podrá contemplar el ir y venir de las ricas y poderosas familias y los profundos cambios que sobrevendrán en la sociedad británica en esos cuatro años.

La línea de la belleza” comienza en 1983, justo cuando Hollinghurst pone fin a su primera novela, “La biblioteca de la piscina”, en la que retrataba a la sociedad gay inglesa de los años ochenta. En la que comentamos, aunque la temática gay siga presente, todo ha cambiado: la revolución neoliberal de Margaret Thatcher se revela imparable cuando empieza su segundo mandato y el sida surge con todo su terror. Tres años más tarde, en 1986, un grupo de investigadores aceptará de forma definitiva que el responsable de la enfermedad es el VIH.

La novela fue escrita veinte años después y se publicó en 2004. Su autor justifica este lapso en que le dio suficiente perspectiva para hablar de esa terrible enfermedad que tanto afectó a la comunidad homosexual. En cierta manera, reconoce Hollinghurst, si tuvo algo bueno fue acercar a los gays y que dejaran de considerarse algo extraño. “El sida afectó mucho a mi mundo, pero los tres mandatos de Thatcher nos afectaron a todos”, señaló.

La primera experiencia sexual de Nick, que aparece en los prolegómenos de la novela, la tendrá con Leo Charles, un joven negro hijo de inmigrantes del Caribe, y será brutal pero terriblemente jubilosa. Tras una cita a ciegas exitosa, llega el enamoramiento sexual y acompañamos a Nick y a Leo caminando por las calles de Londres: “La lujuria picoteaba los muslos de Nick y le encogía el estómago y la garganta, y casi tenía ganas de gemir entre sonrisas, como si no fuese justo que le prometieran tanto. Se rezagó un par de pasos y movió la cabeza según caminaba. Quería ser los vaqueros de Leo, con la caricia rítmica y fortuita de sus piernas ambulantes, la presión momentánea y la holgura subsiguiente”.

A la lucidez de la homosexualidad se sumará la de la cocaína. Sus rayas, uno de los sentidos explícitos de “la línea de la belleza”, se las proporcionará otro condiscípulo de Oxford, hijo de unos ricos libaneses. A Nick “le gustaba la etiqueta del acto, el corte con una tarjeta de crédito, el paso del billete enrollado en un canuto muy estrecho, el procedimiento educado y seco”. Todo es dinero, decía Wani. Y una vez aspirada la raya y tras el primer impacto -un “trallazo erótico”- Nick sentía que “cualquier cosa parecía posible: el mundo no sólo era factible, conquistable, sino amable: mostraba su debilidad y sabías que se rendiría. Veías tu propio encanto reflejado en los ojos del mundo”.

La pertinencia de Henry James

Hollinghurst juega a lo largo de la novela con Henry James. No sólo es el motivo central de la tesis de Guest, sino que el propio lenguaje y la disposición de la novela forman un sinfín de guiños al autor norteamericano.

El capítulo que inaugura la segunda parte de la novela lleva por título una enrevesada frase: “¿De quién es la bella pertenencia?”. Es la pregunta que se hace al mayordomo de una casa de campo en una obra de teatro de Henry James.

Y, a medida en que Nick más se adentra en la tesis doctoral sobre el escritor, más insiste en “deslizar perlas perifrásticas” de sus obras tardías en “lugares inadecuados de su conversación”. Sentía que “estaba prostituyendo al maestro, pero en verdad había un elemento de autoburla en aquellas frases, se había “enamorado de sus ritmos, sus ironías y sus rarezas y lo que más amaba eran sus momentos más excéntricos”. “Mezclaba sexo con erudición, disfrutando de sus deslealtadaes hacia la estricta verdad”. Como se puede apreciar, las frases de Hollinghurst son absolutamente jamesianas.

El propio Nick es un personaje muy de Henry James: un esteta, un conaisseur que se comporta con la familia Fedden como un cortesano intelectual del siglo XX. Gracias a él, distinguirán el Gauguin de un regalo sin firma; podrán apreciar las influencias en la cuarta sinfonía de Schumann; calibrar el perfil artístico de una fotografía en una revista de vanguardia o reconocer la bella casa de ladrillo en la que había vivido Coleridge.

Pero, sobre todo, Nick muestra un horror innato a la discordia, intenta agradar a todos y en el fondo es un inocente rodeado de tahures. Palabra de Hollinghurst: “Soy un gran admirador de Henry James. Me fascina la manera en que mostraba a los ricos y corruptos a través de un inocente que acaba corrompido”.

La línea serpentina

William Hogarth, en su teoría del Análisis de la belleza habla de la ‘línea serpentina’ como línea de la belleza. Se trata de una ‘S’ en forma de línea que aparece dentro de un objeto y que sugiere viveza, en contraste con las líneas rectas que significan estancamiento y muerte.

La línea de la belleza se hace arquitectura interior en la oficina que, en la segunda parte de la novela, compartirá Nick con su nuevo amante, Wani, y que recibirá el nombre de ‘Ojiva’. La curva ojival se repetía en el piso superior: “En espejos y en bastidores y en los roperos ( ) pero la mayor suntuosidad estaba en el baldaquino de la cama, compuesto por dos ojivas transversales”.

Y, en la cama, mientras le hablaba de la línea de la belleza, Nick “recorría con la mano la espalda de Wani. No creía que Hogarth hubiese ilustrado el mejor ejemplo al respecto, el hoyo y el bulto; había elegido arpas y ramas, huesos en vez de carne. Era en verdad el momento de escribir un nuevo Análisis de la belleza”.

La Inglaterra de Thatcher

Cuando Nick Guest llega a la casa de los Fedden, Gerald, el padre de familia, acaba de ser elegido diputado conservador por Barwick. En su condición, recibirá visitas de prominentes dirigentes del partido tory y del Gobierno. Nick asistirá a conversaciones sobre las políticas de la primera minsitra. Acerca de la guerra de las Malvinas, dice un subsecretario del Interior que es “un Trafalgar de nuestra época” y rectifica a su esposa al señalar que los soldados que participaron “no fueron intrépidos, sino impávidos”.

Pero ningún acontecimiento es comparable a la esperada visita de Margaret Thatcher en la casa familiar. Gerald la invita a la fiesta que da para celebrar sus bodas de plata y, en un arranque que muestra la “magnitud de su manía” hace pintar la puerta de la entrada, verde de toda la vida, de un intenso azul tory.

Llega Margaret Thatcher a la vivienda de los Fedden: “Entró con su paso elegante y brioso, resabio de una turbación reprimida hacía mucho, de una torpeza transmutada en poder … pareció complacida por el recibimiento y respondió a él de un modo alegre y pragmático, como la realeza moderna. No dio muestras de que se hubiese fijado en el color de la puerta”.

Hollinghurst confesó que no se trataba con los círculos del poder y del dinero que aparecen en su novela, pero que los diarios publicados por Alan Clark, ex secretario de Estado para la Defensa de Thatcher, le sirvieron de una gran ayuda para describirlos.

El adulterio está a la orden del día en ‘La línea de la belleza’: el de Gerald acaba saliendo a la luz y el descubrimiento se lleva por delante al propio Nick Guest. Aunque, en este caso la realidad está muy por encima de la ficción, en la que no deja de ser una cosa leve y vulgar, mientras que Alan Clark protagonizó un escándalo mayúsculo cuando en 1994 se descubrió que mantuvo relaciones sexuales con la esposa de un juez amigo suyo y con sus dos hijas. Hasta 1979 las tuvo con la madre y a partir de ese año con las dos hijas, sucesivamente. La esposa de Clark, víctima de infidelidades durante treinta y cinco años, declaró: “Si uno se acuesta con personas de ínfima categoría, termina apareciendo en los periódicos”. Frase que resume el clasismo de la sociedad británica denunciado en la novela de Hollinghurst.

Beryl Bainbridge, Lo que dijo Harriet

Nunca conoceremos el nombre de la narradora de esta historia, que transcurre en un pueblo de Inglaterra durante los aburridos meses de verano, apenas finalizada la guerra; sólo sabemos que tiene trece años, es algo “rolliza” y venera a su amiga Harriet, la auténtica protagonista de esta novela en la que aparece de forma omnipresente, en cada uno de sus detalles y de sus rincones. Todo lo mueve y dispone para conseguir sus fines y no tiene reparos a la hora de montar sus intrigas, fingir inocencia o dominar los sentimientos y las acciones ajenas, especialmente los de su más querida amiga, la naradora de las terribles cosas que sucedieron aquel verano.

No se publicó hasta 1972, aunque comenzó a gestarse en los cincuenta, al hilo de una noticia espeluznante ocurrida en Nueva Zelanda. Escrita en 1964 fue rechazada por varios editores e incluso uno de ellos argumentó que las protagonistas eran “criaturas repulsivas”. Parece que en la década de los setenta se abrió la veda porque tres años después, en 1975, se publica en Londres la segunda novela de Martin Amis, ‘Dead babies’, cuyos personajes sí son verdaderamente horripilantes, violentos hasta la náusea y estúpidos hasta el infinito, de manera que dejan a las dos adolescentes de ‘Lo que dijo Harriet’ a la altura de monjas de clausura.

La maldad de Harriet y la inanidad de su amiga no son tan explícitas como el sadismo, la sexualidad enfermiza o la psicopatía de los personajes de Amis. Bainbridge es mucho más sutil. Sus dos adolescentes quieren saberlo todo y acumular experiencias y ahí quien lleva la batuta es Harriet, que sólo tiene un año más que la narradora, pero a la que domina de una manera perversa. Hay momentos en los que la narradora parece rebelarse contra ese dominio, pero acaba cayendo en las redes de su amiga una y otra vez y de nuevo vuelve a actuar según sus dictados.

Desde el comienzo de la novela sabemos que algo malo va a pasar: el primer capítulo es, en realidad el último. Ya se ha consumado la “hazaña” y en ese comienzo del libro, que realmente es final, vemos cómo las dos chicas intentan -no se sabe si con éxito o no- seguir engañando y fingiendo para castigar al adulto que ha descubierto la genuina maldad de Harriet y sus artimañas. Y pasamos las hojas del libro dudando de quién será la víctima de la desalmada, qué cosa terrible va a ocurrir porque la atmósfera pide a gritos que suceda algo malvado de forma gratuita.

Ambas adolescentes comparten un diario, en el que la amiga escribe al dictado de Harriet. En él cuenta que daban largos paseos por la playa buscando gente que tuviera algo que ocultar porque solo se elige la soledad para esconderse y pronto aprendieron que “las personas más dulcemente resignadas eran las que más tenían que contar”. Harriet interrogaba a esas personas y convencía a su amiga de que no debían involucrarse en aquellas historias que sólo les iban a servir para aprender, como “un curso de prácticas para el futuro”, y mientras tanto les permitan “vivir de prestado hasta que nos hiciéramos adultas”.

Todo lo apuntaban, lo que les decían, lo que hacían esos adultos solitarios, y se recreaban en ello durante semanas. “Un año antes, el hecho de que me llamaran ‘sucio angelito’ había constituido un aliciente más para espolearnos durante meses. Ahora ya no nos bastaba, necesitábamos escuchar cosas más elaboradas. Cada nueva experiencia debía urdir una tracería más intrincada de sensaciones. A fin de que nos satisficiera, cada recuerdo debía ser más desesperado que el anterior”. Vivir experiencias ajenas es una orden de Harriet, a la que su amiga ve siempre segura de todo, “henchida de poder y sabiduría”, “cabalgando como un coloso, con ella a la grupa”. Y por orden de Harriet “se encaprichará” del señor Biggs, un pobre hombre casado, solitario y decadente que cae en las garras de las dos niñas.

Va finalizando el verano y Harriet decide que “hay que dar una conclusión lógica a los acontecimientos”, de forma “ordenada”. La experiencia ya está cumplida y lo demás, el sentimiento, la “dulce nostalgia” es despreciable. Por eso hay que castigarle, de una forma que no le guste, dice Harriet.

Beryl Bainbridge

Aunque una vez escribió para el ‘Who’s who’ que era primero actriz y luego escritora, a Bainbridge se la conoce sobre todo por sus novelas. Comenzó a escribir utilizando su “capital autobiográfico” para, según la autora, “tomar conciencia de mi educación, descubrir qué había pasado en su familia” y darle un sentido. Su infancia no fue fácil y en más de una ocasión retrata a su padre, un hombre voluble y malhumorado, víctima de la depresión económica del 29. Hacia 1990 Bainbridge dejó de escribir sobre su infancia, adolescencia y vida en general y pasó a ocuparse de personajes históricos como el explorador Scott o el doctor Johnson.

Beryl Bainbridge, nacida en 1932, fue una joven bastante precoz: a los catorce años, la expulsaron del colegio al ser descubierta con unas rimas un tanto indecentes y ese mismo verano se enamoró de un prisionero alemán que fue repatriado y con el que mantuvo correspondencia durante seis años, esperando que pudiera volver a Inglaterra para casarse.

Al año siguiente se casó con otro hombre, tuvo dos hijos, se separó, tuvo otra hija … Su vida estuvo llena de proyectos y algunos de sus amigos la han calificado de “bohemia” y de “excéntrica”. Fue comunista durante un tiempo; luego se hizo católica, aunque previamente intentó ser judía, pero no la admitieron. Al final de su vida se declaró agnóstica. Mantuvo diversos ‘affaires’, incluso con su editor, que era el marido de una de sus mejores amigas. Vivió durante muchos años en el barrio londinense de Camden, como propietaria de una vivienda caótica, en cuyo hall un búfalo disecado y numerosos santos de escayola recibían a los visitantes.

También fue actriz y en los años sesenta trabajó en una planta embotelladora para mantener a sus tres hijos. Su suegra quiso matarla con una escopeta, escribió documentales para la televisión y también pintaba con bastante maestría. En 1958 intentó suicidarse metiendo la cabeza en el horno y años después comentó: “Cuando una es joven se tienen esos altibajos”. Sus novelas son como esa frase: un desarrollo muchas veces irónico y un final dramático, con asesinato incluido. Murió en 2010.

El juicio Parker-Hulme

Lo que dijo Harriet” tiene mucho de autobiográfico: el padre de Harriet podría ser su propia figura paterna; el episodio de la expulsión de la escuela es parecido; el amor de la autora ya desde niña por las palabras y su sonido es un sentimiento que recoge la narradora sin nombre. Pero su inspiración primordial vino de un suceso ocurrido en nueva Zelanda en 1958 y que tuvo una gran repercusión mediática por lo inusual del crimen y su crueldad, aunque los hechos reflejados en la novela no guardan correspondencia con lo ocurrido es el caso real. Coincide en cierta idea acerca del crimen, la juventud de las protagonistas y el diario en el que una de ellas escribía sus pensamientos y proyectos de una forma muy apasionada.

En la vista del juicio oral, el fiscal hace una presentación de los hechos y, en resumen, cuenta que, en la tarde del 22 de junio de 1954, dos chicas jóvenes corrían sin aliento y pidiendo socorro por el Parque Victoria. Una de ellas decía: ¡Mi madre ha sido golpeada y está cubierta de sangre! Pocos minutos más tarde, el cuerpo de la señora Parker fue encontrado con graves heridas y la policía dictaminó que fue brutal y repetidamente golpeada, hasta 45 veces, con un ladrillo en la cabeza.

Esa misma tarde, Pauline Parker, su hija, fue detenida y, al día siguiente, su íntima amiga Juliet Hulme, también. Las pruebas señalaban a las dos jóvenes como autoras del asesinato. Ambas llegaron a la conclusión de que la señora Parker era un obstáculo en su camino que impedía la realización de sus deseos, por lo que planearon su asesinato y para ello se proveyeron de un ladrillo que envolvieron en una media.

Pauline Parker, de dieciséis años en el momento del crimen, conoció a Juliet Hulme, que acaba de cumplir quince, en la escuela a la que ambas asistían y rápidamente se hicieron amigas hasta tal punto que esa amistad desembocó en una intensa devoción mutua. Pauline visitaba con frecuencia la residencia de su amiga, cuyo padre era el rector de la Universidad de Canterbury. Allí, escribían y garabateaban historias, diarios y ocurrencias que ellas llamaban novelas y hacían planes para su vida futura.

La madre de Pauline comenzó a preocuparse por esta amistad tan poco saludable e intentó romperla, lo que aumentó progresivamente el resentimiento de ambas jóvenes hacia ella, hasgta que a principios de año el doctor Hulme decidió marchar a Sudáfrica con su hija Juliet. Las dos amigas tramaron marchar juntas pero la madre de Pauline se opuso radicalmente. Entones ellas decidieron que la mejor manera de acabar con las objeciones de la madre era matarla de forma que pareciera un asesinato.

El diario que escribían actuó como prueba de cargo. En él escribió Pauline: Somos ángeles y demonios, criaturas celestiales, tan vulnerables que terminan forjando su propio infierno por querer ganar el cielo”, Y días antes del asesinato: “Mi madre ha destruido toda la belleza. Es uno de los principales obstáculos de mi camino. La próxima vez que escriba, ella habrá muerto ¡Qué extraño sentimiento de placer!”

Los hechos salieron de nuevo a la luz en 1994, con la proyección de la película Criaturas celestiales y en 2005 Juliet Hulme apareció en un programa de la televisión británica para hablar del asesinato. Tras ser liberada de prisión, cinco años después de los hechos, Juliet se convirtió en asistente de vuelo y, durante su estancia de Estados Unidos, se unió a la Iglesia de los Santos de los Últimos Días. Después se estableció en un pueblo escocés, donde vive todavía.

Juliet Hulme cambió su nombre por el de Anne Perry y con él ha escrito varias novelas de detectives de gran éxito popular. Su personaje más conocido es William Monk, un detective amnésico de la época victoriana, al que no hay que confundir con Monk, el investigador con síndrome de Asperger de la serie televisiva.

En cuanto a Pauline Parker, se sabe que tras salir de la cárcel, al mismo tiempo que su amiga, con la condición de que jamás intentarían ponerse en contacto, ingresó en un convento católico y, tras dejar los hábitos, siguió llevando una vida anónima y dirige en Inglaterra una escuela de equitación.

 

Recapitulando: de la vacuna contra la rabia a la batalla de Carras

Todos los caminos llevan a Roma, o a sus aledaños. Comencé hace unas semanas una serie de artículos que se encadenaban entre sí y hace siete días escribí el que espero que sea el último de este ciclo. De relatos y biografías sobre aventureros, exploradores y científicos en Indochina, pasando por Alejandro Magno en Afganistán y Conrad en el Congo, llegué a la península arábiga, hasta el lugar más alejado hacia el sur por el que se aventuró una legión romana, la dirigida por Aelius Gallus, gobernador de Egipto, a cambio de su práctica desaparición. También desaparecieron los diez mil prisioneros que hizo Partia tras derrotar a Marco Licino Craso y con el relato de lo que ocurrió entonces di por terminado este recorrido no del todo circular, pero que ha acabado en Roma, como no podía ser de otra manera.

Deville y Mayrena

Todo comenzó con Patrick Deville: en ‘Peste&cólera’ cuenta la biografía de un importante patólogo suizo-francés, Alexander Yersin, quien, además de descubrir y aislar el bacilo de la peste, se enroló como médico en una naviera cuyos barcos enlazaban Indochina con las Filipinas y que a la mitad de su vida se estableció en la jungla vietnamita. Deville no se limita a Yersin y habla de Pasteur, de Ferdinand de Lesseps, de Livingstone, de Rimbaud y, en esencia, del colonialismo europeo. Y menciona a un personaje del que nunca había oído hablar, Charles David Mayrena, que se coronó como rey de los sedangs en 1888, en la misma zona en la que Yersin montó una granja y un gran laboratorio.

Conseguí documentarme sobre este personaje, un poco estrafalario y con fama de charlatán y vividor, pero valiente e incomprendido, que unió bajo su mando a las belicosas tribus de esa parte de la Indochina francesa y al que el Gobierno francés dejó de lado sin reconocerle nunca su contribución al Imperio colonial. Murió abandonado en una isla vecina a Singapur.

Malraux en Indochina

Pero no fue olvidado ni por los historiadores ni por los literatos. André Malraux visitó treinta años después las selvas de Indochina, las mismas que recorriera Mayrena, aunque su objetivo no fue luchar con las tribus ni coronarse rey, sino algo bastante más prosaico y que marcaría su biografía para mal: arrancó varios relieves de un templo de la cultura jemer para venderlos y le pillaron. Años después escribiría una novela acerca de un arqueólogo, que bien podría ser él, y de un aventurero, inspirado en Mayrena.

Malraux es un personaje muy controvertido y extremadamente interesante; más incluso por la desbordante vida que llevó que por sus obras. Pero, como dice Vargas Llosa, “todas sus novelas son excelentes, aunque a La Esperanza le sobren páginas y a Los conquistadores, La Vía Real y El tiempo del desprecio le falten”. La condición humana – concluye el escritor peruano- es una “obra maestra”.

Kipling en Kafiristán y Brooke en Sarawak

Perken, el aventurero de Malraux en La Vía Real tiene también otros antecedentes literarios: Daniel Dravot (El hombre que pudo reinar) es también un hombre que ha elegido seguir el camino que le lleve a cumplir sus ambiciones de gloria, aunque al final encuentre la muerte. Quedará su hazaña en los libros, relatada a Kipling por su compañero Carnehan.

Lo he escrito alguna vez: nunca las historias reales me parece tan auténticas como las que cuentan los libros. Personajes imaginarios como Dravot y Carnehan tienen más carne y hueso que los reales. Hay un personaje, al que dediqué un artículo -James Brooke, el rajá blanco de Sarawak- que, ciertamente protagoniza una fabulosa historia de lucha contra los piratas a favor del sultán de Brunei, pero a sus biografías les falta algo, tal vez detalles, que son los que hacen auténtica una narración.

James Brooke consiguió gobernar una parte importante de Borneo por el nombramiento del sultán y el apoyo de la flota británica, pero la isla había sido durante mucho tiempo un territorio dominado por España y al que aspiraban holandeses y británicos. De tal manera, que el rey Leopoldo II de Bélgica, obsesionado por conseguir una colonia, cualquiera, pretendió hacerse con uno de los Estados de la isla, el de Sarawak, para lo que anduvo en negociaciones con España, que no parecía tener a mano ningún título de propiedad. El monarca no se amilanó y por dos veces intentó comprar Filipinas a la reina española Isabel II, que en 1868 fue derrocada. Y ahí se acabaron las ambiciones de Leopoldo en Asia y por eso acabó poniendo sus ojos, y sus manos, en África, concretamente en el Congo.

Un espectacular siglo XIX

Todas estas historias de exploradores, científicos y militares me mostraron un siglo XIX fascinante, como nunca lo había concebido. Con muchísimas sombras, pero también con el convencimiento generalizado de que todo iría sin duda a mejor, de que el futuro sería la patria bondadosa de la Humanidad.

El colonialismo, la sombra más negra del siglo, hizo estragos y ninguno más infame que el perpetrado por el rey de Bélgica, Leopoldo II, al hacerse dueño del Congo. Y aunque miles de personas murieron por su afán de codicia, también hay que subrayar la buena voluntad de todos aquellos hombres que consiguieron expulsar de África a uno de los peores genocidas de la historia. Quien primero dio la voz de alarma fue George W. Williams, un negro estadounidense defensor de los derechos humanos que, atraído por la fama de rey filántropo de la que gozaba Leopoldo, viajó al Congo, donde pasó seis meses y pudo conocer la siniestra realidad de lo que allí ocurría.

Sus acusaciones causaron un escándalo en Europa pero, además de la campaña de descrédito que montaron contra él los esbirros del monarca, Williams murió en 1891 y no pasó nada. Habrían de transcurrir más de diez años para sacar a la luz toda la verdad, gracias a Edmund Morel, un antiguo oficinista de una naviera que comerciaba con el Congo, y a Roger Casement, cónsul británico en la ciudad de Boma, apoyados por intelectuales y escritores, como Arthur Conan Doyle, Bertrand Russell y Mark Twain, que dieron a conocer al mundo las atrocidades del rey de los belgas.

 

Y, naturalmente, Josep Conrad, que refleja en su novela ‘El corazón de las tinieblas’ el sangriento corazón del Congo y dibuja un personaje, Kurtz, que compendia ese siglo XIX tan extraordinaraio y tan múltiple, que bascula entre el egoísmo y la solidaridad, el progreso y la vuelta a siniestros orígenes y, en definitiva, entre el bien y el mal.

De nuevo Malraux, pero esta vez en Arabia

Volví a retomar la senda de los exploradores, no de los Stanley ni de los Livingstone ni de los Burton, sino de otros más modestos y tropecé de nuevo con Malraux, quien hizo un viaje de 1.800 kilómetros en un avión “de juguete” en el año 1934 en busca del fabuloso Reino de Saba. No tuvo mucho éxito, por más que dijera que lo encontró, pero este viaje me dio la oportunidad de saber más cosas sobre este antiguo emporio del incienso y los perfumes.

Y ahora, con la excusa de esta “recapitulación” me gustaría comentar de pasada dos películas “épicas” sobre la Reina de Saba. Una de ellas -tal como nos cuenta Rafael de España en su libro La pantalla épica (T&B Editores, 2009)- pertenece al cine italiano y se rodó en 1952 por Pietro Francisci, director también del famoso Hércules, ‘peplum’ donde los haya. El argumento de la película es el siguiente: Salomón, preocupado por el belicismo del rey de Saba, envía a su hijo Roboan a negociar, pero por el camino salva la vida a una mujer que resulta ser Balkis, la hija del rey de Saba. Se enamoran pero muere el padre y Balkis es coronada reina y sacerdotisa de virginidad inmarcesible; Roboam tiene un asunto con una esclava que le ayuda a escapar y además se va a casar con una princesa siria, por lo que la reina Balkis, despechada, monta en cólera y declara la guerra a Israel, aunque al final todo se arregla y la reina de Saba se convierte al judaísmo.

La otra Reina de Saba es más conocida; se trata de la dirigida por King Vidor y protagonizada por Gina Lollobrigida y Yul Brynner en 1959. Fue rodada en España con la intervención, en el papel de milicia egipcia, del Ejército español, nada menos. Además de que Yul Brynner sale sin peluquín, el guión es aún más estratosférico que el de la película italiana: mientras Salomón se dedica sabiamente a impartir justicia y a construir su templo, el faraón quiere acabar con el poderío de Israel y contrata a la reina de Saba, a la que llaman Sheban para que, voluptuosamene, rinda de amor al monarca judío y lo debilite, alejándolo de su religión. Pero tras un número coreográfico basante cutre, Yhavé, horrorizado, destruye con sus rayos el templo que le estaba construyendo Salomón. Cuando éste, abandonado por los suyos y por el propio Yhavé, se enfrenta al ejército egipcio, Sheba, arrepentida, pide a Dios su perdón y ayuda , de manera que los hebreos salen victoriosos y la reina se vuelve a su país “totalmente redimida y dispuesta a cantar hasta la muerte las glorias de Jehová”.

Romanos en Afganistán

La Sogdiana, Bactria, la tierra más allá del Oxus, fueron territorios conquistados por Alejandro Magno, quien con sus hombres atravesó el Hindu Kush, probablemente por el paso de Jáiber, por el que intentaron escapar de Afganistán las tropas británicas en el siglo XIX. Este paso servía para el comercio entre la India y Persia y es posible que en territorios vecinos acabaran los diez mil prisioneros que hizo el rey de Partia tras la derrota de Carras.

Sabemos que en los años treinta del siglo actual Andrè Malraux -¡otra vez él!- lo cruzó con su esposa Clara en un viaje que tuvo como objetivo adquirir obras de arte del Asia central, que luego venderían por toda Europa: las famosas cabezas de Pamir. Cuando un periodista le preguntó cómo era posible que las hubiera encontrado seccionadas de la misma forma, Malraux explicó doctamente que las destruyeron los “hunos heftalitas”, es decir, los hunos blancos procedentes de la Bactriana y de la Sogdiana, los mismos hunos que, se dice, contrataron a los legionarios de Craso como fuerza mercenaria, una leyenda que tiene tantos visos de credibilidad como las cabezas de arte “gótico-budista” descubiertas y bien vendidas por Andrè Malraux.

Las legiones perdidas de Marco Licinio Craso

Muchos fueron los legionarios que perdieron la vida en cientos de batallas y muchos también los que perdieron la libertad en las fronteras del Imperio. Sabemos que más de cuarenta mil murieron en las guerras de Aníbal, pero cayeron en territorio italiano; las legiones de Varo perecieron en Germania para consternación de Augusto y de otras no se supo nada, como ocurrió con la IX Hispana, que luchó en Britania y que no volvió a ser mencionada a partir del año 108 dC.

De los legionarios romanos que se extraviaron o murieron de sed en el desierto de Arabia, a los que mencioné en mi anterior comentario acerca del Reino de Saba, Malraux les dedicó un maravilloso réquiem y su lectura me trajo a la memoria a los muertos y a los supervivientes de otra gran catástrofe, la batalla de Carras contra el Imperio parto, en la que murieron veinte mil legionarios romanos y otros diez mil fueron hechos prisioneros.

Carras, la historia de un ‘craso’ error

Hoy aquella aldea llamada Carras recibe el nombre de Harrán y pertenece a Turquía; en el año 53 aC, este territorio de la Alta Mesopotamia fue el escenario de una cruel derrota que marcó durante mucho tiempo la relación entre los Imperios romano y parto.

Marco Licinio Craso, el hombre más rico de Roma, del que Plutarco escribió que el único vicio que tenía era el de la codicia, mandaba el ejército romano, compuesto por siete legiones. El hijo del general, Publio, había acudido en su apoyo con mil jinetes galos, enviado por César y fue de los primeros en perder la vida tras enfrentarse a los terribles catafractos partos (caballo y jinete iban protegidos por una recia armadura). Su cabeza fue enviada al padre con la esperanza de que se rindiera. Al final de la última batalla, tras hallar refugio momentáneo en Carras, el propio Craso fue asesinado, tras una estratagema ideada por el general Surena con objeto de secuestrarle, y su cabeza y una de sus manos fueron entregadas al rey Orodes II durante la celebración de la boda de su hija con el rey de Armenia, que se había pasado al bando del vencedor después de traicionar a Roma.

Surena, el general vencedor, organizó un simulacro de “triunfo” para burlarse de Roma: hizo desfilar a los diez mil prisioneros y subió al carro del vencedor a un viejo legionario llamado Paciano que, disfrazado de mujer, fue obligado a fingir que era Craso y a saludar a la muchedumbre que le insultaba y arrojaba desperdicios durante todo el itinerario.

La muerte de Craso y su fracaso militar fueron durante años ejemplo de las consecuencias de una ambición desmedida, de manera que incluso se llegó a acuñar el doble término: “craso error”. Pero también es ejemplar que quien se valió del engaño, su adversario el general Surena, muriera a traición por orden del propio rey Orodes II que, celoso de su éxito, ordenó su asesinato un año después.

Las águilas de las siete legiones romanas se guardaron en un templo y años después, durante el gobierno de Augusto, cuando los partos fueron derrotados, se devolvieron a Roma. También se acordó que quienes hubieran caído prisioneros regresaran a sus casas, pero habían pasado más de veinte años y de los diez mil no quedaba nadie o nadie quiso volver.

Diez mil prisioneros desaparecidos

Lo que ocurrió con estos diez mil prisioneros es un enigma al que los historiadores han querido dar una respuesta. Parece que uno de los lugartenientes de Craso, Casio (que pasados los años sería una de los asesinos de Julio César) consiguió escapar y rehacer un ejército de varios miles de hombres, por lo que Surena, ante el temor de que los prisioneros pudieran ser liberados y convertirse de nuevo en enemigos, deportó a la gran mayoría a la frontera este del imperio, a la lejana Margiana, una de las ciudades fundadas por Alejandro Magno, según cuenta Plinio el Viejo en su ‘Historia Natural’.

Aunque muchos de los prisioneros habrían acabado como esclavos en las minas, seguramente el rey Orodes II no quiso desperdiciar la oportunidad de contar con legionarios romanos a los que podía utilizar para crear unidades destinadas a defender sus fronteras. Las unidades de élite romanas se emplearían, por ejemplo, en Bactria (hoy Afganistán) como fuerza de choque y, posiblemente, en diversos puestos fronterizos para su derensa contra los nómadas hunos.

Estas tribus, que constituían una amenaza para China, ocupaban toda la franja a lo largo de la frontera norte de su Imperio, desde Manchuria hasta Bactria, pasando por Mongolia. En años posteriores a la batalla de Carras, los hunos se rebelan contra el rey de Sogdiana y pretenden crear su propio estado en las rutas comerciales que unen Asia Central con Persia, pero China envía a uno de sus generales al mando de cuarenta mil hombres y derrotan a las tribus nómadas en el año 35 aC. Entre los mil quinientos prisioneros, cuentan los anales chinos, figuraban ciento cuarenta y cinco hombres que debían ser mercenarios occidentales. Y, rápidamente, se piensa en los legionarios romanos que podrían haber escapado de Persia para acabar en las filas de los hunos.

Ban Gu, historiador del siglo I, autor de ‘El libro de los Han’

Los mismos anales chinos proporcionan ciertas informaciones que permiten especular con que los romanos habían contribuido a la lucha junto a las filas nómadas porque relatan su sorpresa al tropezar con campamentos fortificados con doble empalizada que encontraron, así como puentes, construcciones propias de la ingeniería civil romana. Además, los chinos se hacen eco de una táctica utilizada en el combate por estos enemigos, a la que llaman “formación escamas de pez”, y que corresponde a lo que las legiones romanas ponen en práctica con la “formación en tortuga”, en la que construyen un caparazón utilizando el solapamiento de los escudos, como las escamas, en forma de cuadrado.

Lo extraño es que los hunos solían combatir a caballo, utilizaban el arco y su infantería no combatía en formación, sino como una horda desordenada, que es lo propio de los nómadas. Tampoco construían campamentos fortificados como el mencionado en las crónicas chinas.

Formación en tortuga

¿Qué ocurrió después con estos soldados? Homer H. Dubs, un estadounidense experto en China, afirmó en 1957, en su obra ‘Una ciudad romana en la antigua china’, que los legionarios de Craso se establecieron en una pequeña ciudad en el noroeste de Gansu, una provincia que los chinos habían arrebatado a los partos en el año 121 aC. Esta ciudad se llamaba Li-Jien (o Liqian), un topónimo que habría designado por extensión todos los lugares relacionados con Roma o el Imperio romano, es decir, lo que está más allá de los griegos.

La ciudad se creó -cuenta el cronista chino Ban Gu, en el que se basa el historiador norteamericano- para proteger la frontera contra los hunos, pocos meses después de la victoria china en Sogdiana y en ella se instalaron los mercenarios occidentales. Los legionarios de Craso debían tener en esa época unos cuarenta y cinco años. Es posible.

Por otra parte, se ha descubierto en la zona individuos cuya apariencia no tiene nada de china: tienen la nariz recta, los cabellos castaños o pelirrojos, a veces rizados, piel clara y gran estatura. Y aunque sus documentos de identidad chinos especifican que pertenecen a la etnia han, ellos mismos reivindican una ascendencia original.

Sin embargo, no es extraño que en esta zona exista población de rasgos caucásicos porque la ruta de la seda favoreció los contactos y porque la población original de la zona, anterior a la dinastía Han, era indoeuropea.

Aunque, también podrían tener un origen griego: en los valles de Afganistán y Pakistán, en el Hindu-Kush, viven aún hoy los que se consideran descendientes de los soldados de Alejandro Magno que poblaron aquellas regiones.

Bibliografía

-Plutarco, Vidas paralelas (Nicias y Craso)

-Jean-Noël Robert, De Roma a China; la ruta de la seda en la época de los Césares, Editorial Stella Maris, 2015.

El Reino de Saba: el asno hermafrodita de Arnaud y las legiones perdidas de Aelius Gallus (2)

En los artículos que André Malraux publicó sobre su viaje en busca de la capital del Reino de Saba en el desierto de Yemen, intercaló dos historias que me parecen magníficas y que recupero a continuación con algún dato añadido a los aportados por el escritor para precisarlas un poco más.

Arnaud y el asno hermafrodita

Antes de partir hacia Yemen, Malraux investigó sobre la posible localización del Reino de Saba en la Sociedad de Geografía, en la que acababa de ser admitido apadrinado por el mariscal Franchet d’Esperay y el doctor Charcot, quien le contó la extraordinaria historia de un farmacéutico originario de los bajos Alpes, Joseph Arnaud, que afirmaba haber descubierto en 1843 la capital de Belkis, reina de Saba, y copiado unas inscripciones que ningún occidental había podido ver jamás.

Thomas-Joseph Arnaud llegó a El Cairo con 21 años y fue oficial farmacéutico del Ejército egipcio, en el que sirvió varios años y con el que participó en varias misiones, a partir de 1841. No es extraño si tenemos en cuenta que en aquella época Mehmet Alí, fundador del Egipto moderno, organizó su gran ejército según el modelo europeo bajo el mando de un francés, el coronel Octave Joseph de Sèves, que había sido oficial de húsares con Napoléon. Sèves fue contratado como asesor y en 1833 ascendido a general por Mehmet Alí tras la victoriosa campaña de Siria. Se convirtió al islamismo y fue conocido con el nombre de Solimán Pachá.

Pasado el tiempo, Arnaud se instala en Yeda, en la región árabe de Hedjaz. Se propone alcanzar Mareb, la que se suponía era la capital olvidada del Reino de Saba, para lo que se puso en contacto con el cónsul francés, Fulgence Fresnel, e inicia su viaje en 1843. Consiguió viajar a Saná con la expedición turca, burló la vigilancia del imán y ganó la ciudad disfrazado. Se hizo pasar por comerciante de velas y tuvo la suerte de encontrar un asno hermafrodita que utilizaba para subsistir mostrándolo por las aldeas. En Mareb descubrió 56 inscripciones hymaritas de las que hizo estampaciones y fue el primer europeo que pudo observar las ruinas de la antigua ciudad.

Solimán Pachá

Mareb o Marib es hoy una ciudad de Yemen, pero a diez kilómetros al sudoeste de la que se levantó hace tres mil años y que se supone que fue la capital del Reino de Saba, conocido en la Antigüedad como el pueblo más rico de la tierra.

Tras visitar los restos de la antigua Mareb, Arnaud regresó a Hedjaz, donde Fulgence Fresnel ejercía su cargo. Le entregó las inscripciones y el cónsul francés le pidió un plano de la muralla y de los templos enarenados de Mareb, pero las caminatas por el desierto habían dejado ciego a Arnaud, quien concibió una estratagema: se hizo conducir junto al cónsul a la playa de Hedjaz y allí, nos cuenta Malraux, “sobre la arena húmeda con mano vacilante y temblorosa traza el templo oval del sol y cava con el índice los agujeros redondos que simulan las bases rotas de las columnas” y Fresnel traslada a su cuaderno rápidamente “las arquitecturas irrisorias que pronto se llevará el mar”.

Arnaud permaneció ciego diez meses. Regresó a Francia; donó el asno al zoológico del Jardin des Plantes y de nuevo se fue a la aventura para acabar en Argelia, pobre y desalentado. El asno probablemente murió de hambre, tras la catástrofe de la revolución de 1848, y los objetos sabeos desaparecieron.

Las inscripciones hymaritas que Arnaud entregó a Fresnel se hicieron públicas muchos años después debido a diversos incidentes relacionados con su custodia y se conocieron gracias a las gestiones de Prospero Merimé, primo de Fresnel, cuyos papeles heredó. Arnaud hizo también hizo un plano del dique que permitía el riego en Mareb en la antigüedad. Y en cuanto a las inscripciones, datan de una época más reciente del Reino de Saba: el reino de Hymiar, que data del 110 a.C. conquistó al de Saba en el año 25 a.C. Se sabe que a finales del siglo IV d.C. abandonó el paganismo para adoptar el monoteísmo hebreo y, posiblemente, de ahí desciendan los judíos yemeníes.

Ruinas de la antigua Marib

Las legiones desaparecidas de Aelius Gallus

Cuando ya el Reino de Saba había sido conquistado por el Reino de Hymiar, conocido por el sonoro nombre de “Reino de Saba, Dhu-Raydan, Hadhramut y Yamnat”, se produjeron contactos esporádicos con el Imperio Romano y con los reyes sasánidas de Persia.

En el año 24 d.C. se envió, por orden expresa de Augusto, una expedición a cargo del gobernador romano de Egipto, Aelius Gallus, que debería llegar a Mareb o Marib (en latín Mariba). El poderoso ejército de diez mil hombres de infantería, apoyados por la caballería, dromedarios, artillería, máquinas de asedio y una compañía aportada por el rey Herodes, se puso en marcha hacia la orilla oriental de la costa norte del Mar Rojo. Su destino inicial era el puesto comercial de Leuke Kome, a ochocientos kilómetos al sur de Akaba, y el destino final, el reino de los Sabaneos, en la Arabia Feliz. Durante semanas se adentraron en el desierto, caminando hacia el sur y hacia el interior.

Dicen los historiadores que Sylaeto, el guía árabe, traicionó a los romanos, orientándolos hacia el interior, donde murieron de agotamiento, sed y hambre; se dice que sólo siete hombres cayeron en combate. Llegaron al reino de los sabaneos pero tuvieron que retirarse.

Al mismo tiempo que nos cuenta cómo su pequeño avión sobrevuela el desierto arábigo, André Malraux recuerda al ejército romano desaparecido en las ardientes arenas cuando buscaba la costa y sólo encontró “el mar interior, de olas inmóviles y orillas cubiertas de conchas azuladas”. Murieron -continúa Malraux- y “durante dos siglos, los viajeros árabes mostrarían, enterrado hasta el pecho en la arena, como lo había hecho en el mar, al ejército romano de corazas y esqueletos, con sus huesos de dedos crispados que tendían hacia el sol ofrendas de cascos repletos de conchas blanquecinas. Despreciando el mar que habían poseído, el sol poniente entregaba a las legiones muertas el desierto entero. Lanzaba hasta el fondo de las arenas lisas esas sombras de guerra y las de algunas manos abiertas sobre cascos caídos, con los dedos separados y estirados ahora al infinito sobre la arena, como unas manos de avaro”.

Ambas historias son auténticas, pero cuando las cuenta Malraux resultan fascinantes. No es lo mismo leer la crónica de unas legiones perdidas en el desierto que la de Malraux mostrando la locura que el hambre, la sed y las penalidades hicieron surgir en los soldados romanos perdidos en el mar de arena. Ni es lo mismo señalar que el farmacéutico, militar y explorador Arnaud quedó temporalmente ciego pero consiguió dibujar un plano precario de la capital de Saba en la arena de la playa que las olas desbaratarían en un instante. Sólo la literatura puede traer a nuestra imaginación a un ciego que dibujaba el plano de una ciudad milenaria o el cadáver de un legionario romano tendido bajo el sol abrasador de Arabia y que resulten más verdaderos que los auténticos.

Malraux y la Reina de Saba (1)

Viajar al desierto de Yemen con el propósito de comprobar una leyenda de más de tres mil años de antigüedad es un proyecto muy acorde con la personalidad de André Malraux, fascinado por las viejas historias y las aventuras peligrosas. Vivir para definir la vida y expresar lo que se ha vivido era su lema. “No hacer algo si no es para contarlo”, escribió.

Se trataba de localizar la capital del Reino de Saba, objetivo frustrado de muchas expediciones, aunque esta vez la búsqueda se haría desde el aire, evitando las largas marchas por el desierto de Arabia. Malraux se puso en contacto con Mermoz y Saint-Exupèry, los pilotos del momento, pero rehusaron y fue el aviador Corniglion-Molinier quien llevó a cabo la hazaña de cubrir 1.800 kilómetros en un solo vuelo a una altitud de tres mil metros.

Necesitaban un avión ligero, pero que al mismo tiempo pudiera transportar al piloto, al mecánico –que fue Maillard el ‘risueño’- y al escritor. Se decidieron por el modelo Farman 190, de un solo motor, y, financiados por ‘L’Intransigeant, salieron el 22 de febrero de 1934 con destino a El Cairo; de la capital egipcia a la de Somalia, Jibuti, y de allí al desierto en búsqueda de las huellas de una mujer.

Mil años antes de nuestra era, la reina de Saba, a cuyos oídos habían llegado noticias sobre la inmensa sabiduría del rey de los judíos, emprendió un largo viaje para comprobar si Salomón era realmente lo que decían: un sabio al que no se le resistía ninguna materia. Llegó acompañada por un gran séquito y camellos cargados de aromas, oro y piedras preciosas. La tierra sobre la que gobernaba era famosa por sus perfumes. Nos informa Malraux de que Saba fue el mercado mundial de este producto porque poseía en grandes cantidades los siete perfumes esenciales: incienso macho, bálsamo de estoraque, olíbano, clavo de la India, cedro del Líbano de aroma de rosa, mirto y cilantro lunar.

Según cuenta el Libro de los Reyes, Salomón recibió a la reina de Saba con todos los honores y contestó a todas sus preguntas: “No hubo nada que no supiera explicarle”. Y, después de esta visita, la reina de Saba regresó a su tierra.

También el Corán hace referencia a la reina de Saba, a la que llama Belkis: “He visto allí a una mujer que gobierna a los hombres desde un trono magnífico; ella y su pueblo adoran al sol”.

La leyenda cuenta muchas otras cosas. Según la Biblia no hubo relación carnal entre Salomón y la reina, pero cuando ella regresó a su reino dio a luz un hijo de Salomón, al que puso por nombre Ibn-El Hakim, que significa “el hijo del sabio”. Pasados los años, Hakim visitó a su padre en Jerusalén y Salomón le nombró su heredero con el nombre de David. Pero no estaba contento, extrañaba a su madre y a su tierra y huyó de palacio llevándose consigo el Arca de la Alianza. En Saba se convirtió en rey con el nombre de Menelik I y fundó una dinastía que reinaría en Etiopía hasta la muerte de su último emperador.

No sólo los libros sagrados de los judíos mencionan el Reino de Saba: Diodoro de Sicilia se imaginaba la capital en la cumbre de una montaña de Arabia y Plinio el Viejo creía que era una plaza fuerte en el centro de Yemen. Hubo múltiples expediciones por la región y muchas de ellas acabaron en tragedia: desde la pérdida de diez mil legionarios del gobernador romano de Egipto, Aecius Gallo, hasta Jean Louis Burkhardt, que murió en Arabia, o Joseph Halèvy que, en 1870, se disfrazó de rabino para acceder a las ruinas de la ciudad y poder grabar las inscripciones.

Malraux conocía los cuadros y las esculturas sobre el encuentro entre ambos reyes en Jerusalén y también una leyenda persa que se contaba en Ispahan: hacía años que Salomón había huido de Jerusalén y los demonios, “sometidos por el sello cuyo último signo sólo puede ser leído por los muertos” y que el rey llevaba en su dedo índice, le habían seguido a través del desierto. En uno de los valles de Saba, el rey había escrito un poema sobre la desesperación y allí miraba a los demonios que, desde hacía años construían el palacio de la reina de Saba, a la que los abisinios llamaban Makeda, y que habría muerto trescientos años antes: su cuerpo descansaba en un féretro de cristal. Cuando el cuerpo inmóvil de Salomón se desmoronó sobre la arena por la acción de un pequeño escarabajo, todos los demonios se vieron libres y huyeron del lugar.

Las menciones en los libros religiosos y de los sabios de la Antigüedad, las exploraciones fracasadas y las leyendas contribuyeron a que Malraux se pusiera en marcha en pos de un sueño: dicen los persas -reitera una vez más- que “en el desierto próximo a Yemen existe una vasta ciudad abandonada que fue capital de la reina de Saba y los beduinos lo confirman”.

Malraux y Corniglion delante del F-190

El 7 de marzo de 1934 el piloto Corniglion-Molinier, el mecánico Maillard, y Malraux inician la aventura en un avión de turismo, casi un juguete. Han suprimido la radio para que sea más ligero. Sí llevan indumentaria árabe por si se vieran obligados a un aterrizaje de emergencia.

Durante horas sobrevuelan el desierto de Arabia, observando “un cielo infinito”, una visión del “principio del mundo ( ) sin pájaros”, sin nada, la que pudo ser “la soledad del Génesis”. Pero el viento se les pone en contra, lo que les desorienta y les hace consumir gratuitamente el combustible que tanto necesitan. Les envuelve la niebla y sólo tienen una brújula. Malraux compara este avión de juguete con un insecto, un escarabajo ciego perdido en la oscuridad. Buscan Saná, la ciudad rodeada por tres altas montañas. Se pierden pero al final la encuentran: “toda de piedra”, blanca y granate.

Toman rumbo norte, hacia Shira, para remontar el valle del Kharid hasta alcanzar el de las Tumbas, hasta el desierto entre Meïn y Mareb, donde esperan encontrar la ciudad. Llevan cinco horas volando y sólo les quedan otras cinco de combustible. Tras volar en círculo llegan al desierto y, por fin, vislumban una vasta mancha blanca en medio de la arena. Se aproximan: es un oasis abandonado en el que se observan las huellas de recintos reales, restos de columnas y escombros que antes fueron templos. Hay uno de aspecto casi egipcio, provisto de columnas enormes y aisladas. Y Malraux da por hallada la capital del Reino de Saba.

Intentan descender pero desde las tiendas los nómadas les disparan. Se alejan para buscar otra perspectiva pero al volver ya no encuentran nada. La ciudad ha desaparecido y ya no pueden demorar más el regreso. Vuelven al punto de partida y desde Jibuti, Malraux enviará el siguiente telegrama que fue publicado por ‘L’Intransigeant’ el día 8 de marzo: “Descubierta capital legendaria reina de Saba –stop- templos aún en pie –stop- tomadas fotos para L’Intransigeant -stop- saludos. Corniglion-Malraux”. Ya de vuelta en París, el escritor publicará en siete entregas su experiencia de viaje, recogidas en esta edición de Gallimard del año 2000 que comentamos (traducida y publicada por Ediciones Península en 2007).

Arqueólogos de profesión rechazarán la localización de la capital de Saba. Malraux contestará a uno de ellos que no puede negar algo que no ha visto. En cualquier caso, dirá más tarde: “Lo que esperábamos de esta ciudad, más allá de las arqueologías, era una bella aventura humana y nos la ha concedido”.

Congo, el corazón de las tinieblas

Toda Europa andaba fuera de casa en el último tercio del siglo XIX, sobre todo en África, cuyo interior por fin se estaba empezando a desvelar para los occidentales. Allí estaban desde los famosos Livingston, Stanley, Burton, Speke o Brazza a los desconocidos aventureros que hollaron el territorio por cuenta propia o soldados y mercenarios de los ejércitos imperiales cuyo nombre nunca llegaremos a conocer.

También estaba Joseph Conrad, al menos durante unos meses, remontando el Congo en busca de un agente comercial de la compañía belga del rey Leopoldo II que le había contratado en el lugar. Conrad no sólo supo de las aventuras de los europeos y americanos que recorrían el centro de África, sino que incluso llegó a conocerlos, como a Roger David Casement, que hizo de su vida un instrumento al servicio de la verdad frente al siniestro rey de Bélgica.

Pudieron ser muchos quienes inspiraron “El corazón de las tinieblas”, desde el capitán belga Guillaume Van Kerckhoven, jefe de caravanas que traficaban con marfil, al teniente Theodore Westmark, que tras servir en el ejército de Leopoldo II durante tres años, se dedicó a dar conferencias sobre lo que había aprendido en África, lo que, tras leer el libro en el que se recogieron, hay que reconocer que no fue mucho. No parece el tipo de persona que pueda ser arrastrado hacia el mal, ni tampoco hacia ninguna otra parte. Mejor candidato sería otro capitán de la Fuerza Pública, que así se llamaba el ejército del rey belga en el Congo, Leon Rom, quien solía adornar los jardines de su residencia con las cabezas cortadas de los africanos que se rebelaban; según cuenta un misionero que lo vio con sus propios ojos eran veintiúna, más o menos las mismas que rodeaban la vivienda de Kurtz.

Hodister, un agente parecido a Kurtz

Pero quien más podría acercarse al personaje culto, elocuente y carismático, el Kurtz de Conrad, podría ser, según estudiosos de la obra del escritor polaco, otro agente de la compañía de comercio belga que negociaba con marfil en zonas aún inexploradas de la selva. Se llamaba Arthur Eugene Constant Hodister y, en el mismo momento en que Conrad navegaba por el río Congo, él realizaba sus negocios y transportaba el marfil que conseguía de los africanos en la parte superior del río, en la que antes de encaminarse al Atlántico se dirige infatigablemente hacia el norte y recibe el nombre de Lualaba.

Al igual que Kurtz, Hodister era un brillante agente comercial, el que más marfil recolectaba y el más valeroso a la hora de adentrarse en territorio desconocido y negociar con los nativos. Era además un hombre culto, que dominaba el árabe y el swahili y que vivía en una región apartada de la selva. Algunos autores dicen que poseía un enorme harén, lo que no casa con la estimación de otros, que aseguran que era un misántropo. Ahora bien, ni era brutal en su relación con los africanos -no maltrataba a sus servidores y éstos sentían por él una gran admiración- ni su táctica para el comercio de marfil era depredadora o violenta, sino negociadora. Tal vez por eso, sus superiores dijeran alguna vez que utilizaba métodos que estaban “fuera de lugar”. También de Kurtz lo decían, pero quizá no por las mismas razones. No parece que Hodister estuviera poseído por la irracionalidad ni por la magia siniestra y primitiva de la selva, al menos en lo que sabemos de él.

Según Thomas Pakenham, Hodister vestía de blanco, lucía un turbante y con su piel blanca y su barba negra, cabalgando un caballo árabe, tenía para los sencillos africanos “el aire de un dios”. Además de ser el agente comercial que más marfil recolectaba, había emprendido diversas expediciones por el Lualaba, a bordo de un vapor y había llegado a Riba Riba, donde tenía intención de establecer una nueva factoría. Eso ocurrió en 1892, dos años después del viaje de Conrad al Congo. No hay constancia de que llegaran a conocerse, pero sí es probable que el escritor hubiera oído hablar de él.

Contra la esclavitud

Hasta qué punto Hodister era un servidor leal del infame Estado Libre del Congo, propiedad del rey belga Leopoldo II, o tenía arraigados unos valores éticos contrarios a la esclavitud es algo que no se puede establecer. Aunque no se le conocen hechos brutales ni comentarios reveladores, sino todo lo contario, también es verdad que el propio rey belga engañó a todos con su falsa filantropía, haciendo creer que su intención era cristianizar y mejorar la vida de los habitantes del Congo, cuando en realidad fue la colonia -en este caso, colonia personal- más atroz, codiciosa y miserable de todas las que se formaron en el siglo XIX, un siglo empeñado en el imperialismo y al mismo tiempo en la supresión de la esclavitud.

Precisamente sobre la esclavitud nos ha llegado un artículo de Hodister que fue publicado en ‘Le Mouvement geographique’, una publicación periódica editada por el Instituto Nacional de Geografía de Bruselas como órgano de propaganda colonial. El artículo en cuestión nos cuenta, en un lenguaje apasionado (que podría ser el utilizado por ese Kurtz cuya elocuencia elogia Marlow, el alter ego de Conrad) cómo aldeas pacíficas se convertían en escenarios de masacres cuando los esclavistas entraban en ella con sus fusiles para hacer prisioneros y matar a quienes lo quisieran impedir:

Son las cuatro de la madrugada y reina la calma ( ) todo duerme y, de repente, un disparo, gritos terroríficos estallan desgarrando el gran silencio ( ) los indígenas arrancados bruscamente del suelo se lanzan fuera de las chozas; aterrorizados y enloquecidos todo lo olvidan, la mujer y los hijos, su primer pensamiento es huir y correr hacia el bosque ( ) Al ruido de los disparos le siguen los gritos de desesperación de los prisioneros, de los heridos y de los agonizantes ( ) El sol aparece bruscamente y viene a alumbrar este campo de matanza y desolación y es entonces cuando se remata a los heridos, se ata solidamente a los prisioneros y comienza el pillaje ( ); los propios vencidos se encargarán de transportar su expolio; se han vaciado las chozas y el fuego realiza su obra y allí, donde la víspera había una bonita aldea ya no queda más que una mancha negra y vacía; hombres, mujeres y niños atados unos a los otros; cadáveres sobre la tierra; regueros de sangre que exhalan un olor acre ( ) ¡Qué cuadro, del que se podrá decir que es el horror! Cuántas veces se ha desangrado mi corazón al ver estos lugares saqueados e incendiados que hace unas semanas había visto florecientes. El odio, la muerte, la devastación, los más malvados sentimientos humanos desencadenados contrastando con una naturaleza espléndida, un sol deslumbrante vertiendo indiferente su luz y su calor en medio de un país eternamente sonriente (Extracto del artículo que lleva el título: ‘Dejad tranquilos a los negros; contra la esclavitud’)

Los esclavistas de Tippu Tib

Hodister murió a manos de estos esclavistas en 1892, justo al principio de la guerra entre los traficantes árabes procedentes del Sultanato de Zanzíbar y la Force Publique del Estado Libre del Congo. Estos traficantes de esclavos y de marfil, dirigidos por Tippu Tib, que había sido contratado por Stanley cuando decidió continuar la labor de Livingstone en la exploración del curso del Lualaba, habían seguido las huellas del explorador desde Nyangwe; se establecieron en las selvas y formaron un Estado aparte dentro del Estado que era propiedad de Leopoldo II. Si bien al principio, hubo cierta coexistencia e incluso el rey belga llegó a nombrar a Tippu Tib gobernador del distrito de las cataratas Stanley, se multiplicaron los incidentes con los sátrapas que el negrero había dejado en la región.

Estos cabecillas no acataban las órdenes de los oficiales de Leopoldo II ni aceptaban que el Estado Libre del Congo fiscalizara sus operaciones. Además, eran rivales en el comercio del marfil. Por otra parte, al rey belga no le interesaba en absoluto que le asociaran ante la opinión pública con el esclavismo que practicaban y, además, conseguiría hacerse con los depósitos de marfil de los zanzibaritas.

Mientras Hodister comerciaba pacíficamente y pretendía internarse más en el interior de la selva para fundar nuevas factorías y explorar el territorio, el capitán Guillaume Van Kerckhoven, un jefe de caravana belga de 37 años, se apoderaba de los cargamentos de marfil por la fuerza, disparando si lo consideraba necesario a los árabes que se interponían en su camino. Pocas semanas antes de la masacre, se internó en su territorio y prácticamente les declaró la guerra.

Según cuenta Robert Edgerton, los árabes comenzaron su asalto matando a los integrantes europeos de la caravana comercial pacífica liderada por Hodister, quien en una carta fechada el 23 de marzo de 1892, apenas un mes antes de su captura, comentaba el buen recibimiento que le habían hecho los árabes de la zona. Ese mismo mes llegó a Riba Riba y fue entonces cuando el agente comercial y tres de sus asistentes europeos fueron capturados por sorpresa y asesinados por orden de uno de los reyezuelos árabes de la zona, Nserera, que recibió las manos y los pies de los cuatro. Las factorías de la compañía fueron atacadas y los guardias asesinados, en total once belgas murieron en lo que se llamó ‘la matanza de Lomami’, según cuenta Boulger.

Los cabecillas árabes habían niciado su revuelta. Uno de ellos, Sefu, jefe de Kasongo, capturó a dos agentes del Estado Libre, el lugarteniente Lippens y el sargento De Bruyne. Ambos fueron asesinados y sus manos enviadas a otro de los jefes árabes, Munie Mohara, jefe de Nyangwe.

Poco después, uno de los agentes de la oficina central de Hodister en el Lualaba dijo que el propio Nserera había ordenado que fuera torturado lentamente hasta la muerte. Vivió tres días y tras su muerte fue decapitado y su cabeza expuesta sobre una estaca hasta que se pudrió.

La guerra entre los árabes esclavistas y la Fuerza Pública del Estado Libre del Congo duró un par de años. Ambos ejércitos estaban constituidos por aborígenes y procedían en su mayor parte y en ambos casos de las tribus caníbales de las selvas del Congo. Los relatos de las escaramuzas son terribles: se desenterraban los cadáveres y se comían en el mismo campo de batalla; se “aderezaba” los prisioneros aún vivos, sometiéndolos a tortura, antes de echarlos al caldero e incluso algunos oficiales europeos empezaron a degustar la carne humana. Las tropas de Leopoldo II tomaron Nyangwe en 1893 y un año después la guerra había terminado.

Pero entonces comenzó algo mucho peor: las arcas del rey belga se habían quedado exhaustas con el gasto ocasionado por la guerra y tenía que resarcirse. Y se aumentaron las torturas, las mutilaciones y las muertes de los africanos que no cumplían la cuota de caucho exigida por la autoridad belga. Aún quedaban por delante varios años más de horror e infamia: por fin, el 15 de noviembre de 1908, el rey Leopoldo II tuvo que entregar el Congo, no sin antes reclamar cincuenta millones de francos en concepto de “gratitud por los grandes sacrificios realizados por él a favor del Congo”. Falleció un año después y la tragedia y el “horror” quedaron semiolvidados.

Bibliografía

Adam Hochschild, ‘El fantasma del rey Leopoldo’, Editorial Península, Barcelona, 2002

– Javier Reverte, ‘Vagabundo en África’, 1998, Santillana

– Norman Sherry, ‘Conrad’s Western World’, Cambridge University Press, 1971

– Thedore Westmark, ‘Tres años en el Congo’, Ediciones del Viento, 2009 (publicado por primera vez en 1886

-Peter Forbath, ‘El río Congo: descubrimiento, exploración y explotación del río má dramático de la historia’, Fondo de Cultura Económica, 1977

– Thomas Pakenham, ‘The Scramble for Africa: The White Man’s Conquest of the Dark Continent from 1876-1912’, Abacus, 1991

– Robert Edgerton, ‘The Troubled Heart of Africa; A History of the Congo’, St. Martin’s Press, New York, 2002

Demetrius Charles Boulger, The Congo State: Or, the Growth of Civilisation in Central Africa, Cambridge University Press, 2012 (1898 primera edición)

Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas

Nos encontramos en África, el continente literario por excelencia, el sueño de los exploradores y también el de los escritores. Conrad viajó por el Congo y luego, ya en Inglaterra, nueve años después, escribió sobre él. En el prólogo a la edición de 1902 advierte de que se trata de una “experiencia llevada un poco (y solamente un poco) más allá de los hechos reales con el propósito, perfectamente legítimo -creo yo- de traerla a las mentes y al corazón de los lectores”.

Algunos han comparado el personaje de Kurtz con otros reales como el Rajá Blanco e incluso contemporáneos, como Mayrèna, de los que ya he escrito en anteriores entradas. Está claro que “El corazón de las tinieblas” es la trasposición novelada del viaje de Conrad por el río Congo en 1890, pero me parece que no hay un personaje ni de verdad ni de ficción sobre el que pueda estar inspirado el agente comercial que acaba rindiéndose a los poderes misteriosos de la selva. Como en todas sus novelas, en ésta surge intensamente un asunto que le obsesionaba: la lucha del hombre contra las fuerzas incontrolables de la naturaleza, fuerzas irracionales y primitivas que subyacen en todos los hombres y que se mantienen inactivas e invisibles mientras no se abran las exclusas impuestas por la civilización.

Los sucesos de este viaje se narran a través de Charles Marlow, un capitán de barco que representa al propio Conrad y que permite al novelista recordar episodios de su propia vida y mostrar una actitud moral, a veces desconcertante o ambigua, sobre lo ocurrido y su significado. Aunque, tal vez esta ambigüedad actúe como una coartada. Dice Edward Said, en un ensayo sobre el escritor polaco naturalizado británico, que Marlow entra en el corazón de las tinieblas para descubrir que Kurtz es incapaz de decirle toda la verdad, por lo que cuando narra sus experiencias no puede ser tan exacto como le habría gustado y acaba exponiendo aproximaciones e incluso falsedades, de las que tanto él como sus lectores parecen darse cabal cuenta. Esa forma de relatar es la manera que tiene Conrad de ser ambiguo, de no dar nunca nada por auténtico y fomentar la duda. También es una exaltación de la ironía, cuando no del sarcasmo más estimulante y sublime.

El rey de los belgas

Conrad aprovecha su experiencia en África, donde durante ocho meses capitaneó un barco fluvial, propiedad de la Sociedad Anónima para el Comercio en el Alto Congo, para denunciar los excesos colonialistas, la salvaje explotación del continente entero.

Pretende desenmascarar la filantropía hipócrita de las gentes civilizadas que realmente lo que pretenden es expoliar a los países y a sus gentes. Unos años antes de que firmara el contrato para pilotar el vapor en el río Congo, en 1876, el rey Leopoldo II de Bélgica convoca la Conferencia Geográfica Africana en Bruselas, a la que acudieron expertos, exploradores y científicos de varios países europeos. En su discurso de apertura, el rey de los belgas declaró que lo que allí les reunía era una cuestión de la máxima moralidad, que no era otra que la de “abrir a la civilización la única parte del globo en la que no ha penetrado y ahuyentar las tinieblas que envuelven a poblaciones enteras; una cruzada digna de este siglo de progreso”. El régimen de odiosa esclavitud que estableció, como dueño del Estado Libre del Congo, fue responsable de la muerte de varios millones de congoleños.

Conrad denuncia los abusos del colonialismo, pero al mismo tiempo es partícipe de las ideas imperialistas del siglo e incluso, a veces, sus comentarios acerca de los indígenas resultan ciertamente xenófobos, o al menos carece de empatía hacia ellos, como cuando se refiere a los caníbales con los que viaja en el vapor por el Congo o la capacidad de aprendizaje, nunca total en su opinión, de los salvajes. Conrad, como todos los grandes escritores, capta el espíritu de su época. Y por eso, como dice Said, sus narraciones “son propias de un tiempo y de un lugar y no son incondicionalmente verdaderas ni ciertas sin matizaciones”.

Civilización y barbarie

Marlow comienza su relato mientras hace tiempo, junto con sus compañeros de navío, en la desembocadura del Támesis, recordando cómo los romanos llegaron a las costas de Gran Bretaña, “perdidos entre el frío, la niebla, las tempestades, el exilio y la muerte ( ) lo bastante hombres como para afrontar las tinieblas” y que, instalados tierra adentro, “sienten que la más absoluta barbarie les va rodeando; toda esa misteriosa vida que se agita en los bosques, en las junglas, en los corazones de los salvajes”, expuestos, finalmente, a “la fascinación de la abominación”. Pero a nosotros, concluye con aparente optimismo, “nos salva la devoción a la eficiencia”, porque los romanos, contrariamente a los europeos del XIX, “no eran colonizadores”, sino simplemente instrumentos de la “opresión”, para la que lo único que se precisa es “la fuerza bruta”.

Evidentemente se trata de un sarcasmo: tan opresores son los europeos del siglo XIX como los antiguos romanos, si no peor, aunque Marlow-Conrad sí cree en la capacidad benefactora del colonialismo, pero no en la conquista ni en la sumisión y expolio de los indígenas como denuncia a lo largo de la novela. Y asimismo cree en la inocencia y credulidad de las gentes de la metrópoli, representadas en la novia de Kurtz que, desde Inglaterra, recibe las noticias de sus “éxitos civilizatorios” y también la de su muerte que ella pretende convertir, con una absoluta ingenuidad, en un acto heroico merecedor de homenajes.

Al hilo de la reflexión sobre los romanos y el Támesis, Marlow recuerda su viaje, como capitán de un pequeño vapor, por el río Congo para recoger a un agente de la compañía que ha enfermado en una estación interior en plena jungla. Su primera parada será Boma, la capital, y después Matadi (en la novela no aparecen los nombres de estos enclaves, como tampoco el del propio Congo, pero se adivina porque Conrad visitó ambos en su viaje de 1890).

En Matadi, Marlow-Conrad es testigo de la miserable vida de los indígenas y de la maldad estúpida de los colonizadores: ve pasar una cadena de presidiarios harapientos, unidos los collares de hierro que llevan al cuello por una cadena mientras sus cabezas mantienen en equilibrio enormes cestas llenas de tierra. Pero lo peor aún está por llegar: en una pradera en lo alto de la colina vislumbra “negras sombras acurrucadas, tumbadas, apoyándose sobre los troncos ( ) en todas las posturas del dolor, el abandono y la desesperación”. Allí se les había abandonado para que murieran lentamente; no eran enemigos ni malhechores, sino solamente “sombras negras de enfermedad e inanición que yacían confusamente en la penumbra”, gentes que habían sido traídas “desde todos los lugares recónditos de la costa con toda la legalidad de contratos temporales” y que perdidos en un medio inhóspito y alimentados de forma precaria “se volvían ineficientes y enfermaban” y, entonces “se les permitía retirarse a rastras y descansar”.

Ésta es la visión que tiene Conrad, la realidad de lo que fue la colonización belga o francesa o británica de África, aunque nunca mencione Inglaterra: el trabajo hasta la extenuación, el hambre, la esclavitud y la muerte.

Kurtz, el agente

Marlow y su barco van en busca de Kurtz y las informaciones inquietantes que recibe acerca de él van creando su figura en el imaginario del capitán hasta llegar a un punto, aún sin conocerlo, en que le desprecia por haberse dejado dominar por las tinieblas de esa tierra salvaje, pero al mismo tiempo le considera un elegido provisto de dones espectaculares. También le teme porque sabe que él mismo podría convertirse en su igual en el momento en que le abandonara la razón y se sometiera a los instintos más primitivos del ser humano que apenas han sido domeñados en el transcurso de la civillización.

Kurtz era el agente de la compañía que más marfil había recogido, por medio del robo o la negociación, y luego, había sido absorbido por la selva, que le había cautivado, “penetrado en sus venas, consumido su carne y unido su alma a la suya por medio de inconcebibles ceremonias de algún rito de iniciación demoníaca”. Las tribus le siguieron porque le adoraban. Todo le pertenecía a Kurtz, pero “la cuestion era saber a qué pertenecía él, cuántos poderes de las tinieblas le reclamaban como suyo”.

Las buenas intenciones

Pero al principio no era así. Su intención era civilizadora, estaba imbuido de la buena nueva y se creía capaz de contribuir a mejorar la situación de los nativos. La Sociedad Internacional para la Supresión de las Costumbres Salvajes le había confiado la redacción de un informe que sirviera de guía. Y lo hizo, escribió diecisiete páginas, “pero esto debió hacerlo antes de que sus nervios le fallaran” y le llevaran a presidir “ciertos ritos indescriptibles que se le ofrecieron a él”. El informe rebosa entusiasmo y argumenta que los blancos, debido a su nivel de desarrollo, deben parecerles a los salvajes seres sobrenaturales y, en esa escalada de elocuencia llega a hablar de la necesidad de establecer “una exótica Inmensidad gobernada por una augusta Benevolencia”. Pero tras toda “aquella conmovedora apelación a los sentimientos altruistas” el epílogo, añadido tiempo después de la redacción del informe, resulta aterrador: “¡Exterminad a todos los salvajes!”.

La selva pudo apoderarse de él porque le faltaba algo, porque había algo vacío tras su fachada y su elocuencia y se tomó en él una venganza terrible. Le susurró cosas sobre sí mismo que no conocía y resultó irresistiblemente fascinante, “resonó fuertemente dentro de él porque su corazón estaba hueco”, inmerso en una “impenetrable y estéril oscuridad”.

Marlow llega por fin a la residencia de Kurtz y lo primero que le llama la atención son las cabezas dispuestas sobre estacas, mirando hacia la casa, no protegiéndola, sino en una actitud de servidumbre tras la muerte. El atardecer va dando paso a la penumbra y es entonces cuando aparece Kurtz, transportado en unas parihuelas y seguido por riadas de seres humanos desnudos con lanzas y escudos, de mirada feroz y movimientos salvajes. La comitiva se detiene y el hombre se incorpora, eleva un brazo y puede apreciarse la delgadez causada por la enfermedad que le ha convertido en una imagen animada de la muerte.

Kurtz va a morir y pocos instantes antes Marlow ve en su rostro la expresión del orgullo sombrío, del poder despiadado, del terror pavoroso; de una desesperación intensa y desesperanzada. Gritó gritó dos veces, un grito no más fuerte que una exhalación: “¡El horror! ¡El horror!”

Podemos imaginar el camino que siguió Kurtz desde su llegada a África hasta llegar al desquiciamiento: sus buenos sentimientos se vieron alterados por lo que vio allí, que no fue otra cosa que la codicia de las compañías comerciales europeas y el asesinato, la esclavitud y la tortura infligidos a los nativos, sin ninguna cortapisa legal, por parte del hombre blanco. También el salvajismo y la crueldad de los nativos y su inocencia forman parte de este camino sin retorno al que se ve abocado Kurtz.

Tierra entre tinieblas

Junto a las sombras de salvajismo y terror primitivo en que están sumidos los salvajes y las tinieblas que podían hacer perecer las almas de quienes observaban a los nativos reducidos a bestias sin más derechos que poder morir de agotamiento, inanición o por castigos inhumanos, surgía también la oscuridad del río y de la jungla del interior de aquel continente extraño y salvaje. Remontar el río era, dice Marlow, “penetrar más y más en el corazón de la oscuridad ( ) era regresar a los más tempranos orígenes del mundo, cuando la vegetación se agolpaba sobre la tierra y los grandes árboles eran los reyes” y soñar “que éramos los primeros hombres que tomaban posesión de una herencia maldita que debía ser sometida al precio de una profunda angustia y de un enorme esfuerzo”.

Esa atmósfera de terror, exacerbada por los olores, la oscuridad de la selva y la soledad contribuyeron a la creación de ese reino del mal en el que se convirtió la estación interior sobre la que gobernaba Kurtz, que había comprendido que él podía convertirse en un dios para los indígenas.

El comandante Kurtz de Coppola

En ‘Apocalipse Now’, la película que Coppola dirigió en 1979, Kurtz es un comandante brillante que ha creado, como en ‘El corazón de las tinieblas’, su propio reino de abominación, pero esta vez en la selva de Camboya. El Kurtz americano es, al igual que el europeo de Conrad, un hombre a la deriva, desnortado, preso de una locura sanguinaria y primitiva, que sale a la luz en medio de las tinieblas en que está inmersa la acción del hombre blanco.

La guerra de Vietnam, como la colonización del Congo, era parte del horror. Cuando el capitán Benjamín L. Willard -el Marlow de ‘Apocalipse Now’- consigue hablar con Kurtz, éste le cuenta que una vez, cuando estaba en las fuerzas especiales, fueron a un campamento a vacunar a los niños contra la polio. Tras hacerlo se marcharon, pero un viejo llegó llorando y ellos regresaron y vieron allí “un montón de bracitos”. Y entonces se dio cuenta de que aquellos hombres eran más fuertes que ellos porque luchaban con el corazón y tenían voluntad para hacer eso, “eran capaces de utilizar sus instintos primarios para matar sin sentimientos, sin pasión, sin prejuicios, sin juzgarse a sí mismos, porque juzgar es lo que nos derrota”.

Tanto la novela como la película consiguen crear una atmósfera densa y fascinante con la descripción de una jungla repleta de sombras, en la que apenas se vislumbran reflejos de algo terrible que está sucediendo más allá y en la que se escuchan gritos que rasgan el aire como aullidos inhumanos. Más que una pesadilla, lo que se narra en ambas es una alucinación de los sentidos que hiela el corazón.

 

Sir James Brooke, el Rajá Blanco

Cuando Dravot le cuenta a su compañero de fatigas, Carnehan, sus fantásticos proyectos de crear en Kafiristán no una nación, sino un imperio, exclama: “¡El rajá Brooke será un niño de pecho a nuestro lado!”. Y se imagina un futuro en el que trata con el virrey de igual a igual y ofrece la corona de su nuevo país a la reina Victoria.

Cuando Kipling escribe este relato han pasado ya más de cuarenta años desde que sir James Brooke fuera proclamado Rajá de Sarawak y conocido en toda Europa como el Rajá Blanco. Sus diarios fueron publicados en Londres y gozó de una gran popularidad. Incluso, como quería Dravot para él mismo, fue recibido por la Reina Victoria y el príncipe regente Alberto y nombrado cónsul general de Borneo. Pero eso ocurrió mucho después de que empezara toda esta historia.

Los españoles llegan a Borneo

En el año 1521 llegó a las costas de la isla de Borneo la expedición española, entonces liderada por Elcano tras la muerte de Magallanes, descubriendo así la isla para Occidente. Cuenta Antonio Pigafetta, que ejerció como cronista del viaje alrededor del mundo, que una vez llegados a puerto, el sultán les envió un hermoso barco con la proa y la popa adornadas con oro y que se intercambiaron regalos.

Seis días después el sultán invitó a palacio a los comandantes de los barcos, que fueron paseados a lomos de elefantes durante horas, pernoctaron en la casa del gobernador y de vuelta a los elefantes hasta que llegaron a la residencia palaciega, donde les hicieron sentarse sobre una alfombra ante la presencia intimidante de trescientos hombres de la guardia provistos con “espadas y dagas con empuñadura de oro y piedras preciosas”.

Apenas vislumbraron al sultán en otra sala y un cortesano les previno de que no podían hablarle y de que si querían decirle algo, primero se lo comunicaran a él, que él luego lo transmitiría a un cortesarno de un rango más elevado; éste a su vez al hermano del gobernador, que se hallaba en la sala pequeña, quien, por medio de una cerbatana colocada en un agujero de la pared, expondría su embajada a uno de los principales oficiales que se hallaban cerca del sultán para que se la comunicara.

Con tanto circunloquio a saber qué llegó defintivamente a oídos del sultán acerca de lo que le dijeron los expedicionarios españoles. Según Pigafetta, le informaron de que eran vasallos del soberano de España y que quería vivir en paz con él, y que el deseo de ellos no era otra cosa que poder comerciar en su isla. El sultán les contestó que le placía en extremo ser amigo de España y que podían proveerse de agua y leña, así como comerciar, en sus estados. Es decir, que al parecer se entendieron, aunque cuando ya los españoles se marchaban tuvieron algún que otro problema de comunicación que desembocó en el secuestro de algunos miembros de la expedición y la muerte de soldados del sultán.

El sultanato de Brunei fue muy poderoso entre los siglos XIV y XVI y sus dominios cubrían toda la isla de Borneo y el sudoeste de las Filipinas. En tiempos de Felipe II, el sultán de Brunei, Sirela, acudió a Manila para pedir ayuda al gobernador español para recuperar el trono que le había arrebatado su hermano mayor. La batalla naval se saldó con una clarísima victoria de los españoles, cuya superioridad naval era indiscutible. Sirela fue repuesto en el trono y cumplió su compromiso, en una pomposa ceremonia, de tomar posesión de su reino en nombre de Felipe II. Este episodio fue citado con frecuencia por España para defender su derecho al territorio del Sultanato.

Pero el reinado de Sirela sólo duró tres años: el hermano volvió a ocupar el trono y el destronado volvió a pedir auxilio al gobernador de Filipinas. Entre expediciones de castigo y de reposición de sultanes, supresión de vasallajes y conflictos con los piratas pasaron los años.

Tanto el sultán de Borneo, uno de los más poderosos, como el de Jolo, no disponían de fuerzas suficientes para controlar las intrigas palaciegas y familiares y hacer frente a la piratería que dominaba los mares, por lo que se veía obligado a pedir ayuda a las naciones coloniales presentes en la zona, como Portugal y España, y posteriormente Holanda e Inglaterra. Esta última finalmente se hizo dueña de Brunei y de la isla de Labán aplicando la política de hechos consumados y ocupación del territorio, algo que España no pudo hacer nunca por falta de efectivos. Inglaterra utilizó para la ocupación a nuestro protagonista de hoy, James Brooke, y a su propia Marina. España no tenía ni medios ni capacidad para mantener su imperio en las islas y, finalmente, perdió también Filipinas, con la intervención de Estados Unidos.

Piratas y cazadores de cabezas

La piratería en las aguas de esta región era un mal endémico y su exitosa supervivencia se debía a que la cantidad de islas, islotes y arrecifes constituían unos escondites magníficos y a que las autoridades nativas, e incluso las potencias coloniales, muchas veces eran las más interesadas en que prosiguiese tan lucrativo negocio.

Los piratas más temibles eran los ‘illanum’, que tenían sus bases en el norte de Borneo. Se sabe que vestían con una elegancia desmesurada: chaquetas escarlatas y majestuosos sombreros adornados con plumas de colores. Despreciaban las armas de fuego y luchaban cuerpo a cuerpo utilizando un puñal llamado ‘cris’, de hoja ondulada, además del ‘kampilan’, una enorme espada de dos mangos con la que los illanum partían el cráneo de la víctima de un solo golpe. Realizaban largas travesías con flotas de hasta cincuenta ‘praos’ y llegaron incluso hasta la bahía de Bengala.

Si bien los illanun constituían la crème de los piratas de Borneo, todos los pueblos costeros de la isla practicaban la profesión. En el sultanato de Brunei, los dayaks del mar eran famosos por su ferocidad y tenían una costumbre -la misma que los dayaks de tierra- que les dio mucha fama, aunque macabra: cazaban cabezas. Decapitaban a los enemigos que mataban y luego exhibían las cabezas en las viviendas multifamiliares; cuanto mayor era el número de cabezas exhibidas, mayor el prestigio de la aldea. Con el tiempo la práctica bélica se convirtió en costumbre incluso en tiempos de paz: los jóvenes hacían incursiones a las profundidades de la jungla para volver con un botín que diera fe de su valentía y destreza. Y la víctima podía ser cualquiera, incluso un pobre vendedor ambulante que se encontraran por el camino. Curiosamente, las cabezas de mujeres y niños eran las más valiosas porque constituían la prueba de que el héroe se había acercado preligrosamente a una casa comunal.

Algunos antropólogos creen que la conservación de las cabezas decapitadas tienen como motivo la mortificación del enemigo, la violencia ritual o el exhibicionismo varonil. Otros, creen que es un medio de asegurarse los servicios de la víctima como un esclavo en la otra vida, pero la teoria más arraigada es que su función primaria era ceremonial y destinada a consoldiar las relaciones jerárquicas entre comunidades e individuos.

No obstante, pese a estos ‘cortadores de cabeza’ ceremoniales, siempre se ha considerado que los malayos de Borneo eran mucho más pacíficos que los del continente, que lucen, según novelistas y cineastas, un carácter violento e irracional, conocido con el síndrome de la “ira malaya”. El término procede de la palabra malaya meng-âmog, que significa “atacar y matar con ira ciega” y es que esta locura homicida se apreció entre los malayos por primera vez, aunque haya muchos otros pueblos que la practicaron y la practican.

Rebelión de los nativos

Ya en el siglo XVIII, la aristocracia malasia que gobernaba la isla de Borneo practicaba con las tribus pacíficas un sistema de comercio predatorio y abusivo y, a las guerreras, como los dayaks, les proveía de armas para que se dedicaran a la piratería a cambio de la mitad del botín.

Tan mal estaban las cosas que en 1837 se produjo una rebelión de los nativos y el monarca de Brunei pidió auxilio a los holandeses, establecidos en el sur de la isla. El sultán, Omar Ali Saifuddin, que gobernaba el Sultanato desde 1828 no era muy listo y Hasim, uno de sus tíos, era el regente y auténtico gobernador. Temiendo perder su estatus, recurrió a los británicos, que tenían una base en Singapur bajo el mando del gobernador Bonham. Justo en ese momento había aparecido en Singapur la persona ideal para ocuparse de la misión: un hombre un tanto excéntrico, obsesionado con Borneo y con la urgente necesidad de expulsar a los holandeses de las Indias Orientales, James Brooke, quien acababa de llegar a bordo de su propia goleta, la Royalist.

James Brooke en Sarawan

Cuando James Brooke llegó a Brunei tenía treinta y cinco años. Había nacido en 1803 en Benarés, donde su padre ejercía como juez del tribunal supremo de la Compañía de las Indias Orientales. Marchó a los doce años a Inglaterra y cuando finalizó sus estudios volvió a la India y se alistó en el ejército bengalí, en el que combatió como oficial de caballería en la primera guerra birmana, en 1825. Recibió un tiro en un pulmón y le dieron por muerto en el campo de batalla; la gravedad de su lesión le tuvo cinco años convaleciendo en Inglaterra y cuando pudo reincorproarse al Ejército le negaron esa posibilidad porque se había cumplido el plazo preceptivo.

Entonces pensó en dedicarse al comercio en las Indias Orientales con un bergantín que compró al efecto, pero fracasó y tuvo que malvender sus mercancías. Volvió a Inglaterra humillado pero sin cejar en su proyecto y en 1839 lo tenemos de nuevo en Singapur, a bordo de su goleta, la ‘Royalist’, dispuesto a hacerle un favor al gobernador británico, Bonham.

Brooke se entrevistó con Hasim, el regente; se cayeron bien e incluso recibió el regalo de un orangután. Tras una regañina del gobernador Bonham porque, al parecer, no había actuado como se esperaba de un ciudadano corriente y había comprometido al Imperio británico, volvió de nuevo a la isla y tomó las riendas del ejército del sultán que estaba rodeado por los rebeldes, a los que derrotó. Hasim no sólo le concedió derechos exclusivos para comerciar en la provincia de Sarawak, sino también la promesa de nombrarle rajá, aunque la concesión del título era prerrogativa del sultán.

Gracias a sus buenos servicios, Brooke fue proclamado en 1841 rajá de Sarawak, lo que le permitía gobernar esta provincia y alrededores. Además de enfrentarse al traidor Makota, protegió a sus súbditos y atacó con éxito a los piratas aprovechando la presencia de la Marina británica. Le dio tiempo a visitar sus posesiones y a escribir un tratado de piratería. Intentó que el Gobierno británico de Su Majestad le reconociera sus logros y su rango, pero sólo consiguió que lo nombraran “agente de confianza”, aunque la publicación de sus diarios en Londres le convirtieron en un héroe nacional, un aventurero romántico y benefactor que se entregaba sin reparos a la lucha contra los piratas y los cazadores de cabezas.

De nuevo se produjo otra rebelión palaciega y Brooke estuvo a punto de morir, pero la Marina Real británica acudió en su ayuda y en julio de 1846, los británicos ocuparon la ciudad de Brunei, de la que había huído el sultán y toda su corte. Omar Ali volvió y alegó haber sido engañado. Como castigo, se le obligó a ceder la estratégica isla de Labuan, desde la que se podía controlar todo el Mar de la China, a la reina Victoria.

James Brooke volvió a Inglaterra, tras siete años de ausencia y esta vez sí fue recibido con todos los honores. La reina Victoria y el príncipe consorte le ofrecieron una recepción y le nobraron gobernador de la nueva isla, así como cónsul general de Borneo.

A su regreso a la isla se encontró con que los piratas habían vuelto a las andadas y con la reaparición del viejo Makota. Los dayaks del mar de Sariba habían arrasado las maŕgenes del río Sadong y habían decapitado alrededor de cien mujeres y niños. Brooke organizó una represalia desvastadora valiéndose de una flota de buques de guerra británicos y praos malasios y una tripulación de dos mil quinientos hombres. Fue el principio del fin de la piratería en el noroeste de Borneo, aunque no todos en Europa aplaudieron a James Brooke. Incluso en Inglaterra hubo quienes le acusaron de asesinar a salvajes inocentes con la excusa de que eran piratas para apoderarse de sus tierras, de manera que el Parlamento creó una comisión de investigación que, al final, falló a favor de Brooke.

La herencia de James Brooke

Tras reprimir una sangrienta rebelión de mineros chinos en 1857, Brooke volvió a Londres y allí se encontró con que tenía un hijo ilegítimo, Reuben George Brooke, de veinticuatro años. Se lo comunicó a sus sobrinos, que ya se veían como únicos herederos. Su reacción fue tan histérica que muchos pensaron que Brooke reconoció a ese hijo no porque fuera suyo, sino porque lo veía más capacitado que sus sobrinos para sucederle. Incluso un biógrafo cuenta que no pudo nunca tener hijos porque la bala que supuestamente lo hirió en el pulmón en Birmania fue a parar a otro órgano situado un poco más abajo. También se dice que su orientación sexual estaba dirigida a los jóvenes príncipes de Brunei.

No obstante, Reuben George Brooke nunca llegó a Sarawak y acabó muriendo en un naufragio. Charles, uno de los sobrinos, acabó siendo el segundo Rajá Blanco de Sarawak, tras la muerte de James Brooke en 1868 en Inglaterra, donde vivió los últimos cinco años de su vida.

Kabir Bedi como Sandokán

Sandokán, el resistente anticolonialista

Contra el Rajá Blanco sólo salió victorioso un héroe literario de nuestra infancia: Sandokán. En 1883, Emilio Salgari comenzó a publicar por entregas las vidas de los piratas de Malasia y los tigres de Mompracem, que tienen como protagonsita a Sandokán, el llamado “tigre de Malasia”, un príncipe de Borneo desposeído de su trono por el colonialismo británico.

En la misma época en que escritores como Rudyard Kipling o H. Rider Haggard- glorifican sin complejos la aventura imperialista de su país, Salgari inventa un héroe que es en realidad un resistente anticolonialista.

Sandokán, nos cuenta Salgari, era un joven príncipe malayo que subió al trono en la isla de Borneo con apenas veinte años y comenzó a conquistar a los reinos cercanos, por lo que británicos y holandeses, viendo amenazado su poder, se aliaron con el sultán de Varauni para derrotarlo. El héroe acabó siendo vencido por sus enemigos y entonces se dedicó a piratear por Borneo todo lo que pudo y con los años llegó a Mompracem, isla que convirtió en su base logística desde la que inspiraba el terror en toda Malasia.

Hay un par de episodios en estas novelas por entregas en las que aparece sir James Brooke con nombre y apellido y a bordo de la Royalist. Salgari le llama “exerminador de piratas” y hombre audaz, hombre de energía extraordinaria y amante delas aventuras. No obstante, como enemigo que fue de Sandokan, acabó siendo derrotado pero el príncipe pirata le perdonó la vida a cambio de que nunca más volviera a Sarawak.

El ocaso de Brunei

En el siglo XIX, que es el que más nos ha ocupado en este comentario, Brunei perdió la mayoría de su territorio y se convirtió en el pequeño país actual que comparte la isla de Borneo con otros dos Estados: Malasia e Indonesia.

Brunei fue un protectorado británico de 1888 a 1984, año en el que se convirtió en un estado independiente. Apenas tiene un millón de habitantes: el 67% es de origen malayo, el 15% chino, el 6% nativo y el 12% restante de otras etnias. El sultán actual es primer ministro, ministro de Finanzas y del Interior, además de jefe religioso del país. Tanta ocupación compensa porque posee una mansión de casi dos mil habitaciones, cientos de coches de lujo, y es el monarca más rico del mundo, aunque desde la crisis financiera asiática de 1997 y también debido el derroche fantasioso de toda la familia haya perdido muchos puestos en la lista Forbes. Se le calcula una fortuna de unos 16.000 millones de euros.

Bibliografía

Rudyard Kipling, El hombre de pudo reinar, Valdemar 2009

-Antonio Pigafetta, Primer viaje alrededor del mundo (edición de Isabel de Riquer)

– Gianni Guadalupi y Antoni Shugaar, Latitud cero, Destino 2006

– Emilio Salgari, Los tigres de Mompracem (Piratas de Malasia), Orbis, 1987

Más allá del Hindu Kush

La expedición de Alejandro Magno

Perseguía a Bessos, el asesino de Darío que se había declarado su sucesor, y en su persecución Alejandro atravesó el Hindu Kush con más de treinta mil soldados, que sufrieron un frío intenso, jornadas inacabables y hambre constante.

A finales de septiembre del año 330 a.C., con el invierno en ciernes, emprendió la marcha hacia Kandahar, hacia las lejanas montañas de la estribación del Himalaya que separan de norte a sur la India de Irán, denominadas posteriormente el Hindu Kush, que significa “el asesino hindú” por la elevada tasa de mortalidad entre los jóvenes esclavos de la India que los mercaderes medievales llevaban a vender a Irán. No todos los expertos aceptan esta etimología popularizada por el viajero Ibn Batuta en el siglo XIV y señalan que Hindu Kush es una corrupción de la expresión latina ‘Caucasus Indicus’, que era el nombre que le dieron los romanos. También puede provenir de ‘kushan’, nombre del imperio que entre los siglos I y III d.C. se extendió desde Tayikistán hasta el Mar Caspio ocupando todo lo que es hoy Afganistán hasta el río Ganges.

Kandahar, la ciudad hacia la que se puso en marcha el ejército macedonio era la población más importante de la región de Aracosia, “la bien regada”. Su nombre actual podría derivar precisamente de Alejandría, que habría dado Iskanderiya y luego Kandahar. No fue la única Alejandría del actual territorio de Afganistán; se pueden contar más de media docena. Cuando no combatía, el macedonio creaba o renombraba ciudades y establecía puestos avanzados, en los que dejaba a soldados en calidad de colonos. Por eso no es extraño que algunos pueblos de esta región, como los kalash, se consideren herederos directos de aquellos veteranos que se quedaron allí a vivir.

Nuestros amigos Dravot y Carnehan, a los que conocimos gracias a Kipling, no estaban equivocados: por allí pasó Alejandro y fundó ciudades en las que vivieron colonos griegos. Probablemente ambos aventureros atravesaron la montaña por uno de los ocho pasos que conectan el actual Pakistán con Afganistán. El plan, según le cuentan a Kipling aquella calurosa noche antes de partir, es alcanzar Peshawar y luego arriba a la derecha, atravesando el paso de Jagdallak, hasta llegar a Kafiristán, la meta de su viaje (1).

Antes de la llegada de Alejandro, las tierras de Afganistán ya habían visto pasar y quedarse a los pueblos iranios, que se llamaban a sí mismo “arya”, es decir, “los nobles”, procedentes del centro de Europa. Se asentaron, unos en Irán, país al que dieron nombre, y otros en la India a la que llegaron atravesando el Hindu Kush, hace 3500 años. Que muchos afganos y muchos habitantes de los valles de las montañas presenten sus características físicas -piel blanca y ojos claros- no es nada sorprendente ni hay que achacárselo exclusivamente a la colonización alejandrina.

El el mes de diciembre comenzó la etapa más dura del viaje de Alejandro en pos de Bessos. El objetivo era cruzar el Hindu Kush hasta la ciudad de Balj (Bactria para los griegos). Se la consideraba la ‘madre de las ciudades’ y en ella nació Zoroastro. Una rebelión en la actual Herat (Alejandría de Arie) obligó a Alejandro a desprenderse de varios miles de soldados para sofocarla, con lo que quedaron treinta y dos mil en la expedición. El camino entre Kandahar y Kabul era abrupto y discurría entre desfiladeros y allí empezaron las penurias. Cerca de Kabul Alejandro hizo levantar un campamento de invierno y la nueva ciudad, en la que instaló a ocho mil nativos y a todos los veteranos y mercenarios de los que pudo prescindir, pasó a llamarse Alejandría del Cáucaso, actual Bagram, a setenta kilómetros de la capital afgana.

En mayo del año 329 se hicieron los preceptivos sacrificios a los dioses antes de iniciar la escalada a través del paso de Jáiber, también llamado Khyber o Khaiwak, a una altura de 3.350 metros. La ascensión hasta la cima duró una semana y ya entonces se quedaron sin comida. Las estribaciones de la cordillera conformaban un territorio inhóspito, en el que no había ni pájaros ni vida salvaje alguna, según cuenta el historiador romano del siglo I d.C. Quinto Curzio Rufo, que describe a los parapamísadas como la raza menos civilizada entre los bárbaros. El ejército de Alejandro, nos cuenta, sufrió “el hambre, el frío, la fatiga y la desesperación y muchos sucumbieron al insólito rigor de la nieve” (2).

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Prometeo en el Hindu Kush y la cima del mundo

En medio de las montañas la expedición de Alejandro encontró una roca de una altura de ochocientos metros que, según los nativos, fue la residencia de Prometeo, junto con el nido de la mítica águila que le roía el hígado y las marcas de las cadenas que mantuvieron inmóvil al titán para cumplir el castigo eterno impuesto por Zeus por haber entregado el fuego al hombre. A los expedicionarios les pareció que ése era el lugar, aunque el mito siempre se había situado en el Cáucaso, a miles de kilómetros de distancia hacia el noroeste. Con el fin de reconciliar el mito y la geografía -nos dice Lane Fox- la gente de Alejandro sostuvo que el Hindu Kush estaba unido al Cáucaso por una prolongación que se extendía hacia el este (3).

Desde entonces, los eruditos antiguos y modernos han tratado el error con mucha crueldad haciendo ver que se trataba de un gesto de adulación hacia Alejandro. Pero, prosigue Lane Fox, la confusión podría venir de que el nombre griego del Hindu Kush, el Paropamiso, derivaba de la palabra persa “uparisena”, que significa “pico sobre el que el águila no puede volar”. Si esas montañas encerraban a la mítica águila tenía que ser el Cáucaso, fuera cual fuese la geografía.

Los expedicionarios escalaban hacia la cima con la expectativa de una recompensa mayor que los sufrimientos: poder observar el límite oriental del mundo, donde las tierras fronterizas de la India se fusionaban con el arremolinado océano. Ni Aristóteles, el maestro de Alejandro, ni ninguno de los sabios de Occidente tenían conocimiento de la existencia de China. Pero, lamentablemente, desde la cumbre del Paropamiso sólo pudieron ver más y más montañas.

El ejército necesitó al menos diez días para descednder por la pared opuesta. Los caballos se calzaron con las botas de piel que los generales griegos usaban para hacer frente a la nieve, pero la falta de comida les obligó a sacrificarlos y utilizar su carne como alimento, carne que consumieron cruda porque ni había madera ni forma de hacer fuego.

Por fin Alejandro y su ejército llegaron a Bactria; los rebeldes de Satibarzanes habían sido derrotados, lo que provocó la huida de Bessos, cuyos seguidores, ya desafectos, le entregaron a Alejandro. El macedonio siguió recorriendo la región y llegó hasta la Sogdiana. Después tuvo lugar la triste muerte de Clito a manos de Alejandro y la unión del rey con Roxana. Pero todo eso merece muchísimas más páginas y mi intención sólo era recoger datos sobre el paso del Hindu Kush.

Lane Fox

Atravesar el Hindu Kush

Hemos visto a los primitivos arios cruzar la cordillera para instalarse en la India; a Alejandro Magno y su ejército atravesarla para consolidar su poder en las provincias limítrofes de lo que había sido el imperio persa hasta entonces. A la muerte de Alejandro, la región se incorporó al Imperio seléucida y años más tarde fue conquistada por los kushana, de religión budista (a esta época corresponden los Budas de Bamiyán). Las luchas entre los diversos pueblos de la zona e invasores procedentes de occidente se suceden. Sin embargo, en el siglo XIII, cuando Marco Polo regresa de China cuenta que en esa región “existen muchos pasos estrechos y peligrosos tan dífíciles de superar que la gente no teme las invasiones”.

En abril de 1398, Tamerlán cruzó la misma pared del Jáiber que atravesó Alejando Magno, obligando a sus mongoles -dice Lane Fox- a arrastrarse por los glaciares a cuatro patas, a usar trineos y a balancearse sobre los barrancos por puentes hechos con cuerdas que se ataban a grandes rocas.

Británicos en Afganistán

Durante siglos la región fue ignorada por los europeos pero cuando las fronteras del Imperio británico alcanzaron el Himalaya, el Karakorum o el Hindu Kush, lindando con Asia central, las consideraciones políticas y la defensa del Imperio hicieron que los ingleses se interesaran mucho por lo que sucedía en aqeullas regiones hasta entonces desconocidas y poco accesibles, zonas en las que se practicaba el Gran Juego a tres: Inglaterra, Rusia y China.

Afganistán actuó como Estado tapón entre Gran Bretaña y la Rusia zarista y el Imperio británico se implicó de lleno en todo lo relativo al gobierno del país con golpes de Estado y enfrentamientos con las tribus durante todo el siglo XIX. Una de las acciones más trágicas y tristes se produjo durante la retirada británica en la primera guerra anglo-afgana: la masacre sufrida por una columna británica que, ante la sublevación de los afganos, intentó ponerse a salvo partiendo de Kabul a Jalalabad en pleno mes de enero de 1839. La ruta atravesaba varios pasos de montaña cubiertos de nieve y la expedición estaba compuesta por 4.500 militares (690 de ellos europeos) y 12.000 civiles -entre los que había mujeres y niños. Los afganos la hostigaron durante todo el recorrido y el combate final tuvo lugar en Gandamak el 12 de enero, siete días después de su partida. De los veinte oficiales y cuarenta y cinco soldados europeos, sólo seis oficiales consiguieron escapar a caballo, de los que cinco murieron en la huida.

El impacto que produjo la derrota y los horribles detalles sobre cómo los afganos daban muerte a sus enemigos llevaron a Rudyard Kipling a describir en “El hombre que pudo reinar” la crueldad de los afganos cuando se rebelan contra Dravot y a escribir el siguiente poema:

Cuando estés herido y abandonado

En los valles de Afganistán

Y las mujeres salgan

Para cortar en pedazos tus restos

Simplemente toma tu rifle

Y vuélate los sesos”

En la tarde del día siguiente a la matanza, el 13 de enero de 1842, los británicos acantonados en Jalalabad esperaban la llegada de sus camaradas procedentes de Kabul, pero lo acertaron a ver una figura solitaria que llegaba cabalgando hasta las murallas de la ciudad: se trataba del doctor William Brydon, el único superviviente de la columna. Había sido herido de un espadazo en la cabeza pero salvó la vida porque, para combatir el intenso frío, había metido dentro de su sombrero un ejemplar de la revista Blackwood’s Magazine, que amortiguó el golpe. Su caballo, herido también, murió al poco de llegar a la ciudad y el afortunado doctor, tras participar en la guerra anglo-birmana y en otros acontecimientos bélicos como médico del regimiento, murió en Escocia en 1873.

El tren que atraviesa el Jáiber o Khyber

En 1925, en la época del Raj británico, finalizó la construcción de una línea férrea que une Afganistán con Peshawar (Pakistán) a través de 24 túneles y 92 puentes en un recorrido de unos setenta kilómetros que utiliza el paso del Jáiber y que costó la asombrosa cifra de más de dos millones de libras esterlinas.

Paul Theroux, el escritor que ha viajado por todo el mundo saltando de tren en tren, lo utilizó en la ruta a través de Asia que, en 1975, relató en “El gran bazar del ferrocarril” (4). En Kabul, ciudad que le resultó sumamente antipática, tomó un autobús hasta la estación de Landi Kotal, donde subió al tren que le llevó a través del paso de Jáiber hasta Peshawar, ya en Pakistán. Sólo circulaba un tren a la semana y lo utilizaban los afganos para visitar el bazar de Peshawar.

Theroux nos cuenta que el paso es más rocoso, más alto y más espectacular en el lado afgano de la frontera que en el paquistaní y que el ferrocarril es una maravilla de la ingeniería que atraviesa túneles y puentes y trepa hasta los 1.100 metros de altura. Hay cinco kilómetros de túneles y, como el tren carece de luz, se viaja en tinieblas al atravesar las montañas. De repente, el sol de los valles inunda los vagones. Reconoce que parece un viaje imposible para un tren: “El convoy se balancea avanzando por el costado del risco, dando fuertes resoplidos y, cuando ante él no hay más que aire y roca vertical, penetra en la montaña. Al entrar, desaloja murciélagos del techo”. Curvas y precipicios imposibles, hasta llegar a la llanura de Peshawar.

Otra impresión del Hindu Kush la recoge el viajero y escritor Harry Rutstein que en 1981 inició los preparativos para cruzar las cuatro montañas que convergen en el norte de Pakistán y recoge las reflexiones de Samuel Johnson acerca de lo que pudieron sentir los expedicionarios de Alejandro, los guerreros de Tamerlán o los soldados británicos: “Aquellos que penetraron en la profundidad de las montañas del Hindu Kush relatan el extremo silencio del cielo de la medianoche, con sus estrellas ardiendo con intensidad y los picos colosales que elevan sus moles blancas más alto que las tormentas; conmueven la imaginación con una sensación de misterio incomprensible y quietud eterna, como ninguna otra región sobre la tierra lo puede sugerir. Aquí hay esplendores y melancolía, poderes indescriptibles y reservas impenetrables” (5)

(1) Rudyard Kipling, El hombre que pudo reinar, Valdemar 2009 (Puede leerse un comentario sobre este cuento y la película de Huston en mi anterior entrada)

(2) Quinto Curzio Rufo, Historia de Alejandro Magno, Sarpe, 1985

(3) Robin Lane Fox, Alejandro Magno: conquistador del mundo, Acantilado 2007

(4) Paul Theroux, El gran bazar del ferrocarril, Punto de Lectura 2009

(5) Harry Rutstein, La odisea de Marco Polo, Ediciones Nowtilus, 2010

Rudyard Kipling, El hombre que quiso reinar

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Todavía recuerdo el día en que Peachey Carnehan y Daniel Dravot entraron en mi oficina para que les mostrara mapas de zonas inexploradas de Afganistán y libros sobre esos territorios. Querían ir a un lugar del que sólo conocían su nombre, Kafiristán; que era montañoso y que sus mujeres eran muy bellas. Querían ir allí y ser coronados reyes y así “tomar posesión de lo que era suyo”.

Tres años después, quien había sido un hombretón de cejas oscuras y pobladas apareció en la misma sala de prensas sin que yo, a primera vista, pudiera reconocerle. “Caminaba encorvado hasta el suelo, tenía la cabeza hundida entre los hombros y movía los pies como un oso. Aquel harapiento gimoteó que había regresado: He vuelto y fui rey de Kafiristán, yo y Dravot ¡eramos reyes coronados! Soy Peachey Taliaferro Carnehan”.

Y allí mismo esa misma noche me contó la historia de cómo consiguieron unir a los poblados de Kafiristán, de cómo formaron un ejército y compraron armas con la venta de las piedras preciosas que abundaban en el lugar, de cómo les enseñaron a arar la tierra y a tender puentes colgantes. Les convencieron de que eran descendientes de Alejandro y a Dravot le hicieron rey. Lucía una impresionante corona y pensó que podría hacer de ese pueblo una nación importante y que, una vez conseguido este sueño, hablaría de tú a tú con el virrey y, finalmente, ofrecería de rodillas su reino a la reina Victoria y ella le diría: “Levantaos, sir Daniel Dravot”.

Pero cometió un error. Antes de partir, Carnehan y Dravot habían firmado un contrato por el que se comprometían a no beber y a no tener tratos con mujeres. Pero Dravot quiso tomar una reina; los sacerdotes le dijeron que era imposible que una hija de los hombres tuviera tratos carnales con dioses o diablos. La joven elegida, asustada, mordió a Dravot y éste sangró. Y el pueblo se rebeló contra él y contra su compañero porque se dieron cuenta de que no eran dioses, sino mortales como ellos; en definitiva, unos impostores.

A Dravot lo tiraron por un puente colgante al precipicio y a Carnehan lo crucificaron para dejarle libre al día siguiente. Le regalaron la cabeza de su compañero, el rey, que aún llevaba puesta la corona, para que no se olvidara de que nunca debía volver.

El propio Kipling, “joven yFeatured image decidido escritor británico”, dice en el comienzo del relato que en una ocasión conoció “de cerca a quien pudo haber sido un verdadero rey y me prometieron la posesión de un reino”. Escuchamos a Kipling actuando como corresponsal en esa oficina que visitan los dos buscavidas, primero para pedirle consejo y que les dejara echar un vistazo a los mapas antes de emprender su aventura, y luego recibiendo al despojo en que se ha convertido Carnehan. Es el escritor británico de Bombay quien nos cuenta esta maravillosa y trágica historia. Al leerla no cabe la menor duda de que fue auténtica, ya que es Kipling mismo quien la transcribe al papel de labios de uno de ellos. Y, además, les conoció y supo de su existencia y de su viaje y de su fatal desenlace.

Una aventura espiritual

En el prólogo a la edición de Destino de 1989, José María Guelbenzu, escritor y crítico, revela que leyó las historias de Kipling cuando era adolescente y que ‘El rey de Kafiristán’, título de la edición española de entonces, le introdujo en el mundo de la reflexión de la mano de un autor “con vida de aventura y aspecto de burócrata victoriano” que le permitió “asistir, abajo la apariencia (real) de un relato de aventuras al desarrollo de una aventura espiritual”.

Cuando ambos timadores aparecen en la corresponsalía buscando los libros que hablan de Kafiristán y mostrando el contrato que ambos han firmado entre sí comprometiéndose a ser reyes surge, dice Guelbenzu, “un aura de ingenuidad y dignidad” que se sobrepone a su pasado de bribones y que da inicio a una historia llena de grandeza, en la que “lo grotesco y lo simbólico establecen un extraordinario contraste” que dota de belleza a una historia “directa y llana” de cuyo texto surge “la tensión espiritual de sus dos protagonistas” que alcanzan y cumplen su destino, se elevan “hasta la cumbre en virtud de su propio esfuerzo y de su deseo de ser” para, tras contemplar el mundo desde las alturas del poder, vuelvan “a la tierra de los hombres y, en ella, a lo que ellos mismos fueron”, anteponiendo “la dignidad a la expiación”.

“La vuelta no tiene otro fin que la muerte, pues el ciclo está cumplido” y si Carnehan sobrevive es sólo para dar fe de la hazaña y mostrar la nobleza de una gran amistad, que persiste por encima de cualquier error que Dravot haya cometido. Antes de morir, el hombre que fue rey dice a su amigo: “Hice que dejaras una vida feliz para que te mataran en Kafiristán siendo excomandante en jefe de las fuerzas del emperador. Dí que me perdonas, Peachey”. Te perdono de todo corazón, dice Carnehan y emprende el viaje de vuelta con la cabeza coronada de su amigo envuelta en unos trapos, sólo para contarle a Kipling la gran aventura que ambos vivieron y que ha acabado con la muerte de su amigo y la de él mismo.

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La tierra de Kafiristán

Rudyard Kipling publicó este cuento en 1888, el mismo año en el que Mayrena se proclamó rey de los sedangs (en lo que fue la Indochina francesa) y George Scott Robertson fue destinado al norte de Afganistán por el Gobierno británico. El primer occidental que logró penetrar en Kafiristán fue el cartógrafo británico William McNair en 1883, disfrazado de médico musulmán. No obstante, hay un mapa de la región que fue publicado en 1881 por Edward Stanford para la Real Sociedad Geográfica de Londres y que fue realizado por el cartógrafo Henry Sharbau (1822-1904).

En 1889 y con el permiso expreso del Gobierno británico, George Scott Robertson, médico militar del Ejército, se internó en las regiones donde Dravot y Carnehan fueron reyes y, en 1896 publicó un interesante libro sobre sus experiencias y contactos, titulado “The Kafirs of the Hindu-Kush”, en Kafiristán, que significa ‘tierra de infieles’.

En ese mismo año de 1896 el emir de Afganistán invadió la región y le cambio el nombre a Nuristán, que significa ‘tierra de luz’, obligó a todos los kafires a convertirse al Islam e hizo quemar sus famosos ídolos tallados. Actualmente esa provincia afgana sigue llamándose Nuristán.

Kafir significa infiel y era el término usado por los musulmanes para referirse a los pueblos no conquistados y no creyentes del sur de África, como bantúes y zulúes, y que se traduce por ‘cafre’, un vocablo sumamente peyorativo en todos los idiomas europeos pero que para los islamistas no era despectivo ni racista.

En su expedición hacia el este, camino de la India, Alejandro Magno pasó por esa zona encajonada entre montañas y dominada por el Hindu-Kush. La leyenda cuenta que los kalash, como se llama ahora a sus habitantes no musulmanes, eran los descendientes de los griegos macedonios que se quedaron allí para colonizar la región. Algunos etnólogos afirman que no es cierto y que es un truco de los kalash para llamar la atención internacional, pero el Gobierno griego ha asumido la leyenda y periódicamente subvenciona a algunos jóvenes locales para estudiar en Atenas.

Parece que los primeros kalash provienen de tibus indoarias que se repartieron por los valles del norte de Afganistán, una zona de paso en la ruta de la seda, a más de 2.000 metros de altura. Lograron evitar la islamización replegándose en sus valles de la región de Chitral que actualmente forma parte de Pakistán, pero hoy sólo quedan unos tres mil en estos valles de Bumburet, Rambur y Birir. Su cultura es muy diferente a la de los musulmanes con los que comparten el territorio: son politeístas, su símbolo es el sol, fabrican vino y beben licores de alta graduación, las mujeres no llevan la cara tapada y bailan alrededor de las hogueras. Y son de apariencia caucásica: piel blanca y ojos claros.

En el cuento Kipling se hace eco de la leyenda sobre los colonos alejandrinos cuando nuestros dos ex soldados dicen -y Dravot lo cree- ser herederos de Sikander, que es como llamaban los persas a Alejandro. Cuando Dravot le expone sus planes de futuro a su compañero de aventuras tiene muy presente que el ejército que está creando será un ejército, no de una nación, sino de un Imperio porque “esos hombres no son negros ¡son ingleses!”. Dravot está seguro de que son lejanístimos herederos de las tropas de Alejandro Magno, que cruzaron victoriosas el territorio. Y, en ese instante en que parece envuelto en gloria, se siente como el macedonio, un hacedor de imperios.

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La película de John Huston

La película fue rodada en 1975 por John Huston y protagonizada por Michael Caine en el papel de Carnehan y por Sean Connery, en el de Dravot. En el cuento de Kipling, Dravot es descrito como un hombre muy elegante con una gran barba rojiza y de Carnehan se destacan su negras y pobladas cejas, lo que no coincide con el aspecto de ambos actores. Pero dejando de lado las similitudes o discrepancias, todos están de acuerdo es que se trata de una película impecable y, para mí, fascinante, la mejor película de aventuras de todos los tiempos.

Es la historia de dos perdedores, dos tipos muy del agrado del director. Y parecen más perdedores que en el cuento de Kipling. Y más sarcásticos. Cuando Danny y Peachey se encuentran por primera vez con los habitantes de Kafiristán, les preguntan si son dioses, a lo que replican: “No, somos ingleses, que es casi lo mismo”.

No está rodada ni en la India ni en Afganistán, sino en Marruecos, pero Huston consiguió que la productora le financiera un viaje al Himalaya en busca de exteriores, aunque lo único que hizo fue cazar tigres y enfermar de elefantiasis genital por una picadura de mosquitos.

Otra anécdota del film es que la mujer con la que Dravot se desposa, lo que origina toda la catástrofe posterior, estaba interpretada por Shakira Caine, esposa de Michael. En la película se llamaba Roxana, igual que la esposa bactriana de Alejandro Magno.

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André Malraux, La Vía Real

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Mientras redactaba la semblanza de Mayrena, el efímero rey de los sedangs, me parecía estar contando una historia de opereta, pura farsa: los estrambóticos uniformes, la profusión de órdenes y medallas, los combates a duelo con los indígenas y todo lo demás me parecía que no ofrecía una imagen fiel de lo queocurrió en aquel tiempo en la Indochina francesa. Me faltaba sobre todo crear una atmósfera del lugar y una imagen creíble de los actores. Y es sorprendente, pero eso solamente lo consigue la literatura.

Andrè Malraux estuvo allí, en las selvas de Indochina, en el año 1923, más de treinta años después de la muerte de Marie I. Ese año, el escritor francés se embarcó con su esposa, Clara Goldschmidt, y con un amigo de la infancia, Louis Chevasson, hacia Saigón. Había perdido todo su dinero en la bolsa y le dijo a Clara, según las memorias de ella, que ni se le ocurriera pensar que él iba a ponerse a trabajar. Así pues, organiza una expedición privada con el fin de arramblar con piezas de arte jemer en Camboya. Fueron descubiertos tras arrancar varios relieves en el templo abandonado de Banteay Srei (en el área de Angkor), un templo hindú dedicado al dios Shiva en el siglo X, y detenidos por las autoridades coloniales. Los dos amigos fueron condenados a penas de cárcel en 1924, tres años para Andrè y dieciocho meses para su compañero, pero no llegaron a cumplirlas. Pasado el tiempo, André Malraux se convertiría en ministro de Cultura en la Francia de De Gaulle, entre 1959 y 1969.

El protagonista de ‘La Vía Real’, novela publicada en 1930, es un joven arqueólogo -Claude- que pretende seguir la ruta que unía Angkor y los lagos con la cuenca del Menán para descubrir templos olvidados y llevarse los bajorrelieves para venderlos. Le acompañará un aventurero de profesión, ya mayor, posiblemente a sueldo de las autoridades de Siam que le habrían encomendado misiones respecto a las tribus rebeldes, como la organización del país shan y de las provincias fronterizas laosianas. Perken es danés, al igual que los mandos de la policía y del ejército de Siam, con cuyo gobierno mantiene unas relaciones “tan pronto cordiales como amenazadoras”; acompaña a Claude porque quiere saber noticias de otro aventurero, perdido entre los mois, Grabot.

Estas misiones “no oficiales” nos recuerdan a Mayrena y su incursión entre las tribus de los mois para organizarlos y crear una especie de colchón francés frente a las ambiciones territoriales de Inglaterra y de Alemania, potencia que actúa a través del Reino de Siam.

En las primeras páginas de la novela, Perken menciona al efímero rey de los sedangs, del que dice: “Creo que era un hombre ávido de representar su propia biografía, lo mismo que un actor representa su papel”. Elogia su valentía y nos da un pequeño apunte biográfico para demostrarlo: “Llevó a lomos de elefante el cadáver de su pequeña concubina chame para que pudiese ser enterrado como las princesas de su raza, a través de la selva insumisa”. Y reconoce la fiereza de los sedangs al confesar que sólo ha vivido entre ellos ocho horas.

Comienza el viaje a través de la selva y su descripción resulta angustiosa: “Claude se hundía como en una enfermedad en aquella fermentación en que las sombras se hinchaban, se alargaban, se pudrían fuera del mundo en el que el hombre cuenta, que le separaba de sí mismo con la fuerza de la oscuridad. Y por todas partes, los insectos ( ) vivían de la selva, desde la bolas negras que aplastaban los cascos de los bueyes uncidos a las carretas y las hormigas que ascendían temblequeando por los troncos porosos hasta las arañas sostenidas por sus alas de saltamontes en el centro de telas de cuatro metros ( ) una inmovilidad de eternidad ( ) Las altas y blanquecinas termiteras sobre las que jamás se veía una termita, elevaban en la penumbra sus picos de planetas abandonados, como si hubiesen nacido de la corrupción del aire, del olor a hongos, de la presencia de las minúsculas sanguijuelas, aglutinadas bajo las hojas como huevos de moscas ( ) Una potencia desconocida unía los árboles a las fungosidades, hacía bullir todas las cosas provisionales sobre un suelo semejante a la espuma de los pantanos, en aquellos bosques humeantes de principios del mundo”.

Y a este horror se une el miedo que provocan los salvajes, la tribu stieng, a cuyo poblado van a parar. Vestidos con taparrabos infectos, provistos de lanzas y de un arma corta mezcla de sable y de machete, su táctica guerrera consistía en sembrar los caminos de pequeñas lancetas envenenadas y apenas visibles. La selva y sus habitantes, así como los blancos que se internan en ella, recuerdan las imágenes que dibuja Josep Conrad en ‘La línea de sombra’ y las que muestra Francis Ford Coppola en Apocalypse Now, película inspirada precisamente en esa novela.

Malraux describe ‘La Vía Real’ como una “novela de aventuras” marcada por “una preocupación metafísica” y con una “dimensión política”. Una vez dijo que su anticolonialismo nació en Indochina. Sin embargo, en esta novela el héroe, aunque cínico y brutal, sigue siendo Perken, que parece erigirse en defensor de los indígenas de sus dominios contra la llegada del hombre blanco, pero que no tiene el menor respeto por las tradiciones de los stieng cuando dispara sobre el totem de la aldea. Malraux los describe en términos muy parecidos a los que usa a la hora de hablar de los insectos: sucios, crueles y poseídos por el instinto comunitario e imparable de una colonia de hormigas.

Tras leer la novela de Malraux me parece más digna de interés si cabe la aventura de Mayrèna. Al escritor francés le impresionó la hazaña de su conciudadano e incluso llegó a escribir una novela inacabada sobre su vida. Se trata de “El reino del maligno”, que cierra el tercer volumen de las Obras Completas de Malraux. Comenzó a redactarla en 1939 y narra la creación de Reino de los Sedangs por Mayrèna. Rescató su personaje central para algunos capítulos de las Antimemorias pero nunca llegó a terminarla.

Esta novela de Malraux tiene para mí el valor de un testimonio real: el de su expedición. También posee un lenguaje muy impresionista, muy visual. Como novela de aventuras es medianamente entretenida. Lo que la hace un poco insoportable son algunas meditaciones “filosóficas” sobre lo que es o quiere ser Perken: la mezcla de erotismo, poder y muerte, ideas que atraviesan la novela desde el principio hasta el frinal, hacen de ella una obra trasnochada y de ambición desnortada. Pero resulta interesante su lectura porque, además de las descripciones inolvidables de la selva y de los nativos, es el testimonio de una época, la de los años treinta, en los que la ideología colonialista comenzaba a ser denostada, aunque de una forma tangencial como hace el propio Malraux. Y también es interesante porque Malraux mismo es todo un personaje, un mitómano con ansias metafísicas.

1889 en París: Mayrèna, Boulanger y el marqués de Morès

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Al recoger información para dibujar el anterior relato de la vida de Marie I, rey de los sedangs, me llamó la atención la existencia de personajes que, en algún momento de su vida, tuvieron contacto con él y que resultan fascinantes, en especial dos de ellos: George Boulanger y el marqués de Morès. Ambos morirían poco tiempo después por diferentes causas: suicidio en el primer caso y por el ataque de unos nómadas en África en el segundo.

Cuando Charles-Marie llega a París en 1889 para conseguir el reconocimiento de su reino por parte de la República Francesa, así como financiación para recuperarlo, contacta con Ernest Constant, quien había sido el primer gobernador general de la Indochina francesa y el que le encargó oficiosamente la misión de unir a las tribus de las montañas y evitar así que otras potencias, como Inglaterra o Alemania, además del Reino de Siam, se hicieran con ese territorio. Un mes después del comienzo de la misión, Constant había dejado su cargo y regresado a Francia.

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Un militar que odiaba a Prusia y se suicidó por amor

George Boulanger era un militar que había participado en todas los acontecimientos bélicos de la segunda mitad del siglo XIX: desde la expedición franco-española a Cochinchina en 1861 a la guerra contra Prusia en 1870, así como en la represión de la Comuna de París. En 1886 Clemenceau le nombra ministro de Defensa: sus reformas en el Ejército y sus inflamados discursos patrióticos y revanchistas contra Alemania le hacen muy popular. Entre la clase política francesa aumenta el temor a un golpe de Estado, no se le renueva en el cargo y se le envía a una especie de exilio a Clermont Ferrand; diez mil personas acuden a la estación a despedirle.

Apoyado financieramente por la duquesa de Uzès, riquísima heredera de los champagnes de ‘La Veuve Clicquot’, Boulanger consigue un escaño como diputado por París y la noche de su victoria más de 50.000 seguidores le vitorean en las calles y le piden un golpe de Estado, la toma del Elíseo. Sadi Carnot, el presidente de la República recién elegido prepara sus maletas, pero el exmilitar no da el paso. Ernest Constant, ministro del Interior en aquellos momentos, anuncia que se le retirará la inmunidad parlamentaria por atentar contra la legalidad republicana. Asustado, se refugia en Bruselas en abril de 1989, junto con su amante, la actriz Marguerite Crouzet, divorciada del vizconde Pierre de Bonnemains.

Es el año en el que Mayrèna vuelve a Francia y Constant, tal vez para quitárselo de encima tras hacer oídos sordos a sus pretensiones sobre los mois, le encarga vigilar los movimientos de Boulanger en Bélgica. Cuál fue el resultado de estas vigilancias, se ignora. Incluso se pone en duda también esta misión. Pero lo que cambia la perspectiva de la historia es lo que ocurrió después: Marguerite Crouzet muere de tuberculosis en julio de 1891 y Boulanger, totalmente destrozado, se pega un tiro ante su tumba en el cementerio belga de Ixelle el 30 de septiembre. “No soy más que un cuerpo sin alma”, había dejado escrito poco después de la desaparición de su gran amor.

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Un duelista entusiasta y abanderado del antisemitismo

Al marqués de Morés, Mayrèna le conoció un poco antes, en Hong Kong, cuando ya siendo rey de los sedangs se trasladó a la colonia británica para conseguir financiación. Allí se batió en duelo con Antoine-Amedee-Marie-Vicent-Amat Manca de Valombrosa, más conocido por marqués de Morés, aventurero y duelista consumado.

Tan entusiasta del duelo como tantos otros, Boulanger se batió con el presidente del Consejo de Ministros, Charles Floquet, en 1888, que ya sexagenario consiguió herir al militar. El marqués de Morés llegó a tentar a Theodore Roosevelt a un duelo en 1885, pero éste lo evitó. El reto a pistolas, o incluso a sable, parece ser el ‘mal del siglo XIX’ por su extensión y persistencia.

Pero sobre todo, Antoine Amedee era un aventurero y un protonazi, como señalan Stanley G. Payne y Maurice Barré. Casado con la estadounidense Medora von Hoffman en 1882, hija de un rico financiero de Wall Street de ascendencia alemana, fue ranchero de ganado, organizó un servicio de diligencias y creó una ciudad que lleva el nombre de Medora, en Dakota del Norte.

Después marchó a la Indochina francesa para poner en pie la construcción de una línea de ferrocarril que conectara el Golfo de Tonkin y China. Corre el año 1988 y es entonces cuando tiene lugar el duelo con Mayrèna. El proyecto de ferrocarril no se llega a realizar; a él se opone el que fuera gobernador de Indochina, Ernest Constant.

Tras regresar a Francia, Morés funda junto con Édouard Drumont, la Liga Antisemita de Francia. Año especial éste de 1889, en el que Mayrèna regresa a París, donde ya reside el marqués de Morés y en el que Boulanger gana por amplia mayoría su escaño y abandona Francia.

A Morés no le quedará mucho tiempo de vida tampoco, aunque sobrevive a los otros dos. Tras matar en un duelo al capitán Armand Mayer y de que Clemenceau, su gran enemigo, denunciara su relación con el banquero judío Cornelius Herz, implicado en el escándalo de corrupción en la construcción del canal de Panamá, marcha a Argelia para fundar el Partido Antisemita Argelino al que pretende que se adhieran los musulmanes.

Proyecta también unir a las tribus nómadas para combatir la hegemonía inglesa en África y viaja a Túnez en 1896, donde organiza una caravana para dirigirse a la frontera libia; un grupo de tuaregs lo mata en El Ouatia, en la frontera entre Túnez y Libia el 9 de junio. Tenía 38 años.

Marie I, Rey de los Sedangs, el último rey francés

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Hasta hace menos de dos meses ni siquiera había oído su nombre, Charles-David de Mayrena. Supe de su existencia mientras leía ‘Peste & Cólera’, la biografía de Alexandre Yersin novelada por Deville, que ya comenté en un artículo anterior.

En el barco que le lleva a su destino como médico de Mensajerías Marítimas en Indochina, Alexandre Yersin, quien pocos años después, en 1894, descubrirá el bacilo de la peste durante la gran epidemia de Hong Kong, conoce por boca de los viejos colonos que viajan a Singapur la historia de Mayrèna, “que fue rey con el nombre de Marie I. Un antiguo spahi, un soldado del cuerpo de expedición francés, que se convirtió en aventurero, huyendo a través de los bosques, y se hizo con un reino en alguna parte de Annam, no se sabe bien cómo, proclamándose rey de los sedangs antes de ser expulsado por los franceses. Se dice que hoy vive retirado por aquí, en la isla de Tioman, rodeado de una decadente corte de pistoleros a los que él ha hecho barones y de las ajadas y emperifolladas bailarinas de cabaret que se trajo desde Bruselas en su época de esplendor” (1)

Esa supuesta conversación de Yersin con los colonos data del año 1890, cuando Mayrèna, humillado y proscrito, se refugia en una isla, la de Tioman. Las autoridades francesas le han prohibido que permanezca en Indochina. Incluso se le acusa de traidor, además de estafador y persona de poco fiar. No he encontrado ningún relato referido a esta última etapa de su vida que corroborara que estuviera rodeado de una “decadente corte de pistoleros” y “emperifolladas bailarinas de cabaret”. Seguramente eso forma parte de la leyenda que siempre acompañó a Mayrena y que él mismo se empeñó en difundir.

Lo único que parece cierto es que la pobreza en que quedó quien fuera Rey de los Sedangs le obligó a ganarse la vida en Tioman capturando nidos de golondrinas que luego vendería a los comerciantes chinos. Por muy caros que fueran estos nidos (actualmente chinos, tailandeses e indonesios llegan a pagar quinientos euros por cien gramos de nido gelatinoso, formado por albúmina predigerida), supongo que no le permitirían mantener una corte de ninguna clase, ni siquiera de pistoleros y bailarinas.

Los primeros pasos de Mayrèna

Indochina fue para los franceses el inicio de su gran expansión colonial en Asia. Con el tiempo, la diplomacia y las guerras la avanzadilla se convirtió en una federación de protectorados en el sudeste de Asia que formaba parte del Imperio Colonial Francés y que comprendía tres regiones vietnamitas (Cochinchina, Tonkín y Annam) junto a los Protectorados de Laos y Camboya.

En la época que nos ocupa, la década de 1880, Saigón, capital de Cochinchina, contaba con una población de unos veinte mil annamitas y no más de tres mil franceses, la mayoría oficiales o funcionarios. Entre ellos sobrevivía nuestro héroe, Auguste Jean-Baptiste Marie Charles David, escribiendo artículos para un periódico local. Gozaba de una excelente educación y decía pertenecer a una buena familia y que tenía derecho a utilizar el título de barón. Era descendiente de judíos expulsados de España que se asentaron en la región francesa de los Vosgos; el apellido Mairena se convertiría en Mayrèna.

Nació en 1842, en el seno de una familia burguesa y bonapartista. Su abuelo materno fue un importante funcionario que llegó a ser consejero de Estado y diputado en los Vosgos en 1815. Su padre, un oficial de marina, murió muy joven.

Con quince años ingresa en la Escuela Naval y dos años después queda adscrito al Sexto Regimiento de Dragones. En 1863 es enviado a Cochinchina y participa en la anexión de ese territorio. Por sus acciones resulta condecorado con la Legión de Honor. A ese periodo se refiere en ‘Recuerdos de Cochinchina’, donde narra sus aventuras sin hacer distinción entre lo verdadero y lo falso.

Deja el Ejército y se instala como banquero en París, cuyos boulevards y cabarets frecuenta, pero en 1883 se le acusa de fraude y malversación y se ve obligado a huir a Holanda, desde donde se embarca hacia las Indias orientales neerlandesas, a las que llega en marzo de 1884, Se cuenta que tras huir de Francia perseguido por la justicia pensó acercarse por el sultanato de Aceh, en Indonesia, que mantenía una guerra con Holanda y prestar sus servicios allí como soldado. Otras fuentes aseguran convenció al riquísimo barón Seillière para que le financiara una exploración científica en el sultanato.

En cualquier caso nunca llegó a Aceh, sino a Saigón. Y es en este momento cuando comienza la gran aventura que apenas durará unos años pero que lo convertirá en Marie I, Rey de los Sedangs.

En Saigón y en Vietnam: el comienzo de la aventura

En este periodo de su vida la leyenda se mezcla tanto con la historia real, que es difícil discernir lo que es cierto de lo que no. Tenemos a nuestro héroe viviendo en Saigón, trabajando intermitentemente como periodista, aunque probablemente también ganándose la vida de alguna otra manera. Parece ser que explotó una plantación en el centro de Vietnam y que se dedicó al tráfico de armas. O quizá no y lo que hiciera en esos tres años, desde su llegada, fuera examinar sobre el terreno las posibilidades de conseguir que toda la zona pasara a manos del Imperio francés, lo que sería compatible con sus colaboraciones periodísticas, e incluso con el tráfico de armas.

Su aspecto podía calificarse de ‘grandioso’: medía 1,82 centímetros y su conversación resultaba fascinante, ya que de lo contrario no habría conseguido que gentes con posibles le financiaran sus expediciones. Hablaba de corrido el annamita y otras lenguas locales y convivía con Ahnaia, una bella joven originaria de la etnia de los cham, los primeros conquistadores de Annam, que fundaron el antiguo estado hinduista de Champa en los inicios de la era cristiana y cuyo territorio, debido a la guerra con las poblaciones vecinas, fue reduciéndose paulatinamente hasta que en 1822 fue totalmente absorbido por Vietnam.

En la capital de Cochinchina, siguen las discrepancias de sus biógrafos. Mientras Soulié afirma que Mayrèna fue convocado por el gobernador general de Saigón, otros señalan que fue el propio aventurero quien presentó su propuesta de explorar y conquistar el territorio de los mois. Sea como fuere a las dos partes les interesaba. Por aquel entonces el vecino reino de Siam, apoyado en la sombra por el Gobierno alemán, tenía la intención de ocupar esas tierras y Francia no podía invadirlas porque se hubiera creado un incidente diplomático de consecuencias imprevisibles.

Mayrèna propuso crear una asociación entre los pueblos de esa región -los djarais, sedangs y bahnars- con objeto de frenar la invasión de Siam. Él se encargaría de la misión, pero de manera oficiosa. Se instalaría en la Misión de los bahnars, dirigida por los padres católicos Guerlach e Irigoyen, que le ayudarían. En caso de éxito, recibiría la concesión de unas hipotéticas minas de oro de Attapu y el título de jefe de la Confederación de los Mois. Si fracasaba, Francia se desentendería del asunto.

Expedición al país de los mois

En marzo de 1887, junto con su amante Ahnaia y con Alphonse Mercurol, viejo amigo de Saigón, antiguo croupier, y también aventurero, se embarcó hacia el país de los mois, término que significa “salvaje” en vietnamita, y que designa indistintamente y de forma peyorativa las etnias de Annam (bahnars, rades, djarais, sedangs….) Son los habitantes originales de Indochina, que fueron progresivamente empujados a las montañas por los Viets de Tonkin y de Annam. Reacios a cualquier forma de civilización, eran animistas, veneraban a los espiritus del bosque y con frecuencia hacían la guerra para procurarse esclavos. Su territorio era entonces considerado como muy peligroso e insalubre y sólo algunos misioneros se instalaron en la localidad de Kon Tum.

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Nativo sedang

Con doce porteadores y diez soldados annamitas, Mayrena llegó a Kom Tum, un viaje sin grandes contratiempos si se exceptúa algún ataque nocturno de los djarais, puestos en fuga por el propio explorador a punta de pistola. Otras fuentes hablan de ochenta coolies y quince tiradores annamitas. En todo caso resolvió la cuestión en seis meses, contra toda expectativa.

En Kom Tum se había instalado la misión católica y allí fue donde Mayrèna situó su centro de operaciones. Pronto comenzó su gira por las aldeas, acompañado por el padre Gerlach y por Mercurol, para convencer a los nativos de las ventajas de una confederación. Vestía una chaqueta azul oscura con galones, un pantalón blanco con una raya dorada y un fajín de seda roja del que pendía un sable con incrustaciones de nácar y empuñadura de oro en una funda de plata. Bajo tal ropaje se escondía una cota de malla que más de una vez le salvó la vida. Mercurol tampoco se quedaba atrás en magnificencia: lucía un uniforme de oficial inglés completamente rojo que compró a un chino de Quy Nhon.

La gira dio sus frutos y Mayrèna fue reconocido como ‘Tonul-Tom’, es decir, presidente de la Confederación de los Bahnars. Los sedangs y los djarais no formaban parte de ella, por lo que se vio obligado a conseguir que aceptaran su mando. Lo tuvo difícil con los sedangs, los más crueles de todos los habitantes del territorio moi.

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Padre Irigoyen

Vestidos con toda la parafernalia ya descrita, Mayrèna y Mercurol, acompañados por el padre Irigoyen, se presentaron en una aldea de los sedang y después de largas discusiones y riesgo de enfrentamientos, el propio Mayrena retó en duelo al jefe de la aldea y lo venció. Fue un momento peligroso porque los nativos estuvieron a punto de matarlos a todos, pero nuestro héroe pidió al sacerdote que les explicara que no debían extrañarse ni tomar represalias por la derrota de su jefe porque todo se debía a que él era invencible gracias a un favor especial del genio de la guerra. Como no le creyeron, Mayrèna les dijo que podía probar su invulnerabilidad situándose frente a los guerreros y allí, de pie ante ellos, soportaría el lanzamiento de sus venablos contra su cuerpo con total impasibilidad, pero precisó que si bien a él no le causarían heridas, sí se volverían contra los lanzadores y allí mismo morirían por sus propias flechas. Los guerreros reflexionaron y decidieron hacer de Mayrèna su ‘Agna’, es decir, su rey.

Creación del Reino de los Sedangs

De vuelta a Kon Tum, el primero de mayo redactó la Constitución del Reino de los Sedangs, ya como Rey con el nombre de Marie I, reino al que se unió la Confederación de Bahnars-Rangao. El texto original se publicó en ‘El Correo de Haifong’ y, además de prohibir los sacrificios humanos, declaraba la religión católica como la oficial.

El nuevo rey dotó a su joven Estado de todos los tributos de la soberanía: una bandera (azul con una cruz de Malta y una estrella roja en el centro); una divisa (‘Jamais cédant, toujours s’aidant’) y creó una aduana y un servicio de correos con sus propios sellos. También un ejército de 20.000 hombres equipados con revólveres Remington y ballestas.

Mercurol acumuló las funciones de ministro de Asuntos Exteriores y también de la Guerra; el padre Irigoyen fue nombrado Gran Capellán del Rey y Ahnaia se convirtió en la Reina de los Sedangs. También se crearon numerosas condecoraciones y los padres Guerlach, Irigoyen y Vialleton fueron nombrados Comendadores.

En junio de 1888, Mayrèna telegrafió un mensaje al gobernador francés de Indochina, afirmando que se había autoproclamado Rey de los Sedangs y ofrecía a la Tercera República Francesa una oferta que, según Charles-Marie, no podían rechazar: su Reino a cambio de que élmantuviera los derechos comerciales de monopolio. La respuesta por parte de Francia fue el silencio.

Mayrèna consiguió librar a su Reino de los ataques incesantes de los djarais aliándose a veces con ellos y otras, combatiéndolos. Consiguió detener los planes de Siam de apoderarse del territorio y para ello, viajó a Bangkok donde fue recibido por el Rey de Siam al que logró convencer de la existencia del Reino de los Sedangs. En aquella ocasión a punto estuvo de caer bajo los encantos de una bella sueca, Mademoiselle Dalberg, pero se mantuvo fuerte y no sucumbió a la “potencia extranjera” cuyos intereses representaba y que debía ser, sin duda Alemania, el país que manejaba los hilos de Siam.

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Kon-Jeri, capital del Reino

El desmoronamiento del Reino

Un mes después, Su Majestad Marie I hizo su entrada en su capital de Kon-Jeri, pero mucho había cambiado durante su ausencia: se había declarado una epidemia de viruela, los djarais andaban revueltos, el gobernador francés había sido reemplazado y Ahnaia murió de tuberculosis.

El Reino se debilitaba, Mercurol se había vuelto insolente e impopular y Mayrèna organizó una incursión contra los  rebeldes djarais que acabó en derrota. Marie I, acompañado por Mercurol, marchó a Haiphong, donde intentó vender los títulos de Comendador de su Reino a precios que rondaban los cincuenta y trescientos francos-oro. Allí se volvió a encontrar con Mademoiselle Dalberg y su hermano, hombre de malísima reputación, que estaba siendo vigilado por la Policía.

Todos juntos marcharon a Hong-Kong y Mayrèna, de aventurero algo parlanchín y fantasioso, pasó a ser practicamente un delincuente que trataba de conseguir dinero de aquí y de allá. Era noviembre de 1888 y el Rey de los Sedangs se movía por la colonia británica con su guardia de honor ridículamente uniformada en busca de inversionistas entre los financieros y comerciantes locales. En el curso de su estancia se batió en duelo con otro aventurero, el marqués de Morès, duelista entusiasta, que andaba en tratos para la construcción de un ferrocarril que uniera el Golfo de Tonkín con China. Murió pocos años después, en 1896, en una expedición por el norte de África, a manos de los tuaregs.

El 21 de marzo de 1889 Mayrèna se reunió con el gobernador general de Indochina para pedirle el reconocimiento oficial de su país. Ante su rechazo contactó con el cónsul alemán, igualmente sin éxito, para ponerse bajo la protección del kaiser. Incluso habría amenazado con declarar la guerra a Francia. Una campaña de prensa sacó a la luz entonces su pasado.

Finalmente, en abril de 1889, Mayrena decidió volver a Francia y, en su ausencia, el Reino de los Sedangs fue totalmente desmantelado. Los enviados de la República recorrieron todos los poblados mois con objeto de recuperar las banderas de Marie I y reemplazarlas por las enseñas tricolor. La Confederación Bahnars-Rungao duraría hasta 1897, cuando la región de los mois entró oficialmente bajo Protectorado francés.

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Mayrèna en Europa

Cuando llegó a París, Mayrena se instaló en el Gran Hotel bajo el nombre de Conde de Grey y creó una delegación del Reino de los Sedangs en la calle Grammont. Su intención era reunirse con el presidente francés, Sadi Carnot, y pedirle que se reconociera al Reino de Sedang.

Las condecoraciones y títulos que vendía para procurarse recursos y sus anécdotas le convirtieron en una especie de mascota de los salones parisinos. Vendió baronías, ducados, cruces al mérito… Al final marchó a Bruselas, por consejo del ministro del Interior franceś Ernest Constans, al que conoció unos años antes como gobernador general de Indochina, con el fin de espiar al general Boulanger y a su amante, madame de Bonnemain. La pareja marchó a Londres; regresarían poco después a Bruselas, donde ella moriría de tuberculosis y él, incapaz de seguir viviendo sin ella, se suicidaría dos meses después ante su tumba, en el cementerio de Ixelle, en 1981.

Mayrèna volvió a París en 1889, cuando Boulanger y Margueritte Crouzet marcharon a Londres, y se sabe que asistió a la inauguración de la Exposición Universal en la tribuna oficial. Pero totalmente desprovisto de dinero volvió a Bruselas y allí conoció a un rico industrial que, ávido de honores, consintió en financiar el regreso de Mayrena a su Reino en Indochina mediante la contratación de mercenarios malasios, a cambio del título de Comendador. Pero cuando llegaron a Singapur, el cónsul francés le transmitió la prohibición de permanecer en Indochina y confiscó todas sus armas.

Sin recursos y sin financieros que le apoyaran acabó huyendo a una isla vecina a Singapur, Tioman. No obstante, seguía obsesionado con recuperar su Reino e incluso llegó a ofrecerlo como protectorado al emperador Guillermo. No era la primera vez. El correo fue interceptado y Mayrèna, sospechoso de traición, estuvo vigilado por el oficial inglés del distrito Owen.

El 11 de noviembre de 1890, por la mañana, Mayrèna le cuenta a Owen que ha sido mordido por una serpiente ‘edong-hiar’, cuya picadura es moral, y le pide que se quede a su lado. Dos horas después muere, abandonado por todos, salvo por su perro. Sobre su muerte nada es seguro. Incluso es probable que muriera envenenado por un pinchazo del árbol Antiaris Toxicaria, conocido por los indígenas como ‘upas’, que segrega un veneno con el que los nativos impregnan las flechas. Otros dicen que murió en duelo singular, una lógica conclusión de su trayectoria.

(1) Patrick Deville, Peste&Cólera, Anagrama, 2014, pág. 53

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Bibliografía sucinta sobre Marie-David de Mayrèna

Las primeras biografías sobre Mayrèna de las que tengo noticia datan de 1927: son dos, aparecidas el mismo año y con el mismo título pero muy diferentes en su concepción.

La de Maurice Soulié, entregada a la imprenta con el título “Marie 1er, Roi des Sédangs”, defiende que Marie-David de Mayrena fue uno de los grandes aventureros de la historia que, pese a “carecer de valores burgueses”, se comportan con valentía, desprecian la muerte y protagonizan grandes empresas. Soulié se basó en los propios informes redactados por Mayrena y, al igual que el protagonista, mezcla lo verdadero con lo falso (1).

También en 1927 vio la luz otra biografía de Mayrena con el mismo título, “Marie 1er, Roi des Sèdangs”, cuyo autor, Jean Marquel, que vivió algún tiempo en Indochina y conoció la leyenda y que se inspira en diversos documentos, no tuvo la misma inclinación de Souliè a la hora de favorecer la imagen del rey de los sedangs. Marquel concluye que Marie-David de Mayrena no fue más que un “despreciable aventurero, un estafador y, lo que es peor, un traidor” por sus amenazas de pasarse al bando alemán e incluso al inglés (2).

Diez años más tarde, en 1937, Jean Dorsenne publicó “Un boulevardier roi des sauvages” (3), novela en la que se inspiró “La Voie royale” de Malraux (4). Dorsenne, cuyo auténtico nombre es Jean Troufleau, reivindica para Mayrena la pertenencia a la categoría de los grandes aventureros a los que un poco de suerte les permite convertirse en lo se suele denominar “pioneros de la idea colonial”.

En 1986 aparece “Le Royaume oublié”, de Michel Aurillac (5), sobre el Reino de los Sedangs, obra que dedicó al investigador estadounidense Gerald C. Hickey, especialista en las poblaciones de montaña del centro de Vietnam que estudia de cerca el caso de Mayrèna en “Kingdom in the morning mist”, de 1988 (6).

Michel Aurillac, que fue ministro de Cooperación con Chirac, descubrió que el Mayrèna francés era el último descendiente de una familia sefardita que se instaló en los Vosgos, y decidieron apellidarse de ese modo para no olvidar su pasado. Hay hasta cuatro pueblos en España que llevan ese nombre -Mairena- dos en Sevilla, uno en Granada y otro en Murcia. El Mairena español se convertiría en el Mayrèna francés.

Entre las últimas biografías figuran dos correspondientes a 2012, a cargo de Antoine Michelland, periodista de la revista ‘Point de vue’, que pretende ser una rehabilitación de Marie I (7), y la de Lionel Lecourt, “Marie Ier. Roi de Sédangs en Indochine” (8).

(1) Maurice Soulié, “Marie 1er, Roi des Sédangs”, Marpon et Cie, Editeurs, 1927

(2) Jean Marquel, “Marie 1er, Roi des Sédangs”, Huè, 1927

(3) Jean Dorsenne, “Un boulevardier roi des sauvages”, Editions de France, 1937

(4) André Malraux, “La Vía real”, Argos, 1980

(5) Michel Aurillac, “Le Royaume oublié”, Olivier Orban, 1986

(6) Gerald C. Hickey, “Kingdom in the morning mist”, University of Pennsylvania Press, 1988

(7) Antoine Michelland, “Marie Ier, le dernier roi français. La conquête d’un aventurier en Indochine”, Paris, Librairie Académique Perrin, 2012

(8) Lionel Lecourt, Marie 1er. Roi des Sédangs en Indochine, Paris, L’Harmattan, 2012.

 

John Lanchester, El puerto de los aromas

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Siempre que emprendo la lectura de un nuevo libro, incluso cuando no sé nada de él ni de su autor, adopto una actitud de respeto e ilusión. Confío en que algo en ese libro me sorprenda o me conmueva, me enganche, o me haga pensar… Cualquiera de esas experiencias puede ofrecerme ese libro nuevo cuya portada me entretiene un momento antes de comenzar la lectura. La primera página suele casi siempre sembrar grandes expectativas; las sucesivas corroborarán o no su interés y la oportunidad de mi entusiasmo.

Con los años he aprendido a abandonar un libro sin remordimientos. Y es que no todos merecen que se les lea hasta el final. Y es necesario perderles el respeto porque el tiempo, que es lo único que yo tengo, no es infinito.

Y todo esto viene a cuento de la novela que acabo de terminar. La empecé, como todas, con ilusión. El título me llamó la atención: “El puerto de los aromas”. Es lo que supuestamente significa Hong Kong en chino.

Las primeras páginas no me parecieron malas; en ellas una periodista británica se instala en la colonia poco antes de que el Reino Unido proceda a entregársela a la República Popular China. Nos cuenta básicamente su relación con los millonarios y mafiosos de Hong Kong.

Pero la historia que se narra es la de Tom Stewart, quien en 1935 abandona Inglaterrra y marcha a hacer fortuna en Hong Kong. A lo largo de la novela se nos cuenta los principales episodios que vive la colonia desde ese año hasta finales de siglo, acontecimientos en los que de alguna manera siempre se ven implicados Stewart y sus familiares o amigos. Creí que por el hecho de que Lanchester hubiera crecido en Calcuta, Rangún, Brunei y Hong Kong, según la contraportada del libro, podría transportar al lector con ese bagaje de imágenes y experiencias adquiridos a esos territorios tan exóticos para los europeos. Leyendo más sobre el autor descubro que nació en Hamburgo y que sólo vivió en Hong Kong sus primeros diez años de vida. Por muy esponja que sean los niños cuando la mirada adulta no es diferente no hay nada que hacer.

Podría ser inrteresante si no fuera porque Lanchester redacta las vivencias de Stewart como un catálogo de sucesos y resulta muy aburrido. En lugar de ofrecer unas vivencias insólitas, que puede que lo sean, nos narra de manera plana sucesos que podrían ser impresionantes. Incluso la supuesta relación con Auden, que parece cierta (hizo un viaje a varias ciudades chinas en 1938 junto con Isherwood, del que surgió una serie de poemas), se convierte en una historia más sin anclaje en la globalidad de la novela. Solamente las páginas dedicadas a contar la estancia de nuestro héroe en un campo de concentración japonés una vez conquistada la isla resultan interesantes.

Pero el resto es puro tedio. Aparecen personajes y circunstancias que carecen del más mínimo interés y no aportan nada a una historia, a la que no es que se le vean las costuras, sino que no las tiene. Son piezas desperdigadas aquí y allá, cuya única relación es la insipidez.

Debí dejar la lectura pero pensé que tal vez podría aprender alguna cosa de Hong Kong y de China, aunque no fuera literaria, y además me intrigaba cómo iba el autor a acabar juntando todo aquello de lo que estaba escribiendo. Pues mal, naturalmente (aquí dejen de leer quienes estén interesados en la novela porque lo voy a desvelar todo).

De pronto, en las últimas páginas aparece como un ‘deus ex machina’ el mismísimo nieto de Tom Stewart, un experto luchador de kung-fu, que le salva de unos ‘hooligans’ en una parada de taxis. Luego, tras la salvación, le contará que su abuela era la monja china que conoció en el barco que por primera vez le llevó a Hong Kong, en cuya travesía le enseñó a hablar cantonés. Luego se vieron varias veces y cuando los japoneses invadieron China y la colonia británica, Stewart y la monja vivieron juntos varias peripecias para escapar de Hong Kong. Tras su separación (él tiene que volver a Hong Kong para cumplir su misión heroica ante los japoneses) la monja tiene un hijo en China que da en adopción y que morirá durante la Revolución Cultural de Mao.

Pues bien, Tom Stewart no tenía ni idea de la existencia de este hijo. Y nosotros tampoco. Sí sospechamos una relación platónica, pero de ahí a su consumación, pues no. El autor en ningún momento dice nada y ni siquiera lo sugiere. Me parece muy poco “profesional” y tal vez sea lo que más me disguste de la novela. No pensaba en este blog hacer ninguna mala crítica de ningún libro, simplemente iba a pasar de ‘El puerto de los aromas’, pero eso rebasó mi aguante.

Y a partir de ese momento en que aparece el nieto caído del cielo, es él quien cuenta la historia: se hace ingeniero gracias al dinero del abuelo y monta una empresa de aparatos de aire acondicionado. Cuenta cómo la corrupción en la China continental va a llevar a la quiebra a su empresa y es entonces cuando contacta con la periodista del principio que se ha convertido en relaciones públicas de un gran mafioso, de la misma familia que hizo desaparecer a su abuela la monja. Podría quedar como un perfecto círculo, pero no lo consigue. Es simplemente falso y aburrido.

J.M. Coetzee, Esperando a los bárbaros

 

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Un magistrado sin nombre y entrado en años, fiel servidor del Imperio como responsable civil de una pequeña aldea situada en la frontera limítrofe con una región inhóspita habitada por tribus nómadas, recibe la visita de un alto cargo de la Guardia Nacional, el coronel Joll, enviado para comprobar los rumores acerca de movimientos armados al otro lado del limes.

El coronel no sólo desconoce la vida en la frontera -la de los colonos y la de los nómadas- sino que además su soberbia le impide aceptar consejos y menos de un magistrado de provincias, con lo que al equivocarse convierte en enemigos a pacíficos pescadores a los que tortura personalmente en busca de la información que le confirme la existencia de una sublevación en ciernes. Se considera un especialista en descubrir la verdad porque es capaz de reconocer el “tono” y a ello se dedica con métodos más violentos que eficaces. Sus métodos le confirman que los bárbaros se acercan pero nunca los verá, aunque eso ya lo sabíamos.

El magistrado, que es quien narra lo que va ocurriendo en primera persona, llevaba una vida apacible, con sus pequeñas satisfacciones, cumpliendo ordenadamente sus funciones. Cuando llega el coronel intenta hacer oídos sordos a los gritos de dolor que se escuchan en toda la fortaleza procedentes del granero donde han sido alojados los prisioneros. En un principio, como ya hizo en ocasiones anteriores ante situaciones injustas que tuvo que resolver, intenta consolarse pensando que “cuando los hombres sufren injustamente es el sino de aquellos que son testigos de su sufrimiento avergonzarse de ello”. Pero no es suficiente, nunca lo ha sido.

En cuanto al coronel, el magistrado se pregunta qué sentiría este “verdugo itinerante” la primera vez que le invitaron a utilizar una herramienta de tortura: “¿Se estremeció siquiera ligeramente al saber que en ese mismo instante estaba traspasando el límite de lo prohibido?” Y más aún, ¿dispondrá de un ritual de purificación personal “que le permita regresar y compartir la mesa con otros hombres” o acaso se trata de “una clase nueva de hombres que puede pasar sin inmutarse de un mundo sucio a otro limpio”?

El coronel se marcha dejando las huellas de su paso en los cuerpos torturados de sus prisioneros, pero volverá. Y el magistrado, tal vez como un acto de purificación, acoge en su casa a una joven que fue prisionera y que, como consecuencia de las torturas, quedó ciega y con los pies rotos e inútiles. Tampoco es una expiación en regla, una forma de reparar las culpas porque -él mismo lo reconoce- obtiene cierto placer en esta relación. Decide devolverla a su tribu para enmendar el daño, pero al volver, es acusado de traición y se convierte en prisionero en lo que antes había sido su propia fortaleza.

Y es entonces cuando realmente descubre que es un cuerpo, que éste es blando y expuesto al dolor exacerbado, al frío insufrible, al hambre que inhibe el pensamiento, a la suciedad y al insomnio. Coetzee relata en estas páginas cómo el dolor y la humillación se graban día tras día en el cuerpo del prisionero y cómo, a pesar de todo, el cuerpo tiene la voluntad de seguir viviendo.

En medio de esa vida privada de dignidad y sumida en el dolor continuo, el magistrado reconoce que no era cierto que él fuera el “indulgente amante del placer, opuesto al frío y severo coronel”, sino la mentira que un Imperio se cuenta a sí mismo en los buenos tiempos, en tanto que el coronel es la verdad que el Imperio cuenta en los malos. “Dos caras de la dominación imperial”.

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Coetzee logra, con una narración escueta de los hechos, sin adornos que valgan, mostrarnos la crueldad del poderoso con el débil, el otro, el que no es como nosotros, en un lugar que no existe y en un tiempo no definido, convirtiendo la novela en una parábola de cualquier Imperio y de cualquier tribu.

Los imperios -dice- han creado el tiempo de la historia” y su existencia no es circular, sino de principio y fin, de la grandeza a la decadencia y por eso su “inteligencia oculta” sólo tiene una idea fija: no acabar, no sucumbir. Como sea y al precio que sea. Y sin embargo, se sucumbe, lleguen o no los bárbaros, porque el germen de la destrucción vive en esa forma de dominio, a veces amable y a veces brutal, que utiliza el miedo de propios y extraños, la amenaza, la mentira y la degradación moral.

Nota biográfica

John Maxwell Coetzee nació en 1940, en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, en el seno de una familia de emigrantes británicos. Se licenció en matemáticas e inglés en la Universidad de su ciudad natal y en 1969 se doctoró en lingüística computacional en la Universidad de Texas, Austin. La tesis consistió en un análisis computacional de la obra de Samuel Beckett.

Esperando a los bárbaros” es la tercera novela de Coetzee, publicada en 1980. Las primeras fueron “Tierras de poniente” (1974) en la que se tratan las consecuencias del poder sin límite y “En medio de ninguna parte” (1977), donde refleja la sociedad sudafrica post-apartheid a través del diario de una mujer. En 2003 recibió el Premio Nobel. 

Patrick Deville, Peste & Cólera

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En algo más de 230 páginas se nos cuenta la vida y obra de Alexander Yersin, un microbiólogo del Instituto Pasteur que no sólo hizo importantes descubrimientos, sino que fue médico en una compañía naviera, explorador, agricultor, meteorólogo… Se puede decir que en sus ochenta años de vida -nació en 1863 y murió en 1943- no se quedó quieto ni un momento.

Se le conoce sobre todo por el descubrimiento del bacilo causante de la peste. Dicen algunas enciclopedias que fue “codescubridor” junto con el japonés Kitasato Shibaburo, pero su biógrafo -en este caso Deville- deja clarísimo que no, que fue Yersin el primero que aisló el bacilo y descubrió que las ratas lo llevaban también encima, y eso a pesar de las dificultades que le pusieron a nuestro investigador franco suizo por parte de los británicos cuando fue a Hong Kong a estudiar los casos de peste que se habían declarado en 1894. Ni siquiera le permitieron hacer autopsias pero tuvo la suerte de no poseer un laboratorio tan sofisticado como el de su colega japonés, gracias a lo cual su bacilo se mostró claramente en la temperatura adecuada.

Deville nos cuenta ésta y otras historias que protagonizó Yersin y, de paso, la historia colonial de esos casi cien años y la de los avances médicos y científicos de la época. Para documentarse ha utilizado las cartas que el propio Yersin envió durante años a su madre, a su hermana y a colegas del Instituto Pasteur. Las cartas deben ser terriblemente aburridas, algo que reconoce el propio Deville, quien nos cuenta que su conversación lo era también, al menos en los salones, aunque no para otros investigadores tan metódicos como él.

Y, sin embargo, Deville consigue que esas más de doscientas páginas biográficas no sólo sean amenas sino también apasionantes. No es la primera biografía que acomete, ni la última. Define sus libros como “novelas sin ficción”, lo que viene a decir que todos los datos son reales, pero que su estructura es literaria. Afortunadamente es así y gracias a esto, y también a que conoce los escenarios y ha profundizado en la biografía de Yersin, los lectores podemos disfrutar de una narración que salta de la Primera a la Segunda Guerra Mundial, de Livingstone a Rimbaud, de la quinina al árbol del caucho, de Manila a Hong-Kong o del Instituto de Pasteur al Instituto de Higiene de Berlín de Robert Koch, rivales pero igualmente importantes en la lucha contra tantas enfermedades cuyos transmisores, pequeños microbios, habían sido unos desconocidos hasta entonces.

Featured imageTras pasar un tiempo investigando en el Pasteur (junto con Roux descubre la toxina diftérica) Yersin decide que ya es momento de cambiar de vida y se enrola como médico en un barco de la compañía Mensajerías Marítimas de Burdeos, primero en la línea Saigón-Manila y luego Saigón-Haiphong. Quiere ser explorador y lo consigue. Un tercio de su tiempo lo pasa a bordo, el otro está de descanso en Saigón y el último lo pasa en la ciudad de Manila, adonde regresa cada mes para estudiar astronomía con los jesuítas del Observatorio, escala el volcán Taal y se dedica a otros trabajos prácticos, como construir cometas. Y remonta las orillas de los ríos en pequeñas barcas, en medio de una “espesa selva trropical”, como le cuenta a Fanny, su madre, que aún continúa viviendo en un cantón de Suiza.

Ya de pequeño Yersin tenía a Livingstone en un altar particular. Deville nos descubre que también Pasteur era un admirador del médico explorador al que localizó Stanley y que, junto con Ferdinand de Lesseps, realizó un viaje a Escocia para conocer a su hija. Tal vez Pasteur sintiera cierta envidia de Yersin, cuando éste tomó la decisión de dejar el Instituto en París y explorar la jungla.

Deville, posiblemente por su cuenta, hace un paralelismo entre Yersin y Rimbaud, que en esos tiempos también había abandonado Francia y exploraba y traficaba en África. Ahora bien, Yersin nunca abandonó sus contactos con el Instituto Pasteur y con la investigación. Es en 1894, cuatro años después de enrolarse en la compañía naviera, cuando es enviado a Hong Kong por el Gobierno francés y por el Instituto para estudiar el brote de peste que está asolando la región asiática.

También explora las regiones de la Indochina francesa y descubre Nha Trang, en Vietnam, donde pasará largos periodos de su vida en el laboratorio que ha creado, fabricando el suero de la peste, aclimatando especies vegetales de otros mundos en Hon Ba (en las montañas), como la quinina o el árbol del caucho, estableciendo una estación meteorológica…. Es un “hiperactivo”, dice su biógrafo, o un “enciclopedista”, también lo dice, que intenta aprenderlo todo y al que todo le interesa.

Con los años crea en Nha Trang un importante laboratorio y también llega a poseer un gran número de cabezas de ganado, cuya explotación le permite importar semillas, artefactos, un automóvil, cualquier cosa que le pudiera interesar para progresar en sus diversas actividades o calmar su curiosidad insaciable. Pero no se convierte en un déspota colonialista, en absoluto. No será como aquel Charles David Mayrena que se autoprocamó rey de los sedangs en Annam en 1888 con el nombre de Marie I, aquel que buscaba oro y gloria, un antiguo soldado del cuerpo de expedición francés y que en 1890 se retiró a la isla de Tioman, donde murió, “rodeado de una decadente corte de pistoleros a los que él había hecho barones y de las ajadas y emperifolladas bailarinas de cabaret que se trajo desde Bruselas en su época de esplendor”.

La casa de Yersin en Nha Trang es hoy un museo y el epitafio que adorna su tumba reza lo siguiente: “Benefactor y humanista, venerado por el pueblo vietnamita”.

Nota: La tumba, coronada por una pagoda, según leí en un blog sobre Yersin, muestra el epitafio con el que he terminado el comentario al libro de Deville, pero éste asegura en en la tumba sólo puede leerse en letras mayúsculas: ALEXANDRE YERSIN 1863-1943.  Habrá que visitar Nha Trang

Jonathan Coe, La lluvia antes de caer

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Poco antes de morir Rosamond reúne veinte fotografías que representan los momentos más decisivos de su vida y graba en cintas los comentarios que le suscitan esas imágenes, con la pretensión de explicar a Imogen cómo ocurrió todo. Imogen es ciega y Rosamond le cuenta, y de paso a nosotros, los detalles de esas instantáneas: el lugar dónde se tomaron, las personas que aparecen en ellas, sus gestos, lo que había ocurrido ese mismo día o el día anterior y lo que ocurriría después….

Es la historia de cuatro generaciones, en las que prácticamente sólo aparecen mujeres: Ivy, la bisabuela; Beatrix, la abuela, prima coetánea de Rosamond; Thea, la madre; y, por fin, ella, Imogen. “Todo lo que llevaba hasta ti era un error. Por lo tanto, no deberías haber nacido. Pero todo en ti está perfectamente; tenías que nacer. Eras inevitable”, le dice a Imogen en la penúltima cinta.

Rosamond conoció a Beatrix durante la guerra, cuando sus padres la enviaron al campo con unos parientes mientras Londres era bombardeada; tenía ocho años y la otra era un poco mayor, unos once o doce. Rosamond nos cuenta, a partir de ese momento, su vida en relación con la de su tía y su descendencia femenina. También nos habla de su primer gran amor, Rebeca. De como se hicieron cargo de Thea cuando ésta tenía apenas cinco años, mientras su madre, Beatrix, una “cabeza loca”, se marcha a Canadá tras un hombre del que, tal vez, se ha enamorado pero que, en cualquier caso, representa su futuro y lo quiere en propiedad. La niña le estorba y se la deja a Rosamond y a Rebeca. Pasarán algunos años antes de que vuelva a recogerla.

Todo esto lo cuenta Rosamond con tristeza, pero también con serenidad. Nada sobra en esta construcción, yo diría que perfecta, de sus memorias. Tampoco sobran los personajes que escuchan la cinta, una sobrina de Rosamond y sus dos hijas. Otra vez mujeres.

La trama va envolviéndote como una colcha tibia llena de motivos desconocidos que van poco a poco dibujándose y surgiendo nítidamente ante los ojos del lector. Los personajes que la pueblan se van haciendo familiares a medida que se van conociendo sus vicisitudes, sus deseos o sus errores. Es como si visitaras a una antigua prima, a la que ves de vez en cuando, pero esta vez, en torno a un album de fotos, va desgranando episodios de su vida que te sorprenden porque hasta ese momento los desconocías absolutamente. Nada sabías de la crueldad de la bisabuela Ivy; de la intemperancia y fuerte voluntad de Beatrix; de los errores de Thea y de la “inevitabilidad” de Imogen.

Es Thea, cuando era pequeña, la que da nombre al título de la novela: “La lluvia antes de caer”. Están las tres en Auvernia, de vacaciones: Rosamond, Rebecca y Thea. Se aproxima una tormenta de verano. Hablan de la lluvia, de cuál es la preferida de cada una y Thea dice que la suya es la lluvia antes de caer y que es la que más le gusta porque sabe que no existe y porque “no hace falta que algo sea de verdad para hacerte feliz”.

Ése momento será para Rosamond el más feliz de su vida. A partir de esas vacaciones todo se desmoronará y nada será como antes. Nunca más volverán a estar las tres, tan juntas, tan unidas. Las vidas de todas ellas se van deslizando con sus errores, sus pequeños momentos de felicidad, sus tragedias. ¿Qué sentido tiene todo esto? La sobrina de Rosamond que no sólo ha escuchado las cintas sino que llega finalmente a saber cómo ha ocurrido todo, siente, en un leve instante que es posible conocer la respuesta, pero esa revelación se le escapa para siempre. Nunca existió esa revelación, es un sueño, algo imposible, como la lluvia antes de caer.

“La lluvia antes de caer” fue publicada en España en 2009 y supuso una sorpresa porque hasta la fecha las obras de Coe no eran en absoluto intimistas. Más bien eran sarcásticas, sátiras políticas ambientadas en las últimas décadas del siglo XX, como es el caso de “El club de los canallas”, “¡Menudo reparto!” o “El círculo cerrado”. Sin embargo, el autor dice que llevaba veinte años en su cabeza la idea de esta novela melancólica e introspectiva. El marco en el que se desarrolla es una zona rural de Inglaterra de la que eran originarios sus abuelos, Shrospshire. En opinión del autor, se trata de uno de los lugares “más mágicos, extraños y hermosos del Reino Unido” del que guarda “poderosos recuerdos” que le llevaron a utilizarlo como escenario para su novela, en la que intentó capturar su atmósfera “misteriosa e inexplicable”.

Rosamond lo describe cuando lo ve por vez primera, en el primer día de su evacuación, diciendo que son “campos de oro resplandecientes bajo un cielo muy azul, el azul de Shropshire, el oro de Shropshire” porque lo que antes había sido verde ahora se ha convertido en el dorado del maíz que se cultivaba como “munición de guerra”.

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Otro escenario es el que corresponde al día más perfecto de Rosamond, el del lago Chambon, en la región francesa de Auvernia. Y aquí es donde la música, siempre presente en las novelas de Coe, hace su brillante aparición. Unos meses antes de esas vacaciones Rosamond y Rebecca habían escuchado por la radio los arreglos de Canteloube de los Cantos de la Auvernia y una de sus canciones, Baïlerò, les había impulsado a realizar ese viaje. También esa canción significa mucho para Coe y por eso decidió incluirla. La canción de Michael Gibbs, “The rain before it falls”, le inspiró el título. Mientras escribía la novela, escuchó casi de continuo el disco “Slow life”, del saxofonista Theo Travis, por lo que aconseja que si los lectores desean escuchar la “banda sonora” del libro, ese es el álbum.

Y una nota cuando menos curiosa que relata el propio autor en una entrevista y es que su novela está inspirada en las de Rosamond Lehmann, una escritora aristócrata y rebelde que nació a principios de siglo y que no dejó de escandalizar a la sociedad de su tiempo. Hace poco se ha reeditado una de sus más famosas obras, que las jovencitas leían a escondidas, “Invitación al baile”.

Jonathan Coe reconoce que La lluvia antes de caer” no ha gustado tanto como sus otras obras y que, por alguna razón, “España y Alemania son los únicos países en los que ha sido la más exitosa. En Inglaterra prefieren mis sátiras políticas”. Posiblemente porque están ambientadas en la época de Thatcher y Blair con contínuas referencias a sus circunstancias políticas.

Karim Miské, Arab jazz

 

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La novela comienza con el descubrimiento del cadáver de Laura por su vecino del piso de abajo, Ahmed, un joven que apenas sale de casa, alejado de toda práctica religiosa y que devora cientos de novelas policíacas. Poco a poco conoceremos su historia como la del resto de los personajes que aparecen en esta historia de fanatismo religioso, hipocresía y corrupción policial, en la que conviven judíos jasídicos, musulmanes integristas y testigos de Jehová. Todos ellos son, en última instancia, los autores, no sólo de la muerte de Laura, sino del dolor y el odio que experimenta la generación más joven.

Es la historia de Susan, hija de un alto responsable de los Testigos de Jehová, la que muestra de manera más contundente la reacción contra el fanatismo de sus mayores pero lo hace con una crueldad inusual y una indiferencia absoluta por el sufrimiento ajeno. Por el contrario, Laura abandonará a sus padres, también testigos, pero jugará el papel de víctima y pondrá de manifiesto todo ese cúmulo de acción-reacción impulsado por las creencias religiosas, manipuladas, eso también, por la codicia y el deseo de poder de aquellos que ni siquiera son creyentes, sino que aprovechan de la candidez y de los sentimientos violentos reprimidos de aquellos a los que “iluminan” o seducen a través de la religión o del poder.

El autor, un franco-mauritano educado en un ambiente “ateo de cultura cristiana”, como él mismo lo define, acababa de filmar un documental, Born Again, que abordaba el fenómeno del neofundamentalismo cristiano, judío y musulmán. Miské defiende que los tres grupos son iguales desde el momento en que sus creencias, dioses y profetas son los mismos. Con la escritura de ‘Arab jazz’ pretendió transformar en literatura lo que fue un documental objetivo. Y para ello se ha valido de los instrumentos de la novela negra en la que se ponen de manifiesto las estructuras sociales en las que se desarrolla el crimen.

Los hechos se desarrollan en el famoso distrito 19, en París. Precisamente el mismo donde se criaron los responsables de la matanza en la revista satírica ‘Charlie Hebdo’, en el invierno de 2015. No hay que buscar oportunismo en esta coincidencia porque la novela se publicó en 2012.

Miské regenta un restaurante senegalés llamado Pitch Me, en la parte baja del barrio parisiense de Belleville, en la frontera del famoso distrito 19, un distrito multicultural poblado por magrebíes, judíos, subsaharianos y asiáticos. En ese barrio del extrarradio conviven con más o menos éxito diferentes religiones. Y los mayores problemas son los de la integración en la sociedad francesa, especialmente la de generaciones jóvenes actuales cuyos padres y abuelos llegaron hace años al país, dato que lleva sorprendiendo profundamente desde hace años.

Tal vez se trate, sobre todo entre los jóvenes musulmanes, de una reacción contra el ambiente de ‘cultura cristiana, aunque laica’ de la que habla el autor. Una forma de definirse frente al otro, tomando la religión como pauta para esa diferenciación.

Y, ademas de la religión está el problema del consumo de drogas. Miské relaciona, en una entrevista, droga y religión y recuerda al respecto la frase de Marx acerca de que la religión es el opio del pueblo, pero también recoge su experiencia al tratar con neofundamentalista que fueron exdrogadictos, generalmente heroinómanos. Éstos que abandonaron ese mundo gracias a la religión, pero en muchos casos para consumir en su lugar un “Dios en altas dosis, fuerte y absoluto”. Como si exitiera un túnel directo de una droga a otra.

En la novela, los crímenes están relacionados con una droga química que lleva por nombre ‘Godzwill’, que significa la voluntad de Dios, una droga que, según los que la consumen, les convierte precisamente en Dios.

A lo largo de la novela se suceden las referencias a Ellroy, Hammet, Patti Smith, Gainsbourg o Dina Washington, novela negra y jazz. Este juego con los nombres de las cosas o de los personajes se aprecia claramente en el propio título de la novela, ‘Arab jazz’, que remite a la novela de Elroy, ‘White jazz’, y que significa algo parecido a “un plan retorcido montado por hombres blancos”. Aquí sería un plan siniestro de árabes, judios, cristianos, delincuentes y perturbados.

Y los nombres de algunos personajes llaman poderosamente la atención. Por ejemplo, el del jefe de Policía, Mercator, que es el de un cartógrafo holandés de hace quinientos años que puso a Europa en el centro del mundo; erróneamente el mapamundi de Gerardus Mercator dibuja un territorio europeo dominante y enorme que no le corresponde.

Por último, quiero transcribir la semblanza que hace el autor de Mercator, el jefe de los dos tenientes que se ocupan de resolver el caso. Me parece fascinante. Dice de él que siempre daba la impresión de que “cada una de sus acciones tenía un significado” y que “su aura de misterio constituía la exacta naturaleza de su poder, como un pergamino cubierto de jeroglíficos expuesto a los ojos de todos y completamente indescifrable”. Y prosigue: “Mercator era dueño de un físico de tenor ( ) pero no era lo que se dice gordo. El equilibrio entre grasa y músculo era casi dialéctico. Un leve exceso de grasa para tranquilizar al adversario y los músculos necesarios para abatirse sobre su presa en el momento adecuado”.

En resumen, una novela negra absolutamente recomendable.

El cuarto oscuro de Pascal y la fortaleza de Kant

Autograph-ImmanuelKant

El ‘pensamiento’ de Blaise Pascal de que todo el mal del mundo viene de que los hombres son incapaces de estarse tranquilos en un cuarto hace mención a la idea de que el bien es la retención de la energía y que el mal es su derroche porque se sustrae del crecimiento. Al igual que el agua, sentencia Cyril Connolly, “como somos más fieles a nuestra naturaleza es en reposo” (1).

En este sentido la existencia de Kant es la expresión más fiel de ese pensamiento. Decir de él que era un hombre muy moderado y metódico sería quedarse corto. De todos es sabido que los relojes de Königsberg se ponían en hora atendiendo a sus paseos “digestivos” de las cuatro en punto. Todos los días, lloviera, nevara o luciera un sol abominable, Immanuel recorría el mismo trayecto: de su casa a la fortaleza de Friedrichsburg y vuelta, lo que dieron en llamar ‘el paseo del filósofo’. Procuraba pasear en soledad por cuestión de higiene: para respirar con la boca cerrada y evitar así las afecciones reumáticas.

Se dice que sólo varió la costumbre del paseo vespertino a causa de la batalla de Valmy, pero no he encontrado nada que avale este dato, que posiblemente pretende poner de relieve que sólo un acontecimiento de tal calibre -la victoria de las tropas revolucionarias francesas sobre las invasoras austríacas y prusianas, que cambió la historia de Europa- pudo hacerle interrumpir sus hábitos. También se cuenta que la única excepción se produjo el día en que la lectura del ‘Émile’, de Rousseau, lo absorbió tanto como para hacerle olvidar su paseo, hecho que suscitó la alarma de sus conocidos. Posiblemente no sea cierto y sólo quiera subrayar el afecto del filósofo por las nuevas ideas de la Ilustración.

Cuando Pascal habla de no salir del cuarto podría referirse no solo a no derrochar energía, sino también a que la inacción social es fuente de todo bien. Si uno está en su casa tranquilamente, dialogando con sus propios pensamientos y poniéndolos en orden y por escrito, no tiene oportunidad de enredar con otros, de dirigir o mezclarse con iniciativas que pongan en marcha acciones, casi siempre malévolas, como pueden ser las guerras o las visitas intempestivas.

Kant se pasó toda su vida pensando, en su cuarto, y escribiendo. Y evidentemente poco mal pudo hacer, aunque criticó mucho a san Anselmo de Aosta; de hecho refutó a conciencia su argumento ontológico de la existencia de Dios, lo que dio mucho que hablar en su época y acabó con la autoridad intelectual del santo.

Solamente hubo en su vida un conflicto: el que mantuvo con la censura bajo el reinado de Federico Guillermo II, a raíz de la publicación de su obra “La religión dentro de los límites de la mera razón”, en 1792, precisamente el año de la batalla dee Valmy. Kant se vio obligado a firmar un escrito comprometiéndose a no volver a hablar ni a escribir públicamente de religión, promesa de la que se sintió desvinculado a la muerte del emperador, ocurrida en 1797.

Kant tiene una obsesión, que es la de llegar a viejo y, por lo tanto, no puede permitirse el malgastar sus fuerzas, no debe derrochar su energía vital. Tampoco tenía en exceso puesto que era flaco y enclenque. Obviamente no se casó, para no malgastarse. Difícil alcanzar una edad provecta si media el matrimonio, decía. Kant murió a los ochenta años, en 1804, suponemos que entero. Y sus últimas palabras fueron: “Está bien”.

Volviendo a Pascal hay que advertir que era bastante incoherente. Por hacer una frase, un ‘pensée’ armónicamente formulado podía arriesgarse a la condena eterna e incluso rebatir lo que acababa de escribir el día anterior, lo que es mucho más grave en un intelectual. Porque si bien apostaba por quedarse en un cuarto, también decía que el hombre necesitaba distraerse y, en el párrafo siguiente, defendía que el tedio provenía de una vida sin Dios y que intentar evitarlo mediante la diversión suponía huir de la realidad. Sin Dios, el hombre no es nada, decía, y el tedio es la conciencia de dicha nada.

Y luego se planteaba que mucho mejor es el sufrimiento porque al menos es “algo”. Pero si no tenías nada por lo que sufrir, pues vuelta a Dios. Es resumen, toda esa retahíla de contradicciones para defender que lo mejor para uno era quedarse en su cuarto pensando en Dios y en que más vale creer que no hacerlo, después de haber experimentado la actividad, la inanidad y la irrealidad.

(1) Cyril Vernon Connolly, ensayista y novelista británico nacido en Coventry en 1903

Patrick Leigh Fermor, El tiempo de los regalos

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Comienza su viaje un día de diciembre de 1933. Ha cumplido dieciocho años, mide 1,80, tiene el pelo y los ojos castaños, una salud envidiable y la edad perfecta para desafiar al horizonte y caminar hasta Constantinopla, a pie y con pocas libras en el bolsillo.

En el preámbulo a su primer libro sobre este viaje, cuenta Patrick Leigh Fermor que la idea surgió de improviso, tras considerar que estaba perdiendo el tiempo en Londres porque no conseguía escribir ni una sola línea cuando lo que quería era convertirse en un prolífico y respetado Trollope.

Decidió cambiar de escenario y recorrer Europa como un vagagundo, un peregrino, un sabio errante, un caballero arruinado. Seguiría el curso de los dos grandes ríos europeos, el Rin y el Danubio hasta llegar al Mar Negro, teniendo como destino “la silueta levitante de Constantinopla, erizada con gavillas de delgados cilindros y semiesferas que emergían de la niebla”.

Comienza el viaje en Rotterdam, ciudad que años después sería bombardeada hasta los cimientos, para atravesar a continuación los campos nevados de Westfalia. El primer pueblo que encuentra al entrar en Alemania, Goch, le muestra la situación política que vive el país tras la ascensión de Hitler al poder. En el escaparate de una tienda contempla todo un surtido del equipo del partido: desde brazaletes con la cruz gamada a dagas de las Juventudes Hitlerianas. Y, por las calles del pueblo ,el desfile de un grupo de miembros de las SA al ritmo de ‘Volk, ans Gewehr!’

Patrick remonta el Rin visitando las ciudades de sus orillas, sus iglesias y castillos, rememorando las historias de Carlomagno y Roldán en Bad Godesberg o el famoso puente que, no lejos de allí, tendió César y luego destruyó para demostrar su poderío tecnológico a los incivilizados germanos. Más al este fue donde Varo perdió sus legiones para pesadilla de Octavio. Es un placer leer todas estas historias que Leigh Fermor cuenta tan bien, independientemente de lo fantástico que pueda ser el viaje en sí.

A lo largo de este maravilloso viaje hace amigos y conocidos, le roban el equipaje, duerme en lugares inverosímiles, desde posadas cochambrosas a castillos imperiales y conoce a gente extraordinaria, pobres, ricos, analfabetos, intelectuales….

El recorrido es zigzageante. Pasa del Rin al Danubio, Suiza, Austria, Checoslovaquia… Y al mismo tiempo retrocede en la historia para contarnos qué ocurrió con Napoleón en determinado sitio o con Carlomagno en otro.

En Hungría finaliza este primer libro, ‘El tiempo de los regalos’, escrito en 1977, cuarenta años después de haber iniciado el viaje. Por eso contiene, junto a la emoción propia de la juventud ante todo lo que observa, la experiencia de la edad tiñéndolo a su vez de historias de mundos perdidos u olvidados y de melancolía.

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‘Entre los bosques y el agua’ y ‘El último tramo’

Entre los bosques y el agua” es el título de la segunda parte de este viaje y recorre Hungría y Transilvania. Está escrito cincuenta años después, en 1986, diez años después del primero. Según nos asegura Jacinto Antón, periodista y escritor de viajes y aventuras y unido por diversas circunstancias a Leigh Fermor, es tan fantástico como el primero. Seguro que lo leeré.

Aún quedará un tercer libro que Leigh Fermor no llegó a escribir, pero que sus amigos Colin Thubron, viajero y escritor, y Artemis Cooper, su biógrafa, redactaron por él, tras su muerte en 2011, basándose en un manuscrito del propio Fermor que se titulaba ‘Un viaje de juventud’ y que nos transporta desde las Puertas de Hierro del Danubio a Constantinopla, ciudad a la que llegó el 31 de diciembre de 1935, dos años después de comenzar el viaje. Lleva el título de ‘El último tramo’ (‘The broken road’ en su edición inglesa) y apareció el año pasado, en 2014.

El manuscrito de Leigh Fermor no finaliza en Constantinola, sino en las costas del Mar Negro, “en mitad de una frase”, nos cuenta Jacinto Antón, de quien he tomado prestadas todas las opiniones acerca de los dos libros que cierran la trilogía.

Es posible que Estambul le decepcionara o tal vez lo que de verdad quería era viajar por Grecia, país del que se enamoró para toda la vida. En Atenas conoció a la princesa Balasha Cantacuzène, una noble rumana de la que se enamoró. Compartieron un viejo molino fluvial en las afueras de la ciudad, donde pintaban y escribían. Leigh Fermor pasa de puntillas por Constantinopla para visitar los monasterios del monte Athos, visita que constituye el último capítulo del libro.

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El héroe de Chipre

Los dos libros, y también por supuesto el tercero, fueron escritos por un hombre que ya había cumplido los sesenta años a partir de los recuerdos de cuando tenía veinte, pero también con la profundidad que da la experiencia de toda una vida, intensa y apasionada.

Tras declararse la II Guerra Mundial, Leigh Fermor se unió a los Guardias Irlandeses, pero debido a su dominio del griego fue asignado al cuerpo de inteligencia y luchó en Grecia y en Creta, en cuyas montañas vivió dos años disfrazado de pastor contribuyendo a organizar la resistencia contra los alemanes.

Como líder del Special Operations Executive (SOE) y junto con un grupo de guerrilleros cretenses secuestró de forma audaz al comandante de las tropas alemanas en Creta, el general Heinrich Kreipe, en 1944. Sobre este suceso su camarada William Stanley Moss escribió un relato en 1950, titulado ‘Mal encuentro a la luz de la luna’, que fue llevado al cine en 1957. En la película “Emboscada nocturna’ Dick Bogarde interpretaba el papel de Paddy. Su nombre en la guerrilla cretense era ‘Mihali’, pero sus amigos le conocían por el diminutivo de Patrick.

Acabó guerra con el rango de mayor y condecorado con la Orden de Servicios Distinguidos. Era una mezcla de caballero, inelectual y hombre de acción. Y sin embargo ni sus hazañas militares ni ser un escritor de viajes le parecían a Leigh Fermor lo mejor de su vida. Le gustaba escribir, charlar, conocer gente y lugares, sabía de todo, las palabras le subyugaban y la historia fue su pasión. Su amor por Grecia le llevó a consertirse en un segundo Lord Byron y llegó a cruzar nadando el Helesponto a los 69 años. En 2007 fue nombrado por el gobierno griego Caballero de la Orden del Fénix.

Aunque se le conoce sobre todo por su caminata de los años treinta a través de la Europa prebélica, tambien escribió otros libros de viajes. ‘The Traveller’s Tree’, su primer libro, en el que narra sus viajes por el Caribe tras la guerra; ‘Three Letters from the Andes’ y otros relatos sobre Grecia: ‘Mani’ (en el sur del Peloponeso) en 1958 y ‘ Roumeli’ en 1966. Además de su única novela, ‘Los violines de Saint Jacques’, en 1956. 

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J.R. Ackerley, Mi padre y yo

 

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La obra comienza con una frase que sorprende y estimula la curiosidad: “Yo nací en 1896 y mis padres se casaron en 1919”. Lo justifica en que fueron pasando los años y sus padres olvidaron lo anómala que era su situación, hasta que su tía les impulsó a regularizarla. Suena raro, así es que sigues leyendo para saber más.

Claro, que la intención inicial era comenzar con otra frase, al menos eso es lo que dice la contraportada del libro, que al final no se publicó. Es la siguiente: “El pene de mi padre medía treinta centímetros y medio”. Luego nos enteramos de que era un comerciante en frutas, el “rey del plátano” le llamaban. No es de extrañar.

Lo cierto es que esta parte de la autobiografía de Joe Randolph Ackerly, en la que habla de las relaciones con su padre y de su homosexualidad, resulta muy interesante. Se me ha ocurrido comentarla porque una reseña anterior, ‘Mi padre’ de Saint Aubyn, me la recordó y porque este libro me gustó mucho y aquí sólo escribo de lo que me gusta.

Ambos libros no tienen en absoluto nada que ver. La anterior, la de St. Aubyn, era una novela, aunque con tintes biográficos acusados, sobre una relación bastante escabrosa en un ambiente de clase alta. En esta ocasión se trata de una familia de clase media, es autobiográfica sin más, y la relación entre padre e hijo no puede ser más diferente.

No es el único libro de memorias que Ackerley escribió a lo largo de su vida. “Vacación hindú, un diario de la India”, “Mi perra Tulip” y “Mi hermana y yo”, son también autobiográficas. La última y la del padre se publicaron póstumamente, en 1968, un año después de la muerte del autor.

En las memorias que comento hoy Ackerley se muestra totalmente desinhibido en cuanto a su homosexualidad y su relación con su padre. A su muerte, descubre que tenía una familia paralela a la suya y se encuentra con tres medio hermanas de las que nunca había sabido.

Afirma Javier Marias, en una reseña sobre el libro, escrita en 1991 y revisada en el 2010 para la edición en Anagrama, que ‘Mi padre y yo’ ha quedado como un clásico moderno de la autobiografía y que incluso existe un Premio Ackerley para obras del género. Marías destaca el impudor involuntario del autor, o mejor, corrige, “indeliberado”.

La relación de Joe Randolph con su padre es, creo yo, la habitual entre hijo y progenitor a principios de siglo: distante. El problema es que de tan distante, ni se llegan a conocer. Ni el hijo llega a saber lo de la familia paralela ni su tendencia homosexual llegar a ser tema de conversación entre ellos, aunque se deduce que el padre tenía que sospecharlo. Pero nunca se lo menciona. Como si no existiese, lo que en la época también parece normal.

De todas maneras, las indagaciones que hace el hijo sobre su padre hacen pensar en relaciones un tanto extrañas por parte del propio progenitor. Resulta que se escapó de casa a los dieciséis años y se enroló como soldado raso en los Guardias Reales Montados, donde sirvió tres años y medio. Después prestó servicio en el Segundo Regimiento Real de Caballería, un cuerpo de excelentes soldados muy admirados por su estupendo físico y su espléndido uniforme. Cuando se licencia, en 1884, el soldado de caballería Alfred Ackerley, “con un certificado de escolaridad de segunda y una familia sin medios económicos”, se ha convertido en “un joven de mundo cultivado, viajado, fino y educado con 2.000 libras de renta anuales”.

La explicación, continúa en el siguiente capítulo, está en “dos señores muy ricos” que su padre conoció en Londres durante los cinco años en que fue soldado. Pese a que el hijo indaga sobre estas relaciones, sobre todo con el segundo, en ningún momento se atreve a señalar ningún tipo de relación sexual, aunque flota en el aire. Evidentemente, su padre era heterosexual y en su haber se contabiliza un primer matrimonio, en el que enviudó, el casamiento con su madre y la familia paralela que J.R. descubrió tras su muerte.

Ackerley también hace referencia a sus primeros escarceos amorosos en el colegio y a su incapacidad para mantener una relación constante, así como a su timidez y a su búsqueda de amantes en lugares bastante siniestros y también entre los miembros de la Guardia Real, a la que perteneció su padre. Y lo hace, como señala Marias, sin pudor y al mismo tiempo de la forma en que es más difícil narrar: con claridad y sin impostación alguna.

Edward St. Aubyn, El padre

A finales de 2013 , Mondadori editó las tres primeras novelas de St. Aubyn bajo el título ‘El padre’: “Da igual”, “Malas noticias” y “Alguna esperanza”. Con esta edición conocimos los lectores españoles que no somos partidarios de la versión original por la razón que sea, las tres novelas cortas con que se inició St. Aubyn, cuya propia vida queda reflejada en ellas, aunque no sean siempre un fiel trasunto y, como dice el propio autor, contengan una gran cantidad de artificialidad, literaria por supuesto.

Parece establecido que la primera novela de un escritor versa sobre su propia vida, tal vez porque “es lo que tiene más a mano”, como dijo no me acuerdo quién. Esta trilogía inicial parece, además, un ejercicio de catarsis mediante la expresión literaria de unas vivencias difíciles de sobrellevar y que marcaron toda la infancia y primera juventud del autor. Porque la vida no fue en absoluto fácil para el niño que fue y que está representado en la novela por Patrick Melrose, hijo y víctima de David.

No obstante, St. Aubyn, en unas declaraciones de ese mismo año de 2013, coincidiendo con la promoción de la edición en español, aseguró que el proceso de creación no coincidió con la fase aguda de su “curación” a través del psicoanálisis, sino que fue posterior, cuando los hechos ya se habían sedimentado en su conciencia y que volver a ellos supuso una “retraumatización”. Su padre, además, ya había muerto, por lo que no cabían posteriores enfrentamientos, aunque la publicación le granjeó la animadversión o el reproche de viejos amigos de su progenitor. A pesar de todo, continuó adelante porque no podía escapar a esa historia que llevaba años pugnando por salir al exterior.

Esnobismo y pederastia

La primera novela, “Da igual” desencadena las otras dos. Transcurre en una gran casa en el sur de Francia, en la que viven los padres de Patrick: un aristócrata británico dominante, sarcástico y cruel y una rica heredera americana, débil y alcoholizada, que es la que mantiene el nivel de vida de la familia. Allí reciben a un grupo de amigos británicos, algunos de clase alta y casi tan degenerados como David, descrito en el primer capítulo como una persona de cierta edad, sesenta años, cuyo único objetivo en la vida es dar rienda suelta a su mal humor y, sobre todo, no aburrise, algo que pocas veces consigue y que le provoca fuertes accesos de ira, aunque su vena sádica no necesita de ellos para poner en marcha sus propósitos.

En fin, un padre como el que todos hemos querido tener alguna vez.

Patrick tiene ese verano cinco años y se mueve por la “granja” un poco descontrolado, jugando con toda la fuerza de la imaginación de un niño de esa edad. Su padre le llama. Ese día no está de buen humor, tal vez porque ha recordado alguno de sus muchos fracasos pasados, como el sueño de convertirse en un gran concertista de piano. Ordena a su hijo que se le acerque y éste le pregunta: ¿Qué he hecho? El padre está furioso: Voy a tener que pegarte, le dice. Sin más explicaciones comienza a azotarle con una violencia incomprensible.

Sus métodos educativos -dice el narrador- se basaban en la idea de que la infancia era “un mito romántico” y que “los niños eran adultos en miniatura” a los que había que endurecer. Pero esta explicación no es suficiente porque acto seguido el padre viola al hijo de cinco años, que experimenta una sensación de horror y de aplastamiento físico y psíquico inconmensurable pero no entiende qué está pasando.

Pasado el trance, David realiza una reflexión que resulta clave para entender de qué está hecho su carácter, imbuido de una maldad inconsciente y absurda. Tiene la impresión de que quizá “ha llevado demasiado lejos su desdén por la mojigatería de la clase media” porque ni siquiera en un club de caballeros podía “alardearse del incesto pedófilo homosexual con la confianza de obtener una acogida favorable”.

El día continúa. Los Melrose tienen invitados y conversaciones vacías que muestran el terror que Eleanor siente hacia su marido, David, pero también su indiferencia hacia todo. Esnobismo a raudales en los dos aristócratas británicos que comparten mesa, David y su amigo Nicholas, y desprecio compartido hacia todo lo que no tenga clase, hacia lo supuestamente vulgar.

En una de las entrevistas publicadas en 2013, St. Aubyn, que escribió estas novelas antes de 1994, afirma que “cuesta encontrar el eslabón entre el esnobismo y la pedofilia, entre la malicia y la violación, pero lo hay”. David “no es solo un producto de su clase. Estoy seguro de que pasa en otros ambientes, solo que yo no sabía mucho de eso. El esnobismo es universal. La gente siempre está buscando una razón para no empatizar con los demás y pueden usar la clase, el género o la raza, Cualquier excusa para despreciar a los demás y liberarse del peso que supone la empatía. No creo que ignorar a otros seres humanos sea una cosa propia de la clase alta británica, pero en el caso de David tiene ciertas actitudes ya precocinadas que funcionan como una cubierta: su arrogancia, el sentirse legitimado… David puede citar a la Antigua Grecia para justificar sus actos”.

Malas noticias”

La segunda novela de la trilogía – “Malas noticias”- transcurre en Nueva York. Patrick tiene veintipocos años y su padre acaba de morir, por lo que viaja a esa ciudad para hacerse cargo de las cenizas. Son apenas veinticuatro horas que Patrick consume bebiendo, esnifando e inyectándose todo lo que tiene a su alcance, desde anfetas a speed, desde coca a heroína. Y planteándose la relación con su padre. Necesita cocaína para sentirse fresco y vitalizado, una copa para mantener una conversación social, heroína para escapar … Padece alucinaciones y presenta un aspecto deplorable. Y piensa en dejarlo, pero no será en este momento. Ya tiene garantizado, nada más pisar Londres, su lote de drogas.

Dice St. Aubyn, respecto al consumo desaforado de drogas durante una importante etapa de su vida que “es una cosa bastante rara necesitar inyectarse veneno en las venas cada 20 minutos con un objeto punzante. Solo lo puede hacer gente que no puede contemplar la idea de estar a solas con sus pensamientos y su conciencia”.

Alguna esperanza”

En la última novela, “Alguna esperanza”, Patrick ha abandonado las drogas y asiste a una fiesta en el campo, en la que encontraremos a personajes ya conocidos. Han transcurrido ocho años de la muerte del padre y Patrick está estudiando Derecho. El recuerdo del padre aún le hipnotiza pero ya es capaz de asumir que su comportamiento destructivo respondía al hecho de que no quería ser como él, de que no quería su sarcasmo, su esnobismo, su crueldad y su traición. Patrick decide contar a un amigo lo ocurrido aquel día en la campiña francesa. Es la primera vez que lo verbaliza y se da cuenta que lo peor ya ha sido superado.

Como nota curiosa, señalar que en esta última novela hace un cameo la princesa Margarita, protagonizando un incidente diplomático con el embajador francés, un esnob de primera. Claro, que ella es una mujer horrenda e insoportable. Se merecen ambos.

Esta capacidad del autor de distanciarse del drama que está narrando, e incluso utilizar la ironía en la descripción de personajes y en las mismas conversaciones hace que algo tan siniestro como es el leit motiv que pone en marcha los acontecimientos posteriores se vea como real pero al tiempo como algo de gran valor literario.

Porque realmente, el lenguaje es fantástico, sobre todo en la primera novela. La entrada en escena del padre que, en lo alto del jardín, mientras se acerca la criada con la colada, observa el afán de una columna de hormigas mientras él decide su destino con una manguera en la mano es genial, una joya literaria.

‘La historia secreta’, de Donna Tartt

Cada diez años, la escritora Donna Tartt, nacida en Misisipi en 1962, nos regala una novela de más de 700 páginas. La última, “El Jilquero”, fue premiada con el Pulitzer y escandalosamente publicitada en revistas literarias y en las librerías.

DONNA TARTT

No la conocía, no sabía nada de su obra, pero encontré en la biblioteca a la que acudo habitualmente un ejemplar de su primer libro, “El secreto” (The Secret History), en edición de bolsillo. Esa editorial que lleva un sello de ‘best seller’ en la parte superior izquierda de la portada. El ‘aviso’ me desconcertó, aunque luego supe que había vendido cinco millones de ejemplares en diversos idiomas, o sea, de los “más vendidos”.

No hay que fiarse de las apareciencias: a veces, un éxito de ventas no significa mala literatura. Y en este caso, está claro que no, pese a que la publicidad de este primer libro decía que Tartt había conseguido borrar la distancia entre alta y baja literatura. Debieron decirlo para convencer a los indecisos acerca de la sencillez de la obra. Es cierto que posee un corte clásico pero no es simple en absoluto.

Me gustó desde el principio hasta el mismísimo final. Es fascinante. Y me sorprende que fuera su primera novela. Se publicó en 1992, cuando su autora avanzaba hacia la treintena pero, según confesó en una entrevista, empezó a escribirla diez años antes, en 1982, mientras cursaba estudios en el Bennington College, un centro universitario de Humanidades, situado en Vermont, Nueva Inglaterra. En un lugar similar se suceden los hechos de “La historia secreta”. La Universidad de Hampden, pues así se llama el centro donde estudian los protagonistas de este relato, es un trasunto de Bennington.

Tartt, nacida en el sur de los Estados Unidos, descubrió la nieve durante su estancia en Vermont y el frío, las montañas en derredor, el ambiente en suma, influyeron notablemente en la elaboración de esta primera novela. Ella misma señala que intentó trasladar a la narración la angustiosa sensación de aislamiento opresivo que puede vivirse en un College.

La novela comienza con la confesión de un crimen: “Bunny llevaba diez días muerto cuando lo encontraron”, aunque “no lo ocultamos en absoluto, sino que nos limitamos a dejarlo allí, donde había caído”.

Así empieza la historia y así lo cuenta el narrador que nos irá llevando a lo largo de 576 páginas (en la edición de bolsillo) por los vericuetos de una intriga que nos produce desasosiego, que inflama nuestra imaginación y nos fuerza a intentar entender unos hechos insólitos que responden a la tiranía de un destino que, como en las tragedias griegas, finalmente se alza con la victoria.

Los acontecimientos se suceden de manera implacable. El narrador, Richard Papen, un joven de diecinueve años, procedente de una familia de escasos recursos de California, consigue una beca para estudiar en la elitista y decadente Universidad de Hampden. Nada más llegar se entera de la existencia de un grupo de excéntricos estudiantes que dedican todos sus esfuerzos y capacidades al aprendizaje del griego clásico. Son cinco: Harry Winter, un genio de la lingüística capaz de hablar en varias lenguas, antiguas y modernas, y el más comprometido en el enfrentamiento entre el misterio y la razón; los dos gemelos Macauley, Charles y Camila; el joven Francis Abernathy, y quien acabará siendo asesinado por los otros, Edmun Corcoran, ‘Bunny’ para los amigos.

Todos ellos trabajan bajo la supervisión del maestro de ceremonias, Julian Morrow, un personaje deslumbrante, de una erudición sin límites, pero también sin moralidad, de pasado incierto, tal vez un farsante sin títulos o quizá alguien que “en los años cuarenta habría sido un intelectual importante”, amigo de Ezra Pound y de T.S. Eliot.

Los cinco estudiantes, junto con el profesor, forman un grupo compacto e impermeable para el resto de Hampden. Richard Papen, el último en llegar, consigue introducirse en ese círculo privilegiado pero a costa de aceptar una gravísima confidencia y convertirse en cómplice.

Imbuidos por el atractivo de vivir en propia carne una orgía dionisíaca, cuatro de ellos (con la ausencia de Bunny y del narrador) consiguen una noche, tras fracasos anteriores, acceder al “arrebato” místico y carnal que buscaban: “trascender el ser, comprender el misterio, nacer al principio de la vida eterna, lejos de la prisión de la mortalidad y el tiempo”. Esa noche reciben al dios pero lo que ocurre en esas horas de delirio y sus consecuencias para todos no puede ser más desastroso.

Y a partir de ahí, surge el miedo, el chantaje, el rencor, la huida, el asesinato y la destrucción, no sólo del grupo, sino de los individuos que lo forman. Y llega el fin de la “edad dorada”, el maravilloso futuro al que aspiran estos jóvenes se desvanece porque ya no se repetirán las oportunidades de la juventud.