Japón en su relato de origen, una creación de los dioses — Historias emergentes

A los japoneses les costó mucho tiempo y una profunda decepción renunciar a su mito de origen, aquel que decía que los miembros de la casa imperial descendían de los dioses, los mismos que crearon el archipiélago y todo lo que contiene. Lo que para muchos pueblos entrados en la modernidad eran relatos fantásticos que […]

Japón en su relato de origen, una creación de los dioses — Historias emergentes

Los viajes de Basho por el Japón del periodo Edo

En sus ‘Memorias de Adriano’, Marguerite Yourcenar consignó cómo el emperador romano fue un viajero infatigable y ávido por conocer el vasto mundo que gobernaba y sus fronteras bárbaras y por impregnarse de la cultura griega que tanto amaba. En el curso de sus viajes, Adriano subió a la cima del volcán Etna en Sicilia, consultó antiguos oráculos de los dioses y visitó las maravillas que ofrecía el antiguo Egipto,así como los rincones más alejados de sus dominios, en lo que empleó la mitad de los veintiún años de su gobierno de Roma.

Nada que ver con el carácter y el itinerario de Matsuo Basho, un poeta japonés del siglo XVII que hizo del viaje un aspecto inseparable de su personalidad y cuya semblanza fue elegida por Yourcenar para encabezar un libro que llevaría por título ‘Una vuelta por mi cárcel’ y que recogería las impresiones de su visita a Japón en los años ochenta. El proyecto no se llevó a cabo pero sí se publicaron los textos tras su muerte.

Mientras Adriano sentía una gran pasión por las “curiosidades”, Basho prosigue la larga tradición oriental del poeta que parte en peregrinación espiritual. Si Adriano se revela como un coleccionista y crea en Tívoli una especie de parque temático con elementos que evocaban el pasado glorioso de Alejandría y de la Atenas clásica, Basho realiza el aprendizaje del desprendimiento y sólo trae de vuelta sus apuntes y los haikus que escribieron él y otros poetas con los que se encontró en su camino. Libre de equipaje es como quiere viajar, aunque reconoce la dificultad que eso entraña porque se precisa una capa para la lluvia, tinta y pinceles, ropa limpia para después del baño y los regalos que no se pueden rehusar.

Dieciséis siglos y miles de kilómetros los separan y, evidentemente, unas circunstancias absolutamente dispares. Adriano es el hombre más poderoso de su tiempo y Basho es un asceta que ha renunciado a todo lo que no sea esencial; Adriano es un militar que confraterniza con sus legiones allá donde se encuentren en tanto que Basho prefiere la contemplación a la acción; Adriano puede viajar por donde quiera con todas las comodidades que en su tiempo podía procurarse y la seguridad que le daba el poder, mientras que Basho no goza más que de medios precarios -sus pies, a veces algún caballo prestado y una barca que tampoco es suya- y ha de limitarse a recorrer las islas porque en este periodo de aislamiento impuesto por el shogunato Tokugawa no sólo se cerraron las fronteras a los extranjeros sino a todos los habitantes del archipiélago. Y sin embargo, Adriano y Basho tienen algo en común, hacer del viaje durante muchos años su modo de vida.

Cumplidos los cuarenta años, Basho decide viajar a pie, vestido con los tradicionales hábitos budistas, las sandalias de paja y el sombrero en forma de cono de los monjes errantes. Considera Yourcenar que el motivo del viaje no es tanto para instruirse o conmoverse como para sufrir y con este espíritu soporta la lluvia y las largas caminatas, asciende por senderos helados y resiste en posadas de mala muerte. Es cierto que viajar en aquellos tiempos era muy duro y que los peregrinos se enfrentaban a peligros, incluso a la muerte. Pero sufrimiento no es lo que se desprende de los poemas que escribió durante sus viajes porque, si bien sus haikus expresan la nostalgia y la impermanencia del mundo también reflejan la fraternidad budista hacia todo lo que existe, hombres, animales y plantas, al tiempo que la visión pesimista de la vida se transforma en sentido del humor y en la alegría propia de la religión animista que nació en Japón, el sintoísmo.

El propósito de sus viajes consistía en entregarse a la contemplación de la naturaleza y visitar los lugares, ya fueran santuarios, templos o paisajes, que ya habían sido objeto de poemas de sus maestros con objeto de encontrar la inspiración. En el otoño de 1684 inicia el primer viaje de una serie, que ocuparían los restantes diez años de su vida, precisamente en el tiempo en que compone su mejor poesía.

Pero es el último gran viaje, el que realiza por las regiones incivilizadas del norte de Honshu, iniciado en la primavera de 1689 y en el que recorrió más de dos mil kilómetros en 156 días, el que dio lugar a los apuntes y a los poemas contenidos en el libro ‘Oku no Hosomichi’, que en su primera edición en español fue titulado ‘Sendas de Oku’. De los cinco diarios de viaje que escribió, éste último es el mejor, señala Octavio Paz en el prólogo que redactó para la edición de 1957 y en cuya traducción desempeñó un importante papel. El nombre de Oku es el de una ruta real que lleva a esta provincia, en el norte de la isla de Honshu, es la parte misteriosa y salvaje del norte de Japón, de caminos difíciles y poco frecuentados, pero “oku” quiere decir también “interior”, lo que sugiere una especie de viaje hacia dentro, es decir, un peregrinaje espiritual.

Quizá haya que buscar el origen de la devoción por la naturaleza y su respeto por las fuerzas naturales que los japoneses experimentan como una vivencia interior alegre y de continuo agradecimiento a la naturaleza circundante, en el carácter animista del sintoísmo. También cuando esta misma naturaleza presenta sus aspectos más catastróficos, como los terremotos, los volcanes y los tifones, que obligan a considerar la inestabilidad y la caducidad de la vida y quizá a vivir de la forma más intensa posible con la amenaza constante de la precariedad.

El primer poema del viaje de Basho a las tierras de Honshu resume esa actitud de compasión con todo lo que está vivo y, lejos de toda trascendencia, muestra un sorprendente surrealismo:

“Se va la primavera,

quejas de pájaros, lágrimas

en los ojos de los peces”.

Las estaciones, cuyos límites son absolutamente nítidos en Japón, marcan la contemplación itinerante de la naturaleza. En el otoño Basho describe lo que él mismo califica del más bello paisaje, el de la bahía de Matsushima, salpicada por innumerables islotes que imitan formas humanas, creado “en la época de los dioses impetuosos, las divinidades de las montañas” y, aunque Kisagata le disputa el título de la bahía más bella, la primera sonríe y la segunda “frunce el entrecejo” y provoca “melancolía”. También hay paisajes siniestros, como el monte Oyama, abrupto y hostil, dotado de un “silencio ominoso”, del que están ausentes los cantos de los pájaros y cuyos caminos apenas se distinguen en las tinieblas de su espeso follaje.

Pero no sólo se conmueve Basho con los paisajes. Las ruinas del Palacio Takadate sobre el río Kitakami y las del castillo de Sato cuentan las luchas entre los Taira y los Minamoto; de esas matanzas ya sólo permanece un triste recuerdo y de los “sueños de los guerreros” sólo quedan las hierbas del verano. Otros lugares, como el Paso de Shirakawa, recuerdan lo que antiguos poetas escribieron sobre él y la visita al santuario Muro no Yashima, cuya diosa es la misma que la del monte Fuji, Komohana Sakuyahime, nos lleva una antigua leyenda japonesa. Ninigi, gobernador de las islas japonesas en el principio de los tiempos, dudaba de ser el padre del niño que la princesa Konohana, su esposa, esperaba. Entonces la princesa se encerró en una cueva y se prendió fuego que, al no arder, dio la prueba inequívoca de la legitimidad del príncipe Hikohohodemi, que significa “nacido del fuego” y que reinó en Japón como el primer emperador con el nombre de Jinmu.

Basho vive en una época que no parece proclive a su carácter austero y su actitud contemplativa y sin embargo incluso en vida era muy conocido y admirado: se dice que contaba con más de dos mil discípulos. Pero aunque nos parezca que representa lo más genuino de Japón, hay que tener en cuenta que nunca una sociedad está compuesta de una sola cara. Y la sociedad japonesa del siglo XVII es tan poliédrica como cualquier otra. Tras un periodo de continuas guerras internas, surge en Edo, Osaka y Kyoto una clase urbana emprendedora, enriquecida por el comercio, patrona de las artes y de la vida social, lo que se ha venido en llamar Ukiyo, que puede traducirse por “el mundo flotante”. Se multiplican los restaurantes, los teatros y las casas de placer y nace la literatura picaresca y erótica.

Conviven, como contrapunto al hedonismo y al tumulto, los poemas de Basho, imbuidos de recogimiento, silencio y aspereza. Todo encaja y se adapta y nada se pierde en Japón. Sintoísmo y budismo pudieron congeniar, el confucianismo marcó la ética de los gobernantes y el zen, la actitud de los samuráis; los diarios de las mujeres de la corte de Heian tuvieron su continuación en la literatura moderna que se inició en la era Meiji, en las postrimerías del siglo XIX; las marionetas de bunraku dieron lugar al kabuki; las antiguas ceremonias sintoístas crearon el teatro Nô y las pinturas del ‘mundo flotante’ se han transformado en los poderosos ‘manga’ . Quizá en eso radica el genio japonés, en que nada se desecha y todo se transforma.

Lecturas

-Matsuo Basho, ‘Sendas de Oku’, Seix Barral 1981

-Marguerite Yourcenar, ‘Una vuelta por mi cárcel’, Penguin Random House 2017

-Carlos Rubio, ‘Literatura japonesa’, Cátedra 2007.

Espanto y destrucción, una literatura imposible

Las conferencias de Zurich pronunciadas por Sebald en el otoño de 1997 denunciaron el olvido de unos episodios terribles que ocurrieron en los últimos años de la II Guerra Mundial sobre suelo alemán. Durante décadas los escritores alemanes, con pocas excepciones, cerraron los ojos al hecho de que sólo la Royal Air Force (RAF) arrojara un millón de toneladas sobre el territorio alemán, que 131 ciudades fueron atacadas una y más veces y que muchas de ellas quedaron arrasadas, que unos 600.000 civiles murieran y que tres millones y medio de viviendas fueran destruidas.

Fue una aniquilación sin precedente en la historia. Quizá por esa razón Sebald, al convertir en texto sus intervenciones y añadir la respuesta que recibieron, utilizó el título ‘Sobre la historia natural de la destrucción’ para referirse a esa barbarie, aunque se limitara a señalar el sufrimiento de la población alemana durante los bombardeos. Las conferencias, que llevaban por título ‘Guerra aérea y literatura’, exigían explicaciones a los intelectuales -literatos e historiadores- sobre su silencio y les reprochaba que estuvieran más preocupados por justificarse a sí mismos y por sus vivencias bélicas que por describir las condiciones en las que se vivía en los últimos meses de la guerra y en los años que vinieron después.

Por otra parte era difícil encontrar el tono justo. El propio Sebald reconoce que algunas obras de posguerra sobre la situación y el sufrimiento de los alemanes pecaban de sentimentalismo, de sensiblería. Muchos, incluso los testigos de los acontecimientos, se valían de tópicos y frases hechas para expresar el horror, de manera que sus vivencias resultaban falsas porque calificar la noche del 28 de julio de 1943 en Hamburgo como “noche fatídica en el que el infierno se desencadenó” es tan estereotipado que resulta increíble, si bien es cierto es que la llamada ‘Operación Gomorra’, por ejemplo, tenía como objetivo la aniquilación y la reducción a cenizas de la ciudad de Hamburgo.

Las diez toneladas de bombas explosivas e incendiarias arrojadas sobre la zona residencial convirtieron el espacio aéreo en un mar de llamas que levantó una tormenta de fuego de una intensidad tal que el fuego se alzaba dos kilómetros en vertical y atrajo con tanta violencia el oxígeno que las corrientes de aire alcanzaron la fuerza de un huracán que recorría las calles a 150 kilómetros por hora. El agua de los canales hervía, quienes huían de los refugios abrasados se hundían para siempre en el asfalto fundido y doscientos kilómetros de fachadas de zonas residenciales quedaron completamente destruidas. Los cuerpos quedaron carbonizados y reducidos a cenizas por unas temperaturas de cerca de mil grados o cocidos por el agua hirviente que había brotado de las calderas de calefacción reventadas.

El éxodo de los supervivientes de Hamburgo comenzó ya la noche del ataque. Hans Erich Nossack, uno de los pocos escritores que se hizo eco de lo ocurrido y que fue testigo ocular porque en esos días, como relata en ‘El hundimiento’,residía en las afueras de Hamburgo y pudo contemplar cómo cientos de bombarderos británicos y americanos arrasaron la ciudad, cuenta que el desplazamiento por las carreteras y ciudades alemanas era incesante y los supervivientes, como sonámbulos, algunos en pijama y muchos medio locos, no sabían qué hacer ni adónde dirigirse. Otro escritor, Friedrich Rech, informa de un suceso ocurrido el 20 de agosto: unos cuarenta o cincuenta desplazados intentaron asaltar un tren en una estación de la Alta Baviera y al hacerlo una maleta se reventó y desveló su contenido, que no era otro que el cadáver de un niño asado y momificado que su madre, enloquecida, llevaba de un lugar a otro.

Parecían exageraciones pero no lo eran. Quizá el problema residiera en que el lenguaje no podía hacerse cargo del horror ¿Cómo abordarlo? Son experiencias tan terribles que cualquier intento literario resulta contrario a la misma ética. Los malabarismos lingüísticos, como el de Arno Schmidt con la utilización de un lenguaje desquiciado y un vanguardismo exhibicionista que pretendía imitar la locura de la destrucción, están fuera de lugar; también el sensacionalismo de otros autores. La fabricación de efectos supuestamente estéticos con las ruinas de un mundo destruido sembrado de cadáveres invalida cualquier ejercicio literario.

La objetividad, el limitarse a describir lo que se había visto o escuchado de boca de testigos presenciales era la mejor manera de revelar la realidad. Es Nossack otra vez quien describe la proliferación de ratas y moscas sobre los cadáveres descompuestos tras los bombardeos: los reclusos, que tenían como trabajo eliminar los restos de lo que una vez fueron seres humanos, sólo podían abrirse camino en los refugios donde yacían con lanzallamas, tan densas eran las nubes de moscas que zumbaban a su alrededor y resbalaban en un suelo cubierto de gusanos de un dedo de largo. “Ratas y moscas dominaban la ciudad. Insolentes y gordas, las ratas correteaban por las calles, pero todavía más repugnantes eran las gran moscas de reflejos verdes”.

De todas las obras literarias surgidas a finales de los cuarenta, la novela de Heinrich Böll, ‘El ángel callaba’ fue la única que se acercó al espanto de las ruinas y de la muerte, pero se publicó cuarenta años más tarde. También se publicó mucho más tarde, en 1968, una novela documental de Hubert Fichte que “recupera” un informe médico sobre las consecuencias de los raids sobre Hamburgo que entre 1943 y 1945 causaron la muerte a unas doscientas mil personas; es una descripción aséptica pero tremenda de los cadáveres debidos a los bombardeos.

El silencio de la mayoría de los escritores, pero también la ausencia de debate sobre la guerra aérea, resulta ser la consecuencia de la interiorización de la culpa y del castigo por parte de los alemanes. El plan de guerra de bombardeo ilimitado sobre Alemania se discutió en Gran Bretaña y hubo quienes reprocharon que se dirigiera contra la población civil. Pero eso no ocurrió entre los alemanes, ni durante la matanza ni después. Quizá porque los alemanes pusieron toda su energía en la reconstrucción y porque pensaban que un pueblo que había asesinado y maltratado en los campos a millones de personas no podía pedir cuentas a los vencedores y, por lot anto, recibían un castigo merecido.

El origen de la estrategia del bombardeo ilimitado y el exterminio absoluto se gestó en 1941 cuando su realización era imposible pero constituía la única vía de intervención de los británicos en la guerra, aunque justo cuando se podían realizar ataques más precisos y selectivos, se adoptó la decisión de “destruir la moral de la población civil enemiga y, en particular, la de los trabajadores industriales”. No adelantó el final de la guerra sino que multiplicó el sufrimiento de la población alemana.

El horror siempre ha sido siempre endémico en la historia de la humanidad y no conocemos ninguna época libre de matanzas. Sólo en Europa, comunidades enteras fueron exterminadas en las invasiones de los pueblos asiáticos; miles de personas murieron asesinadas en las guerras de religión y la peste negra resultó devastadora. Pero quizá porque estén más cerca y porque hemos visto imágenes en los documentales, en el inventario de la destrucción cobran especial importancia las guerras del siglo XX. Todos están de acuerdo en que la Primera Guerra Mundial fue un matadero y sólo hay que recordar el cerro de Vauquois, disputado por alemanes y franceses durante cuatro años y dos días y que culminó con su desaparición, enterrado, tragado hasta sus propios cimientos. Los historiadores cifran en medio millón los cadáveres que se dejaron pudrir en el barro del frente de Verdún.

En ‘El uso de las ruinas. Retratos obsidionales’, el escritor francés Jean-Yves Jouannais se inspira en el proyecto fallido del asesor británico Solly Zuckerman que hubiera querido hacer un gran reportaje precisamene sobre ‘La historia natural de la destrucción’ y en las conferencias de Sebald sobre los bombardeos de los Aliados en Alemania en la recta final de la II Guerra Mundial.

De los veintitrés relatos que componen el libro de Jouannais, tres de ellos se ocupan de la destrucción de las ciudades alemanas. El primero, el del periodista sueco Stig Dagerman, enviado por su periódico a Alemania en 1946 para dar cuenta del estado del país vencido y que tras contemplar Hamburgo escribió sobre “un paisaje de ruinas, más desolado que un desierto, más salvaje que una montaña y tan fantasmagórico como una pesadilla”.

Sigue con Victor Klemperer, quien observó cómo los bombardeos británicos encontraron una manera de sortear los radares alemanes con el lanzamiento de miles de tiras de papel de aluminio que, al saturar el espacio aéreo, dejó a la ciudad de Hamburgo sin ninguna defensa y permitió que cincuenta mil personas murieran. La precipitación de millones de copos plateados creaba paisajes repetidos todos los amaneceres tras el bombardeo de las ciudades alemanas durante dos años.

Y, por último, Irma Schraeder, gerente del cine Capitol en Halberstadt, cuya locura es recogida por Alexander Kluge en ‘La inquietante extrañeza de la época’, de 1970. El 8 de abril de 1945 los escuadrones estadounidenses cargados con quinientas cincuenta toneladas de bombas devastaron la ciudad y la sala de cine, como el resto de los edificios, quedó destruida, pero la señora Schraeder no pareció ser consciente de la situación y se empeñó en un desesperado intento de limpieza para que la sesión de las cuatro de la tarde puediera celebrarse. Su obsesión era retirar con una pala los escombros, los cascotes y las vigas de un edificio ya sin techo, cuando la ciudad ya había desaparecido.

Los veintitrés personajes de Jouannais que protagonizan los relatos tienen en común “haber reconocido su obsesión al entrar en contacto con una ciudad sitiada” y su relación, en algunos casos absoluta, con la destrucción bélica, como testigos, vencedores o víctimas. Desde el retrato de Naram-Sin de Acad, que ordenó el incendio de la ciudad de Ebla hace cuatro mil años al tiempo que le hizo el regalo de no ser olvidada jamás porque el fuego preservó las tablillas de barro que narraban su historia, hasta el colapso de las Torres Gemelas que constituye el epílogo del inventario sobre el espíritu destructivo y violento de la humanidad.

No figuran todas las tragedias ni todas las ruinas, no habría espacio. Aparece el rey Agis II de Esparta, que no utilizó el fuego para derruir las murallas de Mantinea, sino un río que desvió hacia la fortaleza; Julio César, el ‘dandy’ que arrasó las Galias para poder escribir un libro con el que reforzar su carrera militar y con el resultado de cientos de miles de muertos y el conde de Tilly que puso en circulación el término ‘magdeburguizar’ tras haber hecho desaparecer la capital de Sajonia-Anhalt; Alejandro como creador de orden, del que se olvida su crueldad con Persépolis, y Escipión Emiliano, el general romano que dicen que lloró al contemplar la destrucción de Cartago, quizá porque intuía que Roma también sería saqueada.

Las ruinas también se han utilizado para recordar la indefensión de los vencidos y para sojuzgar con este recuerdo a quienes les sucedieron. Pero también hay un uso “espectacular” de las ruinas que constituyó la obsesión excéntrica de Albert Speer, arquitecto del Tercer Reich: pretendía que los edificios que ideaba pudieran convertirse en un testimonio ruinoso acorde con la grandiosidad del espíritu heroico nazi, y en eso coincidía absolutamente con su mentor, Adolf Hitler. Las construcciones modernas, escribe Speer en sus ‘Memorias’, sólo pueden dar escombros oxidados por lo que aconsejó el empleo de materiales especiales y consideró las condiciones estructurales que permitieran que los edificios, “cuando llegaran a la decadencia, al cabo de cientos o miles de años, pudieran asemejarse un poco a sus modelos romanos”.

Al enterrar bajo los escombros el edificio de la Facultad de Tecnología de Defensa, proyectado por Speer, los Aliados quisieron impedir que las ruinas nazis se convirtieran en estigmas gloriosos del régimen de Hitler y así nació el cerro artificial de Teufelsberg, que se eleva a 120 metros por encima del nivel del mar, un vertedero de toneladas de ruinas que hoy es un lugar de recreo deportivo para los berlineses.

Este espacio podría ser el símbolo del fin de la barbarie, el olvido de la guerra y sus terribles consecuencias, pero no ha sido así. Ni siquiera las tragedias de Hiroshima y Nagasaki nos han impedido amenazas nucleares que llevarían a que la tierra se convirtiera en un mundo en ruinas. Uno de los capítulos de ‘El uso de las ruinas’ se refiere a la foto que aparece en su portada, tomada por Evzerijin en Stalingrado justo después de un ataque aéreo alemán, en la que se ve milagrosamente conservada en medio de la destrucción una escultura que representa a seis niños que bailan alrededor de un cocodrilo, a la que se añade la escena de la película ‘La delgada línea roja’, en la que un grupo de soldados estadounidenses capturan a un cocodrilo y lo observan, no como a un enemigo, sino como la manifestación de su propio cerebro reptiliano. Quizá la maldición que impele al ser humano a destruirlo todo resida en este primer cerebro que aún nos acompaña, “responsable del odio, del miedo, de la hostilidad, del instinto de supervivencia, de la jerarquía, del sentido del clan, de la necesidad de un jefe…” y que nos lleva a ejercer la violencia más absoluta y absurda.

Lecturas

-W.G. Sebald, ‘Sobre la historia natural de la destrucción’, Anagrama, 2003

– Jean-Yves Jouannais, ‘El uso de las ruinas. Retratos obsidionales’, Acantilado, 2017

‘Y por eso el rey no reinó’, de Óscar M. Prieto

Tiene la apariencia de una novela histórica, pero no lo es o al menos no en sentido estricto porque, aunque se refiere a hechos que sucedieron hace mil quinientos años, lo relevante no es la documentación sino la reflexión acerca de lo que ocurrió o pudo ocurrir en torno a unos personajes que, si bien existieron, son en parte producto de la imaginación. Un monarca poderoso, Leovigildo, un hijo rebelde, luchas de poder, traiciones y el pequeño Atanagildo, el objeto de deseo en el complicado escenario europeo del siglo VI, hijo de Hermenegildo e Ingunda del que, como señala el propio autor, apenas tenemos referencias, nada más que una nota a pie de página.

Leovigildo, un rey inteligente, ambicioso y cruel, tenía un propósito: unificar el reino visigodo suprimiendo a suevos e imperiales y hacer de él un solo pueblo y con un único credo, al tiempo que ocupaba todo el espacio político imponiéndose a los nobles visigodos a los que la costumbre, convertida en ley, les facultaba para hablar en el mismo plano de igualdad que el monarca y les concedía el privilegio de poner y quitar reyes a su antojo. Doce de la treintena de monarcas visigodos fueron estrangulados, apuñalados o envenenados, empezando por Ataúlfo, que murió a manos de su sucesor, Sigerico, quien apenas ostentó la corona unos pocos días. Leovigildo tampoco logró suprimir el llamado el ‘morbo gótico’, del que murieron tantos reyes y aspirantes, término irónico acuñado por el obispo Gregorio de Tours. A partir de su reinado, el trono será hereditario para evitar violencias y luchas intestinas, pero su propio heredero y asociado al trono, Hermenegildo, se alzará contra él. En esa batalla, que tenía perdida desde el principio, perdió la vida y puso en peligro mortal la de su esposa y la de su hijo.

Todas las acciones de Leovigildo van encaminadas a conseguir la unificación y es su justificación, la que utilizan todos los autócratas: no son mis intereses particulares, sino el bien del estado. El argumento del hijo rebelde se teñirá de religión: Hermenegildo dirá que Dios le animó a tomar la decisión de enfrentarse al arrianismo, representado por su padre. Pero todos saben que eso no es cierto, que la religión es un instrumento político, como la naturaleza de Dios. Lo sabe muy bien Leovigildo para el que las disputas teológicas son vana palabrería, de manera que él mismo aconsejará a Recaredo, el hijo fiel, que cuando llegue al trono rechace el credo arriano, seña de identidad del pueblo visigodo pero sin futuro en un reino mayoritariamente católico. Con Leovigildo no era todavía el tiempo del cambio ni la insurrección el camino para conseguirlo.

Tampoco en la época se santificó la figura de Hermenegildo por su contribución a la supresión de la herejía arriana; incluso después de la conversión de los visigodos al catolicismo por obra de Recaredo, los cronistas y las actas conciliares no mencionan a su hermano, lo que parece indicar que los visigodos católicos lo consideraban sólo un rebelde y no un mártir. Será a instancias del rey Felipe II de España cuando el papa Sixto V lo canonice, en el milésimo aniversario de su muerte. Y es que, como dice y repite el rey Leovigildo en la novela, todo es política.

El rey sabe mucho de cómo obtener el poder y conservarlo; conoce sus resortes y sus argucias, sabe gobernar con prudencia, responde con paciencia, pero también con arrojo cuando llega el caso. Hermenegildo se rebela y Leovigildo, en lugar de combatirlo en el sur, marcha hacia el norte, contra los suevos. Después comprará a los bizantinos que se han puesto en su contra con el único propósito de desestabilizar el reino visigodo y más tarde llegará el tiempo, no de vengarse, sino de hacer justicia con el hijo desleal y restaurar el orden. Hermenegildo será ejecutado tras su derrota: su hijo Atanagildo será confiado a los bizantinos para que lo trasladen, junto a su madre, a la corte de la abuela en Francia, pero el emperador Mauricio incumplirá el pacto y se quedará con el niño, una pieza valiosa para presionar a visigodos y a francos.

El preceptor de Atanagildo en el palacio imperial de Constantinopla es un esclavo para el que la lectura es su única ambición. Le hace ver cómo es la vida mediante cuentos y mitos con el propósito de abrirle los ojos a un mundo inhóspito y tenebroso, un mundo en el que todo es fuerza y poder y en el que no cabe la ingenuidad. Nunca nos habían parecido tan terribles las historias de Hesíodo o de Ovidio que cuando el preceptor se las relata a un niño: la venganza de Gea contra Urano por haber encerrado a sus vástagos en el Tártaro porque se avergonzaba de su fealdad al tiempo que los temía encontró en su hijo Saturno y en una hoz la forma de que su esposo no tuviera más descendencia; después fue Júpiter quien impidió violentamente que el propio Saturno siguiera devorando a sus hijos. Todo quedaba en familia, donde el odio cotidiano se hace cada día más fuerte.

Atanagildo debe aprender rápido en su precaria situación y ha de estar alerta especialmente con los cantos de sirena de su propia familia. Su preceptor querría que pasara inadvertido para no concitar las ambiciones de nadie, pero ha recibido una carta de su abuela Brunegilda, en la que ya no le trata como príncipe, sino como rey. El tutor querría que su discípulo no pronunciara esa palabra, que no la pusiera en los oídos de los múltiples espías de la corte bizantina y que no aspirara a gobernar ningún territorio. La palabra ‘rey’ es la más devastadora que existe, “a la que más muertes le deben su causa” y la que lleva en su seno “las guerras, las conjuras y las ejecuciones”.

Históricamente pero sin pruebas que lo avalen, se ha afirmado que Atanagildo sí completó el viaje previsto a la corte donde reinaba su abuela, pero Óscar M. Prieto nos saca de toda duda al mencionar las cartas -auténticas- que dirigió Brunegilda a su nieto y al emperador bizantino en las que pedía la entrega de su nieto. Tras su estadía en la corte bizantina, de Atanagildo nunca más se supo, desapareció de la historia, aunque según la genealogía fantástica de la que han hecho gala los cronistas de la Reconquista, Atanagildo casóse con Flavia Juliana, sobrina paterna del emperador Mauricio, y ambos concibieron a Paulo Ardabasto, de quien sería hijo el rey godo Ervigio, por lo que los reyes de Asturias y León, los de Pamplona y los primeros de Aragón, así como los condes de Castilla, todos ellos serían descendientes de Hermenegildo.

Con todo fundamento esto no se lo cree Óscar M. Prieto, que nos ofrece otro final para Atanagildo, al que quiere convertir en algo más que una nota a pie de página, al tiempo que confía en espolear la curiosidad del lector por esta época histórica tan apasionante. Conmigo lo ha logrado y muy especialmente en lo que se refiere a las tres mujeres que atraviesan esta historia, sus luchas familiares, su poder y sus fracasos.

Gosvinta, Brunegilda e Ingunda

Por orden cronológico la primera de esas mujeres que comparten la línea familiar es la bisabuela Gosvinta, esposa de otro Atanagildo, rey godo del linaje de los baltos que se rebeló en Sevilla contra el rey Agila, y que, tras enviudar, se convirtió en la segunda esposa de Leovigildo mediante un matrimonio acordado por razones políticas y del que no hubo descendencia. Del primer matrimonio habían nacido Galsvinta y Brunegilda, que se casaron con Chilperico I de Neustria y con Sigeberto I de Austrasia, dos de los tres reyes francos de la época y de credo católico, por lo que ambas hubieron de renegar de su fe arriana, al parecer sin mayor problema.

Gosvinta, que había visto cómo sus dos hijas apostataron de su fe arriana, se empeñó en que su nieta Ingunda, hija de Brunegilda y educada en el catolicismo, hiciera lo mismo al casarse con Hermenegildo y apostatara del dogma trinitario. Lleva al extremo su intención y, según cuenta Gregorio de Tours, “no dudó en acudir a la violencia contra su nieta: la agarró por los pelos para tirarla al suelo y allí le propinó patadas por doquier. Toda ensangrentada, mandó desnudarla y tirarla dentro de la pila bautismal, para rebautizarla al rito arriano”. Así se las gastaba la matriarca y muchos piensan que fue ella quien inculcó en el hijo rebelde la chispa de la insurrección, llevada por su espíritu conspirativo y sus ansias de poder.

Pero, a pesar de su acendrado arrianismo, se cree que Gosvinta se puso del lado de su hijastro y su nieta en la revuelta que arrancó en el año 581, aunque lo único que prueba su adhesión sería el nombre que se le puso a su nieto, Atanagildo, el mismo que llevaba su primer marido, toda una declaración de intenciones, lo que viene a subrayar que no era el credo arriano o el católico lo que incitó a la rebelión. Años más tarde, Gosvinta se unió a la alianza de la nobleza arriana encabezada por el obispo de Toledo, Uldilda, que fue vencida por el rey Recaredo; de la reina nunca más se supo.

Ingunda, la nieta católica, con apenas dieciocho años, murió en la travesía hacia Constantinopla que inició con su hijo Atanagildo, huyendo de su suegro Leovigildo. Los bizantinos se ocuparon de su traslado con la intención de utilizarlos como instrumentos de presión contra las Cortes goda y austrásica, pero Ingunda falleció en Sicilia y sólo les quedó Atanagildo, el protagonista de esta historia.

Pero quizá, la vida más tempestuosa fue la de Brunegilda, más aún que la de su madre, Gosvinta, y en ella hubo no sólo conspiraciones sino auténticos dramas, envenenamientos y traiciones. Su hermana, Galasvinta, fue asesinada por su esposo, Chilperico de Neustria, para poder casarse con su amante, Fredegunda. La reina de Austrasia exigió la dote de su hermana pero sólo consiguió la devolución de varias ciudades que habían sido un regalo de bodas. En una guerra posterior entre ambos reinos, unos sicarios enviados por Fredegunda asesinaron a Sigeberto, el marido de Brunegilda, y ésta tuvo que buscar refugio en un convento, pero consiguió volver a Austrasia como regente de su hijo y, en el año 584, tras el asesinato de Chilperico, reclamó el trono de Neustria para su hijo, aunque su enemiga, Fredegunda, consiguió hacerse con la regencia para su descendiente, Clotario.

Su hijo murió envenenado, posiblemente por Fredegunda o por una conspiración de nobles de su propio reino. Luego Brunegilda pretendió unir Austrasia y Neustria y no dudó en enfrentar a sus dos nietos, Teodoberto de Austrasia y Teodorico de Borgoña. Este último falleció de disentería y Brunegilda entonces reclamó la corona para su bisnieto pero al final fue traicionada por todos. Capturada por Clotario II de Neustria, se la sometió a un juicio por varios asesinatos, algunos cometidos por Fredegunda y el propio Clotario; fue torturada y ejecutada. Unas crónicas dicen que fue arrastrada por un caballo hasta morir y otras que fue desmembrada por cuatro caballos. Tenía setenta años.

Óscar M. Prieto, ‘Y por esto el príncipe no reinó’, Silex Ediciones, 2022

La ‘Troya’ de Gisbert Haefs, el despropósito de una guerra global

Pueblos del Mar

La Troya de Homero generó desde el mismo instante en que su guerra fue contada innumerables comentarios, debates, poemas, tragedias, leyendas añadidas a sus principales personajes y recreaciones, así como visitas de homenaje en la Antigüedad y primeros siglos de nuestra era y expediciones en busca de sus ruinas cuando el lugar preciso de su ubicación cayó en el olvido. La epopeya troyana ha llegado hasta nosotros con toda su carga absurda y heroica como la primera guerra sentida y experimentada por los hombres y las mujeres que la sufren.

Sobre la destrucción de Troya tras diez años de sangrientas luchas, las razones que llevaron a los aqueos ante sus murallas, sobre los pueblos que habitaban la región y acerca de lo que ocurrió después llenó el contenido de ensayos, novelas de ficción y películas en los años en torno al último cambio de siglo. Quizá tuvieran algo que ver los hallazgos en los nuevos trabajos arqueológicos iniciados en 1988 en la colina de Hisarlik, a cargo del profesor Manfred Korfmann, de Tubinga, así como los avances en la interpretación de las tablillas de Tebas. Al menos éste fue el caso de Joachim Latacz, que publicó su libro ‘Troya y Homero’ en el 2001.

Pero en el caso de la ficción, más bien pudiera ser el inminente cambio de siglo y lo ocurrido el 11 de septiembre de 2021 lo que llevó a recuperar las viejas historias de destrucción y desaparición de civilizaciones. En el campo de la novela histórica, dos de los autores más reconocidos, Gisbert Haefs y Colleen Maccullogh, hicieron de Troya el leit motiv de sendos libros, publicados en 1999 el del primero y un año antes, el de la segunda. En 2005 David Torres publicó ‘El mar en ruinas’ y Antonio Sarabia, ‘Troya al atardecer’ en 2007; en ambas novelas se trasciende el carácter histórico para dar paso a cuestiones como la identidad, el destino o la creación de las leyendas.

De todas ellas, la que se refiere con más precisión a la destrucción de la sofisticada y rica ciudad de los dárdanos y a la posterior desaparición del civilizado mundo que se reunía en torno al mar Egeo es la novela de Gisbert Haefs. Los hechos se desencadenan antes del año 1188 aec, fecha de la caída de Troya. Los asirios habían ocupado los territorios cupríferos de las montañas de Anatolia, de donde se extraía la materia prima que los hititas necesitaban para la fabricación de sus armas de bronce. Supiluliuma, rey de Hatti, impuso sanciones a quienes comerciaran con los asirios, con los que se había enfrentado y perdido una batalla en la que se disputaron los restos del antiguo imperio de Mitanni, y decidió atacar Chipre o Kupiriya, la isla del cobre. Aprovechando que el Reino de Hatti se había enfrascado en otra batalla -y esto entra ya la “imaginación histórica” de Haefs- Príamo, rey de Troya, y Madduwattas, rey de Arzawa, se alían contra los hititas. Y por la misma razón, es decir, la ausencia de la flota troyana que se dirige hacia Chipre, los príncipes aqueos reunidos en Creta deciden atacar Ilios y saquearla. Llama la atención, dice Haefs, que en la Ilíada no se hable en ningún momento de los barcos troyanos, lo que le permite situarlos en otro escenario bélico, Chipre.

En el ejercicio de su libertad creativa, Haefs inventa tres personajes pertenecientes a distintos lugares de Oriente Próximo y les hace ir de un lado a otro en su función de comerciantes de las más variadas mercancías. Son el asirio Ninurta, descendiente de uno de sus reyes que habría sido masacrado por los babilonios cuando estos recuperaron su imperio, hecho ocurrido pocos años antes según la novela; el egipcio Djoser y el sidonio Zaqarbal, los tres provistos de cartas credenciales del príncipe Celeo de Yalussu, en la ciudad portuaria de Rodas.

En una entrevista, tras la publicación de su novela, Haefs reconoce que se basó en las teorías de Eberhard Zangger, autor de varios libros “al estilo de Von Daniken”, en palabras de sus detractores pertenecientes a ambientes académicos. En el primero de ellos, El Diluvio del Cielo’, publicado en 1992 defiende que Troya era la auténtica Atlántida de la que habló Platón; en el segundo, ‘Otra lucha sobre Troya’, vincula a los llamados Pueblos del Mar, que invadieron hacia 1200 las ciudades y puertos del Egeo y derribaron al imperio hitita, con los pequeños reinos situados al oeste y noroeste de Anatolia, como Arzawa, Mira, Wilusa, Lukka y Seha, a los que se unieron tribus asirias, kaskas y libias.

En su novela, Haefs no confunde Troya con la Atlántida, pero sí recrea este lugar utópico en una isla del Egeo propiedad de los comerciantes, que les sirve de refugio en sus escalas y a la que sólo ellos pueden acceder a través de una entrada secreta y mágica. Sus habitantes, libres y dichosos, serán asesinados por los piratas aliados del rey de Arzawa, el tenebroso Madduwattas, los mismos que destruyeron las ciudades costeras desde los puertos de Cilicia, que los hititas ya no podían proteger, hasta Lesbos. Como consecuencia de la guerra total en que se sumió la zona, uno de cuyos primeros episodios fue la destrucción de Troya, todos estos territorios fueron invadidos primero por ejércitos vecinos y luego por interminables caravanas de refugiados y jinetes extranjeros, así como por nuevos pueblos y hordas de guerreros sin patria. Se desplomó el reino de los hititas en Anatolia y las ricas ciudades-Estado de la costa sirio-palestina. Cincuenta años después de la caída de la Troya, hacia el año 1130 aec. el mundo se convirtió en algo radicalmente distinto a lo que había antes: Egipto había perdido la mayor parte de sus territorios extranjeros, Hatti ya no existía, el comercio se detuvo y los grandes puertos mediterráneos, incluido el gran emporio de Ugarit, habían quedado reducidos a cenizas.

Acaya, la tierra de los aqueos, también padeció la invasión de estos Pueblos del Mar, de los que posiblemente llegaron a formar parte como griegos sin patria junto a licios o cretenses que también la habían perdido, y la consiguiente ruina económica la sepultó en la llamada Edad Oscura durante tres siglos. La victoria sobre Troya se les volvió amarga a los vencedores. Ellos, de los que dice Corinnos, discípulo de Palamedes, que eran los más rudos mercenarios del norte, que no sabían escribir ni conocían el aseo personal, que luchaban por un salario en defensa de los príncipes micénicos, eran unos hijos de padres sin nombre y para disimular su bastardía se decían hijos de Zeus, como pretendía Hércules, o de la diosa Tetis, como aseguraba Aquiles. Pero no eran más que mercenarios bestializados. Se hicieron con el poder porque algunos príncipes micénicos consintieron y cedieron a sus hijas, como ocurrió con el rey de Esparta, que concedió a Menelao y a Agamenón, a sus hijas Helena y Clitemnestra. O aceptaron la propuesta de ir a una guerra contra Troya, como Nauplio, el padre de Palamedes, y Néstor. El mismo Príamo era uno de los aqueos codiciosos que habían llegado a Troya con Hércules cuarenta años antes y se había proclamado rey por su boda con la reina luvia Hécuba.

En efecto, los personajes de la Ilíada apenas poseen un linaje de más de dos generaciones. Es el caso de Aquiles, que sólo puede remontar su estirpe a su abuelo, Eaco, rey de la isla de Egina, que antes de que su esposa pariera a Peleo, pidió a su padre Zeus que le concediera súbditos sobre los que reinar, lo que le fue concedido con la transformación de las numerosas hormigas de la deshabitada isla en hombres, por lo que fueron llamados ‘mirmidones’ (del griego myrrnex, hormiga).

Solón, en su viaje a Egipto, descubre la “verdad” sobre los terribles aqueos que asolaron la región, su falta de escrúpulos, sus acciones criminales y la ausencia de los dioses en todos estos asuntos de codicia y violencia. Conoce también las “auténticas” narraciones de Ulises, a veces cínicas pero exactas, sin concesiones, en las advierte que es imposible saber la verdad porque, “en cuanto pasan un par de días, la memoria empieza a ser más ingeniosa que los hechos”. Al final de los largos años de guerra Ulises predice que “los aqueos volverán a sus ciudades cargados de oro y fama para encontrar el poder en manos de las viejas estirpes, de las que proceden muchas de sus mujeres, que estaban solas y buscaron consuelo entre sus viejos parientes”.

Se le ha reprochado a esta novela que confunde hechos y transforma historias: no hubo una coalición contra los hititas, Madduwattas vivió dos siglos antes del XII aec, Troya no estaba gobernada por un aqueo y el nombre de Pijamaradu, que podría asociarse al de Príamo, era en realidad un súbdito hitita que se rebeló contra el rey de Hatti y se refugió en Milawata (Mileto) y después probablemente en la corte del propio rey de Acaya. También hay un rey de Wilusa (Ilios) que aparece en las crónicas hititas con el nombre de Aleksandu, lo que lleva a pensar en Alejandro Paris. Son nombres que pudieron ser recogidos por las leyendas y se conservaron en Homero, pero no se corresponden en absoluto con los personajes de la Ilíada.

La ‘Troya’ de Haefs no es una obra histórica y por lo tanto no se le puede exigir rigor. Se trata de una ficción que ofrece puntos de vista diferentes y que incluso transforma el pasado, aunque no en exceso: pese a que no coincidan algunos datos o anden descolocados, la historia que narra es bastante plausible y responde a las inquietudes e incertidumbres de finales del siglo pasado, al temor a un colapso de nuestra civilización, que se ha ido acrecentando paulatinamente en los últimos años y que al día de hoy es más inquietante si cabe.

La destrucción de las grandes civilizaciones del Bronce Tardío fue la consecuencia de las guerras de saqueo, de codicia y de poder que asolaron las costas asiáticas del Egeo, impulsadas por el deseo de adueñarse de las rutas comerciales que controlaba Troya respecto al Helesponto o de las rutas marítimas que confluían en Chipre, vitales para el comercio de cereales y de metales. A ello se sumó la debilidad interna del imperio hitita, acosado por sus antiguos vasallos y por los asirios en una especie de primera guerra mundial de la Antigüedad. Posiblemente se unió a todo esto una importante sequía que provocó el desabastecimiento de cereales y el hambre. Florecientes civilizaciones se lanzaron a la piratería y al bandidaje para subsistir. Cientos de miles de desplazados, de personas hambrientas cargadas con sus pertenencias y de guerreros empobrecidos y sin dueño deambulaban por las tierras que hasta hacía poco tiempo habían acogido ricas ciudades y campos cultivados, en busca de un lugar donde quedarse y algo de lo que alimentarse. Su éxodo y la violencia de la situación nos recuerda inevitablemente la imagen de las bandas de merodeadores que describen los escritores de ciencia ficción y filman los directores de cine tras una guerra global, preferiblemente nuclear, con todas sus terribles consecuencias, como la que hoy está a las puertas de Europa.

Leyendas, realidad y medias verdades de la Ilíada

Hasta qué punto Homero narra un hecho bélico del siglo -XII que habría ocurrido en la costa de Asia Menor y en qué medida importa que lo sea, centra el debate que atormenta a historiadores y filólogos desde hace más de doscientos años. En la Antigüedad nunca se puso en duda que el asedio e incendio de la ‘sagrada Ilión’ fueran auténticos y el mismo Tucídides, el más racional y escéptico de los historiadores griegos, describió la guerra de Troya como la primera empresa en común de los griegos contra un enemigo extranjero, aunque no tenía claro cuándo había tenido lugar exactamente. Eratóstenes asegura que la ciudad fue destruida en el año -1183 y Herodoto fecha el acontecimiento en torno al año -1250. Tampoco es que se diera credibilidad a todos los elementos de la crónica homérica: así, Heródoto puso en duda que la causa de la guerra iniciada por los aqueos tuviera su origen en el rapto de Helena y destacó la sorprendente e irracional negativa de Príamo y Héctor a devolverla, probablemente porque no estaba con ellos, sino en Egipto.

Otros siete poemas, posteriores a la Ilíada, entre los que figura la Odisea y que forman parte del Ciclo Troyano, narran los hechos que condujeron a la guerra, lo que ocurrió durante el asedio de Troya y su posterior destrucción, así como el regreso de los héroes a sus hogares. Virgilio retomó la crónica a partir del incendio de Troya y narró las aventuras del más famoso de sus exiliados, Eneas, convirtiéndolo en padre de Roma. La crónica de Troya, su derrota y su desaparición, siguieron alimentando en Occidente durante siglos el contenido de los libros de historia.

Algunos estudiosos de la llamada ‘cuestión homérica’, en la que se incluye también la duda sobre si existieron uno o varios autores e incluso si existió el propio Homero, desdramatizan la imposibilidad de saber exactamente qué fue lo que ocurrió hace tanto tiempo; uno de ellos, Steiner, ve en los poemas de Homero el canto lúgubre por la desaparición de una poderosa ciudad, un episodio que debió producirse repetidas veces en aquellos tiempos tan convulsos, por lo que resulta indiferente a qué ciudad se refiere. Alguna causa violenta que pudiera haber coincidido en el tiempo con la destrucción de Troya, puso fin a la supremacía de Micenas y de Cnosos y facilitó la entrada de Grecia en la Edad Oscura, un triste periodo de dos siglos en los que desaparecieron los palacios, los escribas y la burocracia y, como consecuencia, la escritura.

En el núcleo de los poemas homéricos, prosigue Steiner, se encuentra el recuerdo de uno de los mayores desastres de que pueda dar cuenta el hombre: la destrucción de una antigua y espléndida ciudad. Porque cuando una ciudad es destruida, el hombre se ve obligado a vagar por la tierra o a morar en las estepas y regresar parcialmente a la condición de las bestias y éste es el hecho central de la Ilíada, que recoge el eco de los arcaicos temores de destrucción e incendios y el recuerdo de la desaparición traumática de espléndidas ciudades como Pilos, Yolcos y la misma Micenas, borradas de faz de la tierra hacia el año 1200 aec.

Pero sí es cierto que existió una poderosa ciudad, situada al lado del mar y rodeada de una impresionante muralla que coincide con la ciudad de Ilios o Troya y que bien podría ser el escenario de la lucha de la expedición naval aquea contra sus habitantes. Para los griegos y romanos de la Antigüedad no había duda de que la Troya homérica estaba situada en la costa occidental de Asia Menor, en el lugar donde la colina Hisarlik se yergue sobre la llanura, entre los dos ríos que Homero llamó Escamandro y Simois, un lugar que en el curso de los siglos se convirtió en destino de peregrinos, no sólo griegos y romanos, en busca de los lugares sobre los que Homero había cantado.

Visitas a Troya

En el año -480, el rey persa Jerjes visitó la fortaleza de Ilión poco antes de cruzar con su ejército el estrecho de los Dardanelos, sacrificó a la Atenea de la Ilíadamil vacas y sus magos ofrecieron libaciones a los héroes, según cuenta Herodoto. Un siglo y medio después, en el inicio de su campaña contra el rey persa Darío, Alejandro Magno visitó lo que quedaba de la magnífica ciudad de Ilión y asimismo hizo un sacrificio a Atenea y libaciones a los héroes; después, “en la tumba de Aquiles, tras ungirse con aceite y correr desnudo junto con sus compañeros, como es costumbre, depositó coronas en su honor”, cuenta Plutarco en la biografía del rey de los macedonios, aquel que se consideraba descendiente de Aquiles y dormía con la Ilíadabajo su almohada, junto a su puñal.

Octaviano visitó Ilión en el año -20 y mandó renovar el templo de Atenea, destruido por el general romano Fimbria durante la guerra contra Mitrídates en el -85. Seis años después, Marco Agripa realizó un viaje de estado por la costa occidental asiática y visitó la ciudad, acompañado por su esposa Julia, hija de Octaviano, y contribuyó a la construcción de un teatro y a la ampliación del templo de Atenea, lo que supuso lamentablemente la destrucción de parte de los restos arqueológicos de la supuesta Troya homérica. Los favores a Ilión, como patria de Eneas, padre de Roma, continuaron sucediéndose con Claudio y sobre todo con Adriano, el emperador más proclive a los griegos.

Pero la prohibición de los cultos paganos con la unción del cristianismo como única religión permitida en el año 391 acabó con lo que quedaba de Troya. Juliano el Apóstata fue el último emperador que pudo comprobar que la sepultura de Aquiles permanecía intacta y que en el templo de Atenea se seguían haciendo sacrificios. Para colaborar en la ruina, un intenso terremoto afectó al lugar en torno al año 500 y las edificaciones que aún seguían en pie se derrumbaron.

La grandiosa Troya fue disminuyendo en importancia y población y con el paso de los siglos se hundió en el olvido. Aunque linajes germánicos, imitando las genealogías romanas, quisieron para sí remontar su descendencia al príncipe troyano Eneas, el conocimiento de la situación geográfica de la ciudad se perdió para Europa en la Edad Media. En 1462 Mehmet II, conquistador de Constantinopla, visitó las ruinas, hizo que le mostraran los túmulos funerarios de Aquiles, Héctor y Áyax y sacrificó, como sus predecesores en sus visitas, junto a la sepultura del rey de los mirmídones; se dice que, a continuación, Mehmet II afirmó que había sido elegido por Alá para vengar el saqueo de Troya cometido por los griegos y que él había sido el brazo ejecutor de la reciente destrucción de sus ciudades, con lo que ya habían pagado su arrogancia frente a los pueblos de Asia.

Wilusa / Troya, la llave de los Dardanelos

A partir del siglo XV se sucedieron las traducciones de la Ilíada al latín y el aprendizaje de la lengua griega, lo que facilitó que los eruditos pudieran conocer de primera mano las discusiones de la época helenística sobre Homero y Troya. Fue entonces cuando surgió el problema de la ubicación de la ciudad, pero habrían de pasar casi trescientos años para que se iniciara la búsqueda deliberada de los lugares homéricos y las primeras excavaciones en la región de la Tróade. Hoy en día se cumplen más de 150 años de la fecha en que Heinrich Schliemann iniciara sus excavaciones en Hisarlik, una colina próxima a la costa occidental turca desde la que se divisa el estrecho de los Dardanelos, que da entrada al mar Negro y conecta el continente europeo y Asia.

La Troya que descubrió Schliemann era una fortificación, conocida como Troya II en la nueva terminología, y que correspondía a una época en la que los griegos ni siquiera habían emigrado al sur de la península balcánica. El estrato más antiguo se ha datado hacia el año -3000 en tanto que la capa IX fue construida por los romanos después del año -85. De acuerdo con las investigaciones de Manfred Kormann, director de las excavaciones que comenzaron en 1988 en la colina de Hisarlik, Troya pudo haber sido destruida alrededor del -1180, fecha que se corresponde con el final de la excavación de los niveles de Troya VI/VIIa, probablemente a causa de una guerra que la ciudad perdió.

Frente a la duda de que un pequeño asentamiento comercial pudiera haber concitado una expedición griega en la Edad de Bronce tardía, se ha descubierto que Troya era una gran ciudad residencial y comercial, provista de de espectaculares murallas y que podía albergar hasta diez mil habitantes. Seguramente estaba gobernada por una dinastía hereditaria y no era en absoluto un asentamiento griego como muestran la disposición de las viviendas y las vajillas encontradas, de clara impronta anatolia. En cuanto al culto, los habitantes de Troya veneraban deidades de la zona. Seguramente conocían la escritura y su lengua diplomática regular era el hitita mientras que la población probablemente hablaba el luvita. Su riqueza, que provenía del lugar estratégico en el que se asentaba a la hora de controlar el tránsito de navíos por los Dardanelos y también del transporte de mercancías por tierra fue motivo de las numerosas guerras que mantuvo con sus vecinos.

Lo que hoy llamamos Troya fue en la Edad de Bronce el reino de Wilusa, un imponente centro comercial que unía los tres mares: Egeo, Mármara y Negro. Probablemente tenía una relación de vasallaje respecto al imperio hitita, potencia que controlaba la Anatolia central desde el siglo XVIII, en un mundo en que los grandes eran, además de los hititas, los egipcios y los micénicos. Los hititas emigraron en el transcurso del III milenio de las zonas al norte del mar Negro hacia Anatolia y fueron poco a poco convirtiéndose en una gran potencia, a la misma altura de Babilonia y Egipto, aunque plurinacional y multilingüe. Todos los pequeños estados entre la capital Hattusa y Levante le pertenecían: Arzawa con su capital Abasa (Éfeso), Mira, Seha y Troya. Gracias a la interpretación de las tablillas hititas, se sabe que en el siglo -XIII, el rey hitita Muwatali II y cierto Alaksandu de Wilusa (Wilios-Ilios) firmaron un tratado que indica cierta subordinación de este último.

Acaya, una potencia marítima

Uno de los enigmas de los poemas de Homero reside en saber quiénes eran realmente los aqueos, los héroes a los que presenta como los príncipes de Grecia en los días de la guerra de Troya. Quizá representaban nuevas dinastías que suplantaron a las micénicas, gente venida del norte, pero no hay el menor atisbo de una invasión en el poema, que sí incluye una pormenorizada enumeración de las naves en las que los aqueos se embarcaron para combatir y de la procedencia de sus tripulaciones. Son 29 los contingentes atacantes y cada uno de ellos proviene de un distrito del país aqueo de manera que se enumeran hasta 178 lugares geográficos, de los que casi una cuarta parte ya no era localizable en el siglo de Homero. Probablemente existieron en la época micénica y su enumeración dibuja una especie de mapa de lo que era Acaya en aquellos tiempos.

Documentos hititas descifrados en el siglo pasado nos hablan de estos aqueos que navegaban entre los dos continentes. En ellos se da cuenta de las relaciones del País de Hatti con Ahhijawa (Acaya): en una carta enviada después del año -1300 al rey hitita Mutawalli II por Manabatarhunta de Seha, se menciona a un tal Pijamaradu, al que se califica de feroz enemigo por sus actividades en la costa de Asia Menor; años después, en otra carta del rey hitita Hattusili III al rey de Ahhijawa, describe las conductas agresivas llevadas contra él y sus reyes vasallos por el mismo Pijamaradu, al tiempo que denuncia que está siendo protegido por Atpa en Millawanda (Mileto).

Probablemente Mileto funcionaba como cabeza de puente del rey de los aqueos en el continente asiático. Según el arqueólogo alemán Wolf-Dietrich Niemeier, el hallazgo arqueológico muestra que en la segunda mitad del siglo XIII hubo un cambio de poder en Mileto y la soberanía aquea en esta región se sustituyó por la soberanía hitita. Lo más probable es que Tudhaliya IV quisiera acabar con la continua inquietud en la frontera occidental de Hatti y se hiciera con Mileto.

Además de la correspondencia entre Hatti y sus estados vasallos, existe un informe de guerra del faraón Nerneptah, de -1209, que documenta la existencia de una importante potencia marítima griega, o aquea como se denominaba en la Edad de Bronce.

En la segunda mitad del II milenio Ahhijawa, el país de los aqueos, fue una potencia en expansión en el área mediterránea: ocupó Creta en el siglo -XV y, tras la supresión del dominio marítimo minoico, quiso hacerse con su herencia en el Egeo; se estableció en Mileto y desde allí pretendió ampliar su influencia pero sus intentos de dañar al gran imperio hitita, señala Latacz, acabaron finalmente con un contragolpe de los atacados y los aqueos perdieron su capacidad de actuar en Mileto. Pero sí podrían atacar Troya. Trevor Bryce cree que se produjeron varios ataques aqueos contra Troya y no solo un golpe militar.

Latacz está convencido de que el escenario de la acción de la Ilíada es histórico y que ocurrió durante la segunda mitad del II milenio, cuando tres grandes centros de fuerza e influencia pretendieron mantener el equilibrio contra y entre sí: el imperio hitita, el imperio faraónico de Egipto y el reino aqueo, un escenario que se deshizo poco después del año -1200, con el desmoronamiento del imperio hitita y la desaparición de los reinos palaciales micénicos en Grecia, que dio lugar al comienzo de la Edad Oscura, de la que poco sabemos.

La Ilíada y el mundo micénico

Tras la destrucción de las grandes ciudades micénicas, la transmisión de historias y leyendas pasó a ser oral o quizá siempre lo hubiera sido, ya que el sistema de escritura, el llamado Lineal B, no parece haberse empleado para ejercicios literarios, sino burocráticos y económicos. Con una gran tenacidad los jonios, que abandonaron la tierra de sus antepasados micénicos para establecerse en la zona central de la costa anatolia y en las islas próximas, conservarían siglo tras siglo las tradiciones legendarias de un mundo que acabó idealizándose en sus poemas, un mundo aristocrático, jerarquizado y competitivo, en el que el tema del honor es clave en las relaciones entre los individuos y las naciones. Es un mundo que Homero intenta dar a conocer varios siglos después, apoyado en los poemas orales que los rapsodas o aedos recitaban en las fiestas populares o para los ricos en sus casas señoriales. Otra cuestión a debate reside precisamente en la calidad de este reflejo.

Porque uno de los aspectos más sorprendentes de los poemas homéricos, señala Finley, es el modo que tienen de ignorar los movimientos de pueblos en el periodo posterior a la caída de Micenas, no sólo respecto a las migraciones a Asia Menor, sino también a las conquistas, asentamientos y reasentamientos en la órbita del mundo griego. Tan sorprendente como la ignorancia acerca del complejo y extenso sistema del imperio hitita, del que Wilusa era sólo una pequeña parte.

Los poemas homéricos registran la evolución histórica de medio milenio y contienen, lógicamente, elementos dispares que proceden de épocas distintas. Ciertamente las descripciones de objetos, como la copa de Néstor o el escudo de Áyax, ropas o ceremonias, como el funeral del Patroclo, coinciden con los hallazgos arqueológicos de la época micénica, pero la mención del hierro, los escudos redondos y las imágenes de los dioses son manifestaciones típicas de la Edad Oscura griega.

Lane Fox es de los que opinan que el relato de Homero no refleja ni una sola de las realidades sociales de la época micénica, tan sólo algunos detalles acerca de determinados lugares y objetos que había heredado de las expresiones poéticas de sus predecesores analfabetos. También Finley señala que los poetas de los que se sirvió Homero conocían, por las fórmulas heredadas, que grandes reyes habían gobernado en Micenas y en Pilos, pero desconocían de manera absoluta cómo se comportaba un gran rey micénico y en qué residía su poder, de la misma manera que conservaban descripciones de palacios o de peleas de carros que ya no eran reales para ellos y que, en muchas ocasiones, no entendían. Versos procedentes de un pasado que se había perdido no sólo en las instituciones, sino también, en gran parte, en la memoria.

La “cólera funesta” de Aquiles

En conclusión podría decirse que la Ilíada puede tomarse como fuente histórica secundaria, pero con cuidado. El mismo Latacz considera que Homero se sirve de Troya como escenario para su epopeya, que informa sobre los dioses y sus relaciones, lo que es ilustrativo para la historia de la religión griega, pero no para la historia de Troya y tampoco aprecia valor histórico en las descripciones de las luchas entre atacantes y defensores. La Ilíadano cuenta la guerra de Troya, sino el enfrentamiento entre Aquiles y Agamenón y sus consecuencias. El nombre apropiado del poema es precisamente el que le dio Homero en su proemio La cólera de Aquiles’ y no la guerra de Troya. Al principio, el joven héroe reacciona con ira y se niega a participar en la batalla porque su honor ha sido ofendido por Agamenón, que le ha arrebatado a la hermosa Briseida, su botín de guerra; como consecuencia, su amigo Patroclo morirá a manos de Héctor y Aquiles se sentirá embargado por la cólera y procederá a la venganza por su muerte. Se presenta un profundo conflicto de normas y sus consecuencias funestas: la alianza aquea ya fue incapaz de tomar la fortaleza y sólo venció mediante la estrategia tramposa del caballo de madera.

Homero deja que adivinemos el final de Troya, pero no lo cuenta, quizá porque si la Ilíada hubiera transcrito todo su horror, el auditorio, como señala Steiner, se habría puesto del lado troyano. La destrucción de Troya es brutal y violenta en extremo; los vencedores no llegaron orgullosos a sus hogares; ninguna armada regresó a sus puertos entre festejos y admiración; muchos de ellos fueron desviados por tormentas y dispersados por el Mediterráneo y algunos volvieron al cabo de muchos años, como Ulises, o llegaron a casa como Agamenón sólo para ser asesinado por su propia esposa en el baño.

El segundo poema, la Odisea, se referirá a las consecuencias de la cólera de Aquiles y la caída de Troya, representando la epopeya del individuo perdido, desplazado. Las grandes ciudades han caído y los supervivientes vagan por la faz de la tierra como piratas o mendigos.

Lecturas

-Homero, ‘La Ilíada’ (traducción de Luis Segalá y Estadella), Colección Austral.

-Michael Siebler, ‘La guerra de Troya, mito y realidad’, Editorial Ariel 2005.

-Joachim Latacz, ‘Troya y Homero’, Destino, 2001.

-George Steiner, ‘Homero y los eruditos’, 1962 (recopilación en ‘Lenguaje y silencio’, Gedisa).

-Trevor Bryce, ‘El reino de los hititas’, Cátedra, 1998.

-Robin Lane Fox, ‘El mundo clásico’, Planeta, 2005.

-M.L. Finley, ‘La Grecia antigua’, Crítica, 1984.

Sobre Montmartre y Montparnasse

Un amable lector me ha pedido títulos de libros que hagan referencia a la vida cotidiana en los barrios parisinos de Montmartre y Montparnasse durante los prodigiosos o felices o tumultuosos años veinte del siglo pasado y me ha parecido una buena idea hacer un repaso de lo que leí hace unos meses para los dos artículos que escribí sobre esa época tan singular: ‘Americanos en París: los locos veinte de hace cien años’ y ‘París siempre fue una fiesta’.

He buscado en mis notas y no he encontrado en ellas ningún libro que se ocupara de manera exclusiva de esos tiempos y de ambos barrios, lo que no quiere decir que no existan. La reflexión sobre los movimientos artísticos de los primeros treinta años del siglo con epicentro en París llenan miles de páginas, pero son menos las dedicadas a las calles de los barrios, a la alegría de vivir y a la extravagancia de aquellos años. En mis comentarios utilicé recuerdos y memorias de escritores y periodistas que vivieron en París en la década de los veinte y capítulos sueltos de libros sobre el periodo de entreguerras, así como un documental francés muy revelador de Béziat.

Son por lo general los extranjeros en París quienes testimonian de primera mano cómo fueron aquellos días. El artículo ‘París siempre fue una fiesta’ tiene como lectura fundamental el libro de recuerdos, algunos posiblemente inventados, de Hemingway que lleva por título ‘París era una fiesta’ (Penguin Random House, 2013), aunque en conjunto más que referirse a la ciudad y a su ambiente, se centra en sus relaciones con miembros de la colonia norteamericana: su amistad con el escritor Scott Fitzgerald, sus roces con Gertrude Stein, la anfitriona de los expatriados, y su cariño hacia Sylvia Beach, la bondadosa dueña de la librería ‘Shakespeare and Company’, que permitía la suscripción a la biblioteca circulante sin pagar un solo franco hasta que le viniera bien al suscriptor, aunque hay quien dice que lo que hacía Hemingway era robar libros del establecimiento de Sylvia para dejarlos en la barra del Harry’s Bar, donde aún le fiaban (Antonio Lucas, ‘Vidas de santos’, Círculo de Tiza, 2015).

De 1924 a 1933 vive en París Miguel Ángel Asturias. Como la mayor parte de los escritores latinoamericanos se instaló en la Rive Gauche, es decir, en la ribera izquierda del Sena colonizada por intelectuales y artistas, en permanente oposición con la Rive Droite, la ribera del poder y del dinero y de Montmartre. En la parte izquierda se encuentra la Sorbonne y el Colegio de Francia que fue durante mucho tiempo el centro del mundo para Asturias, hasta que acabó en Montparnasse, el barrio de la bohemia, de los estudiantes, de los artistas, de los exiliados y también de los delincuentes. Desde París envió como corresponsal más de cuatrocientos artículos que se publicaron en ‘El Imparcial’ de Guatemala y que contribuyeron en parte a sufragar sus gastos de estudiante. En 1988 fueron recogidos y editados bajo el título ‘Miguel Ángel Asturias. 1924-1933. Periodismo y creación literaria’, Colección Archivos.

Miguel Ángel Asturias evoca sus paseos por el Boulevard Saint Michel, los jardines de Luxemburgo y el Boulevard Montparnasse y sus visitas a fondas y cafés. En ‘La Closerie de Liles’ se podía observar a Verlaine, en el ‘Jockey’ a Pablo Picasso que en tertulia discutía sobre pintura; Unamuno frecuentaba ‘La Rotonde’ y todos los estudiantes hispanoamericanos se sabían la hora de su visita y allí se plantaban para saludarle y escuchar su conversación; en ‘La Coupole’, donde servían un café con leche más caro, conoció a Vallejo y también a Ramón Gómez de la Serna, así como a Juan Gris y a Braque.

Un poco antes de la llegada del escritor guatemalteco a París, lo hizo un periodista catalán muy joven, Josep Pla. Tenía 23 años cuando llegó a la capital francesa como corresponsal del diario ‘La Publicidad’. Los artículos publicados se incluyeron en el libro ‘Notas sobre París (1920-1921)’, Destino, 1990.

Llegó en el mes de abril, en la primavera de tardes soleadas que “incitan a divagar por las calles en pendiente de Montmartre”, barrio que pertenece a París, pero que parece otro mundo, “un mundo detenido, pequeño, de pulso imperceptible, casi rural”, de callejas mal empedradas de aspecto abandonado, “calles que parecen de novela de folletín criminal”.

Pla también se hace eco de la pasión parisina por el tango. La música marcó los locos años veinte, cuya banda sonora fue el jazz, popularizado por soldados negros del 369 Regimiento de Infantería, los ‘Hellfighters de Harlem’, que tras una gira por veinticinco ciudades, regresaron a París con sus instrumentos y se instalaron en Montmartre (Philipp Blom, ‘La fractura. Vida y cultura en Occidente 1918-1928’, Anagrama 2016).

De Montparnasse, Josep Pla no tiene una buena opinión. Dice que es uno de los barrios de París más mediocres, insustanciales y vulgares que existen, lleno de artistas, casi todos pintores y casi todos extranjeros, donde campan dos establecimientos: ‘La Rotonde’, un local adocenado, dice, que fue frecuentado por Lenin y por Trotski antes de la guerra, y el ‘Dôme’, más moderno y americanizado, con mejor achicoria. Añade que en los cafés se comienza a beber whisky, una extravagancia según los franceses y que “cada día hay más americanos y escandinavos, elementos que han acentuado la locura alcohólica de Montparnasse”.

En estos años veinte son también muchos los escritores franceses que viven o malviven en París y dejan constancia de su estancia en la ciudad. Por ejemplo, Louis Aragon en ‘Le paysan de Paris’, pero su escritura no es en ningún momento una crónica periodística, sino un reflejo del vagabundeo filosófico y literario del autor, un adelanto de los ‘Pasajes’ de Walter Benjamin, que sigue la estela de quien fue uno de los primeros flâneurs de la capital francesa, Charles Baudelaire.

Sobre la vida loca de aristócratas, exiliados, cocainómanos y artistas y de fiestas y entretenimientos populares sólo encontré un estupendo documental francés, ‘París, los locos años 20 / De Montmartre a Montparnasse’, dirigido por Fabien Béziat en 2013, por el que discurren imágenes de las terrazas y los cafés de los barrios parisinos, de los músicos en los clubes de jazz, de las estrellas de moda en los cabarets y de los protagonistas de competiciones populares que consistían en beber sin parar de bar en bar y de otras acciones a cual más extraordinaria y pintoresca. Quizá fueran las secuelas de la irrupción en Francia de los dadaístas que, en su última velada del 26 de mayo de 1920, indignaron tanto a la concurrencia con sus números desconcertantes y un poco imbéciles, como la ‘Vaselina sinfónica’ de Tzara, que incluso recibieron andanadas de hortalizas sobre sus rostros sin ninguna compasión (Jed Rasula, ‘Dadá. El cambio radical del siglo XX’, Anagrama, 2015).

Lo esencial de Montparnasse y de Montmartre, como del resto de la ciudad, son sus calles y los personajes que las habitan. Sobre ambas cuestiones se ciernen los textos que conforman el libro de Máxim Huerta y María Herreros, ‘París sera toujours París’, publicado en el 2018, aunque no se ciñen siempre a los años veinte y en realidad forman una especie de guía turística. Mencionan el Mercado de las Flores, que resiste desde 1808, el origen vienés del croissant y un listado de las más prestigiosas ‘boulangeries’ de la capital, entre otros lugares dignos de ser visitados. En cuanto a personajes de los años veinte, acogen a la famosa Mistinguett (Jean Bourgeois), que en 1922 popularizó la canción ‘Es mi hombre’, versionada en España por Sara Montiel unos cuantos años después; a Josephine Baker, estrella y activista tan querida y admirada en Francia, su patria de adopción; a la baronesa polaca emigrada, pintora de la decadente aristocracia de entreguerras Tamara de Lempicka y a la amiga de los expatriados Gertrude Stein, sin que falte naturalmente Kiki de Montparnasse.

Alice Prin o la Reina de Montparnasse (Kiki) representa como nadie el alborozo, la libertad y la rebeldía de las mujeres de los años veinte. Fue modelo, musa, actriz y cantante y compañera del fotógrafo Man Ray, que la hizo protagonista de su película ‘Emak Bakia’ y de infinidad de fotografías a lo largo de los años en que estuvieron juntos. Kiki relató en 1936 su vida en París pero sus memorias fueron censuradas en los Estados Unidos hasta los años sesenta. El libro ‘Recuerdos recobrados’, de Nocturna Ediciones, data del 2009. En él cuenta cómo, siendo adolescente, se ganó la vida apretando tornillos en una fábrica y de criada en una panadería, hasta que se quedó en la calle y optó por posar desnuda como modelo de artistas. A partir de ese momento fue convirtiéndose poco a poco en un personaje fundamental de la vida y la escena de París.

En el prefacio de Ernest Hemingway a sus memorias, afirma que “Kiki es un monumento a sí misma y a una época de Montparnasse … convirtió su rostro en una obra de arte … y reinó con mucha más fuerza incluso que la reina Victoria … Kiki fue lo más parecido a lo que la gente entiende normalmente por una Reina, pero ser una Reina, por supuesto, es muy distinto a ser una dama”. Billy Klüver y Julie Martin, ‘El París de Kiki. Artistas y amantes 1900-1930’, Flammarion, 1989.

Pero llegaron los años treinta y fueron trágicos para Kiki y para muchos otros. La fiesta se acabó con la caída bursátil del 29; los americanos hicieron las maletas y se marcharon. Berlín sustituyó a París como capital de la vida desenfrenada de alcohol, drogas, sexo y jazz, mientras que la ciudad del Sena se decantó por el “sexo, el café y los cigarrillos cuando filosofar era provocador” (Sarah Bakewell, ‘En el café de los existencialistas’, Ariel, 2016).

Eneas, el héroe tranquilo

La Iliada’, la epopeya sangrienta que inaugura nuestra literatura occidental, rebosa lucha y muerte en su vívida descripción de la guerra y de la violencia. A nuestros ojos, y quizá también para la mirada de los antiguos, Aquiles no sería más que un individuo colérico, vengativo, pero valeroso, en busca de la fama y la gloria eternas y Agamenón, un rijoso secuestrador de mujeres. Frente a estos feroces aqueos de la liga panhelénica, sobresale el héroe troyano Héctor, quizá el más amado por Homero porque lucha en defensa de su ciudad y de su familia, y el rey Príamo, que consigue ablandar el corazón del insufrible Aquiles para que le devuelva -aunque a costa de carísimos regalos, todo hay que decirlo- el cadáver de su amado hijo Héctor, que ha arrastrado por el polvo atado a su carro de guerra, y así poder celebrar las honras fúnebres con el decoro debido.

No resulta extraño que Roma no se dejara convencer por los valores épicos de los vencedores de Troya y eligiera como padre de la patria a un héroe del bando perdedor, Eneas, fugitivo de una ciudad en llamas entregada a la destrucción inmisericorde de los vencedores. Llevando a su padre, Anquises, y a su hijo, Ascanio, escapó hacia el oeste mientras se sucedían las luctuosas e infames acciones tras la ocupación de Troya, como las de Neoptólemo, digno hijo de Aquiles, que asesina al anciano Príamo, arroja por la muralla al hijo de Héctor y esclaviza a Andrómaca.

Homero afirma de Eneas que sólo era superado en valor por Héctor. Probablemente fuera un rey o jefe de clanes de pastores en la región del monte Ida. Una tradición local asegura que Poseidón le prometió ser rey entre los troyanos y, en efecto, siglos después de la destrucción de Troya, gobernaba la región una dinastía que hacía remontar sus orígenes a Eneas. La misma leyenda afirma que el héroe troyano nunca abandonó Asia, frente a otros relatos que confirman su exilio hacia el oeste de Europa, como Tucídides, que asegura que Eneas se asentó en Sicilia; no es el único que estima como muy probable el viaje hasta el otro lado del Mediterráneo.

Aristóteles también hace referencia a los romanos, pero especulaba con que eran los descendientes de un grupo de aqueos que se había extraviado en su viaje de regreso tras la victoria sobre Troya. Mucho antes de Tucídides y de Aristóteles, los griegos ya se preguntaban qué había ocurrido con Eneas, del que Homero aseguró que estaba destinado a sobrevivir a la destrucción de su ciudad para después establecer una dinastía que gobernaria en una nueva Troya. El historiador griego Helánico, del siglo -V, defendía que Eneas había sido el fundador de Roma.

El testimonio más temprano de la utilización política de esta leyenda procede del año -281 y no fueron los romanos quienes lo utilizaron, sino los propios griegos: una delegación de Tarento, ciudad situada en el sur de Italia, pidió ayuda al rey Pirro de Epiro en su lucha contra los romanos y éste accedió a su ruego convencido de que, como descendiente de Aquiles, resultaría vencedor en el combate contra los descendientes de los troyanos, algo que no ocurrió finalmente.

Después del año -240, cuando Roma, tras la victoria sobre Cartago en la Primera Guerra Púnica, se había convertido en la gran potencia mediterránea, los griegos acarnianos pidieron el apoyo de los romanos contra sus vecinos etolios, por los que se sentían amenazados. El argumento que justificaba sus pretensiones era el de que ellos fueron los únicos griegos que no habían participado en la guerra de Troya; la intervención fue rechazada con brusquedad por el Senado en esos momentos.

La Roma de estos siglos no parecía del todo conforme con que Eneas hubiera contribuido a su fundación. En Etruria se conocía la leyenda y probablemente su interés por el exiliado príncipe troyano se trasladó a sus vecinos del Lacio aunque su entronización como ancestro no ocurrió hasta después de que Roma hubo avanzado en su helenización cultural, lo que debió ocurrir durante las Guerras Púnicas. Hubo dudas, no sólo porque Eneas era un exiliado y un perdedor, sino también porque se sospechaba que había sido un traidor a la causa troyana y que por eso salvó la vida. Eneas fue perdonado por los griegos porque habían sido partidarios de la paz y de la devolución de Helena a Menelao.

Un tiempo después, la situación cambió radicalmente, como puede apreciarse en la actuación del cónsul Tito Quinto Flaminio que, tras salir victorioso en la guerra contra el rey macedonio, Filipo V, proclama la libertad para los griegos durante los Juegos Ístmicos celebrados en Corinto en el año -196, en una declaración en la que se refirió expresamente a la ascendencia troyana de Roma que venía a justificar la injerencia de Roma en Grecia, al señalar que ambos pueblos tenían un pasado común.

Los Julios veneraban a Venus, la Afrodita griega, como madre de su estirpe. Conforme al mito, la diosa era la madre de Eneas. En el -68, Julio César, con motivo del discurso fúnebre para su tía Julia, situó el origen de su estirpe en la diosa Venus y, tras la batalla de Farsalia, visitó la ciudad de sus ancestros, a la que concedió grandes honores: aumentó el territorio de Ilium, lo liberó de tributos y aseguró su libertad con las correspondientes medidas, como describe Estrabón. Bajo el dominio de César se acuñó en Roma por primera vez una moneda que muestra a Eneas huyendo de Troya en llamas, con su padre Anquises en el hombro izquierdo y en la mano derecha el paladio, la antigua imagen sagrada del culto de Atenea, la diosa de la ciudad.

Eneas tuvo que competir con otros candidatos a padre del pueblo latino, como Hércules, que habría llegado a Italia desde Iberia, conduciendo los bueyes robados al rey Gerión, un monstruo de tres cabezas de la isla de Eritia; habiendo atravesado el Tiber, se echó a descansar en un prado y el pastor Caco le robó unas cuantas reses que el héroe griego recuperó tras matar al cuatrero. Como conclusión, la leyenda asegura que se instauró el culto a Hércules en aquel lugar, el Palatino, una de las siete colinas de Roma. Otro aspirante a fundador de la ciudad es Evandro, al que se identifica con Fauno, una divinidad romana de los bosques, y también con Pan, dios arcadio de los pastores.

Con quien no puedo competir Eneas fue con Rómulo y ambos pervivieron como fundadores, después de que se hicieran malabarismos para conjugar ambas leyendas y rellenar el hiato cronológico entre ambos y su diferente procedencia: uno de Troya, el otro, de Arcadia. Los romanos consiguieron aunar ambos relatos sobre su origen convirtiendo a Eneas en el fundador del pueblo romano y, trescientos años más tarde, a su descendiente Rómulo en fundador de la ciudad.

Quien primero propuso una fecha para la fundación de Roma fue el historiador griego Timeo y la estableció en el año -814, pero la fecha tradicional es la del 21 de abril del año -753, según estableció el erudito Marco Terencio Varrón, asesorado por el astrólogo Lucio Tarucio Firmano, quien calculaba, mediante un horóscopo a la inversa, que el 24 de junio del -772 entre las 7:00 y las 8:15 tuvo lugar la concepción de Rómulo, cuando la vigen vestal Rea Silvia fue raptada por el dios Marte. Diecinueve años más tarde tendría lugar la fundación de la Urbe: Rómulo eligió la colina de su infancia, el Palatino, en tanto que su hermano Remo se instaló al otro lado del valle, en el Aventino. Los dioses favorecieron al primero enviándole el extraordinario presagio del vuelo de doce buitres, en tanto que Remo sólo pudo contar seis; Rómulo trazó un surco con un arado, pero su hermano gemelo se burló y cruzó el muro y su foso, simbólicos, de un salto a lo que respondió el fundador diciendo “Perezca de esta manera todo aquel que en el porvenir cruce mis murallas”. Fue un sacrificio sangriento, una especie de pecado original, del que Roma siempre guardó un mal recuerdo.

Durante el gobierno de Augusto, Virgilio daría forma literaria e inmortal al mito sobre el origen de Roma en ‘La Eneida’, una obra dirigida a las élites imperiales y a mayor gloria de los Julios, la familia del emperador, en un momento en que se celebraba el fin de las guerras civiles y el advenimiento de una era de paz. Eneas es el ancestro y también el prototipo de Augusto; el Ara Pacis pone de manifiesto la relación entre el héroe troyano, representado en el sacrificio a los penates que habría salvado y traído con él a Italia, los mismos penates de la casa Julia, y la paz garantizada por el emperador.

Virgilio no podría haber elegido a ningún otro personaje mítico como fundador de la ciudad y del imperio mejor que Eneas y mucho menos el designado podría haber sido Rómulo. No habría estado bien recordar que Roma se fundó con un homicidio y reflexionar sobre un destino marcado por guerras civiles desde su mismo principio. Rómulo mató a Remo y Roma acababa de dar fin a guerras fratricidas, primero contra los asesinos de Julio César y luego contra Marco Antonio. Incluso Augusto consideró adoptar el nombre de Rómulo cuando tuvo que elegir un título imperial, pero lo rechazó precisamente debido a sus siniestras connotaciones.

Además, Rómulo estaba muy relacionado con los misterios de las lupercales, que incluían ritos orgiásticos y de fecundidad, protagonizados por los lupercos, una cofradía de jóvenes que corrían desnudos por las calles azotando a las mujeres con correas. Juaristi pone de relieve la abundancia de elementos relacionados con el lobo: Luperco es la misma divinidad a la que Licaón sacrificaba niños recién nacidos y la licantropía era endémica en los pueblos itálicos.

Frente a la iuventus salvaje y el gamberrismo adolescente que caracterizan a Rómulo, se alza Eneas, el héroe curtido que busca la paz, incluso a costa de parecer un traidor al negociar la devolución de Helena a Menelao; es un hijo devoto que carga con su padre anciano a las espaldas en su huida a occidente en un viaje acosado por las penalidades; es un progenitor protector de su hijo Ascanio al que lleva de la mano; respeta a los dioses de sus ancestros; acepta la tradición y accede a abandonar su tierra natal cargado con sus dioses domésticos pero, sobre todo, es el héroe piadoso y consciente de que ha de llevar a cabo una misión, ordenada por los dioses, que consistirá en la fundación de la ciudad que con el tiempo se convertirá en caput mundi, para lo que no duda en arrostrar peligros, bajar al inframundo y despreciar otros destinos, como el que le ofreció Dido en la suntuosa Cartago.

No obstante, las figuras de Rómulo y Remo siguieron muy presentes en el recuerdo de Roma: el Ara Pacis, además de presentar a Eneas, de asombroso parecido con Augusto, muestra una escena en la que Marte observa a la loba amamantando a los gemelos. No deja de ser la contradicción inherente al imperio romano: por una parte, el ímpetu belicista con el dios de la guerra, padre del primer rey de Roma, interviniendo en la creación misma de la ciudad y por otra, Eneas, el hombre que se puso al servicio del destino encomendado y, como Augusto, el garante de la paz.

Las alusiones a Troya como origen de la fundación de Roma originan también reflexiones pesimistas sobre lo efímero de los grandes imperios. Polibio cuenta que Escipión Emiliano, tras la victoria sobre Cartago, lo invitó a acompañarle a un lugar desde el que podía observarse la devastación de la ciudad y rompió a llorar. Después recitó los versos de La Iliada que profetizan la llegada del “día en que seguramente perezcan la sagrada Ilión y Príamo, y la hueste de Príamo” y añadió que quizá un día Roma correría la misma suerte que Troya. No en vano, la antigua ciudad de Cartago había sido el centro de un imperio que había durado setecientos años y ahora yacía en ruinas. El recuerdo del poema homérico traía a consideración el saqueo de Troya y la huida de Eneas, que había dado lugar a la fundación de Roma y los romanos, dijo Emiliano, recorrerían el mismo camino que el de los cartagineses y el de los troyanos.

En el año 476 cayó el imperio romano de occidente con la deposición del último emperador, que llevaba por nombre Rómulo Augusto, por el general bárbaro Odoacro, que se convirtió en rey de Roma. En la ‘Historia de la decadencia y caída del imperio romano’, Gibbon se refiere a la coincidencia de que el último emperador combinara los nombres del fundador de la ciudad y del primer emperador, de forma que ambos, el fundador de la ciudad y el del imperio, que proclamó su ascendencia troyana, quedaron “extrañamente unidos en el último de sus sucesores”.

Lecturas

Simón Baker, ‘Roma’, Editorial Ariel, 2017.

-Michael Siebler, ‘Troya’, Editorial Ariel, 2005.

-Jon Juaristi, ‘El bosque originario’, Taurus, 2000.

‘Un puente sobre el Drina’, de Ivo Andrić

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Recomendar la lectura de un clásico puede parecer una impertinencia sobre todo si quien la promueve acaba de descubrir sus cualidades. Durante años ‘Un puente sobre el Drina’ estuvo retándome desde el anaquel que comparte con otras obras de autores premiados con el Nobel de Literatura pero ni siquiera a finales del siglo pasado su reedición, de la mano de la actualidad de aquellos años en los que Yugoslavia desapareció de la escena europea, pudo con mi tendencia a dejar lecturas para otro día. Quizá no había llegado el momento de disfrutar de este bellísimo libro que tiene como marco los hechos históricos que van desde 1516 -año en el que un niño serbio de una aldea de Bosnia próxima a Sarajevo fue entregado a los turcos como tributo de sangre y llegó a convertirse en Gran Visir- hasta 1914, cuando desde el epicentro balcánico se desató el incendio y la destrucción de toda Europa. Al tiempo que se suceden las ocupaciones, las guerras y las sublevaciones, Andrić va desgranando las vidas de las familias turcas, cristianas y judías que habitaron Visegrado, la ciudad bosniaca aledaña al puente.

Son tantos los años que han transcurrido desde la construcción del puente por orden del que nació serbio y se convirtió en el Gran Visir Mehmed Sokolovic, que los hechos se difuminan en la nebulosa de un pasado del que surgen fácilmente las leyendas, como la del arquitecto Radé, cuya vida si nos atenemos a sus hazañas debió durar varios siglos y que, según cuentan las crónicas más fantásticas, se encargó personalmente de buscar dos gemelos recién nacidos que habían de ser emparedados en los pilares centrales del puente de Visegrado con el propósito de que el hada de las aguas no destruyera de noche lo que los hombres levantaban de día. Durante generaciones, los niños de la ciudad, entre el terror y la expectación, jugaban a ser el primero en vislumbrar a un árabe negro, heraldo de la muerte para quien osara mirarlo, que vivía en una especie de tronera del pilar central. Otra leyenda señalaba una cavidad redonda, blanca, ancha y profunda que compone el supuesto túmulo en el que fue enterrado el serbio Radislav, un santo que levantó al pueblo contra la construcción del puente; los musulmanes, en desacuerdo, aseguraban que en la tumba descansaba un derviche que defendió con gran valentía el paso del Drina contra un ejército de infieles.

El puente, compuesto por once arcos, que aún hoy permanece en su parte más elevada a quince metros sobre las aguas del río, dobla su anchura en el centro con dos terrazas simétricas, lo que se llama la kapia. En una de ellas se modelaron los asientos de piedra que la bordean y a los que sirve de respaldo el parapeto del puente. Las relaciones entre los vecinos se incrementaron desde el mismo momento de su construcción; por el puente y su kapia se paseaba, se llegaba a acuerdos en los negocios, se debatían asuntos de amor, se cuchicheaba o simplemente se dejaba pasar las horas ociosamente contemplando el paisaje circundante. En la kapia se sentaban las personas notables y de edad madura para conversar sobre asuntos públicos y preocupaciones comunes y los jóvenes para sus charlas, cantos y bromas. También era el lugar en el que se fijaban los manifiestos, las órdenes y las proclamas y donde se ahorcaba y se empalaban las cabezas de los rebeldes e insurrectos que habían sido ejecutados.

Alrededor del puente y de la kapia se tejen los relatos de Ivo Andrić, que van anudándose los unos a los otros, como los cuentos orientales de Sherezade, en una red que se cierra poco a poco alrededor del lector. Evoca, dice Matvejevic, “la tradición oral de la poesía popular y de las leyendas, arraigada durante la ocupación otomana” y lo hace como un narrador a la manera tradicional, omnisciente pero también compasiva, empeñado en mostrar lo que tienen de bueno los hombres, su dignidad, la importancia de la amistad y la colaboración en épocas de catástrofes, la inocencia y el sentido de lo humano, por encima de la venganza y la soberbia, patrimonio de unos pocos pero que con demasiada frecuencia conducen a los muchos a la violencia, al pillaje y al asesinato en estas tierras tan torturadas.

Cada capítulo se enmarca en un hecho histórico y cuenta el modo en que éste se integra en la vida que los habitantes de Visegrado organizan alrededor del puente, cuyas obras duraron varios años hasta el año 1571 y fueron causa de miseria y dolor para los obreros, campesinos reclutados por la fuerza y sin salario, por culpa del ambicioso, corrupto y malvado Abidaga, encargado por Mehmed Pachá para dirigir los trabajos y destituido afortunadamente a los pocos años de su mandato, durante el cual tuvo lugar el terrible castigo a Radislav, que quiso sabotear la construcción y murió empalado en lo alto del andamiaje.

Paso el primer siglo y Hungría consiguió expulsar al ejército turco que la había ocupado durante más de cien años. La consecuencia más visible fue la ruina de la hostería, construida a la vez que el puente y financiada como obra benéfica por los turcos que vivían en Hungría. También se sucedieron catástrofes naturales, como las periódicas inundaciones que asolaban la zona cada treinta años, pero ninguna perturbó la existencia inmortal del puente. “En la kapia, situada entre el cielo, el río y las montañas, las generaciones sucesivas aprendieron a no afligirse en exceso por lo que llevaban consigo las aguas turbias del Drina. Allí aprendieron a adoptar la filosofía inconsciente de la pequeña ciudad: la vida es un milagro incomprensible; se gasta y se diluye sin cesar, y no obstante, dura y permanece sólidamente como el puente sobre el Drina”.

En 1804 estalló una insurrección en Serbia, en el bajalato de Belgrado con Karageorges o Jorge el Negro como héroe de la rebelión contra el dominio turco. En aquella época la importancia del puente sobre el Drina creció extraordinariamente por lo que se estableció en la ciudad un destacamento militar turco a título permanente y un reducto en el propio puente que controlaba las idas y venidas de la población. Fueron unos años sangrientos, un episodio más en aquella lucha extraña que se desarrollaba desde hacía siglos en Bosnia y que ponía como pretexto las creencias cuando lo que se dilucidaba era la posesión de las tierras y el poder. Durante largo tiempo se exhibieron en el puente las cabezas de los insurrectos. “Y las generaciones se sucedían junto al puente, pero el puente sacudía, como si fuese una mota de polvo, todas las huellas que habían dejado en él los caprichos o las necesidades de los hombres y continuaba idéntico e inalterable”.

Unos años después los turcos abandonaron las últimas ciudades que poseían en Serbia y el puente de Visegrado se vio cubierto por el lamentable cortejo de los refugiados, la mayoría de los cuales se dirigía a Sarajevo, donde en la segunda mitad del siglo XIX se desataron dos epidemias de peste y una de cólera, por lo que no se permitía a sus ciudadanos atravesar el puente sobre el Drina. “Pero las desgracias no duran eternamente, pasan, cambian de forma o se desvanecen en el olvido y la vida en la kapia se renueva siempre y a pesar de todo y el puente no cambia ni con los años ni con los siglos ni con las transformaciones más dolorosas de las relaciones humanas. Todo pasa por él de igual manera que el agua tumultuosa corre bajo sus ojos lisos y perfectos”.

En el puente sobre el Drina se sucedieron otras historias que nada tenían que ver con las autoridades turcas ni con los rebeldes serbios. Como la de Salko el Tuerto, blanco de todas las bromas y gran bebedor, que una noche de invierno y de gloria, azuzado por sus acompañantes, bailó e incluso voló sobre el parapeto helado del puente. O la de Fátima, la hija del arruinado Avdaga que no quiso casarse con el hijo de una noble familia turca que conseguía todo lo que se proponía y que para evitar su destino se lanzó a las aguas turbulentas del Drina el mismo día de su boda cuando se dirigía, atravesando el puente a caballo y tocada con el pesado velo nupcial, a los esponsales que se celebrarían en la aldea del novio. También la del diablo que, con el disfraz de viajante de comercio, jugaba a las cartas en la kapia del puente, llevándose en su triunfo el alma de los perdedores.

Llegó la retirada turca y un nuevo dominio, el de los austríacos, y con él sus inmensos e ininteligibles planes y la perseverancia con la que perseguían su culminación. Este carácter chocaba de frente con la manera de ser de los visegradenses, ligeros, inclinados a los placeres, de serenidad melancólica y propensos a la meditación y al ensueño; habitantes del sur, vecinos del Mediterráneo y ajenos a la actividad sin descanso de sus nuevos ocupantes. Los extranjeros reparaban caminos, abrían canales, talaban árboles en algunos lugares y los volvían a plantar donde nunca los hubo, construían edificios públicos … y con todo esto cambiaban la fisonomía de la ciudad, pero el puente blanco que durante tres siglos había sido franqueado por miles de gentes no había perdido su identidad y “triunfaba sobre aquel diluvio de novedades y cambios, como siempre había resistido a las mayores inundaciones, resurgiendo cada vez, intacto y blanco, regenerado, de la masa desencantada de sombrías olas que lo habían sumergido”.

Se sucedieron tres décadas de relativa prosperidad y de paz aparente, durante las cuales muchos europeos creyeron haber encontrado la fórmula infalible para la realización de los sueños y deseos de los hombres, la libertad universal y el progreso. Llegó el año 1900, comienzo de un nuevo siglo, con la promesa de ser más feliz incluso que el anterior. Se construyó una línea de ferrocarril que conducía a Sarajevo en cuatro horas, frente a los dos días de viaje que suponía el recorrido, que no pasaba por el puente. En alas del progreso y de la racionalidad, pareció que los acentos trágicos se esfumaban, así como los sentimientos elementales; las creencias que se consideraban imprescindibles habían cumplido su tiempo y desaparecido, pero ni estaban muertas ni enterradas.

Los jóvenes ya no eran iguales y los ancianos echaban de menos “la dulce tranquilidad” que fue considerada en tiempos de los turcos como la meta final y como la más acabada forma de la vida pública y privada, una paz que se prolongó durante las primeras décadas de la dominación austríaca. Pero las nuevas generaciones preferían la vida animada y bulliciosa y en la kapia se empezó a conversar sobre filosofía, socialismo y nacionalismo.

Llegaron las guerras balcánicas y las victorias serbias y, aunque todo esto pasó en silencio para Visegrado y su puente, tuvo consecuencias: la frontera turca retrocedió más de mil kilómetros, más allá de Adrianápolis; el lazo ferroviario con Sarajevo había reducido a la nada la importancia del puente como vínculo con Occidente y ahora dejó de servir de unión con Oriente, con el imperio que se había desvanecido como un espectro. Llegó 1914, el último año de la crónica del puente sobre el Drina, su año fatal. Visegrado, situada entre dos fuegos, fue evacuada a finales de septiembre y los bombardeos austríacos hicieron algo que nunca había ocurrido, la destrucción de uno de los pilares del puente inmortal, el séptimo, por el bombardeo del ejército austríaco. Se atentó contra el puente que los musulmanes habían considerado la obra inmortal de Dios y un ojo inmenso quedó como la herida abierta provocada por un conflicto absurdo.

Tres arcos fueron destruidos en la Primera Guerra Mundial y otros cinco resultaron dañados en la Segunda, tan sangrienta y fratricida como la anterior y la que llegaría cincuenta años más tarde entre los los pueblos que conformaban Yugoslavia y que acabó en la voladura del país. Esta última, la de los noventa, no llegó a ser contemplada por Ivo Andrić, que falleció en 1975 convencido de que la unidad yugoslava tras un atormentado proceso a través de los siglos era tan inmortal como su puente.

En un artículo titulado ‘El puente hundido de Ivo Andrić’, publicado en 1992, Claudio Magris señala la obsesión del escritor por la imagen del puente tendido sobre ríos impetuosos y abismos que separan religiones y estirpes, puente sobre el que se lucha pero sobre el que todo se mezcla y se funde. En este sentido, toda Bosnia es para Andrić un puente y por lo tanto un símbolo. La destrucción de los puentes, como el de Mostar que no vivió, es un trágico símbolo del derrumbamiento de su mundo. Magris termina el artículo con un párrafo inigualable, que recupero para poner fin al mío. “Pero la literatura, incluso la más elevada, es impotente contra los furores chauvinistas porque, como decía Schiller, contra la estupidez hasta los dioses luchan en vano”.

‘La casa de nogal’, el hogar feliz en un mundo feliz que nunca existió, de Miljenko Jergovic

La casa de nogal

Regina Delavale muere en el primer capítulo, que se señala como el número quince, el último de la novela, en un hospital de su ciudad natal, Dubrovnik, a los 97 años; a medida que avanzamos por los catorce capítulos restantes desandamos el tiempo hasta llegar al día de su nacimiento e incluso más allá, a los años en que el Imperio otomano abandonó Europa y sus territorios pasaron a engrosar las posesiones del emperador Francisco José.

La vida de Regina, que acaba en el año 2002, cuando ya ha desaparecido la antigua Yugoslavia y se han extinguido los terribles conflictos étnicos que acompañaron su final, es también la reconstrucción histórica de un territorio devastado por odios atávicos que periódicamente salen a la superficie. Sus últimos meses de vida son los de una anciana desquiciada con el juicio totalmente perdido, que blasfema y maldice, en posesión de una actividad destructora que sobrepasa sus propias fuerzas y convierte la casa en un escenario postbélico de platos y cazuelas rotos y de armarios, puertas y ventanales destrozados.

No era fácil vivir en una ciudad pequeña asomada al Adriático, en la que se sabía y se recordaba durante siglos “quién estaba loco en la familia, se transmitía la memoria de los niños retrasados que habían muerto sin cumplir los siete años; se sabía de quien era hermano el que había violado a una niña de catorce y la había arrojado a un hoyo más arriba de Popovo Polje, y qué bisabuela se había fugado con un turco y por las callejuelas de Esmirna se había bajado las bragas, acostándose con comerciantes franceses y aventureros; se recordaba a todos los bastardos nacidos desde los tiempos en que aquello no era ni ciudad, sino un montón de piedras asomadas al mar; se registraban las noticias de sucesos en los puertos del Lejano Oriente, cada blenorrea, uretritis y gonorrea, y no había familia que llevara en la ciudad más de una generación sobre la que no pesaran mas de diez historias vergonzosas…”, historias que se combatían sembrando cizaña en las estirpes de los otros para aminorar o distraer de la mancha propia, de manera que la calumnia no se distinguía de la verdad y todo el mundo acababa enfangado en esta suerte de pesadilla circular.

El asedio de Dubrovnik, los bombardeos, la destrucción que provocó la guerra en 1991 tuvieron un impacto menor que la desintegración interna de Regina que, en sus últimos años, hacía culpable de sus desgracias a todos los demás. Nunca perdonó las ofensas, supuestas o reales, ni olvidó las desilusiones ni los años robados. Desafortunadamente no se cumplieron los deseos de su abuelo, al que le preocupaba ya antes de su nacimiento, no el cómo sería, sino cómo la trataría la gente porque si los demás eran buenos con ella, conseguiría ser feliz y no se llevaría las desgracias a la tumba. No fue así y tampoco se cumplieron las esperanzas de un mundo mejor, más igual y más fraterno que sobrevolaban en torno al año de su nacimiento, en 1905.

El abuelo había encargado a un excelente artesano una casa de juguete tallada en madera de nogal e inspirada en la idea futurista de lo que sería un hogar moderno en los años cincuenta, una época de la que se esperaba que en el mundo reinara el progreso y se acabaran de una vez por todas los más de mil años de ignorancia, guerras, rebeliones y derramamientos de sangre inútiles, pero nueve años más tarde el archiduque y heredero al trono sería asesinado en Sarajevo y, a finales de los años veinte, regresaron a casa los soldados que habían estado prisioneros en los campos, algunos sin zapatos y otros con harapos; muchos habían muerto defendiendo un imperio decrépito en el que ni siquiera creían.

Y en esos tiempos Regina sufrió la primera decepción de una larga lista: su abuelo no se enfrentó a unos bandidos que habían puesto su seguridad en riesgo. Sin embargo, al día siguiente, en un acto de valentía fue asesinado por esos mismos malhechores. A la decepción siguió la culpa, igual que cuando su padre murió de una pulmonía tras haber pasado toda la noche de camino al acantilado desde el cual al final, por apatía, no se precipitó. Nunca se perdonó Regina haberle negado hacía ya algunos años la sonrisa a la que él correspondía todos los días, única muestra de sentimientos de ese hombre extraño para todos que era su padre.

Después vendrían los desengaños amorosos. En 1931 se enamoró locamente de un estudiante de Novi Sad que se parecía a Rodolfo Valentino, pero la abandonó tras un año de loco amor y convivencia. Pasado el dolor, recuperó la esperanza en que todo podría ser mejor y que bastaba con ser lo suficientemente paciente para que todas las cosas se pusieran en su sitio, pero en 1937, año de la ocupación de Shangai y del recrudecimiento de la guerra en España, la catástrofe del dirigible Hindenburg, que se incendió al realizar la maniobra de atraque en Nueva Jersey, le hizo comprender que el mundo volante no era posible y que las ciudades no se elevarían sobre las nubes con los pobres viajando en enormes globos aerostáticos.

En ese momento empezó el desacuerdo de Regina con el mundo, en una repetición ampliada de lo que su madre, Kata, sintió cuando leyó en una revista la noticia de la muerte accidental de Isadora Duncan y llegó a pensar que era mejor morir como ella que vivir en un mundo donde nadie te admira ni ve en ti una maravilla, aunque para pertenecer a la especie de los bellos, como esas bailarinas, había que renunciar a la fe, a la contrición y al reclinatorio, y sobre todo a los hijos. Nunca se perdonó haber renegado de ellos, aunque solo fuera con el pensamiento.

Pero, más allá del Hindenburg, lo que puso en el disparadero de la locura a Regina fue la muerte de su marido, Ivo Delavalle, y más concretamente que, fallecido en Chicago, una mujer con el nombre de Diana, el mismo que habían puesto a su hija por deseo expreso del padre, se hubiera hecho cargo de los gastos de la incineración. Regina era hija de una época en la que los pueblos se mataban unos a otros por un amor no correspondido, por traiciones, por calumnias, en un ritual de histeria colectiva que los dirigentes descubrían en el pueblo y utilizaban para sus propios fines.

Única hija de cinco hermanos, Regina vivió todas las contradicciones, los odios, los enfrentamientos de un territorio con seis repúblicas, cuatro naciones, tres religiones y dos alfabetos. Su hermano Bepo, héroe en la lucha contra los ocupantes alemanes y el ejército croata, además de brigadista en España, residía en un manicomio en el que ingresó después de la guerra; Dovani, fusilado por los mismos partisanos de Tito, se había apuntado a las partidas del coronel Mihailovic, jefe de los resistentes serbios monárquicos, los chetniks, que en lugar de combatir a los alemanes iniciaron una implacable y cruel limpieza étnica de musulmanes y católicos; Duzepe, degollado por su antiguo patrón, un ortodoxo serbio, por haber confraternizado con los ustachas croatas y haber colgado en el bar el retrato del odiado Ante Pavelic y por último Luka, el más pequeño de los hermanos, que huyó a Italia en 1953, justo cuando entendió que la muerte de Stalin no iba a cambiar nada y decidió que no quería envejecer en un país tan intolerante y vengativo como Yugoslavia.

Jergovic no plantea ninguna teoría sobre los orígenes del conflicto en Yugoslavia; se limita a contarnos las vidas de gentes que, en la mayoría de los casos, hacen lo posible por sobrevivir, que están marcadas por las condiciones políticas y sociales del entorno y que en múltiples ocasiones protagonizan o rozan la tragedia, pero también, descubre en ellas una cierta comicidad surrealista, que entronca con la tradición literaria eslava. Hay episodios que evocan los cuadros de Chagall, en los que la gente flota e incluso vuela, como la pareja que sobrevuela París o la mujer que se eleva en el cielo cogida de la mano de su amado.

Justo el día en que murió Stalin, el 5 de marzo de 1953, cuenta Jergovic que sopló el bóreas más fuerte de todo el invierno. “Se había levantado por sorpresa y a destiempo hacia las diez de la mañana, arrancó las sábanas que se secaban delante de la casa y se las llevó sobre los tejados por las calles y plazas y las tiró lejos, hacia el mar … Las mujeres salían de las casas y corrían por la ciudad intentando atrapar las sábanas y si alguna lo hubiera conseguido, habría acabado en el mar, arrastrada”. Diana había salido de casa como tantos otros días sin ponerse el impermeable porque no le gustaba -le estaba grande y fachoso-, con el consiguiente enfado de su madre. Cuando Regina “la regañaba, la niña se tiraba de los pelos, como las mujeres cuando los maridos, tras una pelea, las echaban de casa y se ponían a correr como locas por el patio arrancándose los cabellos”.

Una de esas veces, Regina en un acto de desesperación no tuvo mejor idea que echarle pegamento en la cabeza y Diana, al notar una pasta compacta sobre su cabeza, fue a tocarla y se quedó con las manos pegadas al pelo y así fueron las dos por la calle en dirección al barbero, que no sabía que hacer con ese horror. Su única opción, tras probar con alcohol y disolvente, con lo que el cuero cabelludo empezó a arder, fue el esquilado total. “Parecía uno de esos pequeños bosniacos raquíticos que todos los veranos llevaban en camiones a Villa Magnolia para que el mar y el sol les reparara su sangre y reforzara sus huesos. Diana sentía una vergüenza mayor que el odio hacia su madre, que el terror de las manos pegadas, que el miedo a la oscuridad, que la rabia porque en el colegio se reían de ella, que la tristeza, la pena y todo lo demás que había pensado y sentido”. Eso ocurrió semanas antes del día del viento, un día que sería recordado porque nunca antes había sucedido nada igual: Radio Londres había informado de la muerte de Stalin.

La muerte de Tito coincidiría, en 1981, con el fallecimiento del marido de Diana en un accidente de tráfico y el conocimiento de que esperaba gemelos. Doce años después, Yugoslavia reventaría por los cuatro costados y diez años más tarde Regina, convertida en la Loca Manda, una anciana intratable y violenta, moriría por un acto de piedad y sus actos seguirían teniendo consecuencias más allá de su muerte.

Nota biográfica

Miljenko Jergovic, nacido en 1966 en Sarajevo, de padres croatas. Licenciado en Filosofía en la Universidad de Sarajevo, ejerció como periodista y fue corresponsal en la guerra de Bosnia. Reside en Zagreb y es autor de varias novelas, como ‘Buick Rivera’, ‘Ruta Tannenbaum’ y ‘Volga, Volga’, y del volumen de cuentos ‘El jardinero de Sarajevo’. Muchas de sus historias están inspiradas en la guerra que puso fin a los cincuenta años de historia de Yugoslavia.

Balance de lecturas no obligadas 2021

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No ha sido una cosecha excelente, ni siquiera mediana. De los más de cuarenta libros leídos en 2021 (y otros tantos consultados), los que puedo recomendar no superan los dedos de una mano. Es cierto que responden a una selección personal que no tiene en cuenta el criterio de la actualidad o de la reposición, pero tampoco los elijo por sorteo. Cada libro me lleva a otro, como las cerezas que se enganchan unas a otras, y rara es la vez que existe un corte limpio y preciso entre ellos.

Mi biblioteca guarda las novedades de la misma forma que las mujeres de clase alta neoyorquina de hace dos siglos reservaban las sedas, muselinas y terciopelos de sus vestidos a la francesa, encargados en los catálogos y recién llegados desde París; se guardaban en los armarios durante una temporada más antes de estrenarlos, como nos descubre Edith Wharton en compañía de la condesa Olenska.

No es que yo me vea obligada por la dictadura del buen gusto y aparque mis nuevos ejemplares durante dos e incluso varias temporadas por una elegante sobriedad, sino que voy dejando su lectura para ocasiones más propicias. Además, mi sentido de la justicia me impide seguir la máxima evangélica que impone la primacía de los últimos sobre los primeros. Esos primeros llevan mucho tiempo clamando en el desierto para que les tome en consideración.

El comienzo de 2021 pareció señalar que estaba ante un buen año con una novela imprescindible, cuya autora era para mí absolutamente desconocida. ‘Personajes desconocidos’, de Paula Fox, fue publicada en 1970, en un momento en que los Estados Unidos habían conseguido un nivel de bienestar material inalcanzado hasta entonces, pero en los que comenzaban a resquebrajarse los rígidos conceptos que habían contribuido a lo que desde fuera se consideraba una sociedad estable, con la intensificación de la lucha por los derechos civiles que garantizan el trato igualitario a mujeres, homosexuales y negros. Paula Fox retrata el desconcierto de sus personajes y su malestar, pero aunque el contexto los sitúa en esa década setentera pueden pertenecer a nuestro mundo de hoy, tan inmerso en luchas de identidad de todo género y tan pendiente del sinsentido.

Las demás obras de ficción que llegaron a entusiasmarme ese año fueron objeto de una segunda lectura: desde la tierna y desconsolada ‘Leyenda del Santo Bebedor’ de Joseph Roth a la maravillosa ‘Ragtime’ de E. L. Doctorow, también reflejo de la sociedad neoyorquina de principios del siglo XX, antes de que se iniciara la I Guerra Mundial y se impusiera el jazz sobre el ragtime. También entre las relecturas figuran ‘Autómata’, de Adolfo García Ortega, una novela de las que me transportan a otras tierras y a otros tiempos y contiene el fascinante sabor de la aventura. Y de ‘Autómata’ a la impresionante obra de Harry Thompson, ‘Hacia los confines del mundo’, en el que se narra del viaje de Darwin y FitzRoy a la Patagonia y que leí hace quince años y recomendé a todo el mundo, aunque su extensión -más de ochocientas páginas- resulte un poco disuasoria.

Novelas de otra época que no había leído antes se colaron en mi repertorio. ‘Sin novedad en el frente’, de Erich María Remarque, una obra de lo que hoy ha dado en llamarse “autoficción”, que demuestra que los elementos biográficos siempre han estado presentes en la literatura y que me ayudó a entender, posiblemente mejor que un libro de historia, la catástrofe, la inutilidad y el sufrimiento de los conflictos bélicos, en especial la cruel Guerra del 18. ‘El Gran Gatsby’, de Scott Fitzgerald, fue otra novela que aún no había leído y que no me resultó ajena ni pesada, por lo que no me extraña que fuera un gran éxito en su época y que Hemingway la situara entre sus preferidas.

Mejor me ha ido con los ensayos, tampoco de última generación. Cultura y melancolía’, de Roger Bartra, me ofreció los argumentos de su tesis sobre esta condición existencial, la de la melancolía, derivada del sufrimiento y la tristeza que emanan naturalmente de la vida misma, que forma parte intrínseca del conglomerado cultural y filosófico de Occidente, de la misma manera que el budismo es históricamente connatural al Oriente Lejano.

Otro ensayo que me entusiasmó fue ‘El Dios ausente’, en el que Germán Huici demuestra que el capitalismo es una ideología concreta que goza de una posición definida e implantada que “genera una sensación de vacío ideológico” y que imitando el mejor truco del Diablo, ha convencido al mundo de que no existe.

Cuando comencé este blog me impuse la consigna de no mencionar los libros que en habían decepcionado, en parte porque es una pérdida de tiempo y en parte porque quizá la razón no esté de mi lado. Solamente una vez lo hice, hace tiempo, y en realidad tuvo mucho que ver con una venganza por lo que consideré una falta de respeto hacia el lector, en este caso mi propia persona. Desde entonces me ha ocurrido muchas veces con libros que no merecen la más mínima atención ni el gasto del papel en el que están escritos. De manera coherente ni he llegado a mencionarlos, aunque quizá fuera una labor social de aviso o advertencia, lo que me ha llevado en los últimos meses a escribir muchas menos entradas que en periodos anteriores. Ya lo dije al principio: no ha sido un buen año. Mala suerte.

Beber o no beber a lo largo de la historia — Historias emergentes

Hace unas semanas escribí un comentario sobre escritores que han sufrido los efectos físicos y psicológicos de un desmesurado consumo de alcohol y lo han descrito con los atributos de una temporada en el infierno, aunque también los hay que califican la experiencia de necesaria y paradisíaca, contradicciones que no se dan solamente en las […]

Beber o no beber a lo largo de la historia — Historias emergentes

Muñecas parlantes, precursoras de androides

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Figuras de cerámica, muñecas que se mueven o que hablan, que nos imitan y buscan confundirnos al aunar lo orgánico y lo inorgánico, lo viviente y lo que carece de alma. Son muñecas familiares, juguetes disfrutados en la infancia que cuando se muestran fuera del ámbito de lo conocido producen una impresión ominosa, siniestra.

Con una imagen inquietante comienza ‘Las Furias de Menlo Park’, el cuento de Ignacio Padilla que encabeza el volumen ‘El androide y las quimeras’: “Seiscientas niñas de cerámica se ahogaron a escasas millas de Rotterdam sin que hubiera dios ni ayuda para impedir esa zozobra de encajes, piernas, brazos y ojos de vidrio que miraron sin mirar a los peces que no podrían devorarlas. Ahí seguirán ahora: sonrientes, mudas, hacinadas entre las algas como en la fosa abierta en el jardín de un pederasta…”

El naufragio de las muñecas habría sido un presagio de que el negocio no iba a funcionar, pero Thomas Edison quería sacar provecho a su fonógrafo, el primer invento que grababa y reproducía sonidos y se empeñó en fabricar miles de juguetes parlantes con forma de muñeca, sus “monstruitos” como él mismo las llamaba, de algo más de medio metro de alto y dos kilos de peso cada una, dotadas de extremidades de madera articuladas, cabeza de porcelana y torso de metal agujereado para que pudiera escucharse la grabación procedente de un fonógrafo en miniatura instalado en su interior y que se ponía en marcha accionando una manivela en la espalda del juguete.

En la fábrica de Menlo Park, municipio de Nueva Jersey, se produjeron más de siete mil ejemplares. Como no se conocía un procedimiento para hacer copias de las grabaciones, Edison contrató a una veintena de mujeres que, encerradas en sus cabinas, cantaban y leían incansablemente, doscientas, seiscientas veces, las mismas canciones de cuna y las oraciones, instrumentos de edificación moral seleccionados por el propio inventor que cada muñeca repetiría cada vez que accionara la llave que tenía en su espalda.

Ignacio Padilla contempla a estas mujeres a través de los ojos de un socio de Edison, que repara en una de ellas, Claudette, por su llamativa fragilidad y tristeza. Las condiciones en las que trabajaban esas mujeres no favorecían en modo alguno que sus voces transmitieran dulzura, ni siquiera interés. Claudette, embarazada y despedida de su trabajo, se suicidó ahogándose en el río, como las muñecas en el puerto de Rotterdam y sus compañeras, tras maldecir al ‘Mago de Menlo Park’, cantaron estrofas que hablaban de un ser malvado y de una princesa muerta, cobrándose la venganza al igual que las Furias castigan las ofensas de los criminales que las leyes humanas no contemplan, persiguiendo al infractor más allá de la muerte.

No habría sido necesaria una maldición para que el negocio de las muñecas de Edison naufragara estrepitosamente: su calidad era pésima, su duración escasa y su precio exorbitante. El modelo básico costaba diez dólares, el sueldo de dos semanas en aquellos años de 1890. Muchas de ellas llegaban a su destino estropeadas por un mal embalaje y cuando lo hacían sin desperfectos, apenas se intuía lo que decían o la grabación duraba como máximo una o dos horas en total por la fragilidad del cilindro de cera que debía soportar una aguja de acero. Pero lo peor es que las muñecas eran unos armatostes imposibles de manejar y sus voces, cuando se oían, resultaban aterradoras.

En 2014, diez años después de que Ignacio Padilla publicara su cuento, un laboratorio pudo recuperar el contenido de las grabaciones, en las que se escuchan chillidos, llantos, palabras incomprensibles semejantes a psicofonías. Algunos apuntan a que la sordera que padecía Edison desde niño tuvo alguna relación con esos cantos que parecen provenir del mundo de las pesadillas y de los muertos.

En este cuento, “basado en hechos reales”, Padilla explota un elemento de terror propio de los relatos góticos: la angustia que experimentamos ante la posibilidad de que los objetos inanimados, como muñecas en este caso, cobren vida y sean emisarios de un mensaje amenazador del mundo sobrenatural, aunque evita que sea el punto central del relato al introducir la venganza como otro de los pilares en los que se asienta.

El cuento de E.T.A. Hoffmann, ‘El hombre de arena’, constituye el más completo inventario de motivos románticos de lo siniestro, afirma Trías, y en él basa Freud su conocido ensayo sobre “lo siniestro”. El relato tampoco tiene como único eje a Olimpia, la autómata que pasaba por ser la hija del profesor de física Spalanzani, causa de la locura y tragedia del joven Nathanael, que olvida novia, amigos y familia, haciendo oídos sordos a quienes le avisan de las rarezas de aquella de quien se ha enamorado perdidamente.

El profesor celebra una fiesta en su casa para presentar a su supuesta hija, la bellísima y misteriosa, aunque tal vez algo estúpida, Olimpia. A nadie le pasan desapercibidas algunas anomalías -como la curvatura un tanto extraña de la espalda, la exagerada delgadez del talle o la rigidez de unos movimientos que parecen responder a un engranaje mecánico- excepto a Nathanael que, víctima de una especie de sortilegio, llega incluso a apreciar un intenso calor en los labios mortalmente helados de su nueva novia. En su mudez encuentra la prueba de que sólo ella le comprende porque no interrumpe la lectura de sus poemas y se convence de que “la mirada de sus ojos celestiales dicen más que lo que pueda expresar cualquier lenguaje articulado” sin reparar en que se debe a su carencia de alma, a que Olimpia parece que solo hace como que vive.

Sigmund Freud, en su ensayo, reconoce su deuda con Ernst Jentsch, que trece años antes había acuñado la acepción de lo siniestro como aquello que, habiendo sido familiar, resulta aterrador e insólito. Pero discrepa en cuanto a situar como fundamental el asunto de la autómata y considera que el relato de Hoffmann gira en torno al ‘hombre de arena’, una variante alemana del sacamantecas, que en el folklore hispánico es un hacedor de ungüentos curativos a partir de la grasa de niños asesinados, o del hombre del saco, secuestrador de infantes que no quieren irse a la cama. El arenero arroja puñados de arena al rostro de los niños alemanes para que, una vez dormidos, sus ojos se desprendan de las órbitas y pueda llevárselos para alimentar a sus hijos que, como las lechuzas, poseen un pico ganchudo con el que picotean la comida que les lleva su progenitor.

Sigmund Freud afirma que el temor a ser privado de los ojos simboliza el miedo a la castración en la infancia e identifica al arenero con la figura paterna, representación de la autoridad. Con el tiempo estas interpretaciones han quedado obsoletas, sobre todo por el uso abusivo y sin matices que se ha hecho de ellas. El hombre de arena, uno de los cuentos con los que nos amenazaban nuestras madres o abuelas, queda inscrito en nuestra memoria y no carece de importancia en el desarrollo posterior, pero es mucho más inquietante la incertidumbre que producen esos seres artificiales como los autómatas, situación que se complica extraordinariamente en la literatura posterior.

Olimpia es la madre de todos los que vinieron después: desde los robots de Čapek a los ‘replicantes’ de Philip K. Dick. Los ingenios mecánicos quedan relegados a objetos del pasado o simples juguetes y surgen los seres creados mediante ingeniería genética, dotados incluso de inteligencia. Los autómatas se convierten en androides y es la muñeca Olimpia la que marca esta línea divisoria al tratarse de un ingenio mecánico que puede simular lo viviente, aunque sólo dé respuestas programadas. Y también muestra una clara línea de separación con sus antecesores, el monstruo de Frankenstein de Mary Shelley o el Golem de Mayrink, productos del afán creador de demiurgos.

RUR (Robots Universales Rossum)’ es una obra teatral escrita por Karel Čapeken 1921 y representada el año siguiente. Miles de robots son construidos para satisfacer las peticiones de mano de obra porque son lo que dice el término checo, robot, que no se tradujo: trabajadores esclavos, sin inquietudes ni emociones ni proyecto, aunque estén dotados de inteligencia. El ingeniero que los ideó quiso que carecieran del “montón de cosas que son totalmente innecesarias” para una máquina de trabajo. La intención era liberar a los hombres del trabajo manual, lo que también hizo que perdieran sus empleos porque un robot podía reemplazar fácilmente a dos trabajadores y medio.

La adquisición de una conciencia y la rebelión contra sus creadores por parte de los robots, así como sus consecuencias devastadoras para hombres y máquinas, ya están presentes en esta obra de principios de siglo y marca la diferencia respecto a los relatos fantásticos anteriores y la entrada en el género de la ciencia ficción. Los argumentos de las novelas o cuentos que le seguirán serán más sofisticados, en sintonía con el debate científico de la época, como el que presenta Turing y su defensa de las máquinas que aprenden, debate que hoy resulta más virulento que nunca. La creación autónoma de una superinteligencia artificial sobre la que perderemos el control, nuestra posible desaparición física o nuestra conversión en esclavos de los nuevos amos del mundo se discute en foros académicos y se relata en obras de ficción, como Matrix.

Son especulaciones de futuro muy sugerentes, pero voy a terminar este comentario sobre autómatas y androides con un acercamiento al presente, que no por más modesto resulta menos importante. Los robots de Čapek siguieron trabajando cuando ya ningún ser humano podía beneficiarse de su esfuerzo. Extrajeron toneladas de carbón y construyeron infinidad de edificios aunque sabían que no podían perpetuarse más allá de unos años y que la Tierra quedaría vacía de hombres y máquinas. Esta actividad compulsiva es una vívida transcripción de la ética calvinista en la que aún vivimos. Que un hombre pueda convertirse en un ciborg es una fantasía que anida en nuestra mente y que, según Germán Huici, se advierte en la identificación del espectador con el ‘terminator’ de la película del mismo nombre.

El héroe es un personaje de apariencia perfectamente humana en su exterior, pero con un esqueleto y un cerebro cibernéticos que le hacen infinitamente superior a los hombres porque es más fuerte y más inteligente, pero sobre todo porque lleva inscrito en su programación una ética del trabajo inquebrantable. No necesita vacaciones ni siente estrés, nisiquiera debe alimentarse o dormir. “Nuestra ética capitalista postcalvinista -dice ‘El Dios ausente’– se define porque, al igual que el terminator, no conoce el descanso”.

No hay más que fijarse en las oficinas en las que trabajamos, exigiéndonos la supuesta eficiencia y racionalidad de las máquinas y su determinación imbatible en la lucha por el objetivo y la vigilia constante. Ya vivimos en un mundo dominado por las máquinas, que son las que nos imponen el ritmo de trabajo y de ocio. Y lo peor de todo: el ejemplo.

Lecturas

– Ignacio Padilla, ‘Las furias de Menlo Park’, en ‘El androide y las quimeras’, Editorial Páginas de Espuma, 2008.

– E.T.A. Hoffmann, ‘El hombre de arena’ (primera publicación en 1817 en ‘Cuentos nocturnos’).

– Eugenio Trías, ‘Lo bello y lo siniestro’, Ariel, 2001.

– Karel Čapek, ‘RUR’, Minotauro 2003.

– Germán Huici, ‘El Dios ausente. Iconografía y metafísica del capitalismo’, Editorial Elba, 19016.

El ‘Autómata’ de la Tierra del Fuego, de A. García Ortega

Automata

No hay lugar más desolado que la Isla Desolación. Sus rocas áridas, sus valles de hielo antiguo, una tierra desierta y escabrosa, azotada por vientos gélidos, huracanados y perpetuos y empapada por una lluvia constante. El clima propicio a la soledad, la locura y el terror y la total ausencia de consuelo le valió ese nombre de Desolación con el que el almirante John Narborough la bautizó en 1670.

Oliver Griffin, dibujante de islas, va relatando al narrador de esta historia de magia, viajes y desgracias, con el que se reúne esporádicamente sin previa cita y a lo largo de tres semanas en los cafés de Funchal, su itinerario hasta Tierra de Fuego para dar cumplimiento a un destino que dio comienzo con el autómata de Melvicio que Sarmiento de Gamboa transportó a la Isla Desolación. Formaba la parte secreta y mágica de un plan para fortificar el territorio e impedir que los corsarios pudieran atacar por la espalda al imperio español como hicieron en la noche del 13 de febrero de 1579 cuando comandados por Drake asaltaron El Callao habiendo llegado de Inglaterra atravesando el sur del continente americano.

Apasionado por los islarios, Griffin centró su obsesión en la Isla Desolación, de forma de pez, agrietada por fiordos y bajíos que forman laberintos impracticables, un territorio deshabitado, carente de recursos, lúgubre y húmedo, donde Gabriela Pavic, en la búsqueda incansable de su marido y sus dos hijos desaparecidos en un naufragio, descubre un muñeco articulado de metal “con apariencia de guerrero desfigurado, rostro inquietante y mirada fija”, construido con el propósito de atemorizar a “cormoranes, gaviotas, indios ingenuos y marinos miopes”, a “gigantes sin bautismo y a ingleses codiciosos”, que Sarmiento de Gamboa plantó con sus propias manos quinientos años antes en mitad de los acantilados. Este autómata, hijo de la ficción, formaba parte del proyecto de un ejército falso de figuras mecánicas, que complementarían la fortificación del Estrecho de Magallanes y se correspondería con la personalidad de Sarmiento que, además de militar, cosmógrafo y renacentista, era un apasionado de la magia y la astrología.

El autómata guerrero y sus 110 acompañantes que nunca fueron construidos se concibieron en Praga, al mismo tiempo que el rabino Jehuda Löw ben Becael creaba el Golem. Melvicio, constructor de autómatas para la corte de Rodolfo II, no se sentía satisfecho con un sirviente de barro sin iniciativa y buscaba el prodigio de crear un ser inteligente, libre y perfecto, provisto de un alma viviente. Quizá consiguiera dotar al autómata con el don de la invisibilidad, ya que pasaron cientos de años antes de que Gabriela lo descubriera por casualidad e intentara descubrir la fórmula para devolverle el aliento vital. O tal vez el autómata llevara en sí mismo la maldición que caía sobre aquellos que pretendían ocupar el papel del Creador y quizá fuera el causante de tantas tragedias que asolaron desde su llegada a la Isla Desolación.

García Ortega inventa un autómata, un constructor de prodigios y una mujer marcada por el dolor y la soledad, además de un viajero obsesionado por las islas y por la invisibilidad que lleva aparejado su apellido, Griffin. Y alrededor de todo ello, surgen decenas de historias reales que muestran cómo la fatalidad se cebó en la Tierra del Fuego durante siglos. De entre todas ellas hay dos que me parecen extraordinarias: una, la de Sarmiento de Gamboa, por el carácter excepcional del protagonista, sus quimeras y sus grandes fracasos y la otra, la del viaje del Beagle que propició el encuentro de los europeos con los seres humanos más primitivos de la tierra en un lugar de vida imposible y el destierro total del testimonio bíblico como fuente de verdad.

Sarmiento de Gamboa llega a la corte de Felipe II en 1580, enviado por el virrey Francisco de Toledo, después de que los corsarios ingleses liderados por Francis Drake atacaran El Callao y huyeran. No pudo capturarlos pero tuvo tiempo para explorar el estrecho de Magallanes, descubierto sesenta años antes por el marino portugués y hasta entonces olvidado en la estrategia de defensa de los españoles, y comunicar al monarca la necesidad de fortificar el lugar. Los espías de la Corona española, que no estuvieron muy atentos a la acción de Drake, informaron entonces de que Inglaterra estaba preparando flotas para alcanzar el Pacífico, bien para atacar puertos del virreinato del Perú, bien para comerciar con las Molucas e incluso para crear una colonia y fortificar para su beneficio el paso por el Mar del Sur.

El plan que deslumbró al monarca contaba con la construcción de una fortaleza inexpugnable que impediría el tránsito de piratas y corsarios por un lugar cuyos innumerables canales y pasos apenas eran conocidos y en el que las condiciones geográficas y meteorológicas impedían, con los conocimientos técnicos de la época, erigir fuertes y tender cadenas. Sarmiento de Gamboa creía en el proyecto y, pese a los infortunios del viaje, que se inició en 1581 con 23 navíos y un contingente de tres mil personas y llegó a Tierra del Fuego dos años después con dos navíos y trescientos soldados y colonos, entre los que había mujeres y niños, se empeñó en la fundación de las ciudades, una vez abandonado el proyecto de construcción de las fortificaciones, imposible de llevar a cabo porque ni siquiera tenían materiales para ello.

Fueron dos las ciudades efímeras que fundó: Nombre de Jesús y Rey Don Felipe. Dos meses después, navegando de una ciudad a otra, Sarmiento de Gamboa se vio obligado a salir del estrecho debido a una tormenta y por culpa de los vientos que lo alejaban de la costa no pudo regresar. Se dirigió a España para solicitar ayuda pero en el viaje fue apresado por Walter Raleigh y llevado preso a Inglaterra, de donde fue rescatado previo pago por Felipe II. Vuelve a emprender su regreso a España pero en su travesía por Francia cae en manos de los hugonotes y pasa más de tres años en un calabozo. Llega a España con la salud muy quebrantada; su pista se pierde con el último memorial elevado al Rey en defensa de sus poblaciones, que acabaron muriendo de hambre, frío y por los ataques de los indígenas.

En 1587, un navío inglés bajo el mando de Thomas Cavendish encontró a unos veinte supervivientes, pero sólo rescató a uno de ellos, tras haberse aprovisionado de agua y madera, dejando a su suerte a quienes esperaban subir a la nave, y haber rebautizado a la Ciudad del Rey Don Felipe como Puerto del Hambre. Tres años después, otro navío inglés se atribuyó el rescate el último poblador de las ciudades de Sarmiento de Gamboa.

En Puerto del Hambre anclaron los dos barcos encargados de cartografiar las costas del sur de América, el Beagle y el Adventure, enviados por el Almirantazgo británico en 1826. El capitán Pringle Stokes no soportó el segundo viaje en busca de un paso menos peligroso que el del Cabo de Hornos: en su diario a bordo del Beagle describe días y noches de lluvia incesante y paisajes deprimentes de áridos y desolados picos que circundan la costas inhóspitas de la bahía. Unos días después se disparó un tiro en la cabeza, pero en el reconocimiento del cadáver se hallaron siete heridas de cuchillo casi cicatrizadas, es decir, que llevaba semanas intentando suicidarse.

Le sustituyó Robert Fitzroy, un aristócrata con amplios conocimientos científicos pero obnubilado por la literalidad de la Biblia y los conceptos, ya retrógrados en su época, sobre las “razas humanas”. Se empeñó en que los indígenas le devolvieran un bote y tomó rehenes que luego llevaría a Inglaterra para educarlos y después traerles de vuelta a su hogar en Tierra de Fuego para que iniciaran a sus convecinos en la civilización y la religión cristiana. Convencido de que su tarea era humanitaria creyó que ellos estaban totalmente de acuerdo y el resultado fue un verdadero desastre. Fueron tres: Fuegia, una niña que tenía nueve años cuando llegó a Londres; Jeremy, de catorce, y un adulto de veinticinco, York, que nunca consiguió adaptarse a la sociedad londinense. Tampoco tuvieron mucho tiempo los otros dos porque a los tres años se convirtieron de nuevo en pasajeros del Beagle, en el segundo viaje de Fitzroy, el mismo al que se apuntó Charles Darwin.

Los tres fueguinos fueron depositados en su antiguo hogar y en pocos días sufrieron el robo de la mayor parte de sus pertenencias y la destrucción del huerto que los marineros del Beagle habían construido para ellos; el reverendo que iba a acompañarlos vio disminuido su fervor religioso en pocos días y se enroló de nuevo para volver cuanto antes. Años después, ya en Inglaterra, Fitzroy supo que la dulce Fuegia se prostituía en las playas y en los buques y que Jeremy, el dandy, instigó una masacre contra misioneros ingleses que habían desembarcado en Woollya.

Pero lo peor de ese viaje para Fitzroy fue comprobar que había sido el instrumento de la “abominación” de Darwin, documentada en ‘El origen de las especies’, que publicó en 1860. Fitzroy creía que el hombre había sido creado en su estado actual, sin pasar por ninguna fase de salvajismo, pero que tras el Diluvio se extendió por la tierra y poco a poco fue degenerando en razas primitivas, como ocurriera con los fueguinos, y que los dinosaurios se extinguieron porque no cabían en el arca. Fue ridiculizado sin misericordia y el 30 de abril de 1865 se cortó la garganta.

La maldición no solo alcanzó a los europeos que se atrevieron a permanecer en Tierra del Fuego. La peor parte se la llevaron los aborígenes, que prácticamente desaparecieron. Hasta 1880, entre los onas y los yamanas, las tribus principales, sumaban alrededor de cuatro mil personas, pero la campaña de exterminio de los estancieros acabó con ellos. La introducción de las estancias ovejeras creó fuertes conflictos entre los nativos y los colonos y las grandes compañías llegaron a pagar una libra esterlina por cada aborigen muerto para librarse de ellos. Las misiones religiosas que intentaron evitar las matanzas fueron responsables de la aniquilación del resto de la población, debido a la difusión de enfermedades para las que los indígenas no estaban preparados, como ocurrió en la isla Dawson, donde los salesianos los refugiaron.

El exterminio de los nativos también es mencionado por Griffin, el relator de la novela ‘Autómata’, así como la aparición de cadáveres arrojados desde helicópteros Puma por los sicarios de Pinochet y que acabaron en aguas de Punta Arena o los casos de salvajismo de la terrible guerra de las Malvinas.

Son historias que se corresponden con un lugar de desolación, de tortura, desesperación y muerte. Viajes, naufragios, masacres, revueltas, quimeras, infortunios y soledad, sobre las que Griffin pretende dar cuenta. “Comprendía que yo estaba en ese lugar apartado del mundo para que todo descansara de una vez en paz”, le dice al narrador en su última conversación. Pero nada está nunca acabado.

Comentario a

– Adolfo García Ortega, ‘Autómata’, Random House Mondadori, 2007

El ajedrecista turco que venció a Napoleón — Historias emergentes

Nunca nos hemos conformado con menos. Se nos quedó pequeño reproducir hombres y mujeres que escapaban del cuadro para echarse a andar de un momento a otro y animales que esperaban pacientes una caricia del espectador, así como estatuas dotadas de lo que parecía ser un impulso vital imposible. Desde que los dioses crearan a […]

El ajedrecista turco que venció a Napoleón — Historias emergentes

La melancolía en tiempos revueltos

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En el término melancolía se han dado cita toda las demencias, todas las alteraciones del alma y todas las variedades de la locura, desde la depresión al delirio. En las filas de melancólicos se han agrupado héroes y licántropos, genios y aburridos cortesanos, místicos y maníacos, sabios e idiotas, santos y endemoniados … y se ha relacionado la melancolía con el exceso de estudio, con los habitantes de lugares brumosos pero también con los judíos procedentes de Oriente y con tiempos de incertidumbre. Vinculada a logros artísticos y científicos, por su mediación se ha interpretado el mundo y se han definido épocas.

Desde la Antigüedad hasta bien entrado el siglo XIX, la medicina adoptó la teoría humoral de Hipócrates recogida después por Galeno, según la cual el cuerpo humano se compone de cuatro sustancias básicas que se corresponden con los cuatro elementos del universo -aire, fuego, agua y tierra. Son sangre, flema, bilis y atrábilis que conforman sus consecuentes temperamentos -sanguíneo, flemático, melancólico y colérico- y de cuyo perfecto equilibrio dependerá conservar la salud y evitar la enfermedad. La inestabilidad de uno de estos humores, la bilis negra, nos conducirá a la melancolía. No siempre se consideró una enfermedad.

Se atribuye a Aristóteles un texto en el que se afirma que, aunque su padecimiento puede llevar a la locura y al sufrimiento, no hay hombre excepcional que no sea melancólico, como si este carácter fuera un privilegio y no una maldición. La bilis negra, sigue diciendo, tiene el potencial de hacer a la persona extremadamente fría o extremadamente caliente, lo que brinda la oportunidad de no caer en la enfermedad y el desequilibrio y convertir la melancolía en una herramienta contra el desarraigo y la soledad. Esta apreciación sobre las posibilidades salvadoras de la melancolía abre un espacio que se ha mantenido hasta nuestros días. Pudiera ser que ayudara a expresar una condición existencial derivada del sufrimiento y la tristeza que emanan naturalmente de la vida misma; esa definición sería la de un budista y la expone Roger Bartra para defender que en Occidente la melancolía forma parte intrínseca de un conglomerado cultural y filosófico que recorre toda su historia. A través de la ella, señala el antropólogo mexicano, se ha hecho visible el sufrimiento y las consecuencias trágicas de la soledad, la incomunicación y la angustia, así como sus posibles remedios.

En la Edad Media la melancolía se asimiló a la acedia, un pecado capital que Agustín de Hipona define como la angustia que inmoviliza y que dio en extenderse fácilmente entre los monjes, instigada por el llamado ‘demonio de mediodía’. La teología cristiana hizo del abatimiento un pecado: Dante sitúa las “muchedumbres doloridas que han perdido el don del entendimiento” en el mismísimo Infierno, en castigo por su enfado con Dios y por la ausencia de esperanza en la que vivieron.

También se relacionó brujería y melancolía y así lo recoge Jean Wier en ‘De prestigiis daemonum’ al asegurar que el diablo induce fácilmente al sexo femenino, malicioso y melancólico, y en especial a las ancianas débiles y estúpidas, a las que impone males y visiones. Es en este siglo XVI cuando la melancolía resurge con fuerza en tratados y en personajes, no sólo de ficción. Hubo reyes a los que se consideró melancólicos, como Carlos V recluido en Yuste y Felipe II, a su vez, encerrado en El Escorial con todas sus penas, demonios y reliquias; hubo otros que no sólo se reconocieron como tales, sino que incluso redactaron consejos para melancólicos, como el efímero rey portugués Dom Duarte. Parece que el humor negro afectaba a los monarcas y sultanes, como ya advirtiera Maimónides varios siglos antes. En la ficción es Segismundo, prisionero del destino, y Hamlet, hundido en la desesperación por la corrupción del mundo y su falta de sentido.

La experiencia de no poder acceder a la divinidad se convierte en melancolía y afecta a místicos como Teresa de Ávila que, pese a los padecimientos interiores y delirios que relató en ‘Las Moradas’, recomendó que en los monasterios no fueran admitidas monjas que mostraran síntomas melancólicos. En la ficción, en cambio, dominaron los enamoramientos no concluidos, desde Tirso de Molina a Lope de Vega, así como el morbo erótico que aqueja a Calisto y a Melibea en su loco enamoramiento.

La melancolía estaba muy presente desde hacía ya tiempo, como resultado de una situación continua de convulsiones y temor. En el siglo XIV la peste vuelve a aparecer en Europa y alarga su presencia, las condiciones climáticas se degradan y las malas cosechas se multiplican, la amenaza del Gran Turco es cada vez más evidente y estalla el mundo cristiano, primero con el Gran Cisma y luego con la Reforma protestante. Las guerras de religión dejan un continente devastado y en alerta perpetua y la duda religiosa siembra el pánico en las conciencias al tiempo que con ímpetu inusitado se reproducen en libros, sermones y pinturas toda la escenografía del Apocalipsis y del Infierno y sus tormentos. No resulta extraño que los síntomas de la melancolía, como la desesperación, la angustia y el sentimiento de fatalidad se adueñasen de las gentes.

El gran tratado sobre este asunto fue publicado en 1621 por un erudito, clérigo, inglés y bibliotecario, además de melancólico, Robert Burton, bajo el título ‘Anatomía de la Melancolía’. En sus más de mil quinientas páginas en las que se incluyen más de cinco mil citas hace referencia a infinidad de temas desde la perspectiva melancólica. De la mayoría de los melancólicos dice que el temor y la tristeza son sus auténticos caracteres, aunque algunos “se distinguen por su buen talante, otros por su atrevimiento y los hay que no manifiestan ninguna forma de temor o pesadumbre”; los más predispuestos son los misántropos y los amantes de la vida contemplativa, aunque nadie en absoluto, ni el estoico ni el sabio ni el dichoso ni el sufrido ni el piadoso o el representante de Dios, está libre de esta afección; de las estaciones del año, la más propicia es el otoño y, en cuando a las edades, es la vejez la que “casi siempre tiene a la melancolía natural por inseparable compañera y accidente”. Después de los setenta años, sigue diciendo Burton parafraseando al Salmista, “todo es molestia y aflicción”.

La vida dedicada a los libros y al estudio, junto a la vejez, son los ingredientes de la melancolía al final de la existencia. Ambas circunstancias convierten al Quijote en un personaje melancólico. Al Caballero de la Triste Figura se le secó el cerebro de tanto leer novelas de caballerías y desvelarse meditando en sus obsesivos intentos por “entenderlas y desentrañarles el sentido” y llegado a los cincuenta, cuando ya ha comenzado para él la vejez, decide no resignarse y se inventa su propia aventura.

Bartra señala que El Quijote es un libro para divertir a melancólicos a través de un personaje artificialmente triste, que enseña a los lectores de su época la forma de disfrutar de la melancolía, que ya no es ni pecado ni obra del demonio, sino “una elección, un acto de voluntad y una afirmación de la libertad”.

Algunos consideran que emprende un viaje sin retorno hacia la locura, pero lo cierto es que Alonso Quijano sale al mundo, inventándoselo, dispuesto a combatir la injusticia y la maldad; es entonces cuando le encuentra un sentido y, de esta forma tan novedosa en aquellos tiempos revueltos y convulsos, consigue animar a los lectores a no dejarse invadir por la triste melancolía.

Lecturas

– Roger Bartra, ‘Cultura y melancolía. Las enfermedades del alma en la España del Siglo de Oro’, Anagrama, 2001

– Robert Burton, ‘Anatomía de la melancolía’, 1621 (primera edición)

Cervantes y Shakespeare, cuatrocientos años no es nada

Cuando calificamos como dantesca a una escena pavorosa o kafkiana a la que resulta absurda o llamamos Romeo a un enamorado, estamos demostrando que la vida imita a la ficción. Pero lo contrario también es cierto: ningún escritor puede ausentarse de su época en una inexpugnable torre de marfil. Vive, se alegra y sufre con sus contemporáneos, aunque para su escritura recurra a la imaginación y mediante ella encare, trate de entender o ponga en su sitio todo aquello que le preocupa y desea comunicar a sus lectores.

Si además, posee la condición de clásico, demuestra sin asomo de duda que ha superado las barreras de su tiempo, de su género, de su condición y de cualquier atadura y que sus personajes o sus temas han trascendido y se han convertido en universales. Por eso los lectores del siglo XXI podemos reconocer a Alonso Quijano o al rey Lear como a uno de nosotros y ser partícipes de sus pensamientos y de sus actos, aunque fueran imaginados hace más de cuatrocientos años.

El mundo en el que vivían Cervantes y Shakespeare a caballo entre los siglos XVI y XVII no se asemeja al que habitamos nosotros, pero tampoco es absolutamente diferente. Muchas obras del dramaturgo inglés se ocupan de la tiranía y de la traición y Alonso Quijano se esfuerza hasta la locura para no tener que lidiar con una época que no le gusta. No están tan lejos de nosotros.

La Inglaterra de Isabel I fue siempre una sociedad convulsa, pero a medida que se acerca el fin de su reinado la situación se complica cada vez más. Isabel ya no es la joven intrépida y prudente, tolerante y firme, indecisa y enérgica, cualidades contrapuestas que le permitieron sosegar los ánimos cuando sucedió en el trono a María ‘la sanguinaria’, culpable de haber enviado a la pira, al patíbulo y a las cárceles a quienes consideraba herejes por apartarse de la obediencia del pontífice.

Isabel simplemente dejó de perseguir herejes porque entendía que toda la cuestión se movía en torno a la liturgia, que no consistía más que en una bagatela. Su intrención era no descubrir simpatía alguna hacia uno u otro bando y se limitaba a cumplir con determinadas obligaciones, como asistir de forma irregular a la misa, en la que no permitía el alzamiento de la hostia para no verse obligada a arrodillarse. Durante doce años, desde 1558 a 1570, esquivó la excomunión papal gracias a que nadie pudo probar que fuera católica o protestante. Cuando finalmente llegó el reproche del pontífice, ya había consolidado su poder y obtenido la simpatía de sus súbditos y la mayoría ya no la consideraban una bastarda y una reina ilegítima, sino una de los suyos. La bula papal otorgaba carta blanca a sus súbditos para desobedecerla e incluso hacía un llamamiento al regicidio al darle el trato de hereje; diez años después, otro papa, Gregorio XIII, daba a entender que su asesinato no constituiría ningún acto pecaminoso, sino todo lo contrario, meritorio.

La actitud de la reina, que hasta entonces había hecho gala de una tolerancia religiosa inusual en la época, da un vuelco. Las conspiraciones y conjuras contra la reina se suceden y se investiga, sumaria y violentamente, todo tipo de rumor. Se castigan con dureza, no ya los panfletos, sino incluso los comentarios en voz alta contrarios a la reina. En 1586, el servicio de espionaje a cargo de sir Francis Walsingham, descubre que acaudalados caballeros católicos han conseguido llegar con sus intrigas hasta la propia María Estuardo. Aunque es ajusticiada, prosiguen los actos violentos mientras los libelos contra la reina circulan por todo Londres.

La situación era de una fragilidad extrema: Isabel ni había nombrado sucesor ni resuelto el problema religioso y además, se cernía la amenaza de invasión de los españoles. Ha cumplido sesenta años y la corte se ha convertido en un lugar peligroso, dominada por las rivalidades de los favoritos y de los consejeros. De todo esto se habla en los palacios, en las casas, en las calles, pero discretamente porque nada se puede traspasar a los escenarios, bajo peligro de muerte o tortura. No obstante a la gente le interesa y acude al teatro para escuchar qué es lo que puede estar pasando y cuál será el futuro de la reina y de Inglaterra.

La representación de las obras de Shakespeare coincide en el tiempo con el declive de Isabel I, cuando ya se habían consumido los primeros treinta años de reinado. Seguramente supo de las actividades, no siempre piadosas, de Walshingham, de las intrigas del agente jesuita Robert Parsons, del nido de espías de uno y otro bando en que se había convertirdo la Universidad de Cambridge y de la tendencia a un mayor sometimiento de los ciudadanos al control del poder. No es que Shakespeare pensara que Isabel lo usara de forma tiránica o arbitraria, pero todo parecía indicar que la situación se iría deslizando más y más por esa pendiente.

Y Shakespeare está allí para contarlo, de forma que no se note, convirtiéndose gradualmente en un maestro en el abordaje disimulado de las inquietudes de sus conciudadanos, incertidumbres que no pueden gritarse en la plaza pública. En 1597, el dramaturgo Ben Jonson fue encarcelado por la representación de una obra supuestamente sediciosa, ‘La isla de los perros’, y Christopher Marlowe murió apuñalado por un agente secreto al servicio de la reina ¿Cómo pudo Shakespeare sortear las denuncias y la censura?

Lo consigue, señala Stephen Greenblatt en su ensayo ‘El tirano’, utilizando un lenguaje figurado y evitando referirse al presente y a personajes destacados de la época. Recurre a hechos pasados y lugares lejanos, desde la Roma antigua con Julio César a la Gran Bretaña precristiana del rey Lear o la Escocia del siglo XI de Macbeth. Nunca a menos de un siglo de distancia de su época. Solamente una vez cometió un error que le pudo costar caro: en su obra ‘Enrique V’ el coro manifestaba su esperanza de que el recibimiento al duque de Essex tras su expedición a Irlanda fuera tan alegre y espectacular como el del ejército inglés victorioso en Francia. Meses después, el duque desobedeció a la reina y protagonizó una rebelión que acabaría con su condena a muerte.

Shakespeare narra hechos truculentos, en los que hay asesinatos, descuartizamientos, torturas y también reflexiones sobre la traición y la tiranía. Al mismo tiempo, en sus comedias históricas o políticas, hace un desarrollo muy complejo de la personalidad del tirano y de quienes le permiten serlo, de sus cómplices, así como de las dificultades para combatirlo. Ricardo III -asesino de todos aquellos que puedan interponerse en su camino, la quintaesencia del malvado, dueño de un egoísmo, una arrogancia y un afán de dominio sin límites- tiene muchos puntos en común con Coriolano, culpable de aporafobia, aspirante a tirano y traidor a Roma; Macbeth no puede resistirse a la tentación de convertirse en rey y es incapaz de echarse atrás incluso cuando ya es consciente de la ruina moral que conlleva y del espanto que ha creado, de lo que se da cuenta también el anciano rey Lear, cuya demencia, expresada en el deseo senil de ser adulado, ha provocado no sólo su ruina sino también la muerte de la única hija que le amaba.

Todas estas tragedias, dice Stephen Greenblatt, presentan “la incertidumbre, la confusión y la ceguera de la política (…) en una sociedad que no tenía protección constitucional para la libertad de palabra y que carecía de las normas más elementales de cualquier sociedad democrática”, así como el caos que se produce cuando el tirano, de natural inestable e irracional, se hace con el poder.

Si la libertad de expresión y la garantía de los derechos humanos no existen en Inglaterra, en España resultan del todo impensable, nada extraño porque lo comparten todas las incipientes naciones europeas y el régimen absolutista en el que se desenvuelven. Cervantes vive y escribe en la España de Felipe II (1556-1598) y de Felipe III (1598-1621), a caballo entre dos siglos, en el inicio del fin de la hegemonía de los Habsburgo. Felipe II ha perdido su Armada frente a una Inglaterra que a su parecer era irrelevante, un mosquito al que simplemente había que aplastar. Las costas gallegas, portuguesas y andaluzas son objetivos de los ataques de los corsarios ingleses. En el interior, las Cortes de Madrid protestan contra una política exterior agotadora que no ha dejado nunca de ser dinástica y ha tenido en muy poca consideración el bienestar del reino; se ve obligado a declarar una suspensión de pagos y hacer frente a una epidemia de peste que se prolonga hasta bien entrado el siglo XVII y causa en total la muerte de medio millón de personas.

Para conjurar todos estos males o quizá simplemente para desviar la atención, el duque de Lerma decide en 1609 expulsar a los moriscos, descendientes de los musulmanes. A la expulsión, se une la exaltación de los visionarios y de la milagrería, el bandolerismo catalán y el surgimiento del parasitismo castellano con la convicción de que sólo vivir de rentas es de nobles.

Miguel de Cervantes vive todos esos acontecimientos y, tanto en la victoria de Lepanto como en la derrota de la Invencible, lo vive personalmente, como arcabucero en la primera y como aprovisionador en la segunda. Su vida, contrariamente a la de William Sakespeare, no tiene un momento de reposo: huye a Roma con 21 años tras un desgraciado duelo, por el que es sentenciado a la amputación de la mano derecha y a una estadía de diez años en la cárcel; tras su alistamiento en los Tercios, las heridas recibidas en Lepanto harán de él un lisiado y cercenarán su carrera militar; es apresado tras el ataque de una flotilla de goletas berberiscas cuando se dirigía a Barcelona tras conseguir la licencia de su servicio militar; pasa cinco años como prisionero en Argel e intenta fugarse hasta cuatro veces con resultados catastróficos, aunque no mortales para él, y al final es rescatado. Después, tendrán lugar sus actividades de espionaje en el norte de África, el regreso a España, las peticiones en la Corte, las dificultades económicas, la cárcel y la escritura.

Cervantes refleja sus experiencias en sus obras y también el momento histórico que atraviesa España, dominada por una nobleza improductiva y ociosa, despilfarradora y privilegiada y una clase dirigente corrupta e inmoral; un fanatismo religioso que paraliza cualquier progreso; la limpieza de sangre, las guerras europeas, la expulsión de los moriscos, la amenaza turca en el Mediterráneo y el bandolerismo catalán y el parasitismo castellano, consecuencias ambos de la pobreza y la ausencia de futuro. De todo esto habla Cervantes y crea un personaje inolvidable, Alonso Quijano, un hombre que en la cincuentena pretende adaptar su vida a la realización de los valores vigentes en los tiempos ilusorios de la caballería medieval, en una época en la que no hay gloria que conquistar, sino recuerdos de guerras sangrientas, de amargura y de un escepticismo radical respecto al futuro de una España que empezaba a dejar de ser la dueña de los destinos del mundo.

P.S.

En las escasas líneas precedentes he intentado situar a ambos autores en su contexto histórico, no como guía de lectura ni explicación de sus ficciones, sino para proporcionar un elemento más que contribuya a un mejor entendimiento de las dificultades que arrostraron en su época y lo que les llevó a escribir. Sólo es una mínima aportación que lleva adherido un aviso: las obras de Shakespeare y de Cervantes no son solamente un espejo de la realidad. Son mucho más, son construcciones verbales de mundos personales y profundos, obras que leídas en la juventud aportan descubrimientos y releídas en la madurez, matices inesperados, significados deslumbrantes y pensamientos que aparentemente teníamos olvidados pero que han guiado nuestra vida, lo que constituye una de las razones por las que Italo Calvino nos induce a releer a los clásicos.

En esta semana en que se cumplen 405 años de la muerte de ambos escritores es un buen momento para leer, por ejemplo, el maravilloso episodio del descenso del Quijote a la Cueva de Montesinos, que contiene parte de la clave de la novela, o el magnífico monólogo de Hamlet.

Lecturas

Stephen Greenblatt, ‘El tirano, Shakespeare y la política’, Alfabeto Editorial, 2019

Gonzalo Torrente Ballester, ‘El Quijote como juego’, Ediciones Guadarrama, 1975

Virgilio, inmortal, falso profeta y señor de las moscas — Historias emergentes

‘Arma virumque cano’. Así comienza el segundo verso de la Eneida, con el canto a las terribles armas de Marte y al hombre que, huyendo de Troya prófugo del destino, vino el primero a Italia y a las costas lavinias. Eneas, aquel que anduvo errante por mar y tierra, arrastrado por el furor de la […]

Virgilio, inmortal, falso profeta y señor de las moscas — Historias emergentes

‘Ragtime’, de E.L. Doctorow: Nueva York siglo XX

F.Ragtime

Fue una época de vértigo y de transformación, no sólo en el aspecto técnico sino también en el de los derechos: surgieron con fuerza los movimientos que pedían igualdad y justicia para todos, incluidas las mujeres. Pero asimismo persistió la defensa de los valores tradicionales y de los privilegios por parte de los poderosos, la mirada a un pasado que consideraban inamovible y guía para evitar la incertidumbre de los nuevos tiempos. En Estados Unidos la reacción fue especialmente retrógrada, quizá debido a su aislamiento y a la concepción puritana que dominó la sociedad americana ya desde el desembarco de los peregrinos del Mayflower. Una oleada de decretos racistas negó formalmente los derechos civiles a la población negra y cuatro años antes de que acabara el siglo XIX el Tribunal Supremo dictaminó que la separación de los alojamientos entre negros y blancos respetaba la Constitución.

Aceleración es el término que mejor puede definir lo ocurrido en los años de transición al siglo XX y sus dos primeras décadas. Gracias al avance de la ciencia, hubo un progreso espectacular en los medios de comunicación; al automóvil le siguió el avión; a la fotografía, el cine, las imágenes en movimiento y así sucesivamente.

Pero las comunidades negras de los Estados Unidos guardaban un tesoro nacido de su propia historia: la música. Su sonido era extraordinario, consecuencia de las inflexiones y rupturas de las escalas diatónicas, la distorsión del timbre instrumental y la estratificación de ritmos. Era la expresión del sufrimiento de la esclavitud, de los linchamientos y de la discriminación; la herida abierta de par en par en la historia de la nación americana. Y era ragtime, jazz, blues o swing.

Proliferó un sinfín de estilos musicales pioneros, entre ellos el ragtime, que puede traducirse por ‘tiempo rasgado’ y cuya particularidad consiste en el énfasis impuesto en las notas que anticipan o aparecen después del acento, de manera que lo refuerzan produciendo un efecto “extraño e intoxicador”, como señaló su compositor más conocido, Scott Joplin. Este estilo musical tuvo su mayor auge en los primeros veinte años del siglo XX, el tiempo en que se desarrolla la novela de Doctorow.

Por ella discurren, además de personas reales que vivieron en esos años y fueron conocidos por todos, los personajes nacidos de su imaginación y que son los que dan forma a la trama de una historia de valor y dignidad, la del pianista de ragtime Coalhouse Walker, víctima de la estupidez de unos bomberos blancos que, movidos por la envidia, una educación perturbada y el aburrimiento, deciden gastar una broma pesada, que traerá desgracias a todos: bloquean su coche, el famoso modelo Ford T, exigiendo un peaje que no existe; Coalhouse va en busca de un policía, pero cuando regresa, el automóvil tiene la capota rasgada y en el asiento trasero hay excrementos humanos; pide que lo limpien y paguen los desperfectos pero es arrestado y cuando vuelve al día siguiente, el coche ha sido destrozado a conciencia y semihundido en el río.

Coalhouse conoce los riesgos, sabe que su automóvil y su forma de vestir de negro rico es una provocación para muchos blancos, pero se niega a adoptar la actitud servil que los blancos esperan de él. Se niega a ser como el ‘Tío Tom’, de la misma manera que desprecia los espectáculos minstrels, en los que los blancos interpretaban canciones de los esclavos con la cara embadurnada de negro. El padre de la familia protagonista de esta novela, un hombre culto que nada tiene que ver con el racismo violento de los bomberos ni de la policía, llega a pensar que Coalhouse Walker no sabe que es un negro y, por lo tanto, desconoce cuál es su lugar y cómo debe ser su comportamiento.

Es una actitud muy parecida a la que tiene el negro más famoso de esa época, Booker T. Washington, una antiguo esclavo de Virginia que forjó, desde la dirección del Tuskegee Intitute de Alabama, una generación de profesores negros y que incluso fue invitado a cenar por el presidente Roosevelt en la Casa Blanca, un individuo que no creía en los grandes cambios, un negro con el alma blanca, que pretendió controlar a quienes luchaban por la auténtica igualdad política y social y que exige a Coalhouse, cuando el desenlace es ya inevitable, que deje de dar un mal ejemplo a los jóvenes negros y que se entregue.

Booker T. Washington es uno de los personajes históricos que se asoman a las páginas de ‘Ragtime’. Todos ellos vivieron en el primer decenio del siglo XX y dan contexto a la historia del pianista negro y de la familia que acoge a su novia, Sarah, y a su hijo, y a la familia de inmigrantes, compuesta por Tateh y su hija de diez años. Pero también tienen la capacidad de ocupar su espacio e incluso de construir su propia vida con la aportación de los acontecimientos en los que intervinieron, algunos rigurosamente ciertos, como la primera expedición al Polo Norte, las hazañas de Houdini o el viaje de Pierpont Morgan a Egipto. Son personajes cuyas vidas transcurren de forma independiente, aunque momentáneamente se encuentran entre sí y con las inventadas, formando un todo complejo e indivisible como una tela de araña. Milos Forman, que dirigió la película basada en esta novela, afirmó en una entrevista que lo que más le llamó la atención fue la posibilidad de hacer, de acuerdo con los diferentes personajes, varias películas completamente distintas.

En los primeros capítulos se informa del ‘crimen del siglo’, aunque éste sólo había cumplido seis años: el asesinato del famoso arquitecto Stanford White por Harry K. Thaw, un psicópata heredero de una fortuna amasada con carbón de cok y compañías ferroviarias, autor de los disparos que acabaron con la vida del antiguo amante de su esposa, Evelyn Nesbit, antigua corista y modelo que aportó la inspiración que crearía el ‘star system’ cinematográfico y el modelo para todas las diosas del amor, a partir de Theda Bara. Los periódicos informaron exhaustivamente del caso y llenaron sus portadas con fotos y entrevistas: Evelyn vendía ejemplares de la misma forma que las “estrellas” vendían las películas de la incipiente cinematografía, que se convertiría en la gran industria nacional americana.

Durante el juicio a Thaw, Doctorow hace aparecer a Emma Goldmann, agitadora, propagandista y promotora de los métodos anticonceptivos y de la igualdad de género; considerada por los tribunales estadounidenses como una de las mujeres más peligrosas de la puritana América de estos años. Hablar en público sobre sexo y anticonceptivos se consideró una actividad ilegal. ‘Emma la Roja’ se convirtió en un hito de la historia del feminismo: “Puede que me arresten, me procesen y me metan en la cárcel, pero nunca me callaré; nunca asentiré o me someteré a la autoridad, nunca haré las paces con un sistema que degrada a la mujer a una mera incubadora y que se ceba con sus inocentes víctimas. Aquí y ahora declaro la guerra a este sistema y no descansaré hasta que sea liberado el camino para una libre maternidad y una saludable, alegre y feliz niñez”.

La anarquista Goldman introduce en la novela las inquietudes de los desheredados, de quienes no tienen nada, de aquellos que acaban de llegar a Ellis Island y que son machacados por la codicia y la barbarie de los poseedores del capital. Aparentemente, la sociedad americana parecía no tener negros y tampoco inmigrantes. Pero no era así: oleadas de inmigrantes procedentes del sur de Italia y del este de Europa, que huían de la pobreza o de los pogromos o de ambas cosas a la vez, querían establecerse en América y su principal entrada era Nueva York. Cuando conseguían pasar la aduana, empezaba una nueva vida, tampoco fácil y no sólo por la pobreza desoladora que les rodeaba, sino también por la actitud de los neoyorquinos, especialmente los de la segunda generación de irlandeses, que los despreciaban porque eran sucios y analfabetos, robaban, bebían, no tenían honor y trabajaban por cuatro perras, es decir, los mismo delitos de los que habían sido culpables sus padres.

Cuando Sigmund Freud visitó Estados Unidos para dar unas conferencias en una Universidad, junto a su discípulo Jung, quedó desconcertado ante la mezcla de una impresionante pobreza, al lado de una riqueza desmedida: “América es un error, un error gigantesco”. En la tierra de las oportunidades, millones de hombres carecían de trabajo y un sindicato era simplemente una afrenta a Dios. Sueldos de miseria y trabajo extenuante, incluso para los niños, que carecían de cualquier tipo de seguridad: “Un centenar de negros sufrían linchamientos cada año, un centenar de mineros morían quemados vivos, un centenar de niños sufrían mutilaciones…” Y los patronos se desentendían y contribuían para alimentar su codicia en esta nueva esclavitud que les hacía más ricos cada día.

Ford modelo t cadena

Como Henry Ford, el mismo que en 1908 consiguió, mediante el invento de la cadena de montaje, rebajar los costes del automóvil modelo T -propiedad de nuestro protagonista, Colhouse, y por el que perdió mucho más que la vida- fue siempre un indeseable y un patán, que se consideraba a sí mismo como el Leonardo da Vinci del siglo XX, pero que no sólo era un antisemita y un reaccionario, sin también un patrón que no dudó en contratar cuadrillas de antiguos presidiarios para mantener el control sobre los obreros de sus fábricas, víctimas no sólo de amenazas, sino de castigos físicos.

Para los inmigrantes recién llegados, debía resultar impresionante pasear por las avenidas de Nueva York, especialmente por la Madison, con las espectaculares mansiones de los ricos, algunas de ellas fantasiosas en extremo, productos del dinero nuevo. No lo eran las construcciones encargadas al estudio del arquitecto Stanford White por John Pierpont Morgan, el monarca del reino invisible de las transacciones del capital, al que pertenecían la bolsa, los bancos y las empresas; la encarnación del poder, con su enorme estatura, su impresionante nariz, sus rasgos brutales, su puro habano y su sombrero de copa. Sólo le salvaba del abismo su pasión por la belleza: pasaba seis meses al año en Europa, donde recolectaba colecciones de pintura, manuscritos únicos, primeras biblias y piezas antiguas de incalculable valor.

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J.P. Morgan

En cierta ocasión, nos cuenta Doctorow, invitó a su residencia en Madison Avenue, a los doce hombres más influyentes de América y descubrió que sólo decían sandeces. “Le aterraron y su corazón se estremeció ( ) Oyó en su cerebro los vientos eléctricos de un universo vacío”. Y entonces, se volvió hacia Henry Ford y aquí surge la conversación más surrealista, fantástica e imposible que ha podido inventarse Doctorow: un diálogo sobre metafísica entre el educado y melancólico Morgan y el pedestre provinciano Henry Ford. Le insinuó que podría formar parte de la tribu sagrada de héroes, proveniente de los dioses que, regularmente, nacen en cada época para prestar ayuda a la humanidad, según la sabiduría del gran Osiris. Incluso le dijo que haba visto en él la reencarnación del faraón Seti I, el padre de Ramsés y la momia egipcia mejor conservada, que él guardaba subrepticiamente en su sarcófago, y cuya copia, que todos creían auténtica, reposaba en el Museo de El Cairo.

Sigue diciéndole que su cadena de montaje no es sólo un rasgo de genio industrial, sino una proyección de la verdad orgánica, en línea con las pautas universales del orden y de la repetición que dan sentido a la actividad de este planeta. Le invita a pasar una noche en la gran pirámide. La respuesta de Henry Ford es que no hacía falta gastarse tanto dinero en viajes alrededor del mundo, en eruditos y en adquisición de momias y que él mismo cree en la reencarnación, epifanía que le vino de la lectura de un librito, ‘La sabiduría eterna de un faquir oriental”, por el que pagó veinticinco centavos y que dio respuestas a su mente inquieta.

Mientras todo esto ocurría en Nueva York, en París el cubismo fragmentaba las imágenes y se hacía dueño de la bidimensionalidad; en junio de 1914 el archiduque Francisco Fernando era asesinado, más de un año después de la muerte en Roma de John Pierpont Morgan; en 1915 un profesor judío de Zurich probó que el universo era curvo. La noticia del atentado contra el archiduque se conoció en Nueva York el mismo día en que Houdini protagonizaba su más impresionante hazaña: embutido en una camisa de fuerza y con los tobillos atados a un cable de acero fue elevado boca abajo hasta la mitad del edificio Times Tower, en Times Square, y pudo contemplar los edificios de Broadway y de la Séptima Avenida con su imagen invertida.

Estalló la guerra en Europa y luego terminó, pero en ese tiempo ya se había agotado la era del ragtime y comenzó la edad del jazz.

E.L. Doctorow, ‘Ragtime’, Grijalbo, Colección ‘El espejo de tinta’, 1976.

Escritores ante la Guerra de 1914: incredulidad, entusiasmo y desengaño

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El asesinato del archiduque Francisco Fernando sorprendió a Stefan Zweig en Baden, una localidad cercana a Viena. Era el 29 de junio de 2014 y hacía un día espléndido. Mientras leía sentado en un banco, escuchaba la melodía que a oleadas llegaba a sus oídos procedente de la banda de música del parque, el susurro del viento entre los castaños y el canto estival de los pájaros. Y de pronto la música se interrumpió, la multitud se detuvo repentinamente, los músicos abandonaron el quiosco de la orquesta y la gente se agolpó alrededor de un comunicado: el anuncio de que el heredero del trono imperial y su esposa, de visita en Bosnia, habían sido víctimas de un atentado.

A decir verdad, constata Zweig, en los rostros no se apreciaba ninguna emoción o irritación especiales. El heredero del trono nunca había sido un personaje querido: carecía de encanto personal y de buenas maneras en el trato social; su principal ocupación era la caza, auténticos holocaustos preparados para su satisfacción, y su única preocupación consistía en suceder de una vez por todas al viejo emperador.

Apenas transcurridas unas horas de conocerse la noticia de su asesinato, la gente volvió a sus ocupaciones, a sus charlas y a sus risas, e incluso algunos respiraron aliviados por la eliminación de un futuro emperador al que no se estimaba. Al día siguiente ningún periódico se refirió a una posible represalia contra Serbia ni nada semejante y el único contratiempo que se originó fue un problema de protocolo en la casa imperial: la archiduquesa Sofía no tenía la prerrogativa de recibir sepultura en el panteón de los Habsburgo por lo que finalmente ambos cónyuges fueron enterrados discretamente en Arstetten, un villorrio austríaco de provincias.

Esta antipatía hacia el archiduque no se compadece en absoluto con lo que ocurrió después: el ultimátum de Austria a Serbia, los telegramas entre el emperador Guillermo y el zar, la declaración de guerra a Serbia por parte de Austria y, finalmente, una Europa en llamas.

Una hipótesis señala que la guerra estalló por la propia inercia militar. Barbara W. Tuchman apunta en ‘Los cañones de agosto’ que el estado mayor alemán había diseñado unos planes teóricos de ataque tan milimétricos que hubiera sido una pena desperdiciarlos, pero había que actuar con premura, antes de que el enemigo se adelantara. Quizá pesara también la ‘necesidad’ de probar los nuevos armamentos antes de que quedaran obsoletos y arrinconados en depósitos militares. Después, ya durante la contienda, se siguieron inventando elementos a cual más mortífero y espeluznante, desde el lanzallamas a los gases tóxicos y la guerra se convirtió en un campo de pruebas, en el que todo valía.

Stefan Zweig, que había podido constatar la ocupación de Bélgica por el ejército del káiser Guillermo II, pudo llegar a territorio alemán en el tren expreso de Ostende, el último que circularía en mucho tiempo, y luego a Viena, inmersa en el delirio. Se formaban espontáneas manifestaciones en las calles, en las que flameaban banderas y se escuchaba la música al paso de reclutas que “desfilaban triunfantes, con los rostros iluminados, porque la gente les vitoreaba, a ellos, a quienes nadie había agasajado jamás”.

Y no solo ocurría en Viena; en Alemania las estaciones lucían carteles anunciando la movilización general mientras los trenes se llenaban de reclutas recién alistados, en medio de una barahúnda de despedidas y pañuelos, de música y de ondear de banderas. Se había declarado la guerra y una especie de encantamiento colectivo se había adueñado de hombres y mujeres que abarrotaban las calles con un entusiasmo inusitado y contagioso ante una tragedia cuyo alcance muy pocos pudieron advertir.

Los jóvenes alemanes, como los austríacos, los británicos y en cierta medida también los franceses, se inscribían en los regimientos y a toda prisa, no fuera a ser que la guerra acabara antes de que ellos llegaran. Erstn Jünger, que apenas tenía diecinueve años, relata su viaje en tren a Hannover para alistarse. De vez en cuando veía junto a los raíles unos peleles rellenos de paja que se bamboleaban al viento y que representaban al zar Nicolás. Llegó a la ciudad coincidiendo con el desfile de un regimiento que marchaba al frente: los soldados cantaban, entre sus filas se habían introducido señoras y muchachas y los adornaban con flores.

La causa de este delirio, de esta posesión, se explica por la escenificación de una comunión perfecta de aquellos que creían formar parte de una nación, unidos más allá de su clase, formación, género o condición. Creían que formaban parte de algo más grande que era digno de ser defendido hasta la muerte. O quizá fuera lo que llamó Freud el malestar de la cultura: el deseo de evadirse de leyes y normas, de liberar viejos instintos de sangre obedeciendo al llamamiento de fuerzas oscuras y primitivas.

Los mayores no se pararon a pensar en que esos jóvenes reclutas, a los que incluso sus padres invitaban a marchar al frente, se dirigían directamente a una matanza. En los albores del siglo XX aún se creía en la autoridad y si el emperador Guillermo les había dicho que para la Navidad ya estarían todos de vuelta en casa y coronados de laureles, es que era cierto. Porque no sabían nada de la guerra y porque creían que iba a convertirlos en héroes, “las víctimas de entonces iban alegres y embriagadas al matadero, coronadas de flores y con hojas de encina en los yelmos, y las calles retronaban y resplandecían como si se tratara de una fiesta” (Zweig).

Habían transcurrido casi cincuenta años de paz y la guerra se había convertido para muchos en una leyenda, en algo heroico y romántico. Francia no cayó del todo en esta falacia. En su novela ‘Los cuatro jinetes del Apocalipsis, publicada en 1916, Vicente Blasco Ibáñez afirma que los franceses recibieron la orden de movilización con sobriedad “en las palabras y en las manifestaciones de entusiasmo”, ya que no en vano dos generaciones habían nacido en ese medio siglo con el trágico presentimiento de que una guerra con Alemania llegaría forzosamente. Una guerra que nadie deseaba, impuesta por los adversarios, pero aceptada por la mayoría como un deber. En los primeros días del estallido de la guerra, sólo algunos grupos, a los que Blasco Ibáñez tacha de patriotas exaltados, pasaban por la plaza de la Concordia para dar vivas ante la estatua de Estrasburgo.

El sábado 1 de agosto de 1914 Francia ordenó la movilización general. Agustí Calvet, cuyo seudónimo es Gaziel, estudiante ampurdanés de Filosofía en la Sorbona y residente en una pensión de Saint-Germain-des-Près, da cuenta en una crónica de sus observaciones: el servicio público de autobuses, reservado por el Gobierno para el transporte de tropas, está totalmente suspendido y el enorme tráfico ciudadano de París, sólo puede hacerse utilizando el metropolitano. “La aglomeración es algo nunca visto, sobre todo por la extraña severidad y el mutismo de los que van y vienen; todo el mundo parece moverse con una fiebre obsesiva, aparentemente sin motivo, como hacen las hormigas en los hormigueros súbitamente desbaratados”.

Todo el Barrio Latino, prosigue Gaziel, está solitario y desierto, la gente se ha encerrado en casa. No hay oradores por ningún lado, ni agitadores ni videntes y es que “la gente, ante el hecho inesperado y brutal de la guerra inminente, no siente entusiasmo ni temor, sino que está, sin más, profundamente preocupada”. Los franceses irán a la guerra, pero a regañadientes. Gaziel sigue su paseo y al llegar al bulevar de Montmartre observa a un grupo de chiquillos, muchachos y mujeres que ondean media docena de banderas francesas, inglesas, rusas e incluso una italiana mientras lanzan imprecaciones belicosas. Un coro rompe a cantar La Marsellesa y el himno prende en los espectadores, que se descubren y aplauden al paso de las banderas aunque la mayoría, serios y conmovidos, observan. No hay alegría ni entusiasmo, como constata Blasco Ibáñez en su novela.

Gaziel envió su crónica a ‘La Vanguardia’, que la publicó un mes después, en septiembre. A primeros de diciembre se convirtió en corresponsal de guerra y recorrió los escenarios de las batallas del Marne y de Verdún, con la firme convicción de que las innumerables víctimas inocentes de todos los conflictos bélicos se han preguntado inútil y desesperadamente quién puede querer la guerra.

Algunos pensaron que se vivía demasiado bien, que la Belle Époque había afeminado las costumbres y desvirilizado a los hombres o algo peor: se había caído en la degeneración olvidando los valores fundamentales del orden, la patria y el sacrificio, que solo podrían restablecerse mediante una catarsis que purificara las pasiones. Existía la posibilidad de poner fin a la agitación social y a la disolución de Europa mediante una guerra que actuaría como antídoto contra la masiva podredumbre humana que reinaba en el continente. Harry Kessler, un aristócrata alemán, educado en Inglaterra y en Francia, creía que del conflicto transformaría la esencia de Alemania y con él nacería un hombre nuevo liberado de las cadenas de la modernidad.

También se planteó la guerra como una lucha ideológica entre las democracias y los regímenes totalitarios, lo que estaba muy lejos de la realidad, sobre todo si miramos hacia Rusia, cuyo zar se apuntó a la causa de la Entente. Sí es cierto que en Inglaterra se extendió una corriente de pensamiento justificatorio: Alemania era el mal por su tendencia al totalitarismo y al cesarismo.

Los ‘hombres de letras’ británicos pronto sumaron sus plumas al servicio de la causa de la guerra: Galsworthy, Bennet, Kipling, Wells, Conan Doyle, entre los más conocidos. G. K. Chesterton escribió a favor de la intervención en el conflicto y la justificó en que “el prusiano era insufrible” y que hubiera sido terrible que además se hubiera mostrado imbatible. La causa de las Potencias de la Entente era la defensa de la civilización frente a ‘La barbarie de Berlín’, que fue el título que dispensó a un panfleto que más tarde calificaría de excesivamente belicoso pero del que nunca se arrepintió.

En el frente ideológico contrario, el de las Potencias Centrales, militó Thomas Mann, cuyo contraataque denostaba la misma idea de la democracia. Durante los años que duró el conflicto redactó un ensayo, ‘Observaciones de un hombre apolítico’, en el que tachaba el parlamentarismo de plutocracia y de sistema caduco dominado por abogados y en el que oponía la nivelación total de los “democratismos civilizatorios” a la cultura de la vieja Alemania, que entendía la libertad en su mejor sentido, como el de la entrega del individuo a la sociedad basada en valores autoritarios típicamente prusianos: el cumplimiento del deber, el orden y la disciplina. Finalizada la guerra, Thomas Mann se convirtió en un defensor acérrimo del sistema democrático de la República de Weimar, pero nunca condenó de forma tajante esas ideas que formaron parte del ideario nacionalsocialista.

Ni todos acudieron a despedir entusiásticamente a los soldados que partían al frente ni todos quisieron alistarse. Campesinos y obreros de todos los países se opusieron a la guerra porque condenaba a sus familias a pasar hambre, en el primer caso, o porque la veían como una trampa capitalista en el segundo. Hubo manifestaciones pacifistas en todas las grandes ciudades e intelectuales que se opusieron al conflicto con sus palabras, como Jaurés, asesinado por un nacionalista fanático, o con silencios atronadores como los de Karl Kraus y Walter Benjamín.

Chesterton, que no estuvo en el frente, siguió defendiendo la Guerra del 14 -no lo hizo en absoluto con la de los boers- durante el resto de sus días, pero no todos siguieron su ejemplo: pasados los primeros tiempos de euforia y entusiasmo llegaron los fracasos en el frente y todo el horror de la guerra escenificado de una forma brutal en la batalla del Somme, que duró cuatro meses y causó más de un millón de bajas.

La guerra que, según algunos iba a crear a un hombre nuevo y libre, destrozó las vidas de miles de jóvenes, no sólo las de los que murieron, sino también las de quienes salieron de ella con el alma en pedazos. Wilfred Owen, el poeta de guerra que había animado a la lucha heroica, regresó a Escocia como víctima de la neurosis de guerra tras la muerte de todos sus compañeros en una trinchera y, en el hospital, mientras se recuperaba, plasmó su experiencia del infierno en los versos descarnados del ‘Himno a la juventud condenada’.

Coincidió en el hospital con otro poeta, Siegfried Sassoon, que también se alistó voluntario y al que incluso se le concedió la Cruz Militar por su valentía en el frente, pero que tras escribir a su comandante en jefe una carta para que se pusiera fin a los tormentos que padecían los soldados británicos al servicio de fines “perversos e injustos” fue diagnosticado de neurastenia y enviado junto a Owen para su recuperación.

Ambos se reincorporaron a la lucha en el frente occidental y Owen murió una semana antes de que se firmara el armisticio. Su muerte se convirtió en el símbolo del destino de su generación y de la locura de unos gobernantes que queriendo conseguir la libertad, llevaron a la muerte a millones de personas, con el visto bueno de intelectuales que no supieron o no quisieron adivinar la magnitud de la catástrofe.

Lecturas

Ernst Jünger, ‘Tempestades de acero’, Tusquets Editores, 1989

Philipp Blom, La fractura, Anagrama, 2016

Barbara W. Tuchman, ‘Los cañones de agosto’, RBA 2014

Thomas Mann, ‘Consideraciones de un apolítico’, Capitán Swing, 2011

Stefan Zweig, ‘El mundo de ayer’, Acantilado, 2001

G.K. Chesterton, ‘Autobiografía’, Acantilado, 2003

Gaziel, ‘París 1914-Diario de un estudiante’, Editorial Diéresis, 2013

‘Sin novedad en el frente’, sin héroes ni victorias

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Lo que más me sorprendió en mi primer viaje por Francia fueron sus preciosos pueblecitos de balcones cuajados de flores pero más aún que cada uno de ellos tuviera un memorial por los soldados muertos en la Gran Guerra: hasta el más pequeño mostraba una lista de nombres, más o menos larga, de aquellos que murieron en los campos del norte del país. Desde entonces tengo la impresión de que aquella fue la guerra más cruel y más triste.

Quizá Francia fuera el país que más bajas sufrió con la pérdida del 17% de sus soldados, pero Alemania no se quedó atrás: dos millones de soldados murieron en suelo ajeno y allí quedaron muchos de ellos, sepultados en lo que se llamó el frente occidental, en el que se vivió lo más espantoso de esa guerra.

Finalizada la contienda, volvieron a Alemania seis millones de soldados, una buena parte de ellos lisiados y desfigurados: un recordatorio diario de la matanza insensata de la Primera Guerra Mundial. Y aunque en muchas ocasiones se denostara la guerra, el pacifismo no fue un movimiento generalizado; el revulsivo se produjo en 1928, cuando un antiguo veterano escribió la crónica de un grupo de jóvenes que se alistaron alegremente y murieron de las formas más terribles que uno pueda imaginar.

En ‘Sin novedad en el frente’, Erich Maria Remarque narra a través de Päul Baumer las experiencias de Kropp, Müller y Leer, sus compañeros de aula, y la de otros camaradas que conoció durante el periodo de instrucción y en el frente. Tenían apenas diecinueve años y les dijeron que la guerra iba a ser corta y heroica, que no intervenir en ella era propio de cobardes y que el conflicto les convertiría en hombres y les moldearía como al acero.

El entusiasmo y el deseo de combatir se generalizó en los países beligerantes. En Berlín, cuando se anunció la movilización, la multitud cantó himnos y en el Reino Unido se apuntaron como voluntarios medio millón de hombres solamente en el primer mes. Stefan Zweig, uno de los pocos que no se dejaron llevar por el canto guerrero de las walkirias, describió el ambiente de Viena el 28 de julio de 1914: “Sólo se conocía la guerra por los libros y de repente estaba ahí y nadie intuía lo cruel y lo criminal que llegaría a ser”; se vivía la declaración de guerra como el comienzo de una romántica novela de héroes y de grandes hazañas mientras “los jóvenes se apelotonaban delante de las oficinas de reclutamiento, no fuera a ser que llegaran demasiado tarde y se perdieran la gran aventura”.

A Baumer, el alter ego de Remarque, y a sus tres compañeros de pupitre su maestro les llenó la cabeza de consignas patrióticas y no dejó de soltarles discursos hasta que la clase entera, bajo su mando, se dirigió a la comandancia del distrito para alistarse. Había miles de maestros como Kantorek, que representaban la autoridad y, por tanto, la perspicacia y el sentido común, pero “el primero de nosotros que murió echó por los suelos esa convicción; el primer bombardeo nos reveló nuestro error y con él se derrumbó la visión del mundo que nos habían enseñado”. En los primeros meses de la guerra, de un total de veinte compañeros de la escuela, siete han muerto, cuatro están heridos y otro en el manicomio; quedan doce.

La experiencia en primera línea es devastadora. Se dirigen a fortificar las trincheras y por primera vez escuchan las detonaciones y observan el espectáculo de luces que les acompañarán el resto de su días en el frente: “Una claridad incierta, rojiza, se extiende de un extremo al otro del horizonte, en constante movimiento, atravesado por los fogonazos de las baterías. Las esferas luminosas se elevan por encima, círculos rojos y plateados, que estallan y caen como lluvia en forma de estrellas rojas, verdes, blancas. Las bengalas francesas salen disparadas, despliegan en el aire un paracaídas de seda y descienden lentamente iluminándolo todo como si fuera de día y vemos nuestra sombra claramente perfilada en el suelo”.

Es entonces cuando “el fragor de la artillería aumenta hasta convertirse en un único estampido sordo y se deshace de nuevo en explosiones aisladas”, cuando “rechinan las descargas cerradas de las ametralladoras y, encima de nosotros el aire está lleno de hostigamientos invisibles, aullidos, silbidos y siseos; son proyectiles de poco calibre, pero de vez en cuando entre ellos resuenan en la noche los obuses de la artillería pesada, que van a caer lejos a nuestras espaldas y profieren un aullido ronco y lejano, como de ciervos en celo y se oyen por encima de los aullidos y silbidos de los pequeños proyectiles”.

El progreso de las técnicas de artillería permitieron en esta guerra contar con cañones de precisión que lanzaban proyectiles cargados de explosivos, metralla o gas a muchos kilómetros de distancia del frente durante días enteros. Es la primera guerra tecnológica a escala industrial en la que los soldados cuando ocupaban las trincheras eran blancos inmóviles detectados por los aviones de reconocimiento y luego bombardeados a conciencia y blancos móviles y fáciles para las ametralladoras y el fuego de la artillería en las ofensivas a campo abierto.

Como si una mente sobresaliente en sadismo las diseñara se fabricaron nuevas formas de herir y de matar, inventos cada vez más mortíferos. Los proyectiles cargados con bolas de plomo y pólvora que explotan antes de caer al suelo y atraviesan escudos y cascos de metal; los lanzaminas que envían los cadáveres sin piernas de los soldados a las ramas de los árboles; las bayonetas con sierra incorporada; los lanzallamas que manejan dos hombres, depósito y manga y los terribles tanques que “representan todo el horror de la guerra, la viva imagen del exterminio mientras descienden implacables al fondo de los cráteres y vuelven a asomar, irresistibles, verdadera flota de acorazados, aullando y escupiendo fuego, invulnerables bestias de acero que aplastan a muertos y heridos”.

Baumer relata este horror y también el provocado por la utilización del gas, el arma más impactante de esta guerra, que buscaba hacer salir a los soldados enemigos de las trincheras para poder bombardearlos a placer. El peligro les obliga a refugiarse en un cráter donde la explosión sorda de las granadas de gas se mezcla con el estallido de los proyectiles: “El gas se arrastra por el suelo y penetra en todas las cavidades, como una blanca y ancha medusa se extiende por nuestro cráter, llenándolo”. Hay que ser prudentes y no retirarse la máscara antigás hasta estar a salvo, fuera del agujero. Pero los reclutas recién llegados no lo saben todavía y morirán asfixiados tras una agonía interminable.

Baumer ingresa en un hospital al resultar herido en la pierna y hace recuento de los heridos: en el vientre, en la cabeza y amputados en el piso de abajo; maxilares, nariz, orejas, garganta y afectados por los gases en el ala derecha; ciegos, heridos en el pulmón, pelvis, articulaciones, riñones, testículos y estómago, en el ala izquierda. Todo está dispuesto para martirizar “el diminuto y quebradizo cuerpo humano” del que habla Walter Benjamin. “Cárceles de dolor y sufrimiento, sólo un hospital muestra verdaderamente lo que es la guerra”, dice Remarque .

La guerra de trincheras es especialmente cruel. “Los obuses despedazan el parapeto y levantan por los aires el terraplén. Al amanecer la explosión de minas se mezcla con el fuego de la artillería y allí donde caen, abren una fosa común. Se elevan surtidores de barro y metralla. Casi no nos queda trinchera. Una granada estalla delante de nuestra galería y se hace la oscuridad: hemos quedado sepultados y debemos desenterrarnos ( ) Son tres días en la trinchera. Estamos sentados como en el interior de nuestra tumba y únicamente aguardamos a recibir sepultura”.

Y cuando la orden consiste en avanzar aún es peor. Los cadáveres se amontonan en la tierra de nadie, entre ambas trincheras, y no siempre se puede recoger a los heridos. Sufrimos muchas bajas, sobre todo de reclutas inexpertos que, “heridos no se atreven a quejarse en voz alta y con el vientre, el pecho, los brazos o las piernas destrozados, gimen débilmente llamando a sus madres y callan cuando los miras”. Kemmerich ha muerto, Westhus está agonizando, Kramer ha desparecido alcanzado de lleno por una granada, Martens ya no tiene piernas… “Sólo hemos cedido unos centenares de metros, pero en cada metro hay un cadáver; de los 150 hombres de la segunda compañía, quedan treinta y dos”.

Nunca como en esta guerra se hicieron trizas los mitos, absurdas las previsiones y cínicas las frases grandilocuentes. El verso de Horacio que adornaba el frontispicio de academias militares –Dulce et decorum est pro patria mori (Dulce y honroso es morir por la patria)se revolvió contra sí mismo y desde entonces es más burla que máxima.

Fue una guerra sin héroes, un torrente de sufrimiento y ¿para qué? Al comienzo de la novela, el narrador asegura que no pretende hacer una denuncia ni una confesión, sino simplemente mostrar cómo una generación fue destruida por la guerra aunque escapara de las granadas. Eran demasiado jóvenes para haber echado raíces en la vida y tras el horror no existe ninguna explicación para ellos; estaban llenos de ideas inciertas que daban a la vida e incluso a la guerra un carácter idealizado y casi romántico, pero “la guerra nos ha echado a perder para cualquier cosa”; “estamos abandonados como niños y somos experimentados como ancianos … creo que estamos perdidos” y cuando la guerra termine emergerá “todo lo que ahora mientras combatimos se hunde en nuestro interior como una piedra”, entonces será cuando empiece “el conflicto a vida o muerte” y “marcharemos al lado de nuestros compañeros muertos, con los años del frente a nuestra espalda ¿Contra quien marcharemos?”

remarque
Erich Maria Remarque

Sin novedad en el frente’ no sólo mostró la inhumanidad de la guerra y su sinsentido, sino también que fue una guerra sin héroes, si acaso supervivientes, algunos mutilados y otros enloquecidos de por vida, cínicos e indispuestos con la autoridad y el patrioterismo que les había conducido al frente. Eso era más de lo que podía soportar el nacionalsocialismo incipiente de un relato que, además, se había convertido en el éxito editorial más importante hasta entonces, con un millón de ejemplares vendidos en un año desde que se publicara en enero de 1929 en forma de libro.

Además, desmontaba la tesis de la “puñalada por la espalda”: los dos bandos llegaron a un armisticio por agotamiento. El material del enemigo, señala Baumer, parecía no acabarse nunca y su superioridad numérica nos han obligado a retroceder. La ultraderecha consideró que la novela amenazaba el patriotismo de la juventud y reforzaba el pacifismo y acusó a Remarque de frívolo gacetillero de deportes, de embustero que apenas había pisado el frente y de francófilo vividor y charlatán. Pero el movimiento antimilitarista y los partidos de izquierda recibieron con entusiasmo la novela.

Joseph Goebbels la calificó de “libro infame, corrosivo y peligroso”, un insulto al pueblo alemán. Llegó tarde para montar un escándalo en su publicación, pero sí consiguió que se prohibiera la proyección de la película: él y unos cuantos agitadores más comenzaron a chillar en el mismo momento en que aparecía la primera escena bélica en el segundo día de exhibición y el propio Goebbels se dirigió al público gritando que lo que aparecía en la pantalla era una vergüenza. Varios miembros de las SA soltaron cientos de ratones blancos en la sala y la confusión fue tal que se suspendió la proyección. Uzcanga cuenta que dos miembros del comando nazi se dirigieron a las taquillas, rompieron los cristales, amenazaron a las cajeras y se llevaron la recaudación.

Goebbels ganó la partida al conseguir con sus escándalos que se prohibiera la exhibición de la película. Escribió en Der Angriff el 12 de diciembre: “Remarque está acabado. Podemos certificar que por primera vez hemos logrado que la democracia de asfalto doblegue las rodillas en Berlín”.

Si el tiempo es el juez de la historia, la conclusión del jefe de propaganda de Hitler no es correcta. Las vívidas imágenes del horror de la guerra que nos dejó Remarque hace casi cien años son más ciertas y más verdad que la vana justificación patriótica de un conflicto sangriento y sin sentido.

Lecturas

-Erich Maria Remarque, Sin novedad en el frente, Edhasa 2009

-Francisco Uzcanga Meinecke, El café sobre el volcán, Libros del K.O, 2018

Periodistas españoles en la República de Weimar: Chaves Nogales y Xammar — Historias emergentes

Chaves Nogales, redactor jefe del ‘Heraldo de Madrid’, realizó un viaje en avión por Europa camino de Bakú, algo más de dieciséis mil kilómetros, en 1928. La primera escala la hizo en París y, aunque el objetivo de sus crónicas era contar cómo les iba a los soviéticos diez años después de su revolución, hizo […]

Periodistas españoles en la República de Weimar: Chaves Nogales y Xammar — Historias emergentes

Americanos en París, los locos veinte de hace cien años

París

Había terminado la guerra, era el año 1919 y Francia la había ganado pero al precio de un millón setecientos mil muertos, una economía en estado de coma y un luto que amenazaba con hacerse perpetuo. Los excombatientes, muchos de ellos mutilados, llenaban las calles y coloreaban desfiles y concentraciones con el azul horizonte de sus uniformes. Muchos de quienes habían sufrido la guerra se empeñaban en no olvidar y los homenajes a quienes ya no estaban se sucedían sin descanso. Pero llegó un momento en que los jóvenes, a los que la guerra había sorprendido en la adolescencia, se negaron a seguir llorando a los muertos.

Y no sólo los jóvenes, sino aquellos que deseaban pasar página de acontecimientos tan lúgubres. Poetas, pintores, arquitectos, escritores, activistas en suma que formaron parte de las vanguardias, se hicieron fuertes en París en esos años que transcurrieron desde el fin de la guerra y lograron que venciera el ánimo alegre y la irreverencia burlona y, especialmente, el espíritu del cambio y la creencia de que todo era posible. Resulta curioso que se adoptara ese término genérico -la vanguardia- con su innegable significado bélico cuando ya se había dejado de combatir en las trincheras. Acostumbrados como estaban a luchar, quizá no pudieron ni quisieron arrinconar el espíritu combativo que les animaba, a la hora de denunciar la horrible matanza que había supuesto una guerra, absurda y sin sentido, y abrir nuevos caminos de ilusión.

En el año 1923 se publica en París un libro que para unos constituye un sacrilegio y para otros la bandera de una nueva actitud hacia el pasado. ‘El diablo en el cuerpo’ narra la relación amorosa que Raymond Radiguet, jovencísimo amante del exquisito Jean Cocteau, mantuvo a los quince años, en 1918, con una joven de diecisiete, casada con un soldado destacado en el frente y cuya ausencia permitió la felicidad de los dos amantes. Esta historia “insultante” para la memoria de los que lucharon en las trincheras, y en ellas murieron o fueron heridos, se convierte en el emblema de una generación que, harta del recuerdo y de la guerra, inicia una loca carrera contra el luto y la tristeza. Y comienza la fiesta, el carnaval, la revolución cultural, un paréntesis de libertad y de transgresión de una intensidad inaudita que duró diez años.

Montmartre, el barrio parisino rebelde y de clase obrera, recordaba con nostalgia los tiempos anteriores a la guerra, pero pronto se prestó a competir con Montparnasse, el hogar de los intelectuales y la bohemia. En 1921 se autoproclamó la República de Montmartre, que estableció un calendario de conmemoraciones extravagantes. Y esta parte de París se reconcilió con la alegría, al igual que Montparnasse. La excentricidad era la tónica. Personas anónimas hacían cosas inauditas en busca de la gloria cinematográfica y todo o casi todo estaba permitido.

Francia se convirtió en tierra de acogida: tres millones de extranjeros llegaron al país en esos diez años locos: españoles, italianos, armenios, judíos, polacos… París acentúa su carácter cosmopolita y se lleva el título de capital mundial de la vanguardia gracias a los exiliados y a los apátridas.

A la gente venida de toda Europa se unieron muchísimos norteamericanos, que conformaron la comunidad más numerosa de expatriados de París: se calcula que unos doscientos mil anglófonos se instalaron en la capital francesa durante esa década prodigiosa. Eran jóvenes, eran ricos o eran ambiciosos y, a veces, reunían las tres condiciones. Además, la vida era muy barata debido a la debilidad del franco frente a un poderoso dólar, consecuencia del aumento de la riqueza en Estados Unidos, donde lamentablemente también prosperó un puritanismo exacerbado, del que es muestra la imposición de la llamada ‘ley seca’, junto a un insufrible racismo con el auge del Ku Klux Klan, que en 1920 contaba con cuatro millones de afiliados.

Además de dólares, los americanos llevaron a París la banda sonora de los locos años veinte. Los americanos, y más exactamente los soldados negros, habían popularizado el jazz en Francia durante la guerra. El general John Persing, al mando de la fuerza expedicionaria norteamericana, se dio cuenta del potencial publicitario de la banda de música de los soldados negros del 369 Regimiento de Infantería, apodado los ‘Hellfighters de Harlem’, y los embarcó en una gira de casi cuatro mil kilómetros en territorio francés. La banda tocó en veinticinco ciudades y los franceses, que nunca habían oído jazz, los trataron como a estrellas. Muchos de estos músicos prefirieron quedarse e incluso volver a Europa de la que tenían un fantástico recuerdo. Regresaron a París con sus instrumentos y se instalaron en Montmartre.

Scott Fitzgerald, que acababa de escribir ‘A este lado del paraíso’, también eligió huir de la América seca, intolerante y provinciana, y establecerse con su esposa Zelda en París y no fueron los únicos. Los acogía la anfitriona y mecenas de artistas Gertrude Stein, que se había instalado en París antes de la Gran Guerra y tenía en su haber el ‘descubrimiento’ de Picasso y de Matisse. En su salón reunía a pintores pero sobre todo a escritores expatriados, como Hemingway, Steinbeck, Dos Passos y Fitzgerald. y a ella se debe el nombre con el que se les conoció: ‘la géneration perdue’. “No respetáis nada -les dijo una vez- os matáis a beber, sois una generación perdida”.

La guerra había marcado a varias generaciones y cuando terminó, surgió de todo ese magma de experiencias y de deseos, el ímpetu alegre y la irreverencia burlona, el enfrentamiento con las caducas fórmulas convencionales del pasado. Lo había escrito André Gide en ‘Les nourritures terrestres’: “Cada novedad nos encontraba disponibles por completo”. No sólo se estaba disponible, sino que se fomentaba cada una de esas novedades, se inventaban las provocaciones y todo innovación se mitificaba. Habían empezado los dadaístas en plena guerra, cuando un grupo de alemanes y rumanos expatriados en Zurich crearon el famoso ‘Cabaret Voltaire’ y cuyo espíritu trasladaron a París en el decenio de los años locos, durante los cuales se sucedieron los movimientos literarios y los manifiestos que daban lugar a ‘ismos’ sin voluntad ninguna de duración, lo que ya estaba implícito en su ideario. París era el lugar en el que había que estar. Y estuvieron muchos.

Al bullicio de las calles con sus carreras de repartidores en bicicletas, de camareros con sus bandejas en equilibrio y de bebedores que competían corriendo de bar en bar en los que apenas se detenían para apurar el preceptivo vaso de vino y dirigirse hacia el siguiente, se unieron las performances de las vanguardias y la vida alegre de quienes podían permitírselo todos los días. La noche empezaba en Montparnasse, donde se reunían los amigos. Seguía un chapuzón en la piscina del Lido, a las dos de la madrugada, y luego a Montmartre donde se asistía a espectáculos de danzas rusas, bailadas por exiliados, o de tangos argentinos, denostados por inmorales en Buenos Aires. Los aristócratas consumían cocaína y champán y el conde Étienne de Beaumont logró vincular a la aristocracia con la vanguardia al colocar bajo su protección a pintores como Picasso y Braque y a músicos como Eric Satie, al mismo tiempo que en su palacio de la calle Masseran, organizaba fiestas asombrosas y bailes de disfraces, en los que el travestismo hacía furor.

La guerra entre el vicio y la virtud no estaba circunscrita exclusivamente a Estados Unidos. También se vivía en Europa. Los conservadores franceses eligieron a Juana de Arco como símbolo de la nación, mientras el París alegre otorgaba ese título a Kiki de Montparnasse, cuyos números en el ‘Jockey Bar’ habrían hecho enrojecer a un enfermo de sarampión, según la propia Alice, y cuyas fotografías, realizadas por su pareja, Man Ray, eran lo más atrevido que se había hecho nunca.

Pero no todo era bullicio, fantasía y transgresión, aunque muchas noches acabaran en una borrachera monumental en el Jockey. Hemingway llegó a París con el objetivo claro de ser escritor y para conseguirlo se impuso una férrea disciplina. Es cierto que su vida transcurría del café al hipódromo y a la barra del bar. Pero escribía en un estudio alquilado y también en el café y su sistema consistía en “no beber jamás después de comer ni antes de escribir ni mientras estaba escribiendo”. Su voluntad de “aprender”, de ser un escritor de experiencias, muy en la línea norteamericana, determinó sus gustos y sus relaciones: todo lo observa, selecciona, almacena… Ciertamente cogía unas borracheras de campeonato, pero dentro de un orden. Nunca fue como su compañero de generación y amigo, Scott Fitzgerald, arrastrado por el alcohol y la neurosis.

París era una fiesta, lo dijo Hemingway treinta años después, pero no duró para siempre, y no fueron las derechas rancias de la Action Française las que acabaron con ella. El 24 de octubre de 1929, el jueves negro, se desplomó la bolsa. Todos los americanos arruinados hicieron las maletas y se marcharon de Montparnasse. Desapareció la fiesta; se intentó reavivar, pero la magia había desaparecido.

Escritores en Buchenwald: Jorge Semprún e Imre Kertész

Buchenwald1El 11 de abril de 1945, hace exactamente 75 años, Buchenwald se liberó de sus guardianes. Poco antes de mediodía sonó la sirena de alarma: el enemigo estaba a las puertas. Los grupos de combate clandestinos que se habían formado en el campo se congregaron en los sitios fijados de antemano y, a las tres de la tarde, el comandante militar dio la orden de pasar a la acción. De golpe aparecieron compañeros con los brazos cargados de armas: fusiles automáticos, metralletas, algunas granadas, parabellums, bazukas, armas robadas en los cuarteles de los SS o abandonadas por los centinelas en los trenes en los que transportaron a los supervivientes de Auschwitz o sacadas por piezas de la fábrica Gustloff. “Más tarde nos lanzamos sobre Weimar, armados” hasta que aparecieron los blindados de Patton y sus tripulantes descubrían esas “bandas de soldados harapientos” a las que desarmaron.

Jorge Semprún estaba allí desde hacía casi dos años, desde que las cárceles francesas fueron vaciadas en enero de 1944. También en ese año llegó Imre Kertész al complejo concentracionario cercano a Weimar: tenía 16 años. Semprún llegó con 22 años y ambos sobrevivieron para contarlo, tal vez porque tuvieron la suerte de ser muy jóvenes y, con toda seguridad, porque Buchenwald era un campo de trabajo, en el que se moría de hambre y de disentería, por el trato inhumano de los guardianes, fusilados masivamente como los prisioneros soviéticos o de un tiro en la cabeza o como consecuencia de experimentos pseudo científicos, pero no era un campo de exterminio industrializado: no había cámaras de gas, aunque sí crematorios.

En el 45 llegaron los deportados de Auschwitz, enfermos y al borde de la muerte. Entre estos últimos estaba Elie Wiesel, que en “La noche’, primera parte de una trilogía, cuenta su terrible confinamiento en el campo de exterminio polaco. También Jean Amèry pasó por Buchenwald pero, al igual que Wiesel y Primo Levy, tuvo experiencias previas en los campos de exterminio.

Buchenwald

El largo viaje’

Los trenes que atraviesan Europa con sus vagones estancos en los que se hacinan hasta ochenta o cien personas con destino a los campos de trabajo o de exterminio son la imagen de la terrible tragedia que se fue gestando durante esos años de guerra. Continuaron realizando su transporte de agonía y muerte hasta el último día, cuando el régimen nazi ya lo tenía todo perdido.

Jorge Semprún relata en ‘El largo viaje’ los cuatro días que duró el trayecto desde Compiegne, en Francia, a Buchenwald, en Weimar, en un vagón junto a otros ciento veinte cuerpos que se mueven, se fatigan, se estremecen de hambre y de frío, pero sobre todo de sed y de cansancio, que gritan y desvarían en este comienzo del horror en el tren. No todos llegarán a su destino, ni siquiera el chico de Semur, que acompañó a Gerard, el narrador de estas horas interminables, y que inventó para no viajar solo, como confiesa el propio Semprún en un libro posterior, ‘La escritura o la vida’, en el que da abundantes claves acerca de su novela y justifica por qué tardó tanto en dar testimonio de su paso por un campo de trabajo alemán.

El tren sigue rodando mientras el autor recuerda el pasado y también adelanta lo que va a ocurrir en Buchenwald y mucho después, cuando los americanos hayan liberado el campo, el 11 de abril de 1945. La primera persona le facilita estos saltos temporales hasta la llegada al campo, cuando una voz ajena narra cómo van alineándose en el andén los deportados, cómo se les obliga a correr a culatazos y gruñidos de las SS que minutos antes formaban una fila inmóvil, con sus metralletas cruzadas sobre el pecho, sus perros gobernados por la correa, sus rostros escondidos por la sombra de los cascos que la luz eléctrica hace brillar. Llegan los deportados a una avenida iluminada por decenas de reflectores y a cuyos lados se yerguen altas columnas coronadas de águilas con las alas plegadas, águilas hitlerianas, símbolo de la violencia hierática del régimen nazi. Tienen pretensiones estos cerdos, comenta un preso que camina a su lado. Están construidas para perdurar, reflexiona Gerard mientras intenta no cerrar los ojos para fijar bien en su memoria esas imágenes de la larga avenida, el chisporroteo de luz fulgurante de los enormes focos y la masa sombría de los árboles y de las construcciones que se vislumbran más allá de la zona luminosa. Sólo falta -se dice- una hermosa y solemne música de ópera que lleve la parodia bárbara hasta el final. No sabe que sí habrá música y que se difundirá por los altavoces del campo todos los domingos por la tarde y todos los días cuando los prisioneros esclavos vuelvan a los barracones desde las fábricas de armamento que rodean Buchenwald.

La llegada al campo de concentración marca el fin del largo viaje y el comienzo del abandono del mundo de los vivos, pero mientras tanto, durante el recorrido del tren Gerard recuerda el pasado y el futuro: su pertenencia a un grupo de resistentes en Francia o la muerte de un prisionero ruso en Buchenwald, al que las SS acusan de sabotaje y ahorcan en presencia de todos. Una muerte que los compañeros, que son todos, aceptan para ellos mismos y por lo tanto la niegan y la anulan para hacer de esa muerte el sentido mismo de sus vidas, el único proyecto de vida válido en ese momento, “pero los de las SS son unos pobres diablos que no entienden estas cosas”.

Como tampoco entenderán sus amigos, sus conocidos, el mundo en general, lo ocurrido durante esos años. El Gérard recién salido de Buchenwald siente que jamás se prestará a quedar reducido al papel de superviviente, de testigo digno de fe, estima y compasión, y toma la decisión «de no hablar más de aquel viaje, de no ponerme jamás en situación de tener que responder a preguntas sobre aquel viaje […] Quizá más adelante, cuando ya nadie hable de estos viajes, quizás entonces tendré algo que decir».

Es lo que hará Semprún al cabo de diecisiete años: contar después del olvido. En ‘La escritura o la vida’ expresa las dudas que sentía antes de escribir el relato del largo viaje acerca de la posibilidad de contar y no porque la experiencia vivida sea indecible, sino por la necesidad de alcanzar una densidad transparente mediante la recreación y el artificio porque sólo así conseguirá transmitir, aunque también parcialmente, la verdad del testimonio. “La verdad esencial de la experiencia sólo es transmisible mediante la escritura literaria” y “no se trata tanto de describir el horror como la exploración del alma humana en el horror del Mal”

Lo esencial, dice Semprún, no era el horror acumulado, cuyos pormenores cabría desgranar interminablemente. “Podría contarse un día cualquiera: el despertar a las cuatro y media, el trabajo agobiante, el hambre perpetua, la falta de sueño, las vejaciones las letrinas, el trabajo en las fábricas de armamento, el horno del crematorio, las ejecuciones públicas, el agotamiento … sin por ello llegar a rozar lo esencial ni desvelar el misterio glacial de esta experiencia. Lo esencial es la experiencia del Mal. Puede tenerse en cualquier parte, pero en los campos ha sido crucial y masiva, la experiencia del Mal radical”.

Al principio sí se refirió a su experiencia en Buchenwald pero luego prefirió dejarse deslumbrar por lo que podría ser otra vida, por la belleza del mundo y así olvidar las huellas de una agonía indeleble, las pesadillas y la asfixia de la memoria, el despertar y encontrarse con que la vida era un sueño tras la realidad radiante del campo y el miedo a que la nueva vida sólo fuera una ilusión. Por eso eligió la vida frente a la escritura, cuya dicha agudizaba el pesar de la memoria y la volvía insoportable. Transcurrieron dieciséis años de silencio hasta ‘El largo viaje’.

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Sin destino’

Imre Kertész también optó por la creación de un alter ego para narrar su experiencia en el campo de trabajo de Zeitz y luego en la enfermería de Buchenwald y asistir, como Semprún, a la liberación del campo por los blindados de Patton. Tardó doce años en escribir ‘Sin destino’ y cuando se publicó en 1975 apenas tuvo lectores. Doce años antes apareció ‘La tregua’, de Primo Levi, y simultáneamente ‘El largo viaje’. Kertész tuvo que esperar otros diez años más, hasta 1985, para que una reedición de su libro tuviera la aceptación que merecía.

György Köves, un adolescente judío de Budapest, es detenido y enviado en tren a Auschwitz, al igual que su autor que en aquella época tenía quince años. Después fue transferido a uno de los campos de trabajo colindantes con Weimar, dentro del gran complejo de Buchenwald, en el que se utilizaba a los prisioneros como mano de obra esclava y se les extraía su fuerza de trabajo hasta la consunción.

Kertész está de acuerdo con Semprún en que “el campo de concentración sólo es imaginable como literatura, no como realidad” y, al igual que el escritor español, recurre a la distancia, aunque menos intelectualizada. Ese alejamiento se observa en el tono que utiliza el propio protagonista que a veces pasa a la ironía sin solución de continuidad. El lector observa, un poco angustiado, cómo György se somete a la autoridad y se apunta voluntariamente para trabajar en Alemania y cómo, hasta que llega a Auschwitz y le proporcionan un uniforme a rayas y una sopa incomible, no se da cuenta de que es un preso y además judío. Nos relata, con cierta sorpresa, su absurdo destino, lo que llama “situaciones anómalas”, como el exterminio de sus compañeros, menos aptos que él para la supervivencia, en crematorios que desprendían un olor “que nos envolvía, casi nos ahogaba en su masa espesa y pegajosa como un cenagal”; la ausencia total de atención médica cuando enferma en Zeitz, un campo pequeño y provinciano, sin duchas ni crematorio ni hospital y la amenaza de muerte por inanición.

Aprende que se puede evadir mediante la imaginación, una imaginación “humilde” que consistía en recordar una y otra vez un día completo en casa, en Budapest, desde la mañana a la noche y la necesidad de no abandonarse, de perseverar. Pero nada podía liberarle del hambre “a largo plazo”, que se reflejaba en un hueco, un espacio cada vez más vacío y que le obligaba a llevarse a la boca desde arena a hierba. Se convierte en espectador de su propio deterioro, del descarnamiento de su cuerpo, ya sólo un montón de huesos que apenas podían moverse.

Trasladado al hospital de Buchenwald por múltiples infecciones, vive la liberación del campo. “Eran alrededor de las cuatro de la tarde cuando se oyó un ruido procedente del aparato y poco después una voz anunció que era el Lagerältester: camaradas, dijo, somos libres”. Mientras Gerard, el alter ego de Semprún toma las armas que han sido escondidas por la resistencia del campo y persiguen a los alemanes hasta el bosque cercano, György observa que hablaban de libertad, pero no decían ni una palabra de la sopa, que sólo llegaría el día después.

Cuando vuelve a Budapest, ya recuperado, se da cuenta de que no podía hablar con nadie que no hubiera vivido lo que él había experimentado, con gente que no sabía nada de nada, con unos niñatos, él que apenas había cumplido los dieciséis años. Animado por sus antiguos vecinos a olvidar para poder vivir libremente, Köves se niega y asume la memoria, la voluntaria, la de la verdad y el conocimiento, y la no deseada. Ambas constituyen “el único camino hacia la liberación”.

Sin destino’ culmina en un estallido de las dos formas de la memoria, la voluntaria y la involuntaria. La primera contiene un aspecto ético: el deber de la verdad, del conocimiento: “El único camino practicable hacia la liberación pasa por la memoria”. El relato concluye con una fiesta del recuerdo involuntario, el recuerdo de la vida, de su destino y de su experiencia. “Me acordé de todo” incluso de lo que no quería acordarse y la escritura permitió la catarsis.

Epidemias en el Mundo Antiguo: de Sumeria a Roma — Historias emergentes

En una tablilla del siglo XVIII aec, impresa en caracteres cuneiformes, se prohibía que los habitantes de una ciudad infectada salieran de ella para “no contagiar a todo el país” y en otra se alertaba de que no debían tocar los objetos -copa, cama y silla- que habían sido propiedad de una mujer que había […]

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La bendita maldición de Babel

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Grabado de Gustave Dorè

Mientras Yahvé observaba lo que allá abajo en Babilonia construían los hombres -una torre que pretendía tocar el cielo- pensó que nada de cuanto se propusieran les sería imposible porque formaban un solo pueblo con una misma lengua. Pues bien, se dijo a sí mismo: descendamos y confundamos su lengua para que no se entiendan los unos a los otros. Y así castigó la soberbia de sus criaturas que, a partir de ese momento, se pusieron a hablar en setenta lenguas distintas, dejaron la torre a medio hacer y se dispersaron por el mundo.

Probablemente el autor del texto bíblico fuera un deportado a Babilonia que al llegar a la inmensa ciudad quedara sorprendido por las innumerables lenguas que podían escucharse en las calles y le vinieran a la memoria antiguas leyendas con las que reconstruyó el mito de la confusión de las lenguas. La Torre de Babel a la que se refiere el Génesis debía estar situada dentro de la propia ciudad de Babilonia y de su existencia ha llegado hasta nosotros una estela rota de color negro en la que figura una representación del plano del zigurat, que no otra cosa es la Torre de Babel, y su altura, con el rey Nabucodonosor de pie a su lado y una inscripción que declara: “Etemenanki, la construí para el asombro de las gentes del mundo. Elevé su cima hasta el cielo, creé puertas en las entradas…”

La ciudad embellecida por el rey Nabucodonosor era una maravilla arquitectónica pero no para los nómadas de la Biblia que la consideraban el emblema de la arrogancia y de la perdición. Pese a las maldiciones, Babilonia sería destruida pero no por obra del Dios judío, sino por Jerjes, un rey de Persia que arrasó el templo del dios Marduk e hizo demoler casi por completo el zigurat que tanto escándalo había provocado entre los judíos del exilio.

La multiplicación de las lenguas, paralela a la inflación de dioses falsos que componían el panteón babilónico según los textos bíblicos, se consideró un castigo de Yahvé por el que los hombres quedaron condenados a la incomunicación, a perseverar en los conflictos y a no entenderse jamás. Al dispersarse, los hombres crearon, según el Génesis, setenta naciones distintas. Este mito fue recuperado por los pueblos cristianos europeos tras la caída del Imperio Romano, cuando se dejó de hablar un latín común que acabaría siendo sustituido por las lenguas que hablamos ahora, múltiples y diferentes entre sí; ese mito de la herida y el castigo siguió vivo en los siglos oscuros medievales en los que parece repetirse la catástrofe babélica.

Para que la multiplicación de lenguas dejara de considerarse una maldición tendría que pasar mucho tiempo, durante el que se produjeron ensayos de creación de lenguas nuevas que pretendieron ser universales, como la inventada por John Wilkins que pretendió hacer un volcado de todo el universo conocido y por conocer o la de Leibniz, una lengua sin apenas gramática que a lo único que llegó, que no es poco, fue a convertirse en la de la lógica simbólica contemporánea. En el siglo XIX llegarían el volapük, un sistema mixto que toma como modelo el inglés, y el esperanto, que tuvo un cierto éxito.

El fracaso de estos ensayos lingüísticos nos hicieron recapacitar sobre las virtudes de las lenguas naturales. Uno de los primeros en señalar la bendición de su existencia múltiple fue el abad Pluche que tempranamente, en 1751, estimó como beneficioso el que las lenguas hubieran fijado los asentamientos y el nacimiento de las naciones, así como el sentimiento de identidad nacional. Esta realidad también tiene sus puntos oscuros, pero si se aplica el elogio de la multiplicidad a un ámbito más amplio y menos político nos encontramos con la idea expresada por V.V. Ivanov de que “cada lengua constituye un cierto modelo del universo, un sistema semiótico de comprensión del mundo y, si tenemos cuatro mil modos distintos de describirlo, esto nos hace más ricos”.

Cada lengua organiza el universo de lo que puede ser dicho y pensado y los modos de organizar ese universo cambian de una lengua a otra. Una lengua natural puede considerarse como un sistema holístico ya que por el hecho de estar estructurada de un modo determinado implica una visión del mundo.

George Steiner lamenta que de las más de veinte mil lenguas que llegaron a hablarse sólo estén vivas unas cuatro mil porque “todas las lenguas habladas por hombres y mujeres abren su propia ventana a mundo y a la vida”. El cuarto que habitamos, lo que llama la “habitación del habla”, ha sido decorada por la lengua que utilizamos y, a su vez, el mundo percibido a través de la ventana se refleja en nosotros, en el “espacio del habla”. Cada lengua articula una estructura de valores, significados, suposiciones, que ninguna otra lengua iguala o supera con exactitud. “Porque nuestra especie ha hablado, porque habla en múltiples y diversas lenguas, genera la riqueza del entorno y se adapta a él”.

Como ejemplo de esta diferencia enriquecedora cita la retórica sexual que tanto difiere de unas lenguas a otras: algunas trazan una línea roja sobre lo verbalmente prohibido pero lo que estas callan, otras lo difunden como algo simplemente subido de tono. Hacer el amor en inglés americano, por ejemplo, es un hecho enteramente distinto del modo de expresarlo en alemán, en italiano o en ruso.

Cada lengua es un mundo y refleja las cualidades de la sociedad que la habla. Todos sabemos que los esquimales tienen ciento y un mil formas de nombrar las ciento y mil formas de nieve que existen y hay pueblos, como los agtas de Filipinas, que disponen de treinta y un verbos diferentes que significan ‘pescar’, cada uno de los cuales se refiere a una forma particular de pesca, pero que carecen de una simple palabra genérica que signifique ‘pescar’. No hay lenguas primitivas entre las lenguas habladas por los pueblos ‘primitivos’ contemporáneos. Todas tienen un altísimo nivel de complejidad en sus reglas gramaticales con independencia de su desarrollo político y tecnológico. Todas las lenguas reflejan la forma de vida de las sociedades que las hablan.

En el continente asiático podemos contemplar cómo se establece mediante el lenguaje la relación entre las personas, dependiendo del lugar que ocupen en la estructura familiar, social o política. La importancia de las relaciones familiares entre los vietnamitas se expresa en la innumerable cantidad de sus pronombres personales, cuyo uso depende del género, del grado de familiaridad y de la edad y en las fórmulas de saludo, amable y respetuoso, aunque distante en ocasiones. Pero en lo que se refiere a formalismo, el javanés se muestra especialmente exagerado, hasta el punto de que existe lo que se llama el krama y que contempla términos especiales para el trato con personas que no pertenecen a la familia, a lo que se añaden determinados protocolos de comportamiento: cómo sentarse, cómo reír o qué llevar puesto. Esta formalidad es muy común en lenguas asiáticas de lugares, como Indonesia, con sociedades tradicionalmente jerarquizadas y complejas.

El coreano también muestra esta codificación formal establecida en siete niveles de formalidad de sus verbos, pero el uso de ideófonos (términos que vinculan simbólicamente los sonidos y los significados) es quizá el aspecto más llamativo de este idioma, lo que podría llevarnos a pensar que su cultura está muy imbuida por el juego de la imaginación, del relato, la charada o la broma y por los trucos del aprendizaje.

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La diferencia de géneros en el lenguaje se estableció en Japón antes incluso de la ola confucionista. En japonés el género gramatical no existe, pero las mujeres y los hombres hablan ‘dialectos de género’ ligeramente diferentes, con la creación de una variedad especial del japonés para la mujer. La lengua de los hombres tiene un tono duro y contundente, es casi enteramente opcional y a los niños no se les enseña a hablar así; los muchachos lo adquieren por su cuenta. En cambio la lengua de las mujeres no es tan opcional y padres y maestros hacen todo lo posible para que las niñas sigan esta línea lingüística que consiste en utilizar versiones ligeramente más largas de las palabras o formas gramaticales para conseguir que suenen más educadas. También hay pronombres que utilizan los hombres y no las mujeres y viceversa y en ocasiones difiere también la pronunciación. Tradicionalmente se ha asociado a la mujer con el refinamiento y la dulzura que tiene su correlación en el ‘dialecto de género’ que utiliza, pero en las últimas décadas se ha producido un cambio acerca de la posición de la mujer, aunque no absoluto, entre la sociedad japonesa, y la lengua en consecuencia está perdiendo su componente genérico, de manera que la forma de hablar de las mujeres es mucho más masculina que antes.

Son cambios graduales que se producen de acuerdo con una evolución social que podríamos considerar natural. Pero también ha habido imposiciones políticas, a veces extremas, que han cambiado la lengua de los hablantes de un país. El turco otomano, una mezcla de árabe, persa y turco real, que reflejaba en su estructura más de mil años de historia de Oriente y que era utilizado por las élites del país, se convirtió en la primera mitad del siglo XX en una lengua muerta que fue reemplazada por el turco moderno, que no sólo se materializó en un alfabeto latino hecho a medida, sino que se liberó de términos árabes y persas tras un esfuerzo ingente de recopilación de palabras turcas regionales y también entresacadas de viejos textos y diccionarios de otras lenguas emparentadas, como el azerí o el turcomano. El resultado fue tan catastrófico que en 1934, tras un discurso ininteligible, Ataturk dio marcha atrás y terminaron las expurgaciones de extranjerismos. El padre de la patria turca justificó este cambio, no absoluto, en el eslogan de que el turco era la madre de todas las lenguas, lo que cambió la supresión de términos por la búsqueda de etimologías turcas, aunque fueran falsas. No obstante, persistió el purismo y, tras una época de agonía y desentendimiento, se ha llegado a la estabilidad.

Cuando una lengua muere, es decir, cuando ya nadie la habla, desaparece la historia oral del pueblo que la poseyó, de su mitos, sus cantos, su religión, su vocabulario especializado, sus tradiciones, costumbres y comportamiento. Pero, aunque surjan cambios en ella e incluso deje de hablarse, perdura si ha contado con textos escritos que la hayan fijado. Una sociedad ágrafa no tiene ese recurso y desaparecerá lamentablemente si no hay quien la use.

Gracias al escriba sumerio que con su estilete marcaba signos en una superficie de arcilla podemos conocer la contabilidad de los templos de hace más de cinco mil años; gracias a las inscripciones conmemorativas conocemos los nombres de los reyes de las ciudades sumerias y del imperio acadio y también el surgimiento de Babilonia. Felizmente han llegado hasta nosotros las leyendas de Emmerkar y las de Lugalbanda, poemas sobre las hazañas de la diosa Innana y la primera ficción épica, ‘El Poema de Gilgamesh’,que nos habla del panteón de dioses y de los hechos del héroe de Uruk, de cómo se hizo amigo de Enkidu y de su viaje en pos del sol para conseguir el remedio de la mortalidad y liberar a su compañero de un inframundo grisáceo y polvoriento. El sumerio desapareció y también el acadio pero gracias a que los escritos antiguos se guardaron, se transcribieron y se tradujeron aún hoy podemos saber cómo eran, qué pensaban, a quién adoraban o porqué morían gentes de hace miles de años.

Lecturas

Umberto Eco, La búsqueda de la lengua perfecta, Crítica, 1994

Gaston Dorren, La vuelta al mundo en 20 idiomas, Turner Publicaciones, 2019

George Steiner, Después de Babel, Fondo de Cultura Económica, 2005

Reyes, sacerdotisas y corredores de fondo en la ciudad sumeria de Ur

Historias emergentes

El Diluvio Universal nunca existió, ni siquiera el mesopotámico del que hablan las crónicas de Gilgamesh y repite el Génesis. Aunque el arqueólogo británico Leonard Woolley anunciara en 1929 urbi et orbi que había descubierto evidencias del diluvio de Noé en las excavaciones de la antigua ciudad sumeria de Ur, la inundación no fue en absoluto universal. Hubo al menos dos diluvios en Ur, pero con varios siglos de diferencia. En muchas ciudades del sur de Mesopotamia, pero no en todas, pueden hallarse estratos de diluvios similares pero fechados en distintos momentos. Algunos lugares, como Eridu, la primera ciudad mesopotámica, situada a once kilómetros de Ur, no muestran signo alguno de inundación.

El castigo a los hombres, ya sea por la maldad que tanto ofende a Yahvé o porque impiden el sueño al dios sumerio Enlil, es un mito que se alimenta de medias verdades para dar una explicación más…

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Cuaderno de bitácora 2019: de Sumeria a Tombuctú

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Son muchos los relatos, las invenciones y las historias reales que se han quedado fuera: lecturas inacabadas, proyectos postergados, banalidades, reiteraciones y asuntos que perdieron su oportunidad. Pero a pesar de todo, el año se ha portado considerablemente bien. Empezó muy futurista, con la desaparición, en un futuro próximo, por desintegración o aburrimiento, lo que podría ser una inteligencia superior y extraña a la mente humana, GOLEM XIV. Un enero terminal realizó un triple salto hacia atrás y se plantó en el primer relato conocido de un viaje, el de Gilgamesh. Luego vinieron las primeras ciudades, las de Sumeria, y las ciudades imaginadas, las invisibles y las que aún se pueden visitar.

Viajar desde casa tiene sus ventajas porque existe la opción de cambiar el itinerario y el punto de vista en cualquier momento y no se cansan los pies ni se mojan los zapatos. Gregor von Rezzori me enseñó un poquito de Venecia, parada del tramo alternativo por el que transitaba ya en el siglo pasado el famoso Orient Express, el tren a cuya inauguración, en 1883, asistió el periodista y académico francés Edmond About junto con cuarenta invitados más a los que se recomendó ir provistos de revólveres prestos a ser utilizados en los territorios balcánicos infestados de bandoleros. Salió de la estación del Este de París, entonces Estrasburgo, y recorrió más de tres mil kilómetros hasta llegar a Constantinopla en ochenta horas, aunque la última etapa del viaje se hizo en barco a través del Mar Negro, desde Varna. Seis años más tarde, cuando la vía férrea fue terminada, el viaje completo sería de 67 horas y el destino final, el hotel Pera Palace de Estambul que el dueño de la Compañía Wagon-lits, George Nagelmakers, hizo construir para los viajeros del Orient-Express.

Manuel Leguineche, en su libro sobre míticos hoteles europeos, cuenta historias del Pera Palas, que conserva una habitación-museo en la que solía retirarse Mustafá Kemal Ataturk, padre de la Turquía moderna, y en la que nada ha cambiado desde su muerte, por cirrosis, en 1938: los relojes de la habitación 101 siguen marcando la hora de su fallecimiento, las 21:05, como homenaje póstumo. En el Pera Palas se alojó Agatha Christie durante once días de 1926 en los que supuestamente desapareció, aunque al parecer no había abandonado Inglaterra; también el aventurero Pierre Loti, la actriz Greta Garbo, el revolucionario León Trotski e incluso un inexperto periodista llamado Hemingway que acudió a cubrir la guerra entre griegos y turcos en 1922, el mismo conflicto que obligó a escapar al que sería el nuevo dueño del Pera Palas, un empresario de origen griego, Prodromos Athanasiadis, conocido como Bodosakis, y que llegó a este hotel, dicen que alrededor de 1915, con una vestimenta poco acorde con el prestigio del establecimiento, por lo que el recepcionista lo puso de patitas en la calle. Su indignación fue de las que hacen época: compró el Pera Palas y quien acabó fuera del hotel fue el empleado que lo rechazó.

Esta historia no deja de ser una leyenda y el Pera Palas continuó su andadura entre recuerdos auténticos e inventados. Como dice Leguineche, este hotel “ha sido y es el espejo de aquellos tiempos fabulosos, unión de Oriente y Occidente, de tráficos y negocios, de príncipes y aventureros, de viejas ladies y gigolós de mirada ardiente, de mercaderes y funcionarios de las embajadas”. El mismo ambiente del que presumía el ‘tren más fastuoso de todos los tiempos’, el Expreso de Oriente.

Edmond About publicó sus experiencias del viaje inaugural del 4 de octubre de 1883 y no quiso evitar ni comentarios poco elogiosos acerca de sus compañeros de viaje alemanes ni, al atravesar Baviera, referirse a la Alemania victoriosa que ha construido “estaciones monumentales a costa nuestra” para alertar, a continuación de lo caras que les costarían en el futuro a los franceses porque “pueden convertirse en establecimientos militares de primer orden” y podrían desembarcar, en menos de 24 horas, “batallones y baterías con destino a París”.

Apenas habían transcurrido doce años de la guerra franco-prusiana y faltarían más de treinta para que todos los territorios que atravesaba el Orient-Express ardieran en una nueva conflagración que acabaría con las potencias imperiales y cambiaría el dibujo de las fronteras europeas en la Conferencia de Paz de París, convocada hace exactamente cien años, en 1919, para decidir sobre el futuro de los vencidos.

Mientras Europa vivía la inestable paz de las alianzas entre iguales y las ententes entre rivales, el tren de lujo fue acaparando anécdotas y gastronomía, desde la demostración de la ‘voluntad de poder’ del rey Fernando de Bulgaria que, apostado en la vías del ferrocarril, detenía su paso, subía a la máquina y “lanzaba el convoy a toda velocidad por curvas y pendientes”, a la carta del prestigioso vagón restaurante: “ostras, rodaballo en salsa verde, filete de buey con pommes château, pastel de jabalí con una salsa chaud-froide, crema bávara con chocolate y pastelería vienesa”, según cuenta Mauricio Wiesenthal.

La guerra de 1914 interrumpió el servicio del Expreso de Oriente, pero finalizada la contienda la construcción del túnel Simplon posibilitó un ruta alternativa, en la que una de sus paradas era Venecia, justo antes de llegar a Trieste. Hacía siglos que Venecia había dejado de ser una gran potencia marítima, pero había subsistido como el mito romántico de una gloriosa decadencia, forjado desde el soneto de Wordsworth ‘Sobre la extinción de la República Veneciana’ a las líneas de Shelley y la ‘Oda a Venecia’ junto con el canto cuarto de ‘Childe Harold’ en el que Byron recuerda: “Estaba yo en Venecia, sobre el Puente de los Suspiros, entre un palacio y una prisión…”

Venecia también fue residencia de excéntricos como el barón Corvo, de trayectoria irregular y fantástica, y a punto estuvo de desaparecer, no sólo por el agua, sino por el fuego. Jan Morris recuerda cómo Marinetti quiso destruir todas las obras maestras italianas para empezar desde cero y, en 1914, cuando una bomba estuvo a punto de caer sobre la Basílica, el ideólogo del futurismo sobrevoló la ciudad arrojando panfletos, que decían: “El enemigo quiere destruir los monumentos cuya destrucción es un privilegio patriótico que sólo a nosotros corresponde”. Ya en 1910 Marinetti había organizado un gran encuentro futurista en Trieste, ciudad que consideraba un modelo ideal para sus teorías: la llamó “la nostra bella polveriera” y pidió la quema de las bibliotecas y la inundación de los museos.

Venecia y Trieste tienen en común su apertura a Oriente, su melancolía, su antiguo esplendor y su relación con la muerte. En la ciudad de la laguna murieron Wagner, Browning, Diaghilev y la pequeña hija de Shelley y Dante falleció de unas fiebres contraídas durante su estancia. También murió allí el escritor residente en Munich, Gustav Aschenbach, cuando el cólera se extendió por las islas y llegó al Lido, y Colin que con su esposa Claire visitaban como turistas una ciudad de pesadilla.

En Venecia nació Marco Polo y eran Venecia todas las ciudades que había visitado y que iba describiendo noche tras noche a Jublai Kan, emperador de los tártaros, para aliviar su melancolía. Ciudades imaginarias que Italo Calvino inventa para nosotros, los lectores, como Donald Campbell, un ingeniero escocés perdido en las arenas del desierto, recrea para sí mismo los edificios, los puentes y los campanarios de su Edimburgo natal en medio del tórrido desierto del Gobi.

Oyemen

La ciudad escocesa que reconstruye Ignacio Padilla entre tormentas de arena es un delirio pero la ciudad yemení de Hadramaut es auténtica, aunque pueda parecer un espejismo. Es la ciudad de rascacielos de barro, de edificios aferrados a las paredes de majestuosos cañones, que formó parte de la ruta del incienso y cuyas casas, rectangulares, construidas exclusivamente con adobe, presentan cinco o más pisos de altura. Cuando el viajero se acerca bajo el sol de mediodía, apenas se distingue una presencia del mismo color que las laderas grisáceas sobre las que se construyó y se sigue reconstruyendo con capas y más capas de arena y arcilla, porque estos materiales se deterioran con el agua que, aunque escasa, a veces inunda el cauce casi siempre seco del río Hadramaut.

Hasta comienzos del siglo XX Hadramaut fue una ciudad desconocida para Occidente. En 1931 un diplomático holandés, Daniel Van Der Meulen, ferviente calvinista como él mismo cuenta en sus diarios y cuya fe le hizo amigo de los nómadas del desierto, que le aseguraron que los ateos no perciben las bendiciones del Altísimo y eso no es bueno para las caravanas, salió desde Mukalla, puerto principal de Arabia del Sur y se dirigió a los valles de Hadramaut, encajonados entre espectaculares y laberínticos cañones.

Fue el primer explorador occidental que llegó a estas tierras de nombre extraño que tal vez proceda de una frase en árabe que significa ‘dar la bienvenida a la muerte’. Hoy todo parece indicar que este nombre podría aplicarse a todo el país: la guerra que lo ha asolado durante los últimos cuatro años ha producido muertes y terribles hambrunas. Yemen se está convirtiendo en un cementerio y esas casas de Hadramaut, tras cuyos muros se ocultaban sus habitantes en las horas de calor, pueden quedar abandonadas para siempre, convertidas en mausoleos de una ciudad fantasma.

Una ciudad, también construida con barro pero objeto de deseo desde hace siglos es la mítica Tombuctú, visitada por el viajero árabe Ibn Batuta, contemporáneo de Marco Polo, cuando aún era una pequeña ciudad, y por León el Africano, dos siglos después, y cuya narración exaltó la imaginación de los europeos. El viajero de origen granadino que se estableció en Fez, que fue capturado ante las costas de Túnez y acogido por el papa León X, llegó a Tombuctú en el momento de mayor esplendor del reino y describió una ciudad provista de fabulosas riquezas.

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En Tombuctú inicia el Níger su impredecible travesía del desierto y la ciudad hace de punto de unión entre el río y las arenas. Nació como campamento estacional de los nómadas tuaregs y se convirtió en una gran ciudad gracias al comercio de oro y esclavos que proporcionó la riqueza necesaria para el mantenimiento de famosos eruditos, santones e incluso una universidad. Poco después de la visita de León el Africano, la ciudad comenzó a declinar con el traslado de la ruta del comercio transahariano; en 1591 fue capturada por mercenarios marroquíes.

Tombuctú perdió su poder pero ganó en misterio y disparó la imaginación de exploradores y poetas. En su búsqueda, que le llevó a cruzar 3.200 kilómetros del peor desierto de África, perdió la vida Gordon Laing, escocés como Mungo Park y como tantos otros exploradores, incluido el apócrifo Donald Campbell y, aún hoy, cuando llegar hasta allí no es difícil, su nombre evoca aventura y peligros.

Addenda

Las leyendas sobre el hotel Pera Palas de Estambul, las anécdotas del Orient-Express, los viajes del diplomático holandés Van der Meulen y los de Ibn Batuta y León el Africano a Tombuctú, así como algunas notas sobre Venecia y Trieste se quedaron en mis archivos a lo largo de este año por falta de oportunidad. Los recupero en este balance cuya coherencia, creo, ha quedado salvaguardada.

Lecturas

-Edmond About, ‘Orient-Express: de Pontoise a Estambul’, Editorial Confluencias, 2018

-Manuel Leguineche, ‘Hotel Nirvana’, El País Aguilar, 1999.

– Mauricio Wiesenthal, ‘La Belle Epoque del Orient Express’, Geocolor 1979

-Daniel Van Der Meulen, Entrando en la abrasadora Hadramaut, Mundos por Explorar, National Geographic, 2006

– Sanche de Gramont, “El dios indómito, la historia del río Níger”, Fondo de Cultura Económica, 2003.

El caníbal como bárbaro, griegos vegetarianos y el buen salvaje — Historias emergentes

Ulises desembarca en la isla de los cíclopes, criaturas feroces cuyo nombre significa ‘el del ojo en forma de anillo’, un círculo concéntrico que lucían en medio de la frente. Habían olvidado el arte de la herrería que aprendieron sus antepasados y se habían convertido en pastores sin leyes ni sociedad, viviendo separados entre sí, […]

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Venecia, un turbio pasado — Historias emergentes

Ciudad melancólica que arrastra pesares antiguos, dice Jan Morris, su mejor biógrafo. Todo empezó cuando las islas de la laguna se convirtieron en refugio de las invasiones bárbaras; cuando, aún envueltas en la bruma de los mitos y de la malaria, acogieron a sus nuevos habitantes que, desposeídos de todo en su huida, fundaron aldeas, […]

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Revinientes, vampiros y brucolacos

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A mediados del siglo XVIII, el sacerdote benedictino y teólogo Agustín Calmet publicó en París el “Tratado sobre las apariciones de espíritus y sobre los revinientes”, en el que recoge casos aparentemente ciertos de gentes que después de haber estado durante algún tiempo en la tumba y tenidas por muertas han vuelto a la vida. Cuando estos “revenans”, revinientes o redivivos se aparecían por orden de Dios para manifestar su poder, dar testimonio de la verdad o defender las creencias cristianas contra herejes obstinados no había nada que discutir porque era doctrina indiscutible que la resurrección de los muertos es obra únicamente del Creador.

Calmet pone como ejemplo la historia de San Estanislao, obispo de Cracovia, que resucitó a un hombre muerto desde hacía tres años que le había vendido una tierra, cuya propiedad no podía demostrar porque no se escrituró; el rey de Polonia, Boleslao, estaba ya a punto de dictar su condena cuando el obispo, por inspiración divina, le prometió llevar al muerto ante su presencia en tres días; tras levantar la lápida y cavar hasta encontrar el cadáver de Pedro, ya descarnado y corrompido, le ordenó salir para dar testimonio de la verdad ante el tribunal y así lo hizo, aunque nadie osó interrogarlo y bastó su presencia; luego volvió a la tumba por voluntad propia.

Sin embargo, Calmet pone muy en duda que los brucolacos, muertos excomulgados que salen de sus tumbas y que pueblan la Grecia del siglo de las luces, lo sean por gracia de Dios e incluso que sean ciertas las historias que de ellos se cuentan. Porque se trataría, según su opinión, de una estratagema de la Iglesia griega para autorizar su cisma y probar que el don de milagros y la autoridad episcopal de ligar y desligar” subsisten en ella “más visiblemente incluso y más ciertamente que en la Iglesia latina y romana”. Y así sostienen que los cuerpos de los excomulgados no se descomponen sin observar que son los cadáveres de los santos los que pueden ser incorruptos si Dios así lo quiere. Y con toda lógica Calmet señala que si estos casos fueran ciertos, todos los católicos romanos deberían permanecer también incorruptos porque son pecadores y herejes, en suma excomulgados, a ojos de la Iglesia griega.

Otra cuestión es la de los revinientes que salen de sus tumbas para inquietar a los vivos, chuparles la sangre, provocar estrépito en las puertas de las casas e incluso causar la muerte, son obra del demonio y pueblan toda la geografía, desde Laponia a Perú, pero existe una especie de redivivos con sus características propias, que se comportan como los brucolacos pero fueron necesariamente excomulgados; se trata de los vampiros, que infestan los territorios de Hungría y Moldavia. No vienen a dar consejos ni noticias de la otra vida, como ocurrió con Lázaro que narró su encuentro con Epulón, que ya estaba en el infierno por sus malas costumbres, por lo que no se entiende que Dios les permita venir sin razón y a molestar sin ninguna necesidad a sus familias. Tal vez, reflexiona Calmet, no están muertos de verdad o todo lo que se cuenta sobre ellos es quimérico y fabuloso.

En primer lugar, dice Calmet, es preciso averiguar si los hechos que se narran son ciertos y es que los pueblos en los que se ven vampiros son “sumamente crédulos e ignorantes” y puede que las apariciones de las que hablan sean el resultado de sus alteradas imaginaciones, debido a su mala alimentación: comen pan de avena, raíces y cortezas de árbol. Estos alimentos predisponen a la corrupción y, junto con los desarreglos causados por el clima y aumentados por los prejuicios, les ayudan a engendrar en la imaginación ideas sombrías y enojosas.

La creencia en las apariciones cuando no está influenciada por el clima o la mala alimentación, sigue diciendo Calmet, se puede deber a tres causas: la fuerza de la imaginación, la extrema sutileza de los sentidos y la depravación de los órganos, como sucede en la locura y en la fiebre caliente.

O que las sombras y los fantasmas que diversas personas han asegurado haber visto en los cementerios se deba a la palingenesia o resurrección de las plantas, realizada por sabios doctores. El experimento consiste en coger una flor: se quema y se recogen las cenizas, cuyas sales extraen por medio de la calcinación y se ponen en un frasco de vidrio, en el que se mezclan con ciertas composiciones capaces de ponerlas en movimiento cuando las calientan, de manera que se forma un polvo de color azul del que, excitado suavemente por el calor, se eleva un tronco, hojas y una flor. “En una palabra, percibimos la aparición de una planta que sale de sus propias cenizas”, aunque une vez desvanecido el calor, la materia se descompone. Así pues, con los fantasmas y aparecidos ocurriría lo mismo.

En segundo lugar, es preciso investigar si los vampiros están realmente muertos y si pueden resucitarse a sí mismos. Dicen que si se acude a la tumba de un vampiro se le descubre en una situación de no muerto, con los miembros flexibles y manejables, sin gusanos ni podredumbre, aunque con una grandísima fetidez. Quizá ocurra con ellos lo que sucede con algunos animales del norte helado: que hibernen en invierno hasta la llegada de la primavera y puede que sólo estén entumecidos o dormidos.

También es posible que los vampiros estén vivos y hayan sido enterrados por error. Algunos médicos, aduce el padre Calmet, pretenden que en la sofocación de matriz una mujer puede vivir treinta días sin respirar y sin dar señales de vida. Sin ir más lejos también tenemos los síncopes producidos por el éxtasis de los santos, como cuenta Agustín de Hipona del sacerdote Pretextato. Hombres y mujeres, asegura, permanecen en éxtasis varios días, semanas e incluso meses, sin probar alimentos, sin respirar y sin que el corazón dé signos de movimiento, como si estuviesen muertos. No es raro en las vidas de los santos, concluye.

Pero lo que verdaderamente le preocupa es cómo salen de las tumbas sin remover la tierra y luego vuelven a entrar sin dejar ninguna señal de que haya sido abierta. Como no encuentra ninguna explicación concluye: “Hemos de permanecer silenciosos en este asunto, ya que no ha placido a Dios revelarnos ni hasta dónde se extiende el poder del demonio ni la manera en que estas cosas puedan hacerse”.

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De este Tratado sobre apariciones, revinientes y brucolacos, se hizo eco en España fray Benito Feijoo, coetáneo del francés Calmet, en sus ‘Cartas Eruditas’. Luis Alberto de Cuenca, autor del prólogo a la edición del ‘Tratado sobre los Vampiros de Calmet’ de 2009, considera “la prosa de Feijoo, presuntamente debeladora de la superstición”, integrada en la corriente de la literatura fantástica y “no en el comienzo de un orden racional nuevo”. La edición del Tratado culmina con las “Reflexiones Críticas” del Padre Feijoo.

Feijoo se sitúa entre la cautela y el escepticismo, es mucho más prudente que el autor al que reseña y ofrece diferentes alternativas sobre la autenticidad de las apariciones. No sin cierta ironía dice Feijoo en las páginas de su ‘Teatro Crítico Universal’ que “el deseo de agradar en las conversaciones es una golosina casi común a todos los hombres y raíz fecunda de innumerables mentiras. Todo lo exquisito es cebo de los oyentes y como lo exquisito no se encuentra a cada caso, a cada paso se finge. De aquí vienen tanto acopio de milagros, tantas apariciones de difuntos, tantos fantasmas o duendes, tantos portentos de la magia y tantas maravillas de la Naturaleza”.

Feijoo, mucho más categórico que Calmet, señala que, muy relacionados con las apariciones de difuntos, son los entierros prematuros. Muy preocupado por estos lamentables errores, cuenta el caso de lo acaecido en la ciudad de Florencia, donde “un hombre había sido sepultado en bovedilla, en la iglesia de un convento de monjas, dio voces de noche que oyeron algunas religiosas, pero con la timidez y aprehensión propias de su sexo, juzgándolas preternaturales, huyeron del coro medrosas”. A la mañana siguiente se halló al hombre sepultado, verdaderamente muerto ya, pero con señas claras de que un rabioso despecho le había acelerado la muerte, esto es, “mordidas cruelmente las manos y la cabeza herida de los golpes que había dado contra la bóveda” .

Añade en una nota que el rabioso despecho de los enterrados vivos no puede conducirles a la condenación eterna porque el pecado mortal de la desesperación corresponde a una perturbación del espíritu provocada por tan infeliz situación de despertarse en el sepulcro. No se les puede negar cristiana sepultura, incluso si se han lanzado de cabeza contra la piedra para perder la vida de una vez por todas, porque la dislocación del ánimo es absoluta y no puede considerarse responsable de sus actos.

Y sin embargo, está el caso del monje agustino Tomas de Kempis, autor de ‘La imitación de Cristo’, que iba para santo y se quedó sin el título: al abrirse su sepultura, descubrieron en sus uñas astillas de la tapa del féretro, sus cabellos arrancados y lleno de arañazos, producto de la desesperación del enterrado en vida, por lo que las autoridades eclesiásticas concluyeron que había renegado de Dios y que si hubiera sido santo de verdad, habría aceptado la situación y no se habría dañado a sí mismo. Se suspendió el proceso de beatificación sine die.

Lecturas

-Augustin Calmet, Tratado sobre los Vampiros, Reino de Cordelia, 2009

– Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro, Cartas eruditas y Teatro crítico universal

«Café Titanic» y el cementerio judío de Sarajevo, de Ivo Andrić

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El viejo cementerio judío sefardí de Sarajevo se extiende en una ladera abrupta en la orilla izquierda del río Miljacka y como todos los cementerios hablan del mundo al que han pertenecido los que allí yacen.

Sus tumbas fueron ocupadas por los judíos expulsados de España hace quinientos años, en tiempos feroces, los de Isabel de Castilla, mujer acomplejada con aires de grandeza y con un poder casi absoluto, obsesionada por conducir a sus súbditos por el sendero de la religión que ella consideraba verdadera. Consiguió esa uniformidad, al menos aparente, a fuerza de dolor, primero con los judíos, después con los moriscos y entretanto con el genocidio de los pueblos indígenas de América a quienes inculcó una religión de muerte y desesperación.

En marzo de 1492 decretó la expulsión de los judíos: cerca de 70.000 se marcharon. Muchos recordaron, en sus nuevos destinos, a Sefarad como el paraíso. Pero ya antes de la obligada marcha y durante años, ejércitos de pobres hombres y mujeres de la España profunda que siempre existió y que ahora parece renacer, acompañados de sus portavoces, los curas de parroquia, imbuidos de misticismo visionario, tomaron las plazas y los concejos de las ciudades para acusar al judío de usurero y enemigo social. Nadie se preocupó por frenar esta jauría enferma y justiciera.

El escritor Ivo Andrić, Premio Nobel de Literatura, visitó el cementerio de Sarajevo finalizada la Segunda Guerra Mundial. Su respeto por las culturas de los diferentes pueblos que ocuparon Bosnia a lo largo de los siglos le lleva a admirar el modo en que los sefarditas conservaran los bienes de su antigua patria. En casa y entre ellos, comenta, hablaban un español, corrompido por numerosas palabras eslavas y turcas; en las sinagogas y en las ceremonias religiosas usaban el hebreo; con el pueblo hablaban “bosniaco” y con los representantes de las autoridades, turco.

En las lápidas sepulcrales se contemplan inscripciones en bosniocroata y en español, junto a la hebreas. Las más antiguas, con los epitafios exclusivamente en hebreo, están a un lado, destinadas a una minoría capaz de leerlas y entenderlas, “minoría que hoy ni siquiera existe”. Tras los caracteres hebreos aparece la lengua española que se ha conservado durante cuatro siglos, como el epitafio que aparece en la tumba de una mujer: “Madre que non conoce otra justicia que el perdón ni más ley que el amor”. O el inscrito en la piedra que protege la sepultura de una joven, Doncela Klara Altarac: “Cubríome la vista del padre sol”.

Los judíos de Bosnia vivían su pobreza dignamente y, como todos, mejoraron su situación en el siglo XIX. “Solamente la Segunda Guerra Mundial y la irrupción letal del racismo, logró dispersarlos y exterminarlos”. Algunas lápidas están dañadas, rastro de los ustachas, fascistas croatas católicos simpatizantes de los nazis, de su “odio enfermizo y tenebrosa estupidez y de sus culatas o botas”. Una hilera uniforme de estelas de piedra artificial muestra los nombres sefardíes de aquellos fallecidos en la primavera y el verano de 1941. No están todos, pero los “exterminados y extirpados” sí están representados en una tumba simbólica en el mismo cementerio.

En un famoso relato, “Café Titanic”, Andrić, muestra el encuentro entre su dueño, Mento Papo, alcohólico, jugador, excluido de la comunidad sefardí de Sarajevo, y Stjepan Ković, nacido en Banja Luka, un fracasado a quien nadie aprecia, “torvo, pálido y henchido de importancia” que se apuntó a la organización mafiosa de los ustachas para ser alguien y nadar en la abundancia de lo robado, con la mala suerte de que a esas alturas apenas quedaban sobras porque judíos, y también serbios, ya habían sido extorsionados y exprimidos. A veces, a cambio de traslados de familias enteras de judíos a Mostar, Dalmacia y finalmente Italia, les exigían grandes sumas joyas de valor: pocos llegaron. Los ustachas de segunda o tercera fila, en la que se sitúa Ković, se conformaban con saqueos y pequeños hurtos, triste botín que conseguían mediante una violencia inusitada.

Antes de la guerra vivían en Sarajevo unos doce mil judíos de los que apenas sobrevivieron unos setecientos. La masacre se desencadenó tras la invasión de Yugoslavia por Hitler el 6 de abril de 1941, fecha en que Alemania bombardeó la ciudad abierta de Belgrado, Cuatro días después nombró un gobierno títere en Croacia, presidido por Ante Pavelic y su grupo de ustachas, que iniciaron una campaña de terror y exterminio contra serbios ortodoxos, judíos y gitanos. Igual que Isabel en Castilla quinientos años antes, pretendían una Croacia católica “pura”, mediante conversiones forzadas, deportaciones y exterminios masivos. En ese mismo mes de abril fueron deportados los primeros judíos de Zagreb a un campo de concentración en Danica y entre 1941 y 1945 fueron asesinados en el Estado Independiente de Croacia (que comprendía también Eslovenia, Bosnia, Herzegovina y gran parte de Dalmacia) 487.000 serbios ortodoxos, 27.000 gitanos y 30.000 judíos de los 45.000 que habitaban el territorio. 

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La visita de Ivo Andric al cementerio judío se realizaría posiblemente en los cincuenta, como muy tarde en los sesenta. He intentado averiguar qué ocurrió desde entonces. Tras el desmembramiento de la antigua Yugoslavia unos dos mil judíos marcharon a Israel; son unos ochocientos los que aún viven en la ciudad que ha vuelto a ser un lugar de convivencia, en el que junto a una sinogoga, se levanta un templo ortodoxo y, a su lado, una mezquita.

Durante el sitio de Sarajevo, en la guerra de Yugoslavia de los años noventa del siglo pasado, el cementerio judío ocupaba la primera línea de fuego y fue utilizado por los serbobosnios como una posición de artillería. Muchas tumbas sufrieron daños, pero la reconstrucción internacional reparó los daños y hoy en día persisten los bloques macizos de piedra que forman sus características lápidas. Como bueyes de montaña, robustos y blanquecinos yacen los montones de piedra grande cuadrangular y, expuestos a las miradas procedentes de todos lados, se derraman al sol y reposan como en un sueño profundo” (Petar Kočić).

Ivo Andrić, “Café Titanic (y otras historias)”, Acantilado, 2008.

Sumeria: las primeras ciudades — Historias emergentes

La civilización nació en Eridu, una ciudad situada en el extremo sur de Mesopotamia, aunque primero fue la agricultura, introducida lentamente entre el décimo y el séptimo milenio a.e.c. en una amplia franja de tierra en forma de media luna que recibe el nombre de Creciente Fértil y cuyos cuernos están constituidos por el Levante […]

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Santa Claus y la recuperación de las Saturnalia

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Finalizada la Segunda Guerra Mundial, con el incipiente regreso a la normalidad de los asuntos económicos, la celebración de la Navidad al modo americano en Europa se extendió con una amplitud desconocida hasta entonces. También el prestigio de los Estados Unidos, que tanto había contribuido a ganar la guerra, contribuyó a que se recuperara el árbol de Navidad, el muérdago, las tarjetas de felicitación y Papá Noel o Santa Claus, tradiciones europeas al fin y al cabo pero que, con recientes añadidos, formaban parte de las celebraciones americanas y que en Francia se habían considerado, hasta entonces, pueriles.

El antropólogo Claude Levi-Strauss publicó un artículo en ‘Le Temps Modernes’ en 1952, en el que recogía el auge de esta fiesta en Francia al tiempo que daba cuenta de un hecho insólito protagonizado por las autoridades eclesiásticas: unos meses atrás, el 24 de diciembre de 1951, Papa Noel fue colgado de las rejas y quemado, por usurpador y hereje, en el atrio de la catedral de Dijon, en presencia de casi tres centenares de niños del Patronato.

Se le acusaba de paganizar la Fiesta de la Navidad, aunque en realidad Papa Noel tenía su origen en el siglo IV de nuestra era y se inspiraba en el obispo san Nicolás de Bari, nacido en la actual Turquía. Entre sus buenas obras se cuenta que, compadecido por el oprobioso destino de tres doncellas, cuyo padre había caído en la más absoluta de las miserias hasta concebir la idea de prostituirlas, dejó caer por la chimenea de la casa unas monedas de oro que se introdujeron en las medias de lana que las jóvenes habían puesto a secar. De aquí la tradición de colgar calcetines tejidos en los que aparecen a la mañana siguiente los regalos de Navidad. Y, entre los milagros ocurridos por su intercesión, se cuenta el prodigio de haber devuelto a la vida a tres pequeñuelos que habían sido sacrificados por un hostelero para dar de comer a sus clientes.

La figura de san Nicolás se extendió por muchos países y los inmigrantes holandeses que en el siglo XVII fundaron la ciudad que posteriormente sería Nueva York, llevaron consigo la fiesta de Sinterklaas, su patrono, traducción de san Nicolás, el anciano bonachón que regala juguetes a los niños, y cuya pronunciación derivó en Santa Claus.

Lo que parecen ser nuevos ritos no surgen como por ensalmo, sino que recogen elementos arcaicos que se transforman o se combinan con otros modernos, de alguna manera ya presentes a lo largo de la historia. En su artículo, Levi-Strauss señala que la Navidad, a mediados del siglo XX, era una fiesta moderna pero con múltiples caracteres arcaizantes. El uso del muérdago, por ejemplo, es una pervivencia druídica pero se volvió a poner de moda en la Edad Media y actualmente no deja de utilizarse en las fiestas navideñas.

La hiedra y el acebo se utilizaban para adornar las viviendas en la Roma de las Saturnalia y Papa Noel, además de inspirarse en san Nicolás, tiene su antecedente en el Abad del Desgobierno, que no es otro que el inglés Lord of Misrule, personajes que se convierten en reyes de la Navidad. Estos lores, abades o monarcas son los herederos del rey de los muertos en la Antigua Roma, en las fiestas que se celebraban entre el 17 y el 24 de diciembre, los días más oscuros del año. En ellas se hacían regalos, sobre todo velas de cera, y se producía una obligada fraternidad entre ricos y pobres – los sirvientes se sentaban a la mesa y eran servidos por sus señores – y una subversión de los papeles de hombres y mujeres, que se intercambiaban las vestimentas para mostrar esa transformación festiva. Los jóvenes elegían a su rey, que debía regir los excesos y situarlos en determinados límites, y los esclavos recibían una pequeña paga extra, en vino o en moneda.

Las Saturnalia eran también la culminación del recuerdo a los muertos que ocupa todo el otoño y comienza con el inicio de la estación. En los países anglosajones, y cada vez más en los nuestros ante la mirada crítica de las autoridades católicas al igual que pasó con Papa Noel en Dijon, se celebra el Hallow Even, fiesta en la que los niños disfrazados de fantasmas y esqueletos persiguen a los adultos. Los muertos, representados por los más pequeños, exigen caramelos y luego, en el solsticio de invierno, es decir, el 24 de diciembre, colmados de regalos y satisfechos abandonan a los vivos hasta el siguiente otoño en que la luz comenzará a menguar de nuevo.

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Estas fiestas romanas gozaban de tal popularidad que, si bien duraban un sólo día en la época de Julio César, fueron ampliándose a siete y durante ese periodo se disfrutaba una vacación absoluta. A la Iglesia le costó mucho esfuerzo desembarazarse de ellas y sólo lo consiguió a fuerza de prohibiciones y de instaurar el nacimiento de Jesucristo el mismo día en que se celebraba la festividad del Sol Invicto.

El rey de las Saturnalia es heredero de un mito antiguo: el elegido, tras personificar a Saturno, dios de la agricultura, y permitirse todo tipo de excesos durante un mes, era sacrificado solemnemente. Levi-Strauss, que lo recuerda citando a Frazer, finaliza su artículo, titulado “El suplicio de Papá Noel”, con la deriva inesperada de aquellos sucesos de 1951: gracias al auto de fe de Dijon nos encontramos al héroe reconstituido con todas sus características y en toda su plenitud, tras un eclipse de algunos milenios. Todo regresa.

Ahasverus y Cartaphilus, errantes inmortales

Ahasver

El Judío Errante, o Judío Inmortal como lo llaman en los países de habla alemana, es un personaje de la mitología popular europea que inicia su andadura en las crónicas medievales del siglo XIII y se multiplica a partir de 1547, año en el que fue visto en Hamburgo. Aparece en distintas versiones y con diferentes nombres pero siempre con una característica: un marcado sentido antisemita. Es la personificación de la diáspora del pueblo judío, propenso a éxodos, exilios y destierros, un castigo divino que la nación “cainita y deicida” tiene bien merecido por haber negado al Mesías y haberle conducido a la crucifixión, según la cristiandad.

Nuestro personaje tiene semejanzas con Caín, al que Jehová condenó a vagar errante y fugitivo sobre la tierra. El judío de la leyenda recibe la maldición de labios de Jesús, bien por negarle un poco de agua o un lugar para el reposo durante su subida al Gólgota, bien por meterle prisa cuando cargaba con la cruz a cuestas. El hijo del hombre se va, pero tú esperarás a que vuelva”, parece que le dijo. La promesa de Jesús a sus seguidores era que pronto volvería y los apóstoles pensaban que eso ocurriría en su propia generación, pero han pasado dos mil años, la Parusía sigue sin producirse y el Judío Errante continúa su vagar eterno sin poder descansar jamás.

Una de las versiones asegura que el Judío Errante era un zapatero que tenía su tienda en la calle por la que subían los condenados a muerte con los maderos de la cruz a cuestas; otra, que se trataba de un centurión o un criado de Poncio Pilatos, que era el mismo Herodes e incluso Malco, asistente del Sumo Sacerdote, al que Pedro cortó la oreja. Los nombres también son muchos, pero han persistido, posiblemente debido a la literatura sobre el tema, el de Joseph Cartaphilus, identificado con el centurión y a, y el de Ahasverus.

En las primeras líneas de “El inmortal”, Borges nos hace un retrato de Joseph Cartaphilus sin afirmar en ningún momento que sea el auténtico Judío Errante. Nos lo sitúa como anticuario en 1929 en Londres. “Era un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos y se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas”. A finales de ese mismo año se supo que había muerto en el mar, al regresar de Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. Pero dejó en el último tomo de la Iliada, un manuscrito en el que Marco Flaminio Rufo, tribuno de las legiones de Diocleciano y otro de los nombres de Cartaphilus, narra su búsqueda de la Ciudad de los Inmortales.

De Cartaphilus se contaba en cartas y crónicas medievales que había sido un pretoriano de Poncio Pilato, aquel que empujó a Cristo camino del Calvario para que se diese prisa. Y que fue entonces cuando el propio Mesías le profetizó su inmortalidad errante. Otra versión, procedente de la crónica inglesa “Flores Historiarum” de Roger de Wendover, publicado en 1228, cuenta que un arzobispo armenio que visitaba Inglaterra relató que se había encontrado con Cartaphilus, en realidad José de Arimatea. Una leyenda algo posterior dice que Cartaphilus no era soldado romano, sino un criado del gobernador que acabó como ermitaño haciendo penitencia por su enorme pecado en Armenia. En todos los casos, el condenado a la inmortalidad rejuvenece cada vez que llega a la edad de cien años y así hasta la segunda venida de Cristo, como le fue prometido.

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En 1603 circuló un folleto anónimo que hizo muy popular la leyenda del Judío Errante y en el que se relataba que cincuenta años antes, en 1547 en Hamburgo, el clérigo luterano Paulus von Eitzen, afirmó que había conocido al Judío Errante en persona y que el propio Ahasverus, que así decía llamarse, le contó su historia y su maldición. Las ediciones del folleto se multiplicaron y se extendieron desde Alemania a Suecia, Dinamarca, Países Bajos y Francia.

El escritor alemán Stefan Heym utiliza la historia del consiliario de Schleswig y su encuentro con Ahasver para narrar su propia versión del Judío Errante, que convierte en parábola del Orden que ha de ser superado por la Justicia. Existe una explicación, que él mismo autor expone en una de las cartas al responsable del Instituto de Ateísmo Científico de Berlín, de por qué resurge con ímpetu la leyenda del Judío Errante en plena Reforma: Lutero destruyó el monopolio del tráfico financiero de la Iglesia católica y sus grandes bancas, los Fugger y los Welser; los puritanos protestantes se quedaron sin banqueros y no tuvieron más remedio que acudir a los judíos, a quienes sí se les permitía el préstamo sin riesgo de condenación eterna. Ahasver aparece desde entonces, no sólo como el vagabundo inmortal, sino también como el prestamista y el usurero y también el inventor de las cartas de crédito porque allá donde va llega como un mendigo e inmediatamente, gracias a sus contactos y a sus cartas, consigue grandes riquezas.

Pero Heym crea con Ahasver otro personaje, cuyo origen no está en la primera venida de Jesucristo, sino en el propio Génesis, en la rebelión de Lucifer y sus seguidores frente a la osadía de la creación del hombre, al que todos en la tierra y en el cielo deberían adorar. De unas motas de polvo, de agua, de aire y de fuego, Dios creó al hombre en la palma de su mano. Pero Lucifer no estaba dispuesto a servir a un ser que no era ni fuego ni espíritu como él, un ser que se convertirá en una “alimaña y se multiplicará como los piojos y hará de la tierra un lodazal maloliente” y será “burla y oprobio” de la imagen de su creador.

En la rebelión y en la caída le acompaña Ahasver, el Amado, pero no por las mismas razones. Se rebela contra el orden del Creador porque le domina “un gran pensamiento, un sueño” y Dios le castiga porque no puede consentir que su ley sea un escarnio a sus ojos, que no le alabe, que su orden no sea orden para él y que pretenda poner “lo de arriba abajo y lo de abajo arriba”.

Le condena a vagar eternamente y esta sentencia se repite con el propio Jesucristo, a quien Ahasver pretende convencer de que no tiene que ser el cordero, ni cumplir la profecía de la mansedumbre. Cuando Reb Joshua ayunaba en el desierto le mostró los reinos del mundo y cómo en todos y cada uno de ellos imperaba la injusticia, cómo los débiles eran aplastados por los fuertes, cómo los campesinos se uncían ellos mismos el arado. Ante semejante estado de cosas, Ahasver le insta a que se haga cargo de todo ello y disponga lo de abajo arriba pues “son llegados los tiempos de establecer el verdadero Reino de Dios”, pero Reb Joshua le contesta: “Mi Reino no es de este mundo”.

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Y cuando, camino del calvario, Ahasver le ve torturado y exhausto dirigirse al sacrificio le dice: “Te quitarás de encima esa cruz y te erguirás, libre de la carga y reunirás en torno a ti al pueblo de Israel y serás su caudillo, como está escrito porque tuyo es el combate y tuya la victoria”. Reb Joshua le pide que envaine la espada y que le deje descansar a la sombra del pórtico de su casa, pero Ahasver le empuja y le advierte de que a Dios no le importa que muera en la cruz, que ha hecho a los hombres como son y que no va a cambiarlos “tu pobre muerte”. Es entonces, cuando Jesucristo le condena a permanecer en la tierra hasta que vuelva para juzgar a los vivos y a los muertos.

Ahasver no cree que el cordero transforme el mundo. “Te prenderán y te escarnecerán como a falso rey”, le avisa cuando predica que los mansos poseerán la tierra y que quienes tienen hambre y sed de justicia se verán hartos. El ángel caído se rebela contra Reb Joshua porque no es quien espera, no es el que impondrá la ley de la justicia en el mundo. Tras su muerte en la cruz sigue reinando la maldad: todos son enemigos de todos, se construyen campos de concentración donde los hombres mueren a millares por falta de alimento y cámaras de gas donde fallecen asfixiados y armas que aniquilan a los enemigos, se tortura hasta la muerte y se mata en masa. No hay más que echar una ojeada al terrible siglo XX. “Y todo ello sucede en nombre del amor y para el bien de los pueblos”.

Nunca la espada se convirtió en reja de arado. Y el hombre “se apodera de las fuerzas del universo y crea gigantescos hongos de humo y llamas, en los que todo ser viviente se convierte en ceniza y en una sombra sobre la pared”. Los hechos dan la razón a Lucifer: de una mota de polvo no sale nada bueno y la humanidad es una vara torcida. Todos los parches son inútiles y sólo prolongan la agonía del género humano que finalmente habrá de sucumbir. Propone a Ahasver que se una con él en la destrucción del viejo mundo y que con su espíritu se cree un reino “sin ese pequeño Dios de un pequeño pueblo del desierto, un Dios que sólo puede vivir si todos los seres se le someten”.

Pero Ahasver, el ángel caído que quiere mudar el mundo porque cree que el mundo es mudable y también los hombres que lo pueblan, no puede aceptar el destino de exterminio que Leuchtentrager, el que lleva la luz, quiere para los hombres. Es un redentor, un Prometeo, castigado por Dios. Y convence a Reb Joshua para que vuelva, pero esta vez a juzgar, no a padecer: para asaltar los cielos y el orden de lo sagrado.

Lecturas

Jorge Luis Borges, El inmortal (El Aleph), Seix Barral, 1983

Ahasver, Stefan Heym, Alfaguara, 1981

Ovidio en el Ponto, la amargura del exilio

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Un poema y un error llevaron a Ovidio a los confines del Imperio Romano. En la cincuentena, inmerso en una vida placentera y alcanzado el éxito como poeta del amor y las metamorfosis, tuvo que abandonar la ciudad por orden expresa y fulminante del emperador Octaviano y cambiar su residencia, vecina a la colina del Capitolio, y su villa en las cercanías de Roma por una existencia inclemente en la localidad de Tomos, una antigua colonia griega convertida en plaza fuerte, habitada por los primitivos getas, un pueblo tracio que había vivido durante siglos en el delta del Danubio, y por algunos griegos barbarizados.

En las elegías que componen ‘Tristes’ y en las epístolas de las ‘Pónticas’ pide a sus familiares y amigos que intercedan ante Augusto para que le permita volver. Para acentuar los tintes sombríos de su existencia habla de Tomos, actual puerto rumano de Constanza, a orillas del Mar Negro, como de un lugar árido, hostil e inseguro, situado en los últimos confines del mundo, “cubierto por un eterno manto de nieve” y rodeado de salvajes enemigos, sármatas y getas, que lanzan mientras cabalgan en torno a los muros dardos envenenados con la hiel de las víboras, de forma que las casas lucen erizadas de flechas y “los cerrojos de las puertas apenas resisten el empuje de las armas”. Pero sobre todo es el frío de inviernos que se suceden sin tregua y el mar helado lo que le hace lamentar una y otra vez su cruel destino.

Estrabón. en su ‘Geografía’, señala que en tiempos homéricos lo que hoy llamamos Mar Negro, se denominaba “Axenos”, que significa inhóspito, debido a las tormentas de invierno y a la ferocidad de las tribus escitas que vivían en el litoral y que se complacían en el sacrificio de los extranjeros que llegaban a sus costas. Después, cuando los jonios fundaron sus colonias alrededor de este mar, se le llamó “Euxinos”, es decir, bueno con los extranjeros, hospitalario.

El poeta ruso Pushkin desmiente que el lugar sea tan terrible como Ovidio lo describió y asegura que brilla aquí largo tiempo un azulado cielo / y breve es el imperio de la invernal borrasca”. Pero la autocompasión no le permite al poeta romano escribir nada que pueda parecer un alivio a su situación de desterrado. En una de las epístolas Ovidio se hace eco del reproche de uno de sus amigos, Bruto, que le advierte de que un censor tilda sus cartas de monótonas y fastidiosas por ocuparse todas del mismo asunto y con idéntico tono lastimero. En ellas no deja de rogar a sus amigos que intercedan ante Augusto para que se acuerde de él y, al menos, elija otro destino de destierro menos aborrecible.

Nunca volvió a Italia a pesar de sus súplicas. Ni siquiera Tiberio, el sucesor de Octaviano, se prestó a escucharle. Falleció nueve años después de su llegada al Ponto, en el año 17. En una de sus epístolas expresó el temor de morir en Tomos y que sus restos fueran sepultados en su suelo y que, después de muerto, sus despojos yacieran oprimidos en la tierra de Escitia. Pedía que se impidiera que los cascos de los caballos tracios profanaran sus cenizas mal inhumadas, “como suelen quedar las de un desterrado”, y que la sombra de un sármata fuera a espantar a sus manes.

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No regresó del lugar que consideraba tan tenebroso y tuvo que conformarse con recorrer con los “ojos del pensamiento” las plazas, los palacios, los teatros revestidos de mármol, los pórticos y el campo de Marte, los jardines y los estanques y las aguas de Euripo. Y eso a pesar de que todos sus escritos del exilio ensalzan la divinidad y la clemencia de Augusto y en ningún momento ponen en duda la justicia de su decisión. Incluso en los poemas que escribe en el idioma de los getas, entonó “las alabanzas de César” cuyo “numen divino ayudó la novedad de mi empresa”.

Tampoco le había servido de nada la redacción de los ‘Fastos’, una obra que recuperaba ritos y creencias de la primitiva religión romana, tan del gusto de Octaviano, junto con el canto a la vida rural y a las antiguas y sencillas costumbres. Ovidio no era Virgilio, con quien Augusto tenía en común su mala salud de hierro y su aspecto enclenque y desvalido, ni tampoco Horacio, y la moderación y la vida pastoril no figuraban en la lista de temas predilectos.

Ovidio prefería la literatura amatoria, las elegías a una enamorada, en su caso llamada Corina, a la que dirigía sus cuitas de amor de la misma manera que Tíbulo a Delia, Propercio a Cintia y Cátulo a Lesbia. Después vino ‘El arte de amar’, en el que da consejos a hombres y mujeres para conquistar el objeto de su amor, elogia la vida alegre y las astucias de las cortesanas y considera el adulterio como un acicate más para el cortejo.

Fue un error de libro. El emperador Augusto, llevado por su puritanismo, no exento de hipocresía, había convertido una ofensa privada como el adulterio en un delito castigado con el destierro. Una de sus víctimas fue su propia hija Julia, a la que había obligado a casarse en tres ocasiones por razones de Estado: primero con un apuesto y limitado Marcelo; luego con su mano derecha, Marco Agripa, que casi le triplicaba la edad y, por último, con su hijastro y futuro emperador Tiberio. Tal vez a Julia le fascinaran las fiestas desenfrenadas o tal vez su actitud fuera una respuesta a la educación rígida que recibió y a las imposiciones matrimoniales. El caso es que se esgrimió que se citaba en secreto con sus numerosos amantes en el mismo Foro donde su padre había propuesto sus leyes “morales” que obligaban a denunciar a la adúltera si no se quería cometer un crimen de connivencia. Fue el propio Augusto quien denunció a Julia en el Senado, maldijo su memoria e hizo que destruyeran todas sus estatuas. En el año 2 a.n.e. fue confinada en la minúscula isla de Pandataria, al oeste de Nápoles.

Alrededor de la fecha en que fue condenada Julia, Ovidio publicó ‘El arte de amar’, excusa que se utilizaría para justificar su destierro diez años después. Es seguro que esta obra al emperador no le hizo gracia alguna y ya entonces pudo adoptar una predisposición hostil hacia el poeta, que, en su destierro, dijo que le perdieron un “carmen” y un “error”. El poema podría ser aquel pero el error, al que también denomina “culpa, crimen, estupidez e imprudencia”, es el que despierta más especulaciones porque nunca reveló en qué consistía.

Se ha argumentado que Ovidio pertenecía a una secta neopitagórica de carácter republicano y también que formó parte de una conspiración con los descendientes de Octaviano, pero no es una hipótesis que pueda tomarse en serio. Coincide su orden de destierro con el de la nieta del emperador, Julia la Menor, en el mismo año a la isla de Trimera y por las mismas razones que llevaron a su madre a Pandataria. La mayoría de los estudiosos cree que, de alguna manera, Ovidio fue testigo o tal vez cómplice del adulterio de la nieta, hecho que causó un gran escándalo social, o quizá fue un nuevo poema desconocido para nosotros y que desveló esa trama.

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En sus escritos en Tomos, dice el poeta que ha sido acusado de “ser maestro de un adulterio obsceno”, que su culpa es grave pero que no se le debe acusar más que de insensato y temerario. “Yo no vine a las tierras del Ponto acusado de homicida ni mis manos confeccionaron ningún letal veneno ni sufrí el castigo del que pone su sello en apócrifas escrituras ni cometí viles acciones que la ley prohibiese y, no obstante, tengo que confesar mi delito, más grave que todos estos. No me preguntes cuál; escribí un Arte insensato y eso impide que mi manos se consideren inocentes; no pretendas inquirir si he pecado en otro terreno y que toda mi culpa recaiga sobre el Arte de amar”. Estos versos pertenecen a una misiva dirigida al rey tracio Cotys, poeta en lengua griega, al que pide protección, pero no parece muy sincera su confesión ya que habían pasado más de diez años desde la publicación de ‘El arte de amar’. Aunque pudiera ser que Augusto se la hubiera guardado desde entonces.

Lo que sí parece clara es la antipatía del emperador hacia el poeta. En ‘El arte de amar’, Ovidio reta al emperador: “¡Que otros añoren la sencillez de las antiguas costumbres!”. Y seguidamente se muestra encantado de vivir en unos tiempos tan amables. Augusto le ordena, diez años después, abandonar Roma y al destierro añade la crueldad del destino: un lugar que, en la tradición grecolatina, era ejemplo de salvajismo, irracionalidad y de todo lo que consideraban ajeno a la civilización.

Ovidio recuerda en la Elegía IX de ‘Tristes’ que en Tomos, Medea despedazó a su hermano y expuso en una roca las manos lívidas del joven y su cabeza chorreando sangre para que su padre, Aetes, lo pudiera identificar y se retrasara en su persecución mientras recogía uno a uno los miembros esparcidos del hijo para darles sepultura. Fue en Tomos, que en griego significa “recorte, amputación”, una guarnición romana en una tierra de niebla y pesadilla, donde la princesa de Colcos traicionó a su padre y mató a su hermano, porque, según relata el poeta romano en Las metamorfosis’, nada más ver a Jasón se enamoró perdidamente de él y abandonó a un “padre despiadado” y “un país bárbaro” a cambio de una promesa de matrimonio.

Más que un acto de censura parece un represalia personal: tras el destierro, Augusto hizo desaparecer de las bibliotecas públicas no sólo ‘El arte de amar’, sino también ‘Los fastos’ y ‘Las metamorfosis’, pero no las prohibió ni las destruyó. Después, el tiempo obraría en favor de Ovidio, convirtiéndolo en uno de los poetas latinos que mayor influencia tuvo en autores posteriores.

Y ya he dado término a una obra que ni la ira de Júpiter, ni el fuego, ni el hierro ni el tiempo devorador podrán destruir. Ese día que, sin embargo, no tiene poder más que sobre mi cuerpo, pondrá fin cuando quiera al incierto espacio de mi existencia; pero yo volaré, eterno, por encima de las altas estrellas con al parte mejor de mí y mi nombre persistirá imborrable. Y allá por donde el poder de Roma se extienda sobre las tierras sometidas, los labios del pueblo me leerán, y por todos los siglos, si algo de verdad hay en las predicciones de los poetas, gracias a la fama yo viviré” (‘Las metamorfosis’, traducción de Ely Leonetti Jungl).

· Un espía chino, un diplomático francés y una confusión de sexos

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Mientras leía el caso de la impostura y confusión de identidades acerca de Martin Guerre, un acaudalado campesino francés del siglo XVI que abandonó a su familia y que ocho años después fue sustituido -en el reconocimiento de sus vecinos, en el afecto de sus allegados e incluso en el lecho de su esposa- por un hombre que se le parecía extraordinariamente, me vino a la memoria una historia que, si bien no es similar, sí tiene relación con una suplantación y con las versiones o recreaciones que la literatura o el cine hacen de relatos verídicos.

Se trata esta vez de cómo un espía chino enamoró a un diplomático francés y le tuvo convencido durante años de que era una mujer e incluso de que ambos habían concebido un hijo. El caso se hizo público en 1986 como resultado de un juicio por espionaje en París a los dos protagonistas de esta singular historia: Shi Pei Pu y Bernard Boursicot. Ambos se conocieron en 1964, cuando Bernard, con veinte años, empezó a trabajar como contable en la recién inaugurada Embajada francesa en China. Shi Pei Pu tenía veintiséis años, interpretaba papeles femeninos en la ópera de Pekín y enseñaba mandarín a las esposas de los diplomáticos. Le hizo creer que era una mujer pero que se veía obligada a llevar una vida de hombre para complacer a su padre, que siempre quiso un hijo varón.

Iniciaron un romance y, un año después, Shi le confesó que estaba embarazada. Boursicot tuvo que volver a París, pero regresó cuatro años después, aunque no pudo conocer al supuesto hijo de ambos porque fue enviado por su madre a una región remota con la intención -alegó ella- de protegerlo. En los siguientes años continuó la relación entre ambos, aunque el funcionario francés se trasladó a diversos puestos diplomáticos en Asia. Las autoridades chinas descubrieron el romance y le chantajearon para que les pasara documentos secretos, primero desde Pekín y luego, en 1977, desde Ulan Bator.

En 1979 Boursicot regresó a Francia y en 1982 consiguió traerse a Shi y a su supuesto hijo de dieciséis años, Shi Du Du. Interrogado por el servicio de contraespionaje francés, Boursicot confesó haberle pasado a Shi al menos cincuenta documentos clasificados, obligado por las autoridades chinas y con el fin de protegerla a ella y al hijo de ambos. Su papel como espía no fue brillante: las fotocopias de los documentos que pasaba a los chinos carecían de valor (facturas de comestibles, en especial quesos, y contratos de pequeñas obras) de forma que en 1979, su contacto chino le dijo que dejara de espiar porque no le resultaba de ninguna utilidad.

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Shi Pei Pu y el juicio

En el juicio, Boursicot fue informado de que la persona con la que había mantenido una relación de casi veinte años era en realidad un hombre “con todos sus atributos”. Se negó a creerlo hasta que le permitieron ver el cuerpo de Shi que, según la teoría de algunos investigadores del tema tenía la capacidad de retraer dichos atributos de forma que visualmente pareciesen genitales femeninos e incluso fueran susceptibles de penetración superficial. Convencido ya el francés de que no era una mujer, Shi le juró que el hijo era suyo porque había recogido su esperma para una inseminación artificial. Cuando los médicos le demostraron que eso era imposible y que el bebé fue comprado, Boursicot intentó suicidarse en la cárcel cortándose la garganta con una cuchilla.

Fue por su supuesto e imposible hijo por quien Boursicot se desvivió y se convirtió en espía, inconsistente pero espía, y por quien llegó a creer todo lo que su amante chino le contó: que había tenido que enviarlo lejos para protegerlo o que las costumbres de su país le impedían dejar ver su cuerpo totalmente desnudo. Boursicot había tenido relaciones con hombres y, aunque debió tener pocas con mujeres, en absoluto le repelían. No se trataba de un autoengaño acerca de su sexualidad ni la pretensión de borrar o sublimar su comportamiento en este asunto, sino de un deseo: el de enamorar a una mujer y tener un hijo con ella.

Por eso, cuando se convence de que ese adolescente no puede ser su hijo de ninguna manera, intenta suicidarse. Había sido capaz de crear un mundo irreal y convertir a un profesor de mandarín en una cantante de ópera absolutamente femenina y el descubrimiento de la triste realidad debió ser tan difícil de soportar que le empujó a dejar de vivir.

Los dos procesados fueron sentenciados a seis años de cárcel por espionaje, aunque se les perdonó un año después y cada uno siguió su camino: Shi Pei se quedó en París como cantante y Boursicot continuó su relación con Thierry, un hombre con el que vivía desde hacía algún tiempo. En cuanto al falso hijo, Shi Du Du, fundó su propia familia y no volvió a contactar con su falso padre, recluido en un geriátrico, hasta la muerte de Shi en 2009.

Esta curiosa historia que dejó perplejos a muchos franceses por la inocencia y credulidad del protagonista fue llevada al cine en 1993 por David Cronenberg con el título de “M. Butterfly”. El director modificó determinados aspectos del caso para hacer más explicables o más literarios ciertos comportamientos.

Y es en esta ficción de un hecho que realmente ocurrió lo que me pareció que tenía relación con el juicio al impostor de Martin Guerre. Toda ficción cuenta algo que pudo haber sido pero que no fue, incluso cuando no se basa en ningún caso real. Al utilizar hechos que sí ocurrieron, el relato literario (o cinematográfico) nos pone de relieve que funciona de la misma manera que el basado en la imaginación del autor: se recrea lo que ha pasado o quizá no, lo que podría haber sido de otro modo o lo que pudo ocurrir y quedó sólo como posibilidad.

Tan plausible es que la mujer de Martin Guerre fuera cómplice del suplantador de su marido como que tuviera un grave problema de conciencia, explotado por Janet Lewis al escribir sobre Bertrande como si conociera todos sus pensamientos, como si fuera la propia Bertande. Es un producto de la imaginación de Lewis, su versión sobre una mujer que, por ella misma o por sus parientes, fue empujada a denunciar al hombre que amaba y conducirle a la horca. O tal vez no fuera este el caso. No importa. La ficción nos da la posibilidad de que todo sea otra cosa y sin embargo siga siendo la misma.

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Es posible que Boursicot deseara enamorarse de una mujer y tener un hijo con ella pero su comportamiento pudo deberse o no a otras motivaciones. Cronenberg explora, en su relato cinematográfico de ficción sobre el espía chino y su amante francés, las ambigüedades de la identidad, las contradicciones del deseo, la invención de una fantasía y el exotismo de la cultura oriental. Boursicot pasa a llamarse Gallimard y es un diplomático de alto rango que se enamora perdidamente de Song Liling, diva de la ópera de Pekín y espía al servicio de su país. Jeremy Irons presta su impecable aspecto físico para construir un Gallimard elegante y torturado y John Lone interpreta un doble papel de hombre y mujer absolutamente creíble.

Liling acepta convertirse en la fantasía de Gallimard, que llega a definirse a sí mismo como “un hombre que amaba a una mujer creada por un hombre”. Nada que ver con la explicación que el auténtico Boursicot adujo para justificarse: “Nuestros amores eran clandestinos. Nos veíamos en lo oscuro, deprisa y corriendo”.

Todo pudo haber sido y si fue de una manera o de otra, la ficción nos da la oportunidad de reflexionar sobre ello, de recrearlo o de verlo con otros ojos. En estas posibilidades se basa la misma existencia de la ficción y su justificación. Como alguna vez dijo Javier Marías, leemos o vemos una película porque necesitamos “conocer lo posible además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo descartado y lo que pudo ser además de lo que fue”.

Notas

– David Cronenberg, ‘M.Butterfly’, película de 1992, basada en el caso Boursicot.

– Janet Lewis, “La mujer de Martin Guerre”, vigésimo noveno volumen del Reino de Redonda, editado por Javier Marías en 2015.

– Daniel Vigne, “El regreso de Martin Guerre”, película de 1982. Como en la novela de Lewis, el impostor es mucho mejor persona que quien se marchó.

-La voz de Javier Marías procede del discurso que pronunció el 2 de agosto de 1995 en Caracas, bajo el título “Lo que no sucede y sucede”, al recibir el Premio Internacional Rómulo Gallegos.

· El doble regreso de Martin Guerre

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Cuando Ulises volvió a Ítaca tras diez años de guerra y otros diez de errancia, sólo Argos, su viejo perro, adivinó que era él. A Penélope tuvo que convencerla y superar la trampa que le tendió cuando ordenó que se sacara el lecho conyugal del dormitorio. Él lo había construido alrededor del tronco de un gigantesco olivo, lo que hacía imposible cumplir su mandato. Al recordárselo, ella se dio cuenta inmediatamente de que el hombre que estaba ante ella era el auténtico Ulises, el que había marchado a Troya veinte años antes.

A Bertrande de Rols, el supuesto impostor que se hizo pasar por su esposo después de ocho años de abandono también le dio múltiples pruebas, pero ella no le creyó y le llevó a juicio. Al principio lo acogió no sólo en su cama sino también en su corazón. Había vuelto cambiado de las guerras de España: ya no era un joven petulante, arisco y convencido de que debía ejercer la autoridad sin contemplaciones ni sentimentalismos y exigir obediencia a criados y a sus propios hijos y esposa cuando se convirtiera en el cap d’hostal, al morir su padre. Hacía ocho años que una discusión y una denuncia por robo de su progenitor, le hicieron abandonar la casa, a su mujer y a su hijo pequeño.

Ella le esperó pacientemente. Murieron los padres de él, las hermanas se casaron, Bertrande se quedó sola en la granja y, cuando ya creía que Martin no iba a regresar jamás, volvió y resultó ser una persona dulce, agradable, buen conversador, buen amante y mejor padre. Ella no dudó de él al principio, pero según pasaba el tiempo se le hacía más y más difícil entender su gran cambio. Y entonces se obsesionó con que era un impostor y, lo que es aún peor, que su alma sería condenada por toda la eternidad a las llamas del infierno porque había cometido y estaba cometiendo adulterio: ése no era su marido.

Y aunque todo el mundo la tomó por loca, excepto el tío Pierre, quien había sido jefe de la casa durante los últimos años de la ausencia de Martin, ella siguió insistiendo y llevó el caso a juicio, a pesar del disgusto de las hermanas y de los criados, la oposición del cura y la incomprensión de su hijo que había hecho un héroe de su padre recobrado. Una primera vista se celebró en Rieux y la segunda y definitiva en Toulouse. Ya estaba el caso juzgado y el acusado reconocido como Martin Guerre cuando de pronto se presentó el auténtico. La autora deja para el final la aparición dramática del esposo que, lejos de mostrarse cariñoso y respetuoso con su esposa, la acusa de traición y adulterio, el pecado al que tanto temía ella.

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La historia es real y ocurrió en Artigue, un pequeño pueblo del sur de Francia que todos los inviernos quedaba aislado por las nieves. Martin Guerre desapareció en 1548, el falso apareció ocho años después y fue condenado a muerte tras un complicado juicio en 1560. Del auténtico Martin Guerre y de su esposa y familia no se supo más.

La versión que ofrece Janet Lewis sobre esta historia nos muestra que perseguir la verdad no siempre es lo más acertado y que una educación rígida que tiene como objetivo inculcar el sentimiento de culpa no es lo más saludable. El relato va encadenando los estados de ánimo de la propia Bertrande: al principio prima el sentimiento de humillación y abandono que le produce la marcha de su esposo, luego la angustia al comprobar que pasan las primaveras y no regresa, el rencor por el sufrimiento que provoca en ella su ausencia, la agonía de la incertidumbre y la ansiedad ante viajeros desconocidos que pudieran dar noticias de él.

Y de repente reaparece como en un sueño y ella siente que el corazón se le desboca y cree que es Martin, que se le parece, pero no del todo. Pasan los meses y ella aún no puede creer que se merezca esa felicidad, que el orgulloso y abrupto esposo que se marchó se haya convertido en un marido cariñoso, vital y enamorado. Las pruebas de que era él son innumerables, desde los detalles del pasado que ambos recuerdan a las señales físicas que muestra -dos dientes rotos, los lunares- pero, sobre todo, el reconocimiento de que es él por parte de los parientes y los criados.

Pero a fuerza de pensar que no se lo merece, que va a ser castigada, Bertrande se labra su propia desgracia y de haber podido disfrutar el resto de su vida con un hombre dulce y atento, que la quería y del que estaba enamorada, el impostor llamado Arnaud du Thil, pasó a ser la esposa despreciada y condenada por Martin Guerre, un hombre que la había abandonado sin ningún cargo de conciencia y que no tenía el más mínimo apego a su persona ni a su familia.

Janet Lewis, la autora, se basa en los comentarios de Étienne Pasquier, célebre jurista contemporáneo a los hechos, que a su vez recoge el testimonio del relator del proceso, Jean de Coras, para escribir esta corta recreación en un libro que se publicó en 1941.

Michel de Montaigne asistió al juicio y lo mencionó años después en sus ‘Ensayos’, mediante preguntas sin respuestas, para mostrar las dificultades de desentrañar la verdad, que huye y cojea, como el supuestamente auténtico Guerre, que perdió una pierna en la batalla de San Quintín. Se pregunta cómo Arnaud du Thil, un hombre enamorado de una mujer a la que nunca vio, pudo adoptar la identidad del marido con el consentimiento de parientes y vecinos, por qué lo aceptó ella y por que le denunció después, por qué se marchó Martin Guerre y por qué volvió y, sobre todo ¿quién era el auténtico impostor?

Janet Lewis, La mujer de Martin Guerre, Reino de Redonda, 2016

Nota biográfica

Janet Lewis (1899-1998) fue una novelista y poeta estadounidense. Escribió ‘La mujer de Martin Guerre’ (1941), ‘El juicio de Sören Qvist’ (1949) y ‘El fantasma de Monsieur Scarrow’ (1959), las tres novelas que integran la serie ‘Casos de pruebas circunstanciales’.

* La «verdad» de García Márquez y «la desdicha del hacer» de Abel Posse

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No quedan testimonios de lo que pensaron o sintieron los habitantes de las Antillas cuando vieron aparecer las carabelas y los hombres que en ellas viajaban, tan distintos, tan vestidos, tan extraños, pero podemos imaginar su asombro ante seres que parecían de otro mundo, hoy diríamos que de otro planeta, que desembarcaban de unas enormes naves nodrizas y que, al llegar a tierra, hincando en ella una rodilla y un estandarte, pronunciaban un incomprensible parlamento de posesión.

Cristóbal Colón cuenta en su Diario del Primer Viaje que los indios con los que tuvieron los primeros encuentros eran amistosos, hermosos de cuerpo y generosos en extremo pues, aunque parecían muy pobres, entregaban todas sus posesiones a cambio de cualquier cosa que los marineros les ofrecieran, desde cuentecillas de vidrio a cascabeles e incluso platos rotos.

Si las tornas hubieran sido otras y si los nativos de estas islas hubieran podido expresar sus impresiones, sus palabras no habrían sido muy diferentes de las utilizadas por García Márquez en el capítulo de ‘El otoño del patriarca’ que muestra el primer encuentro entre españoles e indígenas y pone en solfa conceptos aparentemente enemigos como civilización y barbarie.

El patriarca recuerda un histórico viernes de octubre en que salió del cuarto al amanecer y se encontró con que “todo el mundo en la casa presidencial tenía puesto un bonete colorado”, desde las concubinas a los ordeñadores, los centinelas, los paralíticos y los leprosos. Tan extraño resultaba que intentó averiguar qué había pasado hasta que por fin encontró a uno que le contó “la verdad”: que habían llegado “unos forasteros que parloteaban en lengua ladina pues no decían el mar sino la mar y llamaban papagayos a las guacamayas, almadías a los cayucos y azagayas a los arpones, y que habiendo visto que salíamos a recibirlos nadando entorno de sus naves se encarapitaron en los palos de la arboladura y se gritaban unos a otros que mirad qué bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras”, que es lo que escribió textualmente Cristóbal Colón en el Diario de su primer viaje, cuando desembarcó en Guanahaní.

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Sigue contando el relator de “la verdad” que nosotros no entendíamos por qué carajo nos hacían tanta burla mi general si estábamos tan naturales como nuestras madres nos parieron y en cambio ellos estaban vestidos como la sota de bastos a pesar del calor” y “gritaban que no entendíamos en lengua de cristianos cuando eran ellos los que no entendían lo que gritábamos” nosotros y después vinieron en sus cayucos y “nos cambiaban todo lo que teníamos por estos bonetes colorados y estas sartas de pepitas de vidrio que nos colgábamos en el pescuezo por hacerles gracia” y “como vimos que eran buenos servidores y de buen ingenio nos los fuimos llevando hacia la playa sin que se dieran cuenta, pero la vaina fue que entre el cámbieme esto por aquello y le cambio esto por esto otro se formó un cambalache de la puta madre y al cabo del rato todo el mundo estaba cambalachando sus loros, su tabaco, sus bolas de chocolate, sus huevos de iguana, cuanto Dios crió, pues de todo tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad, y hasta querían cambiar a uno de nosotros por un jubón de terciopelo para mostrarnos en las Europas, imagínese usted mi general, qué despelote”.

García Márquez consigue, en esta simulación que aparenta una sencilla broma, poner en entredicho que la versión de Colón sea la única posible y revelar una verdad profunda: que el juicio que hacemos del desconocido puede que no sea acertado, que seguro que no lo es; que nuestra lengua no es más “cristiana”, más civilizada, que la del otro y que posiblemente nuestras costumbres sean menos pertinentes que las suyas, más acordes con su entorno. Andar encorazado y encasquetado por lugares tan cálidos debió ser una penitencia para los que llegaron con sus bonetes rojos y sus ristras de cascabeles para cambiarlos por oro.

No son más bárbaros porque anden vestidos o desnudos o porque utilicen una u otra lengua; son bárbaros aquellos que marcan una ruptura entre sí mismos y los demás hombres y niegan la plena humanidad de los otros. Colón lo hace y García Márquez lo denuncia, cuando dice que querían “mostrar a uno de nosotros en las Europas”. Colón ordena detener a seis “mancebos”, como relata en su Diario, para llevarlos a España y que allí los vean los Reyes; se lo piensa mejor y manda añadir al paquete siete mujeres y tres niños “porque mejor se comportan los hombres habiendo mujeres de su tierra que sin ellas”. Que no existiera ningún grado de parentesco entre los secuestrados, a los que evidentemente Colón no aprecia como hombres iguales a él, lo atestigua el que por la noche “vino a bordo el marido de una de estas mujeres y padre de tres hijos y dijo que yo le dejase venir con ellos”.

Trilogía americana, de Abel Posse

El 12 de octubre de 1492 “fue descubierta Europa y los europeos por los animales y hombres de los reinos selváticos y desde entonces fueron de desilusión en desilusión ante el paso de estos seres blanquísimos, más fuertes por astucia que por don”.

Es la voz de Abel Posse en su trilogía sobre la Conquista: los indios veían en los conquistadores una “peligrosa congregación de expulsados del Paraíso, de la Unidad primordial de la que ningún hombre o animal tiene porqué alejarse”, que organizaba su delirante visión del tiempo “bajo el nombre Historia, una especie de metafísica pista de carreras”. Padecían y hacían padecer porque sus dioses les habían enseñado la negación de la vida hasta el punto de convertirles en seres incapaces de comprender el equilibrio y el orden natural de las cosas.

Para los nativos, el Descubrimiento supuso entrar en contacto con “la trágica naturaleza de los tristes conquistadores”. Los “blanquiñosos”, apelativo poco caritativo que utilizan los conquistados en ‘Daimon’, eran valientes hasta la inconsciencia, pero carecían de alegría, eran unos “desdichados del hacer” y sólo respetaban la eficacia.

Daimon

Abel Posse en ‘Los perros del Paraíso’ y en ‘Daimon’ aplica las categorías hegelianas del ser y el estar: el hombre del ser es el blanco, el europeo, el colonizador, que vive sin raíces y está obsesionado con el actuar, con el calcular, con el hacer, frente al indígena, que se limita a “estar” y a contemplar la magnificencia del mundo. Alguien, alguna vez, en sus tierras de constructividad y de desdicha, les había dicho a los hombres blancos que no era posible ser sin hacer. “Esta barbaridad o filosofía, cuyos sombríos detalles los jefes indios no podían todavía comprender, se ponía de manifiesto en cada acto de los invasores”.

Inclinados a sembrar la muerte preventiva y general, todo lo convertían en un valle de lágrimas. “Pronto los despreciaron los jaguares y las confederaciones de monos” y al final casi todos los animales, excepto los eternos traidores: “los zopilotes y otros interesados comedores de carroña”.

El hombre blanco es incapaz de vivir de forma tranquila según los ciclos naturales. Ni siquiera el mismo Álvar Núñez Cabeza de Vaca es capaz de hacerlo después de haber convivido con los indios casi ocho años; cuando consigue llegar a Nueva España ya está pensando en volver como gobernador. Al Colón de ‘Los perros del paraíso’ las fuerzas vivas del Estado y de la Iglesia le impiden conservar su Edén y Lope de Aguirre, en ‘Daimon’, no puede olvidar que es voluntad de poder en estado puro, de dominio y de “ser”, incompatible con una existencia apacible.

En los tres protagonistas de la trilogía posseana se produce un intento de cambio de estado, un abrirse al mundo natural y a las experiencias que van más allá de la conciencia. El Cristóbal Colón de Abel Posse no precisaba de incentivos externos, ni peyote ni ayahuasca, porque estaba dotado con una “capacidad interna de secreción de delirio perfecta” con la que conseguía eludir el embrutecimiento racionalista europeo. Encontró el Paraíso en las Indias, pero lo devolvieron a España, con cadenas, por eso mismo.

Álvar Núñez Cabeza de Vaca en ‘El caminante al atardecer’ tiene al cacique Dulján como guía. Es quien le enseña que “en el hombre está el pájaro y la serpiente y el águila y el pez” y el español aprende a correr venados y a guiarse por los vientos y las estrellas. Conoció a hombres que hablan con las plantas y los animales y que, mediante un éxtasis de alcoholes sagrados y de humo, pierden los sentidos naturales y realizan grandes vuelos, visitan el país de los muertos e incluso se acercan a las regiones del dios misterioso.

Y por último, Lope de Aguirre, en su regreso con los marañones del reino de los muertos encuentra en Huaman al amauta que le lleva al Tawantinsuyu, donde se une la tierra y el cielo, el cuerpo y el espíritu, la noche y el día. Bebió té de coca, polvo de vilca y ayahuasca y consiguió entrar en un mundo colorido y vibrante, llegó a Lo Abierto y por fin cayó en el estar, de forma que tuvo que morir para poder olvidar el ser y despreciar el dominio del mundo que tan mala vida le dio.

Lecturas

– Gabriel García Márquez, El otoño del patriarca, Plaza y Janés, 1975

– Cristóbal Colón, El primer viaje a las Indias (Relación compendiada por Fray Bartolomé de las Casas)

– Abel Posse, Daimon, 1981

– Abel Posse, Los perros del paraíso. 1983

– Abel Posse, El largo atardecer del caminante en el atardecer, 1992

* La Ciudad de los Césares, mito de náufragos y desaparecidos — Historias emergentes

Ni las Amazonas ni las Ciudades de Cíbola ni Santiago Matamoros eran leyendas propias del nuevo continente, en el que se buscó de todo, desde la Fuente de la Juventud al Paraíso Terrenal, pero pronto surgieron mitos autóctonos como la leyenda de El Dorado o la Ciudad de los Césares. Conocida también como Ciudad Encantada […]

a través de La Ciudad de los Césares, mito de náufragos y desaparecidos — Historias emergentes

* El espejismo de las Siete Ciudades de Cíbola

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Las riquezas que encontraron los conquistadores de México hizo pensar a muchos que podrían existir otros reinos tan fabulosos o incluso más. Corrió la noticia de que el oro utilizado por los aztecas en sus monumentos provenía de regiones situadas más al norte, donde se ubicaba su tierra de origen, la mítica isla de Aztlán.

A la conquista de Tenochitlán, sucedió la del Perú, en la década de 1530, lo que encendió aún más el entusiasmo por nuevos descubrimientos de remotos territorios que pudieran albergar idéntica o mayor fortuna. Entonces resurge la leyenda medieval de las siete ciudades de oro fundadas por los siete obispos portugueses que salieron huyendo de la península cuando fue tomada por los árabes en el siglo VIII.

La leyenda se refería a una isla en el Atlántico, Antilla, pero como en la travesía de Colón no se halló, el mito se trasladó al Nuevo Mundo. Al principio, las siete ciudades de oro se buscaron en la Florida pero los nativos a los que se preguntaba, las iban situando más y más al norte, posiblemente para quitarse a los buscadores de encima. Con el tiempo pasaron a llamarse las ciudades de Cíbola porque en las llanuras donde podrían encontrarse pastaban infinidad de cíbolos, que era el nombre español para designar a los bisontes.

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En 1537 regresan por Nueva España Cabeza de Vaca, Maldonado, Dorantes y Estebanico, perdidos durante ocho años por el desierto entre Texas y Arizona. Contaron sus experiencias y sus penurias pero lo único que interesaba a sus oyentes eran esas supuestas ciudades riquísimas de las grandes llanuras con las que por fuerza debieron encontrarse.

Ese mismo año un fraile llamado Juan de Olmedo se entendió con el virrey Antonio de Mendoza para salir en busca de aquel riquísimo reino, cuando apenas habían retornado los náufragos de Cabeza de Vaca, lo que les permitió contar con Estebanico como guía. La expedición llegó hasta la frontera de lo que es hoy Arizona, sin encontrar nada más que algún poblado perdido, aunque sí rumores de grandes ciudades al norte.

Regresaron sin nada, pero un misionero franciscano que acababa de llegar a Nueva España desde Perú, fray Marcos de Niza, retomó la idea y tras hablar con el virrey, organizó otra expedición al norte. Salieron en 1539 fray Marcos, Estebanico y varios cientos de indígenas, que atravesaron el desierto de Sonora y bordearon el golfo de California. Llegaron a un pueblo, Vacapa, donde nadie había visto nunca a un español y Estebanico marchó de avanzadilla con unos cuantos indios: encontró aldeas y nuevos indios que le dieron noticias sobre Cíbola y las ricas ciudades del norte, compuestas por edificios de varias plantas cuyos muros tenían turquesas incrustadas. Pero Estebanico no volvió: se había acercado demasiado a Cíbola y sus guardianes nativos lo habían matado.

Eso fue lo que los supervivientes que le acompañaban contaron a fray Marcos, que no quiso volver sin nada y decidió acercarse a la ciudad prohibida. Pudo contemplarla a lo lejos y decir, después, que Cíbola era más grande incluso que Tenochitlán y más rica y sofisticada. Y añadió que los jefes indígenas que le acompañaban le revelaron que era la más pequeña de las Siete Ciudades, situadas aún más al norte, y que más allá existía un reino aún mayor, llamado Totonteac.

Fray Marcos volvió a Nueva España con estas nuevas historias y el virrey ordenó una nueva expedición a cuyo mando puso a Francisco Vázquez de Coronado. En febrero de 1540 salieron 340 españoles y novecientos esclavos y criados, doscientos caballos, rebaños de ganado, cañones y municiones. Para mayor seguridad se envió una expedición paralela a finales de primavera: dos barcos bajo el mando de Fernando de Alarcón bordearían la costa este de México con suministros de repuesto.

Cuando la expedición terrestre llegó a Culiacán, Vázquez de Coronado decidió dividirla y dejar atrás a los lentos -los indígenas y los españoles que iban a pie, además del ganado y carretas con pertrechos- y se llevó la mayor parte de la caballería. En julio llegaron a las inmediaciones de Cíbola, que no era más que un poblacho. Pero decidieron, ya que estaban, conquistar aquella aldea y otros seis pueblos de los indios zuñi en las llanuras de lo que hoy es Nuevo México. Consiguieron algunas turquesas, pieles de bisonte, algo de comida y poco más.

Vázquez envió a su segundo, Tristán de Luna y Arellanos, hacia el este, y nada encontró; mandó hacia el norte a García López de Cárdenas, que al menos se llevó el ser el primer europeo en ver el Gran Cañón del Colorado, pero de ciudades de oro, nada; y por último encargó a otra partida dirigirse al noroeste, bajo el mando de Melchor Díaz, para que se reuniera con la flota de Alarcón y recogiera los suministros que tanta falta les hacían, pero los barcos ya se habían marchado y nunca más se supo de ellos. Ninguna de las misiones consiguió nada, tampoco la enviada al este con el capitán Hernández de Alvarado.

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En la primavera de 1540 un indio pawnee le dijo a Vázquez de Coronado que existía un poco más al norte una maravillosa ciudad llamada Quivira, cuyas casas eran de piedra y los tejados de oro. El guía, que llevaba por nombre Xabel, era un nativo de tez oscura al que apodaron ‘el Turco’ y les dio su palabra de que el señor de esas tierras “duerme la siesta debajo de un gran árbol del que cuelga gran número de cascabeles de oro”.

Hacia Quivira partieron treinta expedicionarios con su jefe a la cabeza. Se adentraron en las llanuras ilimitadas de Texas y Kansas para descubrir que las casas estaban techadas, pero no con oro sino con paja y que el fabuloso reino no era más que un conjunto de míseras aldeas de los wichitas. Xabel, que finalmente confesó que la historia de Quivira era una conspiración de los indios para inducir a la tropa a dirigirse a las llanuras con la esperanza de que murieran de hambre, fue ejecutado.

En 1542, regresó Vázquez de Coronado a Nueva España, donde el virrey Antonio de Mendoza no le recibió con mucha alegría: no había encontrado ni un mísero cascabel de oro y había perdido a la mayoría de hombres que con él partieron. El mito de las Siete Ciudades fue desvaneciéndose y, aunque en posteriores expediciones los españoles aún preguntaban a los indios por esos reinos afortunados no constituyeron ya el objetivo de las partidas, dirigidas más a explorar e instalar colonias en el territorio ante la llegada de los rivales franceses.

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Desierto de Sonora, en Arizona

El mismo año de la expedición fallida de fray Marcos de Niza, se preparó una impresionante: la de Hernando de Soto, un veterano de la conquista y en ese momento gobernador de Cuba. Desde la isla partieron más de seiscientos hombres, doscientos caballos, armas de fuego y armaduras, manadas de cerdos y jaurías de perros de presa, instalados en nueve barcos. Sesenta años después, el Inca Garcilaso de la Vega contó que la expedición estaba tan abastecida de todo que más bien parecía una ciudad navegando por el mar.

Ya en tierra, se movieron sin rumbo durante mas de tres años, impulsados por la “demoníaca energía de su capitán”, Hernando de Soto, que no tenía en el horizonte las ciudades de Cíbola, pero sí tesoros aún más fabulosos que los de Hernán Cortés. Nada encontró más que disensiones entre los suyos, la pérdida de la mitad de sus hombres y su propia vida. Cayó enfermo de fiebres y murió en la primavera de 1542. Sus restos reposan desde entonces en el fondo del Misisipi, adonde fueron arrojados para que no cayeran en manos de los nativos. De tan lujosa aventura sólo consiguieron salir con vida trescientos expedicionarios, con las manos vacías.

«Naufragios», la crónica de un fracaso heroico

Naufragios

Álvar Núñez Cabeza de Vaca puso a su crónica el título de Naufragios. Sufrió dos en la expedición a La Florida, aunque perderse en esos mares era de lo más corriente: además del desconocimiento de las costas, vientos e islas del Mar Caribe y del Golfo de México por parte de los pilotos, los huracanes y las tormentas fueron la causa principal de que se hundieran barcos con tanta frecuencia que se estima en más de quinientas las naves que hoy en día podrían formar parte del cementerio marino que anima a tantos cazadores de tesoros.

La primera edición de los Naufragios fue publicada en Zamora en 1542. En 1555 fue editada una segunda que, a diferencia de la primera, está dividida en capítulos y añade la historia del segundo viaje de Cabeza de Vaca al continente americano (a Argentina, Brasil y Paraguay) que es conocida como los Comentarios. Es una crónica personal apasionante y razonablemente verídica de sus experiencias con los indios de los poblados con los que tuvo contacto y de sus costumbres, redactada años después de que Álvar Núñez recorriera gran parte del territorio que hoy pertenece al sur de los Estados Unidos, desde la salida desde Sanlúcar de Barrameda en junio de 1527 hasta su llegada a Nueva España diez años después.

Álvar Núñez Cabeza de Vaca no idealiza a los indios con los que se encuentra, pero reconoce su capacidad de adaptación al medio y relata, sin alharacas ni críticas, sus ritos y costumbres. La mayoría de ellos son muy primitivos, cazadores-recolectores que no conocen la cerámica y muchos, ni siquiera la agricultura o el vestido, de manera que para cocer los alimentos utilizan calabazas que llenan de agua y a las que arrojan piedras calentadas en el fuego.

Incluso llega a poner por escrito lo que eran prejuicios de la época sobre los indios: son mentirosos y borrachos, dice, aunque alegres y fuertes y no conocen el cansancio cuando persiguen venados. Algunos le ayudan y le salvan la vida, como los que le asistieron tras su naufragio, pero otros los esclavizan, a él y a sus compañeros, aunque en toda su caminata tendrá en cuenta el bien que les hicieron cuando naufragaron en la isla del Malhado el 6 de noviembre de 1528, sin ropas, sin nada y con hambre y frío.

Los indios – escribe en los Naufragios– de ver el desastre en que estábamos con tanta desventura y miseria, se sentaron entre nosotros, y con el gran dolor y lástima que hubieron de vernos, comenzaron todos a llorar recio y tan de verdad que lejos de allí se podía oír y esto les duró de media hora”. Después a los supervivientes los repartieron entre las tribus y las familias.

Resulta un poco extraño que en solo dos páginas, Cabeza de Vaca resuelva sus primeros seis años de convivencia con una tribu seminómada, entre las islas y la montaña. Señala en su crónica que, tras ese tiempo y harto de los malos tratos, decidió huir con sus compañeros, “por el mucho trabajo que me daban y el mal tratamiento que me hacían” y justifica la tardanza en que los españoles no se ponían de acuerdo en cuanto al momento de marcharse.

Los cuatro –Andrés Dorantes de Carranza, Alonso del Castillo Maldonado, el esclavo negro del primero llamado Estebanico, y Álvar Núñez Cabeza de Vaca- inician un peregrinaje por una ruta que da vueltas sobre sí misma en múltiples ocasiones ya lo largo de la cual van practicando ‘sanaciones’, que no brujerías, en nombre del Señor a los enfermos que se les presentan, aunque parte del ritual consiste en soplarles, como le enseñaron a hacer los “físicos” a Álvar Núñez en la tribu en la que permaneció durante los primeros años.

Esta insistencia en que sana en nombre de Dios deja claro su deseo de evitar cualquier sospecha sobre su conducta por parte de la temible Inquisición, pero también es posible que estuviera convencido de que poseía determinados poderes transmitidos por Jesucristo. En sus Naufragios utiliza la palabra “Dios” en múltiples ocasiones, especialmente cuando describe estas curaciones prodigiosas, que repiten un proceso relacionado con el bautismo y por el que intenta llevar a los indígenas a la creencia y a la fe.

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Su fama de curanderos les precedía y en todos los poblados que visitaban eran agasajados, después del inevitable rito chamánico de sanación. Cuando llegó a Nueva España, con la barba crecida y el cabello por la cintura, descalzo y acompañado por Dorantes, Castillo, Estebanico y casi mil indígenas, no sólo parecía un hombre santo, sino que se comportaba como si lo fuese. Algunos historiadores le reprochan que se comportara como el Mesías y afirman que sus seguidores no eran peregrinos, sino maleantes que llevaban a los cuatro de un lado a otro con el único objeto de saquear a los vecinos; que todo formaba parte de una cultura compleja de intercambio de bienes y guerras rituales que Cabeza de Vaca nunca llegó a entender, como tampoco comprendió que su carisma se debía más a la cultura indígena que a sus propios méritos.

No deja de ser una conjetura que, en parte, puede ser acertada. Pero cuando se leen los Naufragios lo que aparece es una crónica del fracaso, un itinerario de hambre, frío y penurias. La mayor parte de las veces los cuatro supervivientes no tenían nada que llevarse a la boca y hacían lo que podían para conseguir algún alimento. Si permanecían un tiempo con una tribu o emprendían la marcha, era en función de su propia subsistencia. Y lo peor es que todas eran pobrísimas. Cuenta de un “banquete” que les ofreció una tribu y que consistía en una especie de bayas, tan amargas, que solamente mezcladas con tierra podían comerse porque así se endulzaban. Además de tierra, comían madera y estiércol de venado.

Todos somos hijos de nuestra época y la versión que Abel Posse crea en El largo atardecer del caminante se corresponde con el cambio de perspectiva acerca de los “salvajes”, que surge con Rousseau y se acentúa en siglos posteriores. Para el pensamiento moderno, el indio nativo no colonizado es un ser prístino, inocente, sabio en su ecosistema, y en algunas ocasiones, imbuido de misticismo. Tal vez las historias que narra sobre la apacible vida de Cabeza de Vaca en la primera tribu o sus experiencias alucinatorias no sean totalmente auténticas; tal vez exagera cuando dice que nuestro héroe denunció en el interior de su alma la desgracia que supuso para los “conquistados” la llegada de los españoles y de su cultura demoníaca de culpa y muerte, pero también es cierto que sus Naufragios contribuyeron a cambiar la imagen que los españoles tenían de los indios.

Su largo viaje por esas tierras es la historia de un fracaso según los parámetros de un Hernán Cortés o un Francisco Pizarro. Cabeza de Vaca no podía llevar riquezas a España, ni indígenas, ni territorios y así lo reconoce en la dedicatoria de su crónica al emperador Carlos V, pero podía ofrecer informaciones sobre las regiones desconocidas por los españoles y quizá hacerse indispensable para diseminar la fe cristiana entre los paganos. Es en este deseo, el de justificar y poner en valor sus ocho años de penuria y esfuerzos, donde puede descubrirse cierta exageración o incluso alguna mentira. También, como he dicho antes, el intento de no llamar la atención de la Inquisición.

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Álvar Núñez quiso defender a los indios de los malos tratos, de la esclavitud, de la muerte y la violación; nunca pensó que fueran modelo ni ejemplo, al menos aquellos con los que se encontró, pero siempre les quiso proteger de la codicia del hombre blanco. Cuando los cuatro supervivientes de la expedición de Narváez se van acercando a las tierras ya conquistadas de Nueva España, observa que los indios son cada vez menos, que muchos han huido a los montes cercanos para no ser esclavizados y maltratados, de forma que los campos están desatendidos. “Estas gente todas, para ser atraídas a ser cristianos y a obediencia de la imperial majestad, han de ser llevados con buen tratamiento, y este es camino muy cierto y otro no”.

Por azar, la primera partida con la que se encuentran los cuatro antiguos náufragos está formada por buscadores de esclavos, bajo el mando del capitán Diego de Alcaraz, que se le queja de que llevaba muchos días “sin haber podido tomar indios” y sin comida. Dorantes y Castillo trajeron más de seiscientas personas de aquel pueblo que los cristianos habían hecho subir al monte. Incluso les llevaron maíz, pero los de Alcaraz quisieron esclavizarlos de nuevo.

A los indígenas que les habían acompañado, no conseguían convencerlos de que ellos, los cuatro supervivientes, y los esclavistas eran iguales, de la misma nación e idéntica religión y decían “que nosotros veníamos de donde salía el sol y ellos donde se pone y que nosotros sanábamos a los enfermos y ellos mataban a los que estaban sanos y que nosotros veníamos desnudos y descalzos y ellos vestidos y en caballos y con lanzas, y que nosotros no teníamos codicia de ninguna cosa y con nada nos quedábamos y los otros no tenían otro fin que robar todo cuanto hallaban y nunca daban nada a nadie”.

Lecturas

– Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios

http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/naufragios–0/html/

– Abel Posse, El largo atardecer del caminante, 1992

https://skandza.wordpress.com/2018/01/01/alvar-nunez-cabeza-de-vaca-el-caminante-en-el-atardecer/

Felipe Fernández-Armesto, Nuestra América (Una historia hispana de Estados Unidos), Galaxia Gutenberg, 2014

– Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el caminante en el atardecer

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Lo llamaron místico, excéntrico e incluso loco, cuando en realidad fue un justo entre ladrones y asesinos. Fue el único que en ocho años de caminar entre indios no mató a ninguno ni esclavizó ni se hizo rico ni rebautizó ríos, sierras o mares, ni agregó los territorios que recorrió con sus pies desnudos a la ya inflada Corona de España. “Sólo la fe cura, sólo la bondad conquista”, repitió Álvar Núñez Cabeza de Vaca, en sus Naufragios, crónica personal de lo que le ocurrió en esos años.

Hizo la caminata más grande de la historia, unos ocho mil kilómetros a través de lugares desconocidos, a pie, desnudo, sin cruces ni evangelios. Desde la Florida recorrió los actuales estados de Alabama, Misisipi, Louisiana, Nuevo México y parte de Arizona y llegó a lo que era frontera española por Sonora y Chihuahua, donde se detuvo, quizá para visitar a los indios tarahumaras. En su recorrido se relacionó con las grandes tribus de los semínolas, los calusas y los indios pueblo.

Regresó triunfalmente a España, donde fue premiado por el emperador Carlos con el cargo de Adelantado y Gobernador del Río de la Plata. Fue mala suerte: militares, religiosos y colonos habían convertido la guarnición del Paraguay en un extenso burdel en el que las mujeres se vendían y se compraban, la poligamia convenía por igual a clérigos, colonos y soldados y los nativos habían sido reducidos a la esclavitud. Lo prohibió todo pero fue devuelto a España encadenado y acusado de los crímenes que cometieron los otros. En 1545 se le condena al exilio en Orán y doce años más tarde Felipe II le indulta. Poco le quedaba ya por vivir.

La cárcel y los litigios acabaron con su patrimonio. Nació rico hacia 1488, en Jerez, en una casa con más tradición y orgullo que dineros y murió en Sevilla a finales de 1558, pobre y en soledad. Es en estos últimos meses de su vida cuando su falso biógrafo argentino, Abel Posse, se hace con él y le obliga a escribir lo que pudo o debió ocurrir durante los años en que vivió entre los indios. El resultado fue un libro editado en 1990 bajo un título muy apropiado: El largo atardecer del caminante.

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Posse pone en su pluma lo que quizá Cabeza de Vaca hubiera querido escribir: una crónica que contara la verdad de lo que ocurrió entre los indios, de las ciudades-montaña de barro y estiércol, de la comunión del hombre con la tierra, de brebajes que a uno le hacen renacer, del éxtasis provocado por los alcoholes sagrados o la inhalación de humo, de grandes vuelos y visitas al país de los muertos y a las regiones donde habita el dios misterioso, del fin de los días, de indios que no tienen apego a la vida corriente porque su realidad está mucho más allá.

Bajo el mando de Pánfilo de Narváez, seiscientos hombres y cinco navíos partieron en junio de 1527 del puerto de Sanlúcar de Barrameda, apenas transcurrido un mes del saco de Roma, protagonizado por el Emperador Carlos V. “No podíamos saber que ya partíamos maldecidos por la voluntad de Dios”, se atreve a confesar Alvar Núñez en su falsa o secreta crónica. Él era segundo en autoridad como representante de la Corona y su primer naufragio ocurrió cuando fue a recoger sustentos y pertrechos para el fabuloso viaje a La Florida. Se perdieron dos naves, sesenta hombres y la mayoría de las provisiones recogidas.

Donde más lejos llegaron en barco fue a la bahía de Tampa, en Florida: desde allí partieron a pie y a caballo hacia la provincia Apalache, hostigados por los indios, hambrientos y muertos de frío. Ante la imposibilidad de seguir adelante, los supervivientes construyeron cinco barcos de remos con los que descendieron un río, el Misisipi, hasta llegar al mar. En la desembocadura, la barcaza de Alvar Núñez naufragó de verdad en la madrugada del 6 de noviembre de 1528.

Tras una noche de huracanes y tempestades, acabó en tierra, desnudo. Su armadura, de factura florentina, de conquistador rico, quedó en el fondo de las aguas. “Perdí vestiduras e investiduras -le hace escribir Posse- pues el mar se había tragado la espada y la cruz”. Sólo quedaron unos quince o veinte de aquellos seiscientos, repartidos a lo largo de la playa, marismas, islotes y bancos de arena. Llamaron a la isla la del Malhado, único nombramiento que harían en todos los años que anduvieron por esas regiones.

Los indios los encontraron y fue entonces cuando se produjo en Cabeza de Vaca el comienzo de un cambio porque pudo entender a los indios y apreciar sus conocimientos y sus artes primitivas, pero eficaces, que les permitieron sobrevivir. Tampoco habrían podido sin su compasión: al verles en la playa, náufragos y desnudos, “nos rodearon, se arrodillaron y comenzaron a llorar a gritos para reclamar la atención de sus dioses en favor nuestro. Era un ritual de compasión, de conmiseración, tan sentido y desgarrador que Dorantes supuso que eran verdaderos cristianos”.

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Fue adoptado por una familia de chorrucos, que vivían en el interior, y con ellos pasó seis años. Abel Posse le crea una esposa, Amaría, y dos hijos, Amadís y Nube, así como una profesión, la de mercader, por la que pudo relacionarse con otras tribus y conocer el destino de los supervivientes españoles. Comerciante fue y lo demás bien podría haber sido así. Pero llega un momento en que debe marcharse porque las relaciones con los jefes guerreros de la tribu no es buena y lo hace con tres de sus compañeros de naufragio, los únicos que han sobrevivido y han querido partir con él. Y, sin armas, sin Biblia, y desnudos, cruzan los cuatro grandes ríos que riegan lo que hoy se conoce como estados de Louisiana, Texas, Arizona y Nuevo México.

Dorantes y Palacios creían en edificios de oro y Estebanico, el negro, en el riesgo y la aventura. Llegaron a Ahacus, que sería la primera de las Siete Ciudades. Iban preguntando a todos los indios con los que se encontraban y ellos, al igual que los dioses, “no necesitaban más que nuestra propia ambición para castigarnos”. No encontraron ninguna ciudad de oro, aunque a su llegada a México algunos dijeran que sí y otros lo insinuasen.

Posse sitúa a Alvar Núñez, a él solo, ante Ahacus, supuesta ciudad a la que fue conducido por unos guías. Y lo que describe es una visión: una ciudad-montaña resplandeciente gracias a un centenar de hogueras que la iluminan desde la base. Tamboriles y flautas señalan la presencia de los chamanes y los brujos procedentes de las Cuatro Regiones del Mundo, que danzan en la oscuridad. Una ciudad efímera de una sola noche, que desaparece al amanecer.

Su última experiencia mística será en Sierra Madre con los tarahumaras, a los que menciona escasamente en sus Naufragios. Eran hombres silenciosos y extraños, nos cuenta Alvar-Posse; desprecian la palabra “como un equívoco de los hombres del llano” y huyen de todo “bienestar y apego por la vida”. También tienen serias reservas frente a la reproducción de los humanos y son hombres anteriores a los de este Sol enfermo. Cabeza de Vaca asiste al rito del Ciguri, una raíz que machacada produce náuseas y visiones, y por el que le fue dado regresar a su infancia, a sus recuerdos, y también visitar las avenidas de las ciudades secretas, por lo que concluyó que Marata o Totonteac bien podría ser aquellas a las que sólo se accede por la iluminación del Ciguri.

Cuando llegó a México relató sus aventuras pero no todas e insinuó que tenía ciertos conocimientos que reservaba para el rey. Muchos creyeron que el secreto que Alvar Núñez guardó celosamente no tuvo que ver con las ciudades de oro ni con las visiones alucinatorias, sino con el mismo Descubrimiento. “No hemos descubierto nada en las Indias -le hace escribir Posse- lo que hemos descubierto es España”, una España enferma que lleva “un dios miserable que siembra muerte en nombre de la vida” y que repite la maldad donde quiera que vaya, un demonio que nos precede y que se identifica con nuestra cultura, con la que hemos robado a los indios para siempre “la paz del alma”.

«La Ciudad del Sol» de Campanella: todo en común y regido por los astros

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Transcurrió casi un siglo desde la publicación de la Isla de Utopía de Tomás Moro a la de Campanella, La Ciudad del Sol, cuya primera versión data de 1602, habitada también por una comunidad socialista en la que se suprime en mayor o menor medida la propiedad privada. Respecto al trabajo, en el que no aprecia ningún valor o mérito pero sí reconoce su necesidad para la supervivencia, reduce aún más la jornada laboral y donde Moro ponía seis horas, el autor italiano contempla cuatro.

Tomasso Campanella defiende su República como un “hallazgo de la filosofía y de la razón humana” y recurre al argumento de autoridad para demostrar que “todos los males proceden de las riquezas y la pobreza”. Platón y Salomón así lo consideran y el mismo san Agustín postula que la propiedad rompe las fuerzas de la caridad y la posesión de bienes vuelve al hombre mezquino.

Dios no otorgó cosa alguna en propiedad y todo lo dejó en común a los hombres”, según afirman los Santos Padres al comentar el Génesis y recuerda que San Clemente prueba, valiéndose de la Escritura, que todas las cosas son comunes pero que por usurpación algunos se las han apropiado; la comunidad de bienes era de derecho natural y sólo por injusticia pudo establecerse la propiedad privada.

Eugenesia y astrología

Comienza Tomasso Campanella su relato con la llegada a Taprobana -isla que ya conocemos y que hemos identificado con Ceilán- donde se halla la Ciudad del Sol, “dividida en siete grandes círculos, cada uno de los cuales lleva el nombre de uno de los siete planetas. Su disposición hace que sea inconquistable. El jefe supremo es un sacerdote al que llamaríamos Metafísico, que se halla al frente de todas las cosas temporales y espirituales y, en todos los asuntos y causas, su decisión es inapelable”. Llama la atención el uso repetido del número siete, que es el número místico por excelencia y de la perfección divina y de sus designios. Campanella, astrólogo, estudioso de la Cábala y defensor de la filosofía natural no resulta ajeno al simbolismo de las cifras.

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Esta Ciudad del Sol, cuyas instituciones están influenciadas por la Utopía de Moro y la República de Platón, según el propio autor, posee una serie de elementos eugenésicos, apocalípticos y astrológicos, que marcan la diferencia respecto a esas obras anteriores.

De los elementos eugenésicos, llama la atención la defensa de los emparejamientos apropiados para mejorar la descendencia, así como que, durante el embarazo, las mujeres de la isla han de contemplar imágenes de hombres “preclaros” y “héroes” para que se les conceda una “perfecta prole”. Las ideas acerca del sexo y de las relaciones entre hombres y mujeres son un poco peregrinas, como que la unión carnal debe realizarse “cada dos noches” y “nunca antes de haber hecho la digestión de la comida y elevado preces al Señor” y que para “satisfacer racional y provechosamente el instinto, las mujeres robustas y bellas se unen a hombres fuertes y apasionados; las gruesas, a los delgados y las delgadas, a los gruesos”.

Como la procreación es un asunto religioso, enfocado al bien de la República y no al de los particulares, “si alguna mujer no es fecundada por el varón que le ha sido asignado, es apareada con otros y si, finalmente, resulta estéril, se conviene en común para todos”. Insiste en varias ocasiones que aquí no se trata de sexo, sino de procreación, por lo que para este fin todo está permitido, todo está a favor de la naturaleza y no hay pecado ni herejía.

En esa lógica, el peor acto, porque niega la reproducción, sería la sodomía. El castigo que merecen “los sorprendidos en flagrante acto” antinatural consiste en “llevar durante dos días los zapatos atados al cuello, en señal de que han invertido el orden natural de las cosas” y han puesto un pie en la cabeza. Ahora bien, si el sodomita reincide, “el castigo irá aumentando y puede llegar hasta la pena de muerte”. También será condenada a la pena máxima “la mujer que emplease afeites para ser más bella, usase tacones altos para parecer más altos o vestidos largos para ocultar unas piernas mal formadas”.

En la Ciudad del Sol no existe la gota, ni catarros, cólico, inflamaciones o flatulencias “pues tales enfermedades proceden de la intemperancia y de la inactividad y todos pueden evitarse con la sobriedad y el ejercicio”. Tampoco puede arraigar entre sus habitantes la sífilis porque lavan sus cuerpos con vino y se ungen con aceites aromáticos; la tisis es raras y tampoco sufren el asma que “es causada por la gordura”.

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La sociedad que describe Campanella está organizada en una teocracia igualitaria gobernada por sacerdotes y practica la autocrítica en todos los niveles. “Mediante la confesión en voz baja, la ciudad entera declara sus culpas a los magistrados” y luego éstos confiesan “sus propias faltas a los tres príncipes supremos, y también las ajenas”, y finalmente, los triunviros confiesan sus propios pecados y los ajenos a Hoh (el Metafísico), que a su vez confiesa desde lo alto del altar y ante Dios “todos los pecados de la Ciudad”.

Pero lo verdaderamente diferente de la utopía de Tomasso Campanella es su defensa de la astrología. Gracias a su habilidad haciendo horóscopos, el papa Urbano VIII medió a su favor y logró que saliera de la cárcel, en 1627, tras lo cual le convirtió en su astrólogo personal. Seis años después huyó a Francia por temor a ser encarcelado de nuevo y allí fue consejero de Richelieu para las cuestiones de Italia y estuvo bajo la protección del monarca Luis XIII hasta su muerte en 1639. Uno de los últimos horóscopos que realizó fue el del futuro rey Luis XIV, el Rey Sol.

Tres años antes de escribir el primer borrador de La ciudad del Sol, había sido condenado a cadena perpetua por organizar un levantamiento con el fin de liberar a Italia del yugo español. Permaneció encarcelado en el Castillo de Nápoles durante veintisiete años y la causa de su huida a Francia tuvo que ver con que una nueva rebelión contra los españoles contó con organizadores afines al monje italiano.

Campanella ya había tenido problemas antes de la rebelión antiespañola, pero se habían circunscrito a cuestiones teológicas en el seno de la propia orden de los dominicos a la que pertenecía. En 1589 marchó a Nápoles, junto con un rabino judío que lo introdujo en el círculo de Giambattista della Porta, un pensador situado entre la ciencia y la magia, que tan pronto buscaba la piedra filosofal como la experimentación con lentes y la invención de la cámara oscura. Su obra De la magia natural, publicada un año antes de la visita de Campanella, le dio fama y también puso a la Inquisición en alerta por su supuesta tendencia a la brujería.

También Campanella estuvo bajo sospecha de demonismo y herejía y fue procesado por orden del Santo Oficio en 1592. Estuvo un tiempo encarcelado en la Torre Nona, en Roma y luego se retiró a la vida apacible en el pequeño convento de Santa Maria de Gesu, donde al parecer planeó la conjura contra los españoles que le llevó a prisión.

En de La Ciudad del Sol dedica un largo capítulo a defender la influencia de los astros en el comportamiento humano y en el conocimiento de las cosas pasadas y por venir. La invención de la imprenta, de la pólvora y de la brújula se produjo “mientras tenían lugar grandes conjunciones en el triángulo de Cáncer y en el momento en que el ábside de Mercurio adelantaba a Escorpio, bajo la influencia de la Luna y de Marte”. Respecto al futuro, surgirán señales en el Sol, en la Luna y en las estrellas cuando llegue el fin del mundo y, gracias al estudio de los astros, en Taprobana nadie se verá sorprendido por el Apocalipsis.

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Las estrellas -dice- son únicamente signos de las cosas sobrenaturales y causas universales de las naturales” y el Sumo Pontífice permite la aplicación de la astrología en la medicina, la agricultura y la náutica; lo que prohíbe no son las conjeturas, sino el pronóstico a base de conjeturas.

Magia y ciencia fueron durante mucho tiempo indistinguibles. Campanella distingue tres tipos de magia: la divina, que Dios concede a los profetas y a los santos; la demoníaca y la magia natural, en la que se engloban todas las ciencias y las artes y que consiste en el conocimiento de las cosas para producir efectos “maravillosos e insólitos”.

La La acción mágica más grande del hombre consiste en dar leyes a los hombres”, dice Campanella y, siguiendo esta premisa, propone a los reyes de España y de Francia, reformas que logren la paz y el buen orden en el mundo y redacta una Ciudad del Sol que pretende igualitaria, justa y feliz.

El kotow, la guerra del opio y la opinión de Napoleón — Historias emergentes

El año de 1816, aquel en el que no hubo verano y en el que nacieron los modernos monstruos -el de Frankenstein de Mary Shelley y el vampiro de Polidori- fue el mismo en el que fracasó la segunda y última embajada pacífica de los británicos a China, incidente del que surgió una nueva […]

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Espejismos y leyendas: las islas imaginarias

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Durante muchos siglos, el Atlántico fue un océano desconocido y con mala fama. Los viajeros árabes lo llamaban ‘el mar tenebroso’ y preferían dirigir su vista y sus pasos hacia el este. Sin embargo, el mar del oeste tan denostado rebosaba de islas legendarias que atraían a los espíritus aventureros. Ya en los mapas catalanes y genoveses del siglo XIV aparecen las islas de Madeira y las Azores, pero también islas que nunca se identificaron porque sólo existieron en la imaginación de las gentes. Eran islas de fantasía, tan inexistentes como los viajes que llevaban a ellas, sólo pretendían satisfacer el deseo de lo maravilloso de los hombres y mujeres del Medievo.

La isla de Brasil

Algunas eran islas flotantes, como la del Brasil, que aparecía un solo día cada siete años entre la niebla de las costas irlandesas. Los primeros relatos sobre este hecho extraordinario datan del siglo XI y la primera vez que la isla aparece en un mapa lo hace en el de un cartógrafo mallorquín en 1325 y frente a Irlanda.

Se organizaron varias expediciones en su búsqueda, la más importante en 1498: el navegante italiano John Cabot, financiado por el rey Enrique VII, inició un viaje del que no volvió y en el que se perdieron trescientos hombres y cinco barcos.

Las leyendas irlandesas cuentan, dos siglos más tarde, que el capitán John Nisbet pudo visitar, tras levantarse una espesa bruma, la isla de Brasil. Se dirigía desde Francia a Irlanda, es decir, que por allí cerca estaba, posiblemente como se venía diciendo, frente a las costas irlandesas. Nisbet contó luego que estaba habitada por negros y grandes conejos propiedad de un mago y que todos vivían en un castillo de piedra; otros dicen que encontró a un grupo de ancianos a los que Nisbet logró liberar del hechizo que les tenía encadenados.

La isla fue incluida hasta el siglo XVIII por los cartógrafos Gerardus Mercator y Abraham Ortelius, pero nunca se dio con ella y con el tiempo desapareció de los mapas. En las coordenadas geográficas donde debería estar, a doscientos metros de profundidad, existe un banco de arena llamado Porcurpine y que forma parte de la zona de pesca coloquialmente conocida por los buques pesqueros españoles como el Gran Sol.

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Antilla

Dice la leyenda que muchos visigodos que escaparon de los árabes cuando conquistaron la península en el siglo VIII, llegaron a la gran isla de Antilia o Antilla, en la que se ubicaron las siete ciudades de Cíbola. A mediados del siglo XVI, los españoles aún creían poder encontrar en el norte del recién descubierto México los rastros que los conducirían a las siete famosas ciudades fundadas por siete obispos más de quinientos años antes. También se dice que el rey Rodrigo huyó tras la ocupación musulmana para refugiarse en la isla de San Brandán, de la que daremos cuenta a continuación.

San Brandán

De todas las islas fantásticas del Atlántico destaca la de San Brandán, cuya leyenda recogida en la Navigatio Sancti Brandani, crónica compuesta entre los siglos X y XI, y que tuvo una gran influencia en el imaginario medieval, cuenta la historia del abad de Clonfert, que en el siglo VI y, en compañía de catorce monjes también irlandeses, inició un largo viaje en una pequeña embarcación, un fragilísimo curragh (un barquichuelo con armazón de madera recubierto con finas capas de piel), en el que llegaron incluso a América.

San Brandán y sus marineros vagaron durante siete años por el oceáno, durante los cuales se enfrentaron a terribles monstruos marinos y catalogaron numerosas islas -la de los Pájaros, la del Infierno, un peñasco aquí, un islote allá. En uno de ellos fondearon y cuando encendieron el fuego para cocinar tras la celebración de la misa de Pascua, se dieron cuenta de que estaban sobre un pez gigante, la ballena Jasconius que, más adelante, conducirá a Brandán hasta las proximidades del Paraíso Terrenal, al que llega tras atravesar un mar oculto por densas nieblas que impide el retorno a quienes no van en nombre de Dios.

Esta isla, conocida como la Isla de San Brandán o de los Bienaventurados, aparece y desaparece, ocultándose de quienes la buscan. Y, sin embargo, a lo largo de la historia se le ha puesto contorno y se la ha situado en los mapas. Algunos creen que está cerca de las Canarias, donde ha perdurado la tradición de una octava isla, habitualmente invisible excepto en determinadas condiciones meteorológicas, a la que se ha llamado San Borondón. También argumentan quienes esto creen que el geógrafo Ptolomeo incluyó en este archipiélago una isla a la que llamó Aprositus, que literalmente significa “inaccesible” y que no es otra que la del monje irlandés.

La isla de los Bienaventurados aparece en el mapamundi de Ebstorf (1235), en el que se cuenta gráficamente el viaje de san Brandán a estas islas africanas. También en un mapa de Toscanelli realizado para el rey de Portugal. Su ubicación varía: desde Irlanda a las Canarias y de Terranova al ecuador. En el primer globo terráqueo, el de Martin Behaim, en el que no se dibuja todavía América porque data de 1492, se incluye en las cercanías del ecuador, se la denomina insula Perdita y cuenta en una leyenda que San Brandán desembarcó allí allí en el año 565.

A partir del mapamundi del pirata turco Piri Reis, de 1513, San Borondón se desplaza hacia el norte en los mapas y se coloca cerca de Terranova. Eso ocurre hasta el siglo XVIII, en el que deja de considerarse real y desaparece de los mapas.

Las islas del Pacífico

En el siglo XVIII entra en escena con inusitada fuerza el viaje por el otro gran océano, que en cierta manera desbanca al Atlántico. Y de nuevo surgen infinidad de islas irreales, tantas que un siglo más tarde, el Pacífico llegó a tener más de cien que, sin embargo, figuraban en los mapas. El capitán británico sir Frederick Evans fue a visitarlas una por una y suprimió 123 de las Cartas de Navegación del Almirantazgo por falta de existencia.

Los espejismos provocados por las distorsiones lumínicas, lo que poéticamente se denomina ‘Fata Morgana’ y que proviene del hada Morgana, hermanastra del rey Arturo, y su capacidad de cambiar de forma a voluntad, fueron probablemente el origen de algunas confusiones, como la que ocurrió con el supuesto avistamiento de la isla Esmeralda en 1821 por el capitán William Elliot cerca de la Antártida.

Siete años más tarde, el capitán del buque Nimrod, John King Davis, aseguró haber visto la isla Esmeralda alrededor del cabo de Hornos e informó también de otras supuestas islas, a las que se llamó las Nimrod, que nunca más fueron vistas en las sucesivas expediciones que llegaron a estos lugares y que sólo pudieron constatar mares vacíos. En 1940 se declararon oficialmente inexistentes y producto de espejismos comunes en las regiones polares.

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La sepultura de Adán en Ceilán, según leyendas recogidas por Umberto Eco

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Según una opinión muy divulgada y que sigue viva todavía en Oriente, Adán y Eva vivieron los años de su exilio, tras la expulsión del Paraíso, en la isla de Taprobana, Serendib o Ceilán, y allí, en lo alto de un monte fueron enterrados juntos para toda la eternidad.

Se trata de una creencia budista transformada por los musulmanes; la leyenda más antigua cuenta que Buda pasó algún tiempo en un monte de la isla de Ceilán, llamado Langka por los brahmanes del continente, dedicándose a la vida contemplativa; después, se elevó a los cielos y en la roca dejó la huella de su pie, visible todavía. Los musulmanes, utilizando un procedimiento muy frecuente en esta clase de relatos, atribuyeron a Adán lo que se contaba de Buda y las dos tradiciones pervivieron una junto a otra.

De la sepultura de Adán en la cima de un alto monte de Ceilán, al que no se puede subir si no es con ayuda de cadenas, habla Marco Polo en la relación de sus viajes, y cuenta que los idólatras, es decir los budistas, van en peregrinación como en Galicia van a Santiago, que los sarracenos dicen que allí permanece la escudilla, los dientes y los cabellos de Adán, pero que esto no es cierto porque la Santa Iglesia dice que los restos están en otro lugar del mundo. El Gran Kan envió en 1284 una gran embajada al rey de ‘Seilán’ porque “convenía que él tuviera” esas cosas que pertenecieron a Adán y se “empeñaron tanto, que obtuvieron dos dientes molares, unos pocos cabellos y la escudilla, de pórfido verde”, reliquias que recibió el Gran Kan con “gran alegría, fiesta y reverencia”. La escudilla, concluye Marco Polo, es verdaderamente milagrosa porque cualquier alimento que en ella se deposite, aunque sea una cantidad ínfima, es suficiente para alimentar a cinco hombres.

Los árabes llamaron a este monte Rahud y el primer escritor que mencionó la leyenda parece que fue Al-Idrisi, que escribió su tratado geográfico en la corte de Roger II de Sicilia, en 1154. Sobre esta leyenda, cuenta que Adán, en su exilio, cayó en la isla de Serendib y que allí murió, tras haber realizado un peregrinaje al lugar donde luego surgiría La Meca; queda la prueba en la cima del monte Rahud, donde se encuentra la huella de su pie, de una longitud de setenta codos. Desde este punto y dando un solo paso, el primer hombre llegó hasta el mar, que dista dos o tres jornadas.

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Pico de Adán y senderos de los peregrinos con un templo budista en la cima

La leyenda pasó a los cristianos y el monte de Ceilán, llamado luego por los portugueses ‘Pico de Adán’, se hizo muy popular y fueron añadiéndose detalles, como que en la cumbre hay un lago formado con las lágrimas que Adán y Eva derramaron por la muerte de Abel. También persiste la huella del pie que, según Giovanni de Marignolli, se formó cuando un ángel depositó a Adán sobre dicho monte. A cuatro jornadas del ‘Pico de Adán’, fue transportada Eva y los dos pecadores permanecieron separados durante cuarenta días, hasta que volvieron a reunirse, también por voluntad del Señor.

Y allí murieron o, al menos allí quedó enterrado Adán, aunque otra leyenda asegura que en la ladera de un monte en el Valle de Hebrón se halla la cueva donde la primera pareja lloró durante cien años la muerte de Abel; todavía pueden verse los lechos donde durmieron y la fuente cuyas aguas bebieron. Dicen.

La isla de los mil nombres, de la serendipia y la que no existe

Además de esta leyenda sobre la tumba de Adán, que perduró entre cristianos y musulmanes durante siglos, la isla de Ceilán tiene una característica fascinante: es la isla de los mil nombres, la isla de la serendipia o casualidad y también, la isla que no existe.

Hace muchísimo tiempo, la isla de Sri Lanka recibió el nombre de Tambapanni, que era en sánscrito el nombre de la playa de color cobre en la que desembarcaron sus primeros pobladores o, al menos, aquellos que le dieron su primer nombre y que pertenecían a la corte del príncipe indio Vijaya.

Para Occidente, el nombre se transformó en Taprobane, más fácil de pronunciar en labios de los romanos de la época del emperador Claudio que fueron empujados por los vientos a esta isla, muy alejada de su ruta, aunque otros textos -como los del historiador romano Plinio- señalan que ese nombre ya fue utilizado por Megástenes, geógrafo que acompañó a Alejandro en sus viajes de conquista. Ptolomeo la consignó como Taprobana en su mapa del mundo, en el siglo II, y en él se identifica con la actual Sri Lanka. También Isidoro de Sevilla la situaba al sur de la India y de ella señala que es rica en piedras preciosas.

Los comerciantes árabes tenían otro nombre para la isla: la llamaban la “isla de las joyas”, Serendib, que también es una corrupción del sánscrito Sinhaladvipa. Y el escritor británico del siglo XVIII Horace Walpole popularizó este nombre en su cuento sobre “Los tres príncipes de Serendib”, lo que dio lugar a la acuñación de un nuevo término en inglés, ‘serendipity’, que significa “descubrimiento por accidente, por azar”.

Los portugueses llamaron Celao a esta misma isla, un término que provenía del chino Si-lan y que fue evolucionando hasta Ceilán. En 1972 adoptó el nombre de Sri Lanka, que significa “tierra resplandeciente” y también “isla sagrada”.

El problema es que durante mucho tiempo se creyó que Taprobana y Ceilán eran dos islas distintas, como le sucedió al viajero medieval John AMandeville. Incluso llegó a identificársela con Sumatra, como ocurrió con Niccolò de Conti en el siglo XV. Tanta confusión suscitó su localización -señala Umberto Eco- que poco a poco Taprobana se convirtió en la isla que no existe y como tal la trata Tomás Moro, que situa su Utopía “entre Ceilán y América” y Campanella, que levantará en ella su Ciudad del Sol.

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Polonnaruwa, siglo XII, en Sri Lanka

Bibliografía

– Umberto Eco, Historia de las tierras y los lugares legendarios, Lumen 2013

– Marco Polo, Libro de las maravillas, Anaya, Edición de 1983

– Inhumación o combustión, el dilema de Browne sobre el reposo eterno

Browne

Sir Thomas Browne, Hydriotaphia: el enterramiento en urnas

El polvo al polvo y las cenizas a las cenizas; no importa cómo se haya procedido a la disolución de la materia orgánica puesto que, finalmente, todos terminaremos en el olvido por el ineluctable transcurrir del tiempo.

Esta reflexión tan pesimista no resulta muy acorde con el espíritu del escritor que revolucionó la prosa inglesa, que se adornó con la erudición más fabulosa del momento, los párrafos inacabables y los sujetos perdidos en la más enrevesada de las sintaxis. Pero, sobre todo, no se aviene con su espíritu festivo y burlón, capaz de inventarse un catálogo de obras inexistentes para escarnio de coleccionistas -el Musaeum Clausum o Bibliotheca Abscondita– o redactar un compendio de animales reales e imaginarios, como la salamandra y el grifo, en su Pseudodoxia Epidemica.

O tal vez sí, porque el antídoto contra su desesperanza sobre la inmortalidad y su previsión de que su cuerpo acabaría como alimento para los gusanos, consistía, tal vez, en un fervor entusiasta por la nimiedad y por los detalles divertidos que hacen llevadera la existencia. Sir Thomas Browne, nacido en el año 1605 en Londres, hijo de un comerciante de sedas y graduado como doctor en medicina en Leiden, tiene un pie en la oscura Edad Media y otro en la modernidad del siglo del ingenio, el XVII, en el que se produce un cambio revolucionario en la forma de concebir lo intelectual.

Su discurso, publicado en 1658 con el título ‘Hydriotaphia: el enterramiento en urnas o breve disertación sobre las urnas sepulcrales halladas recientemente en Norfolk‘, hace referencia a unas vasijas funerarias que en esa época se hallaron enterradas en el campo, cerca de Walsingham. Partiendo de ese hallazgo, Browne se explaya en las más diversas consideraciones; de primeras, al apostar por el origen romano de las urnas aunque posteriormente se averiguó que eran sajonas, se permite comentar la ocupación de Gran Bretaña por César, Claudio, Vespasiano y Severo y de la guerra que inició y perdió la reina Boadicea. Todo aprovecha para el convento y en este caso para innumerables citas y comentarios eruditos.

En tierra o en fuego

El tiempo tiene rarezas infinitas y muestras de todas las variedades”; múltiples inventos se han experimentado a lo largo de los siglos para lograr la “disolución corporal”, aunque “las naciones más serenas han reposado de dos maneras: la de la simple inhumación y la combustión”. A partir de esta reflexión, Browne se lanza a comentar la antigüedad de una y otra formas de eliminación orgánica y sus ventajas e inconvenientes.

Si bien el enterramiento carnal o sepultura fue utilizada por Abraham y los patriarcas, la práctica de la combustión se remonta a las exequias de Aquiles y Patroclo, y fue utilizada por muchos pueblos, como los celtas y los germanos. Incluso algunos consideraban el fuego como la mejor solución porque contenía un sesgo purificador. También, “sin pretender fundamentos naturales, otros evitaban así la malevolencia de los enemigos hacia sus cuerpos enterrados”, como ocurrió con el caso del romano Sila, que quiso evitarse lo que él hizo a su enemigo Mario.

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Atendiendo a la eventualidad de un expolio, Browne se pone dramático: “Ser arrebatados de nuestras tumbas, que se hagan de nuestras calaveras cuencos para beber, y nuestros huesos sean convertidos en flautas para deleite y diversión de nuestros enemigos, son trágicas abominaciones evitadas en los enterramientos con cremación”. Como si de una profecía se tratara, así ocurrió con su calavera, robada en 1840 de su tumba de la Iglesia de St. Peter Mancroft, en Norwich, y vuelta a enterrar en 1922.

W.G. Sebald, en ‘Los anillos de Saturno’, cuenta que, habiendo hallado por casualidad una entrada en la Enciclopedia Británica, según la cual el cerebro de Browne se conservaba en el museo del Hospital de Norfolk & Norwich, cuando estuvo allí pidió que se lo mostrasen y lo único que recibió fue la incomprensión más absoluta, pese a que de todos es sabido que hubo una época en la que en los hospitales municipales se instalaba con frecuencia una cámara en la que se conservaban determinados horrores, para la enseñanza médica o la edificación moral: hidrocéfalos, órganos hipertrofiados, abortos y criaturas deformes.

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Sigue contando Sebald que, en 1840, con motivo de un sepelio en el mismo lugar en el que estaban enterrados los restos de Browne, se deterioró su ataúd y quedaron expuestas partes de su contenido (algo muy parecido a lo ocurrido con el supuesto cadáver de Milton). Como consecuencia, el cráneo de Browne y un rizo de su cabello pasaron a ser posesión de Lubbock, médico y presbítero, “quien a su vez legó en testamento las reliquias al museo del hospital, donde hasta 1921 pudieron contemplarse entre todo tipo de extravagancias anatómicas”.

Las tumbas como viviendas en el más allá o contra el olvido

Volviendo a la Hydrotaphia, de lectura apasionante, aunque los detalles de erudición a veces resultan un poco agobiantes, nos presenta un recuento de objetos que acompañaban a los muertos en su sepultura, con la espada de oro, los doscientos rubíes, los centenares de monedas y otras muestras de magnificencia que se encontraron en el monumento de Childerico I, cuarto rey desde Faramundo.

A veces da la impresión de que las referencias y las citas son producto de la invención del autor, como cuando recurre a la autoridad de Vanurci Biringuccio o de Martinus Becanus, nombres imposibles pero auténticos: el primero era un científico militar y matemático italiano del siglo XVI y el segundo, jesuita y exégeta de Brabante de la misma época, según las notas.

Además de pasar revista al tipo de árboles o flores que adornaban las tumbas en los diferentes pueblos, desde Atenas a Roma, Browne nos intriga con la disposición de los cuerpos en las tumbas: los persas yacían hacia el norte y el sur, los megarenses y los fenicios ponían la cabeza hacia el este; los atenienses, según creen algunos, hacia el oeste, disposición que mantienen los cristianos y que, según Beda el Venerable, fue la postura que “adoptó nuestro Salvador”: hacia el oeste es adónde miraba cuando fue crucificado.

Al concluir su meditación sobre las urnas funerarias de Norfolk, Browne afirma que esos mismos recipientes son un fracaso estrepitoso que sólo nos recuerda la muerte y la descomposición y no a quienes con ellas quisieron alcanzar la eternidad. Gran parte de la antigüedad -recuerda- “satisfacía sus esperanzas de subsistencia con la transmigración de sus almas; otros se contentaban por ser una partícula del alma pública de todas las cosas, en el retorno a su desconocido y divino origen” y los egipcios preparaban sus cuerpos para aguardar el regreso de sus almas, pero “todo era vanidad y desvarío”. Nada garantiza que el nombre de los héroes no caiga en el olvido y la mayoría de los hombres ha de verse satisfecha con encontrar su nombre “en el registro de Dios, no en las actas de los hombres”.

Browne concluye con una contradicción de lo previamente defendido cuando afirma que perdurar en la memoria satisfacía los deseos antiguos, pero que “vivir es, en verdad, volver a ser nosotros mismos”, es ser para siempre, lo que “sólo la religión concede”, aunque, por otra parte, desconfía de la eternidad: “Dios, que es el único que puede destruir nuestras almas y que ha asegurado nuestra resurrección, ni de nuestros cuerpos ni de nuestros nombres claramente ha prometido la duración”.

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De la edición y traducción

No se tradujo a Browne al castellano hasta que lo hizo Javier Marías para el quinto volumen de su colección del Reino de Redonda, publicado en 2002 y dedicado a la memoria de W.G. Sebald, Duke of Vértigo. Solamente en 1944 apareció en la revista El Sur el quinto capítulo de la Hydrotaphia, traducido por Borges y Bioy Casares. una traducción tan “hermosa como inexacta”, dice Marías, que añade la recomendación de Strachey para leer a Browne: siempre en voz alta, “bogando por el Eúfrates, junto a las costas de Arabia, en Constantinopla o entre las garras de una esfinge”.

Bibliografía

– Sir Thomas Browne, La religión de un médico y El enterramiento en urnas, Penguin Clásicos, Edición y Traducción de Javier Marías, 2017,

– W.G. Sebald, Los anillos de Saturno, Editorial Debate, 2000.

– El cabello robado de Milton y el cadáver de Bentham; excentricidades inglesas

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Ilustración de Gustave Doré

En Villa Diodati nacieron el monstruo de Frankestein de Mary Shelley y el vampiro de Polidori. Fue en aquella noche que duró tres días, en un mes de junio del año en el que no hubo verano. Añade William Ospina que en el mismo lugar, en el palacete a orillas del lago Leman, doscientos años antes de que lo alquilara lord Byron, pudo haberse perfilado otra sombra mediante el milagro de la escritura.

John Milton llegó a Villa Diodati -dicen- en 1638, de regreso de un viaje a Italia donde conoció a Galileo. En una de las noches que pasó allí tuvo un sueño, en el que un ángel bello y terrible dirigía un ejército de rebeldes. Y así fue cómo concibió El Paraíso perdido, la historia que cuenta la transformación de Lucifer en Satán tras rebelarse contra su creador por no elegirle a él como su preferido, sino a Cristo. Tras la batalla, este personaje espléndido, nihilista y elocuente, cuyo orgullo nos desarma, se precipita para siempre al abismo.

Considerar Villa Diodati como el lugar del que parten tres grandes personajes es muy atractivo, pero la realidad parece desmentir a Ospina. El palacete perteneció a una rama de la familia no muy próxima al traductor de la Biblia y teólogo calvinista Giovanni Diodati, al que Milton visitó en Ginebra y cuyo sobrino, Charles, fue amigo y condiscípulo del poeta. Por otra parte, aunque existe una placa conmemorativa, que indica que Milton la visitó en 1638, la casa no fue construida hasta 1710, cuando el poeta ya llevaba muerto varios años. Y aunque el germen de su gran poema épico surgiera a orillas del lago Leman, tuvieron que transcurrir casi treinta años para que El Paraíso perdido fuera publicado. Lo escribió en los últimos años de su vida, cuando ya estaba prácticamente ciego, y por él recibió la suma de veinte libras.

La profanación de John Milton

Pero me gustaría contar la historia de los supuestos huesos de John Milton. El entierro del ‘divino poeta’ tuvo lugar en 1674 y su cuerpo depositado en la Iglesia de Saint Giles, en Cripplegate. Al haberse reformado la iglesia y retirado la lápida que lo cubría unos años después, nada había que indicara el lugar exacto en el que descansaban sus restos. La profanación ocurrió más de un siglo después, en 1790, y el relato de lo que ocurrió no tiene desperdicio.

El día 4 de agosto de ese año fue exhumado el ataúd y, según la narración de Philip Neve, un estudioso de Milton que se alojaba en la posada de Cripplegate, se realizó ante varios ‘supeervisores’: un abogado, el sacristán, el coadjutor, un prestamista, un tabernero y su huésped, un cirujano, un fabricante de ataúdes y algunas personas más. La exhumación se debió en parte a una nueva reforma de la iglesia y también al deseo de establecer con certeza irrebatible la situación exacta de los restos a fin de erigir un monumento a su memoria.

El primer ataúd, de plomo, estaba corroído y guardaba en su interior otro de madera. Tras conjeturar que pertenecía a Milton, abrieron la tapa de plomo con un mazo y un cincel, desde la cabeza hasta la altura del pecho, de manera que al doblar la cubierta se pudiera observar el cadáver. Y sigue contando Neve: “Las costillas se destacaban con regularidad. Al mover la mortaja, éstas cayeron. El señor Fountain (el tabernero) me dijo que había tirado con fuerza de los dientes, que resistieron, hasta que alguien los golpeó con una piedra, tras lo cual se desprendieron con facilidad. No había más que cinco en la mandíbula superior, en perfectas condiciones y blancos, y el señor Fountain se los quedó todos”.

Luego, otros ‘supervisores’ arrancaron el cabello de la parte superior, es decir, el flequillo, y otros cortaron con tijeras la parte de atrás, que estaba húmeda y olía de forma nauseabunda. Y se lo repartieron. Alguien se hizo con uno de los huesos de la pierna, “pero luego lo devolvió”. Tras el latrocinio, la sacristana abrió las puertas de la iglesia a quien quisiera pagar por ver el cadáver: al principio seis peniques, luego tres y finalmente, dos peniques por persona. Al día siguiente, se volvió a repetir el saqueo de las reliquias. Uno se llevó una costilla y, como ya no había dientes, arramblaron con las mandíbulas y la mano derecha.

Philip Neve, el narrador, confiesa en su escrito que él también pagó por las reliquias pero tan solo para restituirlas de forma honorable y piadosa. Lamentablemente este horror hacia las escenas sacrílegas de la profanación sólo surgió en el último momento y justo cuando se puso en duda que tales reliquias pertenecieran al poeta. Podrían haberse confundido de cadáver y el expoliado pudo corresponder a una de las tres señoritas Smith, una muy buena familia que podía permitirse ataudes de plomo, no como Milton, enterradas en la iglesia.

Pese a las dudas sobre la propiedad, los profanadores “vendieron más de cien dientes que pasaron por ser el mobiliario de su boca”, dice un periódico de la época, que culpa a dos personss de todo el expolio -los señores Laming y Fountain- “un vendedor de licores espirituosos y un hombre que presta monedas a los mendigos a cambio de prendas tan despreciables como camisas de dormir raídas, desportilladas ollas para gachas y oxidadas parrillas”.

Las costillas arrebatadas al supuesto cadáver de Milton siguieron su recorrido entre los coleccionistas, pero los cabellos tuvieron aún mayor fortuna y podemos aquí volver a cerrar el círculo que empezamos con Villa Deodati: uno de los mejores amigos de Byron, Shelley y Keats fue Leigh Hunt, poeta romántico y famoso coleccionista de cabellos. En su colección figura pelo de una veintena de celebridades, desde Keats a Swift, Coleridge, George Washington, Mary Shelley y, como no podía ser de otra maera, de John Milton, a cuyo cabello dedicó tres sentidos poemas.

La irreverencia de Jeremy Bentham

Si fue el cadáver de Milton el que profanaron en la Iglesia de Saint Gilles o fue el de la joven señorita Smith, lo que cuenta es la intención de apropiarse de reliquias laicas y, sobre todo, de hacer negocio con ellas, y el consiguiente escándalo que todo esto suscitó. A lo que se une la excentricidad de los coleccionistas.

El caso del pensador y economista Jeremy Bentham (1748-1832) es todo lo contrario. Nadie profanó sus restos, para cuya conservación a la vista de todo el mundo dejó escritas instrucciones minuciosas como una protesta contra los tabúes religiosos que rodean a los muertos. El cadáver debía tener una utilidad, en virtud de su propia doctrina, el utilitarismo, que viene a señalar que “todo acto humano, norma o institución, deben ser juzgados según la utilidad que tienen, es decir, según el placer o el sufrimiento que producen en las personas”.

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Las instrucciones sobre el tratamiento de su propio cadáver y su posterior exhibición se plasmaron en un texto titulado Autoicono, usos de los muertos para los vivos. Habría que señalar que el documento fue concebido con un espíritu de divertida irreverencia y trata de cómo un ser humano no creyente puede ser preservado en su propia imagen para modesto beneficio de la posteridad.

En el vestíbulo sur del edificio principal del University College de Londres, en la calle Gower, el cuerpo de Bentham decansa sentado y erguido dentro de una cabina de madera con ventanas de vidrio. Su cadáver fue diseccionado y su esqueleto completamente descarnado y rellenado de paja. Le pusieron uno de sus trajes favoritos y en la mano su bastón preferido, ‘Dapple’.

Bentham quiso que su cabeza fuera sometida a la momificación según las técnicas de los isleños de Nueva Zelanda Tan meticuloso era con este asunto que, durante los últimos diez años de su vida, Bentham llevaba siempre encima los ojos de cristal que debían adornar su cabeza muerta. Pero el tratamiento de la cabeza salió rematadamente mal y hubo que utilizar una cabeza de cera.

La original, en estado de putrefacción y ennegrecida, estuvo colocada durante un tiempo en el suelo de la cabina, a los pies de Bentham, lo que permitió que se convirtiera en el blanco frecuente de las gamberradas estudiantiles e incluso fuera utilizada en una ocasión para la práctica del fútbol en el patio delantero.

En 1975 unos estudiantes la secuestraron a cambio de cien libras, aunque al final aceptaron diez, y la cabeza apareció en una taquilla de la consigna de la estacion ferroviaria de Aberdeen, en Escocia. Ahora se encuentra protegida en un refrigerador en la University College.

Se cuenta que el Autoicono asiste a las reuniones del consejo del University College y que su presencia consta en las actas con estas palabras: “Jeremy Bentham, presente pero sin voto”.

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Lago Leman

Bibliografía:

-Para el viaje de Milton a Villa Diodati: ‘El año del verano que nunca llegó’, de William Ospina, Random House, 2015.

– Sobre la profanación del cadáver de Milton: ‘Excéntricos ingleses’, de Edith Sitwell, Lumen, 2010

– Para los usos del Autoicono de Bentham: ‘El libro de los filósofos muertos’, de Simon Critchley, Taurus, 2008

Tumbas para el recuerdo: de Cervantes a Shakespeare; de Tolstoi a Stevenson; de Collioure a Comala

La posibilidad de la vida eterna y sus efectos secundarios me llegó de Borges, cuyo cuento ‘El inmortal’ siempre me ha despertado cierta desazón por el simulacro de vida de los personajes que, como el Homero del relato, se convierten en seres imperecederos tras bañarse en un río que concede el don de la eternidad. Lejos de ser un regalo, resulta un terrible e inmerecido castigo.

Las culturas paganas que no creían en la inmortalidad o que no les parecía nada deseable, como ocurre con Grecia y Roma, y también con otras más modernas aunque menos sofisticadas, como la vikinga, fiaban la auténtica inmortalidad a la fama y a la gloria después de la muerte; a los cuentos, a las canciones y a las sagas que se repetirían a lo largo de los siglos elogiando la vida y la muerte del héroe o del poeta.

Antes de seguir despeñándome por caídas de imperios y civilizaciones desaparecidas quisiera retomar el asunto de la perdurabilidad de los hombres en el recuerdo de las generaciones posteriores. No hay otra frase que exprese de forma más bella este deseo de permanecer en la memoria por toda la eternidad que la de Shakespeare: ‘Perduraré donde más alienta el aliento, es decir, en los labios de los hombres’.

Y para el recuerdo y los homenajes se construyeron los cementerios y las visitas guiadas. El turismo necrófilo da muchos dividendos, al menos fuera de España. En nuestro país no hay costumbre de visitar necrópolis para depositar flores en la tumba de nuestros escritores, músicos o pintores. Tampoco en las de reyes ni guerreros ni políticos, pero eso es otra historia. Me gusta pensar que no es un menoscabo de nuestra condición hispana, sino un adorno: los españoles no somos mitómanos. Pero tampoco parece que sea eso -no hay más que ver cómo se arracima la gente ante los famosos del momento y cómo se matan por un selfie con el actor de moda- sino más bien el reflejo de un triste desapego hacia nuestra historia cultural.

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Los buscadísimos huesos de Cervantes

Según su testamento, Miguel de Cervantes pidió ser enterrado en la iglesia del convento de las Trinitarias Descalzas, en agradecimiento a los Trinitarios que le liberaron de su cautiverio en Argel tras cinco años. La Orden, a la que se unió años antes de su muerte, pagó ‘in extremis’, cuando iba a ser embarcado a Constantinopla, los quinientos ducados de oro por su rescate. Tras la construcción del nuevo convento se perdieron los vestigios de su tumba, pero en 2014 comenzaron los trabajos de exploración de nichos y tumbas en la cripta del convento de las Trinitarias en Madrid en busca de los restos mortales del escritor.

El Ayuntamiento madrileño, que corría con los gastos, tenía el firme propósito de instalar en la propia cripta del convento un “túmulo digno e idóneo” que pudiera ser visitado por el público. No reparó en excesos mediáticos, más relacionados con las elecciones del año 2015, cuando se terminaron los trabajos, que con el centenario de la muerte del escritor, un año después.

Pero sólo se encontraron una mandíbula y dos decenas de huesos que podrían ser atribuidos a Cervantes pero que andaban muy mezclados con otros de distintos difuntos. La exposición sobre los trabajos se hizo en el Museo de Historia de Madrid, en cuya inauguración la entonces alcaldesa, Ana Botella, afirmó muy convencida de que, en el convento de las Trinitarias se “singularizarían” con una lápida los restos hallados que, en su opinión, “corresponden a Cervantes porque así lo avalan tres ciencias: la Antropología, la Arqueología y la Historia”. Y también hubo sepelio, en el mes de junio, de forma que Cervantes fue enterrado por tercera vez desde que muriera en 1616.

Así pues, se trasladaron los supuestos restos del escritor a la Iglesia de San Ildefonso y hubo lápida y visitas guiadas. El epitafio proviene de una de las obras más queridas por Cervantes, ‘Persiles y Sigismunda’, y dice así: “El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir”.

Otros restos de ilustres

Al parecer el número de visitantes del convento de las Trinitarias ha aumentado con toda esta publicidad sobre tumbas, huesos y testamentos: estábamos en el año del IV Centenario de la muerte de Cervantes.

No es Cervantes el único personaje ilustre enterrado en una cripta eclesial. Shakespeare pidió que sus huesos reposaran en Iglesia de la Santa Trinidad de Stratford, donde fue bautizado. El cumplimiento de ese deseo impidió que ocupara un hueco en la ‘Esquina de los poetas’ de la Abadía de Westminster, en Londres, en cuyo transepto sur se encuentran las tumbas de Dickens, Kipling, Browning y Tennyson.

Estos enterramientos ilustres tienen su correspondencia en el Panteón de París, cuya construcción comenzó en 1764, y en el que permanecen los restos de Voltaire desde 1791, tras la Revolución Francesa, y los de Alejandro Dumas, situados entre los de Émile Zola y Victor Hugo. En el frontispicio está inscrita la dedicatoria: “A los grandes hombres, la patria agradecida”.

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Machado en Collioure

Si Shakespeare quiso persistir en el recuerdo de los hombres, Antonio Machado dejó de lado esas pretensiones en ‘Cantares’: “Nunca perseguí la gloria / ni dejar en la memoria / de los hombres mi canción”. Pero el poeta español también tiene su público, que visita su tumba en el cementerio del pueblo francés de Collioure, donde murió en febrero de 1939, a los veinticuatro días de llegar, huyendo de la victoria fascista en España.

En los bolsillos de su gabán se encontraron manuscritos los que tal vez fueran sus últimos versos, de un día en que pudo pasear por el pueblo, al que llegó enfermo de neumonía: “Estos días azules y este sol de la infancia”.

Su madre, que le acompañaba en su huida de España, murió tres días después, y en 1958 los restos de ambos pasaron a una tumba propia, financiada por un centenar de donantes, entre ellos Andrè Malraux, Albert Camus, la librería Gallimard y el sindicato UGT. Fue a partir de entonces cuando la gente empezó a enviar escritos y a depositarlos sobre la tumba: poemas, agradecimientos, tarjetas de visita e incluso peticiones. Como si fuera un santo laico, le pedían protección. En los ochenta, el Ayuntamiento de Colliure instaló, al lado de la tumba, un pequeño buzón abierto para que estos miles de escritos no se perdieran.

Las tumbas más bellas

La tumba de Tolstoi ni siquiera es tumba; es más bien es un túmulo rectangular en medio del bosque de la que fuera su hacienda, Yasnaia Poliana, cubierto de flores, sin cruz ni lápida ni inscripción, ni siquiera el nombre, y de la que dice Stefan Zweig que es “la tumba más bella, impresionante y triunfal del mundo”.

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Tolstoi en Yasnaia Poliana

Tampoco está reñida con la naturaleza, la tumba de Louis Stevenson en la cima del monte Vaea de Samoa. El epitafio dice: Aquí yace donde quiso yacer / de vuelta del mar está el marinero / de vuelta del monte está el cazador.

Otros eligieron esparcir sus cenizas en lugares imaginarios. Es el caso de Juan Rulfo, que optó por la cremación y pidió que sus restos se aventaran en Comala, la ciudad en la que vivió un cacique llamado Pedro Páramo y al que su hijo va a buscar por recomendación de su madre y donde los muertos conversan. Nada tiene que ver esta Comala imaginaria, ubicada “sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno”, como la describe Abundio Martínez en las primeras páginas de la novela, con el pueblo que sí existe y se llama Comala, de casas encaladas y umbrosas huertas. El deseo de Juan Rulfo, genial e intencionado, de reposar en la tierra de su imaginación, viene a decirnos que el mejor homenaje a un escritor es la lectura de su obra y que en ella le encontraremos siempre.

De los gastos, disgustos y tiempo perdido, que conllevó la búsqueda de los restos de Cervantes, dijo Francisco Rico, que, al fin y al cabo, si se trata de leer o releer su obra, puede que sus huesos no sirvan para mucho. Las estadísticas ofrecen un dato lamentable: sólo el 21% de los españoles ha leído ‘El Quijote’.

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La caída de Roma y el fin de la civilización; relatos e interpretaciones

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La imagen de gigantescos guerreros germanos a caballo incendiando ciudades y masacrando a sus habitantes entre inmensos charcos de sangre se asienta profundamente en nuestro imaginario colectivo y, como ocurrió en el pasado, no deja de producirnos cierta inquietud y desazón. Porque si la antigua Roma pudo caer, también nuestra moderna y sofisticada civilización puede desaparecer. La caída del Imperio romano y el comienzo de los Años Oscuros es la demostración histórica de que el progreso no es inevitable.

La ausencia de fuentes sobre un periodo tan convulso de la historia de Europa como fue la decadencia y caída del Imperio romano de Occidente, abre el camino a diversas interpretaciones que se han teñido, en muchas ocasiones, de la ideología que dominaba el momento histórico mismo en el se reflexionaba sobre esos hechos.

La visión cristiana en el siglo V

De lo que ocurrió cuando los godos invadieron la Galia, cuando Alarico saqueó Roma durante tres días, cuando los suevos se hicieron con Gallaecia o cuando los vándalos cruzaron el estrecho de Gibraltar y destruyeron las ciudades del norte de África lo sabemos gracias a las crónicas que escribieron historiadores cristianos. A veces la retórica que utilizan y su evidente partidismo nos hace desconfiar de la autenticidad de su narración, pero en todos los casos es evidente que hubo una invasión de pueblos de origen germánico, que fue violenta y que transformó las estructuras políticas y el estilo de vida romanos.

En el noroeste de la península ibérica, el obispo Hidacio transmitió en sus Crónicas el terror de los saqueos y de las matanzas que causaron los suevos en Gallaecia, asociando la llegada de los bárbaros a Hispania con las cuatro plagas que profetiza el Libro de las Revelaciones. Victor Vitensis, cronista de la invasión de los bárbaros, cuenta con detalle los horrores a los que sometieron a la población romana de Hipona y Cartago. Y también Posidio, testigo de la época, relata esta tragedia en su Vida de Agustín.

Jerónimo, desde Belén, recibe la noticia del asedio y posterior saqueo de Roma y escribe conmocionado su Principia, donde deja escrito: “El orbe se desmorona, las iglesias quedan en cenizas … Es conquistada la ciudad que antes conquistara al mundo entero o, mejor dicho, perece antes por hambre que por la espada”. Y en otras obras y varias epístolas, se lamenta por la pérdida de vidas, denuncia la violencia y las calamidades que han causado los bárbaros y llega a la conclusión de que los pecados de unos y de otros son los causantes de la desastrosa situación del Imperio.

A los cristianos de la época lo que les preocupaba era que se les culpara de la caída de Roma. La ciudad que, en ochocientos años, jamás había sido invadida por ningún atacante extranjero, es saqueada por el jefe godo Alarico en el año 410, cuando hacía diecinueve años que se había decretado la supresión de los cultos paganos públicos. El saqueo de la ciudad impresionó profundamente a los ciudadanos del Imperio Romano occidental, más que el fin del mismo, fechado tradicionalmente en el mes de septiembre del año 476, cuando el último emperador, Rómulo Augusto, fue depuesto por el caudillo germano Odoacro.

Agustín, obispo de Hipona, en el norte de África, recibe la noticia del saqueo de Roma, y también a gran número de exiliados que buscan la protección de otras tierras a las que aún no han llegado los bárbaros. Y su respuesta, además de su sermón de diciembre de ese mismo año en la catedral, será su gran obra, La ciudad de Dios, en la que argumenta que un verdadero cristiano sólo es ciudadano del Cielo y que, desde la perspectiva más amplia de la Eternidad, el saqueo de Roma es un suceso menor e insignificante.

Agustín escribe sobre la caída de Roma para contrarrestar la acusación de quienes veían detrás del asedio de Roma la furia de los viejos dioses abandonados. El historiador romano Zósimo de Panópolis dio en su Historia Novae una interpretación teológica de la decadencia –no la caída todavía– del Imperio, haciendo responsables a los cristianos por el “abandono de la antigua religión” pagana, lo que según él enfurecía a los dioses.

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Alarico en Roma

Elogio del espíritu germano

Otros apologistas cristianos -como Orosio, autor de la Historia contra los paganos – refutaron la tesis de que la decadencia de la ciudad había sido causada por el cristianismo. Incluso se empeñó en demostrar que el pasado de Roma, gobernado por falsos dioses, había sido peor que el turbulento presente cristiano y atribuyó el saqueo a la cólera de Dios contra los pecadores que habitaban la capital del Imperio. A mediados del siglo VI, el historiador y apologista de los godos, Jordanes, defendió que bárbaros y romanos eran amigos por naturaleza y que, como ya dijera Orosio, cuando las tropas de Alarico entraron en Roma se comportaron, es decir, respetaron los altares de los santos.

En los años cuarenta del siglo V, Salviano, un sacerdote de la región de Marsella, autor de la obra ‘De gubernatione Dei’, en la que relata la situación de la Galia, Hispania y el norte de África tras las invasiones bárbaras, asume también esta diatriba contra sus contemporáneos, cuya perversidad había merecido el castigo divino, al tiempo que elogia de los bárbaros, su virtud y su modestia, la afición al trabajo y el rechazo de la fornicación.

Este elogio de los pueblos invasores se repite mucho después y adopta un tinte siniestramente profético sobre una catástrofe de dimensiones apocalípticas que ocurrirá dos siglos después. El filósofo alemán del XVIII Johann Gottfried von Herder señala que las invasiones supusieron la transfusión de una sangre germana nueva en un imperio decadente: “Una Roma agonizante yace durante siglos en su lecho de muerte … un lecho de muerte que se extiende por el mundo entero … el cual no podría asistirla sino acelerando su fin. Los bárbaros vinieron con esa misión; gigantes del norte ante los cuales los romanos débiles se asemejaban a enanos; asolaron Roma e infundieron nueva vida en una Italia que agonizaba”.

Herder pertenece por derecho propio a la historiografía clásica germánica, que presenta una visión de las invasiones bárbaras mitificada, ideologizada y partidista. Al agotamiento, anquilosamiento y corrupción del Imperio contrapone la savia nueva, joven y dinámica de los pueblos germánicos.

La caída de Roma fue el efecto natural e inevitable de una grandeza desmedida”, sentencia Edward Gibbon, que no saluda las invasiones germánicas, pero atribuye parte de la culpa al triunfo del cristianismo y a la expansión de la vida monacal del siglo IV, debido sobre todo a que la paga de los soldados que debían defender el Imperio “se otorgaba a una multitud inútil de ambos sexos que sólo podía exhibir como mérito la abstinencia y la castidad”. Algo de razón puede tener, aunque la culpa no sólo sería de esa clase ociosa, ya que el ejército profesional del siglo IV, que contaba con unos 600.000 soldados, precisaba para su mantenimiento en óptimas condiciones, de impuestos civiles que, precisamente debido a las primeras correrías e invasiones de los bárbaros y también por las rebeliones internas (como la de Constantino III, que se apropió de los recursos de Britania y de los de parte de la Galia), se hicieron cada vez más difíciles de recaudar.

Otros historiadores en el siglo XIX admiten que el fin del Imperio romano fue el resultado de una “enfermedad interna”, de su propia decadencia y no de la violencia destructora de los bárbaros. En ese siglo y a comienzos del XX, la caída de Roma tendía a explicarse en términos de las teorías sobre supuesta degeneración racial o del conflicto de clases. La tesis de una “enfermedad interna” en el Imperio como causante de la decadencia y desaparición de Roma estaba bien vista. Literatos como Verlaine o D’Annunzio compartían una concepción vitalista-biológica de la historia que atribuía a los imperios las mismas características de nacimiento, desarrollo y decadencia de la vida humana.

Sin embargo, tras la II Guerra Mundial, vuelve a cambiar la perspectiva y los historiadores, sobre todo los franceses (Andrè Piganiol y Pierre Courcelle), interpretan el fin de Roma como el “asesinato” de un mundo civilizado todavía vital, perpetrado por las oleadas de bárbaros que irrumpieron más allá de las fronteras. Courcelle establece abiertos paralelismos entre los sucesos que acababan de ocurrir en Francia, es decir, la ocupación nazi, y la experiencia de las invasiones bárbaras del siglo V, en el que “hordas devastadoras habían dejado tras de sí sólo el desierto”.

En la última mitad del siglo XX, al estabilizarse una nueva y pacífica Europa occidental, la imagen de los germanos como invasores violentos ha comenzado a debilitarse. Según Walter Goffart, que fue profesor en la Universidad de Toronto, los bárbaros se habrían asentado en territorio romano en virtud de pactos con la autoridad imperial y asumiendo responsabilidades de defensa a cambio del cobro de impuestos. Niega que existiera un choque entre la civilización y la barbarie y avalanchas de tribus salvajes sobre el Imperio. Roma habría caído por haber delegado su poder en fuerzas extranjeras para defenderse y no porque fuera invadida con éxito por los bárbaros; fue un experimento que “se les fue un poco de las manos”, dice.

El historiador irlandés Peter Brown va más allá al defender un conjunto de grandes innovaciones culturales y religiosas en el periodo al que él mismo dio nombre con el título de su libro aparecido en 1971: The World of Late Antiquity. La Antigüedad Tardía comprende desde el año 200 d.C. hasta el siglo VIII y con esta nueva clasificación y título históricos introduce la tesis de que las invasiones germanas no fueron violentas, sino que se trató de una integración paulatina de pueblos extranjeros en el Imperio.

Bryan Ward-Perkins se enfrenta a ambos, a Walter Goffart y a Peter Brown, y demuestra con datos los efectos negativos y perdurables de la disolución del Imperio. Para empezar, todas las regiones que pasaron a dominio germano de manera más o menos pacífica, habían experimentado previamente la invasión y el saqueo y el ejemplo más notorio es Aquitania. No fue una conquista pacífica, no “se le fue de las manos” a la autoridad romana porque lo cierto es que no tuvo más remedio que llegar a acuerdos y vender provincias. Y tampoco fue una “evolución”, sino una ruptura drástica con el pasado al producirse la desaparición de ciudades, el empobrecimiento tecnológico y artístico y la reducción, a todos los niveles, del bienestar y la calidad de vida.

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Ward-Perkins reconoce que la intención de los pueblos germanos posiblemente no fuera acabar con el sofisticado mundo de la Antigüedad y que lo que pretendieran fuera participar en el alto nivel de vida del Imperio. Pero sus invasiones y la desorganización y desintegración del Estado romano que provocaron sin duda fueron la causa principal –no la única- de la muerte de la economía romana y de su consiguiente bienestar y de su civilización. “Los invasores -concluye- sin ser culpables de asesinato, sí cometieron homicidio”.

Bibliografía

– Bryan Ward-Perkins, La caída de Roma y el fin de la civilización, Espasa Calpe 2007.

– Edward Gibbon, Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, Ramdon House Mondadori, 2003.

-Peter Brown, El mundo de la Antigüedad Tardía, Taurus, 1991

Jérôme Ferrari, El sermón sobre la caída de Roma

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Las tropas de Alarico por fin entran en Roma tras un largo asedio, el 24 de agosto del año 410. Al principio, los romanos experimentaron sorpresa e indignación porque un vil bárbaro se atreviera a insultar a la capital del mundo. Poco a poco fueron sintiendo la angustia de la escasez para acabar sufriendo las terribles calamidades del hambre. Compraron su rescate con el oro y la plata, con bienes valiosos y esclavos de origen bárbaro y tras un primer pago, llegó la tregua.

Pero en Rávena, donde residía la corte imperial, se despreció al rey visigodo y sus ofertas de paz. Alarico, descontento, entró en la ciudad que durante ochocientos años nunca fuera ocupada por enemigo extranjero alguno, ni siquiera por Aníbal. El último saqueo de Roma había ocurrido en el año 387 a.C. cuando entraron en ella los galos dirigidos por Breno. Ésta fue la segunda vez en que Roma fue castigada, en el año 1163 de su fundación y ella, “que había sometido y civilizado a una parte considerable de la humanidad, fue entregada a la furia desenfrenada de las tribus de Germania y Escitia”, según la sonora expresión de Gibbon.

Aunque la caída de Roma no supone aún la del Imperio Romano de Occidente, fue un aviso brutal cargado de simbolismo que puso en evidencia la decadencia del orden imperial, ya herido de muerte. Las noticias se expandieron por todo el Imperio, así como los lamentos. Agustín, obispo de Hipona, ciudad del norte de África, pronuncia en su catedral un sermón con la intención de que sirva de consuelo y resignación a sus fieles y sobre ese sermón, que subraya la inevitable sucesión de mundos y de civilizaciones, escribe Ferrari su novela teniendo como pantalla la caída de Roma y, como primer escenario, el fin de otro mundo que comienza con la guerra de 1914.

Es posible que no perezca Roma si no perecen los romanos’

Todos los capítulos llevan por título una frase del sermón de Agustín. Existen los hombres pero ya no su mundo, viene a decir el primero. Marcel Antonetti contempla una fotografía tomada en el verano de 1918, meses antes de su nacimiento, en la que aparecen su madre y sus hermanos. Ahora ninguno de ellos existe; sólo viven en su recuerdo. Y cuando él muera todos desaparecerán irremediablemente.

Marcel nació un año después de que se hubiera tomado la fotografía, cuando terminó la Gran Guerra y su padre fue liberado. Terminó la conflagración y pareció como, si “tras pagar el precio de la carne y de la sangre fuera necesario aún ofrecer a un mundo desaparecido el tributo de símbolos que reclamaba para desaparecer definitivamente y dar paso por fin a un mundo nuevo. Pero nada sucedía, un mundo había desaparecido para siempre sin que un nuevo mundo lo reemplazara, los hombres abandonados, privados de mundo, proseguían la comedia de la generación y la muerte”. La guerra supuso una insondable masacre, pero la gripe que vino después se cobró miles de víctimas. Marcel conseguiría sobrevivir, pero a cambio de una salud maltrecha y un espíritu triste, sin mundo.

Transcurren los años, pasa la siguiente gran guerra europea y el nuevo mundo envía a Marcel a las colonias francesas del África occidental, su destino soñado. Pero su joven esposa muere en el parto y ni siquiera le queda poder gobernar un “reino de bárbara desolación en los confines del Imperio” porque Roma ya no existe, “sólo quedan reinos a cual más bárbaro, de los que era imposible escapar”. Sólo podía aspirar a “ejercer su poder inútil sobre unos hombres aún más miserables que él”. Marcel vuelve a París: el Imperio había desaparecido sin exhalar un sólo gemido, que es como acaban todos los imperios. “Todos los senderos luminosos han desaparecido”.

La historia del bar

La vida de Marcel, el abuelo, inicia la novela y ocupa tres capítulos; en algún otro aparece esporádicamente porque el autor ha querido dar el protagonismo a su nieto y al amigo. Desafortunadamente porque, cuando no habla de Marcel, la novela se convierte en un relato trivial de las vicisitudes de un bar de camareras en un pueblito de Córcega que regentan los jóvenes Matthieu y Libero tras abandonar París. El primero no soporta a sus compañeros estudiantes de filosofía porque se creen “con el privilegio de comprender la esencia de un mundo en el cual el común de los mortales simplemente se contenta con vivir”. Y el segundo sufre una crisis ante la inautenticidad de todo, de la falta de eternidad y de nobleza de las cosas eternas y, especialmente, del fanatismo irresponsable de Agustín de Hipona, sobre el que ha realizado su tesis universitaria.

Lo que en el abuelo es tragedia, dolor y un auténtico fin del mundo silencioso, en los descendientes es un absoluto disparate. El estilo del autor, acorde con ese fin de mundo de Marcel, se convierte en absurdo y rimbombante cuando lo utiliza para referirse a las hazañas sexuales del animador del bar, las andanzas de las cuatro camareras o el affaire no resuelto de la nieta en una excavación en el norte de África.

Las cosas se ponen estupendas: el bar tiene un gran éxito y los dos socios son tan felices… Entonces llega la pedantería al cubo y es que Matthieu, “por primera vez en mucho tiempo, pensó en Leibniz y se alegró de hallarse en aquel lugar que ahora era el suyo en el mejor de los mundos posibles”.

Pero poco a poco, como los mundos que mueren y vuelven a resurgir para desaparecer de nuevo, el del bar da señales de agotamiento, de fin. “No había hordas bárbaras, sólo que Libero renuncia al bar. La noche del fin del mundo era tranquila. Ningún jinete vándalo. Ningún guerrero visigodo. Ninguna virgen degollada”. Comparar el fracaso de este “mundo” con la caída de Roma queda un poco descompensado.

La intención de Ferrari es buena -crear un pequeño universo y al mismo tiempo un refugio paradisíaco para los desengañados- pero los resultados no acaban de convencer. Ferrari, nacido en París en el mítico año de 1968, se estableció en Córcega tras terminar sus estudios de Filosofía en París y es de suponer que intentó llevar en la isla una vida sencilla lejos del mundanal ruido. El sermón sobre la caída de Roma es una novela con una idea: la finitud, los mundos efímeros que nacen, crecen y, finalmente mueren, sin que se haya producido nada de valor. Ese escepticismo pesimista le hizo merecedor del Premio Goncourt de 2012.

El sermón de la caída de Roma

Ferrari pone el punto final a su novela con algunos pasajes del sermón de Agustín de Hipona en diciembre de 410, pronunciado en la catedral. Durante tres días, los visigodos de Alarico habían saqueado Roma pero, al enterarse de ello, Agustín apenas se emociona. Ahora que ha conseguido vencer a los donatistas, su único empeño reside en devolverlos al seno de la Iglesia.

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El sermón anuncia la ‘buena nueva’ de la caída de Roma para los cristianos a los que “se anunció que el mundo sería destruido por la espada y el fuego. No hay que asustarse por que se cumplan las profecías. Regocíjate, cristiano, tú que sólo vives a la espera del fin del mundo”, les dice Agustín desde el púlpito.

Que el mundo caiga en las tinieblas si el corazón de los hombres se abre a la luz de Dios. El obispo considera blasfemos los lamentos por la muerte de Roma, porque “los cristianos no pertenecen al mundo, sino a la eternidad de las cosas eternas…” y desprecia a quienes se lamentan y piden cuentas a Dios por las tribulaciones que atraviesa el mundo cristiano. “Comprended que habéis venido a la tierra para luego abandonarla… Dios te hizo un mundo que se ha de derrumbar y por eso te creó mortal”.

Veinte años después de la caída de Roma y del sermón de Agustín, los jinetes vándalos entrarán en Hipona (Hippo Regius, hoy Annaba, en Argelia) con Genserico, sus caballos, su brutalidad y la herejía arriana como estandarte, después de un asedio de catorce meses, durante el cual murió Aurelio Augustino, san Agustín, a quien en el lecho de muerte quizá le asaltaran las dudas y desconfiara del poder de Dios, de sus promesas y de que pudiera llegar a comprender la desesperación de los hombres.

Los mundos pasan, es cierto, uno tras otro, de las tinieblas a las tinieblas y por gloriosa que sea Roma, añade el sermón, no por ello deja de pertenecer al mundo y caerá con él”. La sucesión de estos mundos, apunta Jérôme Ferrari, tal vez no signifique nada y “esa intolerable hipótesis es lo que consume el alma de Agustín”.

El Fin del Mundo en los relatos bíblicos y el Diluvio como ensayo

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Los pueblos antiguos creían que el tiempo se repetía una y otra vez, de la misma manera que la naturaleza muestra que una estación sucede a otra y que lo que florece es destruido para resurgir después. Los mitos de estas antiguas culturas anuncian la destrucción del mundo y su renacimiento infinito. En modo intuitivo, los antiguos pensaban que después de cada cataclismo se crearía un nuevo mundo y la humanidad volvería a progresar atravesando diferentes etapas.

La concepción hindú del cosmos concibe el universo como una cadena de mundos que nacen y desaparecen, como una sustitución del ‘día de Brahma’ por la ‘noche de Brahma’. La imprescindible renovación periódica del mundo será protagonizada por el guerrero-sacerdote Kalki que, montado en un caballo blanco, exterminará con su espada a toda la humanidad, caída en una degradación irreversible, para iniciar una nueva Edad de Oro.

En el budismo tibetano es Maitreya quien dirige un ejército de dioses contra Hanumanda al final de uno de los ciclos de la humanidad; tras mil años de renovación, tendrá lugar la destrucción del mundo, que se producirá primero por medio del fuego, después por el viento y, finalmente, por medio del agua. Los dioses vendrán a llevarse a los pocos hombres que han sobrevivido, a los que enseñarán y otorgarán el don de la inmortalidad.

Incluso en la cosmogonía de los estoicos, el universo es consumido cíclicamente por el fuego que lo engendró y de esta aniquilación resurge interminablemente para repetir una idéntica historia.

Apocalipsis bíblico: El Libro de Daniel

En cambio, para las tres religiones del Libro -judaísmo, cristianismo e islamismo- la historia se comporta de forma lineal, sin vueltas ni retrocesos. Todo se encamina a un auténtico punto final con la total e irreversible destrucción del mundo tal como lo conocemos.

El relato del fin del mundo que nos deja el Antiguo Testamento no es absolutamente novedoso, pero muestra unas características especiales que le han hecho persistir más allá del momento de su redacción, e incluso ha hecho posible la creación de nuevos patrones religiosos. Me atrevería a señalar como tales el propio cristianismo y, dentro de él, concepciones como el milenarismo medieval o las tendencias apocalípticas del fundamentalismo norteamericano del siglo XX.

Allá por el año 167 a.C. se incorpora a los textos bíblicos, aún no sometidos a un canon, una clara falsificación: el Libro de Daniel. En él se narran las aventuras de un personaje ficticio que proviene de la tradición folklórica judía y que se supone que fue coetáneo del rey babilonio Nabucodonosor, cuatrocientos años antes, cuando el pueblo judío fue condenado al exilio.

Pero lo más llamativo de este Libro de Daniel no son la aventuras de este héroe popular, sino las profecías sobre hechos que habrían de producirse a lo largo de los cuatro siglos siguientes hasta llegar a la época misma del falsificador y un poquito mas allá. El sueño del rey que Daniel interpreta, predecía la caída de imperios, el primero de ellos el babilónico, y también la muerte del soberano griego Antíoco IV que, en el año 160 a.C. aún vivía y gobernaba. Este rey se propuso helenizar a todos los judíos, llegó a prohibir la circuncisión y el sabbat y les obligó a adorar también a otros dioses. Se rebelaron y comenzó un conflicto largo y confuso. El Libro de Daniel prometía a los judíos que se mantuvieran fieles a Dios que su resistencia y su lucha sería recompensada, serían salvados, resucitarían.

El éxito de este relato se debe en buena parte a su lenguaje, repleto de imágenes y símbolos que forman rompecabezas y que los lectores han de descodificar, lo que supone inevitablemente que puede adaptarse a cualquier situación. Los cuatro imperios, cuya destrucción profetizaba Daniel, estaban representados por bestias. No les puso nombre y podían ser Babilonia, el Imperio persa, Macedonia o Roma, potencias que dominaron sucesivamente el mundo de aquellos tiempos. Pero también Estados Unidos, la Unión Soviética o China. Todo es susceptible de interpretación.

Además, estas profecías alentaron el mesianismo y la aparición de nuevas sectas: tras la destrucción de las bestias por los ángeles, “Alguien, llamado Hijo del Hombre”, dice, descendería sobre nubes y dominaría por toda la enternidad.

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Nuevo Testamento: el Apocalipsis de Juan

Lo que posteriormente se llamará cristianismo nace como un movimiento judío, el de los esenios, obsesionado con que el final de los tiempos está próximo. Esta visión apocalíptica les infunde el imperativo de la castidad, clara muestra de la ausencia de un proyecto de futuro, que será copiada por la comunidad cristiana primitiva. Los apóstoles y los discípulos estaban convencidos de que apenas faltaba una generación para que se produjera el fin del mundo y creían firmente que ellos llegarían a contemplar en vida el regreso triunfal de Jesucristo.

El Libro del Apocalipsis fue escrito hacia el año 95 de la era actual y relata una serie de visiones cuyo punto culminante es la aparición de la Nueva Jerusalén que baja del cielo tras una destrucción sistemática de la tierra, sobre la que primero se abate granizo, fuego y sangre, tras lo cual queda arrasada una tercera parte; también una tercera parte del mar queda aniquilado, incluidas sus criaturas; con el sonido de la trompeta del tercer ángel, un astro cae del cielo ardiendo y destruye la tercera parte de los ríos y las aguas, volviéndolas amargas y la cuarta trompeta extingue la tercera parte del sol, de la luna y las estrellas sumiendo a la tierra en la oscuridad. Continúan las catástrofes con una plaga de langostas, semejantes a caballos, que atormentarán a quienes “no tienen el sello de Dios sobre sus frentes”. Los ángeles restantes siguen destruyendo el mundo con fuego, humo y azufre.

A continuación, se produce la lucha entre los ángeles liderados por Miguel y el dragón, la antigua serpiente, llamada también Satanás. Y del mar surge la Bestia y siete nuevas plagas consuman la ira de Dios. Por último sucede la batalla de Harmagedón en la que participan los ejércitos celestes sobre caballos blancos frente a los ejércitos de la bestia, el falso profeta y los reyes de la tierra.

El Islam, la última revelación

El Islam se ve a si misma como la “religión del final de los tiempos” al ser la última revelada por Dios a la humanidad. Por lo tanto, será la que traiga el Apocalipsis consigo. Numerosos capítulos del Corán hablan del día del Juicio, cuando “el sol se haya oscurecido, las estrellas pierdan su brillo, las montañas sean puestas en marcha, las estrellas se dispersen, los mares se desborden…”

La escatología islámica comparte con la cristiana la creencia en la segunda venida de Cristo, que será el encargado de acabar con el Anticristo que confundirá a la mayoría con sus prodigios y en su frente llevará escrita la palabra kâfir (impío). Además de Jesús, los musulmanes esperan la llegada del Mahdi, que aparecerá “cuando los corazones se hayan endurecido y la tierra esté llena de maldad”. Llenará la Tierra de equidad y justicia al final de los tiempos, “cuando el Sol salga por Occidente”, y su labor será restablecer el sentido de lo sagrado.

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El Diluvio como ensayo del fin del mundo

Las tres religiones del Libro tienen muy presente que los hombres han de ser castigados por sus pecados y por su maldad. Los judíos tienen mucha experiencia en ese sentido: Dios les desprecia y les castiga una y otra vez, aunque nunca de manera tan expeditiva como cuando envió a la humanidad entera lluvias interminables durante cuarenta días y cuarenta noches.

Se trata de una leyenda de origen mesopotámico, anterior a la redacción del Génesis, incorporada al Poema de Gilgamés. Enlil decide destruir a los hombres porque le resultan molestos y ruidosos, pero Ea advierte a Uta-na-pistim de lo que va a ocurrir y le sugiere que construya un barco que ha de llenar con animales y semillas. Llega el día del diluvio y toda la humanidad perece, excepto nuestro héroe, que ha sido advertido previamene, y sus acompañantes.

En la Biblia se aprovecha el relato para advertir a los hombres del castigo que seguirá a su desobediencia y extraigan la consiguiente lección. Pero también es el comienzo de una serie de alianzas de Dios con su pueblo elegido. Noé, tras salvarse él y su familia, erige un altar y ofrece sacrificios, tras lo cual Dios decide que nunca más enviará un Diluvio a los hombres. Y como señal de este acuerdo, aparece su firma en el cielo: el arco iris que sucede a la tormenta.

Dice Dios en el capítiulo 9.11 del Génesis: Hago con vosotros pacto de no volver a exterminar a todo viviente por las aguas de un diluvio y de que no habrá ya más un diluvio que destruya la tierra. Y añade: Ved aquí la señal del pacto que establezco entre mí y vosotros ( ) pongo mi arco en las nubes para señal de mi pacto con la tierra ( ) Cuando yo haga nublarse la tierra, aparecerá el arco en las nubes y me acordaré de la alianza entre vosotros y yo, y con todo ser vivo, con toda carne; y las aguas no serán ya más un diluvio que destruya toda carne.

Un poco antes, en el mismo Génesis y a propósito del Diluvio, Dios se arrepiente de lo que ha hecho y promete no volver ya más a maldecir la tierra por el hombre, pues los deseos del corazón humano, desde la adolescencia, tienden al mal; no volveré a exterminar todo viviente, como acabo de hacer. Mientras dure la tierra habrá sementera y cosecha, frío y calor, verano e invierno, día y noche.

Si leemos con atención veremos que Dios se disculpa ante los seres vivos que él ha creado y que no conocen la maldad, lo que no es el caso del hombre, cuya perversidad es manifiesta y merece todo lo malo que le pueda ocurrir. Es cierto que Dios se comprometió a no matar a ningún ser vivo por medio del agua, pero le quedan infinidad de opciones: el azufre, las plagas, el fuego… Todas aquellas de las que Juan en el Apocalipsis hace un uso bastante inmoderado.

Ragnarök, la última batalla vikinga del fin de los tiempos

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Casi todas las mitologías ofrecen una narración más o menos pormenorizada del fin de los tiempos, en la que el mundo conocido desaparecerá inevitablemente como consecuencia de tremendos cataclismos. De esa destrucción o purificación, según el punto de vista, surgirá un nuevo tiempo, generalmente dichoso, o una vuelta al pasado, a una Edad de Oro que retornará. Las cenizas del antiguo orden serán la materia del porvenir, que contendrá en su mismo origen el germen de una extinción que se repetirá por los siglos de los siglos.

Las profecías del Ragnarök

La destrucción por el agua o por el fuego es común a muchas mitologías. Las leyendas vikingas profetizan que el Ragnarök, el Destino de los Dioses, vendrá precedido de grandes catástrofes: impetuosos vientos barrerán la faz de la Midgard, la Tierra Media, y traerán consigo inmensas heladas y tormentas cegadoras durante tres inviernos. El Sol y la Luna desaparecerán devorados por los lobos y el mundo se hundirá en la oscuridad más absoluta mientras caen las estrellas del cielo. Se multiplicarán los seísmos, se desintegrarán las montañas y cundirá el hambre y la muerte.

Loki, el dios del caos, extenderá la guerra y la confusión y Odín, el padre de los dioses, reunirá a sus valientes guerreros en el Valhalla para el último combate, en el que todos morirán. Surt, de la estirpe de los malvados gigantes, arrojará fuego y azufre por la boca y prenderá un infierno gigantesco. Jörmundgander, la serpiente de la Midgard, se levantará del lecho profundo del océano y provocará que los mares se alcen contra la tierra y ésta y el Cielo desaparecerán en las aguas. El tiempo se detendrá.

Pero de las cenizas surgirá un mundo distinto, una tierra verde que rebosará cereales y el Sol reaparecerá para dar luz y calor a una nueva raza humana, descendiente de la única pareja que consiguió sobrevivir al Ragnarök. En este nuevo mundo, la maldad y la miseria no existirán y los hombres y los dioses -descendientes de Odín y de Thor- vivirán juntos en paz y armonía. Hasta la próxima gran batalla.

Gracias a Snorri Sturluson, nacido en Islandia a finales del siglo XII y que fue poeta, ‘recitador de la ley’ y, sobre todo, compilador de leyendas, conocemos un relato completo de la mitología escandinava, desde la creación del mundo hasta el Ragnarök. Posiblemente, este relato presente cierta contaminación cristiana porque para protegerse de una acusación de apostasía, ya en el prefacio de la obra realiza una racionalización cristiana de la religión pagana, describiendo a los dioses ancestrales como deificaciones de héroes antiguos.

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El terror vikingo

Esta gran batalla del fin del mundo entre dioses y gigantes que es el Ragnarök responde a la violencia que impregna la historia de estos pueblos escandinavos que sometieron y saquearon, a sangre y a fuego, cientos de poblaciones que vieron cumplirse esas profecías de destrucción en su propia carne. Los vikingos aterrorizaron a Europa durante siglos.

Los autores medievales usaban el término vikingo para describir a alguien que se dedicaba al iviking, es decir, al saqueo, y no necesariamente debía ser escandinavo. El significado original de la palabra era “hombre de las bahías”, quizá porque en esos lugares se escondían los piratas para emboscar a los navíos despistado. El término vikingo se convirtió en sinónimo de escandinavo con el paso del tiempo, a medida que las actividades depredatorias de estos pueblos del norte se extendieron hasta Al-Andalus.

Para muchos, las hordas de vikingos fueron el fin de su mundo. Especialmente terroríficos eran los llamados berserkers que mostraban un absoluto desprecio por su vida y que, antes de entrar en combate, se provocaban una furia parecida a un trance -aullaban y mordían sus propios escudos- , lo que les hacía inmunes al dolor de las heridas.

Comenzó a saberse de los hombres del norte en el siglo II a.C, cuando una falta crónica de tierras cultivables obligó a dos tribus al norte de Jutlandia, los cimbrios y los teutones, a buscar un lugar donde aposentarse. Arrasaron gran parte del centro y del oeste de Europa antes de invadir Italia en el 102 a.C, donde finalmente fueron aniquilados por los romanos.

Pero fue el 8 de junio del año 793 cuando se conoció en toda la Cristiandad el primer gran estallido de la violencia nórdica con el ataque al monasterio de la isla de Lindisfarne, en Northumbria. En una carta escrita poco después, Alcuino, distinguido académico, decía: “Nunca antes se ha visto semejante atrocidad en Britania como la que hemos sufrido a manos de un pueblo pagano … La iglesia de San Cutberto está bañada con la sangre de los sacerdotes de Dios, huérfana de todos sus objetos y expuesta al saqueo de los paganos, el lugar más sagrado de Britania…”

Tras esta primera incursión, los vikingos atacan Escocia e Irlanda y extienden sus actividades al Imperio franco. En el 845 saquean el valle del Sena y amenazan París. En el año 865 fue Inglaterra la que sintió la furia del ataque vikingo; luego el turno le llegó a Flandes. Los monasterios prácticamente desaparecieron de todo el norte de Francia, pero pocos lugares sufrieron más a manos de los vikingos que Irlanda: durante casi doscientos años, a partir del siglo IX, sufrieron no sólo la depredación de sus bienes sino también el que sus habitantes abastecieran el comercio de esclavos de los nórdicos.

Tampoco la península ibérica se salvó de sus correrías. Los hombres del norte atacaron La Coruña, donde sufrieron una gran derrota; bajaron por la costa y saquearon Lisboa y, en sus incursiones, llegaron hasta Sevilla.

El último ataque vikingo tuvo lugar en 1240. Ocurrió en Iona, una pequeña isla en el norte de Escocia, en las Hébridas.

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John Haywood, Los hombres del norte

Desde el 793 al 1241 la historia contempló la actividad de los hombres del norte por todo el mundo conocido. Desde su patria escandinava, se dirigieron hacia el este descendiendo por los grandes ríos rusos, cruzaron el mar Caspio y llegaron a Bagdad. En el oeste, saquearon toda la costa europea y fundaron asentamientos en algunos lugares de Escocia, Inglaterra, Irlanda y Francia. Llegaron a penetrar en el Mediterráneo y atacaron Italia y el norte de África. Otros vikingos cruzaron el Atlántico y se establecieron en las islas Feroe, Islandia y Groenlandia. Incluso llegaron a América del Norte.

El historiador John Haywood nos cuenta en Los hombres del norte. La saga vikinga (793-1241) todo lo que hicieron, sus viajes, sus costumbres, su mitología, también sus fracasos, hasta su declive y transformación, que coincide con el asesinato del islandés Snorri, el compilador de versos y leyendas, acusado de traición. Sus casi quinientas páginas ofrecen una narración ágil de hechos no muy conocidos y dan respuesta a un gran número de dudas y claroscuros de la historia vikinga, aunque dejan resquicios a la imaginación porque del pasado no todo puede saberse con certeza.

– Yuval Noah Harari, De animales a dioses (Breve historia de la humanidad)

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De simples primates a dueños del mundo: el Homo sapiens ha pasado de ser uno más en el ecosistema terrestre a convertirse en su amo y señor, gracias al chismorreo y a las fantasías permitidas por un lenguaje único. Ésta es la tesis que recorre el libro de Yuval Noah Harari, un relato de cómo unos simples primates evolucionaron hasta adquirir las capacidades divinas de la creación y de la destrucción.

Chismorreo y ficción

La primera gran revolución se dio hace más de 30.000 años con la aparición de nuevas formas de pensar y de comunicarse, concretadas en un lenguaje único, que evolucionó, dice el autor, como una variante del chismorreo. Podemos imaginar lo importante que fue poder transmitir información acerca de dónde estaban los leones, dónde la mejor fruta, y cuándo llegaría el invierno. Pero sobre todo, “quién en la tropilla odia a quién, quién duerme con quién, quién es honesto y quién es un tramposo”, es decir, el cotilleo.

Esto de hablar de los demás (a sus espaldas) parece una mala práctica, algo pernicioso y, sin embargo, resultó esencial para fomentar la cooperación y refinarla, porque la información “acerca de en quién se podía confiar significaba que las cuadrillas pequeñas” podían aumentar de tamaño y ser más eficientes. Después de todo, es lo que hacen los periodistas: informar a la sociedad de su fiscalización a los “tramposos y gorrones” que ejercen el poder político o económico.

Pero, la característica realmente única de nuestro lenguaje es “la capacidad de transmitir información acerca de cosas que no existen en absoluto”. Y esas cosas que no existen son leyendas, religiones e ideologías. Todo aquello que pueda hacer que un gran número de extraños cooperen con éxito.

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El máximo tamaño natural de un grupo en el que todos sus miembros se conocen es de unos 150 individuos. Para construir grandes ciudades de decenas de miles de habitantes e imperios de cientos de millones tuvo que aparecer la ficción y hacer creer a estos miles y millones de gentes determinadas historias sobre los dioses, la soberanía popular o las compañías de responsabilidad limitada.

En la antigua Babilonia, el Código de Hammurabi establecía que los hombres son fundamentalmente desiguales; en la actualidad ninguna Constitución democrática diría algo así, sino todo lo contrario. No son verdad ni mentira. “El único lugar en el que tales principios existen es en la imaginación de los sapiens y en los mitos que se inventan y se cuentan unos a otros”.

Los mitos cambian en función de las necesidades y ésa es la clave del éxito de Homo sapiens porque la revisión de la ficción asegura que el comportamiento social se adapte o se enfrente a nuevos retos. Además, la gente puede dejar de creer en los mitos que hasta ese momento habían sustentado el orden imaginado en el que vivían. Para mantener ese orden hace falta creyentes porque sin ellos, se desvanece y porque la violencia es un precio demasiado alto y al final nunca compensa.

En un alarde un poco cínico, Harari nos dice que para que la gente crea en un orden imaginado, como el cristianismo, la democracia o el capitalismo, es necesario no admitir nunca que es un orden imaginado y educar a la gente de forma concienzuda, haciéndoles creer que sus deseos son realmente suyos y que no están programados por esa ficción que sólo existe en la imaginación compartida de miles y millones.

Los órdenes imaginados de nuestras sociedades no han sido ni neutros ni justos. Siempre han sido jerárquicos y su ejemplo más conspicuo lo constituye la esclavitud. También han sido jerárquicos en cuanto al género: las mujeres han ocupado durante siglos el escalón inferior de la sociedad. Y, sin embargo, ahora sabemos -y defendemos- que ninguno de los dos órdenes son ciertos: ni los negros ni las mujeres son menos que los hombres blancos.

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Yuval Noah Harari

Comerciantes, guerreros y profetas

Estos órdenes imaginados, que también podemos llamar “culturas”, han caminado en paralelo y con discrepancias durante siglos, aunque con una clara tendencia a la universalización, tendencia favorecida por el establecimiento de tres órdenes: el económico, el político y el religioso.

En el primero, el orden económico, se inventó el dinero, una nueva realidad intersubjetiva que sólo existe en la imaginación compartida de la gente y es, además, el más universal y eficiente sistema de confianza mutua que jamás se haya inventado.

En el ámbito político, Harari defiende que los imperios han contribuido a la unificación de la humanidad. La evolución -asegura- ha convertido a Homo sapiens, como a otros animales sociales, en un ser xenóbofo, pero la ideología imperial desde Ciro en adelante ha tendido a ser inclusiva y global. Y este criterio pasó de los persas a Alejandro Magno y a los romanos, e incluso llegó a los soviéticos y a los presidentes de los Estados Unidos. Con un argumento mítico que muchos creyeron: ‘Reinamos sobre todo el mundo en beneficio de todas las gentes’.

Junto al dinero y a los imperios, la religión ha sido la tercera gran unificadora de la humanidad al conferir legitimidad divina a las jerarquías sociales y a las leyes. Hoy, el monoteísmo en particular es una fuente de discriminación, desacuerdo y desunión. Pese al nuevo ímpetu del Islam y de las sectas cristianas en Estados Unidos, las religiones se baten en retirada (al menos del escenario público), en gran parte debido a la violencia que han ejercido en el pasado y en la actualidad y cuyo ejemplo más patente es el integrismo musulmán rampante en Oriente Próximo.

En estos tiempos de globalización son muchas las culturas -los constructos imaginados- que han desaparecido para aglutinarse en ‘megaculturas’, como si la historia remara en esa dirección. Pero la pregunta que surge es si la universalización cultural es lo mejor. No hay pruebas de que la historia actúe en beneficio de los hombres y su bienestar.

La aportación de Harari

De animales a dioses” se publicó en 2013 y ha sido leído por miles de personas en más de veinte idiomas. En 2015, fue seleccionado por el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, para figurar en la lista en la que invita a sus 38 millones de contactos a leerlo.

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En realidad, Harari no aporta ningún concepto nuevo. Pretende demostrar que el arma secreta de Homo sapiens para prosperar ha sido su capacidad para conseguir que, engañados colectivamente, todos cooperen. No es nada nuevo. Sí consigue escribir un libro desenfadado, con un lenguaje sencillo y a la vez provocativo, como cuando dice que nuestra especie empezó su exitosa andadura “chismorreando” pero que luego tuvo que inventarse “órdenes imaginarios” para conseguir que grandes grupos cooperaran con eficacia, aunque no siempre para conseguir lo mejor y lo más justo.

Que nuestro sofisticado lenguaje haya sido un arma de comunicación imprescindible para prosperar en la Tierra es innegable y admitido desde las primeras intuiciones evolucionistas. La singularidad de su cerebro y de su comportamiento permite a Homo sapiens adoptar símbolos arbitrarios y modificar el entorno. Su capacidad para inventar grandes proyectos, como las religiones, no se pone en duda. Es cultura evolutiva.

Lo novedoso en Harari, tal como yo lo veo, es su desparpajo a la hora de hacer un recorrido por la historia, seleccionando determinados acontecimientos para mostrarnos la capacidad de la especie para lidiar con la realidad y haciendo afirmaciones contundentes sobre cuestiones que muchos consideran sacrosantas. Que el dinero no existe y que es un pacto de confianza que permite el intercambio; que de la noche a la mañana podemos pasar de creer en el derecho divino de los reyes a defender la soberanía popular; que el crédito aparece en contraposición a la cultura tradicional y que supone el mayor acto de fe en el futuro de la historia o que las religiones son mitos, e incluso literatura fantástica, como las catalogó Borges, son cuestiones que no deben sorprendernos a estas alturas.

Hemos llegado hasta aquí inventando religiones, mitos, leyendas, principios universales e ideologías -con mayor o menor éxito y con mayor o menor sufrimiento. El reto es cómo conseguir que en los peligrosos cien años que tenemos por delante no se produzca ningún cataclismo climático, nuclear o biológico. Los órdenes imaginarios de antaño ya no sirven: unos, porque han demostrado su falsedad y su injusticia, como las ideologías siniestras del siglo XX que aún perviven en reductos xenófobos; otros, porque no han dado el resultado apetecido. Según Harari, existen otros mitos, como el del libre mercado o los derechos humanos, tan ficticios como los anteriores. Más que ficticios, que no lo niego, me parecen insuficientes ante los desafíos de esta época.

Nuestra capacidad de autodestrucción no ha ido acompañada de una evolución cultural que nos permita tener la seguridad de que podemos evitar el fracaso y la extinción. Uno de los artículos de este blog lleva por título ‘Nosotros, Señores del hiperespacio’ y en él y en el anterior se alertaba del riesgo de no llegar, no ya de quedarnos a medio camino, sino de extinguirnos sin más. Podemos convertirnos en señores del hiperespacio, colonizar el universo, doblegar el tiempo y las dimensiones, transformarnos incluso en otra especie más inteligente, más feliz y más solidaria, pero todo esto puede frustrarse en menos de cien años.

Harari finaliza su libro con un párrafo de grave advertencia, en el que señala que Homo sapiens se transformó en el amo de todo el planeta y en el terror del ecosistema a lo largo de milenios y hoy está a punto de convertirse en un dios con las capacidades divinas de la creación y de la destrucción, pero “insatisfecho e irresponsable” y, por lo tanto, muy peligroso.

Los caminos que hoy tiene ante sí Homo sapiens pueden producir un cambio revolucionario como el que supuso la revolución cognitiva en el Neolítico. Estamos en el inicio de una revolución biológica, en la que el hombre dejará de ser lo que es, mediante ingeniería biológica, de ciborgs o mediante la ingeniería de vida inorgánica. Harari deja en el aire todas estas cuestiones y otras más, que probablemente haya concretado en su último libro, ‘Homo Deus. Breve historia del mañana’.

Nota: Yuval Noah Harari, profesor de Historia de la Universidad de Jerusalén y doctor por la Universidad de Oxford.

El culto a los muertos y la triste vida ulterior

Las huellas de enterramientos que han perdurado hasta hoy nos hacen pensar que muchos de nuestros antepasados de la Edad de Piedra creían en una vida después de la muerte, aunque realmente se tratara de una “pervivencia fantasmal”. Rendían culto a los muertos o al menos les recordaban para buscar su protección o para evitar males mayores.

Tumba corredor en Antequera
Tumba en Antequera

Es difícil hacerse a la idea de que una persona con la que tratamos todos los días, apreciada e incluso amada, ya nunca volverá. Seguramente esa nostalgia persiguió a nuestros antiquísimos padres a través de los sueños y lo más posible es que no se tratara siempre de sueños amables, sino pesadillas o similares, y de ahí podría haberse formado la concepción de una vida de ultratumba tan poco agradable como la que se nos ha transmitido cuando ya los hombres hacían Historia.

Los vivos no creían que después de la muerte las cosas se fueran a poner mejor, sino todo lo contrario. En el mejor de los casos -lo que sólo ocurría con los miembros más conspicuos de la comunidad, como jefes o sacerdotes- experimentarían una vida similar a la que ya habían tenido y para ello se les proveía de objetos e incluso de esclavos. En general, los muertos seguían viviendo como fantasmas, en su tumba o en un lugar inhóspito y añorando la vida que habían perdido, lo que les podía convertir en entes peligrosos.

El miedo a los muertos es muy común en las culturas de bandas y aldeas. Para los washos, pueblo de cazadores y recolectores de la frontera entre California y Nevada, las almas de los difuntos estaban furiosas por haber perdido sus cuerpos; por esa razón se quemaban las chozas y pertenencias del difunto para que no volvieran. Los dusun del norte de Borneo maldicen el alma del difunto y le advierten seriamente de que se mantenga alejada (1)

La relación con los muertos en los pueblos primitivos varía entre dos extremos: desde los homenajes a los difuntos en fechas señaladas a cambio de que se abstengan de perturbar a los vivos e incluso para conseguir su protección, a la actitud de algunos pueblos en los que no se les deja en paz, incluso mediante el canibalismo y la necrofagia, con la intención de incorporar las virtudes y poderes del difunto a los comensales (2).

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Hacia las tumbas en las Parentalias

Los lémures en Roma

La obligación con los difuntos, en forma de homenaje, es común desde las épocas primitivas, y siguió practicándose durante milenios. Por ejemplo, en Roma, donde el el culto privado a los muertos apenas cambió en sus doce siglos de historia (3). En las Parentalias, celebradas en febrero, los muertos retornaban a la tierra y se reconfortaban con el alimento que los parientes vivos disponían sobre sus tumbas, situadas en las afueras de la ciudad en tanto que, en las Lemurias, en el mes de mayo, los difuntos no sólo comían, sino que visitaban las casas de sus descendientes y era preciso aplacarlos mediante ritos ancestrales para que no se les ocurriera llevarse a alguno de los vivos consigo.

Las características de ambas festividades son diferentes. En las primeras, los familiares acudían a las tumbas para comprobar en que estado se hallaban y pasaban allí el día. En cambio, las Lemurias tienen un carácter más terrorífico. Negar sepultura a un cadáver y no realizar los ritos funerarios debidos para que el difunto buscara su descanso en un lugar inviolable suponía condenar al alma a un errar continuo, lo que resultaba peligroso para los vivos porque ese ente errante se convertía en una sombra atormentada, uno de aquellos espíritus maléficos llamados lémures.

Ovidio hace un relato bastante pormenorizado de lo que ocurría en las casas durante las Lemurias. El pater familias se levantaba a medianoche del último día, cuando todos dormían, descalzo y chasqueando los dedos; se lavaba las manos tres veces y lanzaba hacia atrás, sin mirar, puñados de habas negras mientras decía: ‘Yo tiro estas habas y por ellas me salvo yo y salvo a los míos’. Así, hasta nueve veces, de manera que pudieran alimentarse los espiritus hostiles, lémures o larvas (posiblemente esqueletos fantasmagóricos) hasta que por fin conseguía que abandonaran la casa.

Tumbas ocultas

Alarico, el rey de los visigodos que entró en Roma a cuchillo, fue sepultado en el cauce de un río para lo que desviaron el curso de las aguas. Luego, las hicieron volver para dejar oculta la tumba y, a continuación, se dio muerte a los prisioneros romanos que habían ejecutado el trabajo. A esta leyenda hace mención Sir James George Frazer en ‘The fear of the Dead in Primitive Religion’. La interpretación habitual de estos hechos reside en el temor de que los enemigos del rey profanaran los restos, pero Frazer, sin rechazar esta hipótesis, aventura otra, muy del agrado de Jorge Luis Borges, por su originalidad y atrevimiento: la clave sería el temor a que su alma despiadada surgiera de nuevo a la tierra para tiranizar a los hombres.

Gilgamesh-and-Enkidu

Polvo y sombras en Mesopotamia

Lo cierto es que la visión que tuvieron los hombres durante milenios acerca de la vida de ultratumba no resultaba muy apetecible. Los muertos querían volver y había que convencerlos de que no lo hicieran. Y no era para menos; el primer héroe del que tenemos noticia, Gilgamés -que reinó en Sumeria veintisiete siglos antes de nuestra era- consigue que Nergal, rey de los infiernos, deje salir a su amigo Enkidú, que ha muerto, durante unos instantes para que puedan despedirse. En esa conversación, Enkidú le describe el inframundo sumerio: lleno de polvo, oscuridad y miseria, donde vagan los espíritus entre sombras y desolación, un mundo muy parecido al Hades griego que visita Ulises y a la Estigia que recibe a Eneas.

Ese fantasma medio incorpóreo en el que se ha convertido su amante le dice a Gilgamés, lamentándose ante la situación en la que se encuentra: “Mi cuerpo, que tu corazón se complacía en acariciar, como vestido viejo lo comen los gusanos, como grietas de la tierra está lleno de polvo”.

Mil años sin vida eterna

Tampoco los judíos tuvieron durante mil años la idea de una vida eterna que mereciera la pena. En el Antiguo Testamento, el ‘mundo inferior’ o ‘sheol’ (el no país, la no tierra) es imaginado como un espacio cerrado bajo la tierra, un lugar de oscuridad y de silencio, de impotencia y olvido, en el que los hombres llevan una existencia fantasmal. Durante más de un milenio los judíos no creyeron más que en esta existencia posterior a la muerte (4).

La idea de una vida eterna en la que se recompensan las buenas acciones y se castigan las malas aparecen dos siglos antes de nuestra era. El más antiguo y único pasaje que habla de la resurreción de los muertos en el Antiguo Testamento procede de la época del seleúcida Antíoco Epifanes y su campaña helenística que provocó el levantamiento del pueblo judío encabezado por los Macabeos. La necesidad política condujo a establecer un premio para los mártires.

vikingos

El Valhala tampoco es una solución

Una cultura tan alejada en el espacio y en las costumbres como la escandinava expresa también un paralelismo con las que ya hemos mencionado -la mesopotámica, la Grecia arcaica, Roma o las tribus de Israel- respecto a la vida de ultratumba.

Excepto por el concepto del Valhala, las creencias escandinavas sobre la otra vida eran vagas y generalmente sombrías. Los nórdicos creían que la otra vida se parecía a ésta y que de alguna manera los muertos seguían presentes en sus tumbas como una presencia fantasmal. Los que morían por enfermedad o por el imperativo de la edad irían a parar al reino helado y neblinoso de Niflheim, donde sufrirían una eternidad sin alegría, compartiendo los magros alimentos que les ofrecería la diosa putrefacta Hel.

Aunque una posterior influencia cristiana hizo aparecer el concepto de castigo y recompensa en la otra vida, no por ello se hizo más amable la visión de la vida tras la muerte, si acaso se hizo peor para los castigados. Las variadas vidas de ultratumba no ofrecían nada mejor de lo que ya tenían en vida. Incluso los guerreros muertos que conseguían entrar en el Valhala con Odín debían enfrentarse al Ragnarök, la gran batalla del final de los tiempos en la que los dioses y sus enemigos, los gigantes, se aniquilarán entre sí con fuego y agua y destruirán el universo antes de iniciar un nuevo ciclo de creación.

Al final, al igual de lo que ocurría en Grecia y Roma, lo importante era la reputación: que los escaldos -poetas cortesanos- contarán sus glorias en las salas de banquetes durante generaciones. Ésa era la única vida eterna que podían esperar (5).

El gozo de vivir

Y mientras, había que gozar de la vida. Se trata de una idea común en Sumeria hace infinidad de siglos, en Grecia e incluso en Judea y en las sagas escandinavas.

En el poema épico de Gilgamés, se le pregunta al héroe hacia dónde corre, se le dice que la vida que persigue no la encontrará porque “cuando los dioses crearon a la humanidad le impusieron la muerte y la vida la retuvieron en sus manos”. Y se le exhorta: “¡Tú, Gilgamés, llena tu vientre día y noche y vive alegre, y haz de cada día un día de fiesta, diviértete y baila noche y día”.

En Grecia se elogia el ‘gozo de vivir’ y la bienaventuranza de existir, de participar siquiera sea de una manera fugaz en la espontaneidad de la vida y en la majestuosidad del mundo. Carpe diem.

Notas

(1) Marvin Harris, Nuestra especie, Alianza Editorial 1997

(2) Claude Lévy-Strauss, Tristes trópicos, Ediciones Paidós, 2006

(3) Mircea Eliade, Historia de las creencias y de las ideas religiosas, RBA

(4) Hans Küng, ¿Vida eterna? Editorial Trotta, 2000

(5) John Haywood, Los hombres del norte, Ariel 2016

Irvin D. Yalom, El problema de Spinoza

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Por decreto de los ángeles y palabra de los santos, proscribimos, separamos, maldecimos y anatemizamos a Baruj de Spinoza. Con el consentimiento del Dios bendito y el acuerdo de toda esta santa comunidad y en presencia de estos libros sagrados, con los seiscientos trece preceptos que en ellos están escritos, nosotros execramos a Baruj de Spinoza con la excomunión con que maldijo Josué a Jericó, con la maldición con que maldijo Elías a los jóvenes y con todas las maldiciones escritas en el libro de la Torá.

Maldito sea de día y maldito sea de noche, maldito al acostarse y maldito al levantarse, maldito sea al entrar y al salir. No quiera el Altísimo perdonarlo hasta que su furor y su celo caigan sobre este hombre; lance sobre él todas las maldiciones escritas en este libro; borre su nombre de debajo de los cielos; y sepárelo, para su desgracia, de todas las tribus de Israel, con todas las maldiciones de la Alianza, escritas en el Libro de la Ley ( ) Se advierte que nadie puede hablar con él de palabra ni por escrito, ni hacerle ningún favor, ni estar con él bajo el mismo techo ni acercarse a menos de cuatro codos de él, ni leer nada compuesto o escrito por él.

La excomunión de Spinoza

Los párrafos anteriores forman parte del hérem dictado por el consejo de gobierno civil de la comunidad sefardí de Amsterdam, previa consulta a los rabinos. Fue una excomunión de por vida y Baruj, que contaba entonces 23 años, nunca más volvió a ser admitido en la comunidad judía debido a sus “abominables herejías”: negar el origen divino de la Torá y la autoría de Moisés (imposible a todas luces desde el momento en que narra su propia muerte) y afirmar que Dios es una sustancia infinita y que el alma humana no es inmortal.

Que Baruj de Spinoza pase a convertirse en Benedictus, que deje de ser judío, que se atreva a romper con su comunidad y, sobre todo, que su nombre sea mencionado con reverencia por el gran Goethe hace pensar a Alfred Rosenberg, principal ideólogo del nazismo, que algo no concuerda, que hay un ‘problema Spinoza’ porque es la sangre lo que hace a uno judío para siempre y sin remedio y nadie de esta raza inferior y maldita puede ser digno de consideración.

Ésta es la idea motriz de la novela de Yalom, a medio camino entre la ficción y la biografía. En el prólogo confiesa la gran admiración que siempre ha sentido por Spinoza, reverenciado además por su gran héroe, Einstein, con el que comparte la misma idea de Dios –Deus sive natura- y cuyas ideas sobre las pasiones le han ayudado en lo que es su campo profesional: la psiquiatría y la psicoterapia.

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La biblioteca de Spinoza y el saqueo de Rosenberg

La novela nació de un viaje que hizo Yalom a Holanda. Visitó las casas donde vivió Spinoza, su tumba y su Museo en Rijnsburg, donde pudo observar los 151 volúmenes de la biblioteca personal. Tras su muerte fueron vendidos pero gracias a la lista notarial realizada antes de la subasta se “recuperaron” doscientos años después en las mismas ediciones de los mismos años y ciudades de publicación. Cuando Alemania invadió Holanda en la SGM, soldados del comando especial del dirigente del Reich Alfred Rosenberg, encargado de saquear las bibliotecas de toda Europa, se llevaron los libros del Museo. Afortunadamente, se recuperaron después de la guerra y volvieron a su lugar. No eran libros especialmente valiosos, pero en los documentos de Nuremberg está escrita la frase de un oficial al mando de la operación: “Se trata de obras antiguas valiosas, de gran importancia para la investigación del problema de Spinoza”.

A partir de ahí, Yalom crea una historia convincente y consigue acercar a los lectores a un personaje intelectualmente brillante, modelo de honradez personal, tesón e independencia de criterio, al que le tocó vivir una época difícil en la Holanda, primero liberal y luego fanáticamente calvinista, y en una comunidad atemorizada por la actitud hostil de sus vecinos cristianos. Pese a todo, Spinoza hizo frente al oscurantismo de las dos religiones, la judía y la cristiana, y sentó las bases de un pensamiento racional y libre.

Como el reverso negativo del gran hombre que fue Spinoza, aparece Alfred Rosenberg, autor del libro que aportó gran parte de la base ideológica del partido nazi y la justificación para aniquilar a los judíos europeos, El mito del siglo XX, publicado en 1930. Tampoco está de más señalar que difundió con fervor y como si fuera auténtico lo que ya sabía que no lo era, Los Protocolos de los Sabios de Sión, un supuesto informe sobre los planes de los judíos para dominar el mundo que en realidad fue un panfleto encargado a la policía zarista en el siglo XIX.

Todos los personajes de la novela son reales, excepto Franco Benítez, confidente de Spinoza, y Friedrich Spitzer, psicoanalista freudiano, que hace de terapeuta de Rosenberg. Ambos facilitan un cauce para la expresión de los pensamientos de los protagonistas. El propio Yalom reconoce que le fue más fácil entrar en la mente de Rosenberg que en la de Spinoza porque del filósofo judío hay poca información personal. No ocurre lo mismo con el ideólogo nazi del que se sabe incluso que fue tratado en un par de ocasiones en una clínica psiquiátrica por depresión.

Vivir como un hombre libre

Posiblemente Spinoza sufrió mucho al ser obligado a separarse de su comunidad, de sus hermanos y parientes. Sabemos que llevó una vida ascética, solitaria y enfermiza, y que, sin embargo, mostró un temperamento alegre hasta el final de sus días. Tal vez por esta ausencia de información sobre las “intimidades” del filósofo holandés, Yalom prefiere ocuparse de las ideas que defendió a lo largo de su vida: que la existencia terrenal es lo único que hay, que las leyes de la Naturaleza todo lo gobiernan y que la visión antropomórfica de un Dios que se ocupa y preocupa de sus criaturas es no sólo ingenua, sino superticiosa.

Spinoza, además, se manifiesta como socialista y demócrata, defiende que toda sociedad debe ser democrática y que el “verdadero fin del Estado es la libertad” y revela sugerentes ideas sobre el comportamiento humano que han servido a investigadores y terapeutas: Spinoza cree que todo, incluso las emociones y los pensamientos, tienen una causa que se puede descubrir mediante el análisis científico.

Pero sobre todo, “Spinoza quiso hacer de sí mismo un hombre libre”, como dice uno de los personajes de Malamud en El hombre de Kiev. En los últimos años, cuando ya no contaba con el apoyo de las autoridades liberales holandesas, barridas por el fanatismo calvinista al servicio de la Casa de Orange, fue tentado por el príncipe electoral palatino en 1673, para un puesto de profesor de filosofía en la Universidad de Heidelberg. Le garantizó que dispondría de la más amplia libertad de filosofar pero no de “perturbar la religión públicamente establecida”.

Spinoza rechazó el puesto porque le resultaba imposible conocer “los límites a los que debe restringirse mi libertad de filosofar para que no parezca que quiero perturbar la religión establecida” y prefería seguir con su modesto trabajo de pulidor de lentes a cambio de no preocuparse de los límites de su libertad y evitarse renovadas actitudes hostiles de quienes no estuvieran de acuerdo con que ascendiera de rango.

Rosenberg, propagandista nazi y criminal de guerra

rosenberg y hitler

Pareció que Hitler le nombraría su heredero: tras el fracaso del Putch de noviembre de 1923 y antes de ser detenido dejó una nota en la que encargaba a Alfred Rosenberg velar por el “movimiento”, pero ahí comenzaron los problemas porque se sentía incapaz de organizar y hacer valer una autoridad que sus compañeros de partido nunca aceptaron. Posiblemente Hitler lo supiera y de ahí el encargo: no habría ningún peligro de que ocupara su puesto.

Rosenberg sufrió el desdén de los suyos, probablemente por su distanciamiento, por la soberbia con la que trataba a quienes no consideraba de su mismo nivel intelectual y por la ampulosidad que ocultaba la vaciedad de su pensamiento. El Mito del siglo XX vendió un millón de ejemplares pero fue escasamente leído, al tiempo que denostado por Goering, que lo tachó de “basura” y por Goebbels, que dijo de él que era “un escupitajo filosófico”.

Incluso Robert J. Jackson, fiscal principal y representante de Estados Unidos en los Procesos de Nuremberg calificó a Rosenberg como “el sumo sacerdote intelectual” de la supuesta ‘raza superior’ y añadió que, además de sus crímenes cometidos en los Territorios Orientales ocupados, “su confusa filosofía añadió el aburrimiento a la larga lista de atrocidades nazis”.

el mito siglo XX

No produce ninguna piedad este maltrato. En la novela de Yalom, y eso sí es ficción, el terapeuta Spitzer se queda desolado cuando se da cuenta de que Rosenberg es un caso imposible de necedad, narcisismo y magalomanía y que, a su visceral antisemitismo, se une una ausencia total de empatía y de valores fundamentales como la lealtad o la amistad.

A través de sus escritos y de sus cargos políticos, todas las capacidades de este propagandista a sueldo se pusieron al servicio de una utopía criminal que proclamaba la esclavitud y el exterminio de las razas inferiores en favor de una elite dirigente, germánica por supuesto, en virtud de supuestos caracteres biológicos. En sus diarios se puede leer el texto de un discurso de 1941 en el que dice textualmente que “la cuestión judía sólo puede resolverse mediante la eliminación biológica”.

Tras la derrota de Alemania, el Reichsleiter Rosenberg envió una carta de rendición al mariscal de campo Montgomery, pero tampoco los enemigos lo tenían en especial consideración y tuvo que esperar seis días pacientemente en su hotel a que fuera a detenerlo la policía militar británica. Poco después fue puesto bajo control de EEUU con el resto de los criminales de guerra nazis y condenado a muerte. Si se hubiera limitado a su labor ideológica tal vez habría sido absuelto pero Rosenberg fue Ministro para los Territorios Ocupados del Este y participó, como sus colegas, en los crímenes contra la población. El tribunal le tomó más en serio a lo largo del juicio de lo que nunca lo había sido por sus compañeros de partido.

Saqueador de bibliotecas

El ‘problema de Spinoza’, es decir, que un judío fuera capaz de sobresalir por su intelecto y apartarse de su comunidad, dejar de ser judío, podría haber intrigado a Rosenberg, aunque sería por poco tiempo. En 1939 creó un instituto para la investigación de la “cuestión judía” cuyo objetivo, independientemente del odio racial, fue el saqueo inmisericorde de las colecciones de arte y bibliotecas judías de toda Europa. Probablemente, la biblioteca de Spinoza expuesta en su Museo fuera considerada valiosa, pero ante los miles y miles de libros expropiados, los del filósofo holandés acabarían olvidados en una mina de sal hasta que algunos años después de finalizada la guerra se localizaron y fueron devueltos.

Alfred_Rosenberg

La pregunta que uno se hace a lo largo de la novela es cómo Rosenberg hubiera podido seguir adelante con su infame ideología si en algún momento se le hubiera ocurrido pensar que era totalmente falsa, que los judíos no constituían una raza inferior, que muchos de ellos habían sido y eran partícipes de un esplendor intelectual extraordinario, desde Spinoza a Einstein. ¿Cómo pudo haber contribuido al sufrimiento y muerte de miles de personas por una idea diabólica y sobre todo falsa y seguir viviendo entre canallas y como uno de ellos? ¿Se dio cuenta de la iniquidad de lo que estaba haciendo? ¿Llegó a pensar alguna vez que podría estar equivocado? Pudiera ser pero me inclino a pensar que no.

Antología de la literatura fantástica; teologías e imposibles (1)

La literatura fantástica es tan antigua como la Humanidad: hunde sus raíces en las cosmogonías de los primeros tiempos y más que la impronta de lo antiguo, posee la pátina de lo ancestral. Podemos imaginar a un grupo de sapiens en la tranquilidad de la noche en torno a una hoguera, embelesados con el relato del anciano de la tribu acerca de las mitológicas cacerías de antaño y de cómo los dioses se comunican con signos anómalos dibujados en el cielo.

Primero fue el lenguaje, aunque los cabalistas crean que lo fueron las letras, atributo inalienable de Dios. Pero, en lo que a los hombres respecta fue la posibilidad de comunicarnos entre nosotros lo que nos permitió conquistar el mundo. Yubal Noch Harari nos cuenta en ‘De animales a dioses’ que hace 70.000 años los sapiens revolucionaron su forma de comunicarse utilizando un lenguaje totalmente nuevo y tan flexible que permitió un número infinito de informaciones y contribuyó, de manera inexorable, a un mayor entendimiento y colaboración.

Ese lenguaje servía para comunicar lo que estaba pasando, lo que ocurrió en el pasado, las expectativas del mañana, es decir, todo lo real que facilitaba la supervivencia del grupo, incluido el chismorreo. Ese nuevo lenguaje tenía, además, la capacidad de transmitir información acerca de cosas que no existen en absoluto: leyendas, mitos, dioses, religiones… Y compartirlo colectivamente.

Para bien o para mal el lenguaje creó todos estos imposibles que nos han llevado a guerras y matanzas, pero que también nos ha permitido alcanzar los más altos logros de la solidaridad, la filosofía o el arte. Y todo a través del relato de sucesos y de ficciones ordenados en lenguaje.

En defensa del cuento fantástico

Toda ficción, dice Borges, fue en un principio fantástica; en cambio, el realismo es una creación reciente. “Viejas como el miedo -escribió Bioy Casares, dándole la razón- las ficciones fantásticas son anteriores a las letras: los aparecidos pueblan todas las literaturas; están en el Zendavesta, en la Biblia, en Homero, en las Mil y Una Noches”. Aunque todas las literaturas empiezan con el relato de lo fantástico, realmente como géneros se definen en el siglo XIX.

En su prólogo a ‘La invención de Morel, Borges carga las tintas contra los defensores de la novela ‘psicológica’, en especial contra Ortega y Gasset, elitista y oclófobo, que se atrevió a calificar las novelas de aventuras de pueriles y despreciables a los ojos de una “sensibilidad superior”. Para Borges la ‘novela psicológica’, frecuentada por Dostoievski y Proust, propende a ser informe, ociosa e incluso aburrida a fuerza de detallar situaciones o sentimientos en sus interminables páginas; en ella “nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia; personas que se adoran hasta el punto de separarse parasiempre, delatores por fervor o por humildad”.

Por el contrario, lo auténticamente literario reside en las novelas que poseen un argumento riguroso y un desenlace razonable y se presentan como un “objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada”, es decir, la novela fantástica y, más concretamente, los cuentos de Poe, Chesterton, Kipling, Conrad o Stevenson, autores que, en opinión de muchos críticos, pertenecen a una ‘tradición menor’.

Al ataque contra la novela psicológica se unió Bioy Casares en el prólogo a la primera edición de la Antología de la Literatura Fantástica (1941). En una segunda, veinticinco años después, se disculpó por sus apasionados arrebatos, que justificó como propios de la época y de la juventud. Reconoce haber imputado a las novelas psicológicas deficiencias de rigor en la construcción, argumentos limitados a una suma de episodios sometidos al antojo del novelista y la idea de que psicológicamente todo es posible y aún verosímil.

Pasados los años, ya en 1965 Bioy no puede dejar de reconocer que la novela realista no peligra ni ha peligrado nunca por sus embates ni por los de sus compañeros, y tiene “la perduración asegurada como inagotable espejo que refleja rostros diversos en los que el lector siempre se reconoce”. Pero insiste en la defensa sin concesiones de los relatos fantásticos, en los que también existen esos personajes que parecen de carne y hueso. Tampoco peligra este género “por el desdén de quienes reclaman una literatura más grave” porque “al anhelo del hombre de oír cuentos lo satisface mejor que ningún otro, porque es el cuento de cuentos, el de las colecciones orientales y antiguas y, como decía Palmerín de Inglaterra, el fruto de oro de la imaginación”.

La narrativa fantástica de los teólogos

Los cuentos que Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo reunieron en la Antología de la literatura fantástica en 1941 sentó las bases del género, diferenciando claramente el cuento psicológico del fantástico. También suscitó polémicas y reproches: Roger Caillois llegó a enviar una carta a Victoria Ocampo, en la que le señalaba su desconcierto porque no hubiera entre los cuentos seleccionados ningún autor alemán, país por excelencia de la literatura fantástica, y porque apareciera en ella Swedenborg, místico sueco cuya intención no fue nunca escribir literatura fantástica.

Lutero y Melanchton

Un teólogo en la muerte, el cuento de Swedenborg elegido para esta Antología, pretende dar edificante ejemplo de lo que le espera a un hereje cuando pone la fe por delante de la caridad. Habiendo fallecido, Melanchton fue agraciado en el otro mundo con una casa ilusoriamente igual a la que había tenido en la tierra, de manera que ni se le ocurrió que ya estuviera muerto, por lo que siguió escribiendo su textos sobre la justificación por la fe sin decir una sola palabra sobre la caridad. Los ángeles, que fueron quienes le contaron la historia a Swedenborg, se enfadaron mucho cuando se enteraron, de manera que hicieron que muebles y enseres de la casa se esfumaran poco a poco. Tras una sucesión de castigos debido a su contumacia, Melanchton empezó a escribir sobre la caridad, pero “sin convicción”, y finalmente acabó, como no podía ser de otra manera, haciendo de “sirviente de los demonios”.

La inclusión del cuento sobre Melanchton en la Antología Fantástica muestra la actitud de Borges ante las posibilidades estéticas que ofrece la religión para la creación literaria. No sólo historias de teólogos, sino la propia Biblia es para el escritor argentino una maravillosa obra de género fantástico y Dios, su mejor personaje. Se trata de una idea que abunda en sus escritos, entrevistas y conversaciones. Borges se mostró absolutamente explícito cuando Ernesto Sábato le preguntó por qué escribía tantas historias teológicas si no creía en Dios: Borges le contestó que creía que la “teología como literatura fantástica es la perfección del género”.

Borges explora las posibilidades literarias de la teología y las distintas explicaciones sobre el universo, como el panteísmo, según el cual existiría sólo un individuo en el mundo y ese individuo sería Dios. “Dios, en este momento, estaría soñando que es cada uno de nosotros y sería además cada uno de los animales, plantas, piedras y estrellas de este mundo. Cada uno de nosotros sería Dios o sería una faceta de Dios y no lo sabría. Esto, desde luego es grandioso y aquí vemos cómo la literatura fantástica puede confundirse con la filosofía y con la religión, que son acaso otras formas de la literatura fantástica”.

Un cuento en el que se pone de manifiesto la falsedad de la apariencia y la creación mediante el sueño es Las ruinas circulares. Un monje llega a un templo en ruinas para soñar un hombre, “soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad”. No lo consigue en el primer intento porque “el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden supeior y del inferior”. Tras este fracaso inicial comienza de nuevo con otro método: va construyendo en el sueño un hombre a partir del corazón, de sus latidos, de sus arterias; sigue con otras partes del cuerpo hasta alcanzar la piel, los párpados… Y llegado el tiempo, el soñado se despertó y cuando estuvo preparado lo envío a otro templo río abajo después de hacerle olvidar todos los años de aprendizaje. El templo se incendió: al ser un fantasma era inmune al fuego y el soñador entendió que él también lo era.

En Borges todo el universo, todo lo pensado y realizado, todo lo escrito o imaginado es literatura. Por eso todo cabe en sus cuentos, desde la creación del mundo por dioses subalternos a la soledad de un dios en su laberinto o el hallazgo de un falso Aleph. En sus páginas se recogen títulos de otros libros, contenidos de enciclopedias, referencias, citas eruditas y discusiones filosóficas, Su literatura todo lo acoge y como un espejo duplica el mundo.

                                                                                                                     Madrid, 2 de mayo de 2016

Bibliografía

-Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, Antología de la literatura fantástica, Edhasa 1981 (Primeras ediciones en 1941 y 1965)

-Yuval Noah Harari, De animales a dioses, Debate, 2014

-María Esther Vázquez, Borges: sus días y su tiempo, Ediciones B, 1984

J.L. Borges, Vindicación de la cábala

En su búsqueda de una explicación rabínica al asesinato de Yarmolinsky, el detective Lönnrot se lleva los libros que el rabino tenía en el placard de su habitación de hotel para poder estudiarlos y, a través de ellos, dar con la solución al enigma: una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofía de Robert Fludd; una traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton y otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco.

Todos son escritos auténticos y todos conducen a la cábala; desde la filosofía de Robert Fludd, eminente médico, astrólogo y ocultista seguidor de Paracelso del siglo XVII a Baal Shem, creador de la secta de los hasidim, pasando por el Libro de la Creación y las monografías sobre el Nombre Oculto de Dios.

El que primero enumera, Vindicación de la cábala, bien podría referirse a un pequeño comentario que él mismo escribió once años antes, en 1931, publicado junto a otras reflexiones bajo el título Discusión. En él Borges deja claro desde el principio que no pretende vindicar la doctrina, sino los “procedimientos hermenéuticos o criptográficos” que a ella conducen. La filosofía y la teología son para él “ramas de la literatura fantástica”, fascinantes por la belleza de sus teorías, mitos y creencias en las que no cree pero que le permiten dibujar una estética de la inteligencia.

La causa remota del procedimiento cabalístico -comenta Borges- es el concepto de inspiración del libro sagrado. Quienes escribieron la Torá lo hicieron al dictado de Dios, dicen los creyentes, y los cabalistas asumieron esta premisa: dictada palabra por palabra, la Escritura “es un texto absoluto donde la colaboración del azar es calculable en cero”. Por lo tanto, se pregunta: “¿Cómo no interrogarlo hasta lo absurdo, hasta lo prolijo numérico como hizo la cábala?” Los cabalistas y también otros antes que ellos hicieron uso de la guematría, que consiste en calcular el valor numérico de las palabras y buscar su relación con otras palabras o frases de igual valor; el notaricón, es decir, la interpretación de las letras de una palabra como frases abreviadas y la temurá o permutación de letras según determinadas reglas.

El objeto siempre es hallar el significado oculto del texto sagrado, determinado mensaje, una consolación, un camino, un indicio de lo que puede deparar el futuro y, sobre todo, el conocimiento de Dios mismo, que es como decir la creación a través de la Revelación contenida en la Torá. “Para la mayoría de los cabalistas, toda creación -nos dice Scholem- no es, desde el punto de vista de Dios, más que una expresión de Su ser oculto que comienza y termina al darse a sí mismo un nombre, el nombre sagrado de Dios, el acto perpetuo de creación. Todo lo que vive es una expresión del lenguaje de Dios y, en última instancia, lo que manifiesta la Revelación es exactamente el nombre de Dios”.

En su ensayo Del culto a los libros (1951) Borges habla de la “extravagancia” de los judíos y recuerda la sentencia famosa de la Biblia: “Y Dios dijo: sea la luz; y fue la luz”; los cabalistas razonaron que la virtud de esa orden del Señor procedió de las letras de las palabras”. El Sepher Yezirah o Libro de la Creación afirma que “Jehová de los Ejércitos, Dios de Israel y Dios todopoderoso creó el universo mediante los números cardinales que van del uno al diez y las veintidós letras del alfabeto”. Que los números sean instrumentos o elementos de la Creación -apostilla Borges- es dogma de Pitágoras y de Jámblico, “que las letras lo sean, es claro indicio del nuevo culto de la escritura”.

Y, a continuación, transcribe el segundo párafo del segundo capítulo: Veintidós letras fundamentales: Dios las dibujó, las grabó, las combinó, las pesó, las permutó y con ellas produjo todo lo que es y todo lo que será. Luego se revela qué letra tiene poder sobre el aire y cuál sobre el agua y cuál sobre el fuego y cuál sobre la sabiduría y cuál sobre la paz y cuál sobre la gracia y cuál sobre el sueño y cuál sobre la cólera y como (por ejemplo) la palabra kaf, que tiene poder sobre la vida, sirvió para formar el sol en el mundo, el miércoles en el año y la oreja izquierda en el cuerpo”.

En otro comentario sobre la cábala (publicado en 1980 en Siete Noches) Borges volvió sobre la idea de libro sagrado, en el que no sólo son sagradas las palabras, sino también las letras con que fueron escritas porque Dios, “una inteligencia infinita, ha condescendido a la tarea humana de redactar un libro” y porque, además, sus palabras fueron el instrumento de su obra, de la creación. La propia creación -estiman los cabalistas- es un acto de escritura divina, mediante el cual Dios incorpora su lenguaje a las cosas bajo la forma de escritura. La escritura forma la materia de la creación y en ella se plasma la revelación y la profecía. La cábala defiende que las letras son anteriores al sonido de las palabras que representan y, en tal caso, nada es casual en la Escritura, “todo tiene que ser determinado”, como por ejemplo, el número de letras de cada versículo. En consecuencia, se leerá como una escritura críptica, cuyo desciframiento será recompensado con el conocimiento absoluto o el éxtasis místico.

La cábala en la España del siglo XIII

La cábala, frente a racionalidad de la corriente oficial del judaísmo, se presenta como un alivio fantasioso, un vuelco de la atención en lo misterioso y un descontrol del pensamiento; una doctrina esotérica recibida a través de la revelación divina hace miles de años y transmitida en secreto de generación en generación que pretende hallar significados alegóricos en la Torá.

El libro de cabecera de los cabalistas es el Sepher Yezirah o Libro de la creación, que como hemos visto estaba en posesión de Yarmolinsky, el rabino asesinado. Este libro apareció a principios del siglo VI y describe los 36 medios de los que se valió Dios para crear el mundo: los diez ‘sefirot’ (atributos divinos) y las 22 letras del alfabeto hebreo.

Y el libro clásico de la cábala es el Zohar, escrito hacia 1270 por el judío español Moisés de León, aunque lo atribuyó, para mayor prestigio, a un sabio mishnaico que habría vivido mil años antes. El Zohar contiene y reelabora gran parte del material del Sepher Yezirah. Ambos, dice Borges, los “he leído”, pero no fueron escritos para enseñar la cábala sino para confortar al discípulo, añade.

Otra corriente de la cábala del siglo XIII estuvo representada por el místico Abraham Abulafia, nacido en Zaragoza. Se trata, igual que en el caso de Moisés de León, de una aproximación mística a la Torá. Para que el alma humana recupere su contacto con Dios precisa de la meditación, utilizando como objeto el alfabeto hebreo, cuya abstracción y significación en justa medida, logrará que el creyente alcance la contemplación mística. El contacto puede ser restablecido mediante una meditación sobre los nombres divinos y “el conocimidento de la combinatoria de las letras (consonánticas) del alfabeto hebreo y de las diversas vocales es el camino hacia la unidad con Dios, hacia el éxtasis”.

El hasidismo

Con la expulsión de los judíos de España -resume Mosterín- la cábala dejó de ser la ocupación mística de una elite intelectual para transformarse en un movimiento de masas que fue adoptando en su seno todo tipo de supersticiones populares. Se extendió por la Europa oriental, donde las doctrinas místicas se mezclaron con las las historias de ángeles, demonios y golems, los milagros, la magia, los amuletos y los conjuros.

Este movimiento cabalístico popular coincidió con las terribles masacres de judíos en Ucrania y Polonia en los años 1648 y 1649. Lo acompañó una esperanza mesiánica que consoló a la población judía de su terrible situación, pero todo fue un engaño: Shabetai Zebi, versado en la cábala luriánica y no muy cuerdo, se autoproclamó mesías. La excitación en todo el mundo judío fue enorme, hasta que fue detenido por las autoridades turcas y hubo de convertirse al islam ante la amenaza de muerte. Pasó el resto de sus días viviendo de una pensión del sultán.

La decepción fue brutal y surgieron más falsos mesías, pero el movimiento que vino a llenar el vacío causado fue el hasidismo, fundado por Israel ben Eliezder, quien vino a llamarse Baal Shem Tov (1700-1760). Nacido en el este de Europa, ejerció diversos oficios y no recibió formación rabínica alguna ni tenía nada que ver con el mundo culto de la sinagoga y la oligarquía comercial judía. No escribió nada, pero atraía y fascinaba a las gentes sencillas. Se lanzó a recorrer los caminos como curandero; también hacía milagros y encantamientos y fue considerado como ‘zadik’, un hombre santo que por su cercanía a Dios puede hacer de intermediario entre Él y los hombres. Su forma de entender la ‘revelación’ en la Escritura era diferente a la de los cabalistas tradicionales: si se reza con la suficiente devoción, las letras del Libro liberan los atributos divinos que esconden y un espíritu superior baja de arriba, se apodera del orante y habla por su boca.

El gólem

Para Borges, una de las leyendas más curiosas de la cábala es el gólem porque contempla la posibilidad de crear un universo por la palabra. “Dios toma un terrón de tierra, le insufla vida y crea a Adán, que para los cabalistas sería el primer gólem”. Si un rabino aprende o llegar a descubrir el secreto nombre de Dios y lo pronuncia sobre una figura humana de arcilla, ésta cobraría vida. Adán, el primer gólem fue creado por la palabra divina, por un soplo de vida. y “como en la cábala se dice que el nombre de Dios es todo el Pentateuco, si alguien lo poseyere o si alguien llegara al Tetragrámaton -el nombre de cuatro letras de Dios- y supiera pronunciarlo correctamente, podría crear un mundo”.

Bibliografía

Jorge Luis Borges, Vindicación de la cábala, en ‘Ficciones’ (1932); La cábala, en ‘Siete noches’ (1980) y Del culto a los libros en ‘Otras inquisiciones’ (1952)

Gershom Scholem, Las grandes tendencias de la mística judía, Ediciones Siruela, 1996

Jesús Mosterín, Los judíos, Alianza Editorial, 2006

– Umberto Eco y la Biblioteca de Borges

«Cuando escribo El nombre de la rosa es más que evidente que al construir la biblioteca pienso en Borges”, en La biblioteca de Babel. “También se me ocurre la idea de un bibliotecario ciego al que decido llamar Jorge de Burgos” y, a continuación, explica, por qué Burgos. Y es que, en el Monasterio de Santo Domingo de Silos, muy cercano a la ciudad, se conservan manuscritos de ‘pergamino de paño’, es decir de papel, del siglo X. Un medievalista como Eco no podía dejar pasar la oportunidad de fabular con la idea de que un manuscrito de papel conteniendo el texto griego de la Poética de Aristóteles fuera llevado a la abadía benedictina por un monje español tras su hallazgo en Silos (1).

Escritores-bibliotecarios

Jorge Luis Borges trabajó como bibliotecario; fue su primer trabajo ya con 39 años. Hasta ese momento no lo había necesitado. Estuvo empleado en la biblioteca municipal Miguel Cané de Buenos Aires entre 1938 y 1946 y él mismo cuenta que, en su primer día de trabajo, clasificó 400 volúmenes ante la estupefacción de sus compañeros que le invitaron a que fuera más comedido y dejara trabajo para los demás.

En 1955, fue nombrado director de Biblioteca Nacional de Argentina, donde ejerció durante 18 años; el mismo año de su nombramiento se aceleró la ceguera congénita que sufría y Borges lo entendió como una jugada del destino. Veinte años más tarde diría que poco a poco fue comprendiendo esa extraña ironía: “Yo siempre me había imaginado el Paraíso bajo la especie de una biblioteca”. Y allí estaba, en el centro de casi un millón de volúmenes en diversos idiomas cuando apenas podía descifrar las carátulas y los lomos.

Otros escritores ejercieron también como bibliotecarios: Giacomo Casanova, a quien el conde de Waldstein ofreció la dirección de una biblioteca en Bohemia y facilitó que, en tal lugar de retiro, el famoso seductor escribiera sus memorias; también Marcel Proust, cuyo único trabajo remunerado en toda su vida fue el de bibliotecario, aunque apenas acudía a trabajar; tampoco iba mucho Robert Musil, alegando enfermedad (2). Otros escritores bibliotecarios fueron George Perec, Lewis Carroll y George Bataille Pero no tengo información de que ninguno de ellos fuera ciego.

La biblioteca y el laberinto del mundo

Bibliotecario, ciego y con el nombre de Jorge de Burgos. Inmediatamente pensamos en el escritor argentino, pero son solamente pruebas circunstanciales. Jorge de Burgos es un personaje antipático, maléfico, intransigente… No es en absoluto Borges. Y Umberto Eco, que tanto debe a Borges, se apresura a reconocerlo: escogió ese nombre y pensó en él al comienzo de la novela, pero ésta fue adoptando sus propios derroteros y en su transcurso el monje ciego fue perfilando su personalidad, convirtiéndose en un apocalíptico que odia perder el tiempo en cosas vanas y superficiales que no están relacionadas con Dios y que nos distraen del único objetivo del hombre: alabarle y, sobre todo, no reír. Jorge de Burgos se va convirtiendo en una copia extrema de Bernardo de Claraval.

La biblioteca como laberinto, pero también como totalidad es un tema eminentemente borgiano e inspirado en fábulas antiguas. En Roma, Cicerón imaginó que si se barajaban al azar innumerables caracteres de oro con las veintiuna letras del alfabeto “pueden resultar estampados los Anales de Ennio”. Borges lleva la idea al límite y el resultado es una biblioteca formada por todos y cada uno de los libros escritos y no escritos, es decir, por todas las posibilidades porque “basta que un libro sea posible para que exista”. Sería casi infinita, imposible de catalogar ni explicar, sería Dios mismo, o el universo sin Dios, y también el sueño de los cabalistas, que mediante la combinación infinita de una serie finita de letras esperan poder formular el nombre secreto de la divinidad.

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales”, figura geométrica que expresa la perfección que se da en la Naturaleza; se comunican por “una escalera en espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto” y que representa la ascensión hacia el conocimiento. La descripción de La Biblioteca de Babel (3) prosigue en el texto borgiano: “En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias, de lo que se infiere que la Biblioteca no es infinita”, ya que si lo fuera “¿a qué esa duplicación ilusoria?”.

El narrador confiesa que ha buscado durante años el libro de los libros, “acaso el catálogo de catálogos”, el origen de la Biblioteca y el Tiempo. “Hace cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos” y han surgido sectas y errores, esperanzas y delirios, rumores e inquisiciones. El narrador confiesa su fracaso y sólo acierta a asegurar que la Biblioteca es “ilimitada y periódica”, lo que implica “que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden” formando un orden perfecto que constituye su única y “elegante esperanza”.

La biblioteca de la abadía bendedictina donde se desarrolla la acción de El nombre de la rosa posee una estructura laberíntica y utiliza muchos y sabios artificios -hierbas, espejos- para evitar que alguien pueda acceder al saber prohibido que oculta y consagra. “La biblioteca -advierte un monje centenario de la abadía- es un gran laberinto, signo del laberinto que es el mundo. Cuando entras en ella no sabes si saldrás”.

Y es posible que tampoco quieras abandonarla. Umberto Eco relacionaba la biblioteca de Don Quijote, llena de novelas de aventuras, una biblioteca “de la que se sale” para hacer realidad las fantasías librescas y aventurarse en la vida, con la biblioteca que, trescientos cincuenta años más tarde, Borges inventa y que la “que no se sale”, en la que la búsqueda de la palabrea verdadera es infinita y sin esperanza. “Don Quijote intentó que el universo fuera como su biblioteca. Borges, menos idealista, decidió que su biblioteca era como el universo y por eso no sintió necesidad de salir de ella” (4)

Umberto Eco en Silos con los códices más antiguos de Occidente (2013)

Adso de Melk, el narrador de El nombre de la rosa, describe a los benedictinos que trabajan en el scriptorium de una forma que recuerda a los servidores de la Biblioteca de Babel: “Para aquellos hombres consagrados a la escritura, la biblioteca era al mismo tiempo la Jerusalén celestial y un mundo subterráneo situado en la frontera de la tierra desconocida y el infierno. Estaban dominados por la biblioteca, por sus promesas y sus interdicciones. Vivían con ella, por ella y, quizá, también contra ella, esperando pecaminosamente, poder arrancarle algún día todos sus secretos”. Ésas eran sus “tentaciones, sin duda; soberbia del intelecto”.

Ordenadores del Universo y la regla de San Benito

Recuerdo una frase de Borges, que cito de memoria, y que venía a señalar que ordenar libros es una forma de crítica literaria. No deja de tener razón.

El más antiguo catalogador de libros del que sabemos su nombre es Calímaco de Cirene a quien Ptolomeo II, en el siglo III a C, encargó ordenar la Biblioteca de Alejandría. Dividió las estanterías de acuerdo con ocho géneros o temas y ordenó los volúmenes por orden alfabético. El orden alfabético fue y es muy útil para encontrar volúmenes. Se cuenta (5) que en Persia, el visir al Sahib ibn Abbad al-Quasim Ismail, con el fin de no separarse de su colección de 117.000 volúmenes cuando viajaba, se los hacía transportar por una caravana de camellos adiestrados para caminar en orden alfabético.

Que los hechos que nos narra Umberto Eco sucedan en una biblioteca de un monaterio benedictino entra en el ámbito de la lógica histórica. Las abadías benedictinas son famosas por sus fastuosas bibliotecas formadas a lo largo de los siglos. San Benito incluyó en la regla de la orden el compromiso de los monjes de leer todos los días y construir una biblioteca en cada monasterio. Para responder a este compromiso, los benedictinos aprendieron el arte de copiar libros. Y los difundieeron en las bibliotecas de las comunidades monásticas de toda Europa. Gracias a los scriptorium y las bibliotecas, las abadías benedictinas se convirtieron en imporantes centros culturales. Y muchas de ellas son, además, bellísimas, como la de la Abadía de Admont, en Austria, construida en el siglo XVIII.

Abadía de Admont

No debe extrañarnos, por tanto, que la biblioteconomía como ciencia moderna fuera creada, a principios en el siglo XIX, por un ex monje benedictino, Martin Schrettinger, que pasó del convento a la Bayerische Staatsbibliothek. A él se debe la invención del catálogo y con él la idea de utilidad y eficacia de una verdadera biblioteca.

Y aunque la labor de los catalogadores pueda parecer prosaica, aunque envidiable, no hay que olvidar que el mundo entero cabe en las bibliotecas y que en Sumeeria recibían el nombre de “ordenadores del universo”.

Notas

(1) De la conferencia pronunciada por Umberto Eco en el congreso sobre “Relaciones literarias entre José Luis Borges y Umberto Eco”, organizado por la Universidad de Castilla la Mancha en mayo de 1997

(2) Esteban Zaragoza, El escritor en su paraíso, Periférica, 2014

(3) Jorge Luis Borges, La biblioteca de Babel, en Ficciones, publicado inicialmente en 1944

(4) De la lección pronunciada por Umberto Eco en su investidura como Doctor honoris causa por la Universidad de Castilla-La Mancha, en 1997.

(5) Leyenda recogida por Alberto Manguel en Una historia de la lectura (Alianza Editorial, 1996), procedente del libro de Edward G. Browne, A literaty History of Persia.

Margaret Thatcher, icono gay

A primera vista no cumple las condiciones: ni es bella ni es elegante ni glamourosa; tampoco era homosexual y, desde luego, no es un referente en la lucha por los derechos de la comunidad gay. Su inclusión en la lista de los iconos LGTB debe responder a otra cualidad y me inclino a pensar que fuera su androginia, esa capacidad tan suya de presentar características masculinas y femeninas al mismo tiempo, de parecer un ser físicamente intermedio y no pertenecer de forma clara al sexo que se le asignó en el nacimiento.

Zbigniew Brzezinski, que fuera asesor de Seguridad Nacional de Jimmy Carter, llegó a decir que “en su presencia, uno olvida rápidamente que es mujer. No me da la impresión de ser realmente femenina”. No es el único. Martin Amis, que conoció a la Dama de Hierro a través de los elogios hacia ella de su padre y de Larkin, cuenta con la acidez que le caracteriza que, mientras “la hija del tendero” anda por el Kremlin y la Casa Blanca, por Luxemburgo o por los astilleros de Gdanks, “los que la observan parecen compartir un mismo temor: que un buen día la señora Thatcher se encamine hacia el servicio equivocado”.

Pero no se trata sólo de androginia, sino también de cierta fractura moral: Margaret Thatcher pretendía aparentar ternura y compasión pero su mirada y sus gestos más inconscientes la delataban. Mitterrand pensaba de ella que tenía los ojos de Calígula y la boca de Marilyn Monroe. Implacable y vengativa con los que consideraba sus enemigos, como los sindicatos o aquellos que le llevaban la contraria en su propio partido, era capaz de ponerse a llorar en la televisión mientras mostraba una confusa simpatía por los más desafortunados y decía trabajar por la protección social de los más vulnerables, cuando verdaderamente se opuso a ellos con toda la firmeza de su voluntad.

Intentó remodelarse para hacerse más querida, más popular, tomando lecciones de elocución para reducir el tono insoportablemente agudo de su voz y consiguió aparecer en la televisión con “aire de mártir”, sonriendo de manera que inspira compasión y hablando con voz almibarada (1)

Cameo de Thatcher en ‘La línea de la belleza’

En ‘La línea de la belleza’, Hollinghurst introduce una descripción de la señora Thatcher, ya que no en vano la novela se desarrolla en su segundo mandato, en plena irrupción del sida y de los escándalos sexuales de miembros de su gabinete.

Gerald, diputado tory, y Rachel, perteneciente a la clase alta británica, invitan a la Dama a una cena en su casa, a la que asisten muchos invitados, para celebrar sus bodas de plata. Se la espera como si en realidad la fiesta fuera por ella y Margaret no desilusiona: entra “con su paso elegante y brioso, resabio de una turbación reprimida hacía mucho, de una torpeza transmutada en poder ( ) Pareció complacida por el recibimiento y respondió a él de un modo algere y pragmático, como la realeza moderna”. Pero, “por distinguida que se mostrase y enjoyada que estuviera, carecía de modales”. Con su “peinado perfecto” y una chaqueta con bordados tan exagerados que parecía llevar “el uniforme de Ruritania” o la indumentaria de una “cantante de country” hacía que, “a su alrededor, sus cortesanos se sobresaltaran como faisanes”. Finalmente, Nick Guest -a quien hemos seguido durante toda la novela- entendido en arte, homosexual y decadente, saca a bailar a la baronesa en un alarde de audacia y ante la estupefacción del anfitrión y del resto de los invitados.

Política anti gay

Reaccionaria desde la cuna, con una profunda insensibilidad a todo lo que tuviera connotaciones artísticas o intelectuales, Margaret Thatcher tampoco tenía simpatías por el feminismo y presumía de su concepto victoriano de la mujer, pese a su propia carrera, al defender que el resto de las mujeres permaneciera al servicio de la “familia”.

En cuanto a la homosexualidad, si bien es cierto que votó a favor de su despenalización en 1967, ésta sólo fue parcial porque la ley mantenía prohibiciones respecto a la sodomía y a la indecencia y establecía discriminaciones. Pero lo peor fue la norma que introdujo durante su mandato, en 1988: la denominada ‘Sección 28’, por la que se prohibía expresamente hablar sobre homosexualidad en las escuelas del Reino Unido, un hecho que ha impedido durante años a cualquier alumno homosexual solicitar apoyo o ayuda en su entorno educativo.

Fue una normativa que duró hasta 2003 y que declaraba textualmente que en las escuelas subvencionadas “no deben promocionar intencionadamente la homosexualidad o publicar material con la intención de promocionarla, como tampoco promocionar la enseñanza de la aceptación de la homosexualidad como una supuesta relación familiar”.

En plena expansión del sida Thatcher tomó una decisión que la coloca, junto a Reagan y al papa Woytila, como máxima responsable de haber dificultado la adopción de medidas que hubiesen frenado la expansión del virus. En 2003, Thatcher acudió a la Cámara de los Lores para votar en contra de la derogación de la Sección 28, pero no se salió con la suya.

Elogios y diatribas en la comunidad gay

Uno de los culpables de que Thatcher se haya colado en la lista de iconos gays es la famosa pareja de artistas conocidos como ‘Gilbert&George’, una pareja de hecho y de derecho desde hace cuarenta años. Declararon al unísono que ellos votaban a los conservadores y que admiraban profundamente a la señora Thatcher porque el arte sólo prospera en el capitalismo y porque ellos lo que quieren es ganar dinero.

Esta actitud parece una provocación, y no una adscripción, de los autores de una exposición que lleva por título ‘Postales de la uretra’ y que muestra una colección de uretras enmarcadas y unidas por la bandera de la Union Jack; son los mismos que, en la presentación de su muestra ‘Nacked shit’ (que viene a ser algo así como ‘mierda en bolas’) pregonaron la “dimensión moral de la mierda”, similar a la del sexo, en su opinión.

Son dos ejemplos que demuestran que personajes tan irreverentes no pueden sentir aprecio por una persona que, además de no apreciar ni entender ninguna manifestación artística y mucho menos del calibre de las que nos enseñan Gilbert&George, carecía por completo de sentido del humor.

Hay una anécdota sobre sus discursos, todos muy aburridos y solemnes; sus colaboradores introducían chistes en ellos, chistes que ella no entendía y que había que explicarle pacientemente para no conseguir absolutamente nada porque al final permanecía tan seria e incapaz como antes. Uno de estos chistes hacía referencia al ‘loro muerto’ de un sketch de los Monty Python. Se lo explicaron e incluso le pusieron el vídeo y la misma situación surrealista les hacía llorar de la risa, pero ella inmutable sólo acertó a preguntar: “Y este Monty Python ¿es de los nuestros?”

(1) Lo cuenta Martin Amis en un artículo para la revista Elle‘ en el que comenta el libro de Hugo Young, ‘The Iron Lady’, en 1985

Recapitulando: de la vacuna contra la rabia a la batalla de Carras

Todos los caminos llevan a Roma, o a sus aledaños. Comencé hace unas semanas una serie de artículos que se encadenaban entre sí y hace siete días escribí el que espero que sea el último de este ciclo. De relatos y biografías sobre aventureros, exploradores y científicos en Indochina, pasando por Alejandro Magno en Afganistán y Conrad en el Congo, llegué a la península arábiga, hasta el lugar más alejado hacia el sur por el que se aventuró una legión romana, la dirigida por Aelius Gallus, gobernador de Egipto, a cambio de su práctica desaparición. También desaparecieron los diez mil prisioneros que hizo Partia tras derrotar a Marco Licino Craso y con el relato de lo que ocurrió entonces di por terminado este recorrido no del todo circular, pero que ha acabado en Roma, como no podía ser de otra manera.

Deville y Mayrena

Todo comenzó con Patrick Deville: en ‘Peste&cólera’ cuenta la biografía de un importante patólogo suizo-francés, Alexander Yersin, quien, además de descubrir y aislar el bacilo de la peste, se enroló como médico en una naviera cuyos barcos enlazaban Indochina con las Filipinas y que a la mitad de su vida se estableció en la jungla vietnamita. Deville no se limita a Yersin y habla de Pasteur, de Ferdinand de Lesseps, de Livingstone, de Rimbaud y, en esencia, del colonialismo europeo. Y menciona a un personaje del que nunca había oído hablar, Charles David Mayrena, que se coronó como rey de los sedangs en 1888, en la misma zona en la que Yersin montó una granja y un gran laboratorio.

Conseguí documentarme sobre este personaje, un poco estrafalario y con fama de charlatán y vividor, pero valiente e incomprendido, que unió bajo su mando a las belicosas tribus de esa parte de la Indochina francesa y al que el Gobierno francés dejó de lado sin reconocerle nunca su contribución al Imperio colonial. Murió abandonado en una isla vecina a Singapur.

Malraux en Indochina

Pero no fue olvidado ni por los historiadores ni por los literatos. André Malraux visitó treinta años después las selvas de Indochina, las mismas que recorriera Mayrena, aunque su objetivo no fue luchar con las tribus ni coronarse rey, sino algo bastante más prosaico y que marcaría su biografía para mal: arrancó varios relieves de un templo de la cultura jemer para venderlos y le pillaron. Años después escribiría una novela acerca de un arqueólogo, que bien podría ser él, y de un aventurero, inspirado en Mayrena.

Malraux es un personaje muy controvertido y extremadamente interesante; más incluso por la desbordante vida que llevó que por sus obras. Pero, como dice Vargas Llosa, “todas sus novelas son excelentes, aunque a La Esperanza le sobren páginas y a Los conquistadores, La Vía Real y El tiempo del desprecio le falten”. La condición humana – concluye el escritor peruano- es una “obra maestra”.

Kipling en Kafiristán y Brooke en Sarawak

Perken, el aventurero de Malraux en La Vía Real tiene también otros antecedentes literarios: Daniel Dravot (El hombre que pudo reinar) es también un hombre que ha elegido seguir el camino que le lleve a cumplir sus ambiciones de gloria, aunque al final encuentre la muerte. Quedará su hazaña en los libros, relatada a Kipling por su compañero Carnehan.

Lo he escrito alguna vez: nunca las historias reales me parece tan auténticas como las que cuentan los libros. Personajes imaginarios como Dravot y Carnehan tienen más carne y hueso que los reales. Hay un personaje, al que dediqué un artículo -James Brooke, el rajá blanco de Sarawak- que, ciertamente protagoniza una fabulosa historia de lucha contra los piratas a favor del sultán de Brunei, pero a sus biografías les falta algo, tal vez detalles, que son los que hacen auténtica una narración.

James Brooke consiguió gobernar una parte importante de Borneo por el nombramiento del sultán y el apoyo de la flota británica, pero la isla había sido durante mucho tiempo un territorio dominado por España y al que aspiraban holandeses y británicos. De tal manera, que el rey Leopoldo II de Bélgica, obsesionado por conseguir una colonia, cualquiera, pretendió hacerse con uno de los Estados de la isla, el de Sarawak, para lo que anduvo en negociaciones con España, que no parecía tener a mano ningún título de propiedad. El monarca no se amilanó y por dos veces intentó comprar Filipinas a la reina española Isabel II, que en 1868 fue derrocada. Y ahí se acabaron las ambiciones de Leopoldo en Asia y por eso acabó poniendo sus ojos, y sus manos, en África, concretamente en el Congo.

Un espectacular siglo XIX

Todas estas historias de exploradores, científicos y militares me mostraron un siglo XIX fascinante, como nunca lo había concebido. Con muchísimas sombras, pero también con el convencimiento generalizado de que todo iría sin duda a mejor, de que el futuro sería la patria bondadosa de la Humanidad.

El colonialismo, la sombra más negra del siglo, hizo estragos y ninguno más infame que el perpetrado por el rey de Bélgica, Leopoldo II, al hacerse dueño del Congo. Y aunque miles de personas murieron por su afán de codicia, también hay que subrayar la buena voluntad de todos aquellos hombres que consiguieron expulsar de África a uno de los peores genocidas de la historia. Quien primero dio la voz de alarma fue George W. Williams, un negro estadounidense defensor de los derechos humanos que, atraído por la fama de rey filántropo de la que gozaba Leopoldo, viajó al Congo, donde pasó seis meses y pudo conocer la siniestra realidad de lo que allí ocurría.

Sus acusaciones causaron un escándalo en Europa pero, además de la campaña de descrédito que montaron contra él los esbirros del monarca, Williams murió en 1891 y no pasó nada. Habrían de transcurrir más de diez años para sacar a la luz toda la verdad, gracias a Edmund Morel, un antiguo oficinista de una naviera que comerciaba con el Congo, y a Roger Casement, cónsul británico en la ciudad de Boma, apoyados por intelectuales y escritores, como Arthur Conan Doyle, Bertrand Russell y Mark Twain, que dieron a conocer al mundo las atrocidades del rey de los belgas.

 

Y, naturalmente, Josep Conrad, que refleja en su novela ‘El corazón de las tinieblas’ el sangriento corazón del Congo y dibuja un personaje, Kurtz, que compendia ese siglo XIX tan extraordinaraio y tan múltiple, que bascula entre el egoísmo y la solidaridad, el progreso y la vuelta a siniestros orígenes y, en definitiva, entre el bien y el mal.

De nuevo Malraux, pero esta vez en Arabia

Volví a retomar la senda de los exploradores, no de los Stanley ni de los Livingstone ni de los Burton, sino de otros más modestos y tropecé de nuevo con Malraux, quien hizo un viaje de 1.800 kilómetros en un avión “de juguete” en el año 1934 en busca del fabuloso Reino de Saba. No tuvo mucho éxito, por más que dijera que lo encontró, pero este viaje me dio la oportunidad de saber más cosas sobre este antiguo emporio del incienso y los perfumes.

Y ahora, con la excusa de esta “recapitulación” me gustaría comentar de pasada dos películas “épicas” sobre la Reina de Saba. Una de ellas -tal como nos cuenta Rafael de España en su libro La pantalla épica (T&B Editores, 2009)- pertenece al cine italiano y se rodó en 1952 por Pietro Francisci, director también del famoso Hércules, ‘peplum’ donde los haya. El argumento de la película es el siguiente: Salomón, preocupado por el belicismo del rey de Saba, envía a su hijo Roboan a negociar, pero por el camino salva la vida a una mujer que resulta ser Balkis, la hija del rey de Saba. Se enamoran pero muere el padre y Balkis es coronada reina y sacerdotisa de virginidad inmarcesible; Roboam tiene un asunto con una esclava que le ayuda a escapar y además se va a casar con una princesa siria, por lo que la reina Balkis, despechada, monta en cólera y declara la guerra a Israel, aunque al final todo se arregla y la reina de Saba se convierte al judaísmo.

La otra Reina de Saba es más conocida; se trata de la dirigida por King Vidor y protagonizada por Gina Lollobrigida y Yul Brynner en 1959. Fue rodada en España con la intervención, en el papel de milicia egipcia, del Ejército español, nada menos. Además de que Yul Brynner sale sin peluquín, el guión es aún más estratosférico que el de la película italiana: mientras Salomón se dedica sabiamente a impartir justicia y a construir su templo, el faraón quiere acabar con el poderío de Israel y contrata a la reina de Saba, a la que llaman Sheban para que, voluptuosamene, rinda de amor al monarca judío y lo debilite, alejándolo de su religión. Pero tras un número coreográfico basante cutre, Yhavé, horrorizado, destruye con sus rayos el templo que le estaba construyendo Salomón. Cuando éste, abandonado por los suyos y por el propio Yhavé, se enfrenta al ejército egipcio, Sheba, arrepentida, pide a Dios su perdón y ayuda , de manera que los hebreos salen victoriosos y la reina se vuelve a su país “totalmente redimida y dispuesta a cantar hasta la muerte las glorias de Jehová”.

Romanos en Afganistán

La Sogdiana, Bactria, la tierra más allá del Oxus, fueron territorios conquistados por Alejandro Magno, quien con sus hombres atravesó el Hindu Kush, probablemente por el paso de Jáiber, por el que intentaron escapar de Afganistán las tropas británicas en el siglo XIX. Este paso servía para el comercio entre la India y Persia y es posible que en territorios vecinos acabaran los diez mil prisioneros que hizo el rey de Partia tras la derrota de Carras.

Sabemos que en los años treinta del siglo actual Andrè Malraux -¡otra vez él!- lo cruzó con su esposa Clara en un viaje que tuvo como objetivo adquirir obras de arte del Asia central, que luego venderían por toda Europa: las famosas cabezas de Pamir. Cuando un periodista le preguntó cómo era posible que las hubiera encontrado seccionadas de la misma forma, Malraux explicó doctamente que las destruyeron los “hunos heftalitas”, es decir, los hunos blancos procedentes de la Bactriana y de la Sogdiana, los mismos hunos que, se dice, contrataron a los legionarios de Craso como fuerza mercenaria, una leyenda que tiene tantos visos de credibilidad como las cabezas de arte “gótico-budista” descubiertas y bien vendidas por Andrè Malraux.

Las legiones perdidas de Marco Licinio Craso

Muchos fueron los legionarios que perdieron la vida en cientos de batallas y muchos también los que perdieron la libertad en las fronteras del Imperio. Sabemos que más de cuarenta mil murieron en las guerras de Aníbal, pero cayeron en territorio italiano; las legiones de Varo perecieron en Germania para consternación de Augusto y de otras no se supo nada, como ocurrió con la IX Hispana, que luchó en Britania y que no volvió a ser mencionada a partir del año 108 dC.

De los legionarios romanos que se extraviaron o murieron de sed en el desierto de Arabia, a los que mencioné en mi anterior comentario acerca del Reino de Saba, Malraux les dedicó un maravilloso réquiem y su lectura me trajo a la memoria a los muertos y a los supervivientes de otra gran catástrofe, la batalla de Carras contra el Imperio parto, en la que murieron veinte mil legionarios romanos y otros diez mil fueron hechos prisioneros.

Carras, la historia de un ‘craso’ error

Hoy aquella aldea llamada Carras recibe el nombre de Harrán y pertenece a Turquía; en el año 53 aC, este territorio de la Alta Mesopotamia fue el escenario de una cruel derrota que marcó durante mucho tiempo la relación entre los Imperios romano y parto.

Marco Licinio Craso, el hombre más rico de Roma, del que Plutarco escribió que el único vicio que tenía era el de la codicia, mandaba el ejército romano, compuesto por siete legiones. El hijo del general, Publio, había acudido en su apoyo con mil jinetes galos, enviado por César y fue de los primeros en perder la vida tras enfrentarse a los terribles catafractos partos (caballo y jinete iban protegidos por una recia armadura). Su cabeza fue enviada al padre con la esperanza de que se rindiera. Al final de la última batalla, tras hallar refugio momentáneo en Carras, el propio Craso fue asesinado, tras una estratagema ideada por el general Surena con objeto de secuestrarle, y su cabeza y una de sus manos fueron entregadas al rey Orodes II durante la celebración de la boda de su hija con el rey de Armenia, que se había pasado al bando del vencedor después de traicionar a Roma.

Surena, el general vencedor, organizó un simulacro de “triunfo” para burlarse de Roma: hizo desfilar a los diez mil prisioneros y subió al carro del vencedor a un viejo legionario llamado Paciano que, disfrazado de mujer, fue obligado a fingir que era Craso y a saludar a la muchedumbre que le insultaba y arrojaba desperdicios durante todo el itinerario.

La muerte de Craso y su fracaso militar fueron durante años ejemplo de las consecuencias de una ambición desmedida, de manera que incluso se llegó a acuñar el doble término: “craso error”. Pero también es ejemplar que quien se valió del engaño, su adversario el general Surena, muriera a traición por orden del propio rey Orodes II que, celoso de su éxito, ordenó su asesinato un año después.

Las águilas de las siete legiones romanas se guardaron en un templo y años después, durante el gobierno de Augusto, cuando los partos fueron derrotados, se devolvieron a Roma. También se acordó que quienes hubieran caído prisioneros regresaran a sus casas, pero habían pasado más de veinte años y de los diez mil no quedaba nadie o nadie quiso volver.

Diez mil prisioneros desaparecidos

Lo que ocurrió con estos diez mil prisioneros es un enigma al que los historiadores han querido dar una respuesta. Parece que uno de los lugartenientes de Craso, Casio (que pasados los años sería una de los asesinos de Julio César) consiguió escapar y rehacer un ejército de varios miles de hombres, por lo que Surena, ante el temor de que los prisioneros pudieran ser liberados y convertirse de nuevo en enemigos, deportó a la gran mayoría a la frontera este del imperio, a la lejana Margiana, una de las ciudades fundadas por Alejandro Magno, según cuenta Plinio el Viejo en su ‘Historia Natural’.

Aunque muchos de los prisioneros habrían acabado como esclavos en las minas, seguramente el rey Orodes II no quiso desperdiciar la oportunidad de contar con legionarios romanos a los que podía utilizar para crear unidades destinadas a defender sus fronteras. Las unidades de élite romanas se emplearían, por ejemplo, en Bactria (hoy Afganistán) como fuerza de choque y, posiblemente, en diversos puestos fronterizos para su derensa contra los nómadas hunos.

Estas tribus, que constituían una amenaza para China, ocupaban toda la franja a lo largo de la frontera norte de su Imperio, desde Manchuria hasta Bactria, pasando por Mongolia. En años posteriores a la batalla de Carras, los hunos se rebelan contra el rey de Sogdiana y pretenden crear su propio estado en las rutas comerciales que unen Asia Central con Persia, pero China envía a uno de sus generales al mando de cuarenta mil hombres y derrotan a las tribus nómadas en el año 35 aC. Entre los mil quinientos prisioneros, cuentan los anales chinos, figuraban ciento cuarenta y cinco hombres que debían ser mercenarios occidentales. Y, rápidamente, se piensa en los legionarios romanos que podrían haber escapado de Persia para acabar en las filas de los hunos.

Ban Gu, historiador del siglo I, autor de ‘El libro de los Han’

Los mismos anales chinos proporcionan ciertas informaciones que permiten especular con que los romanos habían contribuido a la lucha junto a las filas nómadas porque relatan su sorpresa al tropezar con campamentos fortificados con doble empalizada que encontraron, así como puentes, construcciones propias de la ingeniería civil romana. Además, los chinos se hacen eco de una táctica utilizada en el combate por estos enemigos, a la que llaman “formación escamas de pez”, y que corresponde a lo que las legiones romanas ponen en práctica con la “formación en tortuga”, en la que construyen un caparazón utilizando el solapamiento de los escudos, como las escamas, en forma de cuadrado.

Lo extraño es que los hunos solían combatir a caballo, utilizaban el arco y su infantería no combatía en formación, sino como una horda desordenada, que es lo propio de los nómadas. Tampoco construían campamentos fortificados como el mencionado en las crónicas chinas.

Formación en tortuga

¿Qué ocurrió después con estos soldados? Homer H. Dubs, un estadounidense experto en China, afirmó en 1957, en su obra ‘Una ciudad romana en la antigua china’, que los legionarios de Craso se establecieron en una pequeña ciudad en el noroeste de Gansu, una provincia que los chinos habían arrebatado a los partos en el año 121 aC. Esta ciudad se llamaba Li-Jien (o Liqian), un topónimo que habría designado por extensión todos los lugares relacionados con Roma o el Imperio romano, es decir, lo que está más allá de los griegos.

La ciudad se creó -cuenta el cronista chino Ban Gu, en el que se basa el historiador norteamericano- para proteger la frontera contra los hunos, pocos meses después de la victoria china en Sogdiana y en ella se instalaron los mercenarios occidentales. Los legionarios de Craso debían tener en esa época unos cuarenta y cinco años. Es posible.

Por otra parte, se ha descubierto en la zona individuos cuya apariencia no tiene nada de china: tienen la nariz recta, los cabellos castaños o pelirrojos, a veces rizados, piel clara y gran estatura. Y aunque sus documentos de identidad chinos especifican que pertenecen a la etnia han, ellos mismos reivindican una ascendencia original.

Sin embargo, no es extraño que en esta zona exista población de rasgos caucásicos porque la ruta de la seda favoreció los contactos y porque la población original de la zona, anterior a la dinastía Han, era indoeuropea.

Aunque, también podrían tener un origen griego: en los valles de Afganistán y Pakistán, en el Hindu-Kush, viven aún hoy los que se consideran descendientes de los soldados de Alejandro Magno que poblaron aquellas regiones.

Bibliografía

-Plutarco, Vidas paralelas (Nicias y Craso)

-Jean-Noël Robert, De Roma a China; la ruta de la seda en la época de los Césares, Editorial Stella Maris, 2015.

El Reino de Saba: el asno hermafrodita de Arnaud y las legiones perdidas de Aelius Gallus (2)

En los artículos que André Malraux publicó sobre su viaje en busca de la capital del Reino de Saba en el desierto de Yemen, intercaló dos historias que me parecen magníficas y que recupero a continuación con algún dato añadido a los aportados por el escritor para precisarlas un poco más.

Arnaud y el asno hermafrodita

Antes de partir hacia Yemen, Malraux investigó sobre la posible localización del Reino de Saba en la Sociedad de Geografía, en la que acababa de ser admitido apadrinado por el mariscal Franchet d’Esperay y el doctor Charcot, quien le contó la extraordinaria historia de un farmacéutico originario de los bajos Alpes, Joseph Arnaud, que afirmaba haber descubierto en 1843 la capital de Belkis, reina de Saba, y copiado unas inscripciones que ningún occidental había podido ver jamás.

Thomas-Joseph Arnaud llegó a El Cairo con 21 años y fue oficial farmacéutico del Ejército egipcio, en el que sirvió varios años y con el que participó en varias misiones, a partir de 1841. No es extraño si tenemos en cuenta que en aquella época Mehmet Alí, fundador del Egipto moderno, organizó su gran ejército según el modelo europeo bajo el mando de un francés, el coronel Octave Joseph de Sèves, que había sido oficial de húsares con Napoléon. Sèves fue contratado como asesor y en 1833 ascendido a general por Mehmet Alí tras la victoriosa campaña de Siria. Se convirtió al islamismo y fue conocido con el nombre de Solimán Pachá.

Pasado el tiempo, Arnaud se instala en Yeda, en la región árabe de Hedjaz. Se propone alcanzar Mareb, la que se suponía era la capital olvidada del Reino de Saba, para lo que se puso en contacto con el cónsul francés, Fulgence Fresnel, e inicia su viaje en 1843. Consiguió viajar a Saná con la expedición turca, burló la vigilancia del imán y ganó la ciudad disfrazado. Se hizo pasar por comerciante de velas y tuvo la suerte de encontrar un asno hermafrodita que utilizaba para subsistir mostrándolo por las aldeas. En Mareb descubrió 56 inscripciones hymaritas de las que hizo estampaciones y fue el primer europeo que pudo observar las ruinas de la antigua ciudad.

Solimán Pachá

Mareb o Marib es hoy una ciudad de Yemen, pero a diez kilómetros al sudoeste de la que se levantó hace tres mil años y que se supone que fue la capital del Reino de Saba, conocido en la Antigüedad como el pueblo más rico de la tierra.

Tras visitar los restos de la antigua Mareb, Arnaud regresó a Hedjaz, donde Fulgence Fresnel ejercía su cargo. Le entregó las inscripciones y el cónsul francés le pidió un plano de la muralla y de los templos enarenados de Mareb, pero las caminatas por el desierto habían dejado ciego a Arnaud, quien concibió una estratagema: se hizo conducir junto al cónsul a la playa de Hedjaz y allí, nos cuenta Malraux, “sobre la arena húmeda con mano vacilante y temblorosa traza el templo oval del sol y cava con el índice los agujeros redondos que simulan las bases rotas de las columnas” y Fresnel traslada a su cuaderno rápidamente “las arquitecturas irrisorias que pronto se llevará el mar”.

Arnaud permaneció ciego diez meses. Regresó a Francia; donó el asno al zoológico del Jardin des Plantes y de nuevo se fue a la aventura para acabar en Argelia, pobre y desalentado. El asno probablemente murió de hambre, tras la catástrofe de la revolución de 1848, y los objetos sabeos desaparecieron.

Las inscripciones hymaritas que Arnaud entregó a Fresnel se hicieron públicas muchos años después debido a diversos incidentes relacionados con su custodia y se conocieron gracias a las gestiones de Prospero Merimé, primo de Fresnel, cuyos papeles heredó. Arnaud hizo también hizo un plano del dique que permitía el riego en Mareb en la antigüedad. Y en cuanto a las inscripciones, datan de una época más reciente del Reino de Saba: el reino de Hymiar, que data del 110 a.C. conquistó al de Saba en el año 25 a.C. Se sabe que a finales del siglo IV d.C. abandonó el paganismo para adoptar el monoteísmo hebreo y, posiblemente, de ahí desciendan los judíos yemeníes.

Ruinas de la antigua Marib

Las legiones desaparecidas de Aelius Gallus

Cuando ya el Reino de Saba había sido conquistado por el Reino de Hymiar, conocido por el sonoro nombre de “Reino de Saba, Dhu-Raydan, Hadhramut y Yamnat”, se produjeron contactos esporádicos con el Imperio Romano y con los reyes sasánidas de Persia.

En el año 24 d.C. se envió, por orden expresa de Augusto, una expedición a cargo del gobernador romano de Egipto, Aelius Gallus, que debería llegar a Mareb o Marib (en latín Mariba). El poderoso ejército de diez mil hombres de infantería, apoyados por la caballería, dromedarios, artillería, máquinas de asedio y una compañía aportada por el rey Herodes, se puso en marcha hacia la orilla oriental de la costa norte del Mar Rojo. Su destino inicial era el puesto comercial de Leuke Kome, a ochocientos kilómetos al sur de Akaba, y el destino final, el reino de los Sabaneos, en la Arabia Feliz. Durante semanas se adentraron en el desierto, caminando hacia el sur y hacia el interior.

Dicen los historiadores que Sylaeto, el guía árabe, traicionó a los romanos, orientándolos hacia el interior, donde murieron de agotamiento, sed y hambre; se dice que sólo siete hombres cayeron en combate. Llegaron al reino de los sabaneos pero tuvieron que retirarse.

Al mismo tiempo que nos cuenta cómo su pequeño avión sobrevuela el desierto arábigo, André Malraux recuerda al ejército romano desaparecido en las ardientes arenas cuando buscaba la costa y sólo encontró “el mar interior, de olas inmóviles y orillas cubiertas de conchas azuladas”. Murieron -continúa Malraux- y “durante dos siglos, los viajeros árabes mostrarían, enterrado hasta el pecho en la arena, como lo había hecho en el mar, al ejército romano de corazas y esqueletos, con sus huesos de dedos crispados que tendían hacia el sol ofrendas de cascos repletos de conchas blanquecinas. Despreciando el mar que habían poseído, el sol poniente entregaba a las legiones muertas el desierto entero. Lanzaba hasta el fondo de las arenas lisas esas sombras de guerra y las de algunas manos abiertas sobre cascos caídos, con los dedos separados y estirados ahora al infinito sobre la arena, como unas manos de avaro”.

Ambas historias son auténticas, pero cuando las cuenta Malraux resultan fascinantes. No es lo mismo leer la crónica de unas legiones perdidas en el desierto que la de Malraux mostrando la locura que el hambre, la sed y las penalidades hicieron surgir en los soldados romanos perdidos en el mar de arena. Ni es lo mismo señalar que el farmacéutico, militar y explorador Arnaud quedó temporalmente ciego pero consiguió dibujar un plano precario de la capital de Saba en la arena de la playa que las olas desbaratarían en un instante. Sólo la literatura puede traer a nuestra imaginación a un ciego que dibujaba el plano de una ciudad milenaria o el cadáver de un legionario romano tendido bajo el sol abrasador de Arabia y que resulten más verdaderos que los auténticos.

Congo, el corazón de las tinieblas

Toda Europa andaba fuera de casa en el último tercio del siglo XIX, sobre todo en África, cuyo interior por fin se estaba empezando a desvelar para los occidentales. Allí estaban desde los famosos Livingston, Stanley, Burton, Speke o Brazza a los desconocidos aventureros que hollaron el territorio por cuenta propia o soldados y mercenarios de los ejércitos imperiales cuyo nombre nunca llegaremos a conocer.

También estaba Joseph Conrad, al menos durante unos meses, remontando el Congo en busca de un agente comercial de la compañía belga del rey Leopoldo II que le había contratado en el lugar. Conrad no sólo supo de las aventuras de los europeos y americanos que recorrían el centro de África, sino que incluso llegó a conocerlos, como a Roger David Casement, que hizo de su vida un instrumento al servicio de la verdad frente al siniestro rey de Bélgica.

Pudieron ser muchos quienes inspiraron “El corazón de las tinieblas”, desde el capitán belga Guillaume Van Kerckhoven, jefe de caravanas que traficaban con marfil, al teniente Theodore Westmark, que tras servir en el ejército de Leopoldo II durante tres años, se dedicó a dar conferencias sobre lo que había aprendido en África, lo que, tras leer el libro en el que se recogieron, hay que reconocer que no fue mucho. No parece el tipo de persona que pueda ser arrastrado hacia el mal, ni tampoco hacia ninguna otra parte. Mejor candidato sería otro capitán de la Fuerza Pública, que así se llamaba el ejército del rey belga en el Congo, Leon Rom, quien solía adornar los jardines de su residencia con las cabezas cortadas de los africanos que se rebelaban; según cuenta un misionero que lo vio con sus propios ojos eran veintiúna, más o menos las mismas que rodeaban la vivienda de Kurtz.

Hodister, un agente parecido a Kurtz

Pero quien más podría acercarse al personaje culto, elocuente y carismático, el Kurtz de Conrad, podría ser, según estudiosos de la obra del escritor polaco, otro agente de la compañía de comercio belga que negociaba con marfil en zonas aún inexploradas de la selva. Se llamaba Arthur Eugene Constant Hodister y, en el mismo momento en que Conrad navegaba por el río Congo, él realizaba sus negocios y transportaba el marfil que conseguía de los africanos en la parte superior del río, en la que antes de encaminarse al Atlántico se dirige infatigablemente hacia el norte y recibe el nombre de Lualaba.

Al igual que Kurtz, Hodister era un brillante agente comercial, el que más marfil recolectaba y el más valeroso a la hora de adentrarse en territorio desconocido y negociar con los nativos. Era además un hombre culto, que dominaba el árabe y el swahili y que vivía en una región apartada de la selva. Algunos autores dicen que poseía un enorme harén, lo que no casa con la estimación de otros, que aseguran que era un misántropo. Ahora bien, ni era brutal en su relación con los africanos -no maltrataba a sus servidores y éstos sentían por él una gran admiración- ni su táctica para el comercio de marfil era depredadora o violenta, sino negociadora. Tal vez por eso, sus superiores dijeran alguna vez que utilizaba métodos que estaban “fuera de lugar”. También de Kurtz lo decían, pero quizá no por las mismas razones. No parece que Hodister estuviera poseído por la irracionalidad ni por la magia siniestra y primitiva de la selva, al menos en lo que sabemos de él.

Según Thomas Pakenham, Hodister vestía de blanco, lucía un turbante y con su piel blanca y su barba negra, cabalgando un caballo árabe, tenía para los sencillos africanos “el aire de un dios”. Además de ser el agente comercial que más marfil recolectaba, había emprendido diversas expediciones por el Lualaba, a bordo de un vapor y había llegado a Riba Riba, donde tenía intención de establecer una nueva factoría. Eso ocurrió en 1892, dos años después del viaje de Conrad al Congo. No hay constancia de que llegaran a conocerse, pero sí es probable que el escritor hubiera oído hablar de él.

Contra la esclavitud

Hasta qué punto Hodister era un servidor leal del infame Estado Libre del Congo, propiedad del rey belga Leopoldo II, o tenía arraigados unos valores éticos contrarios a la esclavitud es algo que no se puede establecer. Aunque no se le conocen hechos brutales ni comentarios reveladores, sino todo lo contario, también es verdad que el propio rey belga engañó a todos con su falsa filantropía, haciendo creer que su intención era cristianizar y mejorar la vida de los habitantes del Congo, cuando en realidad fue la colonia -en este caso, colonia personal- más atroz, codiciosa y miserable de todas las que se formaron en el siglo XIX, un siglo empeñado en el imperialismo y al mismo tiempo en la supresión de la esclavitud.

Precisamente sobre la esclavitud nos ha llegado un artículo de Hodister que fue publicado en ‘Le Mouvement geographique’, una publicación periódica editada por el Instituto Nacional de Geografía de Bruselas como órgano de propaganda colonial. El artículo en cuestión nos cuenta, en un lenguaje apasionado (que podría ser el utilizado por ese Kurtz cuya elocuencia elogia Marlow, el alter ego de Conrad) cómo aldeas pacíficas se convertían en escenarios de masacres cuando los esclavistas entraban en ella con sus fusiles para hacer prisioneros y matar a quienes lo quisieran impedir:

Son las cuatro de la madrugada y reina la calma ( ) todo duerme y, de repente, un disparo, gritos terroríficos estallan desgarrando el gran silencio ( ) los indígenas arrancados bruscamente del suelo se lanzan fuera de las chozas; aterrorizados y enloquecidos todo lo olvidan, la mujer y los hijos, su primer pensamiento es huir y correr hacia el bosque ( ) Al ruido de los disparos le siguen los gritos de desesperación de los prisioneros, de los heridos y de los agonizantes ( ) El sol aparece bruscamente y viene a alumbrar este campo de matanza y desolación y es entonces cuando se remata a los heridos, se ata solidamente a los prisioneros y comienza el pillaje ( ); los propios vencidos se encargarán de transportar su expolio; se han vaciado las chozas y el fuego realiza su obra y allí, donde la víspera había una bonita aldea ya no queda más que una mancha negra y vacía; hombres, mujeres y niños atados unos a los otros; cadáveres sobre la tierra; regueros de sangre que exhalan un olor acre ( ) ¡Qué cuadro, del que se podrá decir que es el horror! Cuántas veces se ha desangrado mi corazón al ver estos lugares saqueados e incendiados que hace unas semanas había visto florecientes. El odio, la muerte, la devastación, los más malvados sentimientos humanos desencadenados contrastando con una naturaleza espléndida, un sol deslumbrante vertiendo indiferente su luz y su calor en medio de un país eternamente sonriente (Extracto del artículo que lleva el título: ‘Dejad tranquilos a los negros; contra la esclavitud’)

Los esclavistas de Tippu Tib

Hodister murió a manos de estos esclavistas en 1892, justo al principio de la guerra entre los traficantes árabes procedentes del Sultanato de Zanzíbar y la Force Publique del Estado Libre del Congo. Estos traficantes de esclavos y de marfil, dirigidos por Tippu Tib, que había sido contratado por Stanley cuando decidió continuar la labor de Livingstone en la exploración del curso del Lualaba, habían seguido las huellas del explorador desde Nyangwe; se establecieron en las selvas y formaron un Estado aparte dentro del Estado que era propiedad de Leopoldo II. Si bien al principio, hubo cierta coexistencia e incluso el rey belga llegó a nombrar a Tippu Tib gobernador del distrito de las cataratas Stanley, se multiplicaron los incidentes con los sátrapas que el negrero había dejado en la región.

Estos cabecillas no acataban las órdenes de los oficiales de Leopoldo II ni aceptaban que el Estado Libre del Congo fiscalizara sus operaciones. Además, eran rivales en el comercio del marfil. Por otra parte, al rey belga no le interesaba en absoluto que le asociaran ante la opinión pública con el esclavismo que practicaban y, además, conseguiría hacerse con los depósitos de marfil de los zanzibaritas.

Mientras Hodister comerciaba pacíficamente y pretendía internarse más en el interior de la selva para fundar nuevas factorías y explorar el territorio, el capitán Guillaume Van Kerckhoven, un jefe de caravana belga de 37 años, se apoderaba de los cargamentos de marfil por la fuerza, disparando si lo consideraba necesario a los árabes que se interponían en su camino. Pocas semanas antes de la masacre, se internó en su territorio y prácticamente les declaró la guerra.

Según cuenta Robert Edgerton, los árabes comenzaron su asalto matando a los integrantes europeos de la caravana comercial pacífica liderada por Hodister, quien en una carta fechada el 23 de marzo de 1892, apenas un mes antes de su captura, comentaba el buen recibimiento que le habían hecho los árabes de la zona. Ese mismo mes llegó a Riba Riba y fue entonces cuando el agente comercial y tres de sus asistentes europeos fueron capturados por sorpresa y asesinados por orden de uno de los reyezuelos árabes de la zona, Nserera, que recibió las manos y los pies de los cuatro. Las factorías de la compañía fueron atacadas y los guardias asesinados, en total once belgas murieron en lo que se llamó ‘la matanza de Lomami’, según cuenta Boulger.

Los cabecillas árabes habían niciado su revuelta. Uno de ellos, Sefu, jefe de Kasongo, capturó a dos agentes del Estado Libre, el lugarteniente Lippens y el sargento De Bruyne. Ambos fueron asesinados y sus manos enviadas a otro de los jefes árabes, Munie Mohara, jefe de Nyangwe.

Poco después, uno de los agentes de la oficina central de Hodister en el Lualaba dijo que el propio Nserera había ordenado que fuera torturado lentamente hasta la muerte. Vivió tres días y tras su muerte fue decapitado y su cabeza expuesta sobre una estaca hasta que se pudrió.

La guerra entre los árabes esclavistas y la Fuerza Pública del Estado Libre del Congo duró un par de años. Ambos ejércitos estaban constituidos por aborígenes y procedían en su mayor parte y en ambos casos de las tribus caníbales de las selvas del Congo. Los relatos de las escaramuzas son terribles: se desenterraban los cadáveres y se comían en el mismo campo de batalla; se “aderezaba” los prisioneros aún vivos, sometiéndolos a tortura, antes de echarlos al caldero e incluso algunos oficiales europeos empezaron a degustar la carne humana. Las tropas de Leopoldo II tomaron Nyangwe en 1893 y un año después la guerra había terminado.

Pero entonces comenzó algo mucho peor: las arcas del rey belga se habían quedado exhaustas con el gasto ocasionado por la guerra y tenía que resarcirse. Y se aumentaron las torturas, las mutilaciones y las muertes de los africanos que no cumplían la cuota de caucho exigida por la autoridad belga. Aún quedaban por delante varios años más de horror e infamia: por fin, el 15 de noviembre de 1908, el rey Leopoldo II tuvo que entregar el Congo, no sin antes reclamar cincuenta millones de francos en concepto de “gratitud por los grandes sacrificios realizados por él a favor del Congo”. Falleció un año después y la tragedia y el “horror” quedaron semiolvidados.

Bibliografía

Adam Hochschild, ‘El fantasma del rey Leopoldo’, Editorial Península, Barcelona, 2002

– Javier Reverte, ‘Vagabundo en África’, 1998, Santillana

– Norman Sherry, ‘Conrad’s Western World’, Cambridge University Press, 1971

– Thedore Westmark, ‘Tres años en el Congo’, Ediciones del Viento, 2009 (publicado por primera vez en 1886

-Peter Forbath, ‘El río Congo: descubrimiento, exploración y explotación del río má dramático de la historia’, Fondo de Cultura Económica, 1977

– Thomas Pakenham, ‘The Scramble for Africa: The White Man’s Conquest of the Dark Continent from 1876-1912’, Abacus, 1991

– Robert Edgerton, ‘The Troubled Heart of Africa; A History of the Congo’, St. Martin’s Press, New York, 2002

Demetrius Charles Boulger, The Congo State: Or, the Growth of Civilisation in Central Africa, Cambridge University Press, 2012 (1898 primera edición)

Sir James Brooke, el Rajá Blanco

Cuando Dravot le cuenta a su compañero de fatigas, Carnehan, sus fantásticos proyectos de crear en Kafiristán no una nación, sino un imperio, exclama: “¡El rajá Brooke será un niño de pecho a nuestro lado!”. Y se imagina un futuro en el que trata con el virrey de igual a igual y ofrece la corona de su nuevo país a la reina Victoria.

Cuando Kipling escribe este relato han pasado ya más de cuarenta años desde que sir James Brooke fuera proclamado Rajá de Sarawak y conocido en toda Europa como el Rajá Blanco. Sus diarios fueron publicados en Londres y gozó de una gran popularidad. Incluso, como quería Dravot para él mismo, fue recibido por la Reina Victoria y el príncipe regente Alberto y nombrado cónsul general de Borneo. Pero eso ocurrió mucho después de que empezara toda esta historia.

Los españoles llegan a Borneo

En el año 1521 llegó a las costas de la isla de Borneo la expedición española, entonces liderada por Elcano tras la muerte de Magallanes, descubriendo así la isla para Occidente. Cuenta Antonio Pigafetta, que ejerció como cronista del viaje alrededor del mundo, que una vez llegados a puerto, el sultán les envió un hermoso barco con la proa y la popa adornadas con oro y que se intercambiaron regalos.

Seis días después el sultán invitó a palacio a los comandantes de los barcos, que fueron paseados a lomos de elefantes durante horas, pernoctaron en la casa del gobernador y de vuelta a los elefantes hasta que llegaron a la residencia palaciega, donde les hicieron sentarse sobre una alfombra ante la presencia intimidante de trescientos hombres de la guardia provistos con “espadas y dagas con empuñadura de oro y piedras preciosas”.

Apenas vislumbraron al sultán en otra sala y un cortesano les previno de que no podían hablarle y de que si querían decirle algo, primero se lo comunicaran a él, que él luego lo transmitiría a un cortesarno de un rango más elevado; éste a su vez al hermano del gobernador, que se hallaba en la sala pequeña, quien, por medio de una cerbatana colocada en un agujero de la pared, expondría su embajada a uno de los principales oficiales que se hallaban cerca del sultán para que se la comunicara.

Con tanto circunloquio a saber qué llegó defintivamente a oídos del sultán acerca de lo que le dijeron los expedicionarios españoles. Según Pigafetta, le informaron de que eran vasallos del soberano de España y que quería vivir en paz con él, y que el deseo de ellos no era otra cosa que poder comerciar en su isla. El sultán les contestó que le placía en extremo ser amigo de España y que podían proveerse de agua y leña, así como comerciar, en sus estados. Es decir, que al parecer se entendieron, aunque cuando ya los españoles se marchaban tuvieron algún que otro problema de comunicación que desembocó en el secuestro de algunos miembros de la expedición y la muerte de soldados del sultán.

El sultanato de Brunei fue muy poderoso entre los siglos XIV y XVI y sus dominios cubrían toda la isla de Borneo y el sudoeste de las Filipinas. En tiempos de Felipe II, el sultán de Brunei, Sirela, acudió a Manila para pedir ayuda al gobernador español para recuperar el trono que le había arrebatado su hermano mayor. La batalla naval se saldó con una clarísima victoria de los españoles, cuya superioridad naval era indiscutible. Sirela fue repuesto en el trono y cumplió su compromiso, en una pomposa ceremonia, de tomar posesión de su reino en nombre de Felipe II. Este episodio fue citado con frecuencia por España para defender su derecho al territorio del Sultanato.

Pero el reinado de Sirela sólo duró tres años: el hermano volvió a ocupar el trono y el destronado volvió a pedir auxilio al gobernador de Filipinas. Entre expediciones de castigo y de reposición de sultanes, supresión de vasallajes y conflictos con los piratas pasaron los años.

Tanto el sultán de Borneo, uno de los más poderosos, como el de Jolo, no disponían de fuerzas suficientes para controlar las intrigas palaciegas y familiares y hacer frente a la piratería que dominaba los mares, por lo que se veía obligado a pedir ayuda a las naciones coloniales presentes en la zona, como Portugal y España, y posteriormente Holanda e Inglaterra. Esta última finalmente se hizo dueña de Brunei y de la isla de Labán aplicando la política de hechos consumados y ocupación del territorio, algo que España no pudo hacer nunca por falta de efectivos. Inglaterra utilizó para la ocupación a nuestro protagonista de hoy, James Brooke, y a su propia Marina. España no tenía ni medios ni capacidad para mantener su imperio en las islas y, finalmente, perdió también Filipinas, con la intervención de Estados Unidos.

Piratas y cazadores de cabezas

La piratería en las aguas de esta región era un mal endémico y su exitosa supervivencia se debía a que la cantidad de islas, islotes y arrecifes constituían unos escondites magníficos y a que las autoridades nativas, e incluso las potencias coloniales, muchas veces eran las más interesadas en que prosiguiese tan lucrativo negocio.

Los piratas más temibles eran los ‘illanum’, que tenían sus bases en el norte de Borneo. Se sabe que vestían con una elegancia desmesurada: chaquetas escarlatas y majestuosos sombreros adornados con plumas de colores. Despreciaban las armas de fuego y luchaban cuerpo a cuerpo utilizando un puñal llamado ‘cris’, de hoja ondulada, además del ‘kampilan’, una enorme espada de dos mangos con la que los illanum partían el cráneo de la víctima de un solo golpe. Realizaban largas travesías con flotas de hasta cincuenta ‘praos’ y llegaron incluso hasta la bahía de Bengala.

Si bien los illanun constituían la crème de los piratas de Borneo, todos los pueblos costeros de la isla practicaban la profesión. En el sultanato de Brunei, los dayaks del mar eran famosos por su ferocidad y tenían una costumbre -la misma que los dayaks de tierra- que les dio mucha fama, aunque macabra: cazaban cabezas. Decapitaban a los enemigos que mataban y luego exhibían las cabezas en las viviendas multifamiliares; cuanto mayor era el número de cabezas exhibidas, mayor el prestigio de la aldea. Con el tiempo la práctica bélica se convirtió en costumbre incluso en tiempos de paz: los jóvenes hacían incursiones a las profundidades de la jungla para volver con un botín que diera fe de su valentía y destreza. Y la víctima podía ser cualquiera, incluso un pobre vendedor ambulante que se encontraran por el camino. Curiosamente, las cabezas de mujeres y niños eran las más valiosas porque constituían la prueba de que el héroe se había acercado preligrosamente a una casa comunal.

Algunos antropólogos creen que la conservación de las cabezas decapitadas tienen como motivo la mortificación del enemigo, la violencia ritual o el exhibicionismo varonil. Otros, creen que es un medio de asegurarse los servicios de la víctima como un esclavo en la otra vida, pero la teoria más arraigada es que su función primaria era ceremonial y destinada a consoldiar las relaciones jerárquicas entre comunidades e individuos.

No obstante, pese a estos ‘cortadores de cabeza’ ceremoniales, siempre se ha considerado que los malayos de Borneo eran mucho más pacíficos que los del continente, que lucen, según novelistas y cineastas, un carácter violento e irracional, conocido con el síndrome de la “ira malaya”. El término procede de la palabra malaya meng-âmog, que significa “atacar y matar con ira ciega” y es que esta locura homicida se apreció entre los malayos por primera vez, aunque haya muchos otros pueblos que la practicaron y la practican.

Rebelión de los nativos

Ya en el siglo XVIII, la aristocracia malasia que gobernaba la isla de Borneo practicaba con las tribus pacíficas un sistema de comercio predatorio y abusivo y, a las guerreras, como los dayaks, les proveía de armas para que se dedicaran a la piratería a cambio de la mitad del botín.

Tan mal estaban las cosas que en 1837 se produjo una rebelión de los nativos y el monarca de Brunei pidió auxilio a los holandeses, establecidos en el sur de la isla. El sultán, Omar Ali Saifuddin, que gobernaba el Sultanato desde 1828 no era muy listo y Hasim, uno de sus tíos, era el regente y auténtico gobernador. Temiendo perder su estatus, recurrió a los británicos, que tenían una base en Singapur bajo el mando del gobernador Bonham. Justo en ese momento había aparecido en Singapur la persona ideal para ocuparse de la misión: un hombre un tanto excéntrico, obsesionado con Borneo y con la urgente necesidad de expulsar a los holandeses de las Indias Orientales, James Brooke, quien acababa de llegar a bordo de su propia goleta, la Royalist.

James Brooke en Sarawan

Cuando James Brooke llegó a Brunei tenía treinta y cinco años. Había nacido en 1803 en Benarés, donde su padre ejercía como juez del tribunal supremo de la Compañía de las Indias Orientales. Marchó a los doce años a Inglaterra y cuando finalizó sus estudios volvió a la India y se alistó en el ejército bengalí, en el que combatió como oficial de caballería en la primera guerra birmana, en 1825. Recibió un tiro en un pulmón y le dieron por muerto en el campo de batalla; la gravedad de su lesión le tuvo cinco años convaleciendo en Inglaterra y cuando pudo reincorproarse al Ejército le negaron esa posibilidad porque se había cumplido el plazo preceptivo.

Entonces pensó en dedicarse al comercio en las Indias Orientales con un bergantín que compró al efecto, pero fracasó y tuvo que malvender sus mercancías. Volvió a Inglaterra humillado pero sin cejar en su proyecto y en 1839 lo tenemos de nuevo en Singapur, a bordo de su goleta, la ‘Royalist’, dispuesto a hacerle un favor al gobernador británico, Bonham.

Brooke se entrevistó con Hasim, el regente; se cayeron bien e incluso recibió el regalo de un orangután. Tras una regañina del gobernador Bonham porque, al parecer, no había actuado como se esperaba de un ciudadano corriente y había comprometido al Imperio británico, volvió de nuevo a la isla y tomó las riendas del ejército del sultán que estaba rodeado por los rebeldes, a los que derrotó. Hasim no sólo le concedió derechos exclusivos para comerciar en la provincia de Sarawak, sino también la promesa de nombrarle rajá, aunque la concesión del título era prerrogativa del sultán.

Gracias a sus buenos servicios, Brooke fue proclamado en 1841 rajá de Sarawak, lo que le permitía gobernar esta provincia y alrededores. Además de enfrentarse al traidor Makota, protegió a sus súbditos y atacó con éxito a los piratas aprovechando la presencia de la Marina británica. Le dio tiempo a visitar sus posesiones y a escribir un tratado de piratería. Intentó que el Gobierno británico de Su Majestad le reconociera sus logros y su rango, pero sólo consiguió que lo nombraran “agente de confianza”, aunque la publicación de sus diarios en Londres le convirtieron en un héroe nacional, un aventurero romántico y benefactor que se entregaba sin reparos a la lucha contra los piratas y los cazadores de cabezas.

De nuevo se produjo otra rebelión palaciega y Brooke estuvo a punto de morir, pero la Marina Real británica acudió en su ayuda y en julio de 1846, los británicos ocuparon la ciudad de Brunei, de la que había huído el sultán y toda su corte. Omar Ali volvió y alegó haber sido engañado. Como castigo, se le obligó a ceder la estratégica isla de Labuan, desde la que se podía controlar todo el Mar de la China, a la reina Victoria.

James Brooke volvió a Inglaterra, tras siete años de ausencia y esta vez sí fue recibido con todos los honores. La reina Victoria y el príncipe consorte le ofrecieron una recepción y le nobraron gobernador de la nueva isla, así como cónsul general de Borneo.

A su regreso a la isla se encontró con que los piratas habían vuelto a las andadas y con la reaparición del viejo Makota. Los dayaks del mar de Sariba habían arrasado las maŕgenes del río Sadong y habían decapitado alrededor de cien mujeres y niños. Brooke organizó una represalia desvastadora valiéndose de una flota de buques de guerra británicos y praos malasios y una tripulación de dos mil quinientos hombres. Fue el principio del fin de la piratería en el noroeste de Borneo, aunque no todos en Europa aplaudieron a James Brooke. Incluso en Inglaterra hubo quienes le acusaron de asesinar a salvajes inocentes con la excusa de que eran piratas para apoderarse de sus tierras, de manera que el Parlamento creó una comisión de investigación que, al final, falló a favor de Brooke.

La herencia de James Brooke

Tras reprimir una sangrienta rebelión de mineros chinos en 1857, Brooke volvió a Londres y allí se encontró con que tenía un hijo ilegítimo, Reuben George Brooke, de veinticuatro años. Se lo comunicó a sus sobrinos, que ya se veían como únicos herederos. Su reacción fue tan histérica que muchos pensaron que Brooke reconoció a ese hijo no porque fuera suyo, sino porque lo veía más capacitado que sus sobrinos para sucederle. Incluso un biógrafo cuenta que no pudo nunca tener hijos porque la bala que supuestamente lo hirió en el pulmón en Birmania fue a parar a otro órgano situado un poco más abajo. También se dice que su orientación sexual estaba dirigida a los jóvenes príncipes de Brunei.

No obstante, Reuben George Brooke nunca llegó a Sarawak y acabó muriendo en un naufragio. Charles, uno de los sobrinos, acabó siendo el segundo Rajá Blanco de Sarawak, tras la muerte de James Brooke en 1868 en Inglaterra, donde vivió los últimos cinco años de su vida.

Kabir Bedi como Sandokán

Sandokán, el resistente anticolonialista

Contra el Rajá Blanco sólo salió victorioso un héroe literario de nuestra infancia: Sandokán. En 1883, Emilio Salgari comenzó a publicar por entregas las vidas de los piratas de Malasia y los tigres de Mompracem, que tienen como protagonsita a Sandokán, el llamado “tigre de Malasia”, un príncipe de Borneo desposeído de su trono por el colonialismo británico.

En la misma época en que escritores como Rudyard Kipling o H. Rider Haggard- glorifican sin complejos la aventura imperialista de su país, Salgari inventa un héroe que es en realidad un resistente anticolonialista.

Sandokán, nos cuenta Salgari, era un joven príncipe malayo que subió al trono en la isla de Borneo con apenas veinte años y comenzó a conquistar a los reinos cercanos, por lo que británicos y holandeses, viendo amenazado su poder, se aliaron con el sultán de Varauni para derrotarlo. El héroe acabó siendo vencido por sus enemigos y entonces se dedicó a piratear por Borneo todo lo que pudo y con los años llegó a Mompracem, isla que convirtió en su base logística desde la que inspiraba el terror en toda Malasia.

Hay un par de episodios en estas novelas por entregas en las que aparece sir James Brooke con nombre y apellido y a bordo de la Royalist. Salgari le llama “exerminador de piratas” y hombre audaz, hombre de energía extraordinaria y amante delas aventuras. No obstante, como enemigo que fue de Sandokan, acabó siendo derrotado pero el príncipe pirata le perdonó la vida a cambio de que nunca más volviera a Sarawak.

El ocaso de Brunei

En el siglo XIX, que es el que más nos ha ocupado en este comentario, Brunei perdió la mayoría de su territorio y se convirtió en el pequeño país actual que comparte la isla de Borneo con otros dos Estados: Malasia e Indonesia.

Brunei fue un protectorado británico de 1888 a 1984, año en el que se convirtió en un estado independiente. Apenas tiene un millón de habitantes: el 67% es de origen malayo, el 15% chino, el 6% nativo y el 12% restante de otras etnias. El sultán actual es primer ministro, ministro de Finanzas y del Interior, además de jefe religioso del país. Tanta ocupación compensa porque posee una mansión de casi dos mil habitaciones, cientos de coches de lujo, y es el monarca más rico del mundo, aunque desde la crisis financiera asiática de 1997 y también debido el derroche fantasioso de toda la familia haya perdido muchos puestos en la lista Forbes. Se le calcula una fortuna de unos 16.000 millones de euros.

Bibliografía

Rudyard Kipling, El hombre de pudo reinar, Valdemar 2009

-Antonio Pigafetta, Primer viaje alrededor del mundo (edición de Isabel de Riquer)

– Gianni Guadalupi y Antoni Shugaar, Latitud cero, Destino 2006

– Emilio Salgari, Los tigres de Mompracem (Piratas de Malasia), Orbis, 1987

Más allá del Hindu Kush

La expedición de Alejandro Magno

Perseguía a Bessos, el asesino de Darío que se había declarado su sucesor, y en su persecución Alejandro atravesó el Hindu Kush con más de treinta mil soldados, que sufrieron un frío intenso, jornadas inacabables y hambre constante.

A finales de septiembre del año 330 a.C., con el invierno en ciernes, emprendió la marcha hacia Kandahar, hacia las lejanas montañas de la estribación del Himalaya que separan de norte a sur la India de Irán, denominadas posteriormente el Hindu Kush, que significa “el asesino hindú” por la elevada tasa de mortalidad entre los jóvenes esclavos de la India que los mercaderes medievales llevaban a vender a Irán. No todos los expertos aceptan esta etimología popularizada por el viajero Ibn Batuta en el siglo XIV y señalan que Hindu Kush es una corrupción de la expresión latina ‘Caucasus Indicus’, que era el nombre que le dieron los romanos. También puede provenir de ‘kushan’, nombre del imperio que entre los siglos I y III d.C. se extendió desde Tayikistán hasta el Mar Caspio ocupando todo lo que es hoy Afganistán hasta el río Ganges.

Kandahar, la ciudad hacia la que se puso en marcha el ejército macedonio era la población más importante de la región de Aracosia, “la bien regada”. Su nombre actual podría derivar precisamente de Alejandría, que habría dado Iskanderiya y luego Kandahar. No fue la única Alejandría del actual territorio de Afganistán; se pueden contar más de media docena. Cuando no combatía, el macedonio creaba o renombraba ciudades y establecía puestos avanzados, en los que dejaba a soldados en calidad de colonos. Por eso no es extraño que algunos pueblos de esta región, como los kalash, se consideren herederos directos de aquellos veteranos que se quedaron allí a vivir.

Nuestros amigos Dravot y Carnehan, a los que conocimos gracias a Kipling, no estaban equivocados: por allí pasó Alejandro y fundó ciudades en las que vivieron colonos griegos. Probablemente ambos aventureros atravesaron la montaña por uno de los ocho pasos que conectan el actual Pakistán con Afganistán. El plan, según le cuentan a Kipling aquella calurosa noche antes de partir, es alcanzar Peshawar y luego arriba a la derecha, atravesando el paso de Jagdallak, hasta llegar a Kafiristán, la meta de su viaje (1).

Antes de la llegada de Alejandro, las tierras de Afganistán ya habían visto pasar y quedarse a los pueblos iranios, que se llamaban a sí mismo “arya”, es decir, “los nobles”, procedentes del centro de Europa. Se asentaron, unos en Irán, país al que dieron nombre, y otros en la India a la que llegaron atravesando el Hindu Kush, hace 3500 años. Que muchos afganos y muchos habitantes de los valles de las montañas presenten sus características físicas -piel blanca y ojos claros- no es nada sorprendente ni hay que achacárselo exclusivamente a la colonización alejandrina.

El el mes de diciembre comenzó la etapa más dura del viaje de Alejandro en pos de Bessos. El objetivo era cruzar el Hindu Kush hasta la ciudad de Balj (Bactria para los griegos). Se la consideraba la ‘madre de las ciudades’ y en ella nació Zoroastro. Una rebelión en la actual Herat (Alejandría de Arie) obligó a Alejandro a desprenderse de varios miles de soldados para sofocarla, con lo que quedaron treinta y dos mil en la expedición. El camino entre Kandahar y Kabul era abrupto y discurría entre desfiladeros y allí empezaron las penurias. Cerca de Kabul Alejandro hizo levantar un campamento de invierno y la nueva ciudad, en la que instaló a ocho mil nativos y a todos los veteranos y mercenarios de los que pudo prescindir, pasó a llamarse Alejandría del Cáucaso, actual Bagram, a setenta kilómetros de la capital afgana.

En mayo del año 329 se hicieron los preceptivos sacrificios a los dioses antes de iniciar la escalada a través del paso de Jáiber, también llamado Khyber o Khaiwak, a una altura de 3.350 metros. La ascensión hasta la cima duró una semana y ya entonces se quedaron sin comida. Las estribaciones de la cordillera conformaban un territorio inhóspito, en el que no había ni pájaros ni vida salvaje alguna, según cuenta el historiador romano del siglo I d.C. Quinto Curzio Rufo, que describe a los parapamísadas como la raza menos civilizada entre los bárbaros. El ejército de Alejandro, nos cuenta, sufrió “el hambre, el frío, la fatiga y la desesperación y muchos sucumbieron al insólito rigor de la nieve” (2).

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Prometeo en el Hindu Kush y la cima del mundo

En medio de las montañas la expedición de Alejandro encontró una roca de una altura de ochocientos metros que, según los nativos, fue la residencia de Prometeo, junto con el nido de la mítica águila que le roía el hígado y las marcas de las cadenas que mantuvieron inmóvil al titán para cumplir el castigo eterno impuesto por Zeus por haber entregado el fuego al hombre. A los expedicionarios les pareció que ése era el lugar, aunque el mito siempre se había situado en el Cáucaso, a miles de kilómetros de distancia hacia el noroeste. Con el fin de reconciliar el mito y la geografía -nos dice Lane Fox- la gente de Alejandro sostuvo que el Hindu Kush estaba unido al Cáucaso por una prolongación que se extendía hacia el este (3).

Desde entonces, los eruditos antiguos y modernos han tratado el error con mucha crueldad haciendo ver que se trataba de un gesto de adulación hacia Alejandro. Pero, prosigue Lane Fox, la confusión podría venir de que el nombre griego del Hindu Kush, el Paropamiso, derivaba de la palabra persa “uparisena”, que significa “pico sobre el que el águila no puede volar”. Si esas montañas encerraban a la mítica águila tenía que ser el Cáucaso, fuera cual fuese la geografía.

Los expedicionarios escalaban hacia la cima con la expectativa de una recompensa mayor que los sufrimientos: poder observar el límite oriental del mundo, donde las tierras fronterizas de la India se fusionaban con el arremolinado océano. Ni Aristóteles, el maestro de Alejandro, ni ninguno de los sabios de Occidente tenían conocimiento de la existencia de China. Pero, lamentablemente, desde la cumbre del Paropamiso sólo pudieron ver más y más montañas.

El ejército necesitó al menos diez días para descednder por la pared opuesta. Los caballos se calzaron con las botas de piel que los generales griegos usaban para hacer frente a la nieve, pero la falta de comida les obligó a sacrificarlos y utilizar su carne como alimento, carne que consumieron cruda porque ni había madera ni forma de hacer fuego.

Por fin Alejandro y su ejército llegaron a Bactria; los rebeldes de Satibarzanes habían sido derrotados, lo que provocó la huida de Bessos, cuyos seguidores, ya desafectos, le entregaron a Alejandro. El macedonio siguió recorriendo la región y llegó hasta la Sogdiana. Después tuvo lugar la triste muerte de Clito a manos de Alejandro y la unión del rey con Roxana. Pero todo eso merece muchísimas más páginas y mi intención sólo era recoger datos sobre el paso del Hindu Kush.

Lane Fox

Atravesar el Hindu Kush

Hemos visto a los primitivos arios cruzar la cordillera para instalarse en la India; a Alejandro Magno y su ejército atravesarla para consolidar su poder en las provincias limítrofes de lo que había sido el imperio persa hasta entonces. A la muerte de Alejandro, la región se incorporó al Imperio seléucida y años más tarde fue conquistada por los kushana, de religión budista (a esta época corresponden los Budas de Bamiyán). Las luchas entre los diversos pueblos de la zona e invasores procedentes de occidente se suceden. Sin embargo, en el siglo XIII, cuando Marco Polo regresa de China cuenta que en esa región “existen muchos pasos estrechos y peligrosos tan dífíciles de superar que la gente no teme las invasiones”.

En abril de 1398, Tamerlán cruzó la misma pared del Jáiber que atravesó Alejando Magno, obligando a sus mongoles -dice Lane Fox- a arrastrarse por los glaciares a cuatro patas, a usar trineos y a balancearse sobre los barrancos por puentes hechos con cuerdas que se ataban a grandes rocas.

Británicos en Afganistán

Durante siglos la región fue ignorada por los europeos pero cuando las fronteras del Imperio británico alcanzaron el Himalaya, el Karakorum o el Hindu Kush, lindando con Asia central, las consideraciones políticas y la defensa del Imperio hicieron que los ingleses se interesaran mucho por lo que sucedía en aqeullas regiones hasta entonces desconocidas y poco accesibles, zonas en las que se practicaba el Gran Juego a tres: Inglaterra, Rusia y China.

Afganistán actuó como Estado tapón entre Gran Bretaña y la Rusia zarista y el Imperio británico se implicó de lleno en todo lo relativo al gobierno del país con golpes de Estado y enfrentamientos con las tribus durante todo el siglo XIX. Una de las acciones más trágicas y tristes se produjo durante la retirada británica en la primera guerra anglo-afgana: la masacre sufrida por una columna británica que, ante la sublevación de los afganos, intentó ponerse a salvo partiendo de Kabul a Jalalabad en pleno mes de enero de 1839. La ruta atravesaba varios pasos de montaña cubiertos de nieve y la expedición estaba compuesta por 4.500 militares (690 de ellos europeos) y 12.000 civiles -entre los que había mujeres y niños. Los afganos la hostigaron durante todo el recorrido y el combate final tuvo lugar en Gandamak el 12 de enero, siete días después de su partida. De los veinte oficiales y cuarenta y cinco soldados europeos, sólo seis oficiales consiguieron escapar a caballo, de los que cinco murieron en la huida.

El impacto que produjo la derrota y los horribles detalles sobre cómo los afganos daban muerte a sus enemigos llevaron a Rudyard Kipling a describir en “El hombre que pudo reinar” la crueldad de los afganos cuando se rebelan contra Dravot y a escribir el siguiente poema:

Cuando estés herido y abandonado

En los valles de Afganistán

Y las mujeres salgan

Para cortar en pedazos tus restos

Simplemente toma tu rifle

Y vuélate los sesos”

En la tarde del día siguiente a la matanza, el 13 de enero de 1842, los británicos acantonados en Jalalabad esperaban la llegada de sus camaradas procedentes de Kabul, pero lo acertaron a ver una figura solitaria que llegaba cabalgando hasta las murallas de la ciudad: se trataba del doctor William Brydon, el único superviviente de la columna. Había sido herido de un espadazo en la cabeza pero salvó la vida porque, para combatir el intenso frío, había metido dentro de su sombrero un ejemplar de la revista Blackwood’s Magazine, que amortiguó el golpe. Su caballo, herido también, murió al poco de llegar a la ciudad y el afortunado doctor, tras participar en la guerra anglo-birmana y en otros acontecimientos bélicos como médico del regimiento, murió en Escocia en 1873.

El tren que atraviesa el Jáiber o Khyber

En 1925, en la época del Raj británico, finalizó la construcción de una línea férrea que une Afganistán con Peshawar (Pakistán) a través de 24 túneles y 92 puentes en un recorrido de unos setenta kilómetros que utiliza el paso del Jáiber y que costó la asombrosa cifra de más de dos millones de libras esterlinas.

Paul Theroux, el escritor que ha viajado por todo el mundo saltando de tren en tren, lo utilizó en la ruta a través de Asia que, en 1975, relató en “El gran bazar del ferrocarril” (4). En Kabul, ciudad que le resultó sumamente antipática, tomó un autobús hasta la estación de Landi Kotal, donde subió al tren que le llevó a través del paso de Jáiber hasta Peshawar, ya en Pakistán. Sólo circulaba un tren a la semana y lo utilizaban los afganos para visitar el bazar de Peshawar.

Theroux nos cuenta que el paso es más rocoso, más alto y más espectacular en el lado afgano de la frontera que en el paquistaní y que el ferrocarril es una maravilla de la ingeniería que atraviesa túneles y puentes y trepa hasta los 1.100 metros de altura. Hay cinco kilómetros de túneles y, como el tren carece de luz, se viaja en tinieblas al atravesar las montañas. De repente, el sol de los valles inunda los vagones. Reconoce que parece un viaje imposible para un tren: “El convoy se balancea avanzando por el costado del risco, dando fuertes resoplidos y, cuando ante él no hay más que aire y roca vertical, penetra en la montaña. Al entrar, desaloja murciélagos del techo”. Curvas y precipicios imposibles, hasta llegar a la llanura de Peshawar.

Otra impresión del Hindu Kush la recoge el viajero y escritor Harry Rutstein que en 1981 inició los preparativos para cruzar las cuatro montañas que convergen en el norte de Pakistán y recoge las reflexiones de Samuel Johnson acerca de lo que pudieron sentir los expedicionarios de Alejandro, los guerreros de Tamerlán o los soldados británicos: “Aquellos que penetraron en la profundidad de las montañas del Hindu Kush relatan el extremo silencio del cielo de la medianoche, con sus estrellas ardiendo con intensidad y los picos colosales que elevan sus moles blancas más alto que las tormentas; conmueven la imaginación con una sensación de misterio incomprensible y quietud eterna, como ninguna otra región sobre la tierra lo puede sugerir. Aquí hay esplendores y melancolía, poderes indescriptibles y reservas impenetrables” (5)

(1) Rudyard Kipling, El hombre que pudo reinar, Valdemar 2009 (Puede leerse un comentario sobre este cuento y la película de Huston en mi anterior entrada)

(2) Quinto Curzio Rufo, Historia de Alejandro Magno, Sarpe, 1985

(3) Robin Lane Fox, Alejandro Magno: conquistador del mundo, Acantilado 2007

(4) Paul Theroux, El gran bazar del ferrocarril, Punto de Lectura 2009

(5) Harry Rutstein, La odisea de Marco Polo, Ediciones Nowtilus, 2010